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9 de mayo de 1963

Lambeth, Londres, Inglaterra

El Londres actual no estaba a la altura de su encarnación anterior. Los olores, los sonidos, la arquitectura… muy poco subsistía de la ciudad que Klaus recordaba.

Había hecho una visita con anterioridad, muy breve, para una misión de rescate después de que Gretel se entregara a un agente británico. Durante los largos años que pasó en Arzamás-16, los pensamientos de Klaus volvían de vez en cuando a Londres. Gran Bretaña había sobrevivido a la guerra; para Klaus, eso le confería lustre.

Ahora era un hombre distinto. Más sabio, en contraste con la herramienta ferviente e incondicional que fue una vez. Pero Londres estaba incluso más cambiada que él.

Recordaba un lugar apagado aunque esplendoroso, un gran templo levantado en granito, ladrillo y mármol. Edificios góticos, edificios barrocos y de otros estilos para los que su vocabulario se quedaba corto. Estatuas, monumentos y construcciones conmemorativas. Le había dado la sensación de que la ciudad sufría una decadente obsesión por el pasado, que presagiaba su inevitable caída. Qué inocente había sido.

Sin embargo, lo que vio mientras su tren se adentraba en Londres lo conmovió. Y cuanto más se internaban en el corazón de la capital, más se entristecía.

Quedaban algunos recuerdos fragmentados de la ciudad antigua. En ocasiones, hasta calles enteras, aunque eran muy poco frecuentes. Lo normal era que los vestigios quedaran aprisionados entre construcciones más nuevas y carentes de toda inspiración. Era como si a la ciudad le hubieran arrancado el alma, la personalidad. El Blitz había destruido el espíritu de Londres —lo había quebrado, calcinado, había dispersado sus cenizas al viento—, y el hueco estaba parcheado con una prótesis barata, funcional pero sin alma.

—Qué distinta está —susurró.

—Nada dura para siempre —respondió Gretel desde el asiento contiguo, concentrada en su periódico.

Un escalofrío, su constante compañía desde la última noche que pasaron en Arzamás, hormigueó en el punto imposible de rascar entre sus omóplatos. Solía ocurrirle cuando Gretel hablaba. El dominio que la Luftwaffe había ejercido sobre el cielo de Gran Bretaña se había desplegado, sobre todo, gracias a los consejos de su hermana. Gretel pulsó el resorte del bolígrafo que había robado a un empresario al cruzarse con él y marcó algo con un círculo de tinta azul. Había estado leyendo anuncios clasificados desde que habían entrado en el país. Klaus no sabía lo que eran los clasificados hasta que Gretel le explicó el concepto.

No solo habían cambiado los edificios. Desde que cruzaron la frontera, se había visto inmerso en media docena de idiomas. Francés sobre todo, pero también holandés, italiano, español, portugués, algo que supuso que sería vasco… incluso un poco de alemán. Las lenguas maternas de quienes habían logrado cruzar el canal antes de que se cerrara el Telón de Acero.

Klaus no había llegado a perfeccionar su dominio del inglés. Le consoló saber que eso ya no tenía importancia.

Gretel y él se habían ceñido solo al inglés desde que embarcaron a medianoche en Calais. La actitud de Gran Bretaña frente a la inmigración había cambiado: ya no recibía con los brazos abiertos a las masas hacinadas procedentes de la franja continental supuestamente libre, encajada entre París y la costa. Unas draconianas medidas de seguridad, tomadas a ambos lados del canal, habían estrangulado el flujo de refugiados e inmigrantes hasta dejar menos que un goteo. Si no se tenían papeles, era muy improbable poder quedarse en Inglaterra. Pero Gretel, por supuesto, había encontrado una forma.

Daba la sensación de que Irlanda o Canadá serían mejores destinos, pero su hermana había rehusado las sugerencias.

El chirrido de las ruedas contra las vías reverberó a lo largo del tren, que frenaba para entrar en la estación de Waterloo. Klaus se echó hacia delante en su asiento. Volvió a comprobar el sombrero fedora. No tenía peluca, así que tendría que contentarse con un sombrero y ropa ancha para ocultar sus cables. Durante su primer viaje a Londres, había llevado un postizo y un uniforme falso de oficial de la Marina. Ahora anhelaba aquel disfraz. Pavonearse en público con sus cables al aire contradecía toda una vida de entrenamiento.

Gretel no se molestaba en ocultar sus cables. Estaban entrelazados, como siempre, en sus trenzas. En la Reichsbehörde ya los llevaba del mismo modo. Incluso entonces, el artificio daba una impresión demasiado juvenil para ella.

Bajaron del tren al calor bochornoso del andén. Al menos no había una gran multitud, lo que lo hacía tolerable. Al final del andén, un hombre con rodillo y rasqueta retiraba unos letreros que anunciaban la conferencia patrocinada por un grupo de socialistas británicos. El orador era un miembro del Parlamento. Los anuncios daban la sensación de estar imprimidos con tosquedad y pegados a toda prisa.

—Y ahora, ¿adónde vamos? —preguntó Klaus. No tenían nada más que la ropa que llevaban puesta, sus pocas baterías restantes ocultas debajo y el dinero que Klaus había extraído de una caja registradora en el puerto—. Hay que encontrar un lugar donde quedarnos.

—Eso es fácil —Gretel levantó la mirada hacia él—. No deberías preocuparte tanto, hermano.

—También necesitamos dinero. No podemos seguir… —se detuvo para bajar la voz— robando.

—Bufff —Gretel desechó la inquietud de Klaus con un gesto de su menuda mano.

—Entonces ¿qué? ¿Qué dice tu plan? ¿Qué hacemos?

Gretel plegó el periódico en tres partes y cogió a su hermano del brazo.

—Me apetece visitar un rastrillo de segunda mano.

El taxi olía al perfume de una pasajera anterior. Era un vehículo típicamente inglés, negro, cuadrado y con puertas de bisagra trasera, igual que el único otro taxi londinense que Klaus había tomado en su vida. Aquella carrera anterior había concluido con la muerte del taxista, asesinado por su propia mano. Confiaba en que esta vez todo fuese distinto.

El chófer era muy joven, de tez aceitunada pero sin los rasgos gitanos de Klaus y Gretel. Español, a juzgar por su acento; tal vez un refugiado de las purgas que siguieron a los «espontáneos» levantamientos obreros que habían derrocado a Franco y aupado al trono a un títere llamado Juan de Borbón.

Su ruta los llevó junto a una franja de terreno verde. Un parque. Klaus se sorprendió al ver algo tan vibrante y lleno de colorido en el centro de la estéril selva urbana. El taxi se detuvo en un semáforo. El tráfico transversal zumbó frente al parabrisas y un torrente de peatones llenó el paso de cebra. Klaus contempló el parque.

Un hombre y una mujer paseaban cogidos de la mano en torno a un estanque con patos. Más hacia el interior, un niño sollozante miraba cómo un adulto —¿su padre?— intentaba desencajar una cometa roja hecha trizas de entre las ramas de un roble. Había otra persona de pie frente a un caballete, pintando un paisaje del parque.

El semáforo cambió y el taxi siguió su rumbo. Pero Klaus no dejó escapar aquellas visiones. La escena tenía algo extraño, algo inusual.

Se detuvieron frente a una iglesia. El chófer accionó un resorte que hizo saltar el taxímetro con un tintineo. Pasó un brazo por detrás del asiento del acompañante, estiró el cuello y dijo algo a Gretel. Ella le entregó dinero. El hombre le dedicó una sonrisa después de contar los billetes.

Le había pagado con el último dinero que les quedaba, pero Klaus estaba demasiado distraído para oponerse. Había descubierto qué tenía de raro el ambiente del parque: no había guardias.

La gente del parque no estaba sometida a un experimento a gran escala, no estaba preparándose para el combate, no eran prisioneros de guerra. Estaban haciendo cosas —pintar, alimentar a los patos, jugar con cometas— porque se les antojaba. Fue una revelación, como la primera vez que un daltónico ve el arco iris. Klaus jamás había comprendido el auténtico significado de la libertad. Ahora sí. Sintió pena por sí mismo.

Gretel interrumpió sus cavilaciones.

—¿Vienes?

Ya había bajado del taxi. El chófer lo miró con el gesto torcido. Klaus salió y el taxi se marchó con un acelerón, dejándolos a los dos inmersos en una densa nube de humo de su tubo de escape.

Se encontraban en un jardín pulcro y cuidado. El cementerio adyacente no estaba tan bien atendido: unas hileras irregulares de lápidas torcidas, agrietadas y manchadas de humedad salpicaban el césped, rodeado por una cancela de hierro forjado. Algunas tumbas tenían flores recientes encima. En el jardín de la iglesia había unas mesas metálicas dispuestas en hileras, que sostenían todo tipo de cachivaches: lámparas, libros, radios viejas, saleros, pimenteros, rompecabezas, bomboneras, juguetes de madera, rollos de papel de envolver a medio gastar y sobre todo ropa, organizada en estantes y cajas. La gente pululaba por los pasillos entre las mesas. Hurgaban, regateaban el precio, charlaban sobre el tiempo. Era complicado distinguir a los vendedores de los clientes.

Klaus miró a Gretel.

—¿Qué estamos buscando?

—Lo sabrás cuando lo encuentres —lo apartó de ella—. Ve a divertirte. Yo estaré cerca —se internó entre los escasos paseantes.

Klaus se quedó plantado en el sitio. Allí estaba, recién fugado tras dos décadas de cautiverio, en su primer día en un país libre, y ¿qué hacía? Buscar en un mercadillo para beneficencia sin llevar un penique en el bolsillo. ¿Y por qué? Porque así lo quería Gretel.

Sin embargo, de no ser por ella jamás habría escapado.

De no ser por ella tampoco lo habrían hecho prisionero, para empezar.

Junto a la valla del cementerio, Gretel sacudió las piernas para descalzarse. Se levantó el vestido, cruzó la cancela de un saltito y caminó descalza entre las tumbas.

Klaus suspiró. Recorrió arriba y abajo por los pasillos, estudiando los bienes que se exhibían en busca de alguna mercancía significativa. ¿Recuerdos del Reich, tal vez? ¿Una fotografía? ¿Otra parte del cuerpo de Heike? Nada le llamaba la atención. Era todo chatarra.

Dobló el recodo al final de un corredor y casi tropezó con otro comprador.

—Disculpe —dijo Klaus, haciendo ademán de apartarse.

Pero el otro hombre no se movió. Puso los ojos como platos. Una gélida mirada azul perforó la piel de Klaus, afilada como dos témpanos gemelos… Klaus se fijó en el individuo.

La cara del extraño estaba oculta por una barba desaliñada. Pero cuando Klaus reparó en el sombrero de fieltro, el pelo largo y el cuello alto, supo lo que había debajo.

—Hijo de puta —soltó Klaus. Dio un paso corto hacia atrás, estupefacto.

El otro hombre lo observaba con idéntica intensidad.

Pasaron varios instantes mientras se miraban boquiabiertos, inmóviles como rocas en un riachuelo de comercio de baratillo. Los demás viandantes tenían que desviarse para poder pasar.

Klaus fue el primero en recuperarse.

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Qué diantres haces tú aquí?

—Creía que habías muerto —dijo Klaus.

—Pues yo creía que tú habías muerto —replicó Reinhardt—. Creía que solo quedaba yo.

—Hola, Reinhardt —dijo Gretel.

Reinhardt la miró de refilón y luego puso los ojos en blanco.

—Tendría que habérmelo esperado.

—Qué alegría volver a verte —llevaba un ramillete de azucenas de tonos dorados y azul lavanda—. Son para ti.

Unas voces llamaron la atención de Klaus. Junto a la entrada de la iglesia, una mujer de cabello canoso hablaba con el párroco en tono apremiante. Señaló hacia el cementerio y luego a Gretel. El párroco parecía molesto.

—A lo mejor deberíamos celebrar esta reunión en otro sitio —sugirió Klaus.

Reinhardt vio que la matrona y el sacerdote echaban a andar hacia ellos.

—No me lo puedo creer —dijo—. Veinte años, llevo ya viviendo aquí. Veinte años. Tranquilo, sin llamar la atención. Aparecéis vosotros y, en menos de dos minutos, me reventáis la condenada tapadera. ¿Por qué no os pudrís en el infierno?

Gretel se separó una trenza metiendo el dedo en ella, tirando enfáticamente de un cable.

—Yo creo que nos echabas de menos. Y creo que te interesará lo que venimos a decirte.

Reinhardt sopesó sus opciones. Miró a Gretel, a Klaus, al párroco y de nuevo al cable de Gretel.

—Tengo coche. Seguidme.

Reinhardt vivía en un estercolero.

Estaba en un enorme y horrible suburbio de viviendas subvencionadas, gris y cuadriculado. Si acaso, a Klaus le recordaba bastante a la arquitectura soviética. Sarov era un caso fuera de lo común: gran parte de la Unión tenía el aspecto de aquel barrio, y con toda seguridad por los mismos motivos. Práctico y rápido de construir, sin la más mínima concesión a la estética.

Un grupo de niños que jugaba a fútbol en un terreno adyacente al aparcamiento detuvo el partido para observarlos mientras aparcaban. Cuando Klaus y Gretel salieron del coche de Reinhardt, un maltratado Vauxhall de 1938, uno de los niños dijo a los demás:

—¡Eh, fijaos! ¡El chatarrero ha hecho amistades!

Los chavales se arrancaron con un cántico:

—¡Chatarrero! ¡Te gusta hurgar en los cubos de basura!

El himno pareció divertir a Gretel, que recompensó a los niños con su sonrisita. Aún llevaba las flores en la mano.

—No les hagáis caso —dijo Reinhardt. Echó a andar acera abajo, con la cabeza gacha.

Klaus le dio alcance.

—¿Chatarrero? ¿Esa es tu tapadera?

Reinhardt musitó algo que Klaus no llegó a oír.

—¿Qué dices, Reinhardt?

El otro hombre se volvió hacia él.

—¡No me llames así! —le dijo en un brusco susurro—.Ahora soy Richard

—Vaya, vaya. Richard el chatarrero —Klaus no pudo resistirse.

—Vete a la mierda.

A sus espaldas, Gretel suspiró.

—Pobre chatarrero.

—Va por los dos.

Reinhardt reemprendió la marcha, guiando a los hermanos hasta el ascensor. La cabina olía a moho, como una alfombra mojada que nunca se hubiera aireado el tiempo suficiente.

Cuando llegaron al piso de Reinhardt, no les costó mucho entender cómo se había labrado su apodo. El lugar estaba atestado de montones de chatarra, algunos de los cuales casi tocaban el techo. Sobre todo parecían componentes electrónicos. Además, entraba poca luz: la colección de Reinhardt bloqueaba la mayoría de las ventanas. Los insectos se escabulleron hacia las sombras. Un olor rancio llegó a la nariz de Klaus, aunque no era tan desagradable como el del ascensor.

Reinhardt cerró la puerta con llave. Lanzó su sombrero al respaldo de una silla —la única silla, al parecer— y se quitó la peluca. Klaus observó que tenía los cables muy desgastados.

Gretel fue directa a la cocina. Empezó a registrar las alacenas.

—¡Eh! No toques mis cosas, zorra loca —Reinhardt ocupó la silla.

Klaus echó otro vistazo al piso, y a continuación observó los cables de Reinhardt.

—¿Qué te ha pasado?

—Ah, no. De eso ni hablar —dijo Reinhardt, pasando al alemán—. Déjate de gilipolleces. Después de todos estos años, ¿os presentáis los dos en mi puerta, capullos, y esperáis que me lo tome como si nada? ¿Que lo considere un feliz encuentro? ¿Una simple coincidencia? —Señaló a Gretel con el dedo—. No ha pasado tanto tiempo como para que olvide que, con ella, las coincidencias no existen. Así que dime: ¿qué narices hacéis aquí y qué coño queréis de mí?

Klaus había estado planteándose prácticamente las mismas preguntas. Reinhardt acababa de expresar los puntos fundamentales.

—Eso —dijo Klaus. Se volvió para mirar fijamente a Gretel, que había encontrado una botella de leche vacía—. ¿Qué hacemos aquí, Gretel?

—Un momento… ¿Tú tampoco lo sabes? —Reinhardt soltó una carcajada—. ¿Alguna vez has hecho algo que no te ordenara ella? Fue un error que pusieran correa a Kammler. Tendrías que haberla llevado tú, perrito faldero.

Klaus buscó una réplica que darle. Fracasó. Reinhardt había estado certero con su pulla. Había dado en el blanco de una diana que Klaus no sabía que existía. Desinfló su rabia con la rapidez de un globo pinchado. Las burlas de Reinhardt lo llenaron de vergüenza. Aquel hombre podía irse al infierno, pero no le faltaba razón.

—Kammler murió —comentó Gretel, mientras llenaba la botella con agua del grifo.

—Es increíble que esperes que me lo… Espera, ¿qué le pasó a Kammler? —repuso Reinhardt.

—Le disparó Spalcke —respondió ella. Metió los lirios del cementerio en la botella de leche. Mientras los arreglaba, añadió—: Cumpliendo órdenes, cabe suponer. Para que los comunistas no capturaran vivo a Kammler y pudieran estudiarlo —Gretel retrocedió un paso, inclinó la cabeza a un lado y volvió a arreglar las flores. Dejó escapar un leve gruñido de satisfacción. Mientras llevaba el jarrón improvisado a la mesa de Reinhardt, concluyó—: Pero de todos modos, estudiaron su cadáver.

Reinhardt enarcó una ceja y miró a Klaus.

—Nos enteramos más adelante —explicó éste.

—¿Os enterasteis? —Reinhardt entrecerró los ojos. Miró con recelo a Gretel—. ¿Y cómo fue eso exactamente? —Se volvió de nuevo hacia Klaus—. ¿Qué os ocurrió a vosotros? Empecemos por ahí.

Klaus recordaba la última vez que había visto a Reinhardt. Habían viajado juntos durante el invierno más cruel que se recordaba. Aquel invierno la gente había perdido el juicio, enloquecida por el clima sobrenatural mientras sus hijos hablaban en lenguas. Les informaron de que el Ejército Rojo había cruzado Polonia y se precipitaba hacia el corazón del Reich, ahora indefenso por culpa del frío malévolo. La rivalidad entre los dos hombres había estado a punto de estallar mientras discutían qué debían hacer: ¿regresar a la REGP y proteger el legado del doctor Von Westarp frente a los comunistas? ¿O correr hacia Berlín para enfrentarse cara a cara con los invasores?

Reinhardt, siempre sediento de gloria, se había empeñado en la segunda opción. Klaus decidió regresar a la granja, esperando encontrar a Gretel y huir hacia el oeste antes de que la Reichsbehörde claudicase. Pero los soviéticos ya habían llegado, con sus duendes en ristre.

Y así habían pasado a ser prisioneros de guerra y conejillos de indias durante dos décadas, cimentando un extenso programa de investigación en una ciudad secreta de las profundidades de la Unión Soviética.

Reinhardt se sonrió mientras Klaus concluía su resumen.

—Te dije que ir a la granja era un error. Conque capturados, ¿eh? —Clavó su mirada en Gretel, que se había acomodado sobre una pila de cajones. En voz más baja, elucubró—: La pregunta es por qué permitió ella que sucediera. A mí me parece que podría haberte avisado.

El antiguo compañero de armas de Klaus era un fanfarrón pagado de sí mismo, un narcisista y, entre otras cosas, un necrófilo. Pero aun así, y por inquietante que resultara, estaba en lo cierto.

—Así que habéis escapado después de tanto tiempo —siguió diciendo Reinhardt—. ¿Por qué ahora?, me pregunto.

Un escalofrío atenazó la columna vertebral de Klaus y sus entrañas. Dudas como aquella lo obligaban a afrontar verdades desagradables sobre su propia insensatez. Cambió de tema.

—¿Cómo es que acabaste aquí?

Reinhardt se quedó callado.

—Me enfrenté a los soviéticos al noreste de Berlín —dijo al cabo de un rato—. Una columna blindada. ¡Luché solo contra ellos, y acabamos en tablas! Derretí sus carros de combate, incineré a sus tropas, reduje su artillería a escoria. Cuando disparaban, me reía de ellos. Fue glorioso. ¡Estuve tremendo! Por fin me había transformado en la herramienta que el doctor pretendía que fuera —volvió a quedarse en silencio—. Pero había más comunistas que baterías. Muchos más.

—Te advertí de eso —repuso Klaus.

—Así que tuve que retirarme mientras aún tenía el Götterelektron.

—Sin duda, también fue una retirada gloriosa —dijo Klaus—. ¿O huiste con el rabo entre las piernas?

Reinhardt hizo un gesto grosero con la mano.

—Volví a la granja a por más baterías, pero ya había caído. Era evidente que vosotros y los demás cobardes os habíais rendido tan pronto como llegó el Ejército Rojo.

Klaus se cruzó de brazos.

—Tenían duendes. A docenas. No pudimos hacer nada.

—Yo usé mi última batería para impedir que me alcanzara la avanzadilla. Crucé los Pirineos a pie, y salí de España como un año más tarde. Mi destino era Canadá. Tenían una política de puertas abiertas para los antiguos miembros de la Schutzstaffel como nosotros. Les asustaba demasiado la amenaza roja como para rechazar a aliados en potencia, me imagino. Este sucio islote de mala muerte solo iba a ser un alto en el camino… pero se me acabó el dinero.

—Pobre chatarrero —volvió a decir Gretel.

Reinhardt se levantó de un salto.

—Lo juro por Dios, como vuelvas a decir eso, te estrangularé aquí mismo.

—No lo harás —Klaus se interpuso entre ellos, recurrió a su Willenskraft e introdujo la punta de un dedo en el esternón de Reinhardt. Una advertencia.

Reinhardt trastabilló hacia atrás, boquiabierto.

—Dios mío —susurró—. Dios mío —se dejó caer en la silla, sin dejar de contemplar la forma fantasmagórica de Klaus. Se llevó una mano temblorosa al cuero cabelludo—. ¿Tenéis baterías?

—Desde luego —respondió Gretel.

—Dios mío. Pens… pensaba que estabais como yo… —Reinhardt sacudió la cabeza, como aturdido—. ¿Cuántas?

Klaus recobró la solidez.

—Salimos de Arzamás con ocho —dijo. Se desabrochó la camisa y atisbó el indicador de su arnés. Desarmar la amenaza de Reinhardt no le había costado mucha carga, pero la vieja batería había visto tiempos mejores. Como todos ellos—. Nos quedan unas pocas.

Los ojos claros de Reinhardt brillaron con una extraña veneración al contemplar el arnés de Klaus. Casi de forma inconsciente, levantó la mano para tocar la batería. La veneración se volvió hambre. Lujuria.

—Dádmelas.

Y entonces Klaus supo, sin el menor género de duda, por qué habían ido allí. Por qué Gretel había urdido aquel encuentro. Vio los dispositivos electrónicos amontonados, captó la desesperación en la voz del otro hombre, y lo supo.

Gretel había acudido a aquel lugar para hacer bailar a Reinhardt.

—Las necesitamos —dijo Klaus.

Reinhardt volvió a levantarse de un salto.

—¿Sois conscientes de lo que poseéis? ¿Habéis olvidado el significado de ese arnés? Cómo vais a apreciar lo que nunca habéis echado de menos… Sin esas baterías, tú, yo y ella… —señaló a Gretel con un movimiento brusco—. No somos nada. Pero con ellas, somos dioses.

El paso del tiempo había transformado aquella arma del Reich que una vez inspiró terror en un hombre desesperado y lastimoso. Si Klaus no detestara tanto a Reinhardt, hasta habría sentido lástima por él. Tal vez la sintiera de todos modos.

—No somos dioses, Reinhardt. Jamás lo fuimos.

—Por favor —suplicó Reinhardt, con una voz que ni llegaba al susurro—. Solo una.

Miró más allá de la única ventana despejada, hacia el lugar donde jugaban los niños. Klaus podía imaginarse lo que le pasó por la cabeza. Era enfermizo.

—Podemos darte más que eso —afirmó Gretel.

Los dos hombres se la quedaron mirando. Gretel se reclinó en su caja, con las piernas extendidas hacia delante para desentumecerlas. El dobladillo de su falda doblada dejó ver sus tobillos, huesudos como siempre pero ahora también varicosos por la edad. Metió dos dedos debajo de su blusa y sacó un papel doblado de color azul oscuro.

—¿Eso es lo que yo creo? —susurró Reinhardt.

Gretel desplegó el papel y lo sostuvo en alto para que pudieran verlo ambos. Era un diagrama, un batiburrillo de finísimas líneas blancas. Uno de los secretos de la vieja Reichsbehörde, esbozado en líneas finas sobre papel azul cobalto.

—Con anotaciones del doctor en persona —dijo.

—Ahora lo entiendo —Reinhardt se acercó a ella con la mano extendida. Habían regresado sus viejos andares arrogantes—. Queréis que os construya repuestos. —Movió los dedos.

—No —Gretel partió en dos la representación de la batería.

—Pero ¿qué haces? —Reinhardt se llevó las manos a la cabeza, consternado—. ¡Maldita zorra mestiza! ¡Lo necesito!

—Venga, venga —dijo Gretel, meneando un dedo delante de Reinhardt—. No seas avaricioso —volvió a partir el diagrama, ajena a los gritos de ira y desesperación de Reinhardt, que cayó de rodillas. Un vecino dio unos porrazos contra la pared común—. Tranquilo. ¿Ya has olvidado que, en el pasado, te puse en bandeja el deseo más oscuro de tu corazón?

Klaus volvió a pensar en la pobre y difunta Heike. Se estremeció.

—Pero este irá llegándote por partes —siguió diciendo Gretel, mientras agitaba los trozos de cianotipo—. Mientras tanto… necesito dos favores. Dos cosillas de nada. Es posible que hasta te lo hagan pasar bien. Por cada recado que me hagas, te llegará una parte del diagrama por correo.

Reinhardt la miró furioso.

—Te odio.

Ella se levantó.

—¿Dónde guardas el material de oficina? Necesito pluma, papel, sellos de correos y un par de sobres —abarcó con un gesto los montones de equipo desechado que ocupaban el piso—. Y… ¿Reinhardt? Vas a necesitar una cámara.

10 de mayo de 1963

Walworth, Londres, Inglaterra

—Otra —dijo Marsh.

Sus nudillos golpearon la barra. Una, dos veces. La madera estaba mojada por el licor que había derramado, y sus dedos se retiraron oliendo a whisky. La barra estaba acribillada de anillos de condensación. Al igual que los anillos de un árbol cuentan la historia de inviernos, veranos, riadas e incendios, aquellos narraban la de una larga sobremesa.

—Llevas aquí todo el día, amigo. ¿Qué tal si vas tirando?

El propietario era un hombre de escasa estatura y piel muy blanca, con los nudillos de la mano izquierda tatuados.

Marsh le clavó una mirada hostil, en parte como respuesta y en parte para enfocarla en algo mientras la sala entera oscilaba.

—Otra —logró decir.

El tabernero se encogió de hombros.

—Tú verás —rellenó el vaso de chupito. Mientras servía una pinta más, añadió—: Si se me ocurre a mí llegar a casa así de trompa, la parienta me corta los huevos.

—Liv ni se enterará. Hoy no —Marsh se metió el trago entre pecho y espalda. Apretó los párpados y agitó la cabeza. Obligando a su voz a sobreponerse al incendio de la garganta, dijo—: Tenemos un acuerdo.

—Eres afortunado, pues.

—Afortunado —Marsh escupió y se limpió la boca con la mano.

—¡Eh! ¡Aquí dentro, nada de eso!

Varios de los otros parroquianos dejaron en suspenso conversaciones y partidas de dominó para observar al tabernero y a su indómito cliente. El televisor en blanco y negro que había en el rincón quebró el silencio con la melodía que anunciaba una crema de afeitar.

Uno a uno, los clientes menearon las cabezas y volvieron a sus vidas. Los más habituales habían reconocido a Marsh, aunque nadie sabía cómo se llamaba. Y viceversa. Marsh sabía qué impresión se llevaban de él cuando se molestaban en mirarlo: un hombre de cabello entrecano, con el rostro escabroso de un púgil fracasado, las uñas sucias y agujeros en el mono vaquero de trabajo, ya en los últimos y rechonchos años de la mediana edad. Un tipo lamentable, incluso para la vara de medir de un tugurio de mala muerte en un barrio empobrecido como aquel.

El tabernero hizo una seña negativa a alguien que había detrás de Marsh, acompañada de un gesto tranquilizador. Sacó un paño de debajo de la barra y limpió el escupitajo de Marsh.

—Tienes un mal día, y eso lo respeto —dijo en tono más calmado—. Pero como repitas la jugada, acabarás en la calle con el vaso de chupito metido en el culo.

Un pensamiento extraño recorrió la mente de Marsh, cargada de rabia, alcohol y recuerdos. El hombrecillo era más bajo que él: estrangularlo no sería difícil. Sabía por experiencia que matar a un hombre alto implicaba más tiempo, peligro y ruido. Pero Marsh no tenía un cable para estrangular a nadie. Y prefería seguir bebiendo, de todas formas.

Dejó pasar la amenaza con un encogimiento de hombros.

—Me han echado de mejores lugares. Una vez me sacaron a patadas de misa —dio un sorbo a su cerveza y cambió de tema—: Hoy es el cumpleaños de mi hija.

La hermana mayor de John habría cumplido veintitrés años un poco antes de la medianoche.

—Esto está bien. Entonces ¿por qué no te vas a casa y lo celebras con ella?

—Porque se la comieron los gusanos hace mucho tiempo. Murió en la guerra.

—Ah —el tabernero negó con la cabeza—. Lo lamento mucho, amigo.

Marsh siguió como si no lo hubiera oído.

—A lo mejor fueron ratas. Puede que se la comieran las ratas. No llegamos a darle un entierro decente. No había cuerpo. Demasiados cascotes. Solo el ataúd. Un ataúd vacío —atacó su pinta. La espuma de sus labios salpicó la barra cuando dijo—: Qué pequeño era.

—¿Blitz? —preguntó el tabernero, en voz baja.

Marsh gruñó.

El tabernero comprendió y suspiró.

—Putos teutones.

Se alejó hacia el otro extremo de la barra para atender a los pocos clientes habituales que ya estaban en el pub a aquella hora tan temprana.

Las burbujas subían en tropel desde la profundidad del vaso de Marsh, como volutas de humo ascendiendo a un despejado cielo vespertino. De Williton ya solo quedaba un mar de escombros humeantes cuando Liv y él habían llegado. Lo más doloroso era que aún recordaba el olor, el penetrante hedor de la cordita suspendido sobre el pueblo en ruinas, mezclado con el aroma a bebé de la manta de Agnes.

Desde algún lugar muy lejano, oyó que Liv decía: «¿Y si tiene frío?».

Y desde aún más lejos, le llegó otra voz: «Déjale que pase su pena en paz».

Marsh sacudió la cabeza para espantar el recuerdo. La tele berreaba las noticias de la hora y cuarto en la BBC. Mientras hacía crujir los nudillos contra su mandíbula, Marsh se volvió en el taburete para vislumbrar la pantalla.

El reciente incendio en el bosque de Dean se había atribuido a una lámpara de queroseno. Los rumores de aldeas abandonadas en Tanganica estaban infundados, pero ahora llegaban informes parecidos desde la India británica, cerca de la frontera nepalesa. La Octava Escuadra de cruceros de combate se uniría pronto al Ocean en el golfo Pérsico. Los receptores de radio de los observatorios de Jodrell Bank, en Reino Unido, y Parkes, en Australia, informaban de que la estación espacial se había quedado callada. Las insistentes transmisiones de los cosmonautas que regresaban de su órbita lunar sugerían que no habían recibido mensajes de la estación desde que abandonaran la sombra de la luna el día anterior. Moscú negaba que hubiera problemas.

Las noticias nacionales de la jornada versaban sobre el reciente y ambicioso acuerdo comercial firmado por el Reino Unido y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El mérito de llevar a buen puerto la iniciativa en un período de gran tensión entre los dos bloques se atribuía a su excelencia el duque de Aelred. En una imagen de archivo se vio a Aubrey Beauclerk estrechando la mano de un miembro del cuerpo diplomático soviético. El duque estaba considerado como un probable delfín del ministro de Asuntos Exteriores, a juicio de la BBC.

Entonces la imagen pasó a mostrar al hermano del duque.

—Apáguelo —pidió Marsh.

El menor de los Beauclerk, ajeno durante mucho tiempo a la política y lastrado por lo que solía llamarse eufemísticamente un pasado «turbio», en los últimos años había pasado a ser uno de los asesores más cercanos al duque. Lord William Beauclerk había tenido un papel fundamental en la forja del nuevo acuerdo; en la crónica, adornada con tres metáforas sobre el sol tras la tormenta, se le auguraba un gran futuro.

El cabrón de William Beauclerk. Qué injusticia.

—¡He dicho que lo apague!

Marsh lanzó su vaso de pinta hacia el televisor. Falló. Se hizo añicos contra el aparador de madera, salpicando la pantalla y a los clientes más próximos con los restos de su cerveza. La sala estalló en gritos de furia y sorpresa.

—¡Eh! —bramó el propietario—. ¡Se acabó!

Alguien intentó agarrar del brazo a Marsh, cuyos nudillos golpearon algo similar a una mandíbula cuando lanzó un puñetazo. Pero el mareo y la cólera habían restado tino y coordinación al puño, que apenas acertó de refilón. La mano que intentaba asirle el antebrazo redobló su esfuerzo.

Marsh bajó del taburete, con la intención de usarlo como arma para liberarse. Pero cuando se volvió para enfrentarse al hombre que retenía su brazo, recibió un contundente puñetazo en el pómulo, justo por debajo del ojo. La piel le escoció al partirse: el agresor llevaba anillo de casado.

Otro hombre inmovilizó la muñeca de Marsh y le estampó la cabeza contra la barra, con tanta fuerza que hizo temblar los vasos. Marsh se resistió, pero sin poner mucho empeño. El tabernero estaba en el rincón, con el auricular del teléfono junto a la cara, fulminándolo con la mirada.

Marsh conocía aquella expresión, y le quitó las ganas de gresca. Si pasaba otra noche en el calabozo, perdería su empleo.

Se libró del hombre que lo tenía retenido. Todas las miradas cautelosas del pub estaban posadas en él. El local quedó en silencio mientras él cogía el trapo de la barra, recuperaba su sombrero del gancho de la puerta y salía a la calle. El murmullo de las conversaciones —sobre todo los chasquidos de lengua y «miserable borrachuzo»— se reanudaron después de su portazo.

El pub compartía portal con el taller de un zapatero remendón. Marsh se quedó allí sentado, tratando de contener la hemorragia con el paño y esperando a la policía. Le picó, ya que el paño estaba mojado de whisky. La luz del sol le dio una sensación de frío. Una anciana de pelo blanco bajaba por la acera con su bolsa de la compra. Marsh la miró torciendo el gesto y ella cruzó la calle.

La sangre seguía goteando del corte que le recorría el pómulo cuando un Ford Corsair negro se detuvo enfrente del pub. La radio de la policía graznó algo incomprensible; el conductor respondió al aparato mientras su compañero salía del automóvil. Marsh reprimió un suspiro de alivio.

El policía miró a Marsh y luego señaló el pub con un movimiento de la cabeza.

—¿Le han tirado a la calle?

—Me he tirado yo solo.

—¿Ha tirado alguna otra cosa, ya puestos?

—Sí. Un vaso de pinta y algún puñetazo.

—También se ha llevado uno, por lo visto —dijo el agente Lorimer. Despejó el espacio que había junto a Marsh antes de sentarse—. ¿Por qué hace siempre estas cosas?

Marsh no respondió. Su añoranza, el rencor que guardaba al mundo por llevar su vida hasta aquel punto… eran humillaciones privadas. Solo había una persona en el mundo capaz de empezar a entender siquiera cómo se sentía, pero a ella habían dejado de importarle sus males hacía mucho tiempo.

—Mi padre solía hablar de usted, cuando la guerra —dijo el agente—. Decía que era «de lo más espabilado para ser un capullo sassenach» —pronunció la cita con un deje del acento escocés de su padre. Marsh había combatido junto a James Lorimer y había estado presente cuando murió. Sus hijos habían crecido en Londres al cuidado de su madre galesa, por lo que habían heredado acentos distintos al de su padre—. Pero a mí no me parece tan espabilado.

Marsh frunció el ceño al joven Lorimer. Los hilos del paño tiraron de las costras que se habían coagulado en su cara cuando giró la cabeza. El paño olía a sangre y licor. Igual que Marsh.

—Lamento decepcionarte.

El policía meneó la cabeza.

—Mire, señor Marsh. Lo que quiero decir es que no puede seguir así, y es lo bastante listo para saberlo. Como continúe, tendré que ponerle una denuncia como es debido y encerrarlo indefinidamente. Usted conoció a mi padre y por eso se lo he pasado hasta ahora, pero al final me voy a buscar un lío de dos pares de cojones —terminó, con una leve seña de la cabeza en dirección al coche y a su compañero.

Se levantó. Marsh hizo lo mismo, apretando los dientes por el dolor de la rodilla al estirarse. Necesitó un momento para mantener el equilibrio.

—Tendría que llevármelo a comisaría.

—Pero no lo harás.

Lorimer hijo plantó un dedo de advertencia a escasos centímetros de la nariz de Marsh.

—A la próxima lo haré, señor Marsh. Ya se me ha agotado la caridad.

Marsh examinó el paño. Estaba para tirar.

—Y que alguien le mire ese corte, ¿eh?

—Me ocuparé yo cuando llegue a casa —dijo Marsh.

—¿Quiere que lo llevemos?

Marsh negó con la cabeza.

—Mejor que no. A Liv no le haría gracia verme llegar escoltado por la poli.

—Derechito a casa —ordenó el agente mientras volvía a subir al coche.

Marsh se dio por enterado con un saludo marcial. Emprendió un lento paseo. Cuando los policías hubieron doblado la esquina, hizo una bola con el paño y la lanzó contra los tablones que cubrían el escaparate destrozado de una tienda cerrada tiempo atrás. La bola produjo un débil ruido sordo al dar en la puerta, se deshizo y cayó oscilando.

Su casa estaba a casi quince o dieciséis calles de distancia. Marsh se lo tomó con calma. Recordó haber hecho la ruta inversa a la carrera, durante un apagón preventivo, antes de que amaneciera, el día en que nació su hija.

Dos décadas después, intentar lo mismo le habría valido un atraco. O algo peor. Recorrer esas calles de noche era toda una imprudencia. Antes el barrio no estaba corroído de pintadas y ventanas rotas. El olor de la basura no impregnaba las calles en los días cálidos. Habría sido un buen lugar en el que criar a una hija. Sin embargo, la carga económica que había supuesto reconstruir grandes franjas de Londres significó que otras zonas de la ciudad fueran víctimas de una bienintencionada dejadez.

Los alquileres baratos habían atraído a una procesión incesante de inmigrantes y refugiados, pero pocas de sus tiendas y restaurantes habían resistido durante mucho tiempo. Marsh ni siquiera había entrado en ellos: no podía permitírselo.

Deseó que fuese noche cerrada, y tal vez hasta que lloviese, en lugar de una despejada tarde primaveral. Los rateros se envalentonaban con las sombras y el mal tiempo. Bien lo sabía él, que se había contado entre ellos mucho, mucho tiempo atrás.

Volvió a hacer crujir los nudillos. Necesitaba una válvula de escape para la furia y el odio hacia sí mismo. Una excusa para desfogarse. «Un intento de atraco. La poli no pondría pegas si es en defensa propia…».

Pero llegó a casa sin incidentes, después de almacenar la idea para retomarla más adelante. Los aullidos procedentes de la planta superior, que rechinaban en sus oídos como una uña rascando una pizarra infinita, le dieron la bienvenida antes de que abriera la puerta principal.

Liv no dijo nada de su cara ensangrentada al verla. Con una mirada le hizo sentir más vergüenza que la que podrían darle sus palabras. Ya ni siquiera las cagadas de Marsh eran dignas del desprecio de Liv. Su esposa daba por hecho que estaba en las últimas, que era un fracasado.

Él también lo daba por hecho.

¿Cuándo había sucedido? ¿Alcanzaba a recordar el instante en que el último destello de amor abandonó los ojos de Liv? ¿El momento en que el mundo apagó la última ascua de afecto como quien sopla una vela, para reemplazar su tenue brillo por sombras frías y vapores venenosos?

No. No existía ese momento puntual. La historia no le concedía el consuelo de un «si hubiera» ni el cobijo de un «ojalá no». Los giros y las pendientes eran demasiado complejos para trazar un mapa. La decadencia de su vida familiar y la corrupción de sus sueños crecieron marcados por el lento y monótono paso de los años. Gretel había matado a la hija de Marsh y Liv, pero el intento fallido de volver a empezar había matado su matrimonio.

Marsh se dirigió al cobertizo con paso vacilante, la bebida estaba ya demasiado diluida en sus venas para insensibilizarlo contra los aullidos de su hijo roto.

11 de mayo de 1963

Embajada soviética, Londres, Inglaterra

Lo que el mundo había perdido en buenas añadas cuando el imperio soviético colectivizó las bodegas francesas, lo compensaba con creces en caviares del mar Caspio. Will, cuyos labios llevaban décadas sin tocar una gota de vino, lo consideraba un trueque perfectamente aceptable. Y el gruyère de Comté estaba delicioso. Se lo comentó a Gwendolyn.

—¿Lo ves, querida? Lo de las bodegas fue toda una metedura de pata, pero al menos se dieron cuenta. Con las lecherías no han hecho lo mismo.

Ella daba mordisquitos a una tostada con huevas negras y saladas. Se limpió los labios con la punta de la servilleta.

—William, qué cortito eres, cariño —dijo, tapándose la boca con la servilleta—. El queso no crece en el suelo. Seguro que merece escaso interés para Lysenko y esos abortos académicos a los que llama colegas.

Su elección de vocabulario cogió desprevenido a Will, como solía ocurrir. Apuró su copa de tónica para ahogar la risa que intentaba escapar. Demasiado tarde; la carcajada hizo girar cabezas y llamó la atención.

El embajador Fedótov serpenteó por toda la sala para unirse a ellos. A su espalda, al otro lado de unas cortinas vaporosas, Aubrey y uno de sus homólogos del Politburó estaban charlando en el balcón que dominaba la carretera de acceso en forma de herradura. Junto a la chimenea apagada, el ministro de Asuntos Exteriores y su esposa («¿Cómo se llamaba esa mujer? Seguro que Gwendolyn se acuerda.») escuchaban al secretario general del partido en la República de Bélgica, que esbozaba su plan para instaurar la enseñanza obligatoria del ruso en todos los colegios de la república. Bajo una inmensa araña de cristal tallado (ostentosa según Will; de un zarista que echaba para atrás según Gwendolyn), dos miembros de la Cámara de los Lores defendían las bondades del críquet ante un subordinado del embajador. Su Alteza Real el Príncipe de Gales hablaba de un óleo (que representaba, con predominio de negros y rojos, a un grupo de nobles granjeros en un noble momento de noble alzamiento) con el pálido agregado cultural de la embajada, Cherkashin.

El cuarteto de cuerda volvió de un receso. Acometieron otra pieza de uno de los compositores soviéticos modernos, que a Will le resultaban indistinguibles unos de otros. La melodía le pareció más apropiada para una marcha militar que para un baile.

El embajador cogió a Gwendolyn de la mano.

—Excelencia, gracias de nuevo por honrar nuestra recepción con su presencia.

No era un hombre de mucha estatura: Will le sacaba una cabeza, y hasta Gwendolyn era más alta que él. Su acento arrastraba el peculiar gorjeo del ruso, aunque suavizado por haber vivido tanto tiempo en occidente, como un bloque de granito alisado por años de lluvia inglesa.

—El placer es mío, embajador —respondió ella—. Pero me veo en la obligación de corregirlo. Si bien es cierto que poseo honra, mi excelencia brilla por su ausencia. Mi esposo es un proveedor aceptable, pero en ese aspecto concreto ha sido una fulminante decepción.

Fedótov parecía confundido.

—Toda la culpa es de mi hermano —terció Will—. El muy egoísta acapara los títulos nobiliarios para él y su mujer —señaló a Viola, que también estaba en el balcón charlando amistosamente con la esposa del embajador—. Ella es, sin duda, «su excelencia la duquesa de Aelred».

—Mientras yo debo contentarme con ser lady Gwendolyn Beauclerk.

—De soltera, «la» dama Gwendolyn, por supuesto —dijo pomposamente Will.

Fedótov miraba a uno y a la otra como el espectador de un partido de tenis. En cierto modo, este era su papel.

Animado por las crecientes arrugas que se formaban entre las cejas del embajador, Will adoptó el aire de quien revela una confidencia delicada.

—Como supongo que podrá imaginar, nuestro matrimonio levantó un buen revuelo. ¡La hija de un conde casándose con un plebeyo sin título como yo!

Era cierto en parte. No en lo que respectaba a los títulos nobiliarios, por supuesto, ya que Gwendolyn no ostentaba uno propio. Desde que Will y Aubrey eran niños, muchas familias se habían marcado como futuro objetivo emparentarse con los Beauclerk pero, más que el puesto de Will en la línea sucesoria del ducado, fue su pasado personal lo que había restado brillo a su pedigrí.

El embajador frunció el ceño.

Gwendolyn hizo un leve gesto de negación.

—El revuelo no habría sido tal si hubieras permitido que los heraldos te anunciaran con el tratamiento correcto —se volvió entonces hacia Fedótov—. Es decir, «lord William Edward Guthrie Beauclerk», por supuesto. Pero al señor no le daba la gana, así que los anuncios quedaban bastante sesgados: «William Edward Guthrie Beauclerk y la dama Gwendolyn Wellesley».

—Pero al final transigiste, cariño —le tocaba a Will hacer un aparte teatral con Fedótov—. Después de la boda, mi esposa consintió en renunciar a ese «la» tan espantoso y en adoptar mi apellido.

—¿Transigí? Como si hubiera tenido elección, amor mío —de nuevo, una confidencia a Fedótov—: Mi marido no pasa de ser un lord, y es solo un tratamiento de cortesía. De ahí que yo no sea más que lady Gwendolyn. Más claro, agua, ya lo ve.

Transcurrió un momento. Las arrugas de concentración de la frente de Fedótov se esfumaron para dar paso a una sonrisa. Levantó un dedo en dirección a la pareja.

—Me están tomando el pelo. Los dos.

Will negó con la cabeza.

—Ni se nos ocurriría.

Fedótov rió.

—En la Unión Soviética no padecemos tales complejidades —afirmó—. Todo el mundo es libre de casarse con quien quiera, sea cual sea su título o clase social. Ahí tienen, amigos míos, uno de los motivos de nuestra prosperidad. Practicamos la igualdad universal.

Gwendolyn volvió a limpiarse las comisuras de la boca con la servilleta.

—Sin embargo, usted vive en una mansión.

—¿Disculpe?

—Mi esposa estaba halagando su encantadora residencia —dijo Will para sacarla del apuro.

Cherkashin, el agregado cultural, reparó en el corrillo que habían formado los tres. Se apartó el mechón de pelo que le había caído sobre la frente y se incorporó al grupo a toda prisa. Gwendolyn se puso tensa. Cherkashin carecía del don del embajador para la charla ligera. Y las sonrisas nunca acababan de reflejarse en sus ojos. Eran sonrisas Potemkin.

Hubo más presentaciones y cumplidos. Cherkashin susurró algo al oído del embajador. Gwendolyn cruzó la mirada con Will, que aun sin entender a qué venía su desasosiego, trató de mitigarlo guiñándole el ojo. No dio la impresión de aplacarla.

Fedótov asintió. Respondió a Cherkashin, también en ruso, antes de devolver su atención a Will y Gwendolyn.

—Me han recordado que esperaba poder aprovecharme de su asistencia, lord William…

Los anzuelos del pánico se clavaron en el cuello de Will. «Por favor, delante de Gwendolyn no», pensó.

—… para atar un minúsculo cabo suelto empresarial. ¿Me permite abusar de su paciencia, lady Gwendolyn?

Gwendolyn sonrió.

—Por supuesto —pronunció las palabras en el mismo tono que usaba cuando tenía que soportar a Viola.

—Será un momentito, querida —dijo Will.

Observó a Gwendolyn en el alargado espejo de marco dorado que ocupaba la pared del comedor. Elegante como siempre, su esposa se volvió para hablar con Cherkashin como si la conversación no se hubiera interrumpido. Pero el agregado cultural se despidió para seguir a Will. Gwendolyn se recobró casi al instante, pero no sin que la irritación le oscureciese el semblante.

Will siguió a Fedótov al piso inferior, a las profundidades de la embajada donde se trataban en privado los asuntos diplomáticos de la Unión Soviética. Nunca se había adentrado más allá del vestíbulo y el salón de recepciones; aquellos pasillos estaban reservados al cuerpo diplomático soviético. Su presencia era una halagadora muestra de amistad, pero también un poco inquietante.

Pasaron frente a una robusta puerta de nogal reforzada con bandas de acero, muy distinta de las otras puertas que había visto. Will se detuvo, con una curiosidad reticente. El vigilante apostado junto a la puerta lo miró con hostilidad.

—Por aquí —dijo Cherkashin. Con una mano apartó a Will de la puerta, mientras señalaba el fondo del pasillo con la otra.

El despacho de Fedótov estaba en la parte trasera de la casa, con vistas a Green Park, al otro lado de Piccadilly. Las luces del palacio de Buckingham titilaban en la distancia. El despacho no estaba amueblado con tanta ostentación como la planta superior, dedicada a acoger las visitas de los altos cargos, pero tampoco era del todo modesto. Nogal, cuero, bronce y hasta una pequeña barra de bar. No era tan diferente del estudio que tenía Aubrey en la finca de Bestwood. Will disimuló una risita. ¿En que se diferenciaban, realmente, los nobles y los altos mandos del partido?

Cherkashin cerró la puerta después de entrar.

—Ayer su oficina nos remitió un itinerario para la delegación comercial que llega el mes que viene —dijo Fedótov.

Will contuvo un alegre suspiro de alivio. No iban a tratar el tema que se había temido.

—Así es —respondió—. Espero que les resulte satisfactorio —hizo crujir el cuero al sentarse en una butaca.

Fedótov ocupó el asiento de detrás de su mesa. Parecía un poco avergonzado.

—No del todo —levantó un folio mecanografiado de su mesa casi vacía para repasarlo—. Conozco al ministro Kalugin, y créame cuando le digo, amigo mío, que no le gustará la representación de Wilde que han programado el miércoles.

Will cogió el folio.

—Pero si quiere profundizar en el intercambio cultural con Gran Bretaña, no hay nada más representativo que Oscar Wilde. La importancia de llamarse Ernesto es una de sus mejores obras. Además, era un defensor del socialismo.

—De todos modos… por mucho que yo admire su ingenio, y desde luego sus ideas políticas, ciertas características de su estilo de vida disgustarían mucho a Kalugin.

—Ah —Will consideró el problema—. Bueno, en el West End no faltan las producciones excelentes. ¿Algo de Shaw, quizá? Era socialista hasta la médula.

—Lo dejo a su discreción.

—Muy bien.

Will sacó una estilográfica del bolsillo interior de su traje de Savile Row y apuntó el cambio de programación. El embajador hizo una anotación similar, en cirílico, en la copia que tenía.

Cherkashin se sirvió una copa del aparador. Will reconoció el «clin» que delataba al cristal bueno.

—¿Le sirvo algo? —preguntó.

—No, gracias —dijo Will.

Cherkashin chasqueó los dedos.

—Se me había olvidado que usted practica la abstinencia, ¿me equivoco?

La manera de expresarlo dejó perplejo a Will. En ocasiones, Cherkashin dejaba traslucir un dominio del inglés muy superior al que se le suponía. Will no hizo ninguna puntualización: el relato de su pasado era enrevesado, y personal.

—Como quiera llamarlo.

Fedótov volvió a estudiar el itinerario.

—¿Tiene que ser la función del miércoles? Su hermano da una recepción esa misma tarde.

Will echó un vistazo a su copia y suspiró.

—Maldición. Creía que eso estaba solucionado —tachó más líneas y añadió otra anotación al margen—. No me explico cómo se nos pudo pasar.

—No se preocupe —Fedótov modificó también su copia.

Cherkashin, que se había sentado en un rincón sosteniendo su copa, carraspeó.

Fedótov seguía tomando notas en su itinerario.

—Hablando de cosas que se pasan, querría sacar a colación otro asunto más delicado. Nos supone cierta vergüenza, por lo que debo apelar a su discreción.

—Por supuesto —respondió Will, imitando a su mujer tanto en palabras como en recelo.

—Hace poco, se han fugado dos pacientes de un hospital psiquiátrico en Ucrania. Hermano y hermana, ambos muy peligrosos. Son violentos y propensos a episodios de delirio —Fedótov meneó la cabeza con expresión triste—. Es cosa de familia, supongo. Estaban sometidos a tratamiento para mitigar sus tendencias antisociales.

—¿Y tiene motivos para creer que vienen hacia aquí? —preguntó Will.

—No sabemos hacia dónde pueden dirigirse. Pero sí tenemos motivo para creer que han cruzado Francia en los últimos diez días.

Will frunció el ceño.

—Francia está a cientos de millas de Ucrania. Cuesta imaginar que un par de majaras como los que describe hayan llegado tan lejos sin llamar la atención.

—No subestime a esos dos sujetos. Sería un error por su parte. Si vienen hacia Gran Bretaña, podrían suponer un peligro terrible para sus conciudadanos —una sonrisa compungida—. Calcule el daño que sufriría la détente que tanto nos ha costado alcanzar, si un par de maníacos rusos empezaran a asesinar a los inocentes súbditos de Su Majestad…

—Debería advertir a las autoridades —sugirió Will.

Detrás de él, Cherkashin carraspeó de nuevo.

—El embajador preferiría que este asunto se llevara con discreción —dijo.

—Me temo que no hay mucho que pueda hacer yo solo —respondió Will.

—Por supuesto, por supuesto, amigo mío —dijo Fedótov entre aspavientos—. Jamás le pediríamos que arriesgara su salud o la de otros. Pero si por casualidad se enterase de algo…

Will levantó los hombros.

—Supongo que no pasaría nada por contárselo. ¿De verdad son tan peligrosos, esos dos?

—Sí.

—Seré el último en enterarme de toda Gran Bretaña, pero si se queda más tranquilo, estaré atento a los rumores.

—No le pedimos más.

Will sopló sobre las anotaciones de su itinerario. Tras cerciorarse de que la tinta estaba seca, lo plegó en tres partes y lo guardó en el bolsillo donde llevaba la pluma. Apoyó las manos en las rodillas.

—Muy bien, pues. ¿Alguna otra cosa?

Volvieron al piso de arriba. En el lado opuesto del salón de baile, Gwendolyn, que una vez más se veía obligada a charlar con Viola, observó a los tres hombres con una expresión extraña en el rostro. Will le dedicó una sonrisa, confiando en que fuese tranquilizadora y en que no se notara el remordimiento que la socavaba.

¿Sospechaba algo su esposa? Merecía saber la verdad, lo merecía con creces.

«Pronto —se juró—. La conocerá pronto».

Lo mismo que llevaba meses jurándose.