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11 de junio de 1963
Mayfair, Londres, Inglaterra
La mujer no tenía nombre. Según los registros, Von Westarp y sus amigotes de las SS se habían referido a ellas como «1» y «2». Los soviéticos los habían imitado, tomando la idea de los tatuajes que llevaban en el interior de sus muñecas izquierdas. Marsh le preguntó cómo ella se llamaba a sí misma, pero la gemela no pudo expresar una respuesta por escrito. Marsh acabó concluyendo que las gemelas compartían un sentido de la identidad ajeno por completo a lo que podía entender la gente normal.
Lo cual favorecía a Asclepia. Las gemelas ansiaban desesperadamente volver a estar juntas y eso saltaba a la vista. Marsh esperaba que la promesa de reunirlas fuera suficiente para asegurar su colaboración.
Trató de no dar cabezadas mientras el médico hacía una somera revisión a la gemela. No había dormido ni una sola noche de un tirón desde que salió del hospital. Acostarse le irritaba las heridas y hacía que le picara el fondo de la garganta. El picor solía transformarse en un ataque de tos tan intenso que Marsh acababa vomitando en la papelera que tenía junto al catre.
El médico declaró que la gemela estaba en condiciones de trasladarse. Durante la extracción la habían zarandeado con bastante violencia, pero por lo demás estaba tan sana como cabría esperar. Menos mal, sabiendo que las cosas podrían haberse torcido de quince formas diferentes. Sobre todo, la mujer se veía confundida y asustadiza. Con razón.
La tarde anterior, Marsh había metido una muda de ropa vieja de Liv en una bolsa de la compra. Cuando la abrió, reparó en que olía como su mujer cuando era joven y hermosa. Era curioso que algo olvidado desde hacía tanto tiempo pudiera volverse tan valioso y ansiado. Pero Marsh apartó de un empujón las punzadas de melancolía para concentrarse en el trabajo. La mujer que Klaus había pescado en la embajada era más alta y algo más delgada que Liv, pero Marsh le ofreció la ropa para que pudiera quitarse el camisón si quería.
La gemela empezó a desnudarse incluso antes de que Marsh y Pethick tuvieran tiempo de darse la vuelta. Nulo sentido de la privacidad o de la modestia. Marsh atisbó sin querer varias cicatrices y marcas de viejas incisiones quirúrgicas. Otra herencia de la granja de Von Westarp.
Al cabo de unos minutos, estaban cruzando la hierba húmeda de rocío hacia una furgoneta que los esperaba. Encontraron un poco más de tráfico, pero aún era bastante temprano y llegaron pronto al Almirantazgo. Cuando entraron, el amanecer era poco más que una mancha de color salmón en un horizonte de carbonilla.
El plan había sido enviar el mensaje falsificado desde el despacho de Pembroke. La situación no era un factor relevante en la capacidad de la gemela para transmitir información a su hermana. Sin embargo, hacerlo desde su otra opción lógica, el sótano, era poco recomendable: existía el peligro de que las gemelas informaran de lo que veían, y tal vez alertaran a Iván de que los brujos no se habían extinguido.
Da siempre por sentado que el enemigo es más listo que tú. Eso se lo había enseñado Stephenson.
Pero el despacho de Pembroke estaba cerrado y a oscuras. Pethick tuvo que usar su llave. Él y Marsh cruzaron una mirada de preocupación —aquello no olía nada bien—, pero no dijeron nada. Marsh llevó a la gemela hasta una butaca. Rechazó con un leve ademán el whisky escocés del aparador de Pembroke que Marsh se ofreció a servirle. Él se echó un trago del whisky de malta, pero lo lamentó. Ardía como si fuese lava al descender por su garganta.
La tiza repiqueteó contra la pizarra mientras la gemela escribía, en alemán: «¿Klaus decía la verdad?». Era lo primero que había dicho por iniciativa propia. Marsh esperó que fuese una buena señal.
—Estaréis juntas antes de lo que crees —dijo—. ¿A qué hora van a verte por las mañanas?
«Cuando les apetece», escribió ella.
Por lo tanto, aún tenían tiempo. El brillo apagado del amanecer apenas había empezado a internarse en la ciudad. Desde la ventana del despacho de Pembroke, Marsh vio que las farolas empezaban a desfallecer a lo largo de las lindes del parque Saint James. En algún lugar de la zona grisácea, más allá del extremo opuesto, estaba Green Park, donde en ese mismo instante las cuadrillas del Servicio de Inteligencia trabajaban al resguardo de las tiendas y pabellones, rellenando la zanja de aterrizaje y borrando todo rastro de su existencia antes de las celebraciones del sábado.
Pethick usó el teléfono de Pembroke para llamar a un cerebrito y que echara un vistazo a los cables de la gemela. Llegó con una caja de herramientas pequeña, un soldador, un rollo de cable de cobre y otro de cinta aislante. Se puso manos a la obra para convertir el apaño improvisado de Klaus en una reparación permanente.
Marsh sacó a Pethick al pasillo. Se alejaron hasta quedar fuera del rango auditivo de la gemela.
—¿Dónde coño está? —preguntó Marsh.
—Pensaba que ya habría llegado —dijo Pethick—. No es nada propio de Leslie.
—¿Has probado a telefonear?
Pethick asintió.
—Ya he cabreado a varias operadoras. No responde.
—Pasa algo.
—Sí.
—Envía a alguien a su casa —dijo Marsh.
—¿Crees que está en apuros? —preguntó Pethick.
—Creo que esto lo ha organizado Gretel. Es decir, sí.
—¿Qué podría estar haciendo?
¿Qué sentido tenía especular? O bien acabarían enterándose o bien no. Echó un vistazo a su reloj.
—Se nos acaba el tiempo. Hagamos lo que hemos venido a hacer.
Pethick se fue a su propio despacho. Desde allí, llamaría para enviar a alguien a casa de Pembroke, y también supervisaría las estaciones de escucha. Si Cherkashin descubría que la gemela había desaparecido antes de que Asclepia pusiera las cosas en marcha, no le quedaría otra opción que enviar una transmisión de emergencia a Moscú. Las estaciones tratarían de interferir esa transmisión y avisarían a Pethick por teléfono de inmediato.
Marsh volvió al despacho de Pembroke, donde el técnico estaba dando los últimos retoques al cable de la gemela. Cortó un trozo de cinta aislante negra con los dientes y envolvió la zona reparada. El olor dulzón de la pasta de soldar se mezcló con el sabor a tierra y fuego del escocés de Pembroke.
Marsh se sentó a su lado, en la segunda de las dos butacas dispuestas frente a la mesa de Pembroke.
—¿Mejor?
Ella asintió. «Sin estática», escribió.
—Excelente. ¿No tienes frío? ¿Estás cómoda?
Otro asentimiento.
En el instante en que el técnico cerró la puerta después de salir, el tono de Marsh se volvió ansioso.
—¿Estáis preparadas las dos? —Qué inquietante se le hacía conversar con dos personas que compartían un solo juego de ojos y oídos.
Otro asentimiento.
—Las dos habéis demostrado una gran paciencia esta mañana. Más de la que habría tenido yo en vuestra situación. Gracias.
La gemela se encogió de hombros. Había pasado casi toda su vida adulta a la espera de enviar y recibir mensajes. Para sus dueños, ellas no eran nada más que una herramienta útil.
Marsh respiró hondo y abordó el discurso que tenía preparado.
—Sabemos que Cherkashin os está usando a las dos para informar de una serie de asesinatos políticos. Hombres ancianos que viven en el campo.
La gemela asintió.
—Lo que tal vez no sepáis es que esos asesinatos tienen por objeto preparar un ataque a Gran Bretaña, o a sus territorios. Pero los jefes de Cherkashin en Moscú estaban esperando un último informe antes de llevar su plan a la práctica. —Era demasiado tarde para echarse atrás: habían llegado al punto en que pisaba el freno a fondo en la calle Half Moon. Así que Marsh embistió—. Pero he aquí el asunto: queremos que ese ataque siga adelante.
La revelación la sorprendió. «¿Por qué?».
Marsh negó con la cabeza.
—No tiene importancia. Lo que sí la tiene es que podéis lograr que siga adelante si hacéis creer a los soviéticos que ha llegado ese último informe. Suponemos que, dado que los informes se han transmitido a través de vosotras, conocéis el modo de expresarlos.
La mirada de la gemela se desenfocó. Una expresión abstraída ensombreció sus ojos dispares mientras conferenciaba con su hermana. Inquietante. Marsh había leído los archivos, pero no hacían justicia a la impresión que daba ver a las gemelas en acción.
Desgastó la tiza hasta casi no poder cogerla, escribiendo: «Podemos hacerlo. ¿Después nos reunirás?».
Marsh le entregó una tiza nueva.
—¿Qué hay de la rotación del código de las frases? ¿Estáis seguras de que podéis transmitir el mensaje correcto?
«Hemos aprendido el sistema de memoria. Es el mismo desde hace años».
Lo que significaba que los soviéticos se habían vuelto engreídos. Estaban absolutamente convencidos de tener en el bolsillo al débil Imperio británico. Cosa que, hasta hacía muy poco, era cierta. Y era bueno que lo pensaran. Sin embargo, preguntó:
—¿No les preocupa que os inventéis mensajes falsificados por vuestra cuenta? ¿O que modifiquéis mensajes reales?
«Lo intentamos una vez. Para escapar».
—¿Y?
La gemela negó con la cabeza. «Solo una vez». Marsh recordó las antiguas heridas y cicatrices. Tal vez no todas fuesen resultado de los experimentos de Von Westarp. Con aire impaciente, la gemela borró la pizarra con el pulpejo de la mano. Escribió deprisa: «¿Nos reunirás después?».
—Sí.
No le dijo que Asclepia tenía intención de trasladar a su hermana a Inglaterra, colaborasen o no en el subterfugio. En el fondo, el mensaje que enviaran no tenía importancia, porque tanto si Iván mordía el anzuelo como si no, las gemelas eran un recurso demasiado poderoso para permitir que siguiera en manos enemigas. Asclepia no estaba dispuesta a consentirlo.
En el mejor de los casos, extraerían a la segunda gemela de la URSS después de que Iván hubiera echado toda la carne en el asador, para que Asclepia pudiera dejarlo cojo y romper el precario equilibrio de la Guerra Fría. Si Iván no mordía el anzuelo, llevarse a la gemela revelaría su mano: Gran Bretaña seguía teniendo brujos en abundancia. Adiós a la oportunidad de oro. Y la Guerra Fría seguiría su curso, el de un forcejeo largo y agotador que iría desgastando poco a poco al Imperio británico.
«¿Cómo?», escribió la mujer.
Marsh intentó transmitirle confianza con una sonrisa. Tal vez las cicatrices no ayudaran mucho.
—Lo averiguarás enseguida. —Miró al exterior. El edificio del Almirantazgo proyectaba una larga sombra sobre el parque Saint James, donde la luz solar fluía como el sirope. El sol había salido—. No tenemos mucho tiempo. Debemos comenzar.
«Estamos llamando a los otros».
—¿Anunciando la llegada de un mensaje? —preguntó Marsh.
Ella asintió.
Transcurrieron diez minutos, o quizá un cuarto de hora. Cuando Marsh empezaba a impacientarse, la gemela levantó una mano. Al cabo de un momento, escribió: «Están aquí. Estamos haciéndolo». Más espera.
Las gemelas eran los dos extremos de un mismo cordel invisible que ataba a Marsh a sus enemigos. ¿Ellos podrían sentirlo a él?
Se puso en pie. Caminó arriba y abajo mientras las gemelas, suponía, informaban de la muerte de lord William Beauclerk. La luz del sol convirtió el lago del parque en un reflejo de oro fundido.
—¿Qué están diciendo? ¿Se lo han creído?
La mujer escribió con rapidez. Marsh leyó por encima de su hombro.
«Sospechan. Demasiado retraso».
Marsh intentó imaginar la escena de Moscú. ¿Cuánta gente había al otro lado de aquella partida al juego del teléfono estropeado? ¿Eran del partido? ¿Militares? ¿KGB? ¿Representantes de Arzamás-16? ¿Todos los anteriores?
Mientras preparaban el guión de aquella jugada, Marsh y Pethick habían consultado con algunos de los mayores expertos en la Unión Soviética del Servicio de Inteligencia. Pero después de hacerlo, habían descubierto que las mejores explicaciones eran las que dictaba el sentido común.
—Decidles que su agente ha tenido que mantener un perfil muy bajo. Los británicos le habían tendido una trampa. No se atrevía a actuar hasta cerciorarse de que se los había quitado de encima.
Casi con total seguridad, le habían ordenado que actuara precisamente así.
La respuesta llegó enseguida: «¿Trampa?».
—Los británicos estaban esperando en la casa del objetivo. —Cuanta más verdad contuviera una mentira, mejor colaba. Otra lección del viejo. Era la capa de miel que escondía la siguiente píldora envenenada—: Los británicos estaban absolutamente desesperados por proteger al objetivo.
Siguió otro largo intervalo. Marsh se acercó a la ventana, pero estaba demasiado concentrado para mirar al exterior. Hizo crujir los nudillos. El tap, tap, tap de la tiza en la pizarra lo atrajo de vuelta junto a la gemela.
«Discuten. Algunos quieren seguir adelante. Otros creen que la misión fue un fracaso. —La tiza se partió en dos mientras añadía—: Demasiado público».
Los jefes de Cherkashin habían visto los informes divulgados sobre la muerte de Will.
—Recordadles que, para el mundo, el objetivo murió en una explosión de los conductos del gas. Es la conclusión a la que se llegó al investigar el incendio. —Porque, por supuesto, ya se había encargado Inteligencia de que así fuera—. No ha salido nada a la luz.
La expresión distante regresó a las facciones de la gemela. Marsh contuvo el aliento. Transcurrió una eternidad.
La mujer parpadeó, sacudió la cabeza y volvió a coger la tiza. «Se marchan. No hay decisión. Siguen discutiendo».
Decepcionante, pero previsto.
La gemela escribió: «¿Lo harás ahora?».
—Muy pronto —respondió Marsh—. Pero tenemos que esperar por si vuelven con más preguntas. —Las cejas de ella se hundieron hacia el centro. ¿Creía que Marsh mentía?—. Por favor, ten paciencia —le rogó.
Si esperaban demasiado, Cherkashin podría dar la alarma, y entonces Moscú renunciaría a sus planes de ataque. Pero lo mismo sucedería si Asclepia extraía demasiado pronto a la otra gemela. Marsh volvió a mirar el reloj.
En cualquier caso, pronto tendrían su respuesta.
11 de junio de 1963
Cuartel General de Asclepia,
Londres, Inglaterra
Roger recogió a Will del piso franco de Croydon justo después del amanecer. Irían al Almirantazgo en el Morris de las lunas tintadas.
—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó Will.
—La tienen —dijo Roger, reduciendo para doblar una esquina—. De puro milagro, en mi opinión.
Will bostezó.
—Un hurra por Pip. —Casi no había dormido, temeroso de aquel fuera el día en que violara un antiguo juramento a sí mismo—. Siempre ha tenido una vena dramática.
—Seguro que Iván no se lo esperaba.
Mientras daba otro bostezo, Will respondió:
—Claro que no. Sin duda.
Roger mostró su identificación a los centinelas que vigilaban el acceso al Almirantazgo antes de aparcar al pie de los amplios escalones de mármol. El sol naciente tintaba de oro el claro edificio. Will bajó del coche. Su sombra se onduló al subir la escalera, como si lo escoltara al interior.
Will respiró hondo para contener el hormigueo de su estómago. Esperaba que los acontecimientos del día terminaran dando la razón a Gwendolyn. A lo mejor se libraba de lo peor; a lo mejor no le tocaba hablar en enoquiano. A fin de cuentas, para eso estaban los niños. Pero Will no se llevaba a engaño. No olvidaba que aquello era Asclepia, y de Asclepia no salía nadie ileso. Lo masticaría, se lo tragaría y volvería a escupirlo. Pero esta vez podría no haber una Gwendolyn que lo atrapara.
Hicieron un alto en el despacho de Pethick para coger la llave del sótano. Marsh, y cabía suponer que la gemela, estaban firmemente resguardados tras la puerta cerrada del despacho de Pembroke. Pethick estaba al teléfono cuando entraron Roger y Will.
—¿Está seguro de que no hay respuesta? Entre. Busque cualquier cosa que indique adónde ha ido Leslie… Mire, me da igual si vive en el puto Taj Mahal, usted entre… Sí, asumo la responsabilidad. Llámeme tan pronto como tenga algo.
Dejó el auricular en su soporte con tanta fuerza que hizo vibrar las campanillas del timbre.
—¿Problemas? —dijo Roger.
—Leslie ha desaparecido —contestó Pethick.
Will no había tenido mucha relación con Pembroke después de los interrogatorios intensivos de los primeros días, inmediatamente después de que Marsh le pusiera los grilletes. Cuando Pembroke iba al piso franco, sobre todo era para entrevistarse con Klaus y Gretel.
—Es preocupante —dijo Will.
Pethick suspiró. Sacó una llave y se la entregó a Will.
Will se imaginó cómo habrían reaccionado él y Marsh, si Stephenson se hubiera esfumado cuando Asclepia estaba a punto de emprender una operación clave. La verdad es que era muy sospechoso, y se sumó a la sensación de mala espina que ya lo albergaba. Pasaba algo. Pero sabía que no iba a echar atrás los planes del día, de modo que dejó que Pethick se preocupara y se resignó a pasar el resto del día en el sótano.
La neblina de intranquilidad que pendía sobre Will se concretó en un plomizo nubarrón de desesperación cuando fue a ver cómo estaban los niños.
Había pintura para manos embadurnada por todo el cristal de observación. Los libros de ilustraciones se habían caído de una estantería al volcarse. El suelo estaba cubierto de páginas arrancadas. Los niños habían hecho trizas los cojines, y el plumón de ganso se arremolinaba en torno a sus pies y se acumulaba formando ventisqueros en las esquinas. Los mapas de la pared estaban deshechos en jirones. Y en el centro de la destrucción, los niños prácticamente se subían por las paredes mientras gritaban hasta quedarse roncos en una amalgama de inglés y enoquiano.
Will sabía que los niños guiaban sus emociones según las de los eidolones, en la medida en que unas entidades cósmicas las tuvieran; Will nunca lo había tenido claro del todo. Dudaba mucho que cualquier otro brujo pudiera haberle dado una respuesta satisfactoria.
Algo iba muy, muy mal. ¿Pembroke desaparecía por casualidad justo cuando los eidolones cogían un berrinche? Aquello no podía ser una coincidencia. Los eidolones lo veían todo a la vez, en todas partes, pero no como una cadena discreta de acontecimientos a lo largo del tiempo y el espacio. Una piedra, un estanque y las ondas eran la misma cosa para ellos.
«Pero ¿qué partes son las ondas y qué partes son la piedra?», se preguntó Will.
Cuando no entraban en comunión con demonios, los niños estaban limitados por sus cuerpos humanos. Los más jóvenes fueron los primeros en rendirse al agotamiento. El caos total se redujo a algarabía y luego a mero desorden. Era como si un ciclón hubiera cruzado el aula, provocando el frenesí en los niños, pero después se hubiera llevado sus ganas de hacer trastadas al pasar de largo. Había varios niños roncando, despatarrados sobre cojines rotos o amontonados unos junto a otros en el suelo, cuando Marsh por fin bajó al sótano con la gemela.
Al igual que a Klaus, a Gretel y a los demás hombres y mujeres que Will había vislumbrado en la película de Tarragona, a la pobre mujer le salía un manojo de cables del cráneo. Pero lo primero en lo que reparó Will fueron sus ojos. No eran iguales. Se preguntó si su hermana también compartiría aquella característica tan inusual.
—Ah, hola, muy buenas —dijo—. Me llamo William.
Detrás de la gemela, Marsh cortó el aire con una mano, en una frenética seña de «déjate de historias». «Ah, ya. Que haga mi trabajo y en paz, ¿verdad? Que finja que esta mujer es una herramienta útil y nada más que eso».
Will no le hizo caso.
—Por lo que sé, has tenido una mañana complicada.
Marsh dijo algo en alemán, cabía suponer que traduciendo para la gemela. Ella dejó de estudiar su entorno un instante, con la expresión cada vez más desconcertada, para inclinar la cabeza en dirección a Will. Llevaba una pizarra y una tiza que Will reconoció como las que había utilizado Marsh durante los primeros días después de salir del hospital. Había una sola palabra escrita con letras de imprenta y subrayada: «Bitte»?
Will solo sabía lo básico de alemán, pero entendió el significado sin problemas. La mujer suplicaba a Marsh que cumpliera su promesa. Will sospechó que tal vez se le quitaran las ganas cuando los eidolones le echaran un vistazo.
Marsh miró con aire iracundo el cristal de observación, donde las franjas verdes, violetas y rojas chorreaban hasta fundirse formando un feo tono marrón en el marco.
—¿Se puede saber qué es esto? ¿Qué les has dicho?
Will se llevó a Marsh a un lado.
—Ya te dije que estaban inquietos, ¿o no? —le susurró—. Pues ahí tienes la prueba. Cuando he llegado yo, ya habían destrozado toda el aula.
—Parecen agotados. ¿Podrán hacer lo que necesitamos?
Will se esforzó para no cambiar el tono de voz.
—A lo mejor deberíamos planteárnoslo otra vez. Primero desaparece Pembroke, y luego los eidolones ponen frenéticos a los niños. ¿No te parece un poquito preocupante?
Marsh negó con la cabeza.
—Los eidolones no tienen nada que ver con lo de Pembroke. Es cosa de Gretel; me jugaría la vida si hiciera falta.
«Maldito imbécil, será cabezota».
—Es muy posible que estés haciéndolo, como esto no sea coincidencia.
—Ya nos preocuparemos después. —Marsh señaló a la gemela—. Tienes que traer aquí a su hermana, y ya. No podemos arriesgarnos a que hablen a Iván de ti y de este lugar.
—No confías en ellas.
—Claro que no.
—¿Pethick ha cumplido con su parte? —preguntó Will. Las palabras le supieron a ceniza. Se apoyó en la pared y respiró para estabilizarse, intentando no vomitar.
Los eidolones habían exigido ocho mapas de sangre nuevos a cambio del trabajo de aquel día. Ocho civiles muertos o lisiados por su propio gobierno. Will se odió a sí mismo por saber aquello y no gritarlo a los cuatro vientos. Las atrocidades pueden condenarse o encubrirse. Will había hecho ambas cosas en su vida.
La última vez que Asclepia había intentado una teletransportación, Will y los demás brujos se vieron obligados a hacer descarrilar trenes enteros para pagar el precio de los eidolones.
Marsh asintió. Aún movía con cuidado el lado herido de su cuello.
—Los precios se han pagado. Para esto y para lo que viene luego.
A Will no se le ocurrió ninguna otra forma de ganar tiempo. Y la pobre mujer parecía terriblemente triste. De modo que dijo:
—Bueno, pues hagámoslo de una vez.
Llevó a Marsh y a la gemela por la puerta que daba al aula. Los pocos niños que no estaban dormidos como troncos hicieron caso omiso de la recién llegada, como habían hecho con Will en su primera visita. Sin embargo, la llegada de Marsh los sacó de su estupor. Los niños mayores zarandearon a los pequeños.
—Ha venido el hombre Marsh.
Unos parpadeos, unos ojos frotados, y al poco tiempo la clase entera estaba de pie. Como si fueran un solo individuo, los niños se amontonaron alrededor de Marsh y la gemela, que no parecía nada convencida de todo el asunto.
—Ha venido el hombre Marsh —repitió el mayor. Los demás entonaron el nombre humano de Marsh en un cántico.
—Niños. —Will dio unas palmadas. La salmodia prosiguió, más deprisa. Will volvió a dar palmas—. ¡Niños!
Callaron. Miraron a Will.
—Hola, William —dijo el chico que había reconocido a Marsh. «Will-iii-am».
—Hola, niños.
Will miró de soslayo a la gemela. Parecía sobresaltada. Intentó dedicarle una sonrisa de ánimo, y Marsh le habló en lo que posiblemente fuese el tono más tranquilizador que era capaz de adoptar con su voz arruinada. Will volvió a centrarse en los niños.
—¿Recordáis lo que os dije de mi amiga, que tiene una hermana gemela perdida y sola?
Algunos niños asintieron. Los demás lo miraron con ojos inexpresivos.
Will extendió una mano hacia la gemela, que dio un paso.
—Aquí está. ¿A que es simpática? —Entre dientes, Will añadió—: Que salude a los niños, por favor.
Marsh tradujo. La gemela solo fue capaz de mover una mano temblorosa, sin mucho entusiasmo.
—Pero nuestra amiga —prosiguió Will— está muy triste. Echa mucho de menos a su hermana —recorrió con la mirada el surtido de rostros angelicales—. Creo que deberíamos traer aquí a su hermana, ¿no os parece?
Will las había pasado canutas para formular la negociación. Se había decidido por los términos más claros y específicos posibles. Era crucial que los niños entendieran a la perfección lo que quería, para no acabar con una monstruosidad de dos cabezas dando alaridos hasta morir en el suelo del aula. Tenían que pedir que se reuniera a las gemelas, pero sin unificarlas. Ese era el peligro: si no se dedicaba la suficiente atención a las palabras, los eidolones podrían intentar embutir a las dos mujeres en el mismo cuerpo. A los demonios les daba lo mismo. Will confiaba en haber evitado el riesgo, pero no las tenía todas consigo, y la mujer parecía buena persona.
—Traedla aquí —dijo uno de los chicos más mayores.
—Traedla aquí —repitió la niña del vestidito rosa.
Se unieron más niños a la nueva letanía. En cada iteración se sumaban más voces.
Will sacó un imperdible del bolsillo de su chaleco. Levantó la voz para hacerse oír por encima del cántico.
—Tengo que pincharle el dedo —dijo—. Su hermana también debe sacarse sangre. Bastará con una gotita de nada.
La gemela pareció aún más confusa y dudosa cuando Marsh le transmitió las instrucciones. Pero permitió que Will le pinchara la yema del dedo índice y apretara, con suavidad, hasta que emergió una perla escarlata. Mientras tanto, los rasgos de la mujer se descompusieron un poco. Los niños aceleraron el ritmo.
La gemela hizo una mueca. Marsh le preguntó algo en alemán, y ella respondió con un asentimiento.
—Ya está —dijo él.
Los últimos niños se unieron al coro. Como en las anteriores ocasiones, pasaron sin perder el compás del inglés al enoquiano: sílabas inhumanas compuestas de los chillidos de las galaxias al extinguirse, el crepitar de la luz estelar, el trueno de la creación, el silencio de un universo vacío. El terror reemplazó a la preocupación en los rasgos de la gemela.
Algo penetró en la sala. Fluyó a través de las fisuras entre un instante y el próximo. Una presión terriblemente familiar, la sofocante sensación de una inteligencia abismal, imbuyó el ambiente. Incluso el aire se notaba más denso, más pesado. Más real. El suelo se onduló bajo sus pies, a medida que la geometría del mundo fluía como la cera caliente y derretida de una vela en torno a la abrasadora realidad del eidolon.
Los niños parlotearon en enoquiano. Hablaban al unísono, con inhumana precisión. Will aún no había descifrado la estructura profunda de su dialecto, pero el significado superficial fue llegando en tromba con el estruendo ultraterreno. Estaban mencionando una negociación anterior, llamando sobre ella la atención del eidolon.
El ente respondió del mismo modo. El enoquiano puro de un eidolon era al idioma filtrado por la carne humana lo que la superficie del sol a las brasas de una hoguera. También allí había una estructura profunda: una corriente de impaciencia y nerviosismo que agitaba un mar de maldad.
La gemela se tapó las orejas con las manos. La pizarra cayó de sus dedos temblorosos. Rebotó una vez, dos, y entonces trazó una pirueta, increíblemente despacio, y se quedó apoyada solo por una esquina.
Will volvió a desplazar su peso, azotado por los aullidos del enoquiano. Escuchó.
Sangre conglobada. Un precio satisfecho. En algún lugar de Londres, un par de limpiaventanas habían caído en manos de la muerte cuando su andamio se vino abajo. Un andamio saboteado por los hombres de Pethick y marcado con manchas de la sangre de los niños brujos. En algún otro lugar, se había roto una cadena de un astillero y había aplastado a dos hombres. Y un accidente en el metro había ocasionado cinco muertos y once heridos.
Mapas de sangre conglobados. Otra porción del mundo entregada a los eidolones. Asclepia había pagado de más, pero los eidolones jamás devolvían el cambio.
La negociación y el precio de sangre estaban completados. Ahora era el turno del eidolon. Aceptó la tarea en el idioma de la creación, empleando la gramática como un cincel que esculpía la realidad.
Will hizo una señal a Marsh, que asió la muñeca de la gemela y acercó su mano a los niños. La mujer tenía una mancha roja en la oreja, donde había hecho presión con los dedos. La sangre goteó hasta el suelo, escandalosa como un chillido.
El eidolon encontró su sangre. Leyó el mapa, trazó los límites de su existencia y la vio.
El terror desfiguró los rasgos de la gemela, reveló anillos del color de la cáscara de huevo en torno a sus iris dispares. Le flaquearon las rodillas. Marsh la sostuvo.
Ya casi estaba. Había llegado el momento del truco que posibilitaría toda la operación, la laguna en las leyes físicas que permitiría a los niños brujos traer a una persona que no conocían.
Gemelas idénticas. Sangre idéntica.
Solo faltaba realizar la conexión y llamar la atención del eidolon sobre ella.
«Mira esto —dijeron los niños—. Dos cuerpos, una sangre».
—Deprisa —logró decir Will—. Tiene que conectar con su hermana. Mientras esa cosa la mira.
Marsh susurró en la oreja ensangrentada de la gemela. Will no alcanzaba a entender cómo iba a ser capaz de concentrarse ante tal escrutinio cósmico. Pero era fuerte, mucho más fuerte de lo que parecía. Sus ojos, abiertos como platos por el miedo, se pusieron vidriosos al invocar de nuevo aquello que Klaus llamaba «Willenskraft», para construir un puente hecho de fuerza de voluntad hacia su hermana.
Y entonces todo se descontroló.
La corriente de inquietud del eidolon se condensó en un maremoto de rabia. Will cayó de rodillas, con su concentración hecha trizas. Hasta los niños se tambalearon bajo aquella inmensa oleada de indignación celestial. Todos chillaron y adoptaron la posición fetal mientras caían al suelo.
La gemela había quedado inconsciente, arrastrada al centro del remolino. Marsh gateó en su dirección. Intentó agarrarla, pero la furia eidolónica había triturado el tiempo y el espacio alrededor de la mujer hasta darles consistencia de confeti.
Una explosión silenciosa. El eidolon se retiró, y el mundo adoptó de nuevo su realidad de sombra chinesca. En el suelo yacían dos mujeres, donde millones de años atrás solo había habido una.
Marsh se arrastró junto a ellas. Les tomó el pulso y comprobó su respiración superficial. La recién llegada se incorporó, vacilante, con la ayuda de Marsh. Su hermana empezó a mover los párpados.
Sobre el aula había descendido una calma que solo quebraba algún sollozo o alguna nariz sorbiendo aquí y allá. Will se agachó junto a los niños más cercanos. Los despertó, los tranquilizó.
Las gemelas se acuclillaron en una esquina, abrazadas. Will quiso creer que sus lágrimas eran de gozo por estar juntas de nuevo. Pero no se llevaba a engaño.
11 de junio de 1963
Cuartel General de Asclepia,
Londres, Inglaterra
Las gemelas estaban desorientadas, y les costaba tenerse en pie. Después del suplicio en el aula, Marsh no se sentía mucho mejor. Le preocupaba que los eidolones pudieran haber dejado a las gemelas perturbadas para siempre. Algunos de los participantes en el asalto a la granja de Von Westarp habían enloquecido en el tránsito a Alemania. Las mujeres mudas eran difíciles de diagnosticar, pues su silencio les daba una perenne apariencia de retraimiento. ¿Cómo se manifestaría en ellas el trauma?
En una sola mañana, Asclepia había robado a Iván dos de sus juguetes más preciados. Marsh esperaba no haber lobotomizado a dos inocentes en el proceso. Saber que todo se había hecho por un bien mayor no servía para aliviar los remordimientos. Las gemelas eran víctimas de Von Westarp, de la Schutzstaffel y de Arzamás-16, pero no lo serían de nadie más. Tal vez de aquello saliera algo bueno, por pequeño que fuera. Pero la idea no aliviaba la palpitante presión en las cuencas oculares de Marsh.
«Ya casi está —se dijo—. Solo un poco más».
Con suavidad, se pasó el brazo de una de las gemelas por los hombros para ayudarla a levantarse. Will hizo lo mismo con la otra. Acompañaron a las mujeres arriba, donde los estaba esperando Roger. Marsh recogió las dos baterías; al igual que Klaus, las mujeres renunciaron a ellas sin el menor reparo. Su equipo era distinto del que llevaban Klaus y Gretel.
Marsh presentó las gemelas a Roger.
—Él os llevará a un lugar seguro —les dijo.
Ellas asintieron. Marsh cayó en la cuenta de que sus caras eran imágenes especulares. Las dos tenían los ojos distintos, pero los de una eran azul/castaño y los de la otra castaño/azul.
—¿Croydon? —preguntó Roger.
—Sí —dijo Marsh.
Roger suspiró y se frotó la base del cuello.
—Aquello está empezando a llenarse.
—Madeleine tendrá que ingeniárselas.
Las gemelas no mostraron ningún interés en aquel diálogo. Se cogieron de la mano, con la resuelta determinación de permanecer unidas, mientras seguían a Roger hasta su coche.
Will esperó a que los tres desaparecieran por un recodo.
—Ya te había advertido que a los eidolones les pasaba algo —dijo entonces—. No finjas que no te has dado cuenta.
Marsh sacó otra pastilla analgésica del bolsillo. Crujió entre sus muelas. El sabor astringente le agarrotaba los músculos de la mandíbula, como cuando mordía un limón. Siempre era doloroso tragar, pero la pastilla atenuaba el dolor en su garganta. Intentó disfrutar del conato de alivio: no tardaría en quedarse sin pastillas, y las aventuras matutinas le habían dado un dolor de cabeza atroz.
—Al eidolon no le ha gustado nada que contactaran entre ellas —dijo.
—Saltaba a la vista.
—¿Por qué?
—Lo ignoro del todo. Pero alegrémonos de no tener que volver a hacerlo. Y creo que no deberíamos recurrir a los niños a no ser que de verdad no haya más remedio.
Era posible, solo posible, que Will tuviera razón por una vez. Marsh había vivido otras experiencias con los eidolones, y había sentido su desdén por la lacra que consideraban a la humanidad. Pero aquello… Se sacudió la inquietud de encima. Los acontecimientos estaban demasiado adelantados, y se habían comprometido con ellos. La indecisión era mortífera.
—Casi hemos acabado. Tú descansa. Y asegúrate de que los niños estén preparados.
Will frunció el ceño. Levantó las manos como si quisiera discutir, pero escrutó unos segundos la cara de Marsh y terminó dejando caer los hombros.
—No tienes nada que envidiar al capitán Ahab —dijo entre dientes. Le dio la llave del sótano, bajó la escalera con paso vacilante y cerró la esclusa a sus espaldas.
Marsh llamó a la puerta de Pethick, pero no esperó respuesta antes de entrar. El sofisticado hombre de Cornualles estaba encorvado sobre la mesa, sosteniendo su frente con una mano y el teléfono junto a su oreja con la otra. Tenía la tez sonrojada y se había aflojado el nudo de la corbata.
Marsh supo lo que significaba. Tomó asiento mientras el cansancio le calaba hasta los huesos.
—Téngame al tanto —dijo Pethick. Soltó el auricular sobre su soporte. La silla protestó con un chirrido cuando se desperezó.
—Pembroke ha muerto. —No era una pregunta.
Pethick asintió.
—He enviado un equipo de faroleros a su casa. Estaba toda patas arriba. Todo apunta a que Leslie y su esposa sorprendieron a un ladrón hace varias noches.
—Los dos sabemos que esto no es un accidente fortuito —replicó Marsh—. Apesta a Gretel. Me juego lo que quieras a que Reinhardt estaba dentro esperándolos.
—Es muy probable.
Se lo había advertido a Pembroke. «Ella acabará bailando sobre su tumba», le había dicho. Pethick no le había escuchado, y ahora estaba muerto. Pero ¿habría cambiado algo si le hubiera hecho caso?
El dolor y el agotamiento siguieron penetrando, atravesando los huesos de Marsh hasta llegar a la médula. Luchar contra Gretel tenía el mismo sentido que luchar contra el viento. Resistirse a ella era como tratar de contener la marea. Y sin embargo, ese era su trabajo.
—Supongo que ahora estás tú al mando. —Pethick empujó una llave hacia Marsh por encima de la mesa. Era distinta a la del sótano. Marsh dio la vuelta al frío metal en la mano, mientras Pethick añadía—: Es del despacho de Leslie. Ahora el tuyo. Me ocuparé de que trasladen tus efectos personales.
Marsh no concebía la idea de heredar el despacho de Leslie Pembroke, sino el de John Stephenson.
«Te echo de menos, viejo». Marsh dejó la llave sobre la mesa. La devolvió rodando sobre sí misma hacia Pethick como quien juega una canica. «Pero sabe Dios que yo nunca quise tu trabajo».
—Tú eres el que más tiempo lleva aquí —objetó.
—Más tiempo puede, pero no el que estuvo el primero. Te guste o no, me ganas en antigüedad. —La llave recorrió de nuevo la mesa.
«Antigüedad. Una forma de decir que ahora el viejo de Asclepia soy yo. Un viejo agotado».
—Ya sabes que esto es lo que ella quiere —dijo Marsh.
—Mientras lo sepamos los dos, ¿qué diferencia supone? Y para serte franco —dijo Pethick—, tengo las manos… —El teléfono sonó, como si le hubieran dado pie—. Bastante ocupadas ahora mismo. —Levantó el auricular—. Pethick. —Escuchó durante unos segundos—. Muy bien. Asegúrese de que lo mantengan todo el tiempo posible. —Colgó de nuevo—. Creo que Cherkashin acaba de darse cuenta de que su chica no está. Hemos iniciado la interferencia radiofónica hace unos minutos.
Lo que significaba que las estaciones transceptoras del Servicio de Inteligencia a lo largo y ancho del país estaban bombeando cacofonía radiofónica de banda ancha a toda potencia. El aviso de Cherkashin a Moscú se perdería entre el ruido.
Pethick soltó una risotada seca.
—A lo mejor, debería enviar un coche a la embajada. Si es listo, se nos entregará antes de que lo citen en Moscú.
Pero a Marsh no le apetecía seguir la broma.
—Tenemos a las dos gemelas. Roger se las está llevando al piso franco.
Pethick se masajeó las sienes, alisando las patas de gallo que le bordeaban los ojos.
—Y ahora ¿qué?
—Nos ceñimos al plan y confiamos en que Iván muerda el anzuelo.
Marsh se levantó. Le costó más de lo habitual. Ahora cargaba con un yugo más pesado, un lastre que solo era suyo desde hacía unos minutos. Stephenson había tenido una presencia colosal en la vida de Marsh, que había desaparecido muchos años antes. El suyo era un fantasma denso que ahora volvía a aferrarse a Marsh. Introdujo la llave en su llavero, junto a la del sótano.
—Notifícamelo si cambia algo.
—¿Dónde estarás?
—En casa —respondió Marsh con voz ronca—. Llevo dos días sin dormir.
Con su dolor de cabeza palpitando al ritmo del corazón, Marsh recorrió penosamente la acera agrietada y desgastada. Tenía las ideas entremezcladas y la mente revuelta. Las preocupaciones le encorvaban la postura. Se sentía como un perro persiguiendo su propio rabo, dando vueltas y más vueltas por el mismo camino.
Los soviéticos. Los eidolones. Pembroke. Gretel.
Esa mujer estaba esperando a que sucediera algo. Pero ¿qué? Volvería a Croydon cuando estuviera descansado y alerta. Había engañado una vez a Gretel, la había pillado con la guardia baja, por poco que durara. A lo mejor, volvía a conseguirlo. Pero agotado, ni de casualidad. Si Gretel dejaba caer la máscara, o si soltaba alguno de sus comentarios crípticos, tenía que estar lo bastante al acecho como para cazarlo.
Los pensamientos arremolinados lo expulsaban todo a la periferia de su consciencia. Por eso, al acercarse a su casa, solo tuvo una vaga sensación de que había cambiado algo. Se detuvo con la mano en el pomo de la puerta. El metal suave le enfrió las yemas de los dedos mientras escuchaba. La comprensión llegó lenta, tenue, como los jirones de un viejo sueño olvidado.
Liv. Tarareando.
Su esposa había dejado de cantar en casa cuando John aún era niño. Lo ponía nervioso y le hacía dar aullidos, por flojito que Liv cantara. Lo sabía desde siempre.
Marsh cerró los ojos y se concentró.
Sí, era Liv. Y John estaba callado. Ni un gemido. La insonorización casera de Marsh no era tan efectiva.
Se quitó los zapatos en el recibidor antes de cerrar la puerta con tanta suavidad como pudo. Llegó a la sala de estar sin dejar de escuchar. El acostumbrado golpeteo de las cañerías cuando Liv daba el agua, el clic-clic-fuuum del fogón de gas al encenderse, el silbido de la tetera. Liv no había parado de cantar. Una pieza melancólica, que no le sonaba. Pero supuso que podía haber aprendido un sinfín de melodías que nunca pudo compartir… Marsh siempre había creído que su hijo había acabado con el amor de Liv por la música. Pero tal vez fuese que ella lo había ocultado. O que lo compartía con otros. Marsh se preguntó si cantaría para los hombres de la loción para después del afeitado.
La voz argéntea de Liv le daba dolor de pecho. En muchas ocasiones había intentado, sin éxito, olvidar cómo sonaba. Oírla le devolvió una carga de recuerdos que no deseaba. Memorias de sí mismo cuando era joven y aún no tenía el corazón oxidado y lleno de telarañas. Recuerdos de estar tumbado en la cama con Liv, con su hija recién nacida acurrucada entre ellos. De Liv en su uniforme de la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina; de Liv quitándoselo… De la vida de otro hombre.
¿Por qué estaba tan callado John?
Salió de la sala retrocediendo de puntillas. Subió la escalera despacio, escalón a escalón, pisando en los bordes para que no crujieran. El llavero tintineó al descolgarlo de su gancho junto a la puerta. Pero John no se revolvió, ni siquiera cuando Marsh abrió los cerrojos.
Su hijo yacía desnudo en el centro del suelo. Estaba acurrucado en postura fetal, con las manos apretadas contra las orejas. Igual que se habían quedado los niños del Almirantazgo cuando las gemelas, de algún modo, enfurecieron al eidolon. El pecho de Marsh se hinchó con una inspiración breve y poco profunda, que salió con un suave siseo de su nariz. Tenía un poco de congestión.
John no era un niño brujo. No sabía hablar en inglés, ni mucho menos en enoquiano. Era lo más opuesto que se podía ser a aquellos chiquillos que vivían en el sótano del Almirantazgo. Y sin embargo, allí lo tenía, reaccionando igual que ellos.
«El alma de una criatura nonata».
Will lo había sabido desde el principio. «Y nosotros, venga a preguntarnos año tras año qué le había pasado a John. Culpándonos a nosotros mismos. Culpándonos el uno al otro».
Pero aquello era obra de los eidolones. Auténticos demonios, más inescrutables incluso que Gretel. La maldición tenía su origen más allá de toda interacción humana, más allá de toda comprensión humana, más allá de toda perspectiva de venganza.
—Lleva así desde hace horas.
Marsh se sobresaltó. A su lado, Liv siguió hablando:
—Ha soltado un chillido terrible, que se ha tenido que oír en el continente. Yo he subido al oír el porrazo. —Negó con la cabeza—. Desde entonces, no se ha movido.
Mirarla le retorcía la tensa piel de la garganta. Liv se había acercado lo suficiente para que pudiera oler la infusión de rosas en su aliento. Tenía la mirada fija al frente, menos reacia a posarla en John que en el rostro desfigurado de Marsh.
No era raro que John pasara horas seguidas haciendo una sola cosa. Balancearse. Dar golpes con la cabeza. Aullar. Pero no era propio de él quedarse quieto y callado como estaba. Hacía ruido hasta durmiendo. En ocasiones, Marsh se preguntaba qué pesadillas asediaban a su hijo.
—¿Cuándo ha sido eso? —preguntó.
Liv se encogió de hombros. Seguía sin mirar a Marsh. Lo había hecho en contadas ocasiones desde que regresó del hospital.
—A media mañana. Como a las nueve o las diez.
Marsh no sabía exactamente a qué hora habían traído a la segunda gemela, porque los relojes eran inútiles en la cercanía de un eidolon. Pero había sido más o menos por entonces. Tendría que consultarlo con Will.
Estuvo a punto de comentar lo último en voz alta, pero se mordió la lengua justo a tiempo al recordar que Liv lo daba por muerto. ¿Qué era un secreto más, sumado a un montón?
Liv cerró la puerta. Echó los cerrojos con la facilidad de la práctica.
—Te han asignado el turno de noche, ¿eh?
La frase significaba que había estado fuera toda la noche, además de casi todo el día anterior, y regresaba a casa a mediodía.
—He venido para echarme un rato. No me encuentro bien.
—Oh —dijo ella. Esta vez sí lo miró. Una brizna de lo que tal vez fuese preocupación le arrugó el entrecejo. Sostuvo la mirada un momento antes de volver al piso de abajo.
La escalera se había vuelto un obstáculo demasiado infranqueable para llegar al catre de su cobertizo. El fantasma de Stephenson pesaba demasiado para cargarlo mucho más tiempo sin descansar. Se quedó plantado en la puerta abierta del dormitorio que, en apariencia, compartían él y Liv. Las sábanas estaban revueltas en el lado de su esposa, e intactas en el suyo. Al cuerno con todo: aquel lugar también le pertenecía a él. Marsh dio patadas al aire para quitarse los zapatos, de camino a la cama. Dejó la mayoría de su ropa hecha un revoltijo en el suelo.
Las sábanas frescas y suaves calmaron el dolor de las cicatrices. Se tumbó de lado, con la almohada ahuecada para que no le apretase la cara. Al cabo de un momento, se apropió también de la otra almohada. Olía a Liv. Algunos pelos que se había dejado le hicieron cosquillas en las partes del rostro que aún tenían sensibilidad.
Despertó después del anochecer. Había dormido bien, sin soñar. El dolor punzante tras los ojos había remitido a una molestia sorda. Pasó unos instantes desorientado hasta advertir que no estaba en el cobertizo, y entonces recordó que se había quedado en el dormitorio. En el dormitorio de Liv.
John se había espabilado. Los topetazos y gemidos llegaban desde su habitación, al otro lado del pasillo. El aislamiento amortiguaba la mayoría de los sonidos de su garganta, pero no podía impedir que los tablones del suelo traquetearan bajo sus zancadas. En fin. Fuera lo que fuese lo que le había inducido a acurrucarse y callar, había pasado.
Y el chico tendría que comer. Seguro que ya había pasado su hora de la cena. Marsh apartó las mantas y reunió fuerzas para bajar la escalera y comprobar si Liv había dejado comida preparada para John antes de dar por terminada su tarde en casa.
Le costó encontrar la ropa en la habitación oscurecida. No se había molestado en bajar la persiana, pero la luz de las farolas solo proyectaba un tenue rectángulo amarillo en el techo. Logró dar con la camisa, pero seguía sin pantalones cuando se encendió la lámpara del techo.
Liv estaba en el umbral con una bandeja. Se miraron sobresaltados. Marsh, herido y desvestido, se sorprendió de que el sol se hubiera puesto y Liv siguiera en casa; Liv parecía atribulada y cohibida, tal vez porque Marsh estaba herido y desvestido.
—Estás en casa —farfulló él.
—Te has despertado —dijo ella al mismo.
Otro silencio incómodo. Lo rompió Liv.
—He hecho sopa —dijo, señalando la bandeja.
Sostenía un plato hondo, un trozo de pan de centeno y una cuchara. Liv pasó al dormitorio, y Marsh se sentó en el borde de la cama. Sintió timidez por estar sin pantalones, y enseguida lástima por cómo reaccionaba a mostrarse sin ropa ante su esposa.
—Estás en casa —repitió, porque seguía sorprendido y no sabía qué otra cosa decir.
Ella giró la cabeza, levantando los hombros con indolencia.
—Se me ha ocurrido quedarme.
Marsh la miró. Había cambiado algo, pero no lo comprendía.
Liv alzó la bandeja de nuevo.
—Se te enfriará. —El timbre de la vergüenza deslustró su voz de plata.
—Ah. Bien.
El estómago de Marsh rugió al olor de la comida. Despacio, indeciso, volvió a meterse en la cama. Liv esperó a que se tapara y le colocó la bandeja en el regazo.
—Gracias —dijo Marsh. Y comió con apetito, porque cayó en la cuenta de que estaba famélico.
Liv se sentó en la butaca que había junto al guardarropa para mirarlo mientras comía.
John golpeó con más fuerza. Marsh empezó a levantarse, pero Liv alzó una mano.
—Ya le he dado la cena mientras dormías.
Marsh asintió. Arrancó un mendrugo del pan y lo metió en la sopa, que estaba caliente pero no salada. Le calmó el tenaz dolor de la garganta. La sal era dolorosa.
—Anoche no volviste a casa —dijo Liv.
—Trabajo —pronunció Marsh mientras masticaba pan mojado.
Lo asaltó una idea. Sábanas arrugadas. Comprendió que Liv se había quedado en casa la noche anterior. Sin embargo, en una extraña inversión de roles, él no había vuelto en toda la noche, lo que provocaba dudas en Liv.
—¿Gretel también estaba?
Conque era eso.
—No somos amantes, Liv. Si vas a creerte algo de lo que te diga, cree eso.
—Lo sé. Lo sé. Ya me explicó cómo estaban las cosas.
Marsh casi soltó la cuchara.
—¿Ah, sí?
—Me dijo que teníais muchos roces. Y que deberías tratarla mejor, pero que no lo haces por culpa del dolor.
Las muelas de Marsh rechinaron. ¿Cuánto tiempo habían pasado hablando entre ellas en el hospital? Gretel debía de haber considerado un centenar de variantes de la conversación, o un millar, previendo cada alternativa, cada resultado, hasta que supo cómo propiciar las reacciones exactas que deseaba de Liv.
—Es complicado —farfulló.
—¿Por qué?
Marsh no respondió. Fingió concentrarse en devorar las últimas cucharadas de sopa del plato. ¿Cómo podía explicárselo? ¿Cómo iba a decirle que Agnes había muerto en el pasado porque Liv se había sincerado con Gretel en el presente? ¿Cómo condenar a Liv a vivir con un desconsuelo indestructible?
Liv cambió de tema.
—¿Está casada?
—¿Cómo?
—Mencionó a un tal Klaus. Había pensado…
La cuchara tintineó contra la cerámica mientras Marsh daba caza al último trozo de zanahoria.
—Klaus no es su marido —logró decir—. Es su hermano.
—Ah —repuso Liv. Se la vio confundida por un momento—. ¿Crees que querrían…? —Dejó otra frase sin acabar—. A lo mejor podríamos salir a cenar los cuatro.
—¿Qué? —Esta vez sí que se le cayó la cuchara.
—Gretel me cae bien. Se puede hablar con ella.
«Ay, Dios mío». Marsh no tenía la menor idea de cómo orientarse en aquel campo de minas. Por una parte, su esposa, de la que tan apartado estaba, le estaba diciendo con todas las palabras que quería pasar tiempo con él, al menos un poquito. Hacía muchísimo que no ocurría nada parecido. Debería haberse alegrado. Pero el gozo y la esperanza estaban corrompidos, contaminados de sospecha. Aquel cambio, que en otras circunstancias habría recibido con los brazos abiertos, se debía a Gretel. Incluso entonces, los dedos de aquel monstruo le manchaban la vida. Gretel proyectaba su sombra hasta en las delicadas relaciones privadas de un matrimonio que estaba en la cuerda floja.
—Por favor, eso no me lo pidas, Liv. Gretel no.
—Quiero volver a tener amigos. Amigos de verdad.
Liv había acudido al funeral de Will, un gesto que había llegado al alma al difunto. El funeral y la conversación con Gretel habían dejado sus marcas en Liv. La habían obligado a afrontar una soledad que mantenía enterrada desde hacía mucho tiempo. Y Marsh, viéndola tan evidente en su esposa por primera vez, sintió una tenue conexión con ella porque él llevaba la misma carga. Los hermanaban la pena y el remordimiento. Eran dos mitades de una vida desgajada.
—Y yo también, pero Gretel no. Es imposible.
—¿Y qué hay de su hermano?
—¿De Klaus? —Desde luego, era el mal menor. Y para ser sinceros, era bastante buen tipo. Sin embargo…—. Klaus, bien. Pero se marchó. Ya no anda por aquí.
—Vaya —dijo Liv—. Qué pena. Gretel debe de sentirse sola. —Se levantó y cogió la bandeja con el plato vacío.
—Gracias por la sopa —dijo Marsh—. Ya me encuentro mejor.
—Descansa —respondió ella.
Marsh se tendió bajo las mantas. Liv apagó la luz al salir. Pero se quedó en el pasillo y no dejó de observarlo hasta que Marsh se durmió.
11 de junio de 1963
Cuartel General de Asclepia,
Londres, Inglaterra
Los niños aún no se habían recuperado del trauma de las gemelas cuando Asclepia recibió la confirmación de que los soviéticos estaban actuando. Pero Moscú había caído en la trampa de Marsh, y por tanto correspondía a Will dispararla.
Moscú creía que había eliminado al último brujo y que, sin el poder de los eidolones de su parte, Gran Bretaña carecía de potencia disuasoria contra una agresión soviética. No tenían forma de defender el imperio ni esperanza de retener sus protectorados.
Naturalmente, la URSS se lanzó directa al blanco más fácil.
Pocas horas después del mensaje falso de las gemelas, las fuerzas soviéticas invadieron Irán. La velocidad de reacción del Kremlin no sorprendió a nadie: llevaban semanas movilizando tropas. Habían estado esperando, situándose para el momento en que se despejara el camino. Las columnas de blindados penetraron en el país, interpretando una versión socialista de la Blitzkrieg, ansiosas por reclamar los ricos campos petrolíferos persas para la Gran Unión Soviética. Tan codicioso fue el Kremlin que ya habían optado por ese plan de acción antes de darse cuenta de que la gemela de Moscú había desaparecido. De nuevo, tal como habían previsto los analistas del Servicio de Inteligencia.
Las fuerzas iraníes y las británicas trataron de contener la incursión. En circunstancias normales, podrían haber resistido durante mucho tiempo, ya que un elemento clave de la estrategia británica en la región había sido prepararse para tal eventualidad.
Pero no se trataba de un conflicto normal, porque el ataque supuso además la presentación mundial de una fuerza bélica absolutamente nueva. La punta de lanza de la invasión era una fuerza de choque de Arzamás-16, compuesta por cientos de soldados.
Lo que implicaba que estaban apelotonados y, por tanto, eran vulnerables a un contraataque eidolónico.
Todo estaba saliendo según el plan de Marsh.