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14 de mayo de 1963
Knightsbridge, Londres, Inglaterra
Al principio, saber que por fin había alcanzado el objetivo propuesto dejó agotado a Will. Se había obsesionado con hacer caer la justicia sobre los brujos; llevaba tanto tiempo fantaseando con que recibieran su castigo que, después de lograrlo, se sintió perdido. Nunca había dejado de acompañarlo una leve ansiedad constante, la inquietud de no llegar a ver nunca los resultados de su esfuerzo. ¿Qué la reemplazaría? ¿O quizá su vida se había quedado sin propósito? ¿Necesitaba tener un propósito?
Sin embargo, a la mañana siguiente Will despertó con una nueva y profunda sensación de desenlace. Ya estaba hecho. Se había redimido. Finalmente había cerrado aquel episodio oscuro de su vida, por fin lo había dejado atrás para siempre y por completo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la importancia que tenía; tuvo que dormir una noche entera sin interrupciones para poder procesarlo completamente. Y saber que ya no tendría que volver a reunirse nunca más en secreto con Cherkashin también suponía un gran alivio.
La sensación de desenlace se transformó en entusiasmo a lo largo de la mañana. Creció, como una burbuja que se libera de las estigias profundidades del océano para ascender hacia el sol. Ya había llegado el momento de confesarse con Gwendolyn. Su esposa percibiría el cambio recién obrado en él, el gozo del peso liberado, el alivio del desagravio cumplido, y lo entendería. Tenía que entenderlo.
Decidió que las flores eran un regalo demasiado superficial para la ocasión, igual que los bombones. Un cuadro sería demasiado aparatoso, y Will no tenía buen ojo para jarrones ni porcelanas. Gwendolyn se merecía algo con un sentido profundo, ingenioso, inesperado, hermoso, extravagante y eterno. Pero no como soborno, insistió para sus adentros. Un regalo de agradecimiento, de amor, no un obsequio que suavizara su enfado cuando se enterara de lo que había hecho. No. Eso no.
Al final, tras pasar tres horas buscando —con la creciente hostilidad de su taxista— se decidió por una gargantilla de diamante con cadena de plata. Era una joya sencilla, pero el gusto de Gwendolyn tendía hacia la modestia. Will se imaginó la gargantilla brillando como el rocío iluminado por la luna en el blanco valle de su cuello. Pero ¿qué respondería Will cuando ella le preguntase a qué venía aquel regalo?
«Querida, viene a que, gracias a ti, he vivido el tiempo suficiente para ver destruidos a los hombres que aborrezco con toda mi alma».
No. Tal vez no.
Will estaba tan ocupado componiendo su respuesta que no se dio cuenta de que algo iba mal hasta que el grito del taxista lo sacó de su ensimismamiento. Pero a aquellas alturas, el camión ya se había saltado el semáforo. Cruzó la intersección a toda velocidad y embistió el taxi.
El metal se aplastó. El coche giró. El cristal se hizo añicos. Los fragmentos ametrallaron la cara de Will como granizo afilado mientras el impacto lo arrojaba contra la puerta. Su brazo izquierdo ardió de dolor. Soltó el regalo de Gwendolyn. Tuvo una fugaz visión surrealista de los peatones asombrados y las caras de susto en los conductores que llevaban detrás, mientras frenaban de golpe para evitar el accidente. La escena se desplegó como si fuera un sueño, un instante que se extendía y se extendía mientras chirriaban los neumáticos y el taxi giraba sobre sí mismo. Lo detuvo el choque contra una farola, que volvió a proyectar a Will en el asiento.
Con los oídos zumbando y la cabeza dándole vueltas, se esforzó en pensar.
—Déjeme salir —farfulló. El taxista no respondió.
Will tiró de la manecilla de la puerta, pero no pudo moverla. Iba sentado detrás, en el lado del pasajero. El camión se les había echado encima desde el lado del conductor, contra la parte delantera del vehículo, y había abollado el chasis y la puerta derecha. La puerta de Will estaba hundida por el punto de impacto entre el taxi y la farola. Estaba aprisionado.
Poco a poco, el mundo exterior fue cobrando forma. Los viandantes señalaban, daban voces, pedían ayuda. Una mujer con chubasquero amarillo corrió calle abajo hacia una cabina de policía. Perdió una sandalia y tropezó. Apareció la cara de un hombre en el lugar donde había estado la ventanilla, diciendo algo que Will no entendió. Se concentró en los labios del hombre, intentando comprender los sonidos que emitía: algo sobre un accidente y ambulancias y si Will podía moverse, lo que no tenía ningún sentido. El zumbido de sus oídos se transformó en una sirena.
Olió a neumático quemado, gasolina, humo y sangre.
Humo. Sangre.
Por un instante, Will volvió a estar en la guerra, intentando negociar otro precio mientras llovían las bombas alemanas y los eidolones lo machacaban con sus exigencias implacables. ¿De qué precio se trataba? ¿Qué servicio fue el que adquirimos? Al principio había sido poca cosa, accidentes de coche y algún incendio que otro.
La llovizna se coló por las ventanillas destrozadas. En el suelo brillaba algo. Vidrio. Y junto a los pies de Will había una cajita de terciopelo rojo abierta. «La gargantilla». Will rebuscó entre los detritos, intentando distinguir un diamante entre el cristal pulverizado, hasta que las puntas de los dedos se le impregnaron de sangre.
Llegaron dos policías con una palanca para abrir el taxi destrozado. Le ofrecieron una camilla, pero Will la rechazó con un gesto y se puso en pie con esfuerzo. Lo acompañaron hasta una ambulancia.
«La carrera».
Sacó la billetera del bolsillo interior de la chaqueta y, a duras penas, logró que sus manos obedecieran lo suficiente para sacar un billete de diez libras. Los policías fruncieron el ceño.
—La carrera —graznó. Se volvió para señalar el taxi, pero perdió el equilibrio. Alguien lo sostuvo en pie.
—No se preocupe, señor. Ese pobre diablo ya ha cobrado su última carrera.
Durante el trayecto en ambulancia, la niebla fue despejándose de la cabeza de Will. Estuvo otros tres cuartos de hora en el hospital, mientras una enfermera le sacaba trocitos de cristal de la cara con unas pinzas. Lo más sorprendente fue la cantidad de esquirlas que se le habían metido por el cuello de la camisa. Al quitarse la chaqueta tuvo la impresión de que tintineaba medio parabrisas contra el suelo de linóleo, y el otro medio cuando se quitó cuidadosamente la camisa.
Cuando le hubieron desinfectado y vendado las heridas, y con el brazo en cabestrillo, la policía quiso tomarle declaración. Llegado aquel punto, ya estaba lo bastante recuperado para comprender qué había sucedido. Había tenido un accidente de tráfico. El taxista estaba muerto.
Will llegó a casa después de la hora de la cena, todavía sosteniendo la cajita vacía donde había estado la gargantilla de Gwendolyn.
14 de mayo de 1963
Cuartel General de Asclepia,
Londres, Inglaterra
Les quitaron sus arneses de baterías y los retuvieron en el sótano del Almirantazgo durante la noche. Los hombres de Asclepia lo habían llamado «custodia preventiva», pero Klaus sabía en qué situación se hallaba. Él y Gretel habían vuelto a convertirse en una propiedad, a depender de otros para todo. Prisioneros. Impotentes.
Sus nuevos carceleros eran educados, respetuosos y mostraban un gran interés por su bienestar. La Reichsbehörde nunca había sido así. Sarov tampoco. Y la comida era mejor que ninguna que hubieran probado en Arzamás-16. Pero lo que más deseaba Klaus estaba fuera de su alcance, se lo habían arrancado de las manos casi antes de darse cuenta de lo mucho que lo anhelaba.
Y todo por Gretel. Pero algún día…
Su celda era de las más sólidas que había visto. Por pura costumbre, había evaluado el grosor del muro mientras cruzaba la puerta escoltado por guardias. Más de cuarenta centímetros de hormigón reforzado, una trivialidad para Klaus cuando abrazaba su Willenskraft, pero casi impenetrable para cualquier otra cosa. Hasta para el sonido. Una moqueta mullida y de pelo grueso cubría hasta el último centímetro cuadrado del suelo (en azul), las paredes (amarillo) y el techo (blanco). A Klaus le dio la impresión de que sus captores habían tapizado la celda con lo primero que habían encontrado. La puerta de acero giraba sobre bisagras insonoras, y quedaba sellada con un chasquido y el susurro de la goma aislante.
Un lavamanos, un retrete y un jergón. Sin rejas a la vista ni conductos para renovar el aire. Al darse cuenta, Klaus tuvo que pasar una hora tumbado en el jergón, resistiéndose a los zarcillos iniciales de la claustrofobia.
La estancia era silenciosa como un ataúd. Sin duda, estaba construida con ese objetivo. ¿Para qué necesitarían una celda insonorizada? ¿Para la guerra psicológica? ¿Intentaban quebrantar su voluntad, o la de otros claustrofóbicos como él?
Un golpe en la puerta, apenas audible, anunció que tenía visita. Prestando atención, Klaus alcanzó a oír una llave que entraba en la cerradura. La enorme puerta se abrió lentamente. Pethick, el primer hombre que había recibido a Klaus y Gretel, estaba fuera. El pasillo también estaba tapizado desde el suelo hasta el techo.
—Buenas tardes —dijo con una voz que llegó amortiguada.
—¿Tardes? No sabría decirle. En la celda no tengo ventana, ni reloj.
Pethick le invitó a salir con una seña.
—Lamento mucho la calidad del alojamiento, pero ha sido lo mejor que hemos podido improvisar con tan poco tiempo —llevaba en la mano un llavero con una cadena fina, como quien sostiene un reloj de bolsillo. El enmoquetado redujo el sonido a leves tintineos mientras Pethick buscaba una llave entre las docenas que había en la anilla. Se detuvo ante la puerta de otra celda y la señaló con una llave distinta—. Usted y su hermana nos han pillado bastante desprevenidos. Tal vez los instalemos en un piso franco, según se den las circunstancias.
Por descontado, Gretel los estaba esperando. Se unió a Klaus y a Pethick en el pasillo. Sus pasos denotaban cierta ansiedad. Y las sombras que había tras sus ojos, las oscuras corrientes en las que acechaba su locura, yacían aletargadas. En Gretel, era señal de mareo.
Los hermanos siguieron a Pethick al piso superior. El sótano había cambiado mucho desde que Klaus lo visitó como soldado enemigo para rescatar a Gretel. Pero reconoció la escalera. Habían subido por ella al final de su huida.
—¿Cómo estás? —susurró Klaus.
—Alegre y descansada —dijo Gretel.
Pethick los llevó más allá del despacho de Pembroke. Una puerta de nogal pulido daba a lo que parecía ser una sala de reuniones. Olía a cuero y tabaco de pipa. En la pared occidental, un amplio ventanal salpicado de lluvia dejaba ver un cielo gris y el parque envuelto en la niebla. Hacía un día lúgubre, y casi toda la luz procedía de las lámparas situadas en mesitas rinconeras y de la liviana estructura eléctrica de latón que pendía sobre una gran mesa ovalada. Había butacas de cuero con altos respaldos dispuestas en torno a la mesa y a ambos lados de la chimenea apagada del fondo de la sala.
Pembroke estaba allí, mirando por la ventana. La caña de su pipa, de madera negra lustrada hasta brillar como un espejo, traqueteaba contra sus dientes en sus lentos vaivenes. Se dio la vuelta cuando el trío llegó a la sala.
—Hemos encontrado a su hombre —dijo—. A Marsh. En estos momentos están trayéndolo.
Gretel sonrió de oreja a oreja. «Ya lo creo que está emocionada», pensó Klaus.
Él no compartía la emoción. Había sucumbido a la hastiada expectativa de siempre, combinada con ese pavor especial que sentía al saber que Gretel estaba a punto de jugar otro de sus naipes. Los naipes se le antojaron una analogía válida, pero… «Después de todos estos años, aún no sé a qué juegas, hermana».
¿Le seguía importando? Solo en la medida en que el objetivo secreto de Gretel pudiera acercarlo a la vida que ansiaba para sí mismo.
Se preguntó quién era Marsh y por qué era tan importante.
Pembroke y Pethick les señalaron dos sillas en el lado de la mesa más alejado de la puerta. Pembroke tomó asiento en un extremo, a la izquierda de Klaus. Gretel se sentó a la derecha de Klaus, frente al centro de la mesa. Pethick ocupó el otro extremo.
—Tal vez ahora quiera explicarnos de qué trata todo esto —sugirió Pembroke.
—Pronto —dijo Gretel.
—Hemos tenido mucha paciencia —terció Pethick.
El comentario no impresionó a Gretel, a juzgar por su expresión. Pero aquellos hombres no sabían interpretarla. Klaus se preguntó cuánto tiempo llevaría su hermana esperando aquel momento. ¿Años, décadas?
Aguardaron en un silencio inquieto. Klaus miró hacia la ventana. La lluvia había expulsado del parque incluso a los ociosos más persistentes. Desde la atalaya del Almirantazgo, el parque era un enclave esmeralda, una balsa de jade en un mundo gris como la pizarra. Hasta anegado y mal iluminado, resultaba glorioso, intocable. Justo un día antes, había estado sentado en un banco, allí abajo, chupando sal tibia de sus dedos y saboreando la vida en libertad. Fueron unos minutos maravillosos, antes de que Gretel diera un aleteo, lo envolviera en sus remolinos y se lo llevara dando tumbos de un lado a otro detrás de ella.
Las palabras de Pethick sacaron a Klaus de su ensoñación.
—¿Usted llegó a conocerlo, señor? A Marsh.
—Una vez. Hace nueve o diez años —Pembroke volvió a mordisquear su pipa—. Bueno, en realidad más bien nos cruzamos —el ayudante, si es que eso era Pethick para Leslie Pembroke, enarcó las cejas—. En el funeral de Stephenson. Pero se marchó apenas terminó el entierro.
Pethick asintió exageradamente, como si le hubieran descrito el comportamiento más razonable del mundo. Se pasó la punta de la lengua por dentro del labio superior.
—Tengo entendido que en aquella época lo llamaban el «gorila de Stephenson».
Gretel pareció ofenderse. Fijó sus ojos negros en Pethick. Las sombras habían regresado.
—No, no, Sam. No te engañes —le advirtió Pembroke—. Sí, era un tipo un poco basto. Y sí, le pusieron ese mote, pero sospecho que fue más por resquemor que por otra cosa. Procedía de un ambiente muy de clase obrera, ya sabes.
—No lo sabía.
—Pues sí. La leyenda dice que el viejo descubrió a Marsh muy joven, cuando era un granuja callejero. Se coló en la casa del viejo para robarle comida o algo así, según cuentan.
Gretel escuchaba con los ojos muy abiertos. Había separado un poco los labios, asombrada. Como si estuviera escuchando los secretos infantiles de un antiguo amante.
—No puede ser verdad —dijo Pethick.
—Lo es, o eso dicen. El viejo le vio futuro y prácticamente lo crió como a un hijo a partir de entonces. Lo envió a Oxford. Resulta que es un tipo listo. Matrícula de honor en filología y en botánica.
—¿O eso dicen?
—O eso dice su expediente —respondió Pembroke.
La conversación entre Pethick y Pembroke no aportó a Klaus ninguna pista de por qué ese tal Marsh era tan importante para Gretel, pero sí le dio una medida del hombre.
Klaus había pasado su infancia y el principio de su madurez en el Institut Menschlichen Vorsprung (Instituto para el Avance Humano), que más tarde se convirtió en la Reichsbehörde für die Erweiterung Germanischen Potenzials (Autoridad del Reich para el Avance del Potencial Germánico), aprendiendo a dominar el Götterelektron para poder realizar sus proezas de Willenskraft. Pero la Reichsbehörde había sido algo más que un cuartel de entrenamiento para el Götterelektrongruppe. También había sido una escuela de espionaje, que implicaba estudiar al enemigo y aprender a pensar como él.
Klaus y Heike habían recibido adiestramiento para misiones encubiertas: infiltración, asesinato, espionaje. Y aunque la única misión que llevó a cabo en territorio extranjero (en aquel mismo edificio) no había sido muy encubierta, Klaus recordaba lo suficiente de su antiguo entrenamiento para percibir los matices tácitos que transmitían las palabras de Pembroke. Un hombre de baja cuna como Marsh no habría contado con la aprobación de sus semejantes en el mundo de los servicios de inteligencia.
Dos golpes muy seguidos en la puerta. Gretel se enderezó y alisó sus trenzas.
—Adelante —dijo Pembroke.
Un individuo al que Klaus aún no había visto asomó la cabeza por el umbral.
—Está aquí, señor.
Desde el pasillo que tenía detrás, llegó una voz amortiguada pero furiosa.
—Deja que la vea, hijo. Déjame verla ahora mismo o te prometo que vas a tener un día muy malo.
Gretel se humedeció los labios. Pembroke inclinó la cabeza.
—Muy bien —Pembroke y su subordinado se comunicaron con una rápida mirada—. Que pase. Pero no bajen la guardia.
La puerta se abrió más. El primer hombre entró en la sala y se situó a la derecha de la puerta. Tras él apareció otro hombre, vestido de forma parecida: gabardina, traje y pantalones de lino oscurecidos por la lluvia de pantorrilla para abajo. Un uniforme extraoficial, tal vez. El segundo hombre se apostó a la izquierda.
Gretel inhaló de golpe. Encantada. Extasiada.
Un tipo desaliñado y empapado irrumpió en la sala tras ellos. Llevaba un mono vaquero sobre una camisa de franela, absolutamente calados. En las rodillas tenía unas franjas largas y anchas de barro ocre: se había arrodillado en la tierra mojada. La lluvia le había pegado a la frente el cabello ralo, oscuro como la arena mojada. La luz de las lámparas se reflejó en las diminutas gotas de agua atrapadas en sus cejas y pestañas. Cayeron cuando el hombre parpadeó, y dejaron riachuelos en una cara de marcadas y duras facciones. Tenía un ojo morado.
Marsh entró en la sala con tres pasos que hicieron temblar la mesa cada vez que sus pesadas botas de trabajo daban en el suelo. Clavó la mirada directamente en Gretel. Una comisura de su boca se alzó.
Klaus jamás había visto tanto odio contenido tras los ojos de una persona. Ni siquiera Reinhardt era capaz de acumular tanta rabia. Marsh temblaba, a duras penas capaz de contenerla. Klaus se acercó a su hermana con disimulo.
—Hola, cariño —dijo Gretel—. Te dije que volveríamos a encontrarnos.
—Dime por qué, zorra —escupió furioso Marsh—. Dime por qué la mataste.
Klaus empezó a protestar.
—Mi hermana nunca ha…
Pero Marsh lo dejó callado con una sola mirada de desprecio.
—Sé que no eres tan tonto, Klaus.
La frase dejó perplejo a Klaus. «Me conoce. Más que estos dos, que solo saben cómo me llamo porque lo han mirado en un fichero. ¿Quién es este hombre?».
Marsh se acercó a la mesa.
—Williton. Dime por qué.
—Era necesario —respondió Gretel.
—¿Necesario? ¿Que muriera Agnes era necesario? ¿Para qué? ¡Solo tenía cuatro meses, joder!
Los hombres apostados junto a la puerta dieron un paso, dispuestos a intervenir. Pembroke levantó un dedo sin apartar la mirada de Marsh y Gretel. Los hombres mantuvieron la distancia.
Con voz calmada, Klaus volvió a intentarlo.
—Gretel, ¿qué es Williton?
Marsh lo miró.
—Era un pueblo. Una mota insignificante en el mapa. Enviamos allí a nuestra hija durante las evacuaciones, porque en Williton no le pasaría nada. Hasta el 18 de septiembre de 1940, cuando vuestra Luftwaffe lo bombardeó hasta arrasarlo —miró con odio a Gretel—. Lo arrasó porque ella les aconsejó que lo hicieran.
Klaus recordó fugazmente otra reunión muy parecida a aquella. En lugar de Marsh, había sido el general mariscal de campo Keitel, jefe del Estado Mayor del Führer, el que gritaba a su hermana. Exigía saber por qué no había advertido al OKW del estrepitoso fracaso de la operación León Marino. Los brujos británicos habían invocado a monstruos que devoraron la flota invasora.
Y tal como estaba haciendo ahora, Gretel se había mostrado impasible ante las oleadas de furia e indignación que dirigían hacia ella. Y tal como estaba haciendo ahora, había dicho solo lo necesario. Luego había desviado la conversación y convencido a Keitel de que lo más importante del mundo era aniquilar un pueblecito que nadie había oído mencionar nunca. Y por supuesto, eso habían hecho.
—Lo entenderás un día, pronto —dijo Gretel.
La cara de Marsh se desfiguró de pura repugnancia. Se dirigió a Pembroke por primera vez.
—¿Los han desconectado?
—Por supuesto.
Marsh echó mano a la silla de enfrente de Gretel. Se sentó y la alejó un poco de la mesa.
—Aquí estoy. Habla.
Todos miraron a Gretel. La mujer inició la explicación describiendo, con ayuda de Klaus, su captura por parte de los soviéticos al final de la guerra. Pasó a detallar los inmensos recursos que la Unión Soviética había invertido en aplicar la ingeniería inversa a la tecnología de la Reichsbehörde; les habló de la ciudad secreta, de las fosas comunes.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Marsh—. Ya avisé de esto a Stephenson hace veinte años. No nos dice nada nuevo —se levantó, mirando furioso a los hermanos—. Está jugando con nosotros.
—Escuchémosla hasta el final antes de tomar esa decisión, ¿de acuerdo? —sugirió Pembroke.
Marsh miró a Pembroke, a Pethick, a Klaus y a Gretel. Hizo crujir los nudillos contra su mandíbula. («Qué costumbre tan rara», pensó Klaus). Después hizo ademán de ir a sentarse.
Pembroke se relajó, al igual que los hombres de la puerta.
—Por favor, continúe —dijo Pembroke.
Gretel asintió con recato en su dirección, pero desvió la mirada un instante hacia Marsh antes de retomar su historia.
Ese fue el motivo de que Klaus estuviera mirando las manos de Marsh en el instante en que este sacó una navaja del bolsillo de su mono. Al cabo de un momento, Marsh ya había subido a la mesa y llegado al centro.
«Es rápido», pensó una parte desconectada de la mente de Klaus. El resto de su mente pensó lo mismo que dijo:
—¡Gretel!
Klaus reaccionó por instinto, invocando el Götterelektron y cogiendo el brazo de Gretel al mismo tiempo.
Pero por supuesto, no llevaba batería.
La silla de Gretel se inclinó hacia el lado de Klaus en el preciso instante en que el impulso de Marsh la enviaba hacia atrás. Klaus pudo tirar de su hermana con la fuerza suficiente para que la primera acometida de la hoja de Marsh no se clavara en su garganta. Los nudillos del hombre la alcanzaron de refilón y le hicieron girar la cabeza, y entonces asomó de entre sus trenzas un brillo metálico. El impacto derribó a Gretel fuera del alcance de Klaus.
Gretel en el suelo. Marsh encima de ella. La navaja descendiendo. Un centelleo junto al cuello.
Pethick rodeó el cuello de Marsh con un brazo y trató de alcanzar su muñeca con el otro, pero no consiguió levantarlo. Marsh era demasiado fuerte. El segundo navajazo alcanzó a Gretel en el lóbulo de una oreja.
Gretel echó la cabeza hacia atrás, con la boca muy abierta. Estaba…
¿Chillando?
¿Llorando?
Riendo.
«Mi hermano y yo vamos a estar ocupados mañana. Un asunto familiar».
Marsh dio un cabezazo a su espalda. Su coronilla topó con la cara de Pethick. En ese momento Klaus ya estaba de pie, con un brazo por debajo del que Marsh tenía extendido y el otro en torno a su cintura.
Entre él y Pethick levantaron a Marsh de encima de Gretel y lo pusieron en pie. Pethick le quitó la navaja. Klaus se arrodilló junto a su hermana, preguntándole ansioso si estaba herida. Ella respondió riendo más.
Pembroke —que no había movido ni un dedo durante el ataque de Marsh, pensó Klaus— miró muy seriamente a los hombres que flanqueaban la puerta. Uno de ellos había desenfundado su pistola.
—No lo habéis cacheado —una afirmación, más que una pregunta, y pronunciada con tanta frialdad que Klaus reprimió un escalofrío al recordar al doctor Von Westarp—. Habéis dejado entrar a un agente hostil en potencia y no se os ha ocurrido cachearlo.
—Creíamos que era de los nuestros, señor.
—Anda que no hace tiempo de eso, chaval —masculló Marsh.
Pembroke miró a Pethick, que había descuidado su nariz sangrante el tiempo necesario para registrar a Marsh.
—Ahora esta limpio, señor —informó.
—¿Quiere que nos lo llevemos abajo, señor?
Pembroke sacó un sobre del bolsillo interior de su chaqueta de tweed. En él se leía el nombre «Leslie Pembroke», escrito con la letra de Gretel. Cogió la navaja a Pethick, rasgó el sobre y extrajo la nota que había escrito Gretel la tarde anterior en su despacho. Sus ojos recorrieron las líneas de la enmarañada caligrafía de Gretel.
Al terminar, soltó la nota sobre la mesa, de modo que cayera frente a Marsh. Este torció aún más el gesto, hasta convertirlo en una expresión de asco absoluto. Pembroke devolvió su atención a los hombres de la puerta y respondió a su pregunta.
—No. Ya no tendremos más incidentes.
Indicó a los demás que volvieran a tomar asiento.
—Si ya ha terminado —dijo a Marsh, como si no hubiera pasado nada—, tal vez podamos escuchar el resto de su historia.
14 de mayo de 1963
Cuartel General de Asclepia,
Londres, Inglaterra
Pethick acompañó a Klaus y a Gretel de vuelta a sus celdas. Marsh supuso que los tendrían retenidos en los almacenes, que era donde habían encerrado a Gretel la primera vez, después de que él la capturara en Francia.
Corrigió el pensamiento. «Después de que ella me permitiera capturarla. ¿Por qué? ¿Por qué se comporta así esa mujer? Porque es un demonio con pelo de cuervo, que siembra el caos y el dolor para divertirse».
Sus botas mancharon de barro el suelo mientras seguía a Pembroke hacia su despacho. Marsh sintió un súbito dolor al advertir que en otro tiempo ese había sido el despacho de Stephenson. Las mismas vistas al parque Saint James, el mismo escritorio e incluso las mismas butacas (de cuero la de detrás, tapizadas en chintz con botones las de delante). Solo habían cambiado los cuadros de las paredes. Unas reproducciones de mapas antiguos, enmarcadas, habían sustituido a las acuarelas que pintaba Corrie, la esposa de Stephenson: Terra Australis en vez de cornejos floridos, Nueva España en vez de magnolias.
Asclepia había sido fundada en un despacho muy parecido a aquel, y bautizada a partir de la imagen de una de esas acuarelas. Marsh se preguntó si Pembroke lo sabía.
Pensar en Stephenson y en su esposa recordó a Marsh su propia boda. La celebraron en el jardín de Stephenson. Aquella tarde Corrie había regalado una acuarela a Liv, que estuvo colgada en su recibidor durante años, hasta que tuvieron una pelea y Marsh dio un portazo demasiado fuerte. El marco se hizo añicos al caer al suelo. Liv tiró el cuadro a la basura.
Marsh meneó la cabeza, intentando sacudirse los recuerdos que se aferraban a él como el humo y las telarañas antiguas.
El ambiente también se notaba distinto. Ahora los tapizados desprendían el aroma dulzón del tabaco para pipa de Pembroke, y no el crudo olor a los Lucky Strike que fumaba Stephenson. La pipa resultaba un artificio desagradable en alguien tan joven.
Pero entonces Marsh cayó en la cuenta de que la juventud de Pembroke era una ilusión creada desde la perspectiva de su propia edad.
Pembroke cerró la puerta. Abrió una cómoda y sacó una botella y dos vasos.
«Otra cosa que ha cambiado —pensó Marsh—. El viejo guardaba el brandy en el cajón de la mesa. Hasta que Will se lo bebió todo».
—Creo que a los dos nos sentará bien un trago —dijo Pembroke—. Sobre todo a usted.
—Yo no soy el que va correteando detrás de Gretel como un perrito faldero. Seguro que tanto ejercicio le ha dado una sed del carajo.
Pembroke sirvió una cantidad generosa en los dos vasos. El aroma a tierra y fuego del escocés hizo cosquillas a Marsh en la nariz. Pembroke dejó un vaso junto a Marsh y rodeó la mesa para sentarse. Las ruedecillas chirriaron.
Marsh se dejó caer como un trapo en una butaca. Su mono de trabajo empapado le producía escozor en todo el cuerpo.
Pembroke habló primero:
—Usted y yo estamos en el mismo bando, Marsh. No soy su enemigo.
—Lo es, mientras trabaje para Gretel.
—Creo que está algo confundido.
Marsh cogió la nota de Gretel, la arrugó al cerrar el puño y la agitó en la cara de Pembroke.
—Lo está usando como a una marioneta. Por todos los cielos, ¿cuánto tiempo le ha costado? ¿Un día?
Pembroke dio un sorbito. Tragó haciendo ruido.
—Por supuesto, he permitido que los acontecimientos se desarrollaran como lo han hecho. Era una oportunidad perfecta para comprobar la capacidad de esa mujer. No es lo mismo que dejar que me manipule. Es la jugada más básica del manual, eso tendrá que reconocérmelo —dio otro sorbo—. Además, al contrario que usted, yo nunca había visto funcionar su poder. No en persona. Y debe admitir que su intento de agresión se ha desarrollado exactamente como predijo. Al pie de la letra. Extraordinario.
—Supongo que tuvo la precaución de desconectarle la batería en el mismo momento en que llegó.
—Lo hizo Sam.
—La he visto hacerlo antes —dijo Marsh—. Se saca cosas como esta de la manga mucho después de que le hayan desconectado la batería. Así que, en vez de quedarse embelesado mirándola, debería preguntarse cuánto tiempo lleva planeando todo esto. Y por qué.
Pembroke señaló la nota, que seguía arrugada en el puño de Marsh.
—Eso lo escribió estando yo presente.
Marsh arrojó el papel al otro lado del despacho y negó con la cabeza, contrariado.
—Madre mía —se frotó las sienes—. Está utilizándolo.
—Ya no es enemiga nuestra. Ha desertado.
—No ha venido a ayudarnos —Marsh cambió de postura en la butaca. La tela de su mono estaba secándose y le apretaba demasiado las piernas.
—Los soviéticos jamás le habrían soltado la correa. Es demasiado valiosa para desaprovecharla como agente doble.
—Yo no he dicho que trabaje para ellos. Digo que no ha venido a ayudarnos —replicó Marsh. Se acabó el vaso de dos tragos; era un whisky de malta bastante bueno—. Permítame que le ahorre meses de trabajo —siguió Marsh, con un hilo de voz. Después de carraspear para apagar el incendio de sus fosas nasales, añadió—: No lograron convertirla. A su hermano tal vez, pero a Gretel ya le digo yo que no. Diablos, si al final ni siquiera Von Westarp podía controlarla, y eso que fue su creador.
—No es cuestión de controlarla —dijo Pembroke—. Es cuestión de garantizar su cooperación voluntaria.
—¿Cooperación? ¿Se ha vuelto loco? Tiene encerrados abajo a un hombre que puede atravesar paredes como un fantasma y a su hermana, capaz de leer el futuro igual que usted o yo leemos el condenado periódico. Y ahora, respóndame a esto: ¿cree sinceramente que les costó veintitantos años fugarse?
—Supongo que tiene razón —dijo Pembroke suspirando. Vio escepticismo en los rasgos de Marsh e insistió—: Mire, no soy idiota, pero interpretaré ese papel con mucho gusto si nos procura el acceso a los secretos que guarda esa mujer en la cabeza. Si pudiéramos conocer una fracción de lo que sabe ella, podríamos marcar un nuevo rumbo para Gran Bretaña.
—Está seduciéndolo, y usted ni siquiera se da cuenta.
—Estoy dispuesto a dejar que así lo crea. Deberíamos trabajar unidos en esto, Marsh. Ocuparnos del problema desde los dos ángulos. Que Gretel piense que me está utilizando como peón. Mientras tanto, usted descubra qué objetivos tiene en realidad.
Marsh sintió un hormigueo de emoción. ¿Sería la oportunidad de regresar a la única vida en la que había encajado? Sin embargo, con la misma rapidez, una irritación que rayaba en la vergüenza ajena sustituyó a la emoción. Vaya una zanahoria estaban ofreciéndole, qué lamentable. La entereza de Pembroke no llegaba ni a la suela de los zapatos de la que había tenido Stephenson. Gretel iba a zampárselo vivo.
—No puede burlarla —advirtió—. No puede sortearla. Y si lo intenta, ella acabará bailando sobre su tumba.
—Jamás confiaré en Gretel. Imposible, después de las cosas que he leído de su pasado.
—Ha mirado en los archivos, entonces.
—Desde luego.
—Los archivos que yo traje de Alemania.
Pembroke se detuvo en pleno trago y señaló a Marsh con un dedo por encima del borde del vaso.
—Ese fue un trabajo de primera, por cierto. Viene a ser una leyenda por estos lares.
Marsh hizo una leve inclinación de cabeza, suficiente para reconocer el cumplido pero sin alterar la gélida fachada que estaba ofreciendo a Pembroke.
—¿Y dónde exactamente están «estos lares» hoy en día?
Pembroke asintió a su vez, indicando que comprendía las implicaciones de la pregunta.
—Volvemos a depender de la Sección T. Llevamos en ella desde el… ¿cuarenta y cinco? —Asintió para sí mismo, y luego dedicó una sonrisa irónica a Marsh—. Los antiguos dominios de Stephenson, si no estoy mal informado.
Antes de la fundación de Asclepia, a finales de los treinta, Marsh había sido un agente de campo a las órdenes de Stephenson, que dirigía la sección de «tecnología sorpresa» en el MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia británico. Durante una misión en la Guerra Civil española, Marsh había dado con la mayor sorpresa tecnológica del siglo: la Reichsbehörde. Poco después, el viejo creó Asclepia y entregó las riendas de la Sección T a otros, renunciando incluso a la perspectiva de liderar el MI6 a cambio de que le concedieran carta blanca para llevar Asclepia como le pareciera.
Durante aquellos primeros años, Marsh había previsto para sí mismo una larga carrera en el servicio a su país. Nunca habría pensado que el mundo del espionaje se vería invadido un día por soplagaitas como Pembroke.
—Conserva el acceso a información reservada, espero.
—Naturalmente —dijo Pembroke—. Pero somos muy pocos. Yo, Sam, a quien ya conoce, y unos cuantos más. Agentes de campo y técnicos. Y por supuesto, usted.
—Pero Asclepia ya no es autónoma —contraatacó secamente Marsh.
—No, pero casi —Pembroke se encogió de hombros. Y a Marsh le recordó el gesto que hacía el viejo con un solo brazo. Esta vez la nostalgia pegó mucho más fuerte. Marsh se retorció mientras Pembroke continuaba hablando—. Somos tan autónomos como puede serlo hoy en día algo que forme parte del Servicio Secreto. No estamos en época de guerra. Y hay una cosa que se llama presupuesto, usted ya me entiende.
—No creo que les haya traído muchos dolores de cabeza. ¿Cuánto pueden costarle a la Corona, aquí sentados mirándose el ombligo durante años?
Pembroke dejó pasar la pulla. Meneó la cabeza. Si acaso, parecía casi divertido.
—Entonces, ¿cree la historia de Gretel?
—No creo que esté siendo honesta con nosotros —respondió Marsh—. Pero sí, supongo que si se toma la molestia de hacer una visita a sus brujos, encontrará muertos a la mayoría, como afirma ella —negó con la cabeza—. Tanto sufrimiento, tanto sacrificio… Hala, todo al garete porque ustedes se han vuelto descuidados.
—No me diga —una expresión extraña pasó por el rostro de Pembroke. De nuevo, ese indicio de humor. Era desesperante; a Marsh le dieron ganas de dejarle bien claras un par de cosas—. Si esa mujer tiene razón, estamos metidos en un buen lío.
Marsh dio un golpetazo en la mesa con el vaso vacío.
—¿En un buen lío? Pero ¿no ve lo que están haciendo? ¡Despejar el tablero, imbécil! Sus homólogos soviéticos se han hartado de esto que llaman la Guerra Fría y están empezando otra partida desde cero.
—No me refiero a ese lío —repuso Pembroke—. Desde mi punto de vista, el auténtico problema es saber cómo han podido localizar los soviéticos a nuestros hombres. Son auténticos expertos en ocultarse, en actuar entre las sombras, como bien recordará.
Lo que recordaba Marsh era que Will había movido cielo y tierra —recorriendo el Reino Unido de norte a sur, de este a oeste y vuelta a empezar— para localizar y reclutar a menos de una docena de brujos para Asclepia. Nunca habrían podido encontrarlos de no ser por las pistas crípticas que Will había encontrado en el diario de su abuelo.
En aquellos tiempos, todos los brujos del mundo no habrían llegado a ocupar los asientos de la sala de reuniones, al otro lado del pasillo. Marsh se temió que a esas alturas ya no llenaran ni siquiera el despacho donde estaba.
Marsh cayó en la cuenta de que no había pensado si Will sería una de las víctimas. Se descubrió tan indiferente que ni siquiera albergaba una preferencia. De todas formas, la muerte de Will habría llegado a los medios de comunicación.
—Está más claro que el agua, hombre —dijo Marsh—. Arzamás-16 ha introducido un agente en el país. Eso nos lo ha dicho Gretel. Debió de colarse aquí y echar un vistazo a sus archivos. Von Westarp tenía a una chica invisible. O a lo mejor el agente es como Klaus. O también podría ser que él y Gretel sean los responsables de esto; tampoco lo descartemos. ¿Cuánto tiempo llevan ambos en el país? No lo sabe, ¿a que no?
De nuevo, Pembroke puso la misma expresión irritante. Marsh apretó el puño.
—Dudo mucho que el agente soviético haya entrado en el Almirantazgo. Yo me decantaría por que la filtración, si es que la hay, se debe a uno de sus contemporáneos. De los viejos tiempos —dijo Pembroke. Bajó la mirada hacia el puño de Marsh y cambió de tema. Abrió un cajón y dejó un archivo encima de la mesa. Marsh reconoció el ribete verde de los expedientes de personal del MI6—. Los últimos años no han sido nada fáciles para usted.
A Marsh no le hizo ninguna gracia el súbito cambio de rumbo que tomaba la conversación. Y todavía menos que se sacara a colación su vida familiar. Pero se limitó a esperar en silencio, para ver el tamaño del jardín en el que acabaría metiéndose Pembroke.
—Ha tenido algunos roces con la ley. Peleas, alteraciones del orden público… —Pembroke pasó una página—. Una larga sucesión de trabajos haciendo chapuzas: jardinería, reformas, algo de albañilería de vez en cuando. ¿Todo declarado y en regla?
Marsh guardó silencio.
—Lo pregunto solo por curiosidad. Es complicado cuadrar sus declaraciones tributarias con lo que sabemos de su vida laboral. ¿Cobra alguna cosilla bajo mano aquí y allá? —Pembroke se encogió de hombros—. Le aseguro que me traería sin cuidado que se embolsara algo de dinero sin declararlo. Al fin y al cabo, tiene dos bocas que alimentar —pasó otra página—. Supuestamente dos bocas. Nadie ha visto a su hijo, ni siquiera los vecinos, desde que la última niñera se despidió hace años; de un día para otro, por lo que tengo entendido —Pembroke pasó otra página del expediente de Marsh, moviendo la cabeza con tristeza—. Durante los primeros años hubo muchas visitas al hospital, sin embargo.
La mandíbula de Marsh se resintió cuando rechinó las muelas. Clavó las uñas en las palmas de sus manos, hasta que casi salió sangre. El esfuerzo de no saltar sobre la mesa y estrangular a Pembroke le provocaba un temblor perceptible.
—Mi hijo no es asunto de discusión —logró decir. También le temblaba la voz por el esfuerzo.
Pembroke alzó la vista, con los ojos muy abiertos como si le sorprendiera haber enojado a Marsh.
—Desde luego que no —la carpeta dio una suave palmada al cerrarse—. Escuche, no he sacado el tema porque crea que puedo obligarlo a volver por las malas. Sé que esa táctica no daría resultado con usted. Solo pretendo sugerirle que tal vez sería más feliz regresando al servicio activo. Creo que cometió un gran error al abandonar el MI6, Marsh.
—No fue un error —dijo Marsh.
Era lo mismo que llevaba años diciéndose a sí mismo una y otra vez. A lo mejor, hasta era cierto. Cuando abandonó el Servicio de Inteligencia, tenía buenas perspectivas, incluso halagüeñas. Estaba ansioso por marcharse y volver a empezar con Liv. La bronca que había tenido con el viejo al acabar la guerra le proporcionó la oportunidad que buscaba para dejar atrás la vida de un espía. Aprovechar esa oportunidad era su mejor opción. Habría sido una idiotez dejarla pasar.
No. Abandonar el servicio activo no había sido ningún error. De lo que sí se arrepentía Marsh era de no haber vuelto, aunque jamás lo reconocería delante de Pembroke.
—Un sueldo estable —dijo Pembroke—. Desde el principio, cobrará el que habría sido su salario hoy en día si se hubiera quedado y mantenido el mismo nivel de servicio ejemplar. Y por supuesto, podemos eliminar de su ficha policial los incidentes más vistosos —sacó la pipa del bolsillo de la camisa e hizo un gesto vago con la caña—. Se siguen aplicando las restricciones de siempre: la Ley de Secretos Oficiales y esas cosas.
Marsh no quiso admitir lo animado que estaba. Tenía al alcance de la mano la oportunidad de compensar los fallos de los últimos veinte años…
—¿Qué misión me asignarían?
—Ya se lo he dicho —Pembroke sacó una petaca de tabaco del cajón. Mientras prensaba la cazoleta, explicó—: Averiguar qué se propone Gretel. Tendrá carta blanca para actuar como crea conveniente. Es el hombre más adecuado para esa tarea.
—Entonces, recibiría órdenes de usted.
—Sí.
La artritis se resintió cuando Marsh presionó su mandíbula con los dedos. Pensando. Pembroke malinterpretó el ademán.
—Duda de mí.
—¿Ha entrado en combate alguna vez?
—No. La guerra acabó cuando tenía dieciséis años.
—Su antecesor perdió un brazo en la Primera Guerra Mundial.
—Mi padre combatió en Egipto —dijo Pembroke, como si de algún modo eso lo redimiera a él.
Pero Marsh no hizo caso al comentario.
—¿Cómo es que terminó aquí? —preguntó.
Resultó que Pembroke era licenciado en Cambridge, y el servicio lo reclutó al terminar la universidad. Se había licenciado en filología rusa e historia europea con las mejores calificaciones posibles, y pasó directamente a analizar tecnología militar soviética para el MI6. A jugar a la guerra con papel y lápiz. Desde esa posición, solo tuvo que dar un paso para entrar en Asclepia.
—En otras palabras —concluyó Marsh—, es un maldito chupatintas.
Pembroke suspiró.
—Creo que no estamos empezando con buen pie. Si Gretel está en lo cierto, usted forma parte de esto.
—Si Gretel está en lo cierto, y siempre lo está, usted ha enviado a la mierda la razón de que exista Asclepia. Su incompetencia ha acabado con el estancamiento de los últimos veinte años. Los eidolones eran nuestro comodín, lo único que tenía a los soviéticos a raya. Pero ahora, como la ha cagado, ya no tenemos acceso a los eidolones.
—Porque he estado mirándome el ombligo.
—Sí.
—Si pudiera convencerle de que la situación no es tan desesperada —propuso Pembroke—, ¿se plantearía volver?
¿Si se lo plantearía? Regresar a Asclepia era el único punto luminoso en el lóbrego horizonte de la vida de Marsh. Había abandonado el servicio cuando comprendió que tenía dos opciones: construir una vida en común con Liv o construir una carrera en torno a su inútil y venenosa búsqueda de la justicia. Había escogido a Liv, pero sus intentos de crear una familia habían resultado fracasos estrepitosos. Su matrimonio ya no era más que una mentira. Marsh había escogido mal.
Volver al Servicio de Inteligencia no resolvería nada de aquello. Pero suponía una paga fija. Suponía tener un objetivo en la vida. Suponía una excusa legítima para evitar el rencor de Liv sin tener que soportar a capullos como Fitch. Y suponía que Marsh estaría presente cuando Gretel cometiera un error. Todo el mundo los cometía, tarde o temprano.
Marsh no había sido consciente de lo mucho que añoraba el servicio activo hasta ese día.
—Me lo plantearía —respondió.
—Excelente —dijo Pembroke, mientras se ponía en pie. Dejó la pipa sin encender en su escritorio—. Me gustaría enseñarle una cosa.
El Viejo Almirantazgo estaba igual a como lo recordaba Marsh; solo habían cambiado los nombres de las placas en las puertas de los despachos. Observó que muchas de las habitaciones desde donde había operado Asclepia en su fugaz apogeo se habían convertido en cuartos trasteros, llenos de escritorios viejos, sillas, alfombras enrolladas, archivadores y demás desechos de material de oficina que van acumulándose con los años.
Pero entonces bajaron una escalera y llegaron a una gruesa puerta que parecía el acceso a la cámara acorazada de un banco, y la sensación de familiaridad se esfumó. Aquello era nuevo.
Pembroke hizo girar la rueda que sobresalía del centro de la puerta. Se movió sin emitir el menor ruido. Ni siquiera los cerrojos emitieron más que un leve siseo al retirarse. Empezó a tirar de la puerta para abrirla, pero entonces chasqueó los dedos y se detuvo. Se volvió hacia Marsh.
—Tendría que habérselo preguntado antes. No sangra por ningún sitio, ¿verdad?
—¿Que si sangro? No.
—¿Está seguro del todo? —Pembroke miró el cardenal que tenía Marsh en la cara—. ¿Las heridas han cicatrizado?
Marsh revisó los arañazos de sus manos.
—Sí.
—¿No tiene cortes abiertos? ¿Ninguna llaga?
—No.
—De acuerdo, entonces.
Aquella era la primera de las dos puertas de la cámara acorazada, interconectadas de modo que la interior podía abrirse solo cuando la primera estaba atrancada, y viceversa. Igual que las poternas de un castillo, o el compartimento estanco de un sumergible.
Cuando entraron en el sótano propiamente dicho, Marsh descubrió que no se parecía en nada a lo que recordaba. Habían alterado por completo la distribución desde la última vez que bajó allí. El sótano que recordaba Marsh había sido una madriguera de pasillos abovedados con paredes de ladrillo, iluminados por bombillas que colgaban desnudas de cables del techo y jalonados por puertas de acero con remaches que daban a almacenes y refugios antiaéreos. Había manchas de humedad por el techo y por el suelo de frío hormigón.
Era imposible saber si quedaba alguna de ellas. Suelo, techo y paredes estaban forrados de grueso enmoquetado. De las paredes sobresalían en ángulo unas láminas de poliestireno expandido negro. Marsh lo entendió con solo verlo, gracias al tiempo y al esfuerzo que había dedicado a perfeccionar la habitación de John. Aquello era una insonorización bien hecha, pagada con dinero de la Corona.
Resultaba algo complicado caminar. La gruesa alfombra de color beis cedía casi dos centímetros cada vez que apoyaba un pie. Los almacenes se habían sustituido por cámaras acorazadas muy similares a la que habían cruzado al entrar en el sótano. También estaban insonorizadas.
Pembroke señaló dos puertas contiguas.
—Gretel y su hermano están ahí y ahí —dijo. A Marsh le costó distinguir sus palabras del sonido de su propio corazón y de la sangre que le palpitaba en los oídos—. Aun así, hable con toda libertad. Ellos no podrían oír nada de lo que suceda aquí, salvo si se produjesen disparos de mortero.
Marsh se preguntó si Gretel había visionado aquel lugar, la versión futura del sótano en el que estuvo encarcelada en 1940. Probablemente sí.
Siguió a Pembroke hasta el extremo de un largo pasillo, dobló el recodo y siguió adelante. De los sótanos del Almirantazgo partían túneles que rebasaban la planta del propio edificio. Marsh supuso que habían pasado por debajo del parque Saint James. Todo era silencio excepto sus pisadas y los latidos de sus corazones. El acolchado cambiaba de diseño de vez en cuando: pasaron de las rayas a los topos y a un estampado de triángulos. Marsh se olió que las profundidades de aquella conejera era lo primero que acondicionaron, con el material que tenían a mano. Partes de aquel enmoquetado databan de antes de la guerra.
Y entonces, tan de repente que costaba creerlo, una abrumadora mezcla de olores inundó la atmósfera. Sandía. Bilis. Sudor de hombre viejo. Un sabor asqueroso se apoderó de la boca de Marsh. Tuvo una arcada, como si hubiera comido bolas de alcanfor.
«Han insonorizado todo a lo bestia —pensó Marsh—, y les preocupa la sangre».
El instinto y los viejos recuerdos lo incitaron a mirar el reloj. Se había parado.
«Seguro que los eidolones han estado aquí. Dios mío, ¿qué es este lugar?».
El acolchado amortiguó incluso el tintineo del llavero de Pembroke, que rebuscó unos instantes en él, buscando la llave, y luego abrió una puerta. Entraron en una sala de observación normal y corriente, de las que se empleaban para interrogatorios e informes orales. Frente a la hoja de cristal que abarcaba casi toda la pared, había una hilera de sillas y una mesa. La sala estaba poco iluminada, lo que sugería que el cristal era un espejo unidireccional. La mesa contenía solo un micrófono, y en la pared había una rejilla de altavoz sobre el espejo.
Marsh se había esperado algo por el estilo. Las entrañas del Almirantazgo estaban diseñadas con el propósito específico de mantener a personas aisladas por completo. Pero no había esperado la escena que encontró al otro lado del cristal de observación.
Era un aula de escuela primaria.
Habían decorado la estancia en colores vivos, rojos, azules y amarillos. En una pared había una pizarra verde emborronada de garabatos infantiles, fragmentos de un idioma imposible de aprender escritos con tizas de colores. Sobre el borde superior de la pizarra había una serie de carteles donde una procesión de alegres animales de zoológico retozaban entre las letras del abecedario y los números del cero al nueve.
A lo largo de otra pared había unos armaritos llenos de peluches y libros de ilustraciones, bajo un vistoso mural que retrataba a unos niños jugando felices sobre el contorno del Reino Unido. Lo más extraño era que la pared del fondo estaba empapelada con mapas de todo el mundo. La mayoría de ellos representaban a Europa y la Unión Soviética. Los mapas estaban salpicados de chinchetas.
Una docena aproximada de niños de ambos sexos estaban sentados a las mesas, tumbados en cojines o de pie, solos o en grupos de dos o tres. Los mayores estaban leyendo. Los pequeños jugaban con muñecos, bloques de madera y peluches de animales. Sus edades iban desde los cinco o seis años hasta casi la veintena. Y estaban callados. Todos, del primero al último.
—Estos —dijo Pembroke— son nuestros brujos.
«Por Dios bendito —pensó Marsh—, ¿qué habéis hecho?».
—Solo son niños.
—No son niños cualesquiera. Estos niños hablan enoquiano. Podría afirmarse que es su lengua materna. Saben más enoquiano que ningún brujo desde hace siglos —explicó Pembroke—. Motivo por el que no nos hemos preocupado mucho de seguir la pista a los hombres de su época. Están obsoletos. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
Marsh señaló a los niños.
—¿Cómo?
—El enoquiano es la lengua primigenia. Se ha especulado con que sea el idioma de la creación, o la música de las esferas —Pembroke se encogió de hombros—. Hemos descubierto que, si se cría a un niño aislado por completo de todo lenguaje humano, libre de toda exposición a él, revierte por naturaleza al enoquiano.
—Qué barbaridad —«hijos de puta, retorcidos».
—Es Realpolitik. Es el mundo en el que vivimos. Es el precio de ser una nación libre.
Marsh observó a los niños.
—¿Están presos?
Pembroke se indignó.
—¿A usted qué le parece? —titubeó—. Quiero decir que sobre el papel no. Pero parece gustarles el lugar. Prefieren el silencio. Nunca han expresado ningún deseo de marcharse.
—¿Se lo han preguntado?
—Sí.
—¿También hablan inglés?
—Por supuesto que sí. El aislamiento de los niños se suspende tan pronto como demuestran fluidez en enoquiano —repuso Pembroke—. Suele ser a los cuatro o cinco años. A partir de entonces, les damos una educación espléndida, como mínimo equivalente a la que tendrían en un colegio público.
Marsh no podía apartar la mirada de los niños. Señalando con la barbilla más allá del cristal, preguntó:
—¿Los usan a menudo?
—Lo justo para darle un tirón de orejas a Iván de vez en cuando. Nada drástico, ojo. Sin duda sospechan de Asclepia, que es exactamente lo que pretendemos: hacerles saber que estamos aquí. Pero su información, proceda de la fuente que proceda, está muy desactualizada. No saben quiénes son los brujos en activo.
—No lo sabían hasta que usted trajo a Gretel aquí abajo.
—Su celda están tan alejada y aislada por capas de acolchado que podríamos encender un cartucho de dinamita aquí y ella ni se enteraría —dijo Pembroke.
Marsh negó con la cabeza, demasiado asqueado y harto para sacarlo de su error.
—¿Qué pasa con los precios de sangre? No los obligará a…
Pembroke dio un bufido.
—Por favor, ¿nos toma por bárbaros? De los precios se ocupan Sam y sus hombres —se tiró del lóbulo de una oreja, con aire distraído—. Por cierto, en general pagamos unos precios más bajos que en su época. Ventajas que tiene la fluidez natural de los niños, ya ve.
—¿Cómo de bajos?
—Aceptablemente bajos —respondió Pembroke—. Después de unos inicios algo accidentados —reconoció. Abrió con una llave la puerta que había junto al espejo, la que daba al aula—. ¿Quiere conocerlos? —al ver que Marsh vacilaba, añadió—: No hay el menor riesgo.
Marsh seguía mirando fijamente a los pequeños.
—Aislados.
—¿Disculpe?
—Usted no es padre —dijo Marsh.
—¿Por qué lo dice?
—Mi esposa y yo hemos llevado a un recién nacido del hospital a casa en dos ocasiones distintas. Si hay algo que hacen todos los padres es hablar a sus hijos.
Aquello pareció incomodar a Pembroke.
—Estos niños eran huérfanos. Abandonados.
La excusa barata ni siquiera empezaba a justificar el asunto. Pero antes de que Marsh pudiese rebatirla, Pembroke abrió la puerta y pasó al otro lado. Los niños le hicieron caso omiso, igual que a Marsh cuando entró poco después.
—Pero si querían aislarlos por completo…
—Créame, Marsh, cuando le digo que han recibido un trato extremadamente bueno.
Todos los niños dejaron lo que estaban haciendo al mismo tiempo, enderezaron la postura y se volvieron hacia los adultos. Su forma de moverse como un solo ser resultaba algo perturbador. Un matiz animal. No, insectil. Alienígena. Le recordaron un poquito a John.
Uno de los niños mayores dio un paso adelante. Miró a Marsh con los ojos entrecerrados. Todos lo hicieron.
—Tú eres Marsh —graznó—. El hombre Marsh.
Al instante, a Marsh se le puso la carne de gallina en los brazos y el cuello. Notó un desagradable cosquilleo.
La voz del chico sonaba mal. Muy, muy mal. No era solo que tuviera la voz cascada y ronca de un anciano, la voz estropeada de un brujo viejo.
Marsh comprendió que aquel chico había hablado en inglés con acento enoquiano. Si es que eso era posible.
—Sí, soy yo —Marsh se agachó, indiferente a la opresión de su mono de trabajo y al vello erizado, para ponerse a la altura del niño. Notó una punzada en la rodilla—. ¿Y tú quién eres? —preguntó, procurando que su tono de voz sonara lo más despreocupado posible.
Pero la pregunta se ahogó entre los apremiantes murmullos de unas voces decrépitas pero infantiles que empezaron a repetir su apellido. Lo pronunciaron una y otra vez, en una amplia gama de velocidades y entonaciones.
—Marsh. Marsh. Marsh. Marsh.
No tardaron en converger a un solo ritmo y una sola inflexión. Cuando pasaron al enoquiano, lo hicieron de repente, todos a la vez y en plena salmodia.
Marsh se vio en el centro de una vorágine de gorjeos, alaridos, aullidos y ronqueras. En el cántico pudo percibir la muerte de las estrellas y el nacimiento de los planetas. Voces inhumanas emergiendo de diminutos recipientes humanos.
La ínfima parte de él que aún podía pensar bajo aquella acometida lo comprendió: «Por eso les preocupa tanto la sangre. Estos niños podrían invocar a un eidolon con solo chasquear los dedos».
Se tapó las orejas con las manos. Pembroke hizo lo mismo.
Desde algún lugar y algún tiempo, alguien dijo:
—Dios mío. Te han puesto nombre.