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30 de mayo de 1940

Walworth, Londres, Inglaterra

No sé cómo lo hizo, pero dos semanas después de que mi doble llegara a Alemania, la historia cambió.

Qué cabrón. Listo, muy listo.

Bueno, por lo menos me gustaba pensar que él había tenido algo que ver, pero no podía negar que los acontecimientos que describían a diario las radios y los periódicos llevaban la clara huella de Gretel.

La defensa de Francia estaba cayendo. La maniobra de la Wehrmacht había derrotado a la Fuerza Expedicionaria Británica y sus aliados franceses y los había puesto en fuga. Una absoluta desbandada.

Igual que la última vez.

En esos momentos, los soldados aliados estaban arrinconados en la costa. Cientos de miles de hombres en las playas del norte de Francia, todos esperando un rescate. Esperando la evacuación. Esperando a ver si llegaba algún barco que los trasladase al otro lado del canal antes de que los alemanes los remataran.

Igual que la última vez. Pero…

Esa vez, estaban aguantando. Esa vez, los barcos estaban llegando. Los soldados volvían a casa por millares. Por decenas de millares. Y también miles de soldados franceses.

La vez anterior, habían muerto en aquellas playas. Los alemanes los habían exterminado sin dejar ni uno. Cientos de miles de soldados. Gran Bretaña había perdido un ejército.

Sin embargo, esa vez, varios días después de que se ampliara la evacuación de Dunkerque para incluir embarcaciones civiles, el caudal de soldados rescatados no daba señales de disminuir. El Milagro, empezaban algunos a llamarlo.

Nunca había sido un estudioso de los detalles de la historia. Vivir la guerra, combatir en ella, había sido más que suficiente. Jamás había sentido una gran necesidad de reexaminarla, de manera que no tenía la menor idea de qué movimientos de tropas y maniobras de columnas blindadas eran vestigios de la historia original y cuáles eran alteraciones recientes, cuidadosamente escogidas por Gretel para esa nueva línea temporal. La información detallada de esa naturaleza escaseaba demasiado, de todos modos, y escasearía durante años, pero distinguía a grandes rasgos cómo estaba obrando la chica.

Los alemanes habían dejado en manos de la Luftwaffe machacar a los refugiados cercados y evitar que los barcos se acercasen a la playa. Estoy seguro de que a los hombres atrapados en la costa debía de parecerles el infierno en la tierra, pero era mucho mejor de lo que podría haber sido. La última vez habían renunciado a la aviación y habían atacado con blindados pesados. Por lo menos una división pánzer entera había llegado a Dunkerque antes de que el primer buque de rescate pudiera empezar a subir a bordo a soldados ingleses empapados.

La última vez, Göring no había estado al mando de la Luftwaffe. Gretel había hecho que lo destituyeran en los primeros compases de la guerra. Me pregunté cómo les vendería la evacuación a sus superiores, que no podían estar complacidos.

Liv colocó nuestro juego de té en la mesa baja, delante del sofá. Era nuevo, pero la última vez que lo había visto estaba desportillado y maltrecho.

—Gracias. —El té era flojo, una segunda o tercera infusión de las mismas hojas, pero la compañía lo compensaba.

Liv se sentó delante de mí, con el transistor al alcance de la mano. Lo bastante cerca para que la tocase.

—¿Toma el té con azúcar, capitán?

Una formalidad, por supuesto, y respondí que no. Mi primera experiencia con el racionamiento me había impuesto la costumbre de tomar el té sin azúcar, costumbre que nunca había abandonado; una suerte, ahora que volvía a sufrir las privaciones.

—Raybould odia el té sin azúcar. Creo que el racionamiento podría volverlo loco. —Desdobló una servilleta de tela para revelar un tesoro: un terrón de azúcar entero, centelleando a la luz del sol de la tarde.

Tosí, me enderecé y evité por los pelos derramarme medio té encima.

—¿Dónde demonios ha conseguido eso?

Liv tenía una sonrisa especial que podía hacerte sentir que acababas de compartir algo profundamente íntimo e importante con ella. Algo divertido, osado, frívolo y trascendental al mismo tiempo.

Me dedicó esa sonrisa mientras raspaba un borde del azucarillo con la cuchara para endulzarse un poco el té.

—Raybould cree que conoce todos mis escondrijos.

Los conocía. Hubiese jurado que sí.

—Creo que a lo mejor la ha subestimado.

—Bueno, él es listo a su manera. —Dio un sorbo y me miró con picardía—. Supongo que por eso lo escogió.

En el transcurso de mis visitas vespertinas había logrado que Liv tuviera la impresión de que yo era el responsable del nombramiento de Marsh para otro prolongado encargo de la Oficina de Asuntos Exteriores. Liv no podía expresar cuánto le molestaba eso, por supuesto —hubiera sido poco patriótico—, pero al principio se había mostrado algo fría. Apoyaba al rey, a su país y a su marido, pero eso no le impidió ser brusca, cortante y mordaz. Pero no duró. Conocía a esa mujer; qué bien la conocía.

Eso era lo más difícil: fingir que no sabía cómo cortejarla, que no quería hacerlo, que una parte de mí no estaba obsesionada con lo fácil que me resultaría robarla en cuanto dejase de ver mis cicatrices. La primera vez que me había ganado su corazón, no la había conocido tan bien como entonces. ¿Y si su marido no volvía nunca a casa?

No. No era mi mujer, me recordé. Mi mujer había muerto en el fin del mundo. Tenía que conformarme con lo que pudiera, y eso hacía. Daba gracias por cada instante en su compañía. Si con un poco de suerte ganábamos esa guerra y el auténtico marido de Liv regresaba, ¿qué otra opción tendría yo aparte de desvanecerme entre las sombras como un fantasma solitario? No podía soportar aquella idea. Tenía que encontrar como fuera una manera de mantenerme cerca de Liv y Agnes.

Liv encendió la radio. Cuando cogió de nuevo la taza, las manos le temblaban. Disimulaba bien el nerviosismo, pero yo sabía qué preguntas la carcomían: ¿cuánto tiempo duraría la suerte de Gran Bretaña? ¿Sería ese el día en que se acabara?

Todos los británicos seguían las noticias sobre Dunkerque y, aunque cada día llegaban más soldados a casa, la nación estaba atrapada entre el optimismo y el terror. Francia iba a caer. La evacuación era frágil; podía venirse abajo en cualquier momento. ¿A cuántos soldados les caería en suerte morir en las playas?

A todos, la primera vez.

Recordaba aquel día. Aquel día aciago. A Liv se le había caído un plato al oír la noticia. Nos sentamos los dos en el despacho, prácticamente pegados al transistor, escuchando la crónica de los detalles. Algo muy parecido a lo que estábamos haciendo entonces y llevábamos haciendo esos últimos días.

Era curioso: retroceder veinte años para ver cómo cambiaban los acontecimientos de enorme importancia mientras los pequeños detalles se repetían.

A veces Liv se enroscaba un tirabuzón castaño en torno a un dedo mientras escuchaba los boletines. A veces se mordisqueaba el labio color melocotón, lo bastante fuerte como para emblanquecerlo. A veces arrugaba la frente. Le echaba valor, pero yo sabía que estaba preocupada. Asustada.

Cuánto costaba no embobarse mirándola.

Tenía que actuar, fingir la misma aprensión. Tenía que interpretar mi papel de curtido capitán de la Marina y proyectar una endeble confianza cuando el destino de tantos hombres estaba en la balanza. Tenía que ser un inglés corriente, preocupado por la posibilidad de que nuestro ejército estuviese a punto de morir en las playas.

Aunque eso no iba a pasar. Lo sabía porque conocía a Gretel, lo bastante bien para entender lo que estaba haciendo.

Cada soldado rescatado de la costa francesa era un soldado más volcado en la defensa de Gran Bretaña, si Hitler intentaba invadirla. Cada uno de los hombres evacuados reducía los incentivos de Asclepia para confiar nuestra defensa nacional a los brujos, es decir, disminuía nuestra dependencia de los eidolones.

Gretel había obrado un milagro. No era el primero y por desgracia no sería el último, probablemente, pero sí era el primero que yo podía apreciar. Era una prueba concreta de que mi loca misión no era imposible, de que las cosas podían cambiar.

Abría tantas posibilidades que ni siquiera podía empezar a catalogarlas. Por primera vez vislumbraba el mundo con los ojos de Gretel. La historia era algo mutable. Podía cambiar, como un río que labrase un nuevo cauce, alterando los destinos de ejércitos y naciones. Y así también podía cambiar el curso de las vidas individuales.

La vida de Agnes podía cambiar. Podía tener una vida.

Daba gracias por ese don, aunque viniese del mismísimo diablo.

La radio arrancó con su chapurreo distorsionado. Disfrutamos de nuestro té en un cordial silencio mientras Agnes sesteaba en su moisés. Cada día, cada hora con Liv era menos incómoda que la anterior. Poco a poco, le estaba cogiendo cariño al capitán de corbeta. Se había encariñado con Raybould Marsh enseguida, igual que él con ella. Tenía que recordarme en todo momento que estaba allí como un hombre diferente, que otro yo echaría todo eso a perder sin darse cuenta siquiera. Maldito imbécil cabezón.

Las noticias de las seis en punto confirmaron mis sospechas sobre la estrategia de Gretel. Los pocos blindados alemanes que hostigaban a los soldados aliados se habían retirado. En su lugar, la Luftwaffe se entregó a otra jornada de intensos ataques contra el propio Dunkerque.

Resultaba interesante que en esa ocasión Gretel hubiese dejado a Göring al mando. ¿Qué error cometería? ¿Qué se le pasaría por alto? ¿Qué subestimaría?

Bueno, a la RAF, para empezar. Se estaba enfrentando a la Luftwaffe para dar cobertura a las tropas que se retiraban. Eso no había sucedido la vez anterior. No había sido posible.

Según las estimaciones oficiales, hacia el final del día se habría rescatado a más de cincuenta mil soldados. Casi el doble de la cifra total de hombres que habían escapado de Dunkerque durante los dos primeros días. La evacuación se estaba acelerando.

Liv se acabó el té, apagó la radio con una mano temblorosa y dejó escapar un largo y contenido suspiro. Cruzó la mirada conmigo por un momento. Reconocí esa mirada: de repente comprendí por qué las noticias de Francia la habían puesto tan nerviosa. No creía que su marido hubiese ido a Estados Unidos. Sospechaba otra cosa.

Pero justo entonces Agnes despertó y nos distrajo a los dos.

Arrancó a berrear. Un bracito asomó desde debajo de su manta de elefantes y se sacudió con la electricidad propia de los músculos de los bebés. Me concentré en mi té e intenté no hacer caso del carámbano que me atravesaba el corazón.

Liv alzó a nuestra hija. No, su hija.

—Chist, chist, pequeñita. —Abrazó a Agnes y la meció—. ¿Tienes hambre? —Se zarandeó y tarareó mientras Agnes lloraba—. No, hambre no. ¿Tengo que cambiarte? —Más tarareo, y un olisqueo—. No, no es eso. Echas de menos a tu padre, ¿verdad? —Agnes se calló, calmada por la voz de su madre.

—Yo también, pequeñita —susurró Liv—. Yo también.

Era una agonía ver a esa familia sin formar parte de ella. El anhelo me quemaba con más fuerza que el fuego que me había desfigurado.

No podía soportarlo. Me armé de valor.

—Umm… ¿Puedo?

Liv alzó las cejas. No tenía al capitán por niñero, y no me conocía bien. O, mejor dicho, no era consciente de que me conocía muy bien. Pero me miró a la cara y, fuera lo que fuese lo que vio, la hizo cambiar de opinión.

—Me haría un favor. Tengo que poner en marcha la cena o acabaré comiendo a medianoche.

Hizo ademán de enseñarme a sostener un bebé, pero yo sabía qué hacer. Que rápido me volvió todo. Liv dejó a Agnes en mis brazos. Mi bebé era más liviana que un copo de nieve y tenía el mismo olor a limpio. O más.

Había olvidado sus pequeños pliegues bajo los ojos, sus minúsculas uñas, sus gestos cuando dormía.

«Oh, Dios. Mi hijita».

No la besé, y Dios sabe que tenía ganas, pero habría supuesto el fin de la cortesía de Liv si me hubiera sorprendido. Además, creo que mi barba hubiese resultado demasiado dura, demasiado áspera, para la suave y delicada piel de recién nacida de Agnes.

No podían haber pasado más de unos segundos cuando Liv regresó. Me sorprendió. No alcé la vista. No quería que viese mis mejillas mojadas.

—Se le da muy bien. ¿Tiene hijos, capitán?

—No —respondí con demasiada prisa, sacudiendo la cabeza. Pero algo se quebró en mi voz ya de por sí destrozada, y Liv lo notó—. Ya no —confesé.

—Lo siento mucho —dijo ella.

Sabía que pasar tiempo con Liv y Agnes era peligroso, pero me decía que era lo mejor que podía hacer.

La Reichsbehörde estaba fuera de mi alcance en ese momento, porque había delegado en manos más capaces. En cuanto a los brujos… en fin, Asclepia todavía no los tenía en nómina, ni los tendría hasta que Will regresara. Después de su gira por el país, localizando a todos y cada uno de los brujos de Gran Bretaña, sabría al instante que yo era un impostor. Aunque había perdido la oportunidad de convencerlo de que era uno de ellos, seguía confiado en mi capacidad para convertirlo en mi agente doble personal dentro del aquelarre de Asclepia.

Sin embargo, quedaba pendiente el asunto de Gretel. Había matado a Agnes la primera vez, pero ¿y en esa segunda ocasión? ¿Cuáles eran sus intenciones para con mi hija? ¿Y mi mujer? Algo frío se agitaba tras los ojos de Gretel cuando hablaba de Liv.

Me alegraba de que hubiese cambiado el curso de los acontecimientos en Dunkerque, pero eso no me tentaba a confiar en la muy zorra. Había demasiada mala sangre.

Y así, me decía a mí mismo que estaba actuando con inteligencia. Fueran cuales fuesen sus intenciones para con Liv y Agnes, sabía que Gretel no dejaría que a mí me pasara nada. Al fin y al cabo, era su salvador.

Eso significaba que Liv y Agnes estaban a salvo mientras siguieran conmigo. Me aseguraría de que no abandonasen Londres si llegaban las bombas. Quedarían bajo mi paraguas. Mientras compartiéramos ciudad, podría protegerlas de Gretel.

«Solo hasta que vuelva su marido —me recordaba constantemente—. Este oasis de domesticidad es una ilusión». No podía durar. Él volvería, y entonces Liv sería suya para siempre jamás. Pero si no volvía… No. Me negaba a reconocer los pensamientos malignos que ardían soterrados como ascuas en el hogar de mi alma.

¿Qué me había hecho Gretel?

Todo acabaría bien. Si podía mantener a raya mi creciente impulso de confesárselo todo a Liv. Si podía contener el ansia de revelar mi identidad. Si podía superar los celos que sentía hacia su marido.

Dejé a Agnes de nuevo en brazos de Liv, a quien se le había alargado la cara de piedad y compasión.

Vaciló antes de preguntarme:

—¿No se queda a cenar?

Si podía resistir la tentación de volver a casa.

6 de junio de 1940

Reichsbehörde für die Erweiterung

Germanischen Potenzials

Además de los grandes objetivos de la misión de Marsh —destruir la granja, destruir los archivos—, Liddell-Stewart había incluido un requisito especialmente extraño. Marsh no sabía para qué quería el capitán una muestra de sangre de una de las gemelas, pero el viejo cascarrabias había insistido.

Marsh sabía que la petición debía de tener algo que ver con los eidolones, pues recordaba que Will se había cortado para atraer su atención y que, para enseñarles a Gretel, había empleado una muestra de sangre de la chica. Sin embargo, en ese momento, Marsh había estado más preocupado por la mecánica de la orden que por la retorcida lógica que la motivaba. El problema, según le había explicado el capitán, era que las gemelas estaban apostadas sobre el terreno, y no sabía dónde.

Marsh se había preparado para olvidarlo, porque ya le bastaba con no tener ni idea de cómo sabotear la documentación sobre la Reichsbehörde almacenada en Berlín. Era incapaz de organizar eso y la destrucción de la granja, y por si fuera poco dejar un hueco para el estrambótico añadido de Liddell-Stewart. No cuando los objetivos podían encontrarse en cualquier parte del mundo.

Sin embargo, Gretel se había encargado del asunto. Y así, la más extraña de las exigencias del capitán se había convertido en la más fácil de cumplir. No era una tarea sencilla, pero sí directa.

Observó a la gemela tanto como le fue posible. Intentó tomar nota de la frecuencia de sus visitas al baño, aunque era difícil vigilarla tan de cerca. Sin embargo, no hacía falta prestar mucha atención para ver cuánto tiempo pasaba Pabst a solas con ella. En teoría las sesiones de interrogatorio se empleaban para recoger información de su hermana, pero más de una vez Marsh oyó el leve y rítmico chirrido de unas patas de mesa de madera deslizándose sobre las baldosas, o el tintineo de una hebilla. Seguidos, por supuesto, por un olor a sexo y el destello de las lágrimas en unos ojos dispares.

Marsh llevaba tres semanas en la granja. Ese día le tocaba mantener ocupado a Kammler, mientras un trío de técnicos preparaba la prueba matutina. Buhler haraganeaba a la sombra detrás de la cámara frigorífica, esperando a que empezase el test. No pasaba con Kammler más tiempo del necesario.

El cielo era un mosaico móvil de nubes y claros. Un sol caliente acompañaba a una brisa lo bastante fresca para que no se estuviese bien a la sombra. Agitaba las hojas de los robles del bosque y hacía ondear las banderas con la esvástica que remataban la granja. A Marsh no le importaba el fresco; el viento se llevaba el olor a leche agria de Kammler. Desde el oeste, un frente de nubes más bajas y oscuras realizaba un avance estratégico hacia la granja. Llovería a la hora de comer.

Los soldados ordinarios vertían arena fina y dorada desde un camión de carga a un foso situado en una esquina lejana del campo de entrenamiento. Reinhardt los supervisaba. El viento formaba láminas y cintas con la arena que caía, y la transportaba hasta la otra punta del terreno, donde se le metía a Marsh en los ojos. Kammler no parecía notarlo, pero le tiró del brazo para volverlo de espaldas al viento.

—Hala. Así estarás mejor —dijo.

—Mmmmmmm. Muh —balbució Kammler.

Eso era nuevo. Normalmente decía «Buh», que era lo más que podía acercarse a pronunciar «Buhler».

Marsh se sentía agradecido por no tener que usar la correa, porque a Kammler solo le ponían el collar cuando llevaba una batería, y en esos casos no dejaban que el inglés se le acercara. Buhler, por su parte, abusaba del collar de castigo.

Marsh iba repitiendo una retahíla de palabras de ánimo y amabilidad. No tenía motivos para esperar que Kammler entendiese ninguna, pero así familiarizaba al imbécil con su voz y sus gestos. Conseguía, por lo menos en un plano superficial, cierta sensación de comodidad y familiaridad, y así mantenía tranquilo al grandullón.

Desde su posición privilegiada junto a Kammler, observó cómo Pabst acompañaba a la gemela del comedor a la granja y una vez allí, sin duda, a la sala de interrogatorios. Se preguntó dónde estaría apostada su hermana y si el lugar tendría la importancia estratégica suficiente para justificar la constante necesidad que tenía el Standartenführer de preguntar a la chica.

«Puto cerdo —pensó—. No me dará ninguna pena liquidarte cuando llegue el momento. A tu víctima, sin embargo…». Tampoco le gustaba pensar en lo que tendría que hacerle a Kammler cuando llegase la hora.

Como siempre, Von Westarp lo supervisaba todo desde su estudio mientras los técnicos preparaban cámaras y demás equipo para la prueba de Kammler. Con esfuerzo y la ayuda de plataformas rodantes y gatos, repartieron por todo el campo media docena de cajas revestidas de metal oxidado. Y debían de ser pesadas, a juzgar por la sacudida que daba el suelo cada vez que bajaban una rodando de su plataforma. Por lo visto pensaban forzar los límites de Kammler obligándole a concentrarse en múltiples objetos.

«Buena suerte», pensó Marsh. Entretanto, Kammler se hurgó en la nariz y se pasó una mano por el cráneo rapado.

Los técnicos efectuaron los últimos ajustes en las cámaras. Pabst salió de la granja y cerró con un portazo tan fuerte que Kammler se sobresaltó. El coronel cruzó el campo hecho una furia en dirección al arenero.

Marsh pensó: «Jo, jo. Se ha cansado de ti, ¿eh?».

Sin embargo, no vio arañazos en la cara del coronel, ni nada que sugiriese que la gemela se le había resistido. No se atrevería. Pabst había cambiado de idea, y no parecía contento al respecto, aunque apenas diez minutos antes parecía tan ansioso como siempre por aprovecharse de la chica.

¿Qué podía apagar de ese modo el ardor de un hombre? Había ocasiones, unos pocos días concretos de cada mes, en los que él y Liv no… Las punzadas de remordimientos, miedo y soledad le asaetearon el pecho y le cortaron la respiración. «Oh, Liv».

Dejó a un lado el dolor que reconcomía su cabeza y su corazón. Se concentró. Esa era su oportunidad de cumplir uno de los objetivos de Liddell-Stewart.

Observó a los técnicos con el rabillo de un ojo irritado por la arena y el viento. Uno de los hombres realizó unas últimas comprobaciones del juego de cámaras. Después hizo una seña a los demás con la cabeza y llamó a Buhler. El Hauptsturmführer se puso en pie con la ayuda de las manos y se echó la correa de Kammler sobre un hombro. Sus pasos dejaron rastros en la arena cubierta de rocío mientras se acercaba.

Marsh fingió que inspeccionaba a Kammler.

—Maldita sea —dijo, lo bastante alto para que Buhler lo oyera antes de estar demasiado cerca.

—¿Qué? —preguntó el Hauptsturmführer.

—Se ha vuelto a mear. —Marsh se estiró para llegar al cuello de Kammler y extraer los largos cables de debajo de su camisa. Sacudió los conectores de cobre desnudo, como si quisiera desprender las gotas. Después, por si no bastaba, puso una mueca de asco y se secó las manos en la camisa del gigantón.

—Se ha puesto perdido.

—Por eso —señaló Buhler— tienes que llevarlo al baño antes de que empecemos una prueba. Ahora tendremos que esperar. —Sacudió la cabeza—. Eres peor que Kammler. Al menos él tiene excusa. —Volvió hacia la sombra con paso despreocupado.

Marsh tiró de la muñeca de Kammler.

—Lo siento —susurró—. Vamos adentro un momento.

Había dos baños en la granja. El estudio de Von Westarp tenía el suyo propio, en suite. Sus niños compartían un solo cuarto en la planta baja. El personal de apoyo utilizaba las instalaciones exteriores. Alguna renovación pasada de la granja había incluido una mejora de las conducciones, pero solo a medias. Había varios lavamanos pero seguía existiendo un solo retrete, muy necesitado de limpieza (sin duda asignarían esa tarea a Marsh en cuanto a alguien se le ocurriera). Varias personas podían afeitarse o lavarse los dientes a la vez, pero no ofrecía intimidad a nadie que necesitara usar el baño con otros fines. Como los habían criado sin tales expectativas, tampoco conocían otra cosa.

Para hacer justicia a Kammler, había que reconocer que sabía lo que el baño significaba. Se desabrochó y, con los pantalones por los tobillos, fue arrastrando los pies hacia el retrete.

Marsh se arrodilló en las duras baldosas junto al cubo de basura. Fue con cuidado al meter la mano dentro, porque no sabía lo que podía encontrarse. La punta de un lápiz, un tubo vacío de pasta de dientes, el rastro frío y mojado de alguien que se había sonado con una servilleta y algo duro: una astilla del mango de una navaja de afeitar barata.

Y, hundido casi al fondo, un paño ensangrentado. Marsh lo sacó. La tela aún estaba pegajosa por la sangre coagulada. La olisqueó: menstrual.

Podría haber sido de Gretel o Heike, pero dado el repentino cambio de comportamiento que había presenciado en Pabst…

La puerta se abrió. Reinhardt entró sin contemplaciones. Se quedó paralizado, asimilando la escena. Kammler plantado ante el váter con los pantalones bajados, farfullando para sí; Marsh agachado sobre el cubo de basura, contemplando un paño manchado de sangre.

Marsh también se quedó helado. «Es imposible que entienda lo que estoy haciendo —pensó—. Da igual lo que concluya, no será verdad».

Buscó a la desesperada una explicación rápida y plausible, pero Reinhardt la obvió con una desagradable carcajada.

—¡Lo sabía! Serás pervertido. —Señaló a Marsh—. Sabía que tenías algo raro desde el momento en que Gretel te trajo a casa. Cualquiera dispuesto a ser su mascota tiene que ser un tarado.

Reinhardt fue hasta el retrete y apartó a Kammler de un empujón. Mientras se desabrochaba el cinturón, preguntó:

—¿Eso es el flujo de Gretel? No, no, no me lo digas. No quiero saberlo. —Vacío su vejiga. Por encima del sonido del chorro de agua sobre la porcelana, añadió—: Vosotros dos sois más asquerosos incluso de lo que me imaginaba.

Marsh se guardó el paño mojado en el bolsillo mientras Reinhardt, de espaldas a él, se sacudía, se abrochaba el cinturón y tiraba de la cadena. Marsh vistió a Kammler mientras Reinhardt se lavaba las manos.

—Inglés, me has alegrado la mañana —dijo la salamandra, que partió, todavía riéndose solo. Marsh acompañó a Kammler afuera otra vez, con una muestra de sangre de la gemela a buen recaudo en su bolsillo.

8 de junio de 1940

Cuartel General de Asclepia,

Londres, Inglaterra

Will se encogió de hombros con alivio cuando apareció el Almirantazgo en el parabrisas. Viajaba en el primero de la caravana de tres coches que Stephenson había enviado. Y, en cuanto hiciera las debidas presentaciones y explicaciones, los ocupantes de esos vehículos pasarían a ser responsabilidad del viejo. No veía la hora: Will se sentía absurdo haciendo de mamá Ganso para los hombres a los que había reclutado. No le importaba hacer un poco el ridículo por el bien del esfuerzo bélico, pero no era la preocupación por su dignidad lo que le reconcomía. No era el deseo de ser un anfitrión y embajador correcto para sus huéspedes lo que hacía que unos tentáculos gélidos de duda se le pegaran como la niebla de invierno.

Había partido con el sueño grandioso de reunir un ejército, de regresar triunfante a Londres con los salvadores de la patria pegados a sus talones. Se había imaginado a los brujos como ancianos refinados pero excéntricos, unidos por una meta común.

Cuánto se había equivocado, en todos los detalles. Will no había reunido un ejército. Había encontrado a menos de una docena de hombres. De ellos, varios estaban demasiado idos para ser de utilidad; demasiado locos, demasiado estropeados, o ambas cosas. Además, los restantes tampoco eran los afables protectores que había imaginado. Había partido en busca de patriotas, hombres como el padre al que apenas recordaba. En lugar de eso, había encontrado hombres como su abuelo, no necesariamente malos, pero sí amorales; fríos. Las preguntas que hacían… las cosas que buscaban… Cuando antes los dejara en manos de Stephenson, mejor.

Stephenson los metería en vereda. Esos hombres eran peligrosos.

Algunos de los brujos, como Pendennis, eran lo bastante viejos como para ser el abuelo de Will (y gracias a Dios que aquel demonio borracho había fallecido hacía mucho. Ya era bastante difícil lidiar con aquella pandilla sin el añadido del maltrato familiar). Otros no eran mucho mayores que Will. Sin embargo, hasta los peores de aquellos brujos manejaban más poder que el rey. Esos hombres estaban en comunión con unas fuerzas que superaban las fantasías de cualquier monarca, potentado o déspota.

Uno por uno, los brujos habían llegado a Londres. Necesitaban alojamiento en la ciudad, de modo que Will había reservado un bloque de habitaciones en el Savoy a expensas de su hermano. Había dejado la reserva abierta, porque no sabía cuánto tardaría en localizar a los brujos. El director había aceptado encantado la inusual petición de Will; la guerra había sido fatal para el negocio. Los primeros reclutas de Will, como Shapley, llevaban varias semanas en el Savoy. White, el último, solo había pasado dos noches allí. Will sospechaba que la factura final sería bastante impresionante.

Había parado en su piso de Kensigton el tiempo justo para bañarse, afeitarse y ponerse un traje que no hubiera vivido semanas de carretera. El teléfono sonó dos veces en ese breve espacio de tiempo. Aubrey no estaba contento.

Will salió del primer coche. Los brujos siguieron su ejemplo. Dos bajaron del asiento trasero de su vehículo, otro par del segundo y otra pareja del tercero.

Los brujos más experimentados, como Hargreaves, hablaban con voces que parecían de granito resquebrajado y envuelto en sombras y telarañas. Los dolorosos e inhumanos sonidos del enoquiano habían dejado arañazos permanentes en los tejidos blandos de sus gargantas. Además, todos estaban desfigurados de alguna manera visible. Todos los brujos, incluido Will, presentaban una telaraña de finas cicatrices blancas en la palma de una mano pero, dentro de lo que eran los precios de sangre, esas marcas eran una nimiedad, algo testimonial. Las cicatrices empeoraban en función del tiempo y el esfuerzo dedicados al estudio de los eidolones. El conocimiento que Shapley tenía del enoquiano solo era un poco más avanzado que el de Will; la masa de cicatrices de su mano hacía que los dedos se le engarfiaran como garras. A White le faltaba la mayor parte de la nariz; en público llevaba una prótesis. Uno de los ojos de Webber era un globo lechoso y hundido. Pendennis escondía su brazo muerto bajo un guante que le llegaba hasta el codo. Algo había picado hasta el último centímetro de la piel de Grafton. Hargreaves se había quemado.

Nadie se había parado a mirar el dedo con la punta cortada de Will.

Esos hombres vivían en un mundo divorciado de las insignificantes preocupaciones de la guerra y la tiranía, el rey y la patria. Eran ermitaños y misántropos. Mantenían las mínimas interacciones posibles con el mundo en general, del que vivían casi por completo al margen. Habría resultado imposible encontrarlos sin la guía de las notas del abuelo.

Había aprendido enseguida que apelar a su sentido del patriotismo era un callejón sin salida. Lo que llevaba a esos hombres a Londres, lo que había despertado su interés lo bastante para conocer a Stephenson, era la oportunidad de practicar su arte con una libertad que no habían conocido en siglos. La ocasión de llevar a cabo auténticas negociaciones, de doblar y romper las leyes de la naturaleza. La oportunidad de regatear con los eidolones como no se había hecho en generaciones. La posibilidad de alimentar esas negociaciones con precios de sangre de una magnitud inalcanzable para unos hombres solitarios y amantes del secreto.

Los brujos querían intentar cosas con las que solo habían soñado. Querían la sanción del Gobierno. Hargreaves había adoptado una expresión directamente sanguinaria al ocurrírsele la idea. De ahí las dudas insidiosas que habían acompañado sin tregua a Will en los últimos días. ¿Hasta qué punto era prudente que Asclepia uniera su destino al de unos hombres tan poderosos cuando sus preocupaciones y motivaciones apenas coincidían?

¿Era aquello un error?

Will tendría que hablar en privado con Stephenson, para avisarlo, pero ya tenía pensada una estrategia para ocuparse de los precios de sangre. Sabía que dormiría más tranquilo cuando él y el viejo aclarasen los detalles y establecieran algunas directrices para los demás brujos.

Dio las gracias al conductor y luego hizo pasar a los brujos entre los infantes de Marina que montaban guardia tras el parapeto de sacos terreros de la entrada del Almirantazgo. Los centinelas miraron con asombro, pero no intervinieron. Stephenson había hecho saber que esperaban visitas.

La porción del Almirantazgo dedicada a Asclepia había cambiado en ausencia de Will. Las oficinas ya no estaban vacías y en los pasillos se apreciaban señales de vida, para variar. Lorimer y Stephenson también habían estado reclutando.

En vez de hacinarse en su despacho, el viejo los llevó a una sala de juntas, un espacio bien equipado, rico en cuero y acabados metálicos, que olía a cera para muebles y tabaco. Unas sillas de respaldo alto flanqueaban las ventanas y la chimenea vacía. Marsh no estaba, pero Lorimer sí. Will le saludó con la cabeza.

La ausencia de Marsh era algo sorprendente. También decepcionante, si Will se permitía un momento de egoísmo. Por fin había hecho una contribución útil.

Stephenson se sentó a la cabecera de la larga mesa tallada; Will ocupó la otra punta y los brujos se unieron a ellos. Lorimer tomó asiento junto a Will. Stephenson tenía delante una carpeta cerrada.

Uno por uno, Will fue señalando a los hombres sentados a los lados de la mesa.

—Señor Hargreaves, señor White, señor Webber, señor Pendennis, señor Shapley, señor Grafton: permitan que les presente al capitán John Stephenson. El capitán…

Stephenson lo interrumpió.

—Represento a la Corona. —Miró a Will a los ojos, como en señal de advertencia—. Y antes de que se pronuncie una palabra más, necesito que todos y cada uno de ustedes entiendan que la Corona otorga la máxima importancia a la discreción. Desde ahora hasta el fin de los tiempos, por lo que respecta al mundo de fuera de esta sala, la conversación que estamos a punto de sostener no habrá sucedido nunca; jamás. —Abrió la carpeta y repartió copias de la Ley de Secretos Oficiales. La manga vacía enganchada a su hombro ondeó como una bandera—. Verán que no hay nada que deban firmar. Esto es una formalidad. Una cortesía, por así decirlo. Esta ley rige en el Reino Unido y están sometidos a ella, lo sepan o no. Echen un detenido vistazo, sobre todo a la parte que habla de castigos y juicios, y piensen seriamente en si quieren permanecer en esta habitación. Tómense el tiempo que necesiten para estar seguros.

Era básicamente el mismo discurso que Stephenson había soltado a Will el verano anterior. Con menos palabrotas.

Se oyó un roce de papeles mientras los brujos estudiaban los documentos que Stephenson había repartido. Leyeron con mayor atención al detalle que Will pero, a fin de cuentas, se trataba de hombres que vivían, sufrían y morían en función de los matices de redacción.

Nadie se echó atrás. Esos hombres no se dejaban disuadir o impresionar fácilmente por las amenazas humanas.

—Excelente —dijo Stephenson—. A lo nuestro. Lord William me cuenta que ustedes, caballeros, poseen ciertas habilidades que podrían ser de utilidad al Gobierno de Su Majestad.

—La política no nos interesa —replicó Hargreaves con su voz ronca.

—Quizá hayan oído que estamos en guerra.

—No somos soldados a los que puedan movilizar cuando les apetezca —señaló Pendennis—. No saben nada de nosotros. No deberían saber nada de nosotros. —Miró a Will con cara de pocos amigos—. No entienden lo que hacemos. Nadie de fuera puede entenderlo.

—He visto lo que lord William puede conseguir en una negociación. —Los brujos parecían indecisos entre despreciar la competencia de Will (que no podía culparlos por eso) y expresar su consternación ante el aparente conocimiento de la terminología de Stephenson—. Él me informa de que su dominio del enoquiano es mucho mayor. —Eso cosechó más consternación y más miradas furiosas a Will.

—No habla por nosotros —dijo White.

«A lo mejor no soy uno de vosotros —pensó Will—. Pero eso no os impidió aceptar cuando os ofrecí una habitación en el Savoy, ¿verdad?».

—Y aun así, aquí están —dijo Stephenson. Si lo incomodaba el surtido de desfiguraciones repartidas en torno a la mesa, no se le notaba. Claro, que a un veterano manco de la Gran Guerra no le venían de nuevo las heridas graves—. Algo los atrajo para que dejasen sus escondrijos.

—Un acuerdo —explicó Hargreaves—. Nuestra ayuda a cambio de libertad para la práctica de nuestro arte. Eso es lo que nos ofrecieron.

—Son los hombres más amantes del secreto del país —dijo Stephenson—. Si no hubiera sido por lord William, no habríamos tenido ni idea de que existían fuera de los cuentos de hadas. Nadie sabe que existen. Ya tienen libertad para hacer lo que deseen.

—Pasado cierto punto, la práctica de nuestro arte padece limitaciones. Nos faltan recursos.

Estaban mareando la perdiz, tanto los brujos como Stephenson. Nadie quería ser el primero en enunciar el problema, pero Will no pensaba dejarles barrer la suciedad debajo de la alfombra. Ese acuerdo podía volverse muy siniestro si se manejaba mal. Él se encargaría de impedirlo. Terció en la conversación.

—Están hablando de los precios de sangre. La sangre humana garantiza la cooperación de los eidolones.

A Will no le hizo ninguna gracia lo poco que la revelación pareció afectar a Stephenson. «Bueno, supongo que uno no llega a rey de los espías sin saber fingir cierto nivel de aplomo».

—He visto un precio de sangre con mis propios ojos —dijo Stephenson, señalando la mano mutilada de Will. Ya no dolía tanto como en los días inmediatamente posteriores a la lesión. Había dejado de sangrar, y Will se había quitado el vendaje hacia la mitad de su travesía a través del país—. Y perdonen que se lo diga, pero me parece que ustedes, caballeros, han invertido no poca sangre y dolor en la práctica de su arte.

—Aun así —insistió Hargreaves—, existen ciertas acciones que nuestra sangre no puede comprar. Pero, si ha experimentado a los eidolones, sabe en el fondo de su ser que existen al margen de las leyes físicas. Nada es imposible para ellos.

—¿Me está diciendo que, con los adecuados recursos… —Stephenson puso un leve énfasis en esa palabra, cómodo con la adopción del eufemismo— podrían ustedes torcer las leyes de la naturaleza?

—Estoy diciendo que, con los recursos adecuados, las leyes de la naturaleza se vuelven irrelevantes.

Stephenson guardó silencio durante un instante mientras asimilaba aquello. Se oyó el tictac de un reloj en la repisa de la chimenea. Carraspeó.

—¿Por qué necesitan sangre para alimentar esos actos?

—No la necesitan. Usan la sangre para estudiarnos. Los actos son insignificantes para los eidolones. Un añadido sin importancia. Un medio para adquirir sangre y, por tanto, un medio para aprender algo más sobre la lacra humana.

Si a Stephenson le inspiraba curiosidad a qué se refería Pendennis con eso, no lo demostró con una pregunta. Devolvió la conversación a su tema original.

—Sin duda la metafísica es muy interesante. ¿De cuánta sangre estamos hablando?

—Depende de la…

Stephenson golpeó la mesa con los nudillos.

—Lo siento. Parecen confundirme con alguien que se conforma con hablar de generalidades. O sea que permítanme expresarlo de otro modo: ustedes son negociadores, pero ¿son buenos? ¿Debe morir gente?

Por fin, el hueco que Will esperaba. Se inmiscuyó en la conversación.

—Desde luego que no —dijo—. A decir verdad, he ideado…

Pero Pendennis habló más alto que él.

—No necesariamente.

¿No necesariamente? ¿Estaba loco? La única respuesta aceptable era un enfático «no».

Pero entonces sucedió algo inquietante: Stephenson no se plantó. Will se estremeció. ¿Cómo era eso que decían sobre cuando alguien pisaba tu tumba?

—En ese caso —dijo Stephenson— me gustaría contratar sus servicios. Bienvenidos a Asclepia, caballeros.

»Y ahora, permitan que les ponga en antecedentes. La historia empieza a principios del año pasado, cuando uno de nuestros agentes obtuvo una extraordinaria película en España. Su contacto era un hombre que afirmaba haber trabajado en una unidad ultrasecreta de las Schutzstaffel probando tecnologías exóticas. La película resultó dañada en la operación. Enrolé a Lorimer, aquí presente, para que la reconstruyera. —Lorimer saludó con la cabeza a los recién llegados—. Lo que vimos no deja ninguna duda de que los alemanes han logrado algo extraordinario. Antinatural.

Will dijo, casi para sus adentros:

—Eso tendrá sentido cuando hayan visto la película.

Stephenson le lanzó una mirada que habría rayado el cristal, pero continuó hablando.

—Entraré en detalles dentro de un momento, pero creemos que el avance es obra de un hombre llamado Karl Heinrich von Westarp. Un doctor en medicina…

Lorimer dio un golpecito en el brazo a Will, que se le acercó. El escocés susurró:

—Ha desaparecido.

Will giró la silla para mirarlo a la cara.

—¿Qué?

—Como lo oyes. La película voló, junto con todo lo demás que había en la cámara acorazada. Es probable que fuera cuando la chica escapó.

—Dios bendito.

Will se disculpó de los presentes mientras Stephenson seguía con su resumen de la historia de Asclepia. Alguien había robado la cámara acorazada. Los alemanes habían vuelto a ganarles por la mano. Tenía que despejarse.

Se sentó en un banco cercano a la escalera. Varias oficinas habían abierto sus ventanas para combatir el bochorno de principios de verano. Olía el lago del parque Saint James.

Le había parecido una gran idea, una causa noble, encontrar y reclutar a los brujos británicos para la guerra secreta de Asclepia, que además parecía necesitar más ayuda que nunca, pero los brujos habían resultado ser unos desgraciados sanguinarios, mientras que Stephenson había hecho gala de una absoluta despreocupación a propósito de los precios de sangre. Aunque eso quizá fuera la astucia natural del maestro espía en acción. Tal vez estaba siendo cauteloso, tanteando a los brujos antes de tomar ninguna decisión crucial. «Sí —pensó Will—. Eso debe de ser».

Sin duda el viejo pondría a los brujos a trabajar, y más temprano que tarde. Eso significaba que Asclepia necesitaría acceso a sangre humana. Mal hecho, eso podía conducir a una atrocidad, pero bien hecho no pesaría en la consciencia de nadie. Will había reflexionado durante las interminables horas transcurridas en automóviles y trenes. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared, repasando sus ideas.

Al cabo de un rato, Stephenson salió de la sala de juntas. Pendennis y Hargreaves estaban discutiendo; sonaban como un par de peñascos de granito rodando ladera abajo.

El viejo cogió del bolsillo un paquete de tabaco y lo sacudió para sacar un cigarrillo.

—Buen trabajo, Beauclerk.

Caramba, era agradable oír eso.

—Gracias.

—Necesitamos a esos hombres.

—En ese caso, necesitaremos sangre. Llegaré a un arreglo con los bancos de sangre. Podría hacerse a través de la fundación de mi hermano; con una buena dosis de prestidigitación, claro.

Stephenson sacudió la cabeza.

—Si esto sale adelante, no pienso dejar nada escrito que lleve hasta nosotros. —Casi como si fuera un detalle sin importancia, añadió—: Los hospitales necesitarán sus reservas de sangre. Los alemanes tendrán Francia dominada dentro de nada. No tardarán mucho en trasladar cazas y bombarderos. Entonces empezarán a cruzar sobre el canal de la Mancha. —Frotó una cerilla contra un panel de madera. Con el cigarrillo colgando de su boca, dijo—: Deja que me preocupe yo de la sangre. Tengo otro trabajo para ti.

—Si no vamos con cuidado, esos hombres tirarán de la cuerda todo lo que puedan para conseguir la manga ancha que ansían —señaló Will.

—Te he dicho que yo me ocuparé —repitió Stephenson.

Eso no era nada tranquilizador. Will recordó un hecho histórico, no sabía de dónde, que le hizo darse cuenta de que se había equivocado. Sí que había vuelto con un ejército tras él. Y acababan de cruzar el Rubicón.

Stephenson acercó la llama a su cigarrillo, lo encendió, sopló para apagar la cerilla y la tiró al suelo. El pitillo emitió un destello naranja como las caléndulas cuando el viejo le dio una profunda calada. El humo irritó los ojos de Will. Sabía a mala decisión.

—Marsh ha desaparecido.

Eso interrumpió los pensamientos de Will, que cerró la boca con un chasquido de los dientes.

—¿Cómo dice?

—Nadie lo ha visto desde la noche en que huyó la prisionera.

Will sintió un vacío en el estómago. «Cielo santo». Y probablemente había sido entonces cuando limpiaron la cámara acorazada.

—¿No sospechará que Pip fue cómplice de aquello?

—Todavía no sospecho nada porque no dispongo de información fiable. Haz una visita a Olivia.

—Espere un momento. ¿Marsh lleva semanas desaparecido pero ha esperado hasta ahora para investigarlo?

Stephenson expulsó humo color perla por la nariz.

—No seas memo. El SIS tiene hombres vigilando su casa. —Will arrugó la frente, pero Stephenson se apresuró a añadir—: Por petición del propio Marsh. A lo mejor has olvidado que el prisionero sabía mucho sobre Marsh y su familia. —Ah, eso. No lo había olvidado. Stephenson continuó—. Necesitamos averiguar qué sabe Olivia. Tú eres el más indicado para ese trabajo.

Eso probablemente era cierto. Stephenson era una especie de figura paterna para Marsh, lo que lo convertía en suegro de Olivia. Ella parecía tenerle cariño y tal vez hasta encontraba entrañable su mal humor (Will sospechaba que eso solo era posible porque nunca había tratado al viejo en un entorno laboral). Pero Will era un buen amigo.

O lo había sido… Tal vez eso había cambiado cuando Marsh volvió de Francia con ese enigma de chica alemana a remolque. Su reacción al conocimiento imposible de su familia que ella había demostrado había consistido en aislar a Liv y Agnes de todo aquello que pudiera conectarlas con Asclepia. Así, le había prohibido visitarlas. Will aún no había conocido a la hija de Marsh.

—Haré lo que pueda —dijo.

—Bien. Encuentra a Marsh.

9 de junio de 1940

Kensington, Londres, Inglaterra

El pájaro carpintero del sueño de Will hablaba húngaro con fluidez, llevaba pantalones de montar y quepis y era muy, muy insistente. Toc, toc, toc. Estaba intentando entrar en su armario, el que estaba cerrado con llave, donde guardaba sus escarabajos. Toc, toc, toc. Saltaban astillas. Pronto el diamantino pico reduciría toda la carpintería a serrín. El pájaro llevaba una cartilla de racionamiento bajo un ala. Hizo una pausa en su implacable picoteo y miró a Will con un ojo pálido y legañoso, como si se apiadase de él. «Dentro de poco un pájaro honesto no podrá encontrar sangre decente por mucho que se empeñe. Malditos alemanes». Toc, toc, toc.

Algo sobresaltó a Will y lo arrastró del sueño a la vigilia, donde los últimos ecos de un ruido sordo todavía se prolongaron en sus oídos.

La consciencia poco a poco fue imponiéndose en su embotada cabeza. Tenía la boca abierta; había roncado. Lo bastante para despertarse a sí mismo. Eso solo pasaba cuando estaba más cansado de lo que podía expresarse con palabras. Por ejemplo, después de semanas viajando de un lado a otro del Reino Unido.

Entreabrió un ojo. Una luz pálida dibujaba el contorno de las persianas del dormitorio. Era por la mañana, entones; pero temprano. Y no había dormido en una cama decente desde su partida de Londres. Cerró el ojo, rodó hacia un lado y volvió a hundirse entre las cálidas sábanas de seda.

Toc, toc, toc.

Maldito pájaro carpintero. Will se tapó la cabeza con una almohada.

¿Pájaro carpintero?

Apartó la almohada y escuchó. Sonó otra vez, al cabo de un momento. Alguien picoteaba. O llamaban a la puerta. Pero era demasiado temprano para que fueran visitas.

Toc, toc, toc. Demasiado pronto para que fueran visitas educadas.

Ya había dado demasiadas vueltas a la cuestión. Su cerebro estaba despertando, aunque a su cuerpo aún le faltase un poco. No quedaba más remedio que ir a ver quién era. Salió de la cama, cogió su bata del respaldo de la silla donde la había dejado hacía tantas semanas y se dirigió a la escalera arrastrando los pies.

Toc.

—Un momentito, por favor —gritó Will.

Esperaba, sin mucha fe, que fuese Marsh quien llamaba. Quizá todo había sido un malentendido.

Había ido derecho a casa de Marsh después de su conversación con Stephenson, pero no había encontrado a nadie. Había hecho tiempo en Walworth soportando una cena totalmente mediocre en un pub no muy lejano y luego había vuelto. Pero ni Marsh ni Liv, ni Agnes, claro, estaban presentes. Había empezado a preocuparse de verdad. Hasta ese punto había sido capaz de convencerse de que Stephenson se equivocaba de alguna manera. En la calle había unos cuantos coches aparcados; Will se había preguntado si alguno de ellos pertenecía al equipo de vigilancia del SIS y, en caso de ser así, si valdría la pena intentar hablar con alguien. Al final había optado por olvidarlo y regresar a la mañana siguiente.

No, no sería Marsh. Stephenson, a lo mejor. Era ex militar, ¿no? Esa gente madrugaba. ¿Alguien del Almirantazgo? ¿Uno de los brujos? ¿Aubrey? ¿Un Aubrey muy insistente y enfadado? Will suspiró.

Se envolvió con la bata y respiró hondo, esperando encontrarse a Stephenson, un brujo o un duque de Aelred con cara de pocos amigos.

Lo que no esperaba encontrarse era al hombre que le había agredido en el parque Saint James.

Dios mío. Qué joven parecía.

En el 63 —cuando Gretel regresó, cuando todo se fue a la mierda— hacía casi veinte años o así que no veía a Will en carne y hueso. Para entonces los dos habíamos envejecido, él un poco mejor que yo. Es lo que tiene el dinero. Pero aun así le había visto arrugas y cansancio en los ojos. Asclepia había dejado su marca indeleble en él, había hundido los dedos en su arcilla y la había tirado al horno. Años de mala vida después de la guerra habían ahondado esa marca. Y aunque lo había compensado más tarde, con una década de la vida regalada que le correspondía por nacimiento, la expresión de sus ojos no se había recuperado nunca del todo.

Sin embargo, el Will Beauclerk que tenía delante era pura arcilla fresca. Limpia, intacta e inocente. Había esperado que eso fuera más fácil que encontrarme conmigo mismo, más que verme de nuevo con Liv. No era cierto.

Ese era el Will original. El auténtico Will, el alegre. Mi amigo olvidado hacía tanto tiempo. Era difícil no sonreír. El placer de volver a verlo me golpeó fuerte. Caí en la cuenta de lo mucho que lo había echado de menos, comprendí una vez más lo aguda que se había vuelto mi soledad. Y acepté, acepté realmente por primera vez, lo cabrón que había sido con ese hombre. Incluido el golpe que le había arreado en el parque hacía unas semanas.

Se acordaba. Un gesto rápido de su cara demostró que me había reconocido. Su mirada alternó entre mis cicatrices y mi uniforme. ¿Era un brujo, o un marinero?

Will se frotó la mandíbula. Enderezó la espalda y se envolvió en indignación.

—No sé quién es, señor, pero me dan ganas de…

—Soy el capitán de corbeta Liddell-Stewart. He venido a hablar de Asclepia con usted.

Will parpadeó. Tenía legañas en las comisuras de los ojos. Un segundo demasiado tarde, protestó.

—No…

Crucé el umbral, accediendo al otro por su lado y entré. La última vez que lo había visitado, ese piso había sido el hogar de un alcohólico y morfinómano. Eso había cambiado. Me encontraba en el anodino hogar de un soltero incorregible y ocasional calavera. No había ropa en el suelo, ni montones de periódicos viejos, platos y cubiertos apilados en el sofá. No había sordidez apestosa. Solo Will, farfullando.

—Estoy muy impresionado —dije, imitando algo que me habían dicho hacía mucho, mucho tiempo—. Cuando mete la pata, la mete de verdad.

—¿Qué? —logró preguntar Will. La palabra salió estrangulada.

—Asclepia, hijo. Apenas ha izado velas, acababa de dejar atrás el amarre, y ya ha encontrado un modo de hundirla.

—No tengo la menor idea de qué me intenta decir. —Bueno, por lo menos ponía ganas. Tenía que reconocérselo.

—Vamos, no me venga con esas. Conozco Asclepia mejor que usted. Conozco su trabajo para John Stephenson. Sé que le reclutó un agente llamado Raybould Marsh. Sé que un vástago de Von Westarp se coló en el Almirantazgo hace poco. Y, para no andarme con rodeos, sé que acaba de volver de un viaje de varias semanas visitando a todos los brujos que ha podido encontrar, con el resultado final de que ha revelado el secreto más importante de Gran Bretaña a media docena de completos desconocidos.

—¿Por qué no retrocedemos un poquito, vale? Porque se ha saltado convenientemente la parte en la que me agredió. A decir verdad, creo que voy a llamar a la policía. —Estiró el brazo hacia el teléfono que había en la mesita del recibidor.

—No lo agredí, le salvé la vida.

No era cierto, pero al menos lo detuvo. Su mano flotó sobre el auricular.

—Casi me rompe la mandíbula.

—Si se hubiera acercado a los alemanes cuando atravesaron el parque, habría sido un error fatal. Esa noche pasaban más cosas de las que imagina. —Eso al menos era profundamente cierto—. Piense en la facilidad con la que organizaron ese rescate. Tuvieron que recibir ayuda de dentro del Almirantazgo. Si los hubiese perseguido, lo más probable es que el traidor lo hubiera matado.

—Eso es absurdo —dijo Will—. En aquel momento solo éramos cuatro. ¿De verdad quiere que crea que Stephenson es un traidor? ¿O Lorimer? ¿O Marsh? No conoce nada a ese hombre, si eso es lo que cree.

Bueno. Eso era conmovedor. Cristo, cómo me alegraba de verlo.

—Podría haber sido cualquiera en el edificio del Almirantazgo. O en el SIS. El problema sigue siendo el mismo: las operaciones de Asclepia ya no son seguras. Y usted se las has ingeniado para agravar el problema.

—Debo decir que el personaje más sospechoso de nuestro pequeño drama, de momento, sin duda, es usted. Un completo desconocido, por usar su expresión. —Levantó el auricular del teléfono.

Suspiré.

—No sea tan tonto. Un topo debe ser discreto. ¿Le parezco un tipo que pasa desapercibido allá donde va?

Will arrugó la frente.

—¿Es usted…? —Echó un vistazo a mis manos.

—No. Yo no soy uno de sus brujos. —Eso era por lo que me habría hecho pasar un mes atrás. Y podría haber colado, siempre que evitara hablar en enoquiano. Sin embargo, ahora no podía, ya que después de sus recientes aventuras, Will debía de ser el mayor experto en la historia de los brujos en el Reino Unido—. Pero esa es la cuestión: ¿qué sabe realmente usted de esos hombres?

Ese infeliz tenía algo que a Will le resultaba familiar. Le recordaba a John Stephenson, si alguien hubiese agarrado la personalidad del viejo y la hubiera arrastrado por un charco de cristal roto y vinagre. Lo mismo podía decirse de su voz.

Will sacudió la cabeza, intentando desprenderse de las últimas telarañas del sueño. Se moría por un té.

—Mire —dijo—. Si tanto sabe, debe comprender lo mucho que necesitamos la ayuda de los brujos. Sin los eidolones, no tenemos la más mínima posibilidad de contener a la progenie de Von Westarp. Vamos, por Dios, hombre. ¿Ha visto la película?

—Sí —respondió el capitán con su voz ronca—. Sí que la he visto.

Un bocinazo de advertencia sonó en el interior de la cabeza de Will, a la vez que un escalofrío le ponía la piel de los brazos de gallina. Antes de la huida, solo cinco personas habían visto la película: Marsh, Will, Lorimer, Stephenson y el primer ministro. Luego el rollo había desaparecido. Así pues, ¿cuándo la había visto ese sujeto?

Decidió no señalar la discrepancia. Todavía no. No mientras ese desconocido siguiera en su casa, lo bastante cerca para dispararle, apuñalarle o hasta estrangularle. Ya había demostrado que no le hacía ascos a la violencia. Will intentó disimular su nerviosismo, mientras calibraba sus posibilidades de llegar a la puerta y el capitán seguía hablando.

—Lo repito: Asclepia ya no es segura. La facilidad con la que huyó la prisionera debería demostrarle hasta qué punto. —Hizo una pausa—. Doy por sentado que sabe lo de la cámara acorazada.

¿Cómo diablos se había enterado de eso? Claro que, si había sido él, lo debía de saber.

—¿Cómo sé yo que no es usted el responsable de eso?

Sin embargo, el capitán no le hizo caso.

—La Reichsbehörde nos ha estado burlando desde el principio. Desde que Marsh volvió de España con esa condenada película.

Hablaba con el fervor de un fanático. Sus afirmaciones eran ligeramente absurdas. Y sabía una cantidad asombrosa de cosas.

Le estaba haciendo dudar, lo veía. Will no se fiaba de mí —y bien que hacía— pero contaba con su atención.

—¿Quiere decir que la creación de Asclepia forma parte, desde el principio, del plan maestro de Hitler?

—No del de Hitler, pero sí de un plan. Un plan muy concienzudo y peligroso. —El plan de Gretel, pero pasé de puntillas por encima de eso. No quería enzarzarme en una larga charla sobre el oráculo nazi—. Y por eso usted será mis ojos y mis oídos entre los brujos.

—Ajá, ya veo. ¿Y de qué tendría que estar pendiente, exactamente?

—De cualquier cosa inusual, fuera de lo normal.

Will se rió. Lo conocía y sabía que no tenía mala intención, pero la gente de su condición tenía una manera de ser que convertía el más mínimo gesto en una declaración de clase. Y eso era lo que pasaba: amable condescendencia.

—Diría que eso resume todo lo que hacen los brujos. Es su razón de ser.

—A ver, Wi… —Rectifiqué— …lord William. Si Hargreaves y los demás entablaran negociaciones de parte de Asclepia hoy mismo, ¿cómo puede estar seguro de que no colarían algo sin que se diese cuenta? ¿Alguna rareza de la gramática enoquiana o un fragmento de vocabulario que no figure en el lexicón de su abuelo?

Había vuelto a sorprenderlo, pero no me contradijo.

—Cree que podría haber traidores entre ellos —dijo.

—Tenemos que contemplar esa posibilidad.

—¿Cómo sabe que el traidor no soy yo?

Mi doble me había hecho la misma pregunta; le di la misma respuesta.

—No lo es.

Ese Will, el de 1940, se había prestado a soportar padecimientos terribles por la patria y el rey. Y los había sufrido. No nos había vendido a los soviéticos hasta mucho más tarde.

—Sería un traidor si hiciera lo que me pide —dijo—. ¡Habla de chaqueteros y espías, pero luego me pide que yo lo sea!

Resultaba fácil subestimar a Will, olvidar que no era un simple lechuguino. Era la mala consciencia de Asclepia. Traicionaría el proyecto, si creía que eso era lo correcto. Y yo sabía cómo convencerlo. Conocía la forma de las siniestras preocupaciones que poblaban su cabeza en esos precisos instantes.

—Dígame otra cosa: ¿ya ha hablado con Stephenson de los precios de sangre?

Parpadeó y guardó silencio. Después, en voz baja y con cautela, preguntó:

—¿Qué sabe usted de eso?

Entonces supe que había mordido el anzuelo. Sí, Will estaba preocupado. Había entrevisto lo que estaba por venir. Y aunque no lo hubiese reconocido ante sí mismo, quería desesperadamente un aliado en la tormenta ética que se avecinaba.

—Ha pasado mucho tiempo reclutando a esos hombres. Sin duda tendrá pensado un plan para cuando empiecen las negociaciones. Algo humano, algo sensato.

Will no dijo nada, pero me miró como si acabase de leerle la mente.

—Escúcheme bien, lord William —añadí—. Stephenson no aceptará su idea de los hospitales. Será peor. Mucho peor.

—No le creo —susurró él. ¿Estaba pálido, o eran imaginaciones mías?

—Quizá no diga lo mismo cuando le hayan adiestrado en el uso de explosivos. —Will parecía consternado, pero no aflojé la presión—. Deje que lo adivine. Usted sugirió el uso de bancos de sangre, pero Stephenson lo descartó, diciendo que no quería que Asclepia dejase un rastro burocrático.

Will rumió durante un rato. Después volvió a mirarme, con los ojos entrecerrados.

—¿Quién es?

—Usted piense en lo que le he dicho —repliqué—. Y no deje que los brujos emprendan ninguna actividad sin antes comunicarme sus planes. —Me puse en pie—. Le vendré a ver regularmente.

«Y juntos, contigo de instrumento, impediremos que hagan nada en absoluto».

—Perdone —dijo Will—, pero ¿no cree que peca de exceso de confianza? Está dando muchísimo por sentado sobre mí.

Bendito fuera Will, lo estaba intentando con todas sus fuerzas.

—Ya se convencerá.

—Que sepa que no estoy ni remotamente cómodo con esta conversación.

—Innecesario. —Me levanté—. Basta con que mantenga la boca cerrada y los ojos abiertos.

Will siguió al capitán de corbeta hasta la puerta. El sol naciente era un manchurrón de luz en un cielo gris y desleído.

El capitán hizo una pausa en el rellano.

—Su timbre está roto, por cierto. Debería arreglarlo. —Se puso el sombrero—. Buenos días.

Lo estaba haciendo adrede: partir antes de que Will pudiera poner en orden sus pensamientos. Antes de que acertara a hacer preguntas. El viejo bajó al trote por la escalera, pero había algo que Will necesitaba saber de inmediato.

—Marsh —dijo.

El capitán tropezó y estuvo a punto de caer dando tumbos a la acera, pero recobró el equilibrio y se volvió, poco a poco. Tenía una extraña expresión en la cara.

—¿Dónde está? —preguntó Will.

Liddell-Stewart vaciló. Por un momento pareció titubear, casi aliviado, como si hubiera esperado que Will le hiciera una pregunta distinta.

—No tengo ni la menor idea —respondió el capitán.

9 de junio de 1940

Reichsbehörde für die Erweiterung

Germanischen Potenzials

La traición se consumó cuando Marsh estaba desayunando.

Buhler acababa de llevarse a Kammler y había dejado a Marsh unos minutos libres para engullir sus huevos. Todavía estaban calientes; estaba mejorando con Kammler.

—Sí. Ese es.

La voz de Gretel. Marsh alzó la vista. La chica lo señalaba desde el umbral del comedor. Detrás estaba Pabst. Los acompañaba un Hauptsturmführer de las SS al que Marsh no reconoció.

En otro punto, el sonido de una mesa arrastrada. Marsh echó un vistazo rápido por encima del hombro. Dos soldados ordinarios se habían situado a su espalda.

Miró una vez más al capitán que acompañaba a Gretel. El parche de la parte baja de su manga izquierda difería del que Marsh se había acostumbrado a ver en la granja. Dos letras dentro de un rombo negro: «SD».

Era un oficial del Sicherheitsdienst RFSS: el servicio de seguridad de las SS. La inteligencia del Partido.

Gretel miró directamente a Marsh y dijo:

—Es un espía.

El oficial del SD ladró una orden.

—Apresadlo.

Los soldados agarraron los brazos de Marsh antes de que tuviera tiempo de comprender lo que pasaba. Fuera se había congregado una pequeña multitud de mirones que presenciaron cómo el hombre del SD hacía que lo atasen y lo arrastraran hasta el Mercedes negro que esperaba con el motor encendido junto a la granja.

Reinhardt hizo una pausa en mitad de otra sesión de entrenamiento y observó con los brazos cruzados y una sonrisa retorcida.

Buhler y un trío de técnicos abandonaron su conversación. Kammler vio a Marsh, aplaudió y trató de pronunciar su nombre.

—Mmm… mah… mmm.

Von Westarp lo observó todo desde la ventana de su estudio en lo alto de la granja. Lo último que vio Marsh, antes de que le cubrieran la cabeza con el saco, fue a Gretel. Guiñándole un ojo.

Fue un largo y oscuro trayecto hasta Berlín.