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15 de mayo de 1940

52º 55’ 41” Norte, 8º 14’ 6” Este

—Es imposible —dijo Marsh.

Se agachó para pasar por una escotilla mientras seguía a Gretel por los estrechos espacios del submarino. La chica se había quitado el descolorido vestido de campesina cuando el oficial de guardia había avisado de que arribarían a puerto al cabo de unas pocas horas, apenas pasada la medianoche. Se había puesto un impecable uniforme gris de las SS claramente cortado a medida para su cuerpecillo. Tres rombos en el lado izquierdo del cuello, uno en los hombros: SS-Obersturmführer, el equivalente aproximado a un alférez de navío en la Marina. Por el momento, la información de Liddell-Stewart se había demostrado correcta, pero la insignia del lado derecho del cuello era algo que Marsh no había visto en ningún informe: una calavera hendida por las Siegrunen de las SS. Supuso que simbolizaba al Götterelektrongruppe.

Los submarinistas de la Kriegsmarine cedían el paso a Gretel, aunque Marsh no sabía distinguir si lo hacían en deferencia a su rango o por la impresión que les causaban sus cables. Parecía que no reconocían mejor que el propio Marsh la insignia del Götterelektrongruppe. La gitana y su hermano atraían un sinfín de miradas recelosas de la tripulación. Él también, aunque eso era por ser un pérfido inglés.

Daba miedo caminar entre sus enemigos con tanto descaro. Fingía ser un desertor, pero esos marineros serían tontos si por eso confiaran en él. En teoría, no se atrevían a tocarlo, por si de verdad era importante para el Reich, pero en la práctica su único aval era una chica inescrutable de «sangre mestiza».

Eso era lo más desconcertante de todo. Liddell-Stewart se había demostrado tajante al hablar de Gretel. Se hará la inocente. Intentará engatusarte y hasta coqueteará contigo, pero no lo olvides nunca: para ella no eres más que una herramienta. Nunca confíes en ella. Pero aun así, después de decir todo eso, creía que Gretel protegería a Marsh.

¿Colar un agente en la Reichsbehörde? Ni en sus momentos más soñadores y remojados en brandy, Marsh y Stephenson habían soñado con conseguir algo así. El capitán había ofrecido el único señuelo lo bastante fuerte para arrancar a Marsh de su familia.

Y así, su vida estaba en las poco fiables manos de Gretel. Lo que significaba que sus magras posibilidades de sobrevivir pasaban por lo bien que entendiese a esa chica. De modo que se pegó a los talones de Gretel mientras esta se paseaba entre los hacinados marineros del submarino.

No fue fácil; el lugar de paso en ocasiones se medía por centímetros, y había cajas de provisiones apiladas en todos los espacios disponibles. El buque apestaba a vapores de combustible diésel, col hervida y aliento humano. Los marineros se bañaban en desodorante y colonia para enmascarar los hedores corporales. El submarino había tocado puerto para recoger a Klaus hacía no muchos días, pero no había sido más que una escala rápida en mitad de una larga patrulla. Hasta los oficiales iban sin afeitar.

Marsh se apoyó con la mano en un frío nervio de acero y trató de mantener el equilibrio cuando bajo sus pies la cubierta se inclinó. El casco emitió un largo y grave gruñido mientras la embarcación surcaba las aguas del mar del Norte en las últimas etapas de su travesía a Bremerhaven. Estaba acostumbrado al movimiento de los barcos, pero se había curtido en buques de superficie; no era lo mismo que un submarino.

Gretel se subió de un brinco a su litera. (Y era suya. Era la única persona a bordo, con la excepción del capitán, que no compartía camastro caliente. Era algo que había levantado ampollas entre la tripulación, sobre todo en el oficial al que había desplazado. Peor aún, el submarino no había disparado ningún torpedo en esa salida, lo que significaba que nadie podía instalarse en la sala de torpedos de proa para dormir). Se tumbó de lado, con una mano apoyada en el muslo y la otra como soporte para su cabeza. Tanta informalidad podría haberse considerado inapropiada, de haberla visto un oficial superior, aunque claro, lo mismo pasaba con las trenzas que le llegaban bastante más abajo de los hombros. Y con su sexo, ya puestos. Pero el Götterelektrongruppe contaba con una dispensa especial, y Gretel más. Lo que devolvió a Marsh a la cuestión que estaban debatiendo.

—¿Imposible? Cuéntame, Raybould.

Marsh cruzó los brazos para entrar en calor y se apoyó en el casco presurizado.

—Si conocieras el futuro, todo lo que va a suceder, significaría que todo está predestinado.

—¿Y cómo sabes que no es así?

—Eso conllevaría que no existe lo que llamamos libre albedrío.

Gretel arrugó la frente como si acabara de oír una majadería.

—Yo tengo libre albedrío —dijo.

—Vale. Y yo también.

Una extraña media sonrisa asomó a sus labios mientras lo contemplaba.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto que sí.

—Sabía que dirías eso.

Klaus entró dando tumbos por la escotilla, con la frente perlada de sudor. Pasó entre Marsh y Gretel sin decir nada y separó de la pared el camastro que compartía en rotación con el inglés y dos marineros. Su pecho subía y bajaba con grandes y lentas respiraciones. Llevaba mareado casi desde que el submarino se había sumergido.

El casco chirrió. Klaus cerró los ojos con fuerza.

—¿Qué le pasa? —preguntó Marsh.

—Claustrofobia —respondió Gretel—. Es un efecto secundario de los métodos de adiestramiento del doctor.

—Pensaba que hacías lo que hacéis gracias a esos trastos. —Señaló la batería que Gretel llevaba a la cintura.

—Las baterías son una herramienta para un medio, no el medio en sí. —Tocó con el dedo la insignia que llevaba al cuello—. Lo nuestro lo hacemos mediante actos de fuerza de voluntad, energizada por lo que el doctor llama Götterelektron. —Eso explicaba el distintivo que llevaban ella y su hermano. Un rayo divino que energizaba la Willenskraft—. Pero antes hay que afinar la fuerza de voluntad. En el caso de hermano, fue por medio de un deseo supremo de huir de su ataúd.

Marsh todavía tenía que oír un solo dato sobre Herr Doktor Von Westarp que no sugiriese que el tipo era un sádico y un chiflado de marca mayor. Aunque pronto lo vería con sus propios ojos.

—En el caso de Reinhardt fue el frío. —Gretel sacudió la cabeza—. El chatarrero odia a muerte el invierno.

—¿Qué me dices de ti? ¿Cómo te adiestró para que vieras el futuro, si eso es lo que haces realmente?

Gretel se inclinó hacia delante.

—Yo soy diferente de los demás —susurró.

—¿Cómo sabías lo de Liv? ¿Y nuestras hijas?

La expresión de Gretel se nubló. Intentó disimular —y realmente sabía poner cara de póquer— pero no pudo evitar que sus ojos buscaran por un instante su batería. Marsh había logrado provocarle un mínimo atisbo de duda, pero fue pasajera. La chica alzó la vista y le dedicó una mirada gélida. ¿Se había asomado al futuro para refutar su truco?

—Te he pillado —dijo Marsh—. Van dos. No creía que fueses a picar por segunda vez.

Si antes su expresión era helada, había pasado a ser ártica. Quizá pincharla no había sido tan buena idea.

—¿Te gustaría que te hablase de tu hijo? —Eso pilló a Marsh desprevenido, y ella lo notó—. Oh, sí. Hay líneas temporales en las que tienes un hijo con Olivia. Se llama John. No sale a su padre. —Marsh se recuperó pero Gretel siguió insistiendo—. Dime, Raybould, ¿qué fue lo primero que te atrajo de Olivia? ¿Fueron las pecas? ¿O la voz?

—No sabes nada sobre Liv.

—Al contrario. Sé bastante sobre tu familia. Sé que te casaste en el jardín de John Stephenson. Una ceremonia discreta. William fue tu padrino. Él…

—Todo eso son conjeturas —interrumpió Marsh.

—Ni mucho menos. Me lo contó Olivia en persona.

—Nunca has estado con Liv.

—Te equivocas. —Gretel volvió a inclinarse hacia delante y lo miró a los ojos. Marsh atisbó algo inquietante en esas profundidades oscuras—. Corriente abajo —susurró ella.

Klaus se incorporó con un esfuerzo.

—¿Os queréis callar?

—Lo siento, hermano. Seré buena.

El alemán se levantó y se acercó a Marsh. Tenía la misma piel aceitunada que su hermana, pero no había heredado los ojos; Marsh no vio nadar en ellos la locura, sino solo el fervor frío que comparten todos los auténticos creyentes.

—Ella dice que eres importante para lo que se avecina —dijo—. Reza para que eso no cambie.

Marsh hizo una mueca cuando le llegó a la cara su aliento agrio. Klaus había vomitado.

—Me entregarás a la RSHA, ¿no?

—No, no lo hará —terció Gretel.

—Cuando el doctor decida desprenderse de ti, hará que te manden al campo de entrenamiento para que practiquemos. Puedes dar gracias. —Klaus le clavó el dedo en el pecho—. Me ocuparé de que tu muerte sea rápida.

Dos voces competían por la atención de Marsh. Una era la de Liddell-Stewart, un murmullo ronco como de grava y whisky que enumeraba los secretos de la psique de Klaus: «Así te ganarás su confianza, lo convertirás a tu causa…». La otra era la suya propia, que replicaba con indignación: «No dejes que este payaso que hace el paso de la oca se crea que puede intimidarte».

Tablas.

Marsh hizo crujir sus nudillos contra su mandíbula y se irguió en toda su estatura. Klaus le sacaba unos cuantos centímetros.

—¿Quién eres, Klaus? Cuando no te escondes detrás de tu hermana y esa batería —dijo. Y entonces, porque no podía resistirse, añadió—: Quítatela algún día y ya veremos quién se lleva esa muerte rápida.

Gretel bajó de su litera de un salto.

—Hemos hecho enfadar a nuestro invitado, hermano. —Le dio una palmadita a Klaus en la mejilla y luego hizo lo mismo con Marsh—. Es halagador que os peleéis por mí, pero ahora no es el momento.

El Unterseeboot-115 tenía capacidad para cincuenta tripulantes en circunstancias normales. Incluso entonces no había sitio en el abarrotado buque para que más de una pequeña fracción de los marineros comieran o durmiesen a la vez en un momento dado. La presencia de dos oficiales de las SS más un inglés tensaba el sistema, como lo hacía la presencia de una mujer a bordo. Los tripulantes quizá le cedieran el paso y se sintieran nerviosos ante ella, pero eso no impedía las miradas resentidas. Sin embargo, la mayor parte de ellas iban destinadas a Marsh, y por lo general cuando hacía cola para recibir su ración de «conejo», que era como la tripulación llamaba al pan moteado de hongos blancos con pelusilla.

Alguien olisqueó sonoramente.

—Conozco ese olor. —Algo tocó a Marsh en los riñones—. Ah, sí, el inglés mascota.

Otro submarinista dijo:

—¿Es verdad que Churchill te echó porque no le dejaste satisfecho en la cama?

—Creo que lo echaron por el olor.

«Pues tú no hueles a rosas, alemán».

La cubierta traqueteó cuando otros marineros acudieron para unirse al coro de provocaciones.

—A lo mejor es judío —conjeturó un tercero. Los hombres que pinchaban a Marsh hablaban con variaciones de un dialecto bajo alemán. Frisones, de algún lugar cercano a la costa. Tenía sentido que se enrolaran en la Kriegsmarine si se había criado cerca del mar.

—Ni siquiera un judío es lo bastante estúpido para meterse aquí. Dicen que es un desertor. Yo creo que debe de ser un espía.

Marsh rebuscó en su repertorio de evasivas, en busca de algo que apaciguara los ánimos. Una cosa era tener unas palabras con Klaus, pero sufrir el asalto de un pelotón de alemanes no era un principio prometedor para la misión. Perder los nervios y atizar a uno de los marineros podría ser su muerte; no había garantías de que un oficial fuese a imponer la paz de inmediato. Era una embarcación pequeña. ¿Durante cuánto tiempo podían hacer la vista gorda? Una paliza podría durar un buen rato antes de que alguien le pusiera fin. El destino de Marsh dependía de la palabra de Gretel —su insinuación, más bien— de que era crucial para el futuro del Reich.

Marsh buscó una manera de atajar aquello. No encontró ninguna.

El primer marinero, el que había empezado el jaleo, se le situó delante. Tenía la cara picada de cicatrices de acné. Por su aspecto el chico tendría dieciocho años, veinte como mucho. Unos mechoncillos de pelusa le cubrían la barbilla. No era especialmente alto; el submarino no estaba diseñado para acomodar la estatura. Sus manos callosas tenían algunos moretones, aunque era imposible saber si causados por el trabajo o por una pelea.

—Entonces, ¿qué eres, inglés? ¿Un cobarde, o un espía?

«Maldito seas, Liddell-Stewart». Marsh buscó a la desesperada el guión que se había preparado deprisa y corriendo durante el trayecto en coche hacia la costa y repasó mentalmente todas las maneras que había ideado para expresar su desdén hacia Gran Bretaña y su rendida admiración por el Tercer Reich. Luego lo desechó todo.

—¿Esto es la disciplina alemana? Esperaba más de los futuros amos del mundo.

—¿Lo oís? El inglés cree que somos los amos del mundo.

—¿Y nos daréis la bienvenida cuando vayamos a tu país?

—Yo sí. —Lo intentó, pero no pudo obligarse a que su actuación no sonase poco convencida. ¿Lo captarían ellos también?—. Y no solo yo. Hay otros como yo, otros que desean que el nacionalsocialismo llegue a Gran Bretaña. —Tristemente cierto. Ojalá se pudrieran en el infierno para toda la eternidad.

Uno de los marineros dijo:

—A lo mejor nos presentarás a tus amigos.

—Y también a vuestras mujeres —añadió otro.

Ja —dijo el cabecilla, que esbozó una mueca lasciva—. A lo mejor tienes a una guapa Fräulein en casa. A lo mejor la compartes con nosotros. —Compartió una carcajada con sus amigotes.

Un par de manos le dieron un fuerte empujón en los omóplatos. Chocó contra el cabecilla. El chico lo empujó en la otra dirección. Marsh se concentró en sus manos, en impedir que se cerrasen en sendos puños mientras rebotaba de un lado a otro como un volante de bádminton.

«No pierdas los nervios. No pierdas los nervios».

El cabecilla dijo:

—Dejaré que los demás miren mientras tomo a tu Fräulein. Tengo entendido que las zorras inglesas son…

El puñetazo de Marsh le alcanzó directo bajo la mandíbula, lo bastante fuerte para cerrarle los dientes con un audible chasquido. El chico lanzó un gritito, se dobló por la mitad y escupió un trozo de lengua. De su boca manaban largas cintas de sangre y saliva. La hemorragia no paraba.

«Mierda».

Un par de submarinistas agarraron a Marsh. Se revolvió y hasta logró liberar un brazo, pero al final no importó. Sus resistencia flaqueó al darse cuenta de que era mejor rendirse a la paliza que luchar contra ella; que los alemanes pensaran que habían ganado. De modo que lo sujetaron mientras el chico y unos cuantos más hacían cola para tener su oportunidad de atizarle un par de tortas al inglés. Tuvieron que darse prisa; no había intimidad en un submarino. Los castigarían severamente por su falta de disciplina.

Una ancha veta roja descendía por la barbilla del chico al que había golpeado, que detrás de su ira parecía algo verde, como si toda la sangre propia que tenía en el estómago le diera náuseas. Blandía una llave grifa.

Marsh se revolvió para soltarse e intentó prepararse para el espantoso crujido de las costillas rotas. Se preguntó si le perforarían un pulmón. Cerró los ojos y tensó el cuerpo.

En alguna parte, el martilleo de un par de botas sacudió la cubierta.

Los otros retrocedieron para que el chico tuviera más espacio para armar el golpe, tanto como era posible en la abarrotada embarcación.

… toctoctoctoctoctoc.

Clanc.

Marsh se encogió. No pasó nada. Abrió los ojos.

La llave estaba en el suelo. Los atacantes de Marsh miraban boquiabiertos un trozo del casco. Retrocedieron mientras Klaus emergía como un fantasma del espacio frío y oscuro que separaba el casco presurizado y el exterior con el cabecilla a remolque. Se rematerializaron y Klaus soltó al joven. Su víctima se derrumbó en la cubierta temblando y empapado.

Marsh tardó un momento en superar la neblina del dolor y comprender lo que había pasado. Klaus había zambullido a su agresor en el mar. Vio que el hermano de Gretel también tenía los antebrazos mojados.

—Rompan filas —dijo. Los marineros de la Kriegsmarine chocaron unos con otros en su afán por hacerle el saludo a Klaus y quitarse de en medio.

Marsh se volvió hacia el alemán.

—Gracias —dijo.

—Desearás haberles dejado acabar contigo como mi hermana cambie de opinión. —Se alejó con paso decidido.

Marsh se apoyó en el casco frío. Las gotas de condensación, como el sudor de un leviatán de hierro, resbalaban por las placas y aterrizaban en su pelo y el cuello de su chaqueta. Se estremeció. Esperó allí durante un rato, haciendo acopio de fuerzas para llegar a su camastro, pero las piernas, como si fueran de goma, se negaban a sostenerlo. «Ha faltado poco».

Un nuevo par de botas cruzó la cubierta. No alzó la vista; por la zancada supo que rodeaban unos tobillos huesudos.

—¿Lo ves? —dijo Gretel—. Conmigo estás a salvo.

—Podrías haberlo mandado antes.

—No habría tenido el mismo efecto. Ahora los hombres te temen, porque temen a hermano.

16 de mayo de 1940

Bremerhaven, Alemania

Los ánimos dentro del submarino estuvieron apagados durante la aproximación a Bremerhaven y el amarre. Nadie dio a Marsh más problemas, lo cual validaba el cruel cálculo de Gretel.

Salir del submarino significó subir por una escalerilla hasta la escotilla para luego descender por una serie de peldaños soldados al casco exterior. La paliza complicó la tarea. Marsh se encontró plantado en un malecón dentro de la base de submarinos, un enorme refugio de hormigón reforzado.

Si Francia caía, los puertos galos proporcionarían acceso directo al Atlántico a los submarinos de la Kriegsmarine. Sin embargo, de momento, Bremerhaven era la base principal de Alemania para sus operaciones en el mar del Norte y el Atlántico. Como tal, había sido diseñada para resistir impactos directos de los bombarderos ingleses.

Marsh parpadeó y se hizo sombra en los ojos. Los focos parecían despiadadamente luminosos tras la penumbra del U-115. La proximidad del océano abierto ayudó a ventilar de su nariz el persistente olor a combustible diésel. La caverna de hormigón armado se sacudía con el ronquido de los motores al ralentí y el traqueteo de la maquinaria pesada. Resonaba el eco de las órdenes a gritos y los anuncios del capitán del puerto por los altavoces.

Siguió a los hermanos a través del bullicio. La Reichsbehörde había enviado un coche para recoger a Gretel y Klaus. El conductor puso mala cara al ver a Marsh, pero la escena se desarrolló de manera muy parecida a lo que había pasado en la playa. Gretel se salió con la suya.

El capitán del submarino los llamó a voces mientras Gretel subía al Mercedes.

—¡Su cargamento ocupa un espacio valioso!

¿Cargamento? Algo no encajaba. Lo fácil que había sido el encuentro con el submarino, para empezar.

Gretel le respondió con otro grito:

—Se queda donde está. Lo recogeré cuando lo necesite.

Una vez estuvieron sentados en el coche, Marsh preguntó:

—¿A qué se refería con «vuestro» cargamento?

—Baterías de repuesto —respondió ella—. Mis instrucciones eran muy concretas.

«¿Instrucciones?». No había sido un topo quien había organizado la huida de Gretel del Almirantazgo. La había organizado ella misma.

—Ese cabrón miserable me mintió.

—Sí. Pero ahora estás aquí. Eso es todo lo que importa.

Liddell-Stewart iba a tener un mal día cuando Marsh volviese a Inglaterra.

El tráfico alrededor del puerto no era muy denso durante las primeras horas del nuevo día. Pronto estuvieron en la carretera, rumbo a Weimar. Klaus se pasó la mayor parte del trayecto roncando. Marsh intentó dormir, pero no podía dejar de pensar ni desentenderse de las mariposas que sentía en el estómago. Cada kilómetro que pasaba le acercaba un poco más al REGP. ¿Y luego qué?

Llegar a la granja de Von Westarp era la parte más fácil de aquella misión. Marsh podía imaginar —si se entregaba al optimismo inocente de Will— que encontraría una manera de destruir la granja. Gretel podría ayudar con eso.

Sin embargo, destruir la granja no serviría de un pimiento si no desaparecían también los papeles. A Marsh le daba la impresión de que Liddell-Stewart quería que la Reichsbehörde fuera no solo destruida sino… borrada. Y el capitán estaba convencido de que las Schutzstaffel tenían un almacén independiente de informes operacionales correspondientes al REGP y que esos informes estaban almacenados en el sótano del número 9 de Prinz-Albrecht-Strasse.

El cuartel general de las SS. En Berlín.

Sin embargo, aunque las SS aceptaran la tapadera de Marsh como desertor británico, lo vigilarían muy de cerca. Parecía bastante improbable que fuese a disponer de libertad suficiente para pegar un salto a Berlín a pasar un fin de semana largo, y menos aún para entrar tan campante en la SS Haus y robar sus tesoros.

Esa era la cuestión. Si alguna vez se encontraba en la Prinz-Albrecht-Strasse, dentro del corazón mismo del Tercer Reich, sería, lo más seguro, porque algo había salido muy, muy mal.

Gretel lo pilló mirándola.

—Intenta dormir. Te espera un día bastante largo.

El cielo se destiñó de negro a gris y luego a azul mientras nos acercábamos a Weimar. Según el dossier de Stephenson sobre Von Westarp, la granja familiar se hallaba unos doce kilómetros al sudoeste de la ciudad. El amanecer los encontró en un bosque. Las primeras luces del día atravesaron una maraña oscura de robles y fresnos, copas desnudadas por el invierno y cubiertas de un delicado fleco verde.

La carretera en sí estaba asfaltada, algo raro para lo que tendría que haber sido un viejo camino de granja. Alguien había sustituido el trazado original por algo más apropiado para las visitas importantes. A lo mejor a Himmler no le gustaba dar botes sobre baches y barro.

Cuando salieron de entre los árboles, el zumbido de los neumáticos sobre el asfalto dio paso al traqueteo sobre gravilla aplastada. El camino de guijarros blancos como la tiza destellaba al sol como una cinta plateada. Cruzaba un ancho claro salpicado de macizos de flores silvestres de primavera. Un rótulo de madera trazaba un arco sobre la avenida y confirmaba que esos eran los terrenos de la Reichsbehörde für die Erweiterung Germanischen Potenzials: la Autoridad del Reich para el Avance del Potencial Germánico.

Cualquiera podía deducir bastante sobre el narcisista cerebro del REGP con solo observar la distribución. Allí, en el centro, estaba la granja en sí. Marsh la reconoció gracias a la fotografía medio quemada que había rescatado del maletín de Krasnopolsky en Tarragona, pero era más grande que en la foto; había crecido al mismo ritmo que la talla del doctor dentro del Reich. La granja de tres plantas era el edificio más alto de un complejo que comprendía docenas de estructuras más. Unos anchos ventanales adornaban el último piso. Permitían que Von Westarp señorease sobre sus dominios, de forma figurada, si no literal.

La colocación de las demás edificaciones recordó a Marsh a unos polluelos de pato tratando de pegarse a su madre. Las estructuras que albergaban las funciones más importantes del REGP eran las más cercanas a la granja y, por extensión, a la sombra del doctor. Entre ellas se contaban los laboratorios y un almacén (para el almacenamiento o fabricación de las baterías, supuso Marsh). El siguiente conjunto, algo más alejado de la casa de Von Westarp, incluía una armería y los barracones. Los edificios que Von Westarp consideraba irrelevantes —como el cobertizo de la bomba de agua, la cámara frigorífica, el comedor y la enfermería para los soldados normales— quedaban relegados a los márgenes del complejo.

La tierra tembló. Algo atronó en el claro. Artillería ligera.

Cuando el Mercedes aminoró para tomar la última curva antes de llegar a la granja, Marsh entrevió un extenso campo de entrenamiento por los huecos entre edificios. La distribución general era la de una gran U. La granja formaba la base, el resto de los edificios constituían los brazos y el campo ocupaba el centro. La parte superior de la U lindaba con el bosque.

Una vez más, la información del capitán de corbeta Liddell-Stewart se demostraba acertada. ¿Pero quién era ese feo vejestorio?

Marsh contó docenas de personas entre personal de apoyo y soldados ordinarios. Si la información del capitán seguía demostrándose cierta, descubriría que los soldados asignados al REGP procedían de la LSSAH, la unidad de elite de las SS creada a partir de la guardia personal de Hitler.

Pararon delante de la granja. Klaus se estiró y bostezó; la artillería lo había despertado. El conductor puso el freno de mano y esperó a que el trío de pasajeros saliera del coche en marcha.

Marsh apretó los dientes antes de seguir a Gretel al exterior. Las contusiones le dolían, y la larga travesía apretado en el coche, sumada a su creciente ansiedad, le había agarrotado la rodilla. Llevaba demasiado tiempo sin dormir. Eso, junto con la deshidratación, le había dejado un persistente dolor de cabeza tras la sien izquierda. Se sentía como si le hubieran lubricado los ojos con un compuesto de grasa de motor y arena. Por mucha saliva que tragase no se quitaba el sabor amargo de la boca. Lo conocía: era miedo.

El conductor metió primera y se alejó en cuanto hubieron bajado. Al cabo de un momento pasó otra vez por debajo del arco y se adentró en el bosque que los rodeaba.

Gretel cogió a Marsh del brazo. Sabía de sobras que no se atrevía a apartarla de un empujón. No allí, donde jugaba en casa.

—Cuántas presentaciones —dijo ella, mirando hacia arriba.

Tres hombres —dos de uniforme, el otro en bata— los observaban desde una ventana de la tercera planta. El hombre de la bata era bastante más mayor que en la única fotografía que Asclepia había podido encontrar. Uno de los uniformados parecía claramente enfadado. Una reverberación envolvió a Klaus por un brevísimo instante. Marsh creyó notar un golpe de calor, pero se disipó demasiado rápido para estar seguro.

—Cerdo hijo de puta —masculló Klaus, y entró en la casa.

Marsh lo siguió, todavía del brazo de Gretel. La suelas de sus botas taconearon sobre el mármol rosa. El sol se reflejaba en las balaustradas doradas de una ancha escalinata, con un gran balcón curvo a media altura. Un rosetón de cristal tintado iluminaba el descansillo del primer tramo de escalones. La vidriera representaba a un hombre con bata blanca de laboratorio atrapando un relámpago. Las esvásticas no cuadraban con el estilo; añadidos posteriores, a todas luces. Marsh sospechaba que la granja original era más humilde.

Tras los pasos de los hermanos, dejó atrás la majestuosa escalinata. Pasaron por una cocina donde media docena de mujeres desplumaban un par de gallinas, cortaban tomates a rodajas y untaban tostadas con mermelada. A Marsh le llegó un olorcillo a café amargo y huevos fritos en grasa de bacon. Su estómago dio un salto mortal. No había visto un desayuno como ese desde antes del racionamiento. No le sorprendió que el doctor comiera bien. Se preguntó si las gallinas serían para el almuerzo o la cena.

Salivó ante la perspectiva de comer carne más de una vez por semana, pero luego pensó en Liv y se sintió egoísta.

El pasillo al que se llegaba desde la cocina estaba cubierto de polvo y olía ligeramente a formol. Una ventana en una pared daba a lo que parecía un quirófano. De la mesa de operaciones colgaban grilletes y correas, y había un estante cargado de sierras, taladros, pinzas, bisturíes y fórceps. Un collarín y una abrazadera redonda con tornillos fijos remataban un extremo de la mesa. Cerca había una consola eléctrica del tamaño de un armario ropero. Unos cables enrollados parecidos a los que llevaban Klaus y Gretel colgaban de un gancho de la consola. Estaban rematados por una afilada sonda de alambre.

Marsh había inspeccionado los cables de Gretel después de drogarla con éter en la travesía de Francia a Inglaterra. Recordó que su cuero cabelludo estaba cubierto de cicatrices quirúrgicas.

—Este es el laboratorio personal del doctor —dijo ella—. El original.

Una serie de puertas jalonaban el lado del pasillo opuesto al laboratorio. Marsh intentó abrir una, pero estaba cerrada con llave.

—¿Qué hay dentro?

—Incubadoras —respondió Klaus.

La escalera de servicio era estrecha y oscura. Ni mármol, ni vidrieras ni barandillas doradas. Tuvieron que esperar abajo a que descendiera una mujer. Su piel blanca como la porcelana hacía que pareciese un fantasma comparada con la tez más oscura de Klaus y Gretel. La recién llegada murmuró algo para Klaus mientras bajaba al trote los últimos escalones.

Echó un vistazo a Marsh, que después de que pasara quiso mirarla otra vez para verle mejor los ojos, aunque ya era demasiado tarde porque les daba la espalada.

Eran de distinto color. Uno azul y otro marrón. Una gemela.

El capitán había mencionado a las gemelas en su resumen sobre la granja y sus habitantes. Dos telépatas enlazadas para siempre, viendo por siempre a través de los ojos de la otra. Ideales para mantener unas comunicaciones seguras.

Klaus subió el primero. Gretel lo siguió y Marsh cerró la marcha. La cogió del brazo y le habló al oído en voz tan baja como le fue posible, para que Klaus no lo oyera por encima del crujido de la escalera.

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó—. Pensaba que estaban las dos desplegadas.

Gretel le dio una palmadita en la mano.

—Lo estaban, pero sugerí que la trasladaran temporalmente del OKW aquí.

Bueno. Eso solucionaba una de las preocupaciones del capitán.

Klaus los esperaba en el rellano. Gretel subió al trote la escalera y Marsh la siguió a paso ligero.

—Estas son nuestras habitaciones —dijo la chica—. Al doctor le gusta mantener cerca a sus niños. —Fue señalando, una por una y recitando nombres, una serie de puertas—. Heike, Rudolf, hermano, yo, Reinhardt, Kammler, Oskar. —La última habitación al final del pasillo había pertenecido a las dos gemelas, antes de que las desplegaran—. Te darán el cuarto de Rudolf. Él ya no lo necesita. —Le apretó el brazo—. Seremos vecinos.

Liddell-Stewart no había mencionado a ningún Rudolf o ningún Oskar. Marsh se preguntó qué habría sido de ellos.

Klaus se dispuso a subir a la planta superior por la estrecha escalera, pero torció el gesto y se hizo a un lado a regañadientes cuando alguien bajó ruidosamente. Se les unió uno de los hombres uniformados a los que Marsh había visto en la ventana. El enfadado. Lucía el mismo rango de SS-Obersturmführer que Klaus y Gretel, y un arnés con batería como el de ellos. Marsh reconoció la cara de la película de Tarragona. Ese hombre había fundido un yunque con sus manos desnudas.

Si las miradas matasen (¿y acaso no podían, precisamente allí?) el desprecio del recién llegado hubiera convertido en cadáver a Klaus. Lanzó un suspiro teatral al ver a Gretel.

—Hola, Reinhardt —saludó ella—. ¿Nos has echado de menos?

—Tenía la esperanza de haber soportado por última vez tu compañía. Qué iluso. —Reinhardt se volvió hacia Klaus—. ¿Y dónde cojones te has metido tú estos últimos días?

Klaus sonrió.

—Salvando el Reich —respondió—. Cumpliendo mis órdenes. —Lo decía con evidente regodeo. Antes de ese momento, Marsh había dudado que Klaus fuera capaz de sonreír.

Reinhardt lo miró fijamente.

—No te creo —dijo.

—Es verdad. —Gretel jugueteó con una trenza—. El doctor estará sumamente complacido con mi hermano.

Unas pequeñas volutas de humo surgieron de los tablones de madera bajo las botas de Reinhardt. Marsh dio un paso atrás. Un tablón crujió. El ruido captó la atención de Reinhardt, que finalmente reparó en Marsh, al que cubrió de desprecio mientras lo miraba de arriba a abajo.

Los ojos de Reinhardt eran del azul más pálido que hubiera visto nunca. Ese era el hombre que había asesinado a Krasnopolsky. ¿Significaba eso que había visto a Marsh en el bar del Alexandria? Una gota de sudor le resbaló por la frente.

—¿Quién es este?

—Se llama Raybould Marsh —respondió Gretel—. Ha venido de Inglaterra para unirse a nosotros.

Reinhardt preguntó, en perfecto inglés:

—¿Eres británico?

Marsh respondió en un alemán sin acento:

—Sí. Me crié en Londres. Saint Pancras, principalmente.

—Tienes suerte de estar aquí ahora. No pasará mucho tiempo antes de que desencadenemos nuestra Willenskraft sobre Gran Bretaña. Y cuando lo hagamos, no quedará de tu hogar más que escombros humeantes. ¿Cómo te hace sentir eso, inglés?

—Nuestro Raybould es el futuro de la granja —dijo Gretel—. No debemos hacer esperar al doctor.

La expresión aburrida de Reinhardt sugería que no daba importancia o crédito a la mayor parte de lo que ella decía. Apartó a Marsh para bajar por la escalera.

—Si veis a Heike —dijo por encima del hombro— decidle que quiero hablar con ella. En privado.

—Cerdo —rezongó Klaus.

—Gracias por el apoyo —murmuró Marsh.

—La actitud de Reinhardt es problema tuyo, no mío.

Klaus siguió a Marsh y Gretel en su ascenso por el segundo tramo de escaleras. Terminaban en un estrecho rellano y una puerta cerrada con mirilla. Junto a ella había un par de botas de lluvia, que habían estado cubiertas de barro, aunque este ya se había secado, agrietado y desprendido. El rellano estaba cubierto de pegotes de tierra.

—Esas son las katiuskas del doctor —explicó Gretel—. Y ese es el estudio del doctor. —Llamó a la puerta.

—¡Adelante! —gritó una voz.

El sanctasanctórum de la Reichsbehörde era mitad librería de viejo, mitad invernadero, y ciento por ciento Sombrerero Loco. El sol entraba a chorro por los ventanales orientados al este e iluminaba unas librerías llenas a rebosar, que ocupaban casi todo el espacio de las paredes que no estaba dedicado a las ventanas, salvo por un par de puertas cerradas y un aparador sobre el que había un gramófono. De entre las páginas de muchos libros, e incluso de los huecos entre los volúmenes de los estantes, asomaban papeles sueltos cubiertos de anotaciones manuscritas. Era como si un ciclón hubiera arrasado un taller de encuadernación.

Aquí y allá aparecía algún hueco entre los libros; el doctor usaba esos espacios para guardar lo que parecían frascos de especímenes. Pálidos tejidos flotaban en soluciones turbias. Marsh no podía ni empezar a identificarlos. Una parte de él deseaba de todo corazón seguir en la ignorancia.

El escritorio del doctor estaba situado ante uno de los ventanales que daban al campo de entrenamiento. Los libros y papeles sueltos que lo cubrían estaban más ordenados. También había una batería parecida a las que llevaban Klaus y Gretel, pero más aparatosa, como si fuese un modelo anterior. Como pisapapeles, el doctor usaba una calavera; tenía varios cables largos clavados al cráneo.

Era una calavera pequeña. No procedía de un adulto.

Los cables resultaban prácticos como puntos de libro, y estaban extendidos sobre las páginas abiertas de un diario encuadernado en cuero. Las notas del doctor cubrían una página. Marsh vio una pila de volúmenes parecidos bajo la calavera.

Los remolinos de polvo centelleaban como si fueran de plata a la luz del sol. No resultaba difícil descubrir el origen del polvo: la pizarra del doctor tenía aspecto de no haber recibido una limpieza digna de tal nombre desde que Marsh era un colegial. Lo cual, dada la larga historia del orfanato del doctor, podría no andar muy lejos de la verdad. Costaba distinguir el color original del encerado porque los intentos de borrar no habían hecho sino esparcir la tiza, más que eliminarla. Había una capa tan espesa de polvo blanco en la bandeja que el borrador de fieltro estaba medio enterrado. La peculiar letra apretada del doctor Von Westarp se sobreimponía a pasajes anteriores y viejos dibujos. Más que una pizarra era un palimpsesto que documentaba múltiples fases de sus investigaciones. Sin embargo, una esquina del encerado se había mantenido limpia y legible; el diagrama que contenía parecía mitad anatomía, mitad esquema de circuitos.

Había una mesa de comedor solitaria en una isla de orden. A ella podrían haberse sentado seis perdonas, pero estaba vacía salvo por un solo servicio.

Otra explosión ahogada hizo que la vajilla tintineara.

El doctor Karl Heinrich von Westarp, de pie junto a su escritorio, observaba el campo de entrenamiento. Llevaba una bata sobre el uniforme y las hojas de roble gemelas de un Oberführer. El brigadier llevaba pantuflas en vez de botas.

El tercer hombre al que Marsh había visto desde abajo llevaba uniforme de Standartenführer de las SS. Una sola hoja de roble adornaba las insignias de su cuello. Se llamaba Pabst, según Liddell-Stewart, y estaba a cargo del adiestramiento y la disciplina en el REGP. Era el equivalente a un coronel, un rango bastante alto para una responsabilidad tan modesta. Qué raro.

Klaus hizo el saludo.

Herr Doktor! Standartenführer!

Gretel lo imitó con más informalidad.

Von Westarp se volvió hacia los recién llegados. Estaba calvo a excepción de una tonsura que empezaba a encanecer. Las lentes de sus gafas eran redondas como canicas. El cinturón de su bata colgaba hasta el suelo y un fleco raído dibujaba arabescos en el polvo de tiza del suelo.

El doctor miró a Klaus, luego a Gretel y después otra vez a Klaus. No pareció reparar en Marsh, que se encontraba entre ellos. Por la emoción que demostraba cualquiera hubiese dicho que estaba mirando por un microscopio, estudiando un espécimen.

—Has tenido éxito —dijo.

—Sí, Herr Doktor —respondió Klaus.

—Eso me complace. Desayunarás conmigo el domingo.

Klaus se puso más derecho todavía.

—Será un honor.

Von Westarp respondió con un gesto desdeñoso de la mano y devolvió su atención a la ventana.

Pabst carraspeó y habló poco a poco, con tono amable y mesurado.

—Disculpe, Herr Oberführer, pero sigue pendiente el asunto de la deserción de Gretel. Y parece que se ha traído a alguien a verlo.

«Ajá. Con que por eso está Pabst aquí».

Las Schutzstaffel no eran estúpidas. Hasta Himmler reconocía probablemente que tenía un chiflado de tomo y lomo dirigiendo aquel manicomio. Un chiflado indispensable, puede que incluso un genio loco, pero loco en cualquier caso. El auténtico cometido de Pabst era mantenerlo vigilado.

Todo asomo de amabilidad se evaporó de su voz cuando se dirigió a Gretel.

—Eres culpable de negligencia en el cumplimiento del deber. Desobedeciste tus órdenes, abandonaste tu puesto y te rendiste de manera deliberada al enemigo. —Cruzó el estudio para acercarse más—. A un soldado corriente lo ejecutarían por eso.

Gretel dijo:

—La invasión estaba destinada a triunfar. Mis consejos eran irrelevantes. Francia caerá. Tengo asuntos más importantes de los que ocuparme.

—¿Más importantes que hacer lo que te mandan? —Pabst le giró la cara de una bofetada con el dorso de la mano. El golpe de aire agitó el pelo de Marsh. Al día siguiente la chica tendría un cardenal espantoso. Marsh se dispuso a interceder, pero se contuvo antes de saltar en su defensa. Cuando Gretel se enderezó, estaba sonriendo.

—Permita que le presente al capitán de corbeta Raybould Marsh. Raybould era un miembro destacado de la unidad de espionaje británica que vigilaba a la Reichsbehörde hasta que decidió unirse a nosotros.

Pabst fulminó a Marsh con la mirada.

—¿Eso te ha contado? Absurdo. Es un espía.

—Tenía entendido —objetó Marsh— que es imposible engañar a Gretel.

Pabst no podía llevarle la contraria sin poner en entredicho el éxito del doctor.

—¿Qué haces aquí?

La pregunta procedía de Pabst, pero Marsh dirigió su respuesta a Von Westarp.

—En cuanto acepté la auténtica naturaleza del trabajo que se realiza aquí, supe, sin sombra de duda, que este era el futuro.

Pabst parecía extremadamente escéptico. Empezó a contraatacar, pero el doctor lo interrumpió.

—¿Cómo supiste de mi trabajo?

—El febrero pasado se puso en contacto con nosotros un hombre llamado Krasnopolsky. El MI6 me envió a España a recogerlos a él y la información que llevaba.

—El chaquetero fue silenciado. No te dio nada. —Se volvió de espaldas a Marsh y volcó su atención una vez más en el campo de entrenamiento—. Mis niños se ocuparon de eso.

Krasnopolsky se había negado a entregar nada hasta haber abandonado sano y salvo el continente. Reinhardt lo había incinerado al cabo de unos minutos. Marsh había tenido suerte de escapar de las llamas con unos pocos fragmentos chamuscados, pero ahí tenía una oportunidad de reforzar la posición de Klaus contra Reinhardt. Estaba claro que se profesaban una poderosa rivalidad, y a Marsh le convenía que Klaus saliera ganando.

—Krasnopolsky murió quemado —replicó—, pero no antes de entregármelo todo. —Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima del tableteo de una ametralladora—. Le película, en concreto, se ha demostrado valiosísima.

Von Westarp se quedó muy callado. Luego empezó a temblar. En voz baja, casi para sus adentros, dijo:

—Reinhardt me engañó. Me dijo que había cumplido sus órdenes con éxito, pero no era la verdad. —Algo más alto, añadió—: Mi propio hijo me ha mentido. —Su ira alcanzó un crescendo—. ¡Me ha humillado!

»Que Reinhardt reciba un castigo —le espetó a Pabst—. Deje claro que mi decepción es profunda.

—¿Y el recién llegado? Sugiero encarecidamente que sea eliminado. Ha visto más de lo que debería.

El coronel tenía toda la razón, pero Von Westarp lo superaba en rango, y Gretel sabía explotar el ego del doctor.

—Los británicos están aterrorizados con esta granja —dijo—. Le interesa oír lo que Raybould tiene que decir. Están adoptando medidas desesperadas.

El doctor recapacitó y musitó para sus adentros. Luego dijo:

—Alojadlo abajo. Encontradle trabajo.

Los ojos de Pabst se endurecieron, pero hizo un saludo. Se detuvo junto a Marsh de camino a la salida.

—Sé la verdad sobre ti —le dijo en voz baja—. Ella no te protegerá eternamente.

Gretel volvió a agarrar el brazo de Marsh. Su mandíbula ya había empezado a hincharse.

—¿Tienes hambre?

23 de mayo de 1940

Reichsbehörde für die Erweiterung

Germanischen Potenzials

Durante la primera semana de Marsh en la Reichsbehörde, el análisis del capitán de corbeta Liddell-Stewart se demostró correcto una y otra vez. Gretel era una aliada de valor incalculable.

La información que Marsh transportaba sobre los progresos del espionaje británico se consideró demasiado importante para perderla por una relajación momentánea de la disciplina como la que ya se había vivido a bordo del U-115, de manera que le asignaron la habitación de Rudolf en la granja. Como Gretel había previsto.

Además, dos noches después de su llegada, Gretel le ayudó a entrar y salir a escondidas de las habitaciones de Pabst. Usó el transmisor del coronel para enviar una lacónica andanada de puntos y rayas al éter: «Navegante monarca».

La primera palabra marcaba el mensaje como destinado a Liddell-Stewart. La segunda verificaba la asociación con Asclepia. Si el capitán estaba escuchando, sabría que Marsh había llegado.

Por supuesto, nadie confiaba en él. Sus credenciales consistían en la palabra de Gretel, pero pronto quedó de manifiesto que Pabst y Von Westarp tenían sus propios problemas con ella. Además, los soldados ordinarios hacían todo lo posible por evitarla. Hasta los demás miembros del Götterelektrongruppe la miraban con emociones que oscilaban entre la hostilidad manifiesta (Reinhardt) y el miedo (Heike).

Marsh no tuvo muchas oportunidades de presenciar las sesiones de adiestramiento. Pabst y Von Westarp le permitían el mínimo de interacciones con los otros. La excepción era Kammler, que padecía un retraso mental profundo. Tampoco querían que tratase a los técnicos ni que manipulara equipo delicado, como las baterías. Así, cuando no le estaban sacando información, le encargaban cualquier tarea degradante que se les ocurriera, sin llegar a limpiar letrinas pero casi.

Cuidar de Kammler a veces conllevaba servicio de letrina.

El Hauptsturmführer Buhler, el encargado de Kammler, fue la única persona del REGP que recibió con agrado la llegada de Marsh. No a él en sí, porque Buhler no confiaba en Marsh más que cualquiera de sus compatriotas, pero sí el disponer de un par de manos adicionales. Lo liberaban del tedio de vestir, alimentar y limpiar al musculoso retrasado. De haber sido un ciudadano corriente del Reich, un tipo desafortunado como Kammler habría sido candidato a la esterilización o la eutanasia, pero también era el telequinético de la granja, capaz de aplastar un tanque como si el acero fuese cera de abejas o de lanzar un cañón antiaéreo con la misma facilidad que si fuese una bola de nieve.

No sabía hablar ni comer solo, pero un ejército de Kammlers podría aplastar cualquier obstáculo que se interpusiera en el camino de Hitler. Gran Bretaña incluida.

Buhler lo llevaba con correa. Cuando iba sin ella y sin batería, Kammler era inofensivo y responsabilidad de Marsh. Buhler estaba encantado de comer sin que se le enfriara el plato mientras luchaba por meterle una cuchara en la boca al gigantón.

—G… g… ga… —dijo Kammler. Se balanceó hacia delante y hacia atrás y dejó flotando sobre la mesa un leve olor a leche agria. Tocaba bañarlo otra vez.

Marsh sostuvo una cucharada de compota de manzana ante su boca.

—Come un poco más. ¿Me haces ese favor?

—Cuidado, inglés. A veces muerde. —Buhler se rió solo mientras se pasaba una mano gruesa por la pelusa de su cráneo rapado. Una cicatriz semicircular le arrugaba la piel del lado opuesto al pulgar.

Kammler ladeó la cabeza, como si el tronco de músculos de su cuello se hubiera quedado flácido, y la frotó cariñosamente contra el hombro de Buhler.

—Buh… buh… b… b… b…

—Yo no, idiota. —Buhler se quitó la cabeza de encima con un encogimiento brusco de hombros.

Marsh levantó el cuenco y lo sostuvo donde Kammler lo viera y oliese la compota. Allí la hacían con canela. Marsh ni siquiera había olido la canela desde antes de la guerra. Hasta los soldados más lamentables del Tercer Reich comían mejor que él y Liv. Luchó por mantener a raya la indignación, por miedo a que se convirtiera en cólera.

En lugar de eso, se concentró en la humildad, en su tarea, en permanecer vivo.

Dar de comer a Kammler, destruir la granja, destruir los informes, volver a casa.

Volvió a probar suerte con la cuchara.

—Toma, hijo.

En términos cronológicos, probablemente no era mucho más mayor que Kammler, pero resultaba difícil no verlo como un niño. Cuando le costaba mantener la paciencia, Marsh pensaba en Liv e intentaba canalizar su bondad. Pensaba en Agnes e intentaba imaginar que, en vez de una niña perfecta, Liv y él habían tenido a un niño problemático. Habían hablado de tener otro hijo. ¿Y si salía como Kammler? Lo querrían de todas formas, ¿no? Marsh quería creer que aprendería a amar a su hijo estropeado. ¿No era lo que haría cualquier padre?

Quizá no. No costaba imaginar cómo había llegado Kammler al orfanato de Von Westarp. ¿Lo habían abandonado? Por otro lado, parecía improbable que el doctor hubiese aceptado a un niño con una tara. ¿Había roto a Kammler el mismo proceso que lo había vuelto tan poderoso?

El gigantón cerró la boca en torno a la cuchara. Sus dientes chasquearon. Marsh se había distraído y lo había pillado por sorpresa. Kammler echó el cuerpo hacia atrás, arrancó la cuchara con facilidad de los dedos estirados de Marsh y se rió. Empezó a aplaudir mientras se mecía adelante y atrás.

—¡Cu…! Cu… cuch… ch… ch…

La cuchara cayó con estrépito sobre la mesa. Kammler escupió compota sobre sí mismo y sobre los demás comensales.

Buhler se quitó un pegote de comida de debajo del ojo, dejó caer sus cubiertos sobre su bandeja y se levantó.

—Puto idiota.

No quedaba claro si se refería a Kammler o Marsh. Partió sin aclararlo.

Marsh había logrado, con no poco esfuerzo, limpiar la comida de su pelo e introducir la mayor parte del resto en la boca de Kammler cuando un soldado entró en el comedor. Marsh masticó su carne en conserva mientras lo veía acercarse.

—Lo necesitan en la granja. —El mensajero no se molestó en mirar a Marsh. Observaba a Kammler, que en esos momentos lamía compota de la mesa. Curvó los labios en señal de repugnancia.

—¿Quién?

—Lo necesitan. Ahora. —Marsh era un enigma para todos los ocupantes de la granja y solo estaba libre porque el miedo a Gretel superaba a la desconfianza que él inspiraba, pero eso no lo hacía merecedor de cortesía.

Otro interrogatorio interminable. Tenía que ser eso.

Se puso en pie y tocó el hombro de Kammler.

—Hasta luego. —Al soldado le dijo—: Hay que limpiar y cambiar a Kammler antes de su sesión de entrenamiento de esta tarde.

—Ese no es mi…

—El doctor me ha hecho llamar. A Kammler no. No puede quedarse solo.

El soldado sacudió la cabeza.

—Yo no…

—¿En serio? Se lo diré al doctor —amenazó Marsh.

Dejó al mensajero y al telequinético para que se las compusieran solos.

Los árboles habían estado casi desnudos el día en que Marsh había llegado, pero en el poco tiempo transcurrido desde entonces la primavera había traído al bosque una vida verde. Las hojas nuevas susurraban mecidas por la brisa, un delicado sonido por debajo del tableteo de la artillería pesada y las explosiones apagadas. Los campos cercanos eran una colcha de retales de flores silvestres, que perfumaban la brisa de lavanda. Gretel pasaba allí buena parte de su tiempo. Las amapolas, rojas como la sangre, crecían más cerca de la granja. A Marsh le recordaban a Stephenson.

El trayecto del comedor a la granja le hacía pasar por el borde del campo de entrenamiento, donde aflojó el paso tanto como se atrevió. Había dispuesto de muy pocas ocasiones de observar a los demás miembros del Götterelektrongruppe en acción.

Reinhardt se encontraba en el centro de un espacio bordeado de sacos terreros y trincheras. Marsh distinguió a soldados corrientes agachados tras los parapetos. Tres técnicos en bata de laboratorio observaban desde detrás de una barrera. Uno de ellos dio una voz con un megáfono:

—¡Adelante!

Fraass. Una corona de fuego azul envolvió a Reinhardt. Un soldado asomó la cabeza, le lanzó algo y se tiró cuerpo a tierra de inmediato. Reinhardt volteó con desdén la muñeca en la dirección del proyectil que se acercaba. La falsa granada se convirtió en inofensivo vapor con un fogonazo. El ejercicio siguió el mismo patrón: los soldados le lanzaban objetos y Reinhardt vaporizaba los proyectiles en pleno vuelo… hasta que un soldado logró que su lanzamiento acabase a los pies de la salamandra. Reinhardt incineró la granada y luego redujo una hilera de sacos terreros a una masa informe cristalina a modo de advertencia.

«Dios bendito». La desesperación siempre le rondaba cuando se planteaba su misión. «Cómo demonios…».

Cuando estaba más cerca de la granja, pasó por delante de un bloque macizo de ladrillo y acero. Medía doce metros de largo, cinco de ancho y tres de alto, y tenía dibujado en tiza un complejo patrón de círculos, cuadrados, sombreados y equis alrededor del perímetro. En otros lugares estaba adornado con interruptores o palancas. No tenía puertas ni ventanas; su propósito era un misterio.

Hasta que una mano fantasmal salió del acero, justo dentro de uno de los círculos dibujados con tiza, y se retiró con la misma rapidez. Una línea de mortero de un dedo de anchura se desprendió de entre dos hileras de ladrillos, siguiendo más o menos un patrón en zigzag trazado con tiza azul. Klaus se retiró una vez más al interior del inmenso bloque, y luego su brazo asomó de nuevo más abajo, al alcance, por los pelos, de un interruptor, que pulsó antes de volver a esconderse. Todo eso sucedía bajo el escrutinio de dos técnicos. Uno sostenía un cronómetro, el otro una libreta.

Marsh había oído hablar a Klaus de una pista de obstáculos. Se había preguntado qué significaría eso para un fantasma. La demostración de adiestramiento no parecía tan impresionante como la de Reinhardt, hasta que Marsh cayó en la cuenta de que Klaus no veía desde dentro. Se debía de estar guiando únicamente por su memoria. Marsh también sabía, después de haberle perseguido por el Almirantazgo, que no podía respirar en estado incorpóreo. Se preguntó si habría otros trucos, otros obstáculos, donde solo Klaus podía encontrárselos.

Había un uniforme vacío situado enfrente de una ametralladora (el arma parecía una MG 34. Marsh tomó nota mental de ello). Se diría que el uniforme lo llevaba puesto un maniquí de sastre. Las botas, los pantalones, la camisa y la guerrera estaban rellenos, pero el cuello de las prendas rodeaba el vacío, al igual que los puños. De repente los codos se doblaron para acercar esas mangas huecas a los botones de la guerrera. La mujer invisible se desvistió.

De pronto parecía que no hubiese nada salvo un montón de ropa tirada entre la ametralladora y otro obstáculo de la pista. Había una docena de banderines numerados, que colgaban de unas cadenas a las que solo podía llegarse cruzando estrechas tuberías, ondeaban en lo alto de escalerillas de cuerda, asomaban del suelo al otro lado de unas alambradas o estaban colocados en otros puntos igual de inaccesibles. Un técnico puso en marcha su cronómetro.

—¡Empezamos!

En algún lugar, se oyó el palmeo de unos pies desnudos sobre el suelo. El banderín número seis saltó al aire y cayó planeando al suelo. Marsh dedujo el propósito de la prueba: Heike debía arrancar todos los banderines sin revelar su posición. Los tiradores dispararon una ráfaga hacia el punto donde había colgado el banderín, pero fueron demasiado lentos; unas manos invisibles arrancaron del suelo el gallardete número dos.

Y entonces una cadena tintineó, sacudida por algo invisible. Los ametralladores desviaron de inmediato el cañón de su arma hacia el ruido y acribillaron ese tramo de la pista. Los proyectiles trazaron una línea en la pared y los últimos se detuvieron en pleno vuelo. La mujer chilló:

—¡Ah!

Reapareció, desnuda, ya cayendo de la barra. Golpeó el suelo con un ruido sordo. Marsh oyó cómo se le cortaba la respiración, aun por encima del chasquido del cañón de la ametralladora.

—Uf.

Había recibido un impacto directo, que debería haberla atravesado, pero sus heridas eran de un verde lima. Los manchurrones le cubrían los muslos, la barriga y el pecho.

Balas de cera, de un color escogido para diferenciar los impactos de heridas sangrantes.

Desvió la mirada a la vez que recordaba que ya había visto a Heike desnuda en la película de Tarragona. Sentía una enorme vergüenza por ella, pero se recordó que era una soldado enemiga, y además muy peligrosa. ¿Y si las SS la soltaban en el campo de batalla? ¿En Gran Bretaña? ¿Cómo se enfrentaría Asclepia a una asesina invisible que acechara al primer ministro?

—Preciosa, ¿a que sí?

Marsh se volvió. Reinhardt estaba a su lado, todavía con el arnés de la batería puesto. Miraba hacia el otro lado del campo de entrenamiento, donde un médico se arrodillaba junto a Heike. Y la expresión de su cara… era cruda. Si Marsh sorprendiera a un tipo mirando de esa manera a su esposa, le rompería los dientes a puñetazos.

Con ese no podía hacerlo. El hombre podía matar con un pensamiento.

—Quieres mirar —dijo Reinhardt—. Y ella quiere que la mires. Lo hace para provocarme.

Marsh lo miró fijamente en un intento de dilucidar si aquello era el sentido del humor del REGP. No lo era.

—Será mía. Gretel lo ha predicho.

—Pensaba que no dabas mucho crédito a lo que decía —dijo Marsh.

—Es una gitana charlatana. Pero el mentiroso eres tú —replicó Reinhardt, y golpeó el pecho de Marsh con la punta de un dedo caliente—. Le contaste mentiras sobre mí al doctor. Le dijiste que no cumplí mi misión. Ahora Klaus come con él mientras yo aguanto la incubadora. —El aire reverberó en torno a Reinhardt. Marsh dio un paso atrás—. ¿Puedes entender la humillación que supone? ¡Soy el mejor! Pero el doctor me toma por un fracaso.

Se recompuso, aplacando su ira con un visible esfuerzo. El aura distorsionada disminuyó hasta acabar desapareciendo. Reinhardt se alejó.

—No lo olvidaré, inglés.

Marsh olió a humo. Bajó la vista. Reinhardt le había chamuscado un botón con la punta del dedo. Se dio unas palmadas en la camisa y el botón cayó reducido a cenizas.

Entró en la granja por la vieja puerta de servicio. Solo las visitas especiales, los altos mandos de las SS y los miembros del Estado Mayor del Führer usaban la escalinata principal. Salamandras, mujeres invisibles, telequinéticos, telépatas, espectros, oráculos y sospechosos de espionaje empleaban la puerta de atrás.

Un centinela, otro soldado ordinario, montaba guardia ante el quirófano cerrado.

—Me han hecho llamar —dijo Marsh.

—Espere.

No había donde sentarse. Se apoyó en la pared de delante de la puerta. La voz ronca de Gretel resultaba apenas audible al otro lado.

—… es crucial elegir el momento idóneo, todo depende de eso. El grupo blindado de Kleist debe detener su avance hacia la costa. Debe hacerlo mañana… Sí, los dos. El cuerpo de Guderian también.

Marsh no distinguía el resto de voces con la misma claridad. Aguzó el oído; no había recibido noticia alguna de la guerra desde su llegada a la granja, y eso lo sacaba de quicio. No le ayudaba el saber que el alto mando alemán y el Estado Mayor del Führer recibían asesoramiento estratégico regular de una clarividente. Captó una referencia a la Fuerza Expedicionaria Británica y a una localidad costera: Dunkerque.

A otra observación inaudible, Gretel replicó:

—Irrelevante. Eso es cometido de Herr Göring y su Luftwaffe. Lo que ustedes necesitan es reservar los blindados pesados para Caso Rojo.

Ese debía de ser el nombre en clave de una futura ofensiva. De pronto los encargados de las preguntas parecían más acalorados, pero a ella no le afectaban, o impresionaban, sus objeciones.

Herr General von Runstedt. —Gretel hablaba con exagerada paciencia—. Si la Wehrmacht y la Luftwaffe hacen lo que recomiendo, no quedarán soldados británicos combatiendo en Europa dentro de dos semanas.

Eso pareció aplacar a sus interrogadores. Gretel prosiguió:

—Recuerden: expliquen al Führer que las divisiones pánzer deben detenerse el 24 de mayo. Y no deben retomar la marcha hasta el 26. —Hizo una pausa—. He visto los futuros en los que no lo hacen. Los he estudiado con mucho detenimiento, Herr General. No hay Reich de los Mil Años en esos futuros. No hay nada en esos futuros.

El vaticinio de Gretel erizó el vello de los brazos de Marsh. Le recordó algo que había dicho Liddell-Stewart: «Una cosa es ver el futuro, y otra que te guste lo que ves».

Lo más normal era que Gretel hablase como si no se tomara nada en serio, como si todo le importase un pimiento, de modo que, cuando se ponía lúgubre, daba escalofríos. ¿Qué podía asustarla? Solo los eidolones, por lo que Marsh sabía.

La reunión terminó al cabo de poco. Dos hombres de altísimo rango salieron de la sala, seguidos por Pabst.

Gretel apareció con paso despreocupado detrás de los oficiales. Se había quitado el uniforme al poco de llegar a la granja, y volvía a llevar su vestido de campesina, con los pies descalzos. Se había enganchado una flor de aciano en cada trenza azabache, por la que también descendía en espiral un cable conectado a la batería de su cintura. Tocó el brazo de Marsh.

Lo hacía a menudo. Exponerlo a su contacto febril.

—Hola, Raybould. ¿Cómo está Kammler?

Esa vez, Marsh no se encogió, sino que inclinó la cabeza hacia ella. Si alguno de los oficiales miraba hacia ellos, le daría la impresión de que estaban coqueteando. Luego señaló, con un gesto casi imperceptible de la cabeza, a los hombres que charlaban con Pabst al otro lado del pasillo, y preguntó en voz baja:

—¿Amigos tuyos?

—Admiradores. Es muy halagador.

—¿Qué cojones les estabas contando? —susurró Marsh.

—Pareces preocupado.

—¿Preocupado? —Marsh se refrenó. Cuando estuvo seguro de que podía continuar susurrando, dijo—: Me he estado fijando en este sitio. El capitán quiere que haga un puñetero milagro.

Gretel le apretó el brazo.

—Ya se te ocurrirá algo.

—Y luego está el asuntillo de Berlín. —Marsh aún no había ideado un plan para ocuparse de la granja. La idea de eliminar los archivos del REGP en la capital del Reich era una complicación abrumadora.

—Confía en mí —dijo Gretel. Algo oscuro se movía detrás de sus ojos, como una sombra en su alma—. Sé qué hacer.

Marsh empezó a hablar, pero los visitantes habían partido. Pabst lo llamó.

—Aléjate de él.

—Jawohl, Herr Standartenführer.

Gretel soltó el brazo de Marsh y se alejó por el pasillo, dejando una estela de pétalos de flores.

Marsh siguió a Pabst a la sala de interrogatorios, donde el alemán le ordenó que se sentara, antes de tomar asiento al otro lado de la mesa y encender una grabadora.

—Háblame de los demonios —dijo.

La misión de Marsh, y su supervivencia, dependían de su capacidad de convencer a sus anfitriones de su deseo sincero de unirse a su causa, pero no había tenido tiempo de preparar una mentira que explicase por qué conocía a la familia de Will y esas criaturas llamadas eidolones. La única manera de garantizar la coherencia a lo largo de múltiples interrogatorios era decir la verdad. Y se odiaba por ello.

Era una apuesta, y de mucho riesgo. Marsh podía imaginar coyunturas en las que el conocimiento heredado por Will se convertía en el hilo del que pendía el destino de Gran Bretaña. ¿Y si proporcionaba a los alemanes la información que necesitaban para superar la defensa sobrenatural de su país?

Si cometiera ese error, ¿le avisaría Gretel? El capitán había sido vehemente al decirle que no confiara en ella.

El único consuelo, a ojos de Marsh, era lo poco que sabía del tema. Solo los detalles sueltos que Will había dejado caer de vez en cuando sobre su abuelo, más lo que le había contado aquella extraña tarde en que intentaron enseñar a Gretel a un eidolon.

—Cuéntame todo lo que sabes sobre esos brujos —ordenó Pabst.

Y eso hizo Marsh. Una vez más.