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24 de junio de 1941

Cuartel General de Asclepia,

Londres, Inglaterra

Marsh estudió los mapas de la pared del despacho de Stephenson mientras esperaba a que el viejo volviera de su reunión con el primer ministro. Debía de haberse alargado.

Los alfileres repartidos por los mapas contaban la historia de una guerra secreta. Las agujas negras marcaban los puntos del sudeste inglés donde había caído una lluvia corrupta, agua de nubes salpimentada con pequeñas cantidades de mercurio. También había lloviznado sobre el canal de la Mancha, pero a propósito de eso nada podían hacer salvo quizá sobrevivir a la guerra y esperar las consecuencias a largo plazo. Asclepia había hecho lo posible para vigilar las zonas donde el veneno había caído sobre tierras de labranza, llegando en algunos casos a requisar propiedades y parcelas «para el esfuerzo bélico». Hacía lo mismo cuando circulaban rumores de que en el campo había caído derribado un nuevo Messerschmidt o un Heinkel, con el fuselaje carcomido por la corrosión. Asclepia era extraoficial, no tenía que dar respuestas.

Los primeros alfileres negros habían aparecido en diciembre, inmediatamente después del encarcelamiento de Will. Habían pillado al saboteador de Asclepia con las manos manchadas de sangre, literalmente.

No había habido alfileres negros durante enero y febrero, cuando el tiempo invernal había restringido las operaciones de la Luftwaffe. Los brujos habían intervenido cuando las incursiones volvieron a comenzar en marzo. Resultaba difícil calibrar el alcance de su contribución. Los dos meses libres de alarmas habían sentado bien a la RAF.

Los alfileres rojos del mapa de Egipto mostraban los lugares donde los brujos habían intentado ejercer su influencia. Los resultados allí eran más esporádicos. La acción en el norte de África se desplazaba demasiado deprisa, y las condiciones locales variaban demasiado, para que los brujos idearan un enfoque. Además los italianos tampoco habían dado mucho guerra a la Fuerza del Desierto Occidental. África había sido una fuente relativamente fiable de buenas noticias, hasta la llegada de Rommel.

Unos cuantos alfileres azules salpicaban los Balcanes. Allí los brujos habían cosechado más éxitos.

Dos días antes, el Führer había abierto un nuevo frente en el este. Nadie se sorprendió cuando dio media vuelta y asestó a Stalin una puñalada en la espalda. Todavía no había alfileres en el frente ruso; la situación era demasiado variable.

Marsh abrió la ventana. El polvo del cierre de guillotina, húmedo y áspero, se le pegó a los dedos. Las cálidas lluvias primaverales habían devuelto el verde al parque Saint James, y una ligera brisa transportó al interior del despacho el aroma de los jardines de la victoria y el ozono, que concedió a Marsh un breve descanso del olor a tabaco, cosa que agradeció. Se secó las manos en los pantalones.

Bostezó. Otra larga noche, enfrascado en una conversación susurrada con Liv. Su larga ausencia les había dejado cicatrices a los dos. Tenían que conocerse otra vez. Llevaba de vuelta en Inglaterra, en casa de Liv, en la cama de Liv, apenas un poco más de tiempo del que había pasado en el continente. Su relación había sobrevivido, por el momento, pero al igual que una costilla rota, la confianza y el amor se soldaban poco a poco. La cicatriz estaba allí, invisible para los ojos pero innegable para el corazón, tal y como la fina cinta de piel pálida que le había dejado el cuchillo de una asesina en la mandíbula le parecía una desfiguración tremenda cuando la tocaba con la punta de los dedos al afeitarse, y aun así se escondía en el espejo cuando la buscaba con los ojos.

Seguía siendo algo frágil, esa intimidad redescubierta entre los dos. Cuando pensaba en Liv, en su soledad y su cama vacía durante tanto tiempo, Marsh invariablemente se preguntaba por Liddell-Stewart. ¿Cuánto tiempo habían pasado juntos y a solas? No se atrevía a preguntar. Si volvía a abrirla, la cicatriz tal vez no sanara nunca.

El capitán se había esfumado tras el regreso de Marsh de Alemania. Will era su única fuente de información sobre Liddell-Stewart, pero no cooperaba. Había tenido que trabajarse a Stephenson durante dos meses antes de que el viejo accediera a dejarles quitar la mordaza a Will. Apostaron a un centinela ante su puerta, con órdenes de entrar en la celda y golpearle si arrancaba a hablar en enoquiano. Un trabajo cansino para los centinelas y un malgasto de efectivos en tiempos de guerra, pero más humano que dejar a un hombre amordazado veintitrés horas al día.

«Confía en el capitán». Era lo único que Will decía.

Stephenson entró. Llevaba un dossier marrón bajo el brazo y un paraguas en la mano. Cuando se volvió, su manga vacía se levantó como la falda de una corista. Cerró la puerta con la cadera, mientras al mismo tiempo lanzaba el mango del paraguas a un gancho situado en la parte de atrás y salpicaba así los panales de madera. Las manchas de agua que moteaban el barniz debajo de los ganchos de la puerta indicaban que aquello sucedía con cierta frecuencia. El viejo se había sentado tras su escritorio y ya atacaba con un abrecartas de plata la cinta que sellaba el dossier para cuando el paraguas detuvo su movimiento pendular.

Marsh echó un vistazo a la cinta. Negra. Mal asunto.

—Su reunión con el primer ministro se ha alargado —dijo.

—No solo el primer ministro —matizó Stephenson, que maldijo entre dientes; la cinta le daba problemas. Resbalaba bajo la hoja embotada de su abrecartas. Necesitaba otra mano para sostener el dossier mientras hacía fuerza para cortarla. Marsh sabía que era mejor no ofrecer ayuda—. Estaba Menzies. Ellis, también. Hemos tenido que hablar con rodeos para que no nos entendiesen.

—¿Ellis?

—Espionaje militar.

El teniente coronel Menzies dirigía el Servicio de Inteligencia Secreta. El cargo de Stephenson, si no hubiera renunciado a él a cambio de manos libres para dirigir Asclepia. Ni siquiera C conocía el auténtico propósito de Asclepia. Así pues, ¿qué los llevaba a él y a un representante del espionaje militar a una reunión entre Stephenson y Churchill?

La cinta se partió. Stephenson abrió el dossier con un gesto brusco que hizo caer un poco de arena. Mientras buscaba a tientas su lupa de joyero en el cajón del escritorio, dijo:

—Este paquete llegó ayer por la noche, tarde, vía correo especial.

Stephenson se calló mientras examinaba las fotografías. Marsh se revolvió en el asiento, aunque eso no hizo nada por protegerlo de la aprensión helada que le corría por las venas. Stephenson deslizó un cuarteto de fotos por encima del escritorio, junto con la lupa.

—Las sacaron en Egipto, hace tres días.

La primera imagen era una amplia panorámica aérea de un terreno pedregoso y lleno de pliegues. Con la ayuda de la lupa de Stephenson, Marsh distinguió tiendas de campaña y otras estructuras repartidas dentro del laberinto de desfiladeros.

La segunda foto también procedía de un reconocimiento aéreo, pero ofrecía una visión más clara y cercana de una subsección de la anterior. Las tiendas de campaña ya se apreciaban a simple vista, así como varios vehículos blindados y emplazamientos fijos de artillería. Dos de las tiendas de campaña estaban rodeadas con círculos rojos. Marsh supo que estaba viendo una posición avanzada del Afrika Korps.

Miró de reojo el terreno de la primera fotografía. Desfiladeros.

Algo más de una semana antes, la Fuerza del Desierto Occidental británica había sufrido una desmoralizadora derrota cerca de la frontera entre Egipto y Libia. La «Operación Hacha de Guerra» pretendía expulsar a las fuerzas de Rommel de una posición de importancia estratégica conocida como paso de Halfaya, como parte de una ofensiva mayor destinada a socorrer al asediado puerto de Tobruk. El primer día de Hacha de Guerra presenció el exterminio de un escuadrón entero de tanques británicos.

La tercera fotografía estaba terriblemente desenfocada. La habían tomado desde una gran distancia, a través de una neblina de reverberación de calor, para después ampliarla. El fotógrafo se había escondido en las sombras de una cañada para conseguir su instantánea. Mostraba una estrecha sección de una posición del Afrika Korps: tiendas de campaña y transportes semiorugas. En segundo plano, un hombre sostenía la aleta de entrada de una tienda de campaña como si acabara de salir. Las cintas de cuero oscuro de un arnés arruinaban las líneas limpias de su pálido uniforme. El sol se reflejaba en algo que llevaba a la cintura.

La devastación en Halfaya había sido tan extrema que los pocos soldados británicos supervivientes le habían puesto un apodo. Lo llamaban «el paso del Fuego Infernal».

Marsh pasó la lente por encima del hombre de la foto. La ampliación había difuminado sus facciones, pero los colores encajaban. Además, el hombre llevaba unas gafas oscuras para proteger sus ojos del resplandor del desierto. Como si los tuviera muy pálidos…

La cuarta foto se había sacado, como la tercera, desde muy lejos. Su protagonista era un hombre sin camisa colocado de espaldas a la cámara. Estaba junto a un cañón antiaéreo, con las manos puestas sobre él y la cabeza gacha, como si rezara. Algo oscuro descendía de su cabeza a su cintura. El cañón estaba medio enterrado en la arena.

El Zorro del Desierto había cogido la costumbre de enterrar sus ochenta y ochos, grandes cañones antiaéreos, hasta la boca. Cuando los colocaban así, se perdían en la reverberación del calor y se volvían invisibles. Un cañón diseñado para derribar a bombarderos de los cielos podía atravesar el blindaje pesado de un tanque Matilda desde más de ochocientos metros de distancia. Había matado a muchos soldados con esa estratagema.

Enterrar un ochenta y ocho no era cualquier cosa. A menos que se contara, casualmente, con un sujeto capaz de volver insustancial su base.

Marsh devolvió las fotos a Stephenson por encima de la mesa.

—¿Y bien? —preguntó el viejo.

—Demasiado desenfocado para estar seguros. El tipo de la tienda de campaña podría ser Reinhardt. Encajaría. Se adiestró a fondo para un despliegue en África. El del cañón quizá sea Klaus.

—¿Podría ser? ¿Quizá sea? Me dijiste que te los habían cargado a los dos.

—Eso creía.

—Me contaste que arrasasteis la granja. Tú y tu superequipo, la chica y el retrasado.

—¡Y la arrasamos!

Lo primero que había hecho Stephenson después de meter a Marsh entre rejas había sido informar al primer ministro. Churchill, a su vez, ordenó a la RAF que realizase una arriesgada misión de reconocimiento sobre la granja. Al cabo de un día, Asclepia obtuvo un paquete de fotos que cuadraban con la historia de Marsh: despedazada y luego reducida a cenizas.

—Baterías. —Stephenson señaló la primera foto con un cigarrillo sin encender—. ¿Han resucitado la investigación?

Marsh sacudió la cabeza.

—No fastidie, señor. Ya vio las fotos. No quedó nada que resucitar.

Sin embargo… Miró hacia la ventana con los ojos entrecerrados mientras Stephenson encendía una cerilla, recordando una conversación que había oído el día de su llegada a Alemania. En Bremerhaven. En su momento no le había dado importancia. «Mierda».

—El submarino uno uno cinco —dijo—. Gretel se aseguró de que transportase baterías de repuesto.

—Otra vez ella. Bueno, ya hace tiempo que desapareció. —Stephenson expulsó humo por la nariz, como haría un dragón para asustar a cualquier posible ladrón que hubiera osado acercarse demasiado a su tesoro—. Fuiste blando. Tendrías que haberla matado.

—Pensaba que podía confiar en Will.

—Todos lo pensábamos.

Marsh sacudió la cabeza.

—Es solo que no entiendo por qué…

Stephenson chasqueó los dedos dos veces.

—¡Céntrate! Este es nuestro problema actual. —Clavó un dedo en las fotos—. Estos cabrones son más insistentes que una verruga. Sobre todo el fantasma. Hansel.

—Klaus.

Marsh pensó en lo que sabía de Klaus, lo que sabía de la Willenskraft.

—Supongo que, si puede volverse insustancial para un muro de ladrillo, también podría hacerse invulnerable a un golpe de la Willenskraft de Kammler.

—Es una pena que no lo pensaras en su momento.

—Estaba un poquitín ocupado.

—Esto es muy preocupante.

—Solo son hombres, señor. ¿Cómo va el aparato de Lorimer? Puede joderles bien, según lo que cuenta él. —El escocés se había mosqueado, y no poco, al enterarse de que los esfuerzos de Marsh habían vuelto innecesarios los duendes antes de que llegaran a probarlos sobre el terreno. Estaba orgulloso de su creación, y quería darle una lección al Führer—. Y creo que le alegraría un poco.

—A lo mejor sí —dijo Stephenson—, si pudiéramos acercar uno hasta tenerlos a tiro, pero nuestros dos amigos están bien escondidos. Rommel controla Halfaya. Sería un poco difícil colarse en esos desfiladeros con un comando. Nos verían llegar desde treinta kilómetros de distancia.

Marsh se levantó.

—Tendremos que encontrar una manera.

—¿Te vas a darle la buena nueva a Lorimer?

—Eso se lo dejo a usted. Quiero probar otra vez con Will.

—Es una pérdida de tiempo.

24 de junio de 1941

Cuartel General de Asclepia,

Londres, Inglaterra

Will estaba sentado en el borde del camastro, con sus largas piernas dobladas bajo él como una regla de carpintero. Se rascó la barba que le había salido durante su encarcelamiento; Stephenson no tenía ninguna intención de permitir que se acercase a una cuchilla. Se mesó los gruesos rizos con los dedos. No había contado con tener tiempo para que le creciera barba, pero al cabo de unos días había comprendido que no podían ejecutar al hermano de un duque sin crear un espectáculo, lo que habría atraído atención sobre Asclepia.

De modo que estaba aburrido, pero por lo demás descansado. La situación había mejorado un poco desde que Marsh el Joven convenció a Stephenson de que le dejase tener material de lectura. Los periódicos aún estaban prohibidos.

No había taburete. Marsh se acuclilló junto a una pila de novelas, casi todas de Kipling y Hammett. Lo bastante cerca para que el centinela no oyese la conversación que transcurría bajo el zumbido y el susurro de la ventilación que movía el aire rancio. Marsh fue directo al grano.

—El hermano de Gretel está vivo —dijo. Will alzó una ceja—. Igual que otro de los vástagos de Von Westarp. Están en el norte de África.

Will inhaló entre los dientes con un silbido. Lo vio todo en un fogonazo. «El segundo eco del futuro. Planean enviar un equipo a África por arte de magia».

—Doy por sentado que tu paterfamilias no sabe que estás compartiendo esta noticia.

—El capitán tiene que saberlo. ¿Cómo me pongo en contacto con él?

Will arrugó la frente, pero no dijo nada. Marsh se pasó una mano por la cara.

—Espero que comprendas que, sea lo que sea lo que no me estás contando del capitán, sea lo que sea lo que me ocultáis los dos, los acontecimientos os están superando. No entiendo cómo te convenció de que hicieras lo que hiciste porque no me lo quieres contar, pero protegió a mi familia mientras yo no estaba y eso le hace merecedor de cierta consideración a mis ojos. Sigo sin confiar en él, pero estoy dispuesto a escucharlo. Esto no es un truco, Will. ¿Dónde está?

Will se toqueteó los rizos de debajo de la barbilla con el muñón de un dedo.

—¿Está seguro de que el hermano está vivo?

—Sí.

—Y crees que ella lo planeó.

—No lo sé. Pero el capitán debería ser consciente de que existe esa posibilidad.

—Y aun así dices que no confías en él.

—Sé que no es quien dice ser. No existe ningún Liddell-Stewart. Por supuesto que sospecho.

—No es tu enemigo.

—¡Maldita sea, Will! ¿Por qué no me cuentas lo que sabes?

—Porque es complicado. Vale más que lo averigües por tu cuenta.

—Entonces dime cómo contactar con él. Por favor.

Will suspiró.

—Ha pasado demasiado tiempo. No sabría dónde encontrarlo ahora porque se mueve. No le queda más remedio, por los bombardeos. Estaba acampado en un almacén de los muelles de Bermondsey pero, como sabes, la Luftwaffe se tomó un interés especial en el East End.

—Se esconde en las ruinas. Es listo.

Will no pudo evitar sonreír al oírlo. «A ver si lo adivino: ¿es lo que habrías hecho tú?».

Marsh se puso en pie.

—¿Hay algo que necesites? ¿Algo que pueda intentar conseguirte?

Will señaló la pila de libros con un lánguido gesto de sus largos dedos. La telaraña de cicatrices que cruzaban su palma brilló bajo la luz actínica de su celda.

—No me importaría tener lectura fresca. Encuentro que Kipling cansa un poquito a la tercera lectura.

—Dalo por hecho.

Will preguntó, con todo el desenfado que pudo fingir:

—¿Stephenson ha decidido lo que debe hacerse conmigo?

—Me temo que no. Tiene otras cosas en la cabeza.

—Ah. Bueno, ya me lo imagino.

Marsh se volvió para partir. Antes de que llamara a la puerta para que el centinela abriese, Will dijo:

—Quizá lo más prudente sea quedarse al margen esta vez, Pip. El tránsito será mucho peor de lo que afirman mis colegas.

La expresión que asomó al rostro de Marsh indicaba que los engranajes se habían puesto en marcha. Era la misma cara que ponía cuando rumiaba sobre un nuevo rompecabezas o le revelaban un nuevo conjunto de datos. Volvió a sentarse.

—¿Qué tránsito?

Will hundió la cabeza en las manos.

—Oh, puñeta.

25 de junio de 1941

Bermondsey, Londres, Inglaterra

—Viene —dijo Gretel.

Estaba de pie delante de una ventana rajada y mugrienta, con los pies descalzos negros de hollín. Desplazó el peso de un lado a otro mientras flexionaba y estiraba los dedos de los pies. Las picaduras de ampollas antiguas y rotas le marcaban la piel. Su pelo era una maraña demasiado apelmazada para las trenzas.

Lo anunció con tanta confianza, con un tono tan neutro, que pensé que tal vez había recuperado una parte de su presciencia, lo que me creó un dilema: necesitaba acceso a su habilidad, a las cosas que solo ella podía saber, pero también quería que su sufrimiento no conociese solaz. Quería que el anhelo de su divinidad perdida fuese infinito. Eterno.

Sus cables colgaban sueltos. El sol que entraba difuso por la ventana centelleaba en el conector de cobre.

Me levanté y seguí su mirada. Distinguí a mi Doppelgänger caminando por la calle ancha, bordeando los cascotes sin recoger. Llevaba un macuto al hombro. No supe interpretar la expresión de su cara.

Gretel giró sobre sus talones y se puso de espaldas a la ventana. Los cables y el pelo grasiento trazaron un arco en torno a su cabeza y me hicieron cosquillas en el brazo. Me dieron ganas de despellejarme para limpiar la mancha de ese contacto casual.

—Lo sabía —dijo ella. Los bordes de su voz se curvaban bajo el filo de la navaja del pánico creciente—. Lo sabía antes de mirar. Lo sabía. Sabía que vendría a por mí. Viene a por mí. Siempre lo hace.

Mi Doppelgänger tenía las manos vacías, lo que sin embargo no significaba que no llevase un Enfield. Sopesé mis posibilidades de salir del almacén con una loca tropezando a mi espalda antes de que llegase. Muy escasas, la verdad. Y ese cabrón testarudo volvería a encontrarnos.

Salí de la oficina del capataz y bajé por las tambaleantes escaleras. El fuego había dañado algunos de los soportes y había hecho que se curvaran y separasen de las soldaduras cedidas por las bombas de la Luftwaffe. Me situé justo en el umbral, pero en la parte de dentro, para observar cómo estudiaba el enorme almacén. Sonó un silbato en el algún lugar del Támesis, al este de nosotros.

Hizo una pausa antes de entrar. Como habría hecho yo, si hubiera estado en su lugar. Salí a la luz.

—¿Vienes a pararme los pies?

—¿Piensas darme un motivo?

Se quitó el macuto del hombro, lo abrió y sacó una botella de brandy. Robada, sin duda, del cajón de debajo del escritorio de Stephenson, aunque fingí que eso no lo sabía, diciendo:

—Eso es un raro hallazgo hoy en día.

—Conozco una buena fuente, pero es una veta que solo puedo explotar una vez. —Descorchó la botella y se la llevó a los labios durante el tiempo suficiente para un sonoro trago—. Creo que he visitado la mitad de las ruinas del río. Eso da sed.

Cogí la botella. Desde que había tragado fuego, el licor y mi garganta se avenían como gatos salvajes en un saco mojado, pero logré no toser y luego le indiqué por señas que entrase.

—Mejor de uno en uno —dije—. La escalera no es de fiar.

Mi yo joven no sabía qué pensar de la larga caída de Gretel desde que la había traído a casa de Alemania. Había visto el principio de ese descenso, pero yo había presenciado el aterrizaje forzoso. La chica se encogió como si vernos a los dos juntos le doliera. Quizá era así. Agachó la cabeza y ocultó sus ojos desenfocados tras las mechas manchadas de ceniza. Mi Doppelgänger y yo cruzamos el entresuelo del almacén para alejarnos un poco de sus gimoteos.

Después de echar otro trago del brandy del viejo, mi yo joven dijo:

—¿Qué le has hecho?

—Nada que no se haya hecho ella sola.

—Se ha acabado, ¿no? —Se señaló la cabeza y usó la mímica para simular unos cables—. Del todo.

—Tu visita imprevista la habría hecho llorar si no te hubiera visto por la ventana. —Acerqué una caja de madera a los cristales. Chirrió bajo mi peso—. Pero no has venido porque Gretel te preocupe.

La mirada que me dedicó fue dura, calculada, recelosa; pero no hostil.

—¿Después de Coventry? No.

Ah. Liv le había hablado de nuestra huida por los pelos. El temblor de su voz me dijo todo lo que no quería saber sobre el estado de su relación, todo lo que no podía evitar imaginar cuando pensaba en ellos juntos. La había recuperado.

—Me gustaría saber qué ha sido de Will Beauclerk —dije.

—A mí me gustaría saber qué te hizo ir a Coventry.

Nos miramos a los ojos. Después él suspiró, se inclinó hacia delante y me quitó la botella.

—Está a salvo y nadie le ha hecho daño. Y empecinado en que debo confiar en ti. Él desde luego confió, a la vista de lo que le mandabas hacer.

—No soy vuestro enemigo —dije. Otro trago de la botella me hizo toser brandy en mis senos.

—Te escondes del SIS y del Servicio de Seguridad. Además —replicó— hiciste que Will saboteara a Asclepia.

Todo era cierto.

—Es complicado.

—Como tu relación con Gretel —dijo él—. Sea cual sea.

—Sí.

—Podría llevarte preso ahora mismo.

—Podrías.

Se quedó callado e hizo crujir sus nudillos contra el mentón. Mi ente doble se estaba estrujando las meninges: repitió el gesto con las dos manos. Tomó una decisión, que no pasaba por llevarme a rastras al Almirantazgo, cosa que le agradecí. No me apetecía volver a pelear con él, y perder, por segunda vez.

—Stephenson recibió un paquete de fotos —dijo. Esperé—. Enviadas desde Egipto —añadió.

Y entonces supe por qué me había localizado. Era un epílogo, una cortesía profesional. Una posdata a la misión secreta que habíamos realizado juntos. La misión que habíamos tomado por un éxito.

—El paso del Fuego Infernal.

—Eso parece.

—¿Alguien más?

Señaló con el pulgar por encima de su hombro, en la dirección de la que llegaban los gemidos de Gretel.

—El hermano mayor.

—Maldición —dije. Porque también supe, acto seguido, por qué Will había decidido ayudar a mi otro yo a encontrarme. La visita también era un mensaje de mi amigo: cuidado con el eco del futuro. No necesitaba que la vieja Gretel me dijera cómo podía acabar aquello. Tarde o temprano, algún listillo de Asclepia idearía un plan disparatado para usar a los eidolones como medio de teletransportar un equipo a Halfaya. Y lo inteligente sería apostar por el listillo que tenía sentado ante mí.

—Creo que lo organizó ella —dijo.

Eso me dio qué pensar. Podría haberlo hecho, hacía un tiempo.

—No lo sé —reconocí.

—Preparó una reserva de baterías separada de la granja. —Me habló del U-115 y su inusual cargamento.

—¿Asclepia tiene un plan? —pregunté.

—Todavía no —dijo—. ¿Piensas reventarlo cuando lo tengamos?

Recordé la noche en que el fantasma del Parque Saint James intentó dispararme en la rodilla. Supe por fin lo que estaba intentando y lo que yo pensaba hacer pronto.

—Tengo tantas ganas de ver muertos a esos cabrones como vosotros.

Mi yo joven arrugó la frente, porque no se le había escapado la evasiva. Cambié de tema.

—¿Para qué has venido?

—He pensado que, después de todo… —Su gesto abarcó a Gretel, el almacén, Liv, Agnes, Coventry. Volvió a meter el corcho en la botella y lo apretó con el canto de la mano—. Merecías saberlo.

—Stephenson te cortará los huevos si se entera.

—Hace mucho que conozco al viejo —dijo—. Me escucharía antes de retorcerme el pescuezo.

—Es verdad.

Eso también le hizo fruncir el entrecejo. Sin duda se preguntaba de qué conocía al viejo. Pero esa también me la dejó pasar. La consideración que me tenía había aumentado considerablemente desde nuestro último encuentro. Solo había hecho falta salvar la vida a su esposa y su hija; sin embargo, yo me conocía, y sabía que aún no confiaba en mí sin reservas. ¿Qué tonto lo haría?

Devolvió los restos de brandy a su macuto. Oí el ruido del líquido, vagamente, cuando se lo echó al hombro. Me miró a los ojos y señaló con la cabeza hacia la otra esquina del entresuelo. Gretel nos observaba de nuevo.

—Ha cambiado, pero no creo que esté acabada del todo. Ve con cuidado. Eso es lo que he venido a decirte.

A través de una ventana cubierta por una capa de años de mugre industrial, observé cómo mi yo más joven se alejaba por el muelle. Su talante había cambiado en los meses transcurridos desde la última vez que lo había visto. Seguía siendo brusco y desagradable como él solo… como yo solo; pero estaba más relajado.

Me pregunté cuánto tiempo habría pasado antes de que Liv lo recibiera de nuevo en su cama. Tendría que haber sido yo quien durmiera a su lado.

Mientras desaparecía en la distancia, me pregunté si había cometido un grave error al no contarle toda la verdad. Pero mi identidad era mi as en la manga, y el hecho de que me hubiera buscado indicaba que mi Doppelgänger aceptaba que estaba de su lado. Aunque recelase, me aceptaba como aliado. De modo que había escogido guardarme esa bala en la recámara.

Durante meses había creído que, si podía llegar a él sin que el MI6 me detuviera, se lo explicaría todo y así me garantizaría su colaboración en la eliminación de los brujos, pero eso era cuando creía que todo vestigio del REGP había sido destruido y todos los niños de Von Westarp estaban muertos.

Pero no lo estaban. Él no había completado su misión en la granja, como habíamos creído en un principio, lo que significaba que seguíamos entre Escila y Caribdis.

Mi yo joven opinaba que la reaparición de Klaus significaba que Gretel nos había tomado el pelo y, por eso, me había avisado. Un detalle por su parte, pero se había dejado engañar por la reserva extra de baterías oculta en el U-115.

Aún no conocía a Gretel como yo. No entendía el contexto completo de sus manipulaciones.

Genio y figura, ella se había preparado un colchón para el porvenir. Cuando se calmaran las aguas, al final de todo y tras evitar la amenaza de los eidolones, ¿por qué demonios iba a renunciar a su habilidad? Gretel no lo haría ni en broma. O sea que el U-115 llevaba baterías suficientes para durarle durante todos los años de una larga vida dedicada a mirarnos a los mortales con sorna. A lo mejor daría una patada al hormiguero de vez en cuando, para echarse unas risas.

Sin embargo, la creación de una nueva línea temporal había abrumado su precognición con el equivalente psíquico a las interferencias que bloqueaban un radiofaro. Su intención no había sido que las baterías se emplearan en el norte de África. Reinhardt y Klaus tendrían que haber estado muertos, no desplegados con el Afrika Korps.

Yo sabía cómo se sucederían los acontecimientos. Me sentía como Gretel.

En esos precisos instantes mi yo más joven estaba formulando la idea de montar un ataque por sorpresa mediante los eidolones. Tal y como yo había tenido la idea, hacía mucho tiempo, de enviar equipos a la granja. El santurrón testarudo insistiría en llegar hasta el final. No lo detendría nada que no fuese una herida grave.

Herida que yo, por supuesto, le infligiría. Porque si él iba y la operación se torcía otra vez, los eidolones exigirían el alma de su siguiente hijo a cambio del rescate, con lo que condenarían a Liv y él a vivir con una monstruosidad sin alma que los destruiría, primero a ellos y al final al mundo.

«Ecos del futuro». La expresión de Will resultaba muy apropiada.

Sin embargo, nada de todo eso me acercaba a mi propósito de destruir a los brujos. Pensarlo llevó al punto de ebullición la ansiedad con la que llevaba meses peleándome. De modo que decidí hacer lo que siempre hacía cuando mi frustración se volvía insoportable. Chinchar a Gretel nunca dejaba de animarme.

Estaba acurrucada en una esquina, que era como pasaba la mayor parte de los días, rodeada de pequeñas pilas de monedas. Unos desiguales mechones de pelo grasiento le tapaban los ojos. Había cogido la costumbre de morderlos. Remolinos de hollín lamieron mis pasos cuando me acerqué a ella. Nuestro alojamiento se había vuelto disponible cuando los bomberos no lograron impedir que las bombas incendiarias alemanas se cobrasen una buena porción del almacén. Habría que demoler el edificio algún día, si la guerra acababa en algún momento.

Como un monje rezando el rosario, Gretel murmuraba para sí misma durante horas seguidas. La continua letanía le había enronquecido la voz.

— …nopuedeestarvivanopuedeestarvivanopuedeestar…

Y así seguía sin parar. Estaba demasiado ensimismada para reparar en mí, de modo que volqué uno de los montoncitos con el pie. Las monedas de medio penique salieron rebotando y tintineando por el suelo del almacén. Eso le llamó la atención. Me miró a través de un fleco de pelo. Seguía moviendo los labios, pero al menos se calló.

—He pensado que quizá te gustaría oír una buena noticia —dije. Las palabras me sabían a pétalo de rosa—. Tu querido hermano Klaus está vivito y coleando.

Un resplandor en sus ojos rojos se sumó al temblor de sus labios y barbilla. Hizo una mueca y por un momento pensé que volvería a echarse a llorar, lo que me hacía disfrutar especialmente cuando sucedía, pero en lugar de eso dijo:

—¿Por qué tienes que…? —Inhaló de golpe y abrió mucho los ojos—. ¡Agáchate!

Me tiré al suelo con los brazos cruzados sobre la cabeza.

No pasó nada.

Conté sesenta latidos de mi corazón palpitante antes de ponerme en pie. Gretel se retorcía de risa.

No era la risa amable de quien ve algo ligeramente gracioso ni el regocijo confiado y bien calibrado de otrora. Salía de su boca en una salvaje confusión, entre grandes bocanadas de aire, un híbrido deforme de alegría y desesperación. Se sacudía presa de un alborozo histérico que se confundía con los sollozos que le inflaban el pecho.

—Muy gracioso —dije. «Zorra malvada».

—¿Lo ves? Aún confías en mí. Tenemos una conexión.

Algo se me cayó del bolsillo mientras me sacudía el hollín lo mejor que podía. Levanté del suelo un paño ensangrentado. Lo había llevado encima durante meses, aferrado a él como si fuera un talismán mientras me subía por las paredes, frustrado por mi incapacidad para acceder a los brujos.

Mi plan para las gemelas era muy sencillo, pero todo había saltado por los aires con la captura de Will. No tenía un aliado brujo que negociase la reunión de las hermanas. Además, todos los brujos supervivientes estaban escondidos en su ciudadela, sanos y salvos y destruyendo el mundo poco a poco. No podía acercarme…

Y entonces lo vi.

Vi la solución.

Los cielos no se abrieron. La epifanía no me llegó sobre las alas de unos ángeles tocando trompetas doradas. Pero por justicia debería haber sido así.

Si medía bien los tiempos, podría resolver prácticamente todos mis problemas y rematar la misión que me había enviado veintitrés años atrás en el tiempo, con apenas unas horas de trabajo

Qué obvio parecía, joder.

El júbilo se elevó en mi interior como una burbuja dorada que escapase de una fosa insondable. Derritió la desesperación que se había apoderado de mi alma como una capa de escarcha. Noté un hormigueo en los dedos.

Me uní a Gretel en sus carcajadas. Estábamos hechos un par de risueños maníacos.

Esa noche tardé un buen rato en dormirme. Supongo que así son las epifanías.

Había estado soñando con Liv cuando algo me despertó de repente. Su olor, su risa, el cosquilleo de su pelo en mi pecho, todo se evaporó y me dejó desorientado y excitado. A pesar de las brisas con olor a río que se colaban a través de las cicatrices de bomba e incendio, con el calor del verano el ambiente del almacén parecía bochornoso y cargado. Dormía sin camisa o manta pero, cuando traté de incorporarme, algo me lo impidió.

El brazo de Gretel. Tendido sobre mi estómago. Su pierna encima de mis rodillas. Sus cables cruzándome el pecho. El olor de su pelo sucio en mi nariz.

Se había colado en mi camastro y apretado su cuerpo desnudo contra el mío. La luz de la luna iluminaba la curva de un muslo aceitunado. Una mata de pelo azabache ocultaba la elevación de un pecho. Tenía la piel fresca al tacto, pero la lona empapada de sudor hizo un ruido de succión bajo mi espalda.

Su piel se deslizaba por encima de la mía allá donde nuestros cuerpos se tocaban. Era lisa, blanda y resbaladiza. Y mucho más joven que yo.

Hacía mucho que no estaba acostado junto a una mujer desnuda. Hacía una eternidad que había dejado de pensar en Gretel como en un ser humano, pero lo era, y en la flor de la vida. Podía oler su excitación.

—Tenemos una conexión —susurró.

Su aliento me puso de punta el vello de la nuca. Sus dedos dejaban un rastro de piel de gallina en mi estómago. Mi cuerpo me traicionaba. ¿Cuánto hacía que no me tocaba una mujer?

—Olivia no es tu esposa —dijo Gretel. El hormigueo de sus labios contra mi lóbulo me provocaba un temblor involuntario en la columna. Arqueé la espalda sin querer. Su pecho se frotó contra mi hombro. Sus dedos tironearon de mis pantalones.

Se desplazó para pegarse más a mí y me tapó la boca abierta con la otra mano cuando intenté hablar. Sus dedos sabían a mil monedas lanzadas. Los tenía húmedos. Escupí el regusto agrio de su excitación.

Se puso a horcajadas sobre mí. Le pegué un tortazo.

Se cayó del camastro con la fuerza suficiente para hacer temblar los tablones del suelo. Me puse en pie de un salto y le aticé una patada descalza por si no le había quedado claro. Mi talón pisó su esternón y volvió a tumbarla.

—Estás más enferma de lo que hasta yo creía. Antes me acostaría con el mismísimo Diablo que contigo. —Me arrodillé y la agarré de la garganta—. No vuelvas a tocarme nunca.

—Olivia nunca te tocará como yo —graznó ella.

—¡La he perdido por tu culpa!

Agarrando puñados de pelo y de cable la llevé a rastras al otro lado del almacén y la tiré a una esquina. Deseé que los tablones del suelo le llenasen el culo de astillas. Aunque nada podría ser lo bastante cruel para limpiar el asco que me inspiraba la traición de mi propio cuerpo.

A la mañana siguiente, Gretel se guardó para sí sus manos y sus pensamientos. Recogí mis escasas pertenencias y me preparé para mudarnos. Fuimos al oeste, cruzando el río. Desde allí me puse a vigilar el parque Saint James y esperé a que la historia se repitiese.