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2 de junio de 1963

Croydon, Londres, Inglaterra

—Son los niños —dijo Pethick—. Están comportándose de una forma muy rara.

Gwendolyn aprovechó la interrupción como excusa para zafarse de otra conversación que nacía muerta. Después de que Marsh le revelara los acuerdos secretos de Will con Cherkashin, Gwendolyn no podría haberse vuelto más fría, más distante. Will ya no sentía ninguna calidez cuando su mirada se posaba en él, no leía ningún afecto en su lenguaje corporal. Pero al fin y al cabo, unos desconocidos la habían obligado a abandonar su hogar, y Will no estaba presente. Otro terremoto que ensanchaba el abismo entre los dos.

Por supuesto, tuvo que ser él quien le dijo que su casa estaba destruida, junto con casi todas sus pertenencias. Si antes Gwendolyn se había comportado con frialdad, pasó a ser una tormenta de nieve. El contacto visual dolía tanto como agarrar una barandilla helada en la noche más gélida de enero. Sus gestos le llegaban cifrados con una letra que no entendía. El abismo se agrandó más aún.

La proximidad forzada empeoraba muchísimo las cosas. El abarrotado piso franco no se prestaba a las conversaciones privadas y sentidas que Will ansiaba, y tampoco ofrecía la separación física que necesitaba Gwendolyn. Cuanto más se acercaba él —física o emocionalmente—, con más fuerza lo rechazaba ella. Eran como un par de imanes, repeliéndose constantemente uno al otro.

Y aun teniéndolo todo en cuenta, Gwendolyn se había adaptado a las nuevas circunstancias con un aplomo encomiable. Mucho mejor que Will. Había pasado de su partida semanal de whist y de cenar habitualmente con un duque a compartir cuarto de baño con el enloquecido y algo perturbador resultado de un experimento nazi ya extinto. Will conocía lo suficiente a su esposa para reparar en que su imperturbable elegancia estaba afectada, pero Gwendolyn era así, británica hasta el fondo de su alma.

Will la miró mientras se alejaba por la cocina y cruzaba la puerta trasera hasta el jardín. Klaus estaba de pie cerca del reloj de sol, con acuarelas y un caballete. Gwendolyn se sentó en un banco, a la sombra de las gruesas matas de hiedra que recubrían el muro de ladrillo. Una ráfaga de aire hizo susurrar la hiedra y le alborotó el pelo. Klaus la saludó con la cabeza, y ella devolvió el saludo. Will se preguntó qué tenían en común aquellos dos, qué punto de referencia compartían para dar pie a una conversación.

Pethick carraspeó. Había empezado a pasarse la lengua por dentro del labio superior, con cara de aburrimiento. Will lo miró con el ceño fruncido. «Ah, sí, los niños».

—Y quiere que eche un vistazo a los pobres huerfanitos demoníacos. ¿Es eso?

Aquello era inevitable. Ya sabía que, tarde o temprano, Asclepia se valdría de él como intermediario con los niños del sótano del Almirantazgo. Lo había sabido desde el momento en que Marsh lo había llevado escalera abajo.

—Nos vendría muy bien. Yo voy para allá, para trabajar con ellos un poco. Necesitamos su opinión de experto.

Will enarcó una ceja.

—¿Trabajar con ellos? —Pethick no dio explicaciones—. De acuerdo, lo acompañaré para echar un vistazo a esa vitrina de los horrores suya. ¿Esto ha sido idea de Pip? ¿Otro castigo para mí?

Pethick negó con la cabeza.

—Aún no ha despertado. Su vida sigue pendiendo de un hilo, por lo que he oído.

Will se preocupó. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, descubrió que no quería ver el nombre de Raybould Marsh en la larga lista de personas que habían muerto por su culpa. Ni siquiera le caía bien Marsh, o, mejor dicho, el hombre en que se había convertido. Pero las manos de Will ya se habían manchado bastante con sangre de inocentes británicos.

Las examinó. Dobló los dedos. A menudo se sorprendía de que tuvieran una apariencia tan limpia. Tendrían que estar moteadas de carmesí, con uñas largas y negras. Después de tantos años, hasta los huesos deberían estar manchados.

«Fuera, maldita mancha, fuera digo», y todo eso.

Y para colmo, desde el punto de vista de Gwendolyn, tenía sangre fresca en las manos. Donde él veía justicia, ella veía… Bueno, si no era exactamente asesinato, sería algo igual de censurable.

Will veía borrosos los recuerdos de la huida. Había estado a punto de desmayarse, incapaz de respirar mientras Klaus mantenía intangible la furgoneta. El dolor de cabeza resultante, un leve pálpito en las cuencas oculares, no había menguado en dos días. Pembroke y Klaus le habían explicado los detalles de su muerte después de llevarlo junto a Gwendolyn, al piso franco. Will había leído su propia necrológica en el Times del día anterior. Era más larga de lo esperado, pero favorable a grandes rasgos.

Su funeral se había celebrado esa misma mañana. Ataúd cerrado, por supuesto, ya que la explosión de la tubería de gas no había dejado un cuerpo reconocible. Una punzada de tristeza lo dejó sin aliento; deseó poder ver otra vez a su hermano.

«Lo siento mucho, Aubrey».

Se obligó a volver a pensar en Marsh.

—Se recuperará.

—Eso espero —respondió Pethick—. Es muy quisquilloso, pero bueno en lo suyo. Nunca había trabajado con alguien como él.

—Estoy convencido de que no —dijo Will. Notó un súbito picor en el muñón de su dedo perdido y se lo rascó. «Dios mío. Te han puesto nombre». Tuvo un escalofrío—. Me decía que se estaban comportando de forma rara. ¿En qué?

—Las enfermeras dicen que están agitados. Emocionados —respondió Pethick—. Que se han vuelto rebeldes.

¿Qué podía considerarse normal en un brujo de diez años? No los había habido sobre la faz de la tierra en siglos. Y menos mal, desde luego.

—¿Niños que se comportan como niños? —Will chasqueó la lengua—. Habrá que remediarlo, dónde vamos a parar.

Pethick le dirigió una mirada furiosa.

—Se lo he pedido con educación, y no tenía…

—Lo sé, lo sé —interrumpió Will—. Esto no es una petición, y no tiene por qué mostrarse educado al respecto. ¿Puedo decirle a mi esposa que voy a salir?

—Desde luego.

Gwendolyn seguía charlando con Klaus. Calló al ver a Will asomando por la puerta.

Will sonrió a Klaus. Al fin y al cabo, aquel hombre le había salvado la vida. Hasta le había pedido disculpas por llevárselo al extremo opuesto de la medialuna de adosados. A Will le había parecido un gesto muy considerado.

—Dentro de nada te veremos exponiendo tus obras —le dijo Will. Klaus respondió con un asentimiento cansino—. Cariño, voy a salir un ratito. Volveré en una o dos horas. —Miró en dirección a Pethick, que asintió.

—Haz lo que tengas que hacer —dijo ella, envolviendo cada palabra en escarcha. Luego retomó su conversación con Klaus.

Will se puso unos pantalones verdes de pana y camisa de un verde azulado para visitar el Almirantazgo. En parte se debía a que su guardarropa había quedado destruido, por lo que tuvo que apañarse con la limitada selección de la casa de Croydon, pero además tenía que vestirse con un estilo distinto por si alguien lo veía subiendo o bajando del coche. Se sintió desnudo sin su bombín. Curioso, qué cosas echa uno de menos.

Condujo Pethick. El Morris tenía los cristales tintados.

Antes de entrar en el sótano del Almirantazgo, Pethick preguntó a Will si estaba sangrando. (No). ¿Tenía alguna herida sin cerrar? Demasiadas para enumerarlas.

El lugar estaba organizado más o menos como había esperado Will, pero no por ello le resultó menos terrible. Asclepia se había esmerado en darle un barniz de normalidad con aquella pantomima del aula de escuela primaria. Las edades de los niños variaban más de lo que había supuesto. Los mayores, quizá a punto de llegar a la veintena, debieron de estar entre los primeros que se «graduaron»; los pequeños, los niños prodigio, hacía cuatro días debían de gatear. La piel de Will parecía dispuesta a replegarse fuera de su cuerpo, reptar por la sala y hacerse un ovillo tembloroso en un rincón oscuro.

«Las sombras de Dover», pensó Will. Fue durante aquel viaje a la costa con Stephenson, en el verano de 1940, cuando se plantaron las semillas de aquella práctica aberrante. Allí fue donde Will explicó a regañadientes al viejo qué relación histórica había entre los niños y el enoquiano.

Por muchas excusas que pudiera ponerse acerca de la suerte que habían corrido Hargreaves y los demás hijos de puta, era innegable que la responsabilidad sobre la escena que ahora contemplaba recaía por completo en manos de Will. Aquello eran malos tratos. La mutilación psicológica de unos niños. Y era obra suya.

Tuvo ganas de vomitar. Algunas cosas no eran aceptables, nunca, se dieran las circunstancias que se diesen.

Inaceptable bajo cualquier circunstancia. Eso mismo le había dicho Gwendolyn.

Will se acercó una silla y se dejó caer en ella como un fardo.

—Oh, Gwendolyn —susurró.

—¿Disculpe? —dijo Pethick.

Will meneó la cabeza.

—Una idea preocupante.

Al oírlo, Pethick dio la impresión de asustarse. Pensaba que Will se refería a los niños.

—¿Cuál?

—No importa.

Lo que se había hecho a aquellos niños no tenía excusa. Era la verdad, pura y dura. Y como si acabara de darse un chapuzón en un río helado, el repentino cambio de perspectiva dejó a Will sin aliento, le contrajo el pecho. Will no era distinto a los hombres que habían puesto en marcha aquel lugar. No había justificación que pudiera absolverlo de sus actos. Debía aceptar la responsabilidad, si un día quería redimirse y ser digno de la confianza de Gwendolyn.

Will observaba a los niños desde el lado oculto de un espejo unidireccional. Eran una pandilla revoltosa. Corrían, gritaban, jugaban. Hasta los mayores formaban parte del caos, entre voces y carreras, aportando su granito de arena al pandemonio controlado del recreo. Casi podría creerse que eran niños normales, de no ser por el extraño timbre de sus voces. Un lego habría pensado que sufrían una extraña enfermedad degenerativa que los hacía hablar con las voces cascadas de viejos decrépitos, pero a oídos de Will, las perturbadoras resonancias eran las de una lengua materna que no se hablaba en Inglaterra. Ni en el planeta.

En ese momento una vaharada fantasmal flotó por toda la sala de observación. Olía a arena caliente, cartón mojado, uvas dejadas demasiado tiempo al sol. Una mezcolanza ultraterrenal.

Pethick señaló con la cabeza hacia los niños.

—¿Lo ve?

—Veo a niños jugando. Unos niños profundamente dañados, pero que al menos todavía son capaces de jugar de vez en cuando.

—Esto no es lo normal. Suelen estar callados.

—Que se vean pero no se oigan. Así es como tiene que ser, ¿eh?

Pethick miró a Will con hostilidad.

—Ellos no son… revoltosos.

—Lamento ser yo quien se lo diga, pero parece ser que sí —dijo Will, señalando hacia el cristal. Pethick miró un instante su mano herida, y Will se la escondió en el bolsillo, cohibido. Siguió hablando—: Nadie había emprendido esta salvajada de experimento desde hace siglos. Porque esto es una salvajada, precisamente. Pero dejando eso a un lado de momento, no hay forma de saber lo que constituye la normalidad para estos niños. No existen registros, solo unas pocas habladurías.

—Tengo una nueva asignación para los niños. Lo normal es que se la explique usando el interfono. —Señaló un micrófono y luego una rejilla de altavoz situada sobre el cristal—. Pero creo que lo mejor será que los conozca usted directamente. Para verlos más de cerca.

¿«Asignación»? Will había esperado no volver a oír nunca más aquel eufemismo. Intentó tragarse el nudo de su garganta, pero se le resistió. Un riachuelo de sudor le hizo cosquillas bajo el brazo.

—En la vida volveré a participar en una negociación —logró decir.

Pethick no se dio por enterado. Abrió la cerradura que separaba la sala de observación del «aula». Will inspiró profundamente antes de seguirlo al interior.

Nunca había estado cómodo en compañía de chiquillos. Gwendolyn le decía que tenía mano con ellos, pero él nunca había visto nada que lo corroborara. No sabía cómo hablar con niños normales. Y no tenía ni la menor noción de cómo dirigirse a aquellos.

No tenía que haberse preocupado. Los niños no le hicieron ningún caso.

Pethick frunció el ceño. Pasó alrededor de unos niños que daban vueltas en círculo, cogidos de los brazos y aullando, para llegar a los mapas que ocupaban la pared opuesta al espejo unidireccional.

Will fue tras él. En los mapas estaba representado el planeta entero, aunque con un énfasis evidente en la Unión Soviética. Dedujo que las chinchetas representaban los lugares que habían sido objetivo de las diversas «asignaciones». En su mayoría, se confinaban a la extensa URSS. Pero había unas cuantas chinchetas más en otros lugares, que parecían elegidos al azar: el Protectorado de Tanganica, el sudoeste de Estados Unidos, Nepal… incluso las Midlands; muy cerca de Bestwood, por cierto. En el hueco de pared que no cubrían los mapas, alguien había fijado con cinta adhesiva varias páginas de una revista estadounidense, Life, correspondientes a un extenso artículo sobre el programa lunar soviético. El texto iba acompañado de algunas ilustraciones de la estación espacial orbital (muy bien hechas, aunque el apellido del dibujante, Bonestell, resultara algo morboso por recordar a un esqueleto). También había chinchetas clavadas en las imágenes.

—Sin duda, los ha tenido ocupados —dijo Will.

—Qué raro —dijo Pethick—. Los niños se han dedicado a cambiar chinchetas de sitio. —Señaló la que había en Estados Unidos, clavada con firmeza en la equis de Nuevo México—. No les hemos dado ninguna asignación en América. —Señaló otras chinchetas—. Ni aquí. Ni aquí.

—Los niños juegan. Eso lo sé hasta yo.

Pethick dio dos palmadas.

—Hola, niños —dijo. Acaparó su atención y, al cabo de unos momentos, el caos del recreo empezó a remitir. Los niños se volvieron para mirar a Pethick.

—Hola, Samuel —respondió uno de los mayores. Separó el nombre en tres sílabas bien diferenciadas: «Sa-mu-el». Miró a Will—. No has venido solo, Samuel.

El muchacho hablaba con una cadencia extraña. Aleatoria, como el titilar de una estrella.

—Este es William.

William les ofreció la sonrisa más valiente y engañosa que fue capaz de componer. Saludó a los niños con la mano.

El chico miró la maraña de finas cicatrices blancas que recubría la mano de Will. Inclinó la cabeza a un lado y observó con los ojos entrecerrados.

—¿Eres uno de nosotros?

—William es un amigo —intervino Pethick—. Hoy ha venido a vernos trabajar. ¿Estáis preparados, niños?

Se amontonaron en torno a Pethick como patitos nerviosos. Will desapareció de su universo con tanta velocidad como había entrado en él. Retrocedió y se dejó caer contra una pared. En parte lo hizo para alejarse de aquellos niños horribles, y en parte para observar mejor el proceso. El pavor se transformó en una bala de cañón en su estómago.

Pethick hurgó en el bolsillo interior de su traje hasta sacar un alfiler.

—Muy bien —dijo—, ¿a quién le toca hoy?

Una niña dio un paso hacia él. Su cabello, de agrestes ondas pajizas, rozó los volantes de gasa que su vestido rosa tenía en el hombro. Si se hubiera puesto al lado de Will, no le habría llegado ni a la cintura. En su cara redonda aún se apreciaban vestigios de los cachetes de bebé.

Will se frotó los ojos, deseando poder marcharse. Pero Pethick tenía las llaves de la esclusa que llevaba a la escalera. Will se pasó un pañuelo por la frente.

La niña ofreció su mano a Pethick. No hizo ningún ruido ni mostró incomodidad alguna cuando él le pinchó en el dedo índice con el alfiler. Soltó su mano. La niña se apretó la punta del dedo hasta que una gota roja le manchó la piel blanca.

Pethick limpió el alfiler.

—¿Quién se acuerda de dónde está situado el Cosmódromo de Baikonur?

Algunos de los niños se acercaron al mapa que representaba el centro sur de la Unión Soviética. Señalaron una sección, por lo demás vacía, de la República Socialista Soviética de Kazajistán, un poco al este del mar de Aral.

—Eso es —dijo Pethick. Adoptó un tono más lúgubre—. Muy bien, niños. Los hombres malos, los que quieren hacernos daño, van a lanzar otro cohete pronto. —Les indicó las ilustraciones de la revista Life—. Debe fallar.

—Cohete falla —dijo el muchacho que había saludado a Pethick.

—Cohete falla —dijo la niña que sangraba.

—Cohete falla —dijeron los demás.

La axila de Will dejó escapar otro riachuelo de sudor. Descendió por su costado, ardiente como el hielo.

El chico repitió las dos palabras. Los otros respondieron, cada niño según su propio ritmo y entonación, todos ellos con una pronunciación que hacía patente su acento antinatural. Lo resaltaba. El coro de voces fue acelerando poco a poco el compás, hasta que todos los niños convergieron a un ritmo único. Pasaron al enoquiano en pleno cántico.

La aullante vorágine del idioma inhumano zarandeó a Will. Los sonidos guturales, los gorgoteos, la furia de las estrellas recién nacidas y los estertores de unas galaxias de antigüedad inenarrable… todo era un eco de su vida pasada.

Y todo era incomprensible. No le veía sentido. De acuerdo, tenía oxidado el enoquiano. Más que oxidado, lo tenía por maldito y abandonado. Pero aun así, se las veía y se las deseaba para captar el menor indicio de significado en aquella gramática ultraterrena de la voluntad.

El problema tenía una vertiente antigua y familiar. El enoquiano era un idioma demasiado vetusto para abarcar un concepto como el de «cohete». Durante la guerra, los brujos de Asclepia habían dedicado horas y más horas a diseñar unos circunloquios viables que les permitieran expresar lo que necesitaban. Era un trabajo difícil y peligroso. Aquellos niños llevaban haciéndolo el tiempo suficiente, a la vista de los mapas y las chinchetas, para haber desarrollado una jerga propia. Un enoquiano criollo.

Will trató de comprender aquel batiburrillo. Era como si los niños hablaran un dialecto diferente del enoquiano, aunque sabía que eso era imposible. Los dialectos eran un invento humano. Comprendió que el galimatías se debía, en parte, a que los niños hablaban enoquiano sin inhibiciones. Se habían criado en ese idioma, y tal vez hasta pensaran en enoquiano. Si habían acogido la gramática en sus mentes, si la almacenaban en cerebros que latían con sangre humana…

El hilo de aquel pensamiento se interrumpió. Las sombras que proyectaban en el techo los fluorescentes se marchitaron y tiritaron. El suelo cabeceó. El aire tomó la consistencia de la materia podrida y el tacto de la loción de afeitar, volviendo trabajosa la respiración. Una vasta consciencia llenó la sala. Fría y aplastante, más oscura que el fondo del mar.

Los niños habían atraído a un eidolon con la misma facilidad con que podrían haber llamado a sus madres. Cosa que tal vez, en cierto modo, habían hecho. Otra idea aterradora.

El eidolon habló. Su voz era el trueno de la creación y el silencio de un universo sin vida. Ni siquiera los niños podían aspirar a más que una burda imitación del enoquiano puro. A fin de cuentas, eran mera carne. Pero no se trataba solo de eso. El eidolon sonaba distinto a cualquier eidolon de otra negociación que Will hubiera presenciado. Más allá de la enormidad de su presencia, más allá de la impertérrita maldad de fondo, sonaba… inquieto. Si no supiera que eso era imposible, habría jurado que estaba excitado. Impaciente. Will se echó a temblar.

Dio la espalda al toma y daca de la negociación en enoquiano. Salió a trompicones a la sala de observación, cerró la puerta tras él y se acurrucó en una silla. Pasado un momento, levantó un brazo para arrancar el cable del altavoz situado sobre el cristal. Desconectar el altavoz no sirvió para alejar al eidolon, no aisló la estancia del hecho de su presencia. No había forma de aislarse de algo que rozaba el mundo a través de las grietas abiertas en el tiempo y en el espacio.

Un aspecto de la negociación se zanjó sin ambigüedades. El precio de sangre: tres almas. Asclepia pagaría aquella misión de sabotaje con la sangre de tres civiles inocentes. Tres pobres diablos desprevenidos, escogidos al azar por Pethick y su equipo de asesinos.

«¿Qué será esta vez, Sam? ¿Pegarás fuego a la casa de alguien? ¿Cortarás los frenos de un autobús? O tal vez te las ingenies para que se desprenda una cornisa de una fachada y se estrelle contra el flujo de peatones que recorre Shaftesbury. Apuntando bien, una repisa podría cargarse sin problemas a unos novios que paseen cogidos de la mano».

Todo para mayor gloria del Imperio británico.

Will subió las rodillas hasta el pecho y rodeó las piernas con sus largos brazos. Pero abrazarse a sí mismo no desterraba el frío, no aliviaba sus temblores.

Se quedó sentado en la misma postura hasta que el eidolon se fue. Los ademanes de Pethick sugerían que daba las gracias a los niños, que retomaron lo que estaban haciendo antes de que entraran los adultos, como si los sucesos de la última media hora no hubieran tenido lugar.

Pethick regresó a la sala de observación.

—¿Y bien?

—El problema no está en los niños. Son los eidolones. Alguna cosa los ha puesto frenéticos.

2 de junio de 1963

Croydon, Londres, Inglaterra

A Klaus le sorprendió que Gwendolyn eligiera mantener cualquier conversación con él, y mucho más de que lo tratara con educación. Sabía muy poco de ella. Solo que estaba casada con Will, que ahora vivía oculta y que compartía cuarto de baño con Gretel.

Pero Gwendolyn no mencionó nada de aquello. Lo felicitó por sus cuadros. (Aunque no era muy buena mentirosa). Cuando Klaus preguntó, ella le informó de la inminente celebración del cumpleaños de la reina, que había oído mencionar en televisión. (Qué cosa más rara, aquello de la televisión. Klaus ya estaba al corriente de lo que era, pero no había visto ninguna de verdad antes de llegar a Gran Bretaña). Y sus comentarios dieron a Klaus la inesperada impresión de que estaba familiarizada con los filósofos alemanes: Goethe, Schiller, Nietzsche.

Klaus había estudiado a Nietzsche más que de sobra en su juventud. No sentía el menor deseo de pasar ni un minuto más reflexionando sobre el Zaratustra o La gaya ciencia. Pero… ¡Schiller! El doctor Von Westarp había incluido a Schiller en el programa de lecturas de la granja, pero no les había machacado tan obsesivamente sus argumentos como los de Nietzsche. Les había subrayado, sobre todo, la noción de Schiller de Pflicht und Neigung, la armonía entre deber y deseo.

Aquellas lecciones habían regresado a la mente de Klaus durante las últimas semanas. Schiller tenía mucho que decir acerca de la belleza y la libertad.

«¿Tienes un alma hermosa, Gwendolyn? ¿La tengo yo? ¿La tiene algún hombre vivo?».

Gretel no la tenía, de eso estaba seguro.

Gwendolyn dejó una frase a medias cuando Will apareció en el jardín. El hombre saludó a Klaus y le soltó otra mentira bienintencionada sobre su habilidad pictórica. Klaus comprendía sus acercamientos amistosos; al fin y al cabo, había ayudado a salvar la vida de Will. Pero los lugares comunes le crispaban los nervios.

Por una parte, deseaba estar solo y pintar a sus anchas. Pero lo que más le hacía subirse por las paredes era que nadie decía ni una sola palabra sobre el trato que había cerrado con Marsh, antes de la batalla contra el aspirante a asesino de Will. Ni Pethick ni Pembroke habían dado señales de conocer siquiera el acuerdo, y ya no digamos de cumplir su parte. Una vez más, Klaus había elegido confiar en la persona equivocada. Marsh se había valido de él con la misma eficiencia que habría demostrado su hermana. El único intento que había llevado a cabo para modelar él mismo su propio destino había sido un fracaso que no llevaba a ninguna parte. Jamás sería libre.

Asintió con educación a Will y mojó su pincel en un frasco mientras él y Gwendolyn intercambiaban unas frases incómodas. Madeleine había limpiado el frasco de mermelada y se lo había regalado para complementar sus instrumentos de pintura. Resultaba muy útil.

Will se marchó. La puerta provocó una ráfaga de aire al cerrarse, que hizo temblar el caballete. Klaus saltó para atrapar el papel de su acuarela, lo que hizo volar sus cables desconectados, que dibujaron un amplio y descontrolado arco sobre su cabeza. Aquello le hizo sentirse conspicuo. Vulnerable. Sobre todo, delante de una desconocida.

Después de equilibrar el caballete, se puso de espaldas a Gwendolyn. Entonces pasó los cables de forma que el manojo colgara por delante de su pecho, donde ella no lo viera.

—No tiene por qué avergonzarse.

Klaus se concentró en pintar. Trazos limpios y firmes.

—Usted no fue víctima de los campos de concentración, ¿verdad? —dijo Gwendolyn—. Formó parte de ese proyecto, durante la guerra. William me lo explicó.

En la voz de la mujer se apreciaba un matiz de melancolía. Klaus echó un vistazo por encima del hombro para observar su rostro. Ahí se captaba, en torno a los ojos: una minúscula grieta en su fachada. Gwendolyn mantenía muy bien las apariencias, pero eran solo eso. Apariencias.

—Me explicó todo lo sucedido en la guerra —siguió diciendo—. Me habló de Asclepia, y de la Reichsbehörde.

«Ajá». Por eso ella había salido al jardín.

«Te habló de ello, pero nunca lo habías visto. Y ahora quieres verlo. Quieres entender las cosas incomprensibles que te han traído aquí. Quieres ver con tus propios ojos qué es lo que te ha destrozado la vida».

Klaus se concentró en el caballete.

—No fue un proyecto bélico. La guerra solo fue su final.

—Me explicó unas cosas increíbles. Son todas ciertas, ¿verdad?

—No sé lo que le contó su marido —dijo Klaus. Eligió un pincel más fino y mojó la punta en un bote de negro azabache.

—Describió a un grupo de alemanes que podían… hacer cosas. Cosas que otros no podemos hacer.

—¿Le confesó que él también pertenecía a uno de esos grupos? ¿Que formaba parte de una organización capaz de realizar actos sobrenaturales?

Gwendolyn respondió con un lento y triste asentimiento.

—Y que hicieron cosas espantosas por el bien de este país. De eso no me cabe duda. —Se detuvo para elegir las palabras—. William pasó mucho tiempo enfermo después de la guerra. Sé que las cosas que me dijo iban en serio. Él creía en todas ellas, por imposibles que parecieran. Pero es que la historia era tan, tan increíble… que siempre me he preguntado si algunas partes podrían ser fruto de los delirios de su enfermedad.

—Quiere ver una demostración.

Gwendolyn aspiró una bocanada de aire larga e intermitente.

—Sí.

Klaus movió la cabeza de un lado a otro.

—No tengo batería.

—Oh —respondió ella. Cuánta decepción podía caber en una sola sílaba—. Me habría encantado… —Dejó la frase a medias.

—No puedo ayudarla —dijo él.

Gwendolyn se quedó callada después de aquello. El viento arreció. El cielo despejado y azul se retiró ante el avance de un frente de nubes de color gris ceniza que se desplazaba rápidamente desde el oeste. El aire traía el olor de una tormenta de verano. La difusa luz solar ganaba y perdía brillo según se acercaba la masa de nubes. Resultaba complicado estimar bien los colores. Lo que debía ser un violeta oscuro se volvía azabache en un instante y azul medianoche en el siguiente.

Klaus arrancó el papel de la tabla. Sus cuervos pintados carecían de la oscuridad iridiscente que reflejaban las aves reales. Solo eran lamentables imitaciones. Los colores de la acuarela, todavía húmedos, gotearon de sus dedos cuando arrugó el papel.

—Qué pena —dijo Gwendolyn—. Me habría gustado verlo terminado.

—No era nada. Una imagen de un viejo sueño.

Las primeras gotas de llovizna cayeron mientras Klaus ordenaba sus enseres de pintura. Gwendolyn le sostuvo la puerta mientras los pasaba al interior.

—Tengo entendido que formó usted parte del grupo que salvó a mi marido. Se lo agradezco.

Gwendolyn se retiró a su cuarto. La llovizna se convirtió en una tromba de verano. Klaus se lavó las manos en el fregadero de la cocina mientras la lluvia recorría los huecos del enlosado del jardín.

Oyó la televisión en la sala de al lado. Decían algo acerca de Estados Unidos. Klaus echó un vistazo desde la cocina. Gretel estaba sentada en el suelo, trenzándose el pelo mientras la pantalla mostraba a hombres y mujeres andrajosos que hacían largas colas para conseguir un pedazo de pan o suplicar trabajo. La Gran Depresión ya estaba bien entrada en su cuarta década. La escena cambió a Nueva York, donde se agolpaban enormes multitudes a la caza de los escasos boletos para la lotería de la emigración.

Klaus guardó sus utensilios unos minutos antes de que llegara Pembroke para tomarle su siguiente informe. En general, Pembroke dejaba que las preguntas las formularan Pethick y Marsh. La sesión anterior la había llevado Pethick en solitario, ya que Marsh estaba incapacitado. Los otros agentes de Asclepia, Roger y el difunto Anthony, estaban excluidos de los interrogatorios desde el principio.

Madeleine había dispuesto un servicio de té, una bandeja de canapés y un magnetófono de carrete en la mesita baja de nogal que había en la sala de estar. Señaló la mano de Klaus y le guiñó un ojo antes de salir y cerrar la puerta de paneles. Klaus se había dejado una mancha: su mutilado dedo anular estaba teñido de marrón terroso, que formaba una capa suave sobre su piel rugosa.

¿Pembroke lo creería si le explicaba el trato que había cerrado con Marsh, colaborar en la emboscada a cambio de una identidad nueva? No. El único testigo del acuerdo estaba en el hospital, desfigurado e inconsciente.

—Empecemos, ¿le parece?

Pembroke activó la grabadora. Clunc. Abrió su libro de contabilidad y destapó una estilográfica. Su ropa dispersó un aroma dulce a tabaco de pipa.

Klaus mordisqueó un canapé. Estaba húmedo y salado.

La pregunta inicial de Pembroke supuso un brusco desvío de la línea de investigación que habían construido en las sesiones anteriores. Hasta entonces, los interrogatorios se habían centrado en su trabajo en Arzamás-16.

—Dígame, Klaus. El día en que el Ejército Rojo ocupó la REGP, en 1941, ¿dónde estaban las gemelas?

3 de junio de 1963

Lambeth, Londres, Inglaterra

La consciencia volvió lentamente. La lucha por la lucidez era muy parecida a estar buceando hacia el aire de la superficie después de haberse arrojado al fondo de un lago de melaza. Poco a poco, la neblina de los sueños febriles y de los analgésicos se retiró, dejando paso a algo que tal vez fuese raciocinio. Los momentos conscientes iban y venían, alternándose con el sueño, la sedación, el fuego, el dolor.

Sombras. Sonidos. Texturas. Olores. Percepciones del mundo exterior que parpadeaban en la psique de Marsh como fragmentos de una película quemada y rota.

Susurros junto a la cama. Pasos resonando en un suelo duro. El olor del antiséptico.

Algo áspero y mojado en su cara. Picor. ¿Tela?

Algo puntiagudo en su brazo. Puñalada. ¿Aguja?

Algo tibio, casi caliente, en su mano. Sosteniéndola. Dedos suaves que acariciaban los suyos.

Liv.

Tenía la boca como un estropajo. Salivó hasta que pudo humedecerse la lengua. Tragó.

La saliva se convirtió en papel de lija. Peor. Un fuego líquido bajó por su garganta. Tosió. Estalló una bomba en su esófago. Acribilló su tráquea con metralla.

Un susurro le hizo cosquillas en la oreja.

—No intentes hablar, cariño. Tienes heridas muy graves.

Gretel.

Marsh arrancó su mano de la de ella. Las agujas de su brazo lo pellizcaron, castigándolo por moverse. Volvió a hundirse en las almohadas, aún aturdido por la sedación.

—Los médicos creían que tal vez no te recuperaras —dijo Gretel—. Pero yo les he asegurado que sí.

Recordó la lucha en casa de Will. Recordó cómo había fallado su plan. Recordó al agente soviético asesinando a Anthony y dándoles a todos una paliza de dos pares de cojones. Recordó que le hacía un puente a un coche, que lo conducía hacia un hombre que brillaba como el sol. Después de eso, nada.

No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente. ¿Un día? Por como se sentía, más.

Se obligó a abrir los ojos. El derecho lo abrió sin impedimentos. La fría y estéril luz del hospital le dolió al inundar su visión borrosa, acostumbrada a la oscuridad. Abrir el ojo izquierdo fue más complicado. Tuvo que vencer la resistencia de un tejido rígido y un adhesivo firme. El lado izquierdo de su cara y de su cuello estaban vendados con tiras de gasa.

Se hallaba en una habitación privada, con una ventana que daba al pasillo. Pasó frente a ella una mujer, demasiado deprisa para conseguir fijarse en muchos detalles. Una enfermera, o quizá una monja.

—¿Cuánto tiempo? —Su voz salió con una ronquera irreconocible. Volvió a toser. El dolor le hizo ver las estrellas. Casi se desmayó. La punta de un dedo le frotó los labios.

—Tienes la garganta quemada. Toma esto —dijo Gretel.

Le enseñó una pizarra pequeña, como las que había usado de niño en el colegio. Una superficie donde escribir, de color gris oscuro, con un marco de madera del que colgaba una esponja húmeda por un lado y una tiza por el otro. Se la dejó encima de la barriga.

La puerta se abrió. Roger asomó la cabeza. Miró a Gretel con el gesto torcido, receloso.

—Me ha parecido oír algo. —Su expresión se animó al ver a Marsh—. ¡Vaya! Bienvenido, jefe. Ya pensaba que se nos iba a criar malvas.

Marsh inclinó la cabeza hacia Gretel y entonces miró a Roger con el ceño fruncido, levantando los hombros.

—Gretel ha dicho que usted se despertaría hoy y que tenía que estar presente.

«No trabajas para ella», escribió Marsh, y lo subrayó. Dos veces.

Al menos, Roger tuvo la decencia de avergonzarse.

—El jefe quería que le tuviera echado un ojo, así que iba a venir de todas formas.

«¿Cuánto tiempo?», escribió Marsh.

—Cuatro días —respondió Gretel.

«¡Cuatro días!».

«¿Mi mujer?», escribió.

—No se preocupe —dijo Roger—. Sabe que está usted aquí. Se lo notificamos cuando, hum… cuando creíamos que se iba al otro barrio. Ha venido todos los días.

—Pobre Liv —dijo Gretel.

Tap, tap, tap, hizo la tiza: «¿Dónde?».

—El Saint Thomas —respondió Roger.

—Tienes que descansar —dijo Gretel.

Le quitó la pizarra y la dejó enganchada a la barandilla de su cama de hospital. A una mirada interrogativa de Roger, Marsh respondió cerrando los ojos y asintiendo.

Despertó en algún momento indeterminado del futuro, de nuevo con los dedos de alguien entrelazados con los suyos.

Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras; alguien había apagado las luces del techo. Las del pasillo estaban atenuadas. Era de noche, pues. Notó fresca y húmeda la gasa de su cara; se la habían cambiado mientras dormía.

Liv estaba sentada junto a su cama, perfilada por el brillo suave que dejaba pasar la ventana. Le brillaban los ojos. Tenía la cara hinchada de llorar; su lechosa piel, fofa por la edad; se había dejado unos mechones de cabello color caoba al recogérselo. Liv le soltó la mano y se alejó hacia el respaldo de su silla cuando vio que los ojos abiertos de Marsh la estudiaban.

—Liv —logró decir. La oscuridad casi volvió a llevárselo.

—Dicen que te abrasaste las cuerdas vocales. Que tu voz sonará así de ahora en adelante. —Levantó una mano con poca convicción, como si fuera a tocarlo otra vez—. Y tu cara… —Retiró la mano y la dejó caer en su regazo.

—Liv —volvió a graznar él. Los bordes del mundo se volvieron de color púrpura.

—Son cosas que pasan cuando se es un burócrata de la Oficina de Asuntos Exteriores, ¿verdad? Gajes del oficio. Es lo que se supone que debo creer, ¿no?

¿Cómo podía explicárselo? Tal vez fuese un efecto secundario de los analgésicos, pero no encontraba la forma de encajar aquello con su tapadera. De joven había sido mejor mentiroso.

—No soy tonta, Raybould. Primero apareces tú en el hospital, quemado y muriéndote. Y luego me entero por la tele de que el pobre Will ha muerto en una explosión de gas.

Ellos no tenían televisor. Marsh se preguntó dónde se habría enterado.

En fin. Por lo menos, Asclepia se las había apañado para idear una cortina de humo que encajara con los acontecimientos de Knightsbridge.

—Estabas siempre tan enfadado. ¿Fuiste…? —La voz de Liv se volvió un ronco susurro—. ¿Fuiste tú quien mató a Will? ¿Le quemaste la casa?

—¡No!

El grito rasgó algo. Marsh tosió para despejar el líquido caliente y salado del fondo de su garganta. Después notó un trozo de algo blando y amargo. A duras penas logró tragarlo sin vomitar. Pasó el tiempo mientras reunía la fuerza necesaria para volver a abrir los ojos.

Liv se puso en pie.

—Pensaba que era viuda. —Cruzó los brazos bajo los pechos, como si se abrazara a sí misma, y se puso a andar, yendo y viniendo por los tres lados de su cama—. Ya te lo dije, Raybould. No permitiré que me abandones con John. No puedo cuidar de él yo sola. No quiero. —Hizo un alto en las sombras que había al pie de la cama—. No te atrevas a dejarme. No con John.

Marsh intentó decir: «No lo haría ni aunque pudiera», pero la agonía del habla pudo con él.

No reconocía su propia voz. No supo si Liv lo había entendido. Pero vio cómo le temblaba el labio inferior, en la penumbra del fondo de la cama.

Solo entonces, cuando no podía hablar, anheló tener una conversación sincera con Liv. Había tantas cosas que quería, que necesitaba decirle… La expresión de su cara, el temblor de su voz, la forma en que se movía por la habitación, todo indicaba que Liv sentía la misma necesidad. Lo que se habían callado desde hacía mucho tiempo, había estado a punto de permanecer callado para siempre. Marsh se preguntó si las cosas podrían cambiar entre ellos.

Liv se sorbió la nariz.

—Me hicieron rellenar los papeles para la pensión de viudedad.

Marsh asintió. La había incorporado a su acuerdo con Pembroke, por si le pasaba algo mientras desenmarañaba la telaraña de Gretel. Como casi le había pasado.

Liv se posó en el borde de la silla, junto a la cama de Marsh, como un pájaro a punto de alzar el vuelo. No le cogió la mano.

El médico responsable de Marsh era un irlandés alto y amistoso llamado Butler, cuyas frecuentes sonrisas dejaban ver sus paletas separadas. La práctica médica de Butler había empezado durante la guerra, atendiendo a pilotos derribados de la RAF. Los pocos que sobrevivieron cuando la Luftwaffe los estrelló, solían sufrir extensas quemaduras de segundo y tercer grado por todo el cuerpo. En comparación, insistía Butler, las lesiones de Marsh eran una tontería.

El dolor no era ninguna tontería, y menos después de que Butler le redujera la dosis de morfina. El ácido bórico de los vendajes de Marsh pasó de molestia apenas perceptible a picor leve y pronto a continuas punzadas que le recorrían media cara. Tragar resultaba tal tormento que se encogía de dolor. Le costaba dormir.

Pembroke dejó una maceta con un helecho pequeño en la mesita lateral; las hojas alargadas y plumosas caían por encima del borde de la mesa. Marsh vio por una rendija entre los párpados que Pembroke vacilaba al lado de la cama, dudando si debería quedarse o marcharse. Marsh abrió los ojos y lo invitó a sentarse con un ademán.

—Su médico asegura que es «un cabronazo bien duro» —dijo Pembroke. Esbozó una sonrisa—. No puedo discutirle el diagnóstico. Aunque no soy médico, claro.

El encogimiento de hombros de Marsh le tiró de las suturas protegidas por los vendajes del cuello. Dolió.

—Al principio estuvo un tiempo en la cuerda floja, pero ya no tardarán en darle el alta. Y debo decir que me alegro mucho. Hizo usted un trabajo impresionante. —Posó una mano en el hombro de Marsh—. Estuvo muy rápido con la idea de usar la boca de incendios. De no ser por sus reflejos, solo habrían quedado cenizas de todos nosotros. —Retiró la mano—. Ni de lejos estábamos preparados para el hombre de Cherkashin, y le pido que acepte mis disculpas por ello.

Marsh levantó la pizarra de su soporte en la barandilla de la cama. Escribió: «¿Will?».

—A salvo —dijo Pembroke—. Oficialmente ha muerto, por supuesto. El incendio nos proporcionó una historia convincente.

La esponja se había secado. Marsh la humedeció en el vaso de agua de su mesita antes de borrar la pizarra entera.

«¿Klaus?».

—Salió de allí sin un solo rasguño. También le he dado las gracias.

Junto al nombre de Klaus, Marsh añadió: «¿Acuerdo?».

Pembroke se quedó perplejo.

—¿Acuerdo? —Negó con la cabeza—. No. No he llegado a ningún acuerdo con él.

Al parecer, Klaus no había mencionado el trato que había pactado con Marsh. No habría tenido ningún sentido, si él moría en el hospital. Marsh no tenía paciencia para explicar el acuerdo en aquella pizarra tan pequeña, así que Klaus tendría que esperar unos días más hasta que pudiera hablar sin destrozarse las cuerdas vocales.

«¿Asesino?». Marsh borró la palabra tan pronto como Pembroke la hubo leído, por si entraba alguna enfermera o médico.

Pembroke volvió a negar con la cabeza.

—No quedó mucho de él, después de que usted lo atropellara. Ese tipo le derritió medio capó antes de entrar usted en contacto, y su cuerpo se fundió con el metal. Nos las vimos y nos las deseamos para sacarlo a usted de entre los restos y meterlo en una ambulancia sin llamar la atención. Pero pudimos echar una lona sobre el coche enseguida. Cargamos todo el destrozo en un camión descubierto y lo bajamos a un almacén que tenemos en una zona de los muelles. —Marsh asintió; conocía el lugar, una propiedad del MI6. Las suturas volvieron a tirarle—. Hemos llenado el lugar de hielo seco, para conservar los restos, pero…

Marsh cerró los ojos y se dejó caer entre las almohadas. Poco iban a sacar en claro.

—Lincolnshire Poacher sigue silenciosa.

Marsh suspiró. Pues claro que lo estaba.

—Pero acerca de ese tema —añadió Pembroke— creemos saber cómo se comunica Cherkashin con sus superiores de Moscú.

Marsh enarcó las cejas.

—Klaus nos ha confirmado que los soviéticos capturaron a una de las gemelas cuando tomaron la granja de Von Westarp. Afirma que vio cómo la subían a un camión.

Marsh puso los ojos en blanco y dio un cabezazo a la almohada. Le saltó un punto. «Las gemelas. Claro, claro, claro».

El doctor Von Westarp había trabajado durante décadas con el objetivo de capturar la «voluntad de poder» de Nietzsche. En el orfanato que dirigía como tapadera para sus espantosos experimentos médicos, no reparó en horrores para esculpir un superhombre a partir de la blanda arcilla de niños abandonados. Y años más tarde, apadrinado por Heinrich Himmler, lo consiguió. En 1939 ya había creado cuatro hombres y cuatro mujeres capaces de hazañas imposibles: Gretel, Klaus, Reinhardt, Kammler, Rudolf, Heike y dos gemelas idénticas sin nombres

Las gemelas tenían un poder muy limitado, pero era endiabladamente útil. Cada una veía a través de los ojos de la otra, oía a través de los oídos de la otra y sentía todo lo que sentía la otra. No servían para el combate, pero eran un excelente canal de comunicaciones ultraseguras. Con una gemela en Berlín y la otra destinada en algún otro lugar, el Alto Mando alemán podía enviar las órdenes más secretas y recibir los informes más detallados sin recurrir al cifrado ni a las transmisiones relámpago.

La mente de Marsh aceleró. Rompió la tiza al escribir a toda prisa: «¿La otra?».

El fragmento roto cayó al suelo. Rodó hasta debajo de la cama, dejando un tenue rastro de polvo.

—Klaus no sabe dónde la tenían apostada los teutones —dijo Pembroke—. Pero claro, cuesta imaginar que fuese fuera de Europa. Tal vez estaba en la misma Alemania. Podemos dar por sentado que Iván la tiene a ella también.

Pues claro que la tenía. La retrospectiva lo hacía evidente, joder. ¿Por qué no había repasado los archivos, releído los registros operativos de la Schutzstaffel que se había traído de Alemania? Tendría que haberse refrescado la memoria el mismo día en que volvió a Asclepia. De hacerlo, habría visto la conexión al instante. Pero había evitado reconocer ante sí mismo que se había ablandado, que necesitaba un recordatorio. Que su momento de plenitud ya quedaba muy atrás en el pasado.

Pero ya no importaba. Que los soviéticos hubieran eliminado lenta y meticulosamente a los brujos originales de Asclepia sugería que estaban calentando motores para alguna cosa. Alguna cosa grande. Marsh ya se lo había advertido a Pembroke. Y ahora Asclepia sabía, por la debacle de Knightsbridge, que Arzamás-16 había logrado replicar y mejorar la tecnología original de la REGP.

Visto como parte de un todo, significaba que Iván tenía pensado sacar a la luz el equivalente comunista del Götterelektrongruppe de las SS. Planeaba hacer temblar al mundo ante el inexorable poderío de la Unión Soviética.

Pero aún no había sucedido. De lo contrario, Pembroke no se habría entretenido con halagos y charla ligera. ¿Qué frenaba a Iván? Cherkashin y sus superiores habían dejado a Will para el final, y ahora Will estaba muerto, por lo que respectaba al mundo exterior. ¿A qué estaban esperando?

Marsh dibujó una flecha que salía de «¿La otra?», escribió «Muerte de Will» y, tras otra flecha, «¿Confirmación?».

Pembroke asintió.

—Sí. Eso mismo hemos concluido nosotros. Nuestro amigo Cherkashin sigue el manual a rajatabla, ¿eh? No es de los que se saltan el protocolo.

Deducir ese protocolo no era difícil si se conocía bien el oficio. La muerte de Will había sido un bombazo informativo. Por fuerza, Cherkashin se había enterado. Él y sus jefes de Moscú. Pero podía tratarse de un subterfugio elaborado. Desinformación. De modo que Moscú no actuaría hasta que les hubiera confirmado la muerte de Will en persona, por medio de las gemelas, y Cherkashin no lo haría hasta que, por su parte, recibiera la confirmación del asesino.

Y era una pena. Los niños que vivían en el sótano del Almirantazgo iban a dar un buen susto a los soviéticos. Asclepia estaba en condiciones de dejar cojo a Iván, si asomaba la patita.

Pero podían convencerlo de que la asomara. Si se hicieran con una de las gemelas…

Y Marsh supo exactamente dónde encontrarla. Recordó las sesiones de interrogatorio con Will. Le habían hecho hablar largo y tendido sobre la embajada. Y así, Will había mencionado al guardia que vigilaba una puerta con bandas de acero.

Tap, tap, tap, hizo la tiza mientras Marsh esbozaba su idea a Pembroke.

Gretel regresó. Intentó coger la mano de Marsh de nuevo. Él la apartó.

—No me toques —dijo con dificultades.

—Has de descansar la voz —replicó ella—. Toma. —Volvió a ponerle la pizarra en el regazo.

«No me toques», escribió él.

—Hoy te quitan las vendas —dijo Gretel.

«¿A qué has venido?».

La mujer frunció el ceño, como si la respuesta fuera obvia.

—Hoy te quitan las vendas.

Marsh empezó a llamar a Roger, pero levantar la voz le produjo otro ataque de tos. Tragó sangre y jirones de tejido amargo. Gretel le puso una mano en el pecho y lo empujó con suavidad hacia las almohadas.

—Descansa.

Marsh le notó la mano caliente a través de la fina bata de hospital. Gretel no la apartó. Marsh no podía levantar el brazo para sacudirla sin dar un doloroso tirón a una aguja o a los puntos. Gretel le sonrió.

—… le iremos retirando la dosis de analgésicos a lo largo de las próximas semanas, aunque puede haber momentos difíciles.

La puerta se abrió. El doctor Butler la sostuvo para que entrara Liv, al parecer mientras le explicaba el estado de Marsh. Liv entró, asintiendo con desgana a las instrucciones del médico. La mano de Gretel cayó a su propio regazo.

«Oh, no —pensó Marsh—. ¡Ahora no!».

Tenían una oportunidad para conectar de nuevo. No eran imaginaciones suyas. La había sentido durante la anterior visita de Liv. Su esposa le había cogido la mano mientras estaba dormido. Pero la presencia de Gretel tal vez aniquilara el deshielo en su relación con Liv antes de su inicio.

Liv empezó a hacer una pregunta a Butler, pero se mordió la lengua al ver a Gretel sentada en el borde de la cama de Marsh.

—¿Quién es esa fulana? ¿Tu novia?

Gretel se levantó.

—Hola, Olivia. Raybould y yo trabajamos juntos. —Cogió la mano de Liv entre las suyas—. Qué alegría conocerte por fin.

Liv le frunció el ceño. Pero la mirada torva solo permaneció un momento fija en los ojos de Gretel. Liv la apartó e hizo una mueca al advertir los cables. Volvió a abrazarse a sí misma.

—Caramba, qué sitio más fascinante ha de ser esa Oficina de Asuntos Exteriores —murmuró. En voz más alta, dijo—: No sabía que te gustaran las chicas teutonas, Raybould.

¿Cómo narices podía explicarle quién era Gretel? Liv, te presento al arma secreta de Hitler. Una mujer desquiciada, despiadada y clarividente. Lleva obsesionada conmigo desde antes de que tú y yo nos conociéramos. Nadie sabe por qué.

Gretel mató a nuestra hija.

«A tomar por culo todo —decidió—. Liv se ha ganado la verdad».

Se preparó para el inevitable dolor.

—Gretel… —empezó a decir, pero Butler ahogó la frase poniéndole la mano sobre la boca en un gesto amistoso.

—Aún no. Mejor si deja descansar la voz otro día. Use la pizarra, si ha de decir algo. —Y volviéndose hacia las mujeres añadió—: No me lo alteren demasiado antes de que le quitemos las vendas y los puntos.

Gretel pasó su brazo por el hueco que formaba el codo de Liv, que volvió a hacer una mueca.

—Salgamos un momento mientras el doctor se ocupa de tu marido.

Marsh intentó gritar a través de la mano de Butler.

—¡Aléjate de ella! —Pero gritar solo servía para distorsionar su voz destrozada, y el filtro de la mano del doctor la convirtió en un berrido inarticulado.

Liv se detuvo, con la frente arrugada. Gretel le dio un empujoncito hacia la puerta. Butler sacó una jeringuilla del bolsillo de su larga bata blanca. Le quitó el capuchón con los dientes y lo escupió a un lado.

—Escuche —susurró, mientras se inclinaba sobre Marsh para introducirle la aguja en el hombro—. Ya me hago cargo de que es una faena que su mujer y su amante se hayan conocido así, pero lo hecho, hecho está. —Su pulgar comprimió el émbolo—. Tiene que relajarse.

—Liv, no dejes que esa zorra te clave sus garras —musitó Marsh.

Cuando despertó, Liv y Gretel se habían ido. El doctor estaba de pie a su lado.

—Ya hemos acabado —dijo—. ¿Cómo se encuentra?

Marsh clavó en él una mirada de ojos legañosos. Parpadeó, atontado. «¿Acabado? Ah. Las vendas».

Subió la mano para tocarse la cara. Sus dedos siguieron un surco de tejido cicatrizal que se extendía desde la comisura del ojo izquierdo hasta el final de la mandíbula y luego le cruzaba la garganta. Era duro y liso, como un chaquetón de cuero abandonado en una tormenta y secado al sol. La piel que estaba tocando no sintió nada.

—Poco a poco —dijo Butler. Sostenía un espejo de tocador en una mano—. Es importante que acepte que su imagen corporal va a cambiar. Suele llevar tiempo. Pero igual de importante es que recuerde que sigue siendo el mismo hombre que antes del accidente. —Dicho lo cual, tendió el espejo a Marsh.

No se reconoció. El espejo se hizo añicos contra el suelo.

La cicatriz era más larga y ancha de lo que había esperado. Un surco espantoso de carne arrugada le cubría media cara. La franja de piel quemada estaba rosa y brillante, y tenía una hendidura central donde los puntos de sutura la habían mantenido unida. Le picaba muchísimo.

—Le aconsejaría que no se afeitara, de momento —dijo Butter—. Irritarse más la piel podría causar un queloide cicatrizal.

La advertencia era innecesaria. Marsh ya había decidido dejarse barba. Con un poco de suerte, ocultaría el grueso de las cicatrices, atenuaría su desfiguración.

Se vistió mientras Butler le explicaba cómo debía limpiar y cuidar sus cicatrices. Marsh no atendió a las explicaciones, porque no pensaba más que en encontrar a Liv y alejarla de Gretel. Dio unas pataditas nerviosas en el suelo de linóleo mientras Butler escribía dos recetas, una de antibiótico y otra de analgésico.

Marsh logró vocalizar un ronco «Gracias» antes de salir corriendo de la habitación.

Liv y Gretel estaban sentadas en un banco del pasillo, que olía a lejía. Liv estaba apoyada en la mujer más menuda, con la cabeza sobre su hombro. Gretel había pasado un brazo alrededor de Liv, que se estremecía. Tenía los ojos enrojecidos y la nariz mocosa.

—Tenía tantas esperanzas, aquel día en el jardín… Todo iba a ser perfecto y maravilloso a partir de entonces —dijo Liv, con la voz tomada al liberar tanta tristeza acumulada. Gretel la abrazó—. Eso fue antes de que empezara la guerra. Antes de Williton… —Sus dedos juguetearon con un trocito de cartón que tenía en el regazo.

Marsh frenó en seco. Liv había llevado en el bolso el resguardo de la tarjeta de evacuación desde el día en que se habían despedido de su pequeña en la estación de Paddington, durante los peores tiempos del Blitz. Era la otra mitad de la tarjeta perforada que habían enganchado a la ropita de Agnes. El número de evacuada aún era legible en el cartón arrugado y desgastado: «21 417».

Gretel susurró algo a Liv. Liv volvió a estremecerse. Gretel le tendió un pañuelo con amabilidad, para que se limpiara las lágrimas.

Marsh supo al instante lo que había sucedido mientras él estaba sedado. Gretel había ofrecido a su esposa el oído amable que llevaba mucho tiempo deseando. Gretel había mirado adelante (¿cuántos años?) hasta prever la forma de rodear el corazón de Liv con sus agujas envenenadas. A cambio, Liv había abierto su alma a Gretel, confesándole unos sentimientos que nunca había envuelto en palabras, ni siquiera para su propio marido. Y mientras tanto, sin saberlo, había dado a Gretel todo lo que necesitaba para orquestar el bombardeo que mató a su hija.

Durante aquellos días confusos de 1940, Gretel había sabido tantas cosas… y todas provenían de Liv. De aquel día. De 1963.

Ese primer vistazo entre bambalinas hizo que Marsh se tambaleara. Hasta su furia se aplacó al comprender lo lejos que llegaban las manipulaciones de Gretel. El mundo era su telar: tejía la paradoja y la tristeza en proporciones iguales.

«Zorra miserable». Las manos de Marsh se cerraron en puños, olvidado el suplicio físico. Avanzó de nuevo, saboreando la liberación, anticipando la sensación de meter los dedos entre los cables de Gretel, de sentir cómo crujían los electrodos al saltar de su cráneo, igual que pollitos rompiendo el cascarón en Pascua.

Gretel lo vio. Liv notó su cambio de postura y levantó la mirada: la cara de Gretel era una máscara de dolor y confusión.

Marsh reconoció la profundidad de aquella pena porque la veía en el espejo todas las mañanas. Pero Liv no lo reconoció a él; se interpusieron las cicatrices, las lágrimas y la neblina de los recuerdos. Le costó varios segundos identificar a Marsh.

Los suficientes para convertir la rabia de Marsh en cólera impotente. No podía agarrar a Gretel de las trenzas y sacarla a rastras del hospital. No sin tener que decir a Liv la verdad sobre lo que acababa de hacer. Sin decirle que sus palabras, combinadas con la locura de Gretel, eran lo que había matado a Agnes.

Liv no lo soportaría.

Marsh supo que no podía hacerlo. Aunque el precio fuese perder su oportunidad de retomar la relación con Liv y vengarse por fin de Gretel. No podía condenar a Liv a odiarse tanto a sí misma.

Gretel observó su cara destrozada y sonrió.