16
2-3 de julio de 1941
Westminster, Londres, Inglaterra
Paso de Halfaya, Egipto
La promesa del alba convirtió los trinos de los pájaros del parque Saint James en una serenata para Marsh. El apagón se retiraba hacia los confines occidentales de la ciudad como un ratero fugitivo que buscara cobijo en los callejones más sucios, mientras el cielo en el este pasaba del negro al gris de la lana mojada y luego a un azul terroso como las venas bajo la piel de Liv.
Había partido de Walworth en mitad de la noche, con cuidado de no despertar a Liv al salir de la cama. Si podía, ya echaría una cabezadita en el Almirantazgo más tarde pero, de momento, la perspectiva de ver por fin terminado el trabajo que había empezado con Krasnopolsky hacía imposible conciliar el sueño. También lo desvelaba el nerviosismo de saber que había una docena de maneras en las que el plan podía torcerse.
Cuando acabara todo aquello —cuando acabara de verdad— podría plantearse un cambio de profesión. Algo que no lo apartara de casa durante seis meses seguidos. Algo que no conllevase calabozos oscuros. Algo que no exigiera mentir a Liv.
Recitó un santo y seña en dos partes a un par de centinelas. El más corpulento, que rondaba el metro ochenta y tenía la cara llena de manchas, le abrió la verja. Era el único acceso en la valla de tres metros de altura, las barricadas y las espirales de alambre de espino que rodeaban una buena parte del parque Saint James. Un cuervo observó cómo Marsh atravesaba el control y después se alejó con una batida de sus amplias alas negras al oír el golpe de la puerta al cerrarse.
Notó una punzada de dolor en la rodilla, que lo hizo tropezar. Apoyó la espalda en una morera y se dio un masaje para aliviar esa sensación de que le estaban clavando una cuchilla. El dolor rara vez era tan agudo; ni siquiera durante el entrenamiento físico para la Marina, y después en Fort Monckton.
«Ahora no —rezó—. Solo un día más. Después viviré el resto de mis días alegremente como el lisiado de Liv».
Una niebla fina a la altura de los tobillos se pegaba a la hierba cubierta de rocío. Formaba remolinos alrededor de las piernas de Marsh e invadía lo senderos que había creado la gente en el césped al caminar de una tienda de campaña a otra. La niebla era más espesa sobre el lago, pero allí recibió de lleno los primeros rayos de sol, de modo que se disipó enseguida. En su lugar, del agua se elevó un aroma húmedo. Iba a hacer calor.
No tanto como en un día de verano en Egipto, pero aun así más que en la noche del desierto, donde se desarrollaría el plan de Marsh.
Rascó la tirita pegada a su mano. El día anterior, los brujos habían extraído unas gotas de sangre a él y a todos los que iban a participar en la misión. Stephenson se había asegurado de que no se pincharan los dedos o se cortaran las palmas: nada que pudiera interferir con el manejo de un arma. De manera que Marsh tenía un pinchazo en el dorso de la mano izquierda. Picaba.
El fango chapoteaba bajo sus botas. La tierra cercana a las tiendas de campaña estaba revuelta a causa de la actividad frenética con la que Asclepia había convertido el parque en un centro de operaciones. Marsh alzó la aleta de la portezuela de una tienda y entró agachándose. En una esquina había un maniquí de yeso, que llevaba una réplica de arnés con batería de la Reichsbehörde. Sobre la mesa había una segunda imitación de batería, esculpida con madera y baquelita. Se parecían lo bastante a las auténticas para resultar indistinguible a cierta distancia. Y eso era lo único que importaba. Habían empleado las réplicas para adiestrar a los francotiradores. Cualquiera que llevase batería era un objetivo primario.
Cuatro fotografías colgaban de la pizarra: el mismo juego que había llegado a manos de Stephenson mediante un correo especial. Unas flechas de varios colores indicaban diversas tiendas de campaña en el campamento del Afrika Korps, entre las que destacaba la que, según los analistas de Asclepia, contenía las reservas de baterías. Habían escrito «Klaus» en mayúsculas de imprenta debajo de la foto borrosa del hombre con el ochenta y ocho. A continuación figuraba un escueto resumen de sus características conocidas, basado en gran medida en los recuerdos de Marsh. Una lista parecida acompañaba a la fotografía de Reinhardt.
Marsh volvió afuera y echó un vistazo a uno de los barracones de acero más cercanos al lago. Asclepia había construido tres. De cada uno partiría un equipo. Los barracones estaban colocados en el parque Saint James en una relación geométrica muy precisa. Si los brujos hacían su trabajo de forma correcta, la distribución se conservaría cuando los equipos y su material se trasladasen a Egipto. Y si la lectura que hacía Asclepia de las fotografías era precisa, eso significaría que los equipos irían a parar a lugares estratégicos dentro del laberinto de desfiladeros que formaba el paso de Halfaya.
Los barracones eran necesarios para esconder los Dingos: vehículos de reconocimiento rápidos, blindados y con tracción a las cuatro ruedas. Hacían falta por dos motivos:
En primer lugar, los brujos se cubrieron mucho las espaldas cuando Stephenson insistió en que le explicasen con qué grado de precisión podrían hacer llegar a los equipos de asalto. Quizá fuera necesario conducir un poco, lo que por desgracia significaba reducir el factor sorpresa.
En segundo lugar, los artilugios de Lorimer —él los llamaba «duendes»— eran demasiado grandes para llevarlos a cuestas. Alguien había limpiado la cámara acorazada de Asclepia alrededor de la época de la huida de Gretel (Marsh creía conocer al culpable), lo que significaba que Lorimer no había tenido tiempo de estudiar la batería de Gretel lo suficiente para diseñar una réplica fiel del circuito. Así pues, los duendes compensaban sus carencias de precisión con lo que el escocés llamaba «auténtica potencia crujepelotas». Afirmaba que era posible crear versiones más portátiles, pero que para eso haría falta ajustar su funcionamiento interno a los detalles específicos del diseño de las baterías de la Reichsbehörde.
El barracón también contenía un banco de trabajo, un mazo, un cincel y una piedra extraída del lago. En una caja esmaltada situada junto a la piedra había docenas de pañuelos manchados de sangre.
El eco de los pasos de las botas resonó de punta a punta del pasillo y entró en la celda de Will, donde lo despertó de una cabezadita. Las cabezaditas eran el eje central de su vida en la ciudadela. Se pasaba los días dormitando, leyendo y enloqueciendo en silencio.
Se diría que había bajado una falange entera de infantes de Marina. Un acceso de pánico lo puso en pie. Tosió, dos veces, la segunda con una expectoración cálida y amarga. ¿Por qué iba a enviar Stephenson un escuadrón entero a la celda de Will? ¿Había superado el viejo los reparos que le inspiraba ejecutar al hermano de un lord?
Fue a la puerta y miró por el minúsculo cuadrado de cristal reforzado con alambre, pero el escuadrón de infantes de Marina pasó por delante de la celda en fila de a dos. Formaban una tropa de guardaespaldas en torno a los brujos restantes: un par de soldados, después Grafton y White, otros cuatro infantes de Marina, seguidos de Webber y Hargreaves, y cerrando la marcha otros dos militares. Cuatro hombres para vigilar a cada par de brujos.
Solo tenían permitido salir de la ciudadela cuando llegaba el momento de pagar otro precio de sangre. Incluso entonces solo se toleraba que hubiese dos brujos en el exterior en un momento dado. Y siempre en presencia de guardaespaldas.
Sin embargo, en esa ocasión el grupo entero salía de su escondrijo. Eso significaba una cosa: un precio de sangre muy abultado. Más de lo que dos hombres podrían pagar por su cuenta. La conclusión era que esa noche pondrían en marcha el plan de Marsh el Joven, para tender una emboscada a los últimos vestigios del Götterelektrongruppe y erradicarlos.
Los eidolones lo descompondrían, lo estudiarían y robarían el alma de su hijo todavía nonato.
Aporreó su puerta. Uno de los centinelas lo miró. Will apretó la cara contra el cristal.
—¡No sabéis lo que hacéis! —gritó. Su voz resonó en la celda, pero sin duda el acero y el cristal la despojaban de toda emoción.
Grafton se detuvo. La fila se agolpó a su espalda. El brujo se volvió y miró a Will con la frente arrugada. La intensa luz eléctrica destellaba en las marcas que recubrían su piel. Will continuó:
—Escuchadme. No intentéis eso, por favor. Las consecuencias serán mucho peores de lo que imagináis.
Los centinelas que iban a la cabeza retrocedieron. Para entonces los demás brujos también miraban a Will.
—Sé de lo que hablo —dijo.
—No sabes nada —le espetó Grafton. Se dio la vuelta. Los infantes de Marina volvieron a formar.
Will recordó lo que Marsh el Viejo le había contado sobre la línea temporal de la que había escapado por los pelos. Los británicos de aquel mundo tenían un término para los centenares de civiles que habían muerto, o desaparecido, en circunstancias misteriosas durante la guerra. Los Caídos. Víctimas de una red de quintacolumnistas. Una red inmensa, de acuerdo a los rumores más extendidos, pero que aun así, de algún modo, se evaporó sin dejar rastro al final de la guerra.
Porque nadie creíble sospechaba que el Gobierno estaba detrás de las atrocidades. ¿Quién podría creerlo?
—¿Cuántos? —gritó Will—. ¿Cuántos deben sangrar para satisfacer a vuestros amos?
Esos soldados escoltaban a unos hombres que, según les habían contado, tenían en sus manos la supervivencia del país. Sin embargo, al hacerlo se convertirían en cómplices de las atrocidades de esa noche. Unos jóvenes que se habían alistado para servir a su patria, protegerla de todo mal, tendrían que esperar de brazos cruzados mientras sus protegidos descarrilaban trenes, hundían barcazas e incendiaban edificios alegremente.
¿Sabían lo que les deparaba la noche? Era magia de sangre. Era la guerra. Era el asesinato.
Will aporreó la puerta.
—¡Soldados! ¡Escuchadme! ¡No sabéis lo que planean estos hombres!
Hargreaves se desabrochó el cuello de la camisa. Las cicatrices de las quemaduras retorcieron su carne en formas grotescas cuando se quitó la corbata. Se la dio a un infante de Marina.
—Esperaremos aquí mientras amordaza a lord William —dijo.
El centinela apostado junto a la celda de Will abrió la puerta con su llave. Entraron dos infantes de Marina. Will retrocedió, diciendo:
—Caballeros, si cumplen su misión de esta noche, serán culpables de traiciones que harán palidecer a las mías. Se lo prometo.
Lo redujeron en unos segundos. No les interesaba lo que tenía que decir.
Soy inglés.
En reposo, mi corazón late al compás del plic, plic de una suave llovizna. En otras ocasiones, martillea en mi pecho con el repiqueteo incesante de una tormenta de verano. Cuando el día está seco, mi pulso mide el intervalo entre aguaceros. Conozco íntimamente la lluvia. Como todos nosotros.
Sin embargo, en otros tiempos también he sido jardinero. Sé que hay tierra bajo mis uñas, que la lluvia es alquímica. Ella hace que las semillas cobren vida, que los capullos florezcan. Y, al igual que la vegetación por la que es famosa nuestra verde isla, a mí me nutre una buena lluvia inglesa.
Así era como me sentí cuando una docena de hombres salió de la ciudadela del Almirantazgo. Se toparon con un sol intenso que brillaba en mirad de un aguacero que calaba hasta los huesos. Las nubes flotaban sobre nuestro trozo de Londres como si fueran el globo cautivo del mismísimo Dios. Sin embargo, no tapaban el sol poniente y, por tanto, la lluvia que rociaba la explanada de Horse Guards Parade se convertía en una neblina dorada que envolvió a la comitiva.
Llevaba tanto tiempo de guardia que emití un discreto grito de alivio al ver a los brujos y su escolta de infantes de Marina. Hasta Gretel se calló. Ajusté mis prismáticos para enfocar por encima de los tejados, por entre un bosque de chimeneas, más allá de las tiendas de campaña y los barracones de acero que infestaban el parque Saint James como una profusión de setas. Apenas distinguía a los hombres, a causa del resplandor de la lluvia bajo los rayos del sol.
Cuatro hombres entrados en años en diversos estados de decrepitud y ruina, rodeados de una puñetera guardia de honor. Brujos. ¿Qué si no podían ser esos tipos?
Había pasado un penoso día tras otro encerrado en la agobiante buhardilla de un teatro con vistas a Regent Street. Gracias al cordón que rodeaba el parque Saint James, era el único lugar elevado desde el que podía vigilar la ciudadela. Todos los días mi ánimo decaía en la misma medida en la que aumentaba el calor. Era para volverse loco. Más aun, cuando me veía obligado a compartir ese encierro con Gretel. Las ratas no me molestaban.
Qué apropiada era esa lluvia soleada. Un principio y un final, el alfa y el omega. Mi misión —que había empezado en un hotel español hacía un cuarto de siglo, según los cálculos del plic-plic de mi corazón— se acercaba a su fin. Con un poco más de trabajo y algo de suerte, podría descansar.
La partida de los brujos para cumplir con sus precios de sangre aprobados por el Gobierno me ofrecía la oportunidad que necesitaba. Repasé mi plan mientras me vestía, esperaba que por última vez, con el uniforme del capitán de corbeta Liddell-Stewart. Primera parada, el Almirantazgo. Después, sin uniforme y con una bolsa de viaje en la mano, me convertiría otra vez en brujo y me infiltraría en el parque Saint James.
Podía ocuparme de las gemelas y los brujos de un plumazo. Había ideado incluso un medio para excluir a mi yo joven de la misión en África. Era lo más sencillo del mundo; no había necesidad de dejarlo cojo. Al infierno la teoría de Will sobre los ecos del futuro. Estaba forjando mi propia historia. Y sin Gretel para advertirles del ataque inminente, Klaus y Reinhardt no tenían nada que hacer si los duendes de Lorimer funcionaban.
Sin embargo, todo eso debía llegar, por supuesto, después de que inmovilizara a Gretel. Esa bruja maligna y chiflada jamás volvería a ser dueña de su propio destino, por no hablar ya del del mundo. Saqué de mi bolsa de viaje las cuerdas y cinturones con los que la habíamos amarrado a la cama de Will. Quizá hasta hubiera disfrutado, la muy retorcida, si no hubiera estado inconsciente por el dolor. Eché un vistazo a la esquina pero, como yo, había dejado el nido vacío. La busqué entre bastidores pintados y percheros de vestuario. Mis pasos hicieron rebotar monedas entre los tablones del suelo.
—No tenemos tiempo para tonterías —dije—. O sea que sé una buena nazi, mientras yo acabo la tarea para la que me trajiste aquí.
Pero no estaba durmiendo en el montón de disfraces teatrales que usaba a modo de colchón, ni se había apostado ante una de las ventanas de la buhardilla, como hacía a menudo, para ver cómo giraba el mundo inescrutable sin su guía. La puerta de la escalera de atrás estaba abierta.
Joder.
¿Cuánto hacía que se había callado? Volví corriendo a la ventana y la abrí tanto como pude. Me asomé y usé los prismáticos para observar la calle de abajo.
Allí estaba, avanzando a grandes zancadas por Regent en dirección a Piccadilly. Llevaba un buen ritmo, pero incluso bajo la lluvia sus pasos eran ligeros y decididos: se movía por Londres como si le perteneciera. Había encontrado un propósito y, tal y como la Gretel de antaño, sabía exactamente lo que estaba haciendo.
La parada de metro de Piccadilly estaba en la dirección contraria a mi destino. Atraparla, contando con que pudiera alcanzarla antes de que embarcase en un vagón, supondría un largo retraso. Gretel había aprovechado ese momento para poner pies en polvorosa, sabiendo muy bien que yo no podría perder tiempo en perseguirla. Era un puto demonio.
Tendría que haber dejado que mi yo joven la estrangulase durante su visita al almacén. Dios sabe que ganas no le faltaban.
Tenía que irme. Mi oportunidad solo duraría mientras los brujos anduviesen ocupados en otra parte. Acaba de salir a Regent Street, rabioso, maldiciendo y probablemente rojo de ira, y justo entonces la intuición me golpeó con toda la fuerza de un obús de mortero. Sabía lo que Gretel se proponía.
De algún modo, incluso después de todo ese tiempo, aún la subestimaba.
Me quedé insensible. Y luego arranqué a correr a toda velocidad.
El silencio se había tragado el ala de Asclepia del Almirantazgo. Casi todo el mundo estaba en el parque o descansado para la aventura de esa noche. Tenía que andarme con cuidado; mi yo joven estaría echando una cabezadita en algún lugar cercano. Lo mismo harían otros soldados asignados a la misión. Lorimer estaría en Saint James, dando un último repaso a sus duendes.
Eso dejaba a Stephenson, pero si conocía a mi mentor, estaría buscando informes de última hora sobre el campamento de Halfaya. Donde estaban Klaus y Reinhardt.
El viejo había cerrado su despacho con llave, pero yo había hecho una copia hace tiempo de todas las llaves de mi Doppelgänger; me lo había dejado la noche en que partió hacia Alemania. Me colé dentro, cerré la puerta y fui derecho a su escritorio. Los objetos que buscaba no estarían en la cámara acorazada. Stephenson los debía de haber ido coleccionando con discreción, subrepticiamente.
De mi objetivo no había sabido nada en su momento, pero su existencia la había deducido más tarde el Will de 1963. Stephenson, con cuidado, había sentado las bases del papel de Asclepia en la política exterior de la posguerra.
Mi carrera desde Regent Street me había dejado empapado, tembloroso y sin aliento. Puta Gretel. Rebusqué en el escritorio de Stephenson, haciendo todo lo posible por no gotear encima de nada importante. Si hubiera tenido tiempo habría buscado cualquier cosa que pudiese haber sido una referencia velada a niños, orfanatos o algo por el estilo, pero iba apurado y, si había entendido bien mi historia alterada, Stephenson no habría llegado tan lejos en sus planes, que estaban en una primera etapa.
Descubrí lo que buscaba en el cajón de abajo, donde guardaba el brandy. El viejo había escondido una caja de puros dentro de un doble fondo.
A primera vista, el recipiente no contenía más que restos. Virutas de un tablón de madera, la esquina arrancada de un mapa, un rígido torniquete de cuero…
Todos manchados de sangre. Todos etiquetados con un nombre: Webber, Grafton, Beauclerk, Shapley…
Toda negociación con los eidolones comenzaba cuando los brujos se hacían un corte. La sangre derramada era el lubricante que hacía funcionar el proceso. La sangre de los brujos, en concreto, formaba parte del proceso para ponerse en contacto con los eidolones. De modo que, por supuesto, Stephenson había querido guardar muestras. Con sigilo, cuando nadie miraba, había arrancado la esquina de un mapa manchado de sangre, o quizá había vuelto luego a hurtadillas y raspado un trozo de suelo con su abrecartas.
Saqué el torniquete de Will y luego metí la caja de puros en mi bolsa de viaje. Después de cerrar con llave el despacho de Stephenson a mi espalda, me metí a hurtadillas en el lavabo. Allí me quité el uniforme, lancé el torniquete al váter y tiré de la cadena.
Gretel me llevaba veinte minutos largos de ventaja. Y tenía que llegar al parque Saint James antes de que volviesen los brujos y el lugar se convirtiera en un circo. Solo tenía una esperanza de interceptarla, pero no había hecho ningún preparativo para entrar en la ciudadela. Muchos de mis problemas derivaban de mi incapacidad para superar ese obstáculo. De manera que iba a tener que improvisar.
—¿Ya vuelve, señor?
El centinela me tomaba por Hargreaves. Vi cómo una expresión consternada cruzaba sus facciones un segundo más tarde. Se había centrado en las quemaduras y nada más, pero en ese momento reparó, un segundo demasiado tarde, en que Hargreaves era un hombre espantoso pero bien afeitado. Por lo menos había caído en la cuenta de su error. Apartó sus ojos de los míos.
—Lo siento, señor. Le he tomado por otra persona.
—¿Han partido ya mis colegas?
Lo pregunté con mi tono de voz normal. El daño que el fuego había causado en mis cuerdas vocales podía confundirse fácilmente con las secuelas que el enoquiano dejaba en los tejidos. Tenía el aspecto adecuado, tenía la voz adecuada y hasta llevaba una bolsa de viaje. Mi única esperanza era que los centinelas que no estaban directamente asignados a Asclepia encontraran a los brujos demasiado desagradables para mirarlos con detenimiento. Sin embargo, si sabían que los ancianos misteriosos del SIS eran cuatro y solo cuatro… en fin, entonces estaba bien jodido.
—Sí, señor. Hace una media hora.
—Maldición —dije. Para mis adentros, me grité que me diera prisa, grité a ese deficiente mental que se quitase de mi puñetero camino, grité con furia incoherente al mundo entero. Pero me contuve, a duras penas, y me ajusté a mi guión—. ¿Han preguntado por mí?
El centinela arrugó al frente y sacudió la cabeza.
—No. No, señor.
—Típico, ¿verdad?
—Si usted lo dice, señor.
—Claro, no se habrán molestado en dejar un mensaje.
—No, señor.
Le enseñé mi carnet de identidad falsificado. Le dedicó un buen rato. ¿Había pasado por allí hacía poco otro Raybould Marsh? Al parecer no, porque me indicó que pasara.
Encontrar a Will era otro retraso que no podía permitirme. Supuse que lo habrían encerrado en el agujero más profundo y oscuro que tuviesen, y acerté. Gracias a Dios, habían apostado a un centinela delante de su celda. El guardia no se movió, pero volvió la cabeza al oír mis pasos. Mi impaciencia fue más fuerte que yo.
—Necesito hablar con el prisionero. Ahora —dije.
—¿Señor?
La cara de Will apareció en el ventanuco de la celda. Abrió los ojos, sorprendido.
—¿Por qué está amordazado?
—Órdenes del señor Hargreaves, señor.
—Bueno, eso no está nada bien. ¿Cómo va a responder a mis preguntas con una corbata embutida en la boca?
Me había pasado de la raya. El toque de confusión que unía las cejas del centinela dio paso a la sospecha desnuda. Tendió una mano.
—Los papeles, señor.
Llevó su otra mano al revólver que tenía al cinto. Saqué mi carnet de identidad. Él desabrochó la funda.
—Sus otros papeles, señor.
De modo que me tiré encima de él. Logré derribarlo antes de que levantara el Enfield. El disparo rebotó en el hormigón y atravesó con un tintineo uno de los conductos de Continuidad de Gobierno. Will dio un gritito.
El chico era más joven y fuerte, pero a esas alturas la frustración y la ansiedad tenían mi furia al punto de ebullición. Aterricé encima de él y estrellé mi frente contra su nariz. Me dolió una barbaridad. Él respondió con un rodillazo en la entrepierna y un golpe corto y feroz contra mi mentón cuando eché el cuerpo atrás. Intentó alzar la pistola, pero le bajé el brazo de un golpe. Buscó mi ojo con el pulgar, pero me escabullí. Sus dedos engarfiados rebotaron en el promontorio que separaba mi cuenca ocular y el caballete de la nariz. Salvé el ojo, pero se me escapó su antebrazo. El centinela levantó el revólver. Puse mi mano izquierda encima de su derecha, como si intentara arrancarle la pistola de entre los dedos, pero en lugar de eso hice palanca para doblarle la mano hacia atrás y dejar a la vista su muñeca. Con el puño libre él me dio un golpe en la boca que me la cerró con la fuerza suficiente para cascarme una muela. Un dolor como una aguja al rojo me recorrió la mandíbula. Cargué la mayor parte de mi peso en un puñetazo contra su muñeca estirada. Algo emitió un chasquido dentro de su antebrazo. Gruñó a través de los dientes apretados. El revólver colgaba inerte en sus dedos. Su mano aleteaba como si fuera un pescado fuera del agua. Mi siguiente puñetazo estrelló su cabeza contra el suelo.
Cuando era más joven, probablemente no hubiese parado hasta reducir a pulpa el cráneo del centinela, pero ya estaba fuera de combate, de modo que contuve mi ira lo suficiente para encontrar sus llaves, abrir la celda y desatar a Will, que pareció marearse un poco al ver al tipo en el suelo.
—Relájate —le dije—. No está muerto.
No estaba orgulloso. El pobre muchacho solo hacía su trabajo, pero yo también. Y el mío era mucho más importante.
—Ayúdame a meterlo dentro. —Arrastramos al centinela semiinconsciente al interior de la celda. No podíamos hacer nada con los rastros de sangre. Saqué a Will al pasillo de un empujón, di un portazo y luego cerré con llave.
—No tendrías que haber hecho esto, Pip. Ellos…
Pero yo ya iba camino de la salida.
—Ve a mi casa, tan rápido como puedas —dije. Subimos al trote un tramo de escalera.
Will jadeaba a mi espalda.
—¿Qué ha pasado?
—Gretel se ha escapado. Ha huido justo cuando no podía permitirme perder tiempo para detenerla. —Llegamos arriba. Aflojé el paso y pasamos a caminar deprisa, para que nuestra carrera no llamara la atención del centinela apostado fuera.
—¿Y crees que se dirige a Walworth?
—Intenta pensar como Gretel solo por un momento. ¿A quién culpará del fracaso de su poder?
Will tragó aire.
—Oh, no.
Salimos de la ciudadela. La puesta de sol resplandecía en los charcos recientes repartidos por Horse Guards Parade. Me llené los pulmones de aire fresco lavado por la lluvia. El centinela me saludó con la cabeza, pero no le hice caso.
Posé una mano en el hombro de Will, como si pudiera impulsarlo físicamente hasta el otro lado del río.
—No pierdas de vista a Liv. ¡En marcha!
Will partió. Gretel solo había estado una vez en nuestra casa, a oscuras. Pero veinte años más adelante, en un futuro que no existía, Liv le había enseñado la etiqueta de evacuación de Agnes, donde figuraba nuestra dirección. Sabía cómo funcionaba Gretel; eso era todo lo que necesitaba. Sin embargo, sus espantosos cables y el acento alemán despertarían sospechas. Tendría que cruzar la ciudad con cuidado, mientras que Will podía viajar directamente a la casa. Esperé que eso fuera suficiente.
Los charcos me salpicaron los bajos de los pantalones. Crucé la calle hacia el control de la entrada al parque Saint James. Dos centinelas vigilaban la puerta. Echaron un vistazo a mis cicatrices y la bolsa de viaje.
Uno de ellos me salió al paso, con el fusil cruzado sobre el pecho.
—No puedo dejarlo pasar, señor. ¿Santo y seña?
—Habacuc —le dije. Y a su compañero—: Grajos. —Se hicieron a un lado.
Era curioso cómo cambiaba lo grande, pero los pequeños detalles se repetían.
Una vez superado el control, estaba a mis anchas. Los brujos no habían vuelto de sus mortíferas tareas y mi yo joven seguía sesteando en el Almirantazgo. Los demás no empezarían a llegar hasta la noche.
El campamento base de Asclepia difería de mis recuerdos de una fría noche de diciembre en una historia inexistente. Tuve que buscar un rato para encontrar el barracón desde el que los brujos conducirían la negociación. El Dingo me pilló por sorpresa. También la aparatosidad de los duendes. Los recordaba lo bastante ligeros para ser transportados entre dos hombres.
Había un banco de trabajo en el centro del barracón. Sobre él había un trozo de piedra caliza de Portland. Tal y como lo recordaba, habían clavado un cincel de hierro en la roca, en el centro de la huella de una mano ensangrentada. Sobre el banco había también un mazo, listo para terminar el trabajo de hendir la piedra.
Sin embargo, nada de eso me importaba. El objeto que buscaba estaba escondido debajo del banco: una caja de muestras de sangre. Los eidolones debían percibir a los hombres para desplazarlos. La caja contenía una muestra de cada uno de los soldados, más una correspondiente al desafortunado brujo que tuviera que iniciar el viaje de vuelta.
Todo aquello por lo que había trabajado se reducía al contenido de esa caja. Unos pocos añadidos, una eliminación, y luego solo tendría que sentarme a esperar el resultado.
A la caja de muestras de sangre añadí el paño que mi Doppelgänger había traído de Alemania y el contenido de la caja de puros del despacho de Stephenson. Los brujos se llevarían una sorpresa de tres pares de narices cuando teletransportaran los equipos de asalto a África. Esa había sido mi epifanía: en vez de devanarme los sesos con la manera de sortear la protección de los brujos, la solución consistía en conseguir que ellos hicieran mi trabajo por mí.
A continuación, repasé las muestras de los soldados. Una de ellas pertenecía a mi yo más joven. Podía excluirlo del tránsito a África con tan solo retirar su muestra del grupo. No habría necesidad de dispararle en la rodilla…
O eso me había creído. Pero las muestras de los soldados no llevaban etiqueta.
Me estremecí por el esfuerzo de no chillar de rabia.
Ya sabía de antemano que no podría salir del parque, no podría correr junto a Liv, no podría unir fuerzas con Will para interceptar a Gretel. Porque tenía que quedarme allí, preparado para asaltar a cualquier brujo superviviente que regresara de su excursión accidental al norte de África.
Sin embargo, tampoco podía retirar la muestra de sangre de mi doble de la lista de viajeros. Stephenson sí, pero el viejo solo lo haría si su protegido estaba incapacitado. Había que herir de gravedad a Raybould Marsh, y Stephenson tenía que verlo.
Todo lo cual significaba que no me quedaba más remedio que dejarlo cojo si quería impedir el nacimiento de otro niño sin alma. Los pequeños detalles se repetían… Maldición. Porque también quería enviar a mi yo joven a Walworth, a proteger a nuestra esposa. Los nervios me hicieron apretar los dientes y luego encogerme por el dolor que arrancó de mi muela partida.
Tenía que confiar en Will. Una vez me había confesado la profundidad de su afecto por Liv. No dejaría que Gretel se le acercase.
Así que no me quedaba otra que esconderme entre las moreras de un rincón lejano del parque vallado. Allí me di un masaje en la dolorida rodilla y esperé a que llegara mi Doppelgänger.
El campamento base cobró vida a medida que caía la noche. Tres equipos convergieron en tres barracones distintos. Un par de francotiradores pasó por delante de la tienda de Marsh, con el fusil Enfield al hombro de sus trajes de camuflaje. Los observadores llevaban subfusiles. Todos los hombres se habían untado la cara con corcho quemado, hasta los conductores de los Dingos. Todos llevaban una tirita sobre un pequeño corte en el dorso de la mano izquierda.
Marsh no distinguió las fanfarronadas de los francotiradores que se alejaban entre las sombras —los pasamontañas apagaban su voz— pero sí su tono de forzada bravuconería. Cada cual combatía los nervios a su manera. La mayoría buscaban la camaradería. Marsh había preferido estar a solas en los últimos minutos previos a la negociación.
Tilín. Sonó una campana. La señal de los cinco minutos, que llamaba a los equipos a ocupar sus puestos definitivos.
Comprobó una vez más sus pertrechos. El ritual le permitía superar el dolor creciente de su rodilla lesionada. Masticó otra aspirina y se centró en hacer recuento del material: un cuchillo de campaña con hoja de quince centímetros. Seis granadas. Otras cuatro de fósforo blanco. Un revólver Enfield de doble acción (nº 2, Mk. I). Cinco tambores de seis balas para el mismo. Un fusil de cerrojo Lee-Enfield (nº 4, Mk. I). Cinco cargadores de diez proyectiles para el mismo. Una linterna. Un garrote de alambre. Una pistola Very con tres bengalas de magnesio. Una brújula. Un botiquín. Una cantimplora.
Marsh contoneó los hombros para pasarse las correas de cuero del macuto. Después metió unos cuantos tambores y cargadores de repuesto en los compartimentos de la cartuchera, se echó el fusil al hombro y salió de la tienda de campaña a las sombras y la humedad, al apagón antiaéreo de una noche de verano.
Tilín, tilín. Tres minutos.
Los pasos de los demás miembros del equipo, que se dirigían a toda prisa a sus puestos, arrancaron susurros de la hierba cercana. La brisa agitó las aneas de la orilla del lago. La peste a gasolina derramada en un accidente de repostaje con uno de los Dingos se imponía a los olores más terrosos del barro y el agua.
Marsh se volvió hacia el barracón donde Stephenson, Lorimer y los brujos se habían reunido. Una figura surgió de las sombras de detrás de la tienda de campaña y se interpuso en su camino.
—Ya empieza —dijo Marsh—. Ve con tu equipo.
La silueta replicó con una familiar ronquera.
—Tenemos que hablar.
—¿Cómo coño has entrado aquí?
—Tendrías que hablar con el viejo para que cambie sus protocolos de contraseñas.
—Tienes el don de la oportunidad, amigo. ¿Tienes idea de lo que está a punto de suceder?
—Más que tú. —La luz de las estrellas centelleó en el cañón de la pistola que empuñaba el capitán—. No debes ir.
Marsh se detuvo en mitad del gesto de desenfundar su propia pistola.
—Estás más chalado que Gretel si te crees que voy a perderme esto. ¿Después de todo lo que he pasado? ¿Después de todo lo que me has hecho pasar? Estamos a puntito de acabar con esto, ¿y ahora quieres que me quede al margen?
Chirrió una puerta. Un breve destello de luz desgarró la oscuridad. Los chillidos y ronquidos del enoquiano salieron con la luz. La voz del viejo resonó en todo el parque.
—¡Raybould! ¡Por el amor de Dios, ven aquí cagando leches!
Liddell-Stewart amartilló el revólver.
—Grita. Stephenson debe creer que estás herido. Tiene que expulsarte del equipo.
—No te atreverás —dijo Marsh. Alzó la voz—. ¡Ya voy, señor!
—Maldita sea —exclamó el capitán—. No hay tiempo para explicaciones. Pero intento ayudarte, desgraciado cabezón.
Stephenson gritó a la oscuridad una vez más.
—No podemos esperar más. Tenemos que hacerlo ahora. ¡Corre!
Entonces la puerta volvió a chirriar, y una luz amarilla cayó por unos instantes en la hierba pisoteada de Saint James cuando Stephenson volvió adentro. El toma y daca en enoquiano alcanzó un crescendo. Sonó un portazo. La oscuridad se onduló.
Marsh se dispuso a abalanzarse sobre el capitán, pero Liddell-Stewart alzó el revólver. Apuntó a la rodilla de Marsh.
—Más tarde me lo agradecerás —dijo.
El vello de los brazos de Marsh se erizó por culpa de una electricidad estática fantasmal. El aire se volvió gélido y cargado de irrealidad grasienta y desdén maligno. Los eidolones lo habían visto.
El capitán abrió los ojos sorprendido. Él también lo había notado.
—¡No! Me ca…
Apretó el gatillo en el preciso instante en que los eidolones arrancaban el aquí y el ahora del cuerpo de Marsh y lo convertían en un agujero en el espacio, una bifurcación imposible que se deslizaba a través del mortero del universo. Intentó armarse de valor, pero era…
Will corría a toda velocidad por el Mall, alejándose de la ciudadela en dirección al bastión erigido en el Arco del Almirantazgo. Trafalgar Square, que quedaba a apenas unos segundos del arco para un hombre que corriese tanto como le dieran sus piernas, era su mejor oportunidad de encontrar un taxi.
No decepcionaría a Marsh. No podía fallarle a Liv, que le había llamado su paladín. Después de todo lo que habían pasado, juntos y por separado, unas vidas entrelazadas con las ataduras de un destino trenzado y la paradoja histórica… «Solo una vez más —pensó Will—, quiero ser su paladín otra vez».
Los charcos de lluvia le salpicaban los pantalones. Cada zancada arrancaba un chapoteo al cuero empapado de sus zapatos. No corría desde la universidad; el flato era como un clavo en el riñón. ¿O eso era el apéndice?
No soportaba la idea de que hicieran daño a Olivia. Solo una vez, quería que ella lo viese no con una sonrisa y afecto fraternal, sino como algo más.
Su carrera atrajo miraditas de los aburridos voluntarios de la Guardia Nacional que custodiaban el emplazamiento de ametralladora del bastión. El Führer había pospuesto de forma indefinida los preparativos de León Marino el otoño anterior, pero la mayor parte de las medidas defensivas de Londres para la invasión seguían en vigor. De modo que los guardias nacionales no tenían nada mejor que hacer que haraganear sobre sus parapetos de sacos terreros y observar al tipo desgarbado del traje a medida manchado de barro. Uno le dio una voz.
—¿Dónde está el incendio, jefe?
Los últimos rayos de sol iluminaron la Columna de Nelson. Will se subió jadeando al primer taxi que vio, abrió la puerta suicida y se derrumbó en el asiento de atrás. Tuvo que recobrar el aliento antes de poder recitarle la dirección de Liv al conductor. Sentía la garganta como si fuera lija.
—Le pago el doble si tarda menos de diez minutos.
—Usted manda. —El taxista dio la vuelta a Trafalgar y salió disparado como un bumerán en dirección al río.
Will se recostó y cerró los ojos. Buscó a tientas la billetera pero, por supuesto, sus bolsillos estaban vacíos. Llevaban vacíos desde la noche en que Hargreaves le había pillado.
—Ah —dijo—. Ja. Vaya, hombre. Oiga, oiga, conductor. Esto es embarazoso. Me temo que he perdido la billetera.
El coche pegó un frenazo y derrapó hasta quedar atravesado sobre la calzada a poca distancia de Waterloo. El chirrido de los neumáticos atrajo una mirada furiosa del policía situado en el Victoria Embankment.
—Lo siento —dijo el taxista. Apagó el motor—. No puedo ayudarlo.
—Le aseguro que tengo dinero.
—No, ahora mismo no lo tiene.
—¡Es una cuestión de vida o muerte, hombre!
—Así es la vida en tiempos de guerra, amigo.
—Mire, le daré mi nombre y mi dirección…
—Oh, ya me conozco a los de su calaña. Demasiado ricos para pagar un viaje en taxi. La guerra es una buena excusa para esquilmar al servicio, ¿verdad? Me sorprende incluso que esté en la ciudad. Probablemente tenga un escondrijo la mar de apañado en el campo.
—Señor, comprendo su frustración —dijo Will—. Le prometo que mi hermano…
—Fuera —interrumpió el taxista—. Salga ahora mismo, o llamo a ese poli de allí.
—¿He dicho el doble? ¡El triple! Por favor.
El conductor bajó su ventanilla. Le hizo señas al policía.
—¡Oiga! Aquí.
Will suspiró. No solo iba sin billetera, sino que tampoco tenía el carnet de identidad. Jamás llegaría a tiempo a casa de Liv si la policía lo interrogaba.
—Vale, vale. Me bajo. ¿Lo ve? Estoy saliendo.
El taxi partió, probablemente para volver a la parada de Trafalgar. Will se acercó a las vigas de hierro de la estructura temporal que sustituía al demolido puente de Waterloo. «Temporal» era un término relativo; el original llevaba años cerrado antes de que Will entrase en la universidad.
Encontraría otro taxi. La idea no le hacía ninguna gracia, pero esa vez tendría que esperar hasta haber llegado a casa de Liv para descubrir que había perdido la billetera.
Alguien le tocó el hombro. Will se dio la vuelta.
El policía dijo:
—Señor, un momento, por favor.
…demasiado tarde, volvía a ser real.
Era la cuarta vez que los eidolones me desmontaban y reensamblaban, pero la primera en que pasaba por accidente. La travesía del 63 seguía llevándose la palma por lo que a tristeza residual se refería, pero el teletransporte accidental ocupaba un digno segundo puesto.
Tropecé. La tierra crujió bajo mis pies. La hierba blanda del parque Saint James se había convertido en un precario pedregal de grava arenosa mezclada con grandes piedras irregulares. Me arañé la mano cuando paré con ella la caída. Mi tropiezo levantó una nube de polvo que me cubrió los ojos de arena. Exhalé los últimos restos de parque verde y húmedo e inhalé el olor de la seca desolación. El aire era fresco, pero la tierra pedregosa irradiaba el sobrante de sol del día.
Los eidolones nos habían depositado en el talud de la falda de una imponente escarpadura. La tenue luz de las estrellas y la media luna poniente mostraban que los abruptos precipicios estaban surcados por estrechos desfiladeros. La boca del paso de Halfaya nos sonreía como una bruja mellada. La escarpadura formaba una frontera, una barrera natural entre las tierras bajas costeras de Egipto —donde estaban las carreteras— y la meseta libia, que se encontraba casi doscientos metros más arriba. Halfaya era el único modo cercano a la costa de trasladar blindados pesados de Egipto a Libia. Las demás rutas conllevaban largos desvíos al sur.
El mar Mediterráneo se encontraba a varios kilómetros, detrás de nosotros, demasiado lejos para oírlo y olerlo en esa extensión árida. Las tierras bajas y arenosas del extremo norte de Halfaya, donde estábamos situados, ofrecían pocos lugares donde ponerse a cubierto. Lo mismo pasaba en las alturas rocosas del collado. El paso en sí, no obstante, era un laberinto fácil de defender contra cualquier intruso.
Como si fuera el tronco de un árbol cortado, el cañón de una pieza antiaérea se cernía sobre nosotros desde la boca del desfiladero más ancho. Estaba encajado en una trinchera lo bastante profunda para esconder todo lo que no fuese el cañón y la recámara, que sobresalían unos palmos del suelo. De cerca, no costaba entender que esos trastos pudieran agujerear un Matilda.
El dolor de mi rodilla había desaparecido. La molestia insidiosa que había sentido desde que tenía uso de razón, las punzadas artríticas que me habían amargado desde mi juventud, se habían esfumado. No menguado, sino desaparecido. Como si no hubieran existido nunca.
Eché un vistazo a mi joven doble. Estaba agachado entre las piedras del talud, evaluando la situación. No sangraba ni gritaba de dolor, de modo que supe de inmediato que mi disparo había fallado. Los eidolones se nos habían llevado en el preciso instante en que la bala se hallaba en tránsito. Se daba un masaje en la rodilla. Sí, él también notaba el cambio.
Entonces reparó en mí y susurró:
—¿Pero qué demonios haces tú aquí? —Me miró las manos, para ver si llevaba una tirita como el resto de participantes. No era el caso, por supuesto.
—Menuda cagada —reconocí.
Mi intención nunca había sido acompañarles, pero me había centrado tanto en manipular las muestras de sangre —de las gemelas, de los brujos, de mi doble— que se me había pasado por alto el sencillo dato de que él y yo compartíamos la misma sangre. Para los eidolones, éramos dos aspectos de la misma persona. Y así, donde él iba, iba yo. Primero había subestimado la capacidad para la traición de Gretel, y luego eso… Era un idiota por partida doble.
Podría haber sido incluso peor. Por lo menos el interés especial de los eidolones en nosotros, en nuestro mapa de sangre de círculos y espirales rotos, había logrado mantener separados nuestros cuerpos.
Mi doble cogió el Enfield y accionó el cerrojo. El sonido provocó un eco en los desfiladeros barridos por el viento que teníamos delante.
—No puedo dejar que interfieras.
Bajé mi voz ronca todo lo que pude.
—Estoy de tu lado, maldito imbécil.
—Hace un momento no querías que viniéramos —señaló él.
—No quería que vinieras tú. Quiero que la misión salga bien. —Como si necesitase un recordatorio de por qué la gente me llamaba cabezón. Allí estábamos, depositados por unos demonios a las afueras de un campamento secreto de la Reichsbehörde en mitad de Egipto, y el tipo se ponía a discutir—. Pero ahora ya estamos aquí y me tengo que joder.
Mi doble cruzó corriendo el pedregal, se encogió para bordear la trinchera que contenía el ochenta y ocho y desapareció entre las sombras. Lo seguí, amargamente consciente de que no llevaba balas de repuesto para mi revólver. Los guijarros hacían que pisar resultara peligroso y metían un ruido que la cañada retorcida transportaba como un embudo.
No estábamos muy lejos del barracón cuando lo había abordado en Saint James, y esa distancia se había mantenido allí en Halfaya. Nos unimos al jaleo que rodeaba al equipo de mi doble nada más superar la primera curva del desfiladero. Tropecé con un hombre aovillado en posición fetal, que se mecía sobre la arena mientras lloraba y se chupaba el pulgar. No todo el mundo aguantaba la travesía con la cordura intacta.
Distinguí el Dingo, cargado con uno de los duendes. La luz de la luna apenas penetraba hasta las profundidades de nuestro cañón, de modo que no pude apreciar más que eso, pero algo sí que noté de inmediato: el equipo era demasiado grande y demasiado ruidoso. Alguien, un grupo entero de gente, sostenía una conversación muy urgente.
Supe que la primera parte de mi plan había funcionado.
Un susurro forzado con la voz de Lorimer.
—Callaos todos la puta boca ahora mismo. —Había sido sargento en la Gran Guerra. Condecorado.
Eso acalló la discusión en su mayor parte. Sin embargo, en algún punto del espolón que formaba el oscuro cañón, alguien farfullaba para sus adentros:
—No puedo existir, no puedo existir, no puedo existir. —Ritter. Había tenido la misma reacción en la operación original.
Lorimer dividió a los comandos supervivientes en tres grupos. Cuatro hombres se quedaron para proteger a los brujos, dos partieron a explorar una vía de escape hacia el lado egipcio del paso donde mi doble y yo habíamos aterrizado, y otros dos exploraron el camino hacia delante que recorría el desfiladero y conducía al campamento alemán, si se daba crédito al reconocimiento aéreo. Mi doble atravesó el barullo para hablar con Lorimer. Eso dejaba a cuatro hombres de más —cinco, contándome a mí— que no tendrían que haber estado allí.
Se oyó caer un poco de grava por la pared de un abrupto acantilado de piedra caliza. Alcé la vista y entreví una figura oscura eclipsando la luna. Las tablas altas, parecidas a dedos, ofrecían unas posiciones excelentes para los francotiradores, además de para sus observadores, que llevaban subfusiles Sten. Asclepia los había posicionado bien.
Los brujos se cobijaron detrás del Dingo. Sin salir de las sombras más oscuras, me acerqué a ellos. Estaban discutiendo. Dos o tres de los cabrones querían hacer el viaje de regreso en el acto. Allí corrían demasiado peligro. ¿Cuatro viejos en mitad de una batalla contra monstruos sobrehumanos? Eran vulnerables como gatitos recién nacidos. Por eso me había tomado tantas molestias para llevarlos allí.
Pero si los brujos se enviaban a casa a sí mismos…
Lorimer dejó un momento su charla con mi doble y se acercó a paso ligero. No me vio.
—¡Eh, vosotros! Si oigo una palabra más sobre iros, os corto la lengua. Nadie se irá a casa hasta que esto haya terminado.
… arrastrarían de vuelta a Inglaterra a todos los demás.
El descuido que me había llevado allí significaba que no tenía manera alguna de unirme a Will para proteger a Liv, pero también que podía adoptar un papel más directo en la defunción de los brujos. En cualquier momento empezarían los disparos y la confusión del combate haría imposible distinguir el desafortunado rebote de una bala de una ejecución deliberada.
Me concentré en la tarea que tenía por delante. Intenté dejar a un lado los pensamientos sobre Liv y me acerqué poco a poco a los ancianos.
Y tropecé con algo elástico. Un traqueteo acompañó a mi caída de bruces sobre el pedregal. Esa vez aterricé sobre algo mojado. La mezcolanza de vómito y vísceras asaltó mi olfato. Me puse en pie a toda prisa y me descubrí plantado sobre el cuerpo destrozado de una joven.
O más bien, dos jóvenes. Una cabeza me miraba con sus ojos sin vida, uno pálido y otro oscuro a la luz de la luna. La insinuación de una segunda cabeza sobresalía del hueco entre el cuello y el hombro; también tenía los ojos dispares, pero en el orden inverso al del primer par.
Los eidolones habían cumplido lo que se les pedía. Habían leído el mapa de sangre que describía la vida de alguien y después habían enviado a la persona descrita por esa sangre al sitio indicado. Solo que, en este caso, la sangre la compartían dos cuerpos separados. Los eidolones habían llevado a ambas mujeres al mismo punto exacto. Pero eso eran demasiadas personas para que las contuviera un solo cuerpo. Conté tres brazos y medio. Una pierna se bifurcaba en dos espinillas por debajo de la rodilla. El aumento instantáneo de la presión había encontrado una vía de escape a través de los tejidos blandos, expulsando las vísceras.
Tosí. Me esforcé por tragarme las náuseas.
Eso explicaba el vómito. Alguien había tropezado y sufrido la misma reacción.
«Dios mío». Aquello era obra mía. Era exactamente lo que había planeado. Nunca pensé que fuera a ser tan asqueroso. Le cerré los ojos con la mano, los cuatro, y me pregunté si tendrían nombre siquiera. Confié en que hubiera sido rápido e indoloro. Rápido era probable, pero no indoloro.
Las había conocido. No eran malas chicas, pero eran el producto de una tecnología cuya existencia no podía permitirse. Aquello era necesario. Arranqué los cables y rebusqué entre la carne, el músculo y los espolones de hueso para encontrar las baterías de las gemelas muertas.
—Eres un enfermo… Tú planeaste esto. —Mi doble nos había encontrado, a mí y a mis víctimas. Torció el labio asqueado al oír los sonidos viscosos que hacía mi mano—. Sabías que su sangre era… —Dejó la frase en el aire por un momento—. Idéntica.
Su tono de voz me puso incómodo. Entrecerró los ojos, como hacía a veces cuando estaba enfrascado en sus pensamientos. En cualquier momento haría crujir sus nudillos.
Y dicho y hecho, su mano se estaba moviendo en esa dirección cuando un roce, un grito y un ruido metálico resonaron en el desfiladero. Un hombre cayó dando tumbos a nuestro punto de llegada desde las alturas. Se dio de cabeza contra el Dingo, con la fuerza suficiente para salir despedido hacia atrás y aterrizar con un golpetazo sobre la grava. Se detuvo con la cabeza de lado sobre el hombro. Cuello roto.
Uno de los francotiradores había resbalado desde su posición. Ruidosamente.
Su Enfield aterrizó entre los brujos. No se disparó y mató a uno, sin embargo, maldita fuera mi suerte. Me lancé a por él y saqueé los cargadores de repuesto del cadáver.
El tableteo corto y nítido de una pistola ametralladora rebotó en las paredes del cañón. Los ecos hacían imposible conocer el origen. El brillo de un foco recorrió nuestro desfiladero, echó a perder mi visión nocturna y provocó gritos tanto en alemán como en inglés.
Disparé dos veces contra lo que quedaba de las cabezas de las gemelas, machaqué las baterías hasta hacerlas pedacitos y corrí para unirme a la refriega.
El policía señaló hacia el taxi.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Eso? Nada. —Will intentó reír—. Un pequeño malentendido sobre la tarifa, me temo. Una tontería. —Entonces cayó en la cuenta de que el incidente aún podía haber sido una suerte—. Ahora que lo dice, gente, me alegro de haberle encontrado…
—¿Le ha pedido que le deje en Waterloo?
—Ah. No. No exactamente. Ha habido una discrepancia de pareceres a propósito de mi destino. Pero eso ya es agua pasada, verdad, ja, ja. Como iba diciendo…
—¿Discrepancia de pareceres?
Will suspiró.
—Mire, agente, me he dejado la billetera. No llevo ni un penique encima y necesito desesperadamente llegar a casa de una amiga en Walworth. Se encuentra en un terrible peligro.
El policía cambió de actitud.
—¿Qué clase de peligro?
—Creo que alguien se dirige a su casa en este preciso instante con intenciones de hacerle daño.
—¿Cómo lo sabe?
—¡Por el amor de Dios, hombre! Le contaré la historia de mi vida entera, pero ¿no me hará el favor de enviar a alguien a echar un vistazo? —Will recitó la dirección de Liv—. ¡Es cuestión de vida o muerte!
—Daré el aviso. Sígame.
El policía se dirigió a una cabina de policía situada calle arriba.
—Gracias —dijo Will. Y luego arrancó a correr por el puente temporal, donde sus pasos resonaron sobre el armazón metálico. El silbato del policía sonó estridente contra el borboteo del Támesis.
Marsh se mantuvo agachado y pegado a las paredes del desfiladero mientras avanzaba hacia el campamento. Otra ráfaga de disparos acribilló los estriados acantilados que tenía detrás. Las esquirlas de piedra caliente lo rociaron como una lluvia de dardos. Cayó a la arena.
No podían permitirse que los embotellaran en los desfiladeros. Tenían que avanzar, ganar terreno en dirección al campamento, para que los Dingos pudieran adelantarse y desplegar los duendes.
Y ya habían tenido que sacrificar a varios hombres para proteger al inesperado grupo de brujos. Cómo había sucedido eso no era ningún misterio: las maquinaciones de Liddell-Stewart una vez más. Pero ¿por qué?
Se agazapó detrás de un nervio de piedra caliza. Ametrallaron otra vez la cañada. Disparó un tiro de cobertura con su revólver y luego corrió unos metros hasta un sitio más ancho detrás de un peñasco. Unos pasos pesados aplastaron la grava cruzando el desfiladero. Echó un vistazo por encima del hombro. El capitán se había colocado detrás de él.
«Capitán de corbeta. Hasta compartimos el mismo rango».
El peñasco le proporcionaba una cobertura decente y un panorama del extremo sur del desfiladero. Se abría a un claro relativamente llano que albergaba docenas de tiendas de campaña. La explanada era un hueco natural en el paso de Halfaya, rodeado de escarpaduras y desfiladeros estrechos como cuchillos. El paso se prolongaba más allá del claro a lo largo de kilómetros y kilómetros.
Uno de los exploradores avanzados yacía en el suelo en un charco escarlata. Su compañero estaba atrapado tras un estrecho saliente de granito. No tenía sitio para desenfundar su arma sin que lo acribillaran ni la menor posibilidad de correr hacia una mejor cobertura. Marsh lanzó una granada Mills hacia el par de tiradores del Afrika Korps que intentaban hacerle salir. Ninguno llevaba batería.
La explosión dispersó a los alemanes y derribó una tienda de campaña, además de proporcionar al explorador unos preciosos segundos para salir disparado hacia el otro lado del desfiladero y apostarse detrás de un saliente de piedra que le llegaba a la altura de la cintura. El cañón amplificaba el sonido y lo estiraba, por lo que convirtió una sola detonación en un trueno largo y continuo. A Marsh le pitaban los oídos.
Asomó la cabeza, avistó otro uniforme del Afrika Korps, apretó el gatillo y volvió a ponerse a cubierto. Seguía sin haber rastro de arneses. ¿Dónde estaban? Podían pasarse toda la noche jugando al tiro al pichón con los hombres de Rommel, pero no serviría de nada si no liquidaban a Klaus y Reinhardt.
El capitán —habría que conformarse con ese apelativo, por el momento— le hizo señas. Resultó fácil adivinar sus intenciones, porque Marsh estaba pensando lo mismo. Asintió. Después alzó la mano donde el capitán pudiera verla y contó hacia atrás con los dedos: tres, dos, uno. Después cargó hacia delante protegido por el fuego de cobertura del capitán.
Marsh se unió al explorador.
—Tenemos que defender esta posición hasta que traigan el Dingo —dijo. En algún lugar cercano, un motor se encendió con un rugido.
—¡Lo sé! —dijo el explorador. Aparentaba unos veintipocos años. Sangraba de varios arañazos en la sien, probablemente causados por piedras afiladas—. ¿A qué cojones están esperando?
—Necesitan una señal.
Una explosión sacudió la tierra, seguida del crujido de un relámpago que atravesó el aire y se impuso a los sonidos del combate. Marsh se agachó y se tapó la cabeza con las manos. A su izquierda, un resplandor azul eléctrico inundó el claro e iluminó el cielo polvoriento por encima del desfiladero vecino. De una punta a otra del claro, los focos se apagaron. La oscuridad se tragó el campo de batalla. Un olor metálico a ozono flotó en el aire nocturno, lo bastante intenso para irritar los ojos. Uno de los equipos había disparado su duende.
El esfuerzo tuvo como recompensa otro resplandor. La neblina que flotaba sobre la cañada brilló con más fuerza que el sol. El tableteo de los disparos se intensificó, cuando los observadores encaramados a las paredes del desfiladero avistaron la fuente de la luz. El resplandor se convirtió en un fogonazo cegador que encendió hasta la última mota de polvo que había levantado el combate. Una bola de fuego envolvió el desfiladero de al lado. Los hombres gritaron. El aire supercalentado olía como el polvo atrapado en un radiador en el primer día frío de otoño.
Marsh conocía ese brillo. Lo había visto antes. El desfiladero debía de haber actuado de fuelle, de espejo, para el calor abrasador del cuerpo de Reinhardt. El duende no había funcionado y los hombres de esa cañada estaban muertos.
El otro equipo estaba teniendo más suerte en su avance hacia el campamento. La explosión de una granada dejó un cráter donde dos hombres del Afrika Korps se habían apostado tras una ametralladora. En las alturas, los observadores creaban una cortina de fuego de cobertura mientras los francotiradores restantes eliminaban uno a uno a los soldados que intentaban correr entre las tiendas de campaña en busca de una mejor posición.
Ya sabían dónde estaba Reinhardt. Necesitaban otro duende. Marsh sacó su pistola de bengalas.
Muy por encima de nuestras cabezas, la bengala de magnesio brilló como una estrella arrancada del firmamento. Eclipsó la luna y desterró las sombras de los rincones más profundos del desfiladero. Si la luz de la luna era plateada, esta era puro platino, y lo bastante nítida para borrar el color del mundo.
Teníamos que mantener el camino despejado para el duende de Lorimer. Accioné el cerrojo de mi fusil saqueado, asomé de detrás de mi peñasco y disparé otra vez. El desganado fuego de respuesta arrancó esquirlas de la escarpadura que tenía a la espalda y rebotó en el peñasco. Aunque habíamos perdido el factor sorpresa en el último momento, de todas formas habíamos pillado a los alemanes en bragas. Los observadores y francotiradores de los riscos estaban haciendo estragos entre los soldados mundanos de esa avanzada del Afrika Korps. En esa ocasión, Gretel (¿dónde estaría en ese momento? ¿Habría llegado Will a tiempo?) no había diseccionado nuestro plan de ataque entero días antes de que nosotros lo conociéramos. Intenté, sin éxito, mantener un ojo en mi yo joven y el otro pendiente del avance de Lorimer con el Dingo.
Hablando del tema, ¿a qué estaba esperando el escocés?
Entonces, mi doble me miró. Estaba pensando exactamente lo mismo.
Otra detonación resonó en las paredes abruptas de los precipicios. El desfiladero a mi espalda se convirtió en un hervidero de disparos y gritos. Mi escondrijo tras el peñasco no me dejaba ver con claridad nuestro campamento base, que estaba a unas docenas de metros detrás de una curva. Mi doble y el explorador cubrieron mi retirada. Accioné el cerrojo de mi fusil sobre la marcha.
Mi rodilla no se resintió de la carrera. Además sentía una extraña euforia, casi una sensación de paz. Solo había una persona en todo el campamento capaz de haber llegado de escondidas a nuestras espaldas. Tendría que haber aguantado la respiración y haberse orientado mientras atravesaba la roca maciza, pero claro, estaba adiestrado para ello.
Los brujos no tendrían nada que hacer contra él. Me tentaba la idea de tomarme mi tiempo, pero Lorimer era un buen hombre, al igual que los pobres desgraciados que intentaban proteger a los brujos. Necesitaban ayuda.
Las sombras crecieron a medida que la bengala descendía. Salieron serpenteando de sus escondrijos entre las fisuras y los surcos de la cañada. Cuando una racha de viento seco del desierto empujó la bengala, las sombras alargadas brincaron a modo de respuesta. Me agazapé mientras bailaban para asomarme por la esquina.
Lorimer había dejado cuatro hombres protegiendo a los brujos. Tres yacían muertos a los pies de Klaus. Por el estado de sus cuerpos dispersos, deduje que había salido del talud y lanzado una granada en medio de ellos. Un hombre desfigurado por picaduras de viruela estaba tumbado en la arena cerca de los cadáveres, con las manos en el estómago y estremeciéndose. Metralla en la barriga. Tenía la mirada vidriosa, desenfocada. A Grafton no le quedaba mucho en este mundo.
Lorimer gritó:
—¡Usad el duende!
Sin embargo, el pánico ciego volvía estúpidos a los brujos supervivientes, que se apiñaron en el Dingo. Webber ocupó el asiento del conductor, Hargreaves se sentó a su lado y White subió arriba con el duende. El motor pegó un grito. Webber dio manotazos a los controles. Sus desquiciados intentos de arrancar el vehículo provocaron un escalofriante chirrido de torturado metal contra metal.
—¡El duende! ¡Dadle ya!
El par de hombres encargados de defender nuestra vía de retirada llegaron corriendo, atraídos como yo por el ruido. Klaus abatió a uno con un disparo de su pistola. La bala se volvió sustancial nada más salir del cañón de su arma. Lorimer y los soldados supervivientes concentraron su fuego en el alemán. Las balas lo atravesaban con más facilidad que el sol al pasar por el cristal de una ventana. Sin embargo, no podía contener la respiración eternamente, y el tiroteo le obligaba a mantenerse insustancial. Con una buena sincronización, alguien podría acercarse de hurtadillas y cortarle los cables de la batería en el momento en que se rematerializase para coger aire. Sin embargo, la lluvia de balas que atravesaba su cuerpo hacía imposible acercarse.
Klaus aprovechaba ese problema con mucha eficacia. Se mantenía entre los hombres mientras avanzaba, de tal modo que los exponía a dispararse entre ellos. Atravesó el Dingo para intentar que los soldados tirasen contra los aterrorizados brujos. Disparó a otro soldado tras colocarse entre los desarmados Hargreaves y White. Estaba dejando los más fáciles para el final, supuse. Hargreaves atacó a lo loco al fantasma con su navaja. Klaus apuntó su siguiente disparo a Lorimer, que se apartó rodando en el último segundo. Entreví un accesorio en el arnés de la batería de Klaus, algo que no había visto nunca.
Volvió a disparar. Cayó otro soldado.
Webber metió una marcha en el Dingo, que retrocedió con una sacudida. Klaus giró sobre sus talones. Su brazo extendido atravesó el motor. Varios cachos de metal salieron volando a través del blindaje y se estrellaron con un tintineo contra la escarpadura. El Dingo destripado aminoró hasta detenerse, vomitando gasolina y aceite de motor.
Klaus se había puesto rojo a causa del esfuerzo de aguantar la respiración. Corrió hacia la pared del risco. Caí en la cuenta de que el accesorio era un tubo para respirar. El muy cabrón iba a recuperar el aliento mientras estaba a salvo rodeado de roca.
Eso era nuevo. Ni siquiera el Klaus más viejo y experimentado había desarrollado nunca ese truco. Sin embargo, el tubo respirador seguía siendo una debilidad. Corrí hacia delante, con la mirada fija en la pared de roca por la que había desaparecido Klaus.
—¡Lorimer! —grité—. ¡Granada de fósforo, ya!
Pero el escocés no me oyó, porque estaba golpeando con el puño un panel de baquelita roja situado en la cintura del duende. El artefacto emitió un gemido estridente. Muy listo: estaba intentando sincronizar la detonación con la reaparición de Klaus. Los tres brujos restantes saltaron del vehículo destrozado. Lorimer y el último soldado superviviente se retiraron desfiladero adentro mientras gritaban a los brujos que evacuaran el radio de la onda expansiva.
Lo hicieron, pero corriendo en mi dirección.
—¡Hacia el campamento no, idiotas!
El gemido del duende cobró intensidad y estridencia, hasta alcanzar unos registros que me hacían vibrar los globos oculares y me aflojaban los empastes. Lorimer y su compañero no tuvieron más remedio que retroceder y buscar cobertura detrás del ochenta y ocho.
Bajé la mano derecha a la pistola que llevaba al cinto mientras con la izquierda hacía señas a los brujos que huían.
—¡Por aquí! ¡Rápido! ¡Pónganse a cubierto!
No me veían la cara a la luz de la luna. No podían saber si era normal que estuviese allí. Lo único que veían era a un hombre que les dirigía a un lugar seguro.
Disparé a White en el pecho. El impulso que llevaba le hizo caer de bruces sobre la grava. Webber no tuvo tiempo de reaccionar. Mi segundo disparo le alcanzó justo debajo del corazón. Hargreaves se detuvo resbalando sobre las piedras y me miró fijamente.
—Sé lo que eres —dijo. Después dio media vuelta y huyó por donde había venido.
Lo cual lo metió de lleno en la onda expansiva del duende.
Will esperó a que el conductor embocase la calle de Liv antes de confesar cierto problemilla de índole pecuniaria. Es verdad que intentó dar al taxista su nombre y su dirección, pero el hombre estaba demasiado ocupado insultándole para escuchar. Sacó a Will del coche con malos modos mientras le dedicaba un caudal de epítetos censurables, varios de los cuales hubiesen hecho que hasta Stephenson se ruborizase.
Will corrió hasta la entrada. Llamó y la puerta se abrió sola. «Oh, no».
La luz se derramó sobre la acera y atravesó la oscuridad que había caído durante el trayecto de Will a Walworth. Entró a toda velocidad y cerró la puerta, un reflejo nacido de soportar dos años de normativa de precauciones antiáereas.
—¿Olivia? ¿Hola?
Oyó un forcejeo procedente de la cocina. «Llego demasiado tarde». Atravesó el recibidor corriendo.
Y tropezó con la mesita del teléfono. Cayó envuelto en una maraña de cables y patas de mesa. El agua de la palangana le salpicó. Se quitó de encima la mesita a patadas. El teléfono fue a parar al despacho con un tintineo.
Will entró en la cocina justo a tiempo de ver el primer golpe de Liv en la nariz afilada de Gretel. La mujer de Marsh tenía la ventaja de ser más alta. La alemana retrocedió a trompicones, cayó contra el horno y se deslizó hasta el suelo, con las piernas abiertas ante ella.
—Ay. —Liv sacudió la mano. Después por fin reparó en él—. ¿Will? ¿Qué haces aquí?
—He venido a rescatarte. De… ejem… ella. —Señaló a Gretel en el suelo—. Ya ves.
—Ah. Bien hecho, entonces.
—¿De dónde…? —Cerró el puño y se encogió de hombros.
—Mi marido. Insistió en que aprendiera a defenderme. —Se chupó los nudillos y arrugó la frente—. Estás empapado.
—Me temo que he hecho un desastre en tu recibidor.
—Son cosas que pasan —murmuró Liv—. ¿Dónde te has metido estos últimos seis meses? ¿Y cómo has sabido que tenías que venir justo ahora? ¿Quién es esta mujer? ¿Y qué es eso que lleva en la cabeza?
Gretel la miró, alelada, con sus ojos azabaches. La falda se le había subido y revelaba la piel moteada de sus pantorrillas. Las quemaduras se habían curado, pero no sin dejar cicatrices.
Will apartó la vista antes de que la alemana pudiera volver la mirada hacia él. Le daba miedo. Las sombras que había detrás de sus ojos lo asustaban más todavía. Sin embargo, en vez de desviar su mirada hacia Will, o Liv, Gretel rompió a sollozar.
—Es una historia bastante larga.
—¿Te manda Raybould?
—Sí. Quiero decir, no. Bueno, él y el capitán. Los dos. Juntos.
—No te creerías las atrocidades que me ha dicho sobre Raybould.
—Uy, sí que lo creería, pero yo de ti no me lo tomaría a pecho.
—Es alemana.
—Como te he dicho, es una larga historia.
—Creo que debería llamar a la policía.
—Ah. —Will se tiró del lóbulo de una oreja—. Es posible que tu teléfono esté un poco, ejem, mojado.
—Ay, Will.
La bengala bajó más y más, pero aun así el Dingo no llegaba. No podía habérseles pasado por alto la señal. En lugar de eso, el fragor del combate llenó el desfiladero a espaldas de Marsh.
Una figura solitaria salió de la cañada de la izquierda y se mantuvo a cubierto mientras se dirigía al campamento. Marsh no lo distinguía con claridad, pero si solo había un superviviente de la masacre, no le costaba mucho imaginar quién era.
La silueta de Reinhardt recorrió unos cuantos metros más a la carrera y luego se agazapó tras un semioruga. No resplandecía, no iba blindado en su propia corona de Willenskraft abrasadora, pero eso no era una retirada, comprendió Marsh. Reinhardt jamás haría eso. No, iba a por otra batería.
Marsh tocó al explorador en el hombro.
—Cúbreme.
Luego saltó por encima del saliente y corrió hacia las tiendas de campaña. Esperando, con retraso, que cualquier observador y francotirador restante no lo tomase por un soldado del Afrika Korps. Se tiró al hoyo del nido de ametralladora derruido. Allí echó mano de su fusil, pero no fue lo bastante rápido. Reinhardt cruzó corriendo un espacio abierto y encontró otro escondrijo. Marsh falló.
El alemán pasó por el hueco entre dos tiendas de campaña y desapareció una vez más en las sombras. Era un campamento pequeño, no podía andar muy lejos de las baterías. Marsh se arrastró por encima del cuerpo de un ametrallador del Afrika Korps y lo siguió. El campamento olía a cordita y ozono. De la cañada que Reinhardt acababa de abandonar surgía un hedor a cerdo chamuscado. Una ráfaga de fuego automático perforó una tienda de campaña a la izquierda de Marsh, que se agachó detrás de la esquina.
Se descubrió solo en el centro del campamento. A su espalda, un aletear de lona contra lona. Dio media vuelta y captó un movimiento con el rabillo del ojo, donde su visión nocturna era más potente. El sonido que había oído era el susurro de una tienda al cerrarse.
Reinhardt. Las reservas de baterías del U-115.
Marsh cogió una granada de las que llevaba en el cinturón. Corrió hacia la tienda, quitó el seguro, levantó la portezuela, tiró la granada y saltó para ponerse a cubierto. Se quedó agachado sobre la grava, con los brazos sobre la cabeza, esperando en tensión una detonación que no llegó. En lugar de eso, un estallido de calor prendió la tienda y le chamuscó los pelos de los brazos.
«Maldita sea». Reinhardt debía de haberse cambiado de batería a tiempo para destruir la granada. Pero había actuado por reflejo, y la burbuja de Willenskraft que había freído la bomba también había envuelto todo lo que había en el estrecho espacio de la tienda. Las llamas crepitantes, como un ventilador, extendían el olor a pis de gato del amoniaco por todo el campamento. Marsh recordó una peste similar cuando Kammler había destrozado el almacén de baterías de la granja.
Reinhardt salió de la tienda en llamas, envuelto en fuego azul. La reverberación del calor ondulaba su silueta.
Marsh disparó con su revólver, dos veces. Ambas balas murieron en un destello lila cuando tocaron la corona de Reinhardt. La salamandra plantó el pie para compensar el empuje de los proyectiles vaporizados y luego se volvió. Vio a Marsh.
—Hombre, inglés. —La barrera de calor distorsionaba su voz—. Qué ganas tenía de encontrarte aquí.
Marsh hizo ademán de disparar otra vez, pero el cañón octogonal del Enfield se torció flácido hacia abajo. Soltó el arma antes de quemarse las manos.
—Me sorprende que estés dispuesto a enseñar la cara después del desastre de la granja —dijo—. Ni me imagino la vergüenza que debió de ser que Kammler te derrotase.
La corona de Reinhardt pasó del azul al violeta y luego a un blanco incandescente. La grava rodaba hacia sus botas, atraída por la corriente ascendente de su calor abrasador.
Marsh retrocedió con los pies y las manos. La grava se volvió pegajosa bajo sus botas. La luz de las llamas de la tienda de campaña iluminó algo que se le había pasado por alto en las fotografías del despacho de Stephenson. La salamandra llevaba un arnés doble. Dos baterías. Eso explicaba cómo había aguantado el impacto del duende. Debía de haber cambiado a la de repuesto cuando el impulso había descargado la primera.
—Sabía que sería yo quien vengase al doctor —dijo Reinhardt—. La sangre mestiza de mi compañero le vuelve débil y poco de fiar. Como su hermana.
La burbuja de calor se expandió. Marsh arrancó a correr. A su alrededor, las tiendas de campaña estallaron y quedaron reducidas a cenizas. La grava se convertía en escoria fundida, que se pegaba a las suelas de las botas como melaza espesa. Trastabilló y tropezó con una piqueta. Rodó e intentó encañonar con su fusil a la figura ardiente que se acercaba como un ángel vengador.
Un trueno sacudió el campamento. El relámpago crepitante de una detonación de duende resonó en el paso de Halfaya.
La onda expansiva que engulló a Hargreaves me propulsó como un periódico en una ventolera. No sé a cuántos metros me lanzó, pero recuerdo que al final me estrellé de cualquier manera contra la curva del desfiladero. Tardé un poco en recuperarme. Recobré la consciencia en lo alto del pedregal de cantos afilados que ocupaba la falda de la escarpadura formada por la pared occidental del cañón. Tenía demasiados cortes y moratones para contarlos. Sin embargo, cuando me deslicé para levantarme, con mucho cuidado, descubrí que no me había roto las piernas.
El campamento del Afrika Korps ardía a mi derecha, al otro lado de la cuchillada que era la abertura del desfiladero. A mi izquierda, más allá de los cuerpos de los brujos a los que había disparado, un muro de llamas bloqueaba la salida septentrional. La onda expansiva del duende había incendiado la gasolina derramada del Dingo.
Pensar en el duende me despabiló. ¿Dónde estaba Klaus? Después de comprobar que mi revólver estaba cargado, avancé poco a poco hacia los restos carbonizados del Dingo. Hice una pausa para buscar señales de vida en Webber y White. No tenían pulso; se habían desangrado. La detonación no había dejado gran cosa de Hargreaves ni de Grafton.
Escudriñé la cañada en busca de indicios de Klaus. Una roca cayó rebotando desde una de las tablas altas. Giré sobre mis talones, pero estaba solo. ¿Se habría ido Klaus a otra parte? ¿Había atravesado la roca hasta otro desfiladero, para aniquilar a más de nuestros hombres?
Pero entonces lo encontré. Bueno, a parte de él.
Las llamas lamían una mano que asomaba de la pared de piedra. La piel aceitunada de Klaus iba adquiriendo un negro marchito. Cuando me acerqué a la roca, distinguí parte de su cara: la curva de un pómulo, la protuberancia de una ceja y parte de la frente, la punta de su nariz. El tejido liso de una pernera de pantalón, de la cintura a la rodilla, interrumpía la irregular superficie de la escarpadura. El resto de su cuerpo estaba incrustado para siempre en la roca. Arranqué la batería de su arnés y comprobé el indicador. Estaba agotada.
El duende se había disparado justo cuando salía. Quedó paralizado en el acto, como un buceador que tragara perpetuamente una bocanada de aire.
Sería imposible hacerle la autopsia. Aunque los alemanes lo encontrasen y decidieran sacarlo a golpe de escoplo, su cerebro estaba fusionado con la arenisca. Su cadáver sería inútil para cualquiera que pretendiese recrear mediante ingeniería inversa el trabajo de Von Westarp. No pasaría mucho tiempo antes de que los carroñeros limpiasen cualquier resto de carne que el fuego no consumiera. Con el tiempo no quedaría nada salvo unas cuantas falanges de los dedos entre las piedras del talud y unas cuantas protuberancias lisas que presentarían un casual parecido a huesos. Y de esas se encargaría el polvoriento viento del desierto.
Una punzada de emoción me pilló desprevenido. No eran remordimientos, porque ese hombre era un enemigo de mi país y su destrucción había sido necesaria para el bien superior. Lo que sentía era piedad. Ese Klaus nunca llegaría a pintar. Nunca descubriría la clase de persona que podía ser cuando no estaba bajo el yugo de las ideologías de unos locos retorcidos, cuando no era un sujeto de pruebas, cuando estaba libre de su hermana.
Había conocido durante una breve temporada esa versión de Klaus, y hasta habíamos trabajado codo con codo. A través de Gretel, nuestras vidas se habían enlazado. Nuestros destinos giraban en órbitas emparentadas. Podría haber sido un buen hombre, si la vida le hubiese dejado.
Unos disparos me sacaron de mi ensoñación. Reinhardt seguía libre. Levanté una mano ante Klaus a modo de respetuosa despedida, y arranqué a correr a pesar de mi cansancio.
El fogonazo azul eléctrico del duende barrió el campamento. Apagó la Willenskraft de Reinhardt como si fuera una vela. Su corona se apagó de golpe.
—Scheisse!
Se llevó las manos al cinturón. El aire supercaliente que volvió hacia dentro para ocupar el espacio libre le prendió el uniforme. Sin la protección del Götterelektron, su cuerpo humano era incapaz de aguantar el calor que su voluntad había impuesto a su entorno. Reinhardt ardió como una viuda hindú.
Marsh disparó. El balazo alcanzó al alemán en el hombro y le hizo girar. Cayó al suelo, ardiendo, retorciéndose y buscando a manotazos su batería.
Marsh se levantó de un salto y arremetió a través de la arena convertida en brasas. Era como correr sobre una sartén pegajosa. Tenía que llegar a Reinhardt antes de que el cabrón cambiara de batería. La arena había encasquillado el cerrojo de su fusil. Lo giró y lo agarró por el cañón como una cachiporra.
El brazo derecho de Reinhardt colgaba inservible a su costado. Su carne chisporroteaba contra la arena burbujeante. Intentó gritar de dolor, pero lo que salió fue un gorgoteo seco. El calor abrasador le había quemado la garganta y los pulmones.
Pero aun así su mano izquierda manoseaba el cierre de la batería. Una fuerza de voluntad indomable, hasta el mismísimo final.
Marsh golpeó la sien de Reinhardt con la culata de su fusil.
—¡Muérete! —Plaf—. ¡Ya! —Plaf—. ¡Coño! —Plaf. La cabeza de la salamandra se hundió con un viscoso crujido.
Dolía respirar. El aire abrasaba la nariz y la boca de Marsh. Se apartó del suelo derretido y se acercó a trompicones al cadáver de un soldado del Afrika Korps, que tenía una MP38 en la mano. Después de arrancarle la pistola ametralladora, se dio cuenta de que reconocía su cara. Había sido uno de los hombres de la LSSAH asignados a la granja.
El cargador estaba casi vacío, pero no del todo. Aunque ya había machacado el cráneo de Reinhardt con el Enfield, remató la faena metiendo media docena de balas en el cerebro del ultrahombre.
A su alrededor, los sonidos del combate habían decaído hasta reducirse a unos pocos disparos dispersos entre los restos del campamento. El «capitán» salió al trote del desfiladero. A la luz del fuego, tenía peor aspecto incluso de lo normal, a la altura de cómo Marsh se sentía. Le hizo señas.
El hombre más mayor señaló con el pulgar hacia la cañada de la que había salido. Marsh le mostró el cuerpo de Reinhardt.
—Klaus está muerto —dijo el capitán, a la vez que Marsh anunciaba:
—Reinhardt está muerto.
Se hizo un incómodo silencio.
—Me siento un poco tonto —dijo Will—, por haber montado este numerito al entrar.
Liv le tocó la mano.
—Bobadas —dijo—. Has estado genial, Will.
Estaba encantadora, con sus pecas y su pelo castaño alborotado. Will se obligó a apartar la vista y apuró el té que le quedaba.
—Perdona que te lo diga, pero la barba no te pega.
—Estoy de acuerdo. Me temo que no tuve mucho que decir en el asunto.
Estaban sentados a la mesa de la cocina. Gretel no se había movido. Will no la perdía de vista, por si las moscas. Largos mechones de pelo azabache ocultaban sus ojos, lo que probablemente era una suerte. Se balanceaba adelante y atrás, murmurando entre dientes y toqueteando el conector de cobre que remataba sus cables.
Will todavía no había decidido qué contar a Liv. Marsh no había dejado instrucciones para esa coyuntura. No sabía cómo abordar el tema y a Liv se le estaba acabando la paciencia con sus evasivas.
—Empecemos por el principio —dijo Liv—. ¿Quién es esta alemanucha y de qué conoce a mi marido?
—Ah. Bien. Mira que es toda una historia. A lo mejor sería mejor que te la explicase él.
—Raybould no está aquí ahora mismo, o sea que tendré que conformarme con tu explicación.
—Vale. Por supuesto. En fin…
Fuera, en la calle, un coche frenó con una derrapada. Lo siguieron unos pasos pesados y una llamada insistente a la puerta de entrada.
—¿Señora Marsh? —dijo una voz apagada.
Liv echó un vistazo al reloj de encima de la estufa.
—¿Quién será a estas horas?
—Ah —dijo Will—. Sospecho que la policía. He tomado un desvío para avisarles de tu problema.
Liv sonrió.
—Realmente eres un paladín. —Le dio un beso en la mejilla, suave como una pluma. Will se ruborizó.
La puerta se sacudió de nuevo.
—Señora Marsh, ¿está en casa?
—Bueno —dijo Liv—, será mejor que les deje pasar antes de que echen la puerta abajo. —Se levantó, dio media vuelta y pasó al estudio.
Gretel se levantó de un salto. Sostenía los cables de su cráneo tensos entre los puños.
—¡Olivia!
Will saltó desde su silla. Sus manos alcanzaron a Liv en los riñones y la empujaron fuera del alcance de Gretel. Liv tropezó con el moisés de Agnes y se volvió, enfurruñada.
Will quería disculparse, avisarla, preguntarle si estaba bien, pero los cables se cerraron de golpe en torno a su garganta. Buscó el cable con dedos torpes, pero estaba tan hundido en su cuello que no podía meterlos por debajo.
Liv se volvió. Su ceño se convirtió en un gesto de alarma con los ojos desorbitados.
—¡Will!
Will cayó sobre Gretel pero eso no la hizo aflojar. Liv se plantó encima de ellos y se puso a tirar de los puños de la alemana, pero el cable solo se hundió más adentro. Un túnel oscuro se contrajo en torno a la vista de Will, enmarcando la cara, las lágrimas y el pelo castaño y alborotado de Liv. Recordó vagamente a una coqueta pecosa que había conocido una vez en un pub. En algún lugar muy lejano, alguien aporreaba una puerta.
Liv corrió a buscar ayuda mientras el mundo se fundía en negro.
Lorimer reunió a los demás supervivientes de Asclepia. Peinaron el campamento para encontrar a los últimos alemanes y rematar la destrucción de la tienda de campaña de las baterías. Lo tenían todo bajo control. Mi doble y yo los observábamos.
—Rommel recuperará este campamento dentro de un día o dos —dijo él—. No es una gran victoria.
—Puede —repliqué—, pero ya no tiene a Klaus y Reinhardt. Hemos destruido todos los restos de la tecnología de Von Westarp. Esa era nuestra guerra, y ahora ha terminado.
El cielo oriental, muy lejos al otro lado de la llanura costera egipcia, se ruborizó con la llegada del alba. El calor abrasador del desierto aparecería con el sol. Sidi Barrâni quedaba muy lejos.
Me alegró constatar que el alto mástil de una antena había sobrevivido a la batalla. El campamento tenía radio, por supuesto. La usaríamos para ponernos en contacto con la Fuerza del Desierto Occidental. Inglaterra aún estaba a muchos días de distancia, aunque mis pensamientos estaban fijos en Walworth, en Liv, Will y Gretel.
—Los brujos están muertos —dije—. Tendremos que volver a casa por el camino largo.
—Supongo que sí —corroboró mi doble—. Pero quizá sea lo mejor. Me imagino que tienes una larga historia que contarme.
Permanecimos en silencio durante un rato. Las llamas crepitaban en el cañón. Lorimer gritaba órdenes a sus hombres. El sol salió y nos retiramos a las sombras más frescas de Halfaya. Mi doble echó un trago largo de su cantimplora y luego me la pasó. Lavé de mi garganta el sabor a humo y arena, a batallas perdidas y ganadas.
—Empezó en España —dije.