LA VIDA DE UN BONZO EN UN TEMPLO MUNDANO[159]
Una mujer que abre las mangas[160] una vez que han sido cosidas, y que de este modo vuelve a su prístina pureza, es conocida como una Hembra T’ich Kai[161]. Para llevar a cabo esto es mejor ser pequeña de tamaño. Ahora bien, este período fue el verdadero «apogeo del Budismo»[162], y en verdad incluso al mediodía los sacerdotes se solazaban con los pajes del templo[163]. Dominando mi timidez, entonces me afeité la cabeza en el centro para parecer como la de un hombre joven; simulé una voz masculina y memoricé el aspecto general de un hombre. Cuando llegué a ponerme un taparrabos de hombre[164] me asombré de cuán bien yo podría parecerme al otro sexo. También cambié mi faja por otra corriente estrecha[165], y me puse un par de espadas a mi costado. Estas hacían mi andar inestable, y aunque me cubría con una chaqueta y un sombrero de junco, no podía sino sentirme rara.
Ataviada de este modo, me puse en camino acompañada por un bien enterado alcahuete y por un sirviente con una barba especialmente pintada[166], quien llevaba mis sandalias de paja. Habiendo oído de un rico y mundano templo, me dirigí hacia allí. Al llegar pretendí admirar las cerezas que florecían en el jardín del templo; después entré en el recinto por una puerta en el muro. El alcahuete fue al apartamento privado del sacerdote y hallándole sin hacer nada susurró en su oído. Acto seguido fui invitada al cuarto de huéspedes y presentada por el alcahuete en los siguientes términos: «Este joven es un guerrero sin puesto[167]. Hasta el momento en que encuentre un servicio adecuado él puede en ocasiones visitar este lugar para su recreo. ¿Puedo pedirles para él vuestra buena voluntad?».
Según escuchaba, el bonzo estaba fuera de sí de alegría. Volviéndose a mí se descolgó con «yo aprendí la última noche cómo preparar un abortivo que a mujeres como usted misma podría resultarles muy útil». Pero después se calló[168], cómicamente turbado por lo que había dicho.
Después de eso todos nos emborrachamos con sake, mientras que de la cocina llegaba el aroma de pescado y carne[169]. El precio por mis servicios fue fijado en dos monedas rectangulares de oro[170] por noche.
En el transcurso del tiempo yo hice adoptar esta religión en templos de las ocho sectas[171], y puedo decir que nunca encontré un solo sacerdote que no estuviera dispuesto a acuchillar su rosario. Más tarde ocurrió que el bonzo de otro templo se encaprichó de mí. Se acordó que me pagarían veinticinco libras de plata[172] por un período de servicio de tres años, y de este modo asumí el papel de la mujer de un bonzo.
Viviendo allí día tras día llegué a comprender las extrañas maneras de un Templo de la Prostitución[173]. En épocas anteriores solía ocurrir que un grupo de sacerdotes que estaban en términos amistosos vivieron juntos en un templo. Estos hombres señalarían los seis días de ayuno[174] del mes, y mientras esos días no te caigan en los aniversarios de los diversos Budas o en los de los fundadores de su templo, los considerarían como ocasiones en las que podrían libremente romper sus sagrados votos; al mismo tiempo, jurarían respetar estos votos durante el resto del mes. El día señalado comerían pescado y aves, visitarían los barrios alegres, irían con putas en la Tercera Avenida y se entregarían a otros desenfrenos parecidos. Sin embargo, puesto que su conducta normal correspondía a su hábito, no se hacía ningún daño, e incluso Buda los habría seguramente comprendido y perdonado sus deslices.
En años recientes, sin embargo, con la creciente prosperidad de los templos, los sacerdotes se volvieron todavía más licenciosos. Durante el día llevaban el hábito, pero de noche salían vestidos con chaquetas cortas[175]. Además, instalaban mujeres en sus templos. Para este propósito el sacerdote construía o hacía construir un profundo escondrijo en su apartamento privado; éste está provisto de una estrecha claraboya, hecho de tal forma como para ser invisible desde fuera. Para que ningún sonido pudiera ser oído, él hacía construir su apartamento a una considerable profundidad, con tierra abundante amontonada sobre el tejado, y las paredes tenían un pie de espesor.
Fue en un sitio semejante donde yo estaba ahora emparedada cada día; sólo de noche saldría para visitar el cuarto de dormir del sacerdote. Esta es en verdad una existencia obligada, y era doloroso el pensar que no era el amor lo que me había llevado a ella, sino la necesidad de ganarme la vida.
El sacerdote a quien yo me había confiado era un hombre desagradable. Se daba a una incesante fornicación, hasta que todo mi interés en estos asuntos se acabó y todo mi placer desapareció. Gradualmente me sentí agotada y adelgacé de tanto fornicar. Sin embargo, el bonzo no tenía la menor misericordia conmigo y me examinaría con triste mirada, como diciendo «si te mueres, simplemente te enterraré en el recinto de este templo».
Sin embargo, incluso esta forma de vida es tolerable una vez que una mujer se ha acostumbrado a ella. Finalmente ocurrió que cuando mi sacerdote volvió tarde por la noche de vigilia de la muerte[176], de recitar las escrituras a un muerto, le esperaría con impaciencia, y cuando se puso en marcha al alba, a recoger la urna con las cenizas[177], me sentiría llena de pena con la separación. El sabor del incienso de su blanco hábito pasaba a mi propia persona y se convirtió en un persistente perfume que se volvió muy querido para mí. Al final olvidé mis tristes pensamientos; incluso el sonido del gong y de los platillos[178], que antiguamente me hacía taparme los oídos, ahora se hizo familiar y servía para entretener las horas. Ya no era consciente del hedor de los cuerpos que se quemaban, y cuando la gente moría uno tras otro en la vecindad, pensaba feliz en el beneficio que reportaría al templo.
Por la tarde un vendedor llegó con algunas cosas apetitosas. Yo preparaba después una cena de cerceta rellena y caldo de pleatognathe, o pescado estofado con costilla de cerdo. Por miedo de llamar la atención con el olor de la cocina, colocaba una tapadera sobre el brasero de carbón de encina. Pero con el tiempo supe de las descuidadas formas de ser del templo, y hallé que incluso los acólitos envolvían sardinas secas en viejos pedazos de papel, en los que habían escrito el Sutra de los Nombres; escondían esos paquetes en las mangas de su hábito y más tarde cocían el pescado. Era justamente porque se dedicaban día y noche a tales pasatiempos el motivo de que los ocupantes del templo estuvieran tan lustrosos y gordos de aspecto y aptos para la realización de sus trabajos. ¡Cuán diferentes parecían de aquellos hombres quienes, renunciando al mundo, se retiraban a los bosquecillos de la montaña para vivir de bayas de los árboles, o también de aquellos sacerdotes quienes, siendo pobres, no pueden hacer otra cosa que observar la abstinencia religiosa! Una puede reconocer a estos últimos en el acto, porque llegan a parecer como pedazos de madera seca.
Ahora bien, mi servicio en este templo continuaba desde la primavera hasta aproximadamente el principio del otoño. Al principio mi sacerdote me miraba con profunda desconfianza y nunca se marchaba sin cerrar la puerta primero. Pero según pasaba el tiempo suavizó su vigilancia; permitía a la gente visitarle en su apartamento, e incluso cuando los feligreses visitaban el templo ya no se apresuraba a ocultarme.
Una tarde, según silbaba el viento por las ramas y susurraba a través de las hojas de los llantenes, estaba sola en la veranda de bambú, con la cabeza descansando en el brazo y tristemente pensando en este mundo donde todo está destinado a cambiar. Mientras yacía dormitando, una vieja mujer apareció ante mí como un fantasma. No había ni un solo pelo negro en su cabeza; su faz estaba llena de surcos como con olas y sus miembros eran tan delgados como un fuego de chimenea. Se acercó hacia mí tambaleándose y con una voz débil y patética se expresó como sigue:
«Yo viví en este templo durante muchos años con el sacerdote a quien conocéis, y hacía creer a la gente que era su madre. Yo misma no soy de semejante origen humilde, pero aposta me hacía a mí misma parecer fea. Teniendo veinte años más que el sacerdote, sentía y pensaba que mi posición era vergonzosa. Sin embargo, ésta era una manera de ganarme la vida y me entregaba a él sin reservas. Como resultado de nuestra profunda intimidad intercambiamos los más tiernos votos. Sin embargo, al final el sacerdote renunció a éstos, diciéndome que puesto que la edad había hecho de mí lo que era, ya no le servía para nada.
»De este modo me dejó de lado para vivir de las ofrendas de arroz que la gente hacía a Buda, y me miró con reproche por no haberme muerto. Podéis considerar todo esto como un trato brutal, pero no es el peor. Lo que verdaderamente me hace pasar los días llena de amargos pensamientos es usted. No lo sabéis, pero cada noche escucho cómo usted y el monje yacéis en la cama dedicados a vuestro íntimo conversar. Incluso aunque la edad ha marchitado mi cuerpo la senda del amor es difícil de abandonar. Finalmente he decidido que la única forma de tranquilizar mi espíritu es poner mis manos en usted, y así lo haré esta misma noche».
Las palabras de la vieja mujer dieron en el clavo, y me di cuenta que era inútil permanecer por más tiempo en este lugar. Adopté una forma divertida para salir del templo. En el pliegue frontal de mi quimono de todos los días metí un relleno de almohadillado. Después, fingiendo un andar pesado, me acerqué el monje y le dije: «Me las he arreglado para ocultar la cosa hasta ahora, pero se han amontonado los meses de mi embarazo y pronto llegará el momento».
Al oír esto el monje se sintió loco de inquietud y dijo: «Vete a casa a toda prisa, te lo ruego, y vuelve aquí cuando esté arreglado de nuevo».
El entonces recogió las limosnas que se habían acumulado en el cepillo y me las dio, junto con varias advertencias en relación con el parto. Algunas infortunadas parejas de la parroquia habían perdido a su hijo, y siendo incapaces de soportar la vista de las ropas manchadas de sangre del niño, las habían ofrecido al templo. Estas el monje me las dio ahora para usarlas para pañales. Finalmente celebró un servicio para conmemorar el esperado nacimiento, dando el nombre de Ishichiyo[179] al no nacido niño.
Yo estaba totalmente harta de este templo, y aunque mi período de servicio no había todavía vencido, no volví. Desgraciadamente para mi bonzo, no pudo hacer nada legalmente contra mí[180].