CAPÍTULO 27

Caminaron durante casi una hora porque, aunque el resto de los campos de asfódelos que les quedaba por recorrer no era muy largo, la dificultad de caminar entre aquellas hierbas hacía que su ritmo fuera lento y torpe.

-Parece que ya salimos – frente a César se comenzó a abrir un claro tras dejar atrás los últimos retazos de la pradera granate que acababan de atravesar.

-¡Menos mal! – Héctor salió tropezando de entre las hierbas y se quedó boquiabierto. En un impresionante contraste con los campos que quedaban a su espalda, delante les esperaba un denso grupo de árboles de gran altura que vivían sobre un suelo que la vista no alcanzaba a distinguir, cubierto de helechos de grandes hojas y de ramas entrelazadas que les iban a complicar mucho el trayecto. Había un pequeño sendero que parecía ser la entrada a la tupida arboleda, pero a los pocos metros se convertía en un camino pedregoso que se perdía bajo la vegetación del suelo.

-¿Tenemos que cruzarlo? – preguntó Héctor.

-Me temo que sí. La torre parecía estar después de esto – César continuaba caminando, apartando como podía las ramas, las hojas secas de los helechos y las plantas parduzcas que obstaculizaban sus pasos.

Estaban entrando en un áspero paisaje de árboles grisáceos que parecían estar casi moribundos y suplicar un hálito de vida para continuar su agónica existencia. Poco a  poco el bosque se iba cerrando y la ahogada luz que alumbraba el Inframundo desaparecía entre las sombras.

-Esto es más complicado por momentos – César estaba pegándose con la maleza que, cada vez más tozuda, oponía resistencia a su paso.

-Y tampoco estamos seguros del rumbo – Héctor se agarró a una rama gruesa para ayudarse a pasar sobre una mata de helechos – Vamos a perdernos.

-Espera – César se detuvo y miró hacia arriba.

-Qué – dijo Héctor imitándole y levantando la vista.

-Pues que la mejor forma de asegurarnos sería oteando el camino desde lo alto.

-Ya – su amigo no parecía en absoluto convencido.

-Vamos, es lo mejor para ver hacia dónde debemos dirigirnos.

-Y, ¿vas a subir tú?

-No – él era plenamente consciente de sus limitaciones – Yo no me levantaría ni cinco centímetros del suelo. Para eso te tengo a ti.

Héctor se agarró al tronco con firmeza y, antes de dar el primer salto, miró hacia arriba. Al menos tendría que escalar veinte metros. Afortunadamente el árbol tenía bastantes nudos y yemas de ramas que intentaban asomarse al exterior, así que tenía suficientes apoyos y puntos de agarre. Puso la mano derecha sobre una rama casi seca y tomó impulso para subir la pierna izquierda y apoyarla sobre un nudo grueso. A medida que avanzaba, despacio y concentrado en cada movimiento que hacía, Héctor iba siendo consciente de que el tronco era raro. Estaba caliente. A pesar de encontrarse en aquella atmósfera gélida y casi falta de vida, el tronco templaba las manos de Héctor. Sin mirar abajo, siguió subiendo lentamente. No tenía vértigo, pero prefería no ver el colchón de helechos grises que le esperaba si se caía.

-¿Cómo vas? – gritó César desde abajo.

-¡Bien! – Levantó la cabeza y calculó que le quedarían unos cinco metros hasta llegar a la copa y poder ver todo el paisaje.

César miraba constantemente a su amigo, en un absoluto silencio, sin moverse. Confiaba por completo en la habilidad de Héctor para escalar aquel árbol pero, a fin de cuentas, la idea había sido suya y no se perdonaría que le ocurriera algo. Durante un momento perdió de vista a Héctor, justo cuando alcanzó la cima y le taparon algunas ramas. A César se le encogió el estómago; y si le pasase algo, ¿qué haría él solo allí, sin Héctor? Afortunadamente, su amigo apartó aquellas ramas que le ocultaban y volvió a tenerle a tiro. Se había agarrado a la más fuerte de las ramas del árbol por el que había escalado y apoyaba una pierna en una rama del árbol de al lado.

-Gracias a Dios – susurró César.

-¡Esto es impresionante!

-¿Qué ves?

-Todo, César. Lo veo todo – Héctor no podía explicar el asombro que tenía – Las montañas negras, las sombras del Tártaro, las praderas rojas, el bosque que hemos cruzado desde donde estaba el perro…

-Y, ¿detrás de ti? – gritó César - ¿Ves hacia dónde tenemos que ir?

Héctor giró la cabeza y cambió los apoyos de sus pies para darse la vuelta y mirar hacia lo que les quedaba por delante. Y no supo por dónde empezar.

-¡Héctor! – la voz de César empezaba a parecer nerviosa - ¡Héctor!

-Espera… Es que no te lo vas a creer – aunque hablaba con su amigo, apenas pudo emitir un susurro.

Entre los helechos, César comenzaba a impacientarse. No sabía si eran los nervios o la soledad de la espera, pero sentía que allí abajo tenía compañía. No quería dejar de mirar hacia arriba, por temor a bajar la vista y encontrarse frente a frente con algo que le estuviera mirando fijamente.

-Héctor, por favor… - los helechos habían empezado a moverse con un suave ritmo alrededor de César, que notaba cómo el sudor se abría paso a través de su piel, abriendo fríamente los poros como si le estuvieran clavando finísimas agujas en el cuello y la frente- ¡Ah, qué ha sido eso!

-¡Qué! – gritó Héctor desde el árbol - ¡Qué ha sido qué!

-¡No lo sé! – César olvidó que era torpe y dio un brinco para subir a la rama más baja que encontró cerca de él – Joder, algo me ha tocado las piernas.

Los dos miraban hacia abajo y pudieron ver cómo los helechos bailaban con rapidez, cimbreando sus hojas a medida que algo parecía recorrer el suelo.

-Creo que alguna cosa se arrastra por debajo de las hojas – dijo Héctor desde arriba.

-Dime cómo subo – César miró hacia su amigo – Dime cómo coño subo hasta donde estás tú.

-Espera, espera – Héctor comenzó a bajar despacio – Aguanta un segundo y subimos juntos de nuevo.

La cosa seguía paseándose entre los helechos, aparentemente sin hacer caso a César, que estaba muy cerca de lo que quiera que fuese aquello. Héctor descendía todo lo deprisa que podía, intentando fijarse a las ramas más consistentes y pisando, casi saltando, sobre alguna de ellas.

-Ya llego, tío, ya llego…

Súbitamente, el bamboleo de las hojas se detuvo. Los helechos dejaron de moverse y el paisaje se convirtió en una foto fija. No se movió ni una sola planta, ninguna de ellas se tambaleó ante la posible huída de lo que hacía que se movieran. Si todas estaban quietas, aquello que las movía también se había parado.

-Ya… - la voz de Héctor fue todo lo baja que le permitió el esfuerzo que acababa de realizar tras haber subido al árbol.

-Nos está vigilando – dijo César; los dos chicos observaban los helechos sin mover un solo pelo, únicamente dirigiendo la mirada a uno y otro lado – No creo que sea buena idea subir ahora mismo al árbol.

-¿Qué nos está vigilando? – los dos hablaban apenas en un murmullo.

-Estoy pensando, estoy en ello… Pero me cuesta concentrarme – César calló durante un par de segundos, conteniendo el aliento– Había diferentes bestias en el inframundo griego. Y lo que hay ahí abajo se arrastra.

De repente, a unos tres metros de donde se encontraban ellos, unos helechos se movieron ligeramente.

-¿Una serpiente? – preguntó Héctor.

-Pitón no puede ser, la mató Apolo. Y, no sé… joder, la Medusa.

-No, no, no; Medusa no podría esconderse bajo los helechos, es demasiado grande.

-¡Cierra los ojos! – César cerró los suyos y echó las manos a la cara de su amigo para obligarle a hacer lo mismo.

-¿Qué? – Héctor casi perdió el equilibrio - Déjame, ya los cierro yo solito. Hemos dicho que no podía ser Medusa, que es la que nos podría convertir en piedra si la miramos a los ojos.

-Pero puede ser el Basilisco. Decía Plinio que su mirada podía matar a los hombres.

En ese momento los helechos se removieron de nuevo, esta vez con más ímpetu y más cerca de donde se encontraban.

-Joder. No podemos escalar el árbol sin abrir los ojos – Héctor se giró hacia su amigo pero sin abrir los ojos - ¿Seguro que nos mata?

-¡Y yo qué sé! Eso es lo que decía Plinio.

-¿Qué más decía?

-Pues que era una serpiente pequeña y muy venenosa.

Los helechos se retorcieron como la cola de una serpiente cascabel. Lo que los moviera estaba a menos de dos metros de ellos y zigzagueaba a toda velocidad bajo las hojas. De repente, Héctor pudo ver algo que sobresalía entre el grisáceo verdor de las plantas. Una cola de lagarto, de escamas verdes y doradas, que desapareció tan rápidamente como había aparecido.

-¿Lo has visto? – exclamó Héctor abriendo esta vez los ojos como platos.

-¡Cierra los ojos! – le ordenó César a la vez que abría los ojos y los volvía a cerrar.

-¡A ver! – Héctor se giró hacia César y abrió los ojos – A ti te puedo mirar. Es un lagarto verde. Y me ha parecido que tiene… plumas azules o algo parecido. Y no parecía una serpiente pequeña.

-Sube al árbol, Héctor – dijo César abriendo los ojos y sin mirar hacia los helechos - ¡Ya!

Héctor agarró a César de la camiseta y le hizo subir delante de él, empujándole con fuerza.

-¡Vamos, tío! – las manos de Héctor apenas servían de apoyo para el tosco avance de su amigo, pero no se detuvo hasta que César pudo alcanzar con su pie derecho la primera rama – Sigue subiendo, César. Siempre apoya en una rama fuerte y empújate hacia la siguiente.

Los helechos comenzaron a sonar con estruendo y ante la desesperada mirada de Héctor, que no pudo evitar echar la vista atrás, empezaron a abrirse y a dejar un claro entre ellos. Dentro pudo ver más escamas verdes y más plumas azules; demasiadas. Y reflejos dorados que terminaban en una especie de abanico emplumado que protegía el cuello de aquel monstruo. Antes de que la cabeza de la bestia asomara por completo, volvió a mirar hacia arriba y comprobó que el miedo había hecho de César un ágil trepador de árboles. Sin ser consciente de cómo lo hizo, Héctor consiguió alcanzar una rama que parecía demasiado lejos para él pero que le permitió subir más de medio metro de un solo impulso. Y de esa forma escapar de una zarpa de tres garras que marcó el tronco a fuego, literalmente. Aquellos árboles se alimentaban de un suelo que estaba demasiado cerca del Infierno y su savia parecía lava incandescente, por eso los troncos estaban calientes.

-¡No sé por dónde seguir! – César se había detenido repentinamente – No encuentro más ramas gordas.

Héctor miró por encima de César intentado encontrar aunque fuera un clavo ardiendo.

-A tu izquierda, César – le gritó – Pasa la pierna derecha por delante de la izquierda y alcanza la rama más cercana a tu mano izquierda. Empújate con la pierna derecha.

César tuvo que concentrarse para hacer lo que le había indicado Héctor sin perder el equilibrio ni la fuerza. Desde la base del árbol, un dragón comenzaba su ascenso por el tronco en busca de sus poco habituales presas. Su cabeza era afilada y la boca parecía más un pico de ave que un hocico de reptil; sin embargo los dientes sí eran de reptil, afilados y aserrados. Y aquel monstruo tenía la boca llena de dientes.

-¡No mires hacia abajo! – gritó Héctor – Pase lo que pase, no mires hacia abajo y sigue subiendo.

Héctor notaba el aliento de aquel bicho persiguiéndole de cerca, pero no podía permitirse el lujo de detenerse ni un instante. Siguió buscando desesperadamente ramas a las que agarrarse, sin importarle ya lo fuertes o sólidas que pudieran ser. Lo único que quería era subir lo más rápido posible para evitar que aquellas garras le alcanzaran. Con lo que no contó fue con la lengua del dragón. De repente notó un ardiente dolor en su pierna derecha y se dio cuenta de que no podía moverla; la lengua del Basilisco se había enredado a su tobillo y tiraba de él hacia el suelo.

-No, no, no…

-¿Qué pasa? – gritó César, sin mirar hacia abajo.

-¡Tú sigue subiendo! – le ordenó Héctor.

-¡Sin ti no voy a ningún lado! – César se detuvo y comenzó a descender lentamente, mirando a sus pies para no perder el equilibrio – Dime qué pasa, Héctor. Ya llego.

-Me ha enganchado el pie – Héctor luchaba por liberarse de aquella lengua que le quemaba cada vez que rozaba la piel de su pierna. Pateaba con todas sus fuerzas, pero el Basilisco no tenía ninguna intención de soltar y seguía tirando.

-Joder, aguanta un poco, Héctor – César ya estaba a la altura de Héctor - ¿Tienes la navaja?

-Espera, sí – Héctor soltaba patadas sin parar – En el bolsillo de detrás, en el izquierdo.

-Vale, tranquilo… - César alargó el brazo por detrás de su amigo y alcanzó el bolsillo, que estaba cerrado con un botón. Mientras lo desabrochaba no pudo evitar mirar el pie que Héctor tenía atrapado en la lengua del monstruo. Era muy delgada y de un color azul intenso, celeste y brillante. El Basilisco había dejado unas profundas heridas, como si le hubiera quemado al tocar la pierna. Afortunadamente, al final aquel lagarto sólo había podido enganchar la lengua a la bota y no al tobillo de Héctor. César logró sacar la navaja del bolsillo, la abrió y se dejó caer ligeramente para acercar la mano a la lengua del Basilisco.

-Date prisa – le apremió Héctor – Tiene mucha fuerza.

-Aguanta… un poco – la mano de César se acercó todo lo posible a la lengua del lagarto. Entonces, sin darse tiempo a sí mismo para pensarlo, lanzó un golpe seco con la navaja y cercenó aquel apéndice azul que atrapaba la pierna de su amigo.

El Basilisco se revolvió por el dolor y la sorpresa que le había producido aquel ataque, lo que hizo que sus patas se soltaran del tronco y el animal se quedara en la base del árbol, abriendo y cerrando la boca con rapidez. Pero, súbitamente, pareció recuperarse y volvió a mirar hacia el árbol; fue todo tan rápido que Héctor y César ni siquiera habían tenido los reflejos suficientes para seguir escalando. El Basilisco les miró fijamente y posó de nuevo sus garras en el árbol.

-¡Vamos, vamos! – Héctor fue el primero en reaccionar y darse cuenta de que estaban perdiendo unos segundos preciosos en su huída.

Pero César estaba paralizado y no parecía escuchar a su amigo, que mantenía la vista hacia arriba para evitar encontrarse con la mirada del Basilisco.

-César, muévete… - Héctor se estaba dando cuenta de que no le seguía, así que miró de reojo hacia donde se encontraba; se había quedado mirando frente a frente al lagarto – Mierda, César… no le mires – dijo casi susurrando.

-No te preocupes – respondió César sin quitar la vista del Basilisco – La buena noticia es que no te mueres si le miras a los ojos.

-Joder, tío. Deja de mirarle y vámonos de aquí. Ya.

-La mala noticia es que la lengua le está creciendo de nuevo.

Héctor le agarró por el hombro de la camiseta, tirando de él hacia arriba.

-¡Que te muevas, coño!

Entonces César salió del abismo en el que se había perdido al mirar a los ojos del Basilisco y siguió a Héctor tan rápido como era capaz. El animal seguía extendiendo la lengua, que le crecía lentamente pero con la suficiente velocidad como para obligarles a apresurarse en su escalada. Iban enganchando sus manos a la primera rama que veían, sin detenerse a mirar si podía romperse al agarrarla, pisando en cualquier resquicio del tronco del árbol que les permitiera darse un empujón hacia arriba y seguir subiendo. Las zarpas del Basilisco se habían aferrado al árbol y con su larga lengua azul, que ya había crecido por completo otra vez, intentaba alcanzar algunas ramas para poder seguir a sus presas. Sin embargo, el animal pesaba demasiado y a pesar de sus esfuerzos, caía una y otra vez al suelo porque las ramas del árbol no podían sostener su peso. Esto permitió a Héctor y César tomar ventaja en su desesperada escapada; y, de paso, coger un poco de aire.

-Quizá no deberíamos… detenernos – resopló César.

-Espera unos segundos… Parece que él no puede subir muy alto – Héctor intentaba suavizar su respiración, sin quitar ojo de la bestia que una y otra vez clavaba sus uñas en el tronco para poder seguirles, pero que una y otra vez fracasaba en su intento.

Los dos chicos se mantuvieron en silencio durante unos minutos, mirando hacia abajo constantemente porque no estaban seguros de que aquel engendro no lograra encontrar algún apoyo y pudiera escalar lo suficiente para atraparles de nuevo con su lengua. Poco a poco fueron recuperando el aliento y, a la vez, tranquilizándose. El Basilisco parecía estar dándose por vencido; cada vez ponía menos empeño en subir por el tronco y se estaba cansando de tanto salto inútil. Desde arriba, Héctor y César contemplaban aliviados cómo el lagarto se desesperaba por seguirles y cómo, lentamente, se rendía ante la imposibilidad de escalar el árbol.

-Bueno, parece que esta vez ha habido suerte – Héctor estaba ya recuperado y volvía a mirar hacia arriba para seguir trepando.

Era César el que seguía echando de vez en cuando la vista atrás, por si el Basilisco hubiera encontrado alguna manera de seguirles hasta allí arriba.

-¿Qué tal tienes la herida? – preguntó César preocupado.

-La herida no es para tanto; me duele un poco pero nada más, luego la curaremos.

-Y, ¿hasta dónde vamos a subir?  Si ya sabes por dónde hay que ir, tendremos que volver al suelo y continuar nuestro camino.

-No, no pienso volver a bajar. Vamos a intentar ir de árbol en árbol – Héctor pisó fuerte sobre una rama ennegrecida pero bastante gruesa.

A pesar de la altura a la que se encontraban, sabían que estaban más seguros que en el suelo. Héctor iba siempre delante pero no perdía de vista ni uno solo de los movimientos de César, que le seguía con bastante soltura. Desde arriba podían ver bien hacia dónde debían dirigirse. La torre que había visto César desde los hombros de Héctor parecía un inmenso fantasma en mitad de algo que en los libros se conocía como el Valle del Lamento, una enorme explanada por la que vagaban las almas de los muertos en busca del momento en el que sus actos en vida fueran juzgados y se decidiera el destino que tendrían que asumir para toda la eternidad.

Héctor y César podían escuchar los lamentos y quejidos de las almas en pena. Antes de saber el destino final de su existencia eterna, los difuntos debían enfrentarse a los Tres Jueces, quienes juzgarían sus actos en vida. Según se hubieran comportado, los Jueces les enviarían a los Campos Elíseos, un vergel lleno de vida, dicha y paz para aquellas personas que habían sido virtuosas. Pero quienes hubieran llevado una vida marcada por la crueldad, la codicia, el rencor y la perversión, aquellos serían enviados al Tártaro, una sima más profunda que el propio Inframundo, tan cercano al corazón de la Tierra que el calor abrasaba eternamente las almas de los condenados, que se hacinaban entre brasas inextinguibles hasta el fin de los días. Desde los árboles se podía distinguir sin lugar a dudas dónde se encontraba la entrada a aquel Infierno, porque la luz desaparecía bruscamente devorada por las sombras.

Héctor y César continuaban su camino en silencio, concentrados en cada paso que daban y admirando constantemente el paisaje que tenían a sus pies. Casi en volandas, de rama en rama, se dirigían hacia uno de los límites del Valle del Lamento para poder bordearlo desde los árboles sin necesidad de bajar a tierra hasta que fuera completamente necesario.

-¿Cuándo bajamos? – César pensaba que estaba teniendo demasiada suerte porque llevaban mucho tiempo caminando sobre los árboles y él seguía con todos los huesos intactos; temía que se acabara de pronto la fortuna y terminara de nuevo frente al Basilisco.

-No creo que nos quede mucho, la verdad. Aquí ya no hay arbustos como los de antes, el suelo se ve bastante claro, así que podemos ir acercándonos a los últimos árboles del bosque y bajar allí. Seguramente el Basilisco no pueda exponerse si no hay maleza que le proteja – de repente, Héctor dio un traspiés sobre la rama y estuvo a punto de perder el equilibrio.

-¡Cuidado! – César intentó acercarse a él para sujetarle.

-Tranquilo, estoy bien – recuperó la compostura con rapidez – Es que me ha dado un pequeño mareo, nada más.

-¿Seguro?

-Sí, de verdad. No me pasa nada.

Héctor continuó el camino siguiendo la rama de la que había estado a punto de caer y se dirigió hacia el último árbol en la linde del bosque. Entonces pudieron contemplar la torre sin ramas ni hojas de árbol de por medio. Parecía que había sido en algún momento parte de un edificio mayor, quizás un palacio, pero ahora sólo quedaba en pie aquel minarete y algunos escombros a sus pies. Estaba cubierta en gran parte por hiedras y plantas enredaderas que hacían que pareciera un gigante atrapado en una red. La parte derecha también se había derrumbado por encima de la ventana de una sala habitada únicamente por la vegetación. A su alrededor se extendía el Valle del Lamento, una superficie árida y blanquecina en la que se adivinaba el paso de las almas errantes cada vez que se formaba un pequeño remolino que removía la tierra.

-¿No se supone que los jueces estaban en un palacio? – preguntó Héctor – Si aquí hubo uno, no queda nada de él.

-Bueno, en principio estaban en la antesala del palacio de Hades y Perséfone – César miraba en busca de algún resto de una construcción mayor – Quizá todavía no hemos llegado a los Tres Jueces.

Héctor se agarró con fuerza a la rama que quedaba a su derecha y bajó la mirada. De nuevo sintió un vahído y tuvo que apoyar todo el cuerpo contra el árbol para no caer. Se encontraba un poco flojo. César no se dio cuenta porque estaba tomando ya posición de descenso.

-Recuerda, César, es como bajar una escalera. Un pie detrás de otro.

-Siempre y cuando los peldaños no se muevan cuando yo ponga el pie encima…

-Por eso bajo yo antes, para prepararle el camino al niño – dijo Héctor sonriendo.

Con tranquilidad, aunque sin detenerse ni un instante, los dos chicos fueron descendiendo. Después de haber atravesado medio bosque subidos a los árboles se habían hecho a la forma de las ramas, de las hojas, a su tacto. No les resultó tan difícil como les pareció en un principio. Héctor iba despejando la bajada apartando las hojas más grandes para que César pudiera ver dónde ponía los pies. De vez en cuando levantaba la cabeza para comprobar que su acompañante seguía con él y luego volvía a mirar hacia abajo, buscando los mejores apoyos. Cuando alcanzó la última rama, se detuvo un par de segundos para tomar aliento y quitarse el sudor de la cara. Estaba empapado y respiraba con dificultad a pesar de que el esfuerzo había sido menor que en la subida.

-Necesito un descanso – le dijo a César, que acababa de quedarse a su altura en la misma rama – Tengo que sentarme un momento.

-Espera, espera – César bajó al suelo a trompicones antes que su amigo para poder ayudarle – Ahora, coge mi mano y ayúdate.

Héctor descendió despacio, dejándose caer por el final del tronco hasta tocar el suelo con los pies. Entonces se tumbó boca arriba y se relajó. El cielo, o lo que quiera que fuera exactamente lo que estaba sobre ellos, tenía un color suavemente rojizo, parecido al de un atardecer de invierno. Pero se notaba que no era como el del exterior; producía cierta claustrofobia. César se tumbó a su lado.

-Uf, yo también necesitaba descansar un poco. Esto está siendo demasiado intenso. ¿Qué cielo tan raro, verdad?

-Sí, yo he pensado lo mismo.

-Bueno, es el cielo del Infierno; supongo que tiene que ser así. ¿Te encuentras mejor?

-Sí, estoy mejor – Héctor se incorporó y se quedó sentado – Creo que me ha dado un pequeño bajón de azúcar o algo así.

-Vale; entonces, ¿seguimos? – César se puso en pie y ayudó a su amigo a levantarse.

-Claro, no tenemos tiempo que perder – Héctor miró hacia la torre, que estaba a unos seiscientos o setecientos metros de distancia – Aunque espero que no haya que subir hasta esa ventana, porque habría que escalar las hiedras.

Caminaron en silencio hasta la base de la torre, que se alzaba imponente en mitad de aquella planicie. Levantaron la mirada y sintieron cierto vértigo; si tenían que subir, no parecía que hubiera una puerta visible, ni una escalera exterior,  sólo había plantas. Pero, si no tenían que subir, ¿qué demonios se supone que tenían que hacer ahora? Héctor miró a César, confuso.

-No tengo ni idea – César no quitaba los ojos de la torre – Aquí debería haber un palacio, un inmenso palacio donde viviría el dios Hades con su esposa Perséfone, y donde tendrían que estar sentados los Tres Jueces de las almas. Pero no una simple torre en ruinas. No tengo ni idea de dónde estamos.

-Espera, vamos a ir por detrás – Héctor se apartó un poco de la base de la atalaya y fue bordeándola hacia la derecha – Quizá haya una puerta trasera.

César corrió al encuentro de Héctor mientras seguía enfrascado en sus cavilaciones, bordeando la torre y pisando con cuidado las plantas enredaderas que se agolpaban en la base. Vio aparecer la figura de su amigo tras la curva que la torre marcaba a medida que se acercaba a él. Estaba de pie, mirando atónito al frente, con los brazos caídos a los lados del cuerpo y casi sin pestañear.

-¿Qué pasa aho… ra?

Frente a ellos se extendía el palacio de Hades en todo su esplendor. La torre era la última de las muchas que formaban la muralla que defendía el palacio del dios de los muertos. Estaba sobre una colina y por eso no habían visto lo que escondía. Tras la muralla, que también tenía tramos derruidos, se encontraba un edificio que ocupaba miles de metros cuadrados, con grandes patios que separaban las distintas naves y repletos de altísimas columnas que sostenían un imaginario techo que quizá en algún momento cubrió a los habitantes del palacio. A pesar de la atmósfera sombría en la que se encontraba aquella morada divina, dentro de ella parecía reinar cierta luz y se podían distinguir ligeros toques de color que permitían saber que, al menos allí dentro, había gente viva.

-¡El palacio de Perséfone! – César se quedó deslumbrado ante aquel espectáculo.

-Pues sí que estaba aquí, César; estaba aquí – Héctor señaló un pequeño camino que llegaba hasta lo que parecía ser la entrada principal del palacio – Supongo que tendremos que entrar por allí, ¿no?

-Sí, supongo – César le siguió admirado – Es un palacio maravilloso en mitad de la total y absoluta desolación que hemos atravesado hasta este momento.

-Tenemos que darnos prisa – a pesar del respiro que se habían tomado unos minutos antes, Héctor se sentía muy cansado y quería acabar con todo aquello lo antes posible – ¿Qué nos preguntarán los Tres Jueces?

-No lo sé. Son los jueces que deciden el lugar eterno en el que habitarán las almas, el Tártaro, los Campos Elíseos o el Valle de los Lamentos; el infierno, el paraíso o una especie de limbo. No sé cómo preparar una conversación así.

Siguieron el camino hacia el palacio en silencio, quizá repasando en esos pocos minutos que les quedaban hasta encontrarse ante el juicio de su vida, sus actos y su conducta en todos sus años de existencia. Pero, en el fondo, no estaban muertos, no eran almas en pena desesperadas por conocer el lugar de su descanso eterno… o de su castigo. A los dos les pasó por la cabeza la misma duda; no sabían si era posible que les condenaran a quedarse eternamente en el Inframundo sin poder regresar jamás al reino de los vivos.

Cuando llegaron a la entrada principal del palacio comprobaron que no había ningún portón que lo cerrara a la visita de un extraño. Entraron franqueando dos enormes puertas cubiertas de una plancha de oro que apenas brillaba bajo la tenue luz del Inframundo. Estaban abiertas de par en par y alcanzaban los diez o doce metros de altura. Tenían una decoración que representaba motivos mitológicos, pero todo se centraba en los dioses Primigenios, ni siquiera en gigantes o Titanes. Era una narración del origen del mundo.

-¡César! – Héctor se detuvo para avisar a su amigo - ¿Qué haces?

-Mira esto, Héctor – respondió maravillado – Igual que hemos hecho los hombres durante miles de años, ellos también representan su pasado, pero es aquel pasado que para nosotros es sólo una leyenda y ya hemos olvidado. Es el Caos que da origen a la Creación.

César se apartó un par de metros para poder ver el relato desde el principio. Se trataba de un delicado relieve sobre la capa de oro, tallado con detalle y elegancia. El Caos no era un dios ni tenía forma, era un estado previo a la aparición de todo lo que fue creado, un abismo, pues ése era el significado de la palabra en griego, del que surgió Gea, la Tierra. Escena tras escena, en las puertas se narraba cómo después de Gea aparecieron Eros, dios del amor; Érebo, dios de la oscuridad; y Nix, la noche. Con sutileza, las divinidades contaban en silencio su historia; el amor que unió a Gea con Urano, dios el cielo, y del que nacieron los Titanes; la unión entre Crono y Cibeles, que dio lugar al nacimiento de los dioses del Olimpo que gobernaban el mundo bajo el rayo de Zeus. Y las batallas terribles en las que se enzarzaron para conseguir un poder que tomaron como propio, olvidando que era un don concedido por los primeros dioses para que lo guardaran.

-Tenemos que irnos – dijo Héctor dándole una palmada en la espalda - Sé lo que significa todo esto para ti, pero  debemos seguir.

-No importa, por lo menos estoy teniendo la suerte de verlo – respondió César con resignación – Continuemos.

Cruzaron el patio admirando la belleza de las pinturas que ornamentaban las paredes, similares a las que se encontraban en los muros del palacio de Cnosos en Creta. Aunque la luz de la atmósfera del reino de los muertos no permitía admirarlas en su plenitud, estaban realizadas en unos vivos colores y los rojos o azules desprendían una profunda intensidad. Todas las pinturas representaban a diferentes animales en varias escenas, a veces inconexas a sin sentido aparente. Había grifos y serpientes, delfines y enormes toros,  pavos reales y un pequeño mono azul como el que se conservaba en el museo de Heraklión. Cautivados por la delicadeza de la decoración que cubría por completo las paredes de aquel turbador espacio, a medio camino entre la arqueología y la ficción, llegaron a otra puerta, esta vez cerrada, en la que destacaban tres símbolos sobre el oro.

-Un látigo, una muralla y una cabeza de toro – dijo Héctor pensativo – Lo del toro está bastante claro, es el símbolo de Minos. Pero, los otros dos, ¿qué son?

-El látigo representa a Radamantis, que parece que era el más severo de los tres – le explicó César – La muralla tiene que ser el símbolo de Éaco, porque se cuenta que ayudó a construir las murallas de Troya. La cabeza del Minotauro es de Minos, sin duda.

-No tendremos que cruzar el laberinto, ¿verdad?

Por primera vez en todo el viaje, César se preocupó de verdad por el aspecto de su amigo.

-No, no; el laberinto estaba en Creta. Héctor, tú no estás bien. Tienes muy mala cara.

-Es sólo que estoy cansado, de verdad – su tez blanquecina, el sudor que humedecía su frente y los labios pálidos no decían eso.

-Oh, mierda – César se arrodilló junto a Héctor y le levantó el pantalón.

La pequeña herida que le había dejado el Basilisco de recuerdo era ahora una llaga sanguinolenta, abierta y, lo peor de todo, estaba infectada. César tocó la frente de su amigo y pudo comprobar que estaba ardiendo.

-Se te ha infectado la herida – César se quitó la camiseta y arrancó una de las mangas – No es mucho, pero voy a intentar limpiarla al menos por encima. ¿Cómo ha podido infectarse tan pronto?

-El dragón – susurró Héctor.

-¿Ya estás delirando? - César le miró asustado.

-No. El dragón de Komodo; es un bicho que se parece al Basilisco. Cuando muerde a su presa la va siguiendo hasta que aquélla muere por la infección que le ha producido la saliva del dragón. Tiene más bacterias en la boca de las que tú y yo tendremos juntos en toda nuestra vida.

-Vale, - César se puso en pie y arropó a su amigo poniéndole los brazos sobre los hombros – tenemos que conseguir que alguien te mire esa herida. Y me da igual si es el rey Minos o el mismísimo Hades.

César golpeó la puerta con la palma de la mano. Tres veces fueron suficientes, el eco de los golpes pareció oírse en todo el valle. Las puertas comenzaron a abrirse lentamente, dejando salir un extraño olor a aceite quemado e incienso. Poco a poco se fue desvelando ante ellos la sala de los Tres Jueces, imponente por su grandeza, pero austera y sobria en su decoración. Tan sólo unos estandartes a la derecha de los tronos y una gran lámpara de aceite, donde ardía también el incienso que invadía la estancia, rompían el dominio de la piedra blanca. Y sentados frente a ellos, en unos tronos de mármol situados sobre una tribuna escalonada de más de cuatro metros de altura, les estaban esperando Radamantis, Minos y Éaco. Sus miradas, desde aquella altura, parecían el más directo castigo sin haber podido siquiera explicar lo que cada uno había hecho de bueno en sus vidas; así eran de solemnes. Al sentirse observados de aquella manera, Héctor y César bajaron la vista, casi en un acto reflejo y de protección. Esperaron a que alguno de los jueces abriera el fuego, pero el denso silencio les hizo volver a mirar a los tres reyes.

En el trono del centro se encontraba Minos, el legendario rey de Creta y dueño del palacio de Cnosos. Para algunos fue un monarca tirano y despiadado; otros, como Hesíodo, le consideraron el más grande rey de todos los reyes mortales. Parecía que Hesíodo tenía razón en su creencia. Minos sostenía un cetro de oro y una cinta dorada adornaba su cabeza, enredada entre los rizos de su oscuro pelo, presentándole como rey a los ojos de todos. Él era hijo de Zeus y de la princesa Europa. A su izquierda se encontraba Éaco, hijo de Zeus y de Egina, rey de la isla que llevaba el nombre de su madre y al que el poeta Píndaro llamó el mejor hombre de la tierra. Su hijo, Peleo, fue el padre de Aquiles. Y a su derecha estaba Radamantis, hermano de Minos, a quien precedió según algunos en el trono de Creta y que fue respetado por su rigor en la aplicación de la justicia.

-¿Acaso no tenéis nombre? – la voz de ultratumba que surgió de Minos casi les paralizó la respiración y les hizo mirar de nuevo al suelo – Cuál es vuestro nombre.

-Mi nombre es César, señor – seguía sujetando a su amigo para ayudarle a mantenerse en pie – Y él es Héctor.

-¡Sois mortales! – esta vez fue Radamantis quien rugió, poniéndose en pie y mostrando una gran corpulencia y altura bajo los ropajes reales – No estáis muertos.

-Cómo habéis entrado – con más calma, Éaco se dirigió a los dos chicos.

-Por el mismo camino que siguió Eneas, mi rey – respondió César; Héctor apenas tenía fuerzas para respirar.

-¿Os dejó pasar Caronte?

-Sí, señor.

-¡Maldito viejo! – Radamantis estaba realmente furioso.

-Le pagamos el viaje, majestad – a César le temblaba ligeramente la voz, pero se mantenía firme en las respuestas. Quería terminar lo antes posible con el interrogatorio para poder pedir ayuda para Héctor.

-Los vivos no pueden entrar en el Hades, de ninguna manera – esta vez fue Minos quien tomó la palabra.

-Espera, hermano – Radamantis se había sentado de nuevo y puso su mano izquierda sobre el brazo de Minos – Sólo hay una forma de cruzar el río Aqueronte en la barca de Caronte.

Se hizo un silencio sepulcral únicamente roto por el ligero crepitar de las llamas en las que ardía el incienso. Radamantis se levantó del trono y bajó varios escalones. César pudo contemplar al legendario rey en toda su solemnidad; era un hombre muy alto, de largo pelo canela, ensortijado y revuelto, con una mirada clara y bondadosa a pesar del arrebato que había tenido al saber que no eran almas a enjuiciar.

-Pero esas monedas no pueden poseerlas los mortales – miró fijamente a César, que le aguantó la mirada con la poco entereza que le quedaba - ¿No es cierto?

-No lo sé, mi rey. Aparecieron en una excavación.

-¿Dónde aparecieron? – Éaco parecía querer quitar tensión a la atmósfera.

-En la isla de Hydra, en las ruinas de un templo dedicado a Crío, señor - los reyes entrecruzaron sus miradas con inquietud.

-Es posible que sea él – fue Radamantis el primero en hablar.

-Eso significa que la puerta ha sido abierta y los dioses del Tártaro han sido liberados – dijo Éaco. Miraron hacia las sombras que se extendían en el horizonte, donde las montañas se recortaban contra un cielo rojizo.

-Héctor, - Minos se dirigió directamente a él, que estaba apoyado en César y que parecía ausente de la escena – dinos quién eres.

-Es Héctor, señor – César no entendía que volvieran a preguntar lo mismo.

-Deja que responda él – la mirada que le mandó Radamantis fue suficiente para que César se mantuviera callado.

-Dinos, Héctor. Quién eres.

-Vamos, tío – le susurró César – Cuanto antes les digas lo que quieren, antes podrán ayudarte.

Héctor tosió un poco e hizo un intento de comenzar a hablar, pero no fue suficiente.

-Quién eres – insistió Minos.

Entonces Héctor se levantó hasta donde sus fuerzas se lo permitieron, miró a los tres reyes y comenzó su discurso.

-Soy Héctor Mayo, oráculo de Fobo, dios del miedo, hijo de Ares y de Afrodita; el oráculo de Crío me buscó para encomendarme la búsqueda del omphalos, la piedra que representa el centro del mundo, la que sustituyó a Zeus para que no fuera… - Héctor estuvo a punto de desmayarse; César, que escuchaba atónito a su amigo, le sujetó – devorado por su padre, Crono.

-Debemos juzgar vuestras almas – Radamantis se mantenía fiel a su rigor.

-¡Pero, no estamos muertos!

-Vuestras almas deben ser juzgadas si queréis continuar – la profunda voz de Radamantis le dejó claro a César que no tenía otra opción.

Entonces, Héctor gimió y se apoyó sobre César respirando con mucha dificultad.

-¡Por favor! – exclamó César desesperado – Necesita ayuda ya. ¿Qué queréis saber de nosotros?

-De él, nada – dijo Minos – Es un oráculo y ha sido enviado al Hades por los dioses. Pero tú debes demostrar que tu alma es limpia y merecedora de nuestra benevolencia.

-Pues preguntad lo que queráis, os diré lo que necesitéis saber – Héctor gimió de nuevo - ¡Haré lo que sea!

-Harías cualquier cosa por ayudar a tu amigo – esta vez era Éaco el que intervenía.

-Está muy enfermo – César estaba desconcertado ante la actitud de los Tres Jueces – No quiero que muera. ¿No lo entendéis?

-Parece que el tiempo apremia – Éaco miró a los otros dos reyes.

-¡Basta! – gritó César, intentando sujetar a Héctor con más fuerza - ¿Ésta es la justicia que se imparte en este palacio?

Radamantis, Minos y Éaco miraron a César atónitos. Si los ojos pudieran expresar con palabras lo que sus dueños transmiten con sus miradas, Radamantis habría enviado a César al Tártaro en un suspiro, Minos le habría hecho arrodillarse hasta tocar con su frente el frío suelo del palacio, y Éaco habría hecho que se disculpara por semejante afrenta y falta de respeto. Pero los ojos no hablan y tampoco lo hicieron los jueces.

-La Historia os recuerda como hombres justos, no como tres reyezuelos caprichosos que no son capaces de tener la más mínima compasión por la vida de un hombre – César era incapaz de detener su discurso – Ahora entiendo por qué Zeus escondió el omphalos cerca de vosotros, tres personas que sólo saben mirar su propio ombligo. Si tenéis que juzgar mi alma, hacedlo. Pero salvad la vida de Héctor.

Se hizo un tenso silencio, sólo roto por algún débil quejido de Héctor.

-Si le salvamos ahora, el juicio por tu alma deberá postergarse – le dijo Minos con un mal disimulado enojo. Nunca nadie había tenido la desfachatez ni la osadía de enfrentarse a ellos de aquella manera. Sin embargo, Minos fue consciente de que había demasiado en juego y de que ellos debían ser flexibles en sus juicios y procedimientos.

-De acuerdo, esperaré.

-¿Serías capaz de permanecer en el Hades a la espera de tu juicio, sin saber cuándo será? – ahora hablaba Radamantis.

-Si le salváis, me quedaré el tiempo que vosotros decidáis – respondió César con firmeza.

Radamantis, Minos y Éaco, los Tres Jueces encargados de juzgar la pureza de las almas, se miraron con cierta sorpresa y, tras unos segundos, asintieron con sutileza.

-Tu alma es limpia, mortal – Éaco era el único de la tríada que parecía querer acelerarlo todo.

-¿Qué? – a César no le interesaba el veredicto sobre su alma - ¡Eso no me importa ahora!

Entonces Héctor se desplomó como un peso muerto en los brazos de César, que hizo lo que pudo para evitar que su amigo se golpeara al caer al suelo. Le dejó lo más suavemente que pudo y pasó su brazo izquierdo bajo el cuello de Héctor. Los tres reyes miraban la escena impasibles.

-No, no, no… Vamos, Héctor – César, arrodillado a su lado, pasó su mano derecha por la cara de Héctor intentando que se despejara un poco y volviera a abrir los ojos – Aguanta un poco más, por favor.

Sin embargo, Héctor respiraba con dificultad, con un silbido casi imperceptible que emitía el aire al pasar por su nariz. Estaba ardiendo, la fiebre le había hecho perder el conocimiento y seguía sudando de forma exagerada. César ya no sabía cómo colocar el cuerpo de su amigo, ni qué decirle para reanimarle. De repente, sintió que dejaba de respirar y que la vida se escapaba de su cuerpo. Supo que Héctor había muerto.

-¡Héctor! – el lamento era inútil, nadie iba a responder - ¡Héctor!

Miró aturdido a los Tres Jueces, que seguían contemplando la escena sin la más mínima emoción.

-Pero, ¿qué habéis hecho? – las lágrimas empapaban la cara de César, que seguía abrazando el cuerpo de Héctor - ¡Qué habéis hecho! Le habéis dejado morir. Dios mío, estáis locos… estáis locos.

-Cuida tus palabras, mortal – le espetó Radamantis.

-¡Me da igual que te molesten mis palabras! – exclamó César mirando fijamente el rostro del monarca – Mi amigo está muerto porque no habéis querido ayudarle. ¡Está muerto!

Minos sujetó el brazo de Radamantis cuando éste intentó ponerse de pie para enfrentarse a aquel insolente humano.

-No dejes que la pena y la rabia te cieguen – Éaco habló con suavidad y calma.

-¿Cómo quieres que lo haga? – César se olvidó de Radamantis y se fijó en Éaco – Dímelo. Mi mejor amigo ha muerto a los pies de tres de los reyes más poderosos que han existido jamás, yo estoy en el Inframundo, estoy vivo; y estoy solo. Dime cómo puedo hacerlo.

-Has dicho bien, mortal – ahora era Minos quien tomaba la palabra – Somos reyes poderosos. Debes confiar en nosotros. Así es como lo harás.

Minos se levantó del trono y dejó el cetro en el suelo. La imponente figura del rey hizo que César se quedara sin capacidad para hablar. Vio cómo se acercaba a él, bajando las escaleras con solemnidad, despacio y sin dejar de mirarle. Cuando llegó al suelo, ante el asombro de César, Minos se arrodilló junto al cuerpo de Héctor y posó su mano sobre la frente fría del chico.

-Perdí a un hijo – susurró el rey.

-Glauco… - César conocía la historia del niño. Se perdió y fue un adivino llamado Poliido quien localizó el cadáver dentro de una tinaja llena de miel. Minos quería que su hijo recobrara la vida y la idea que tuvo fue enterrar vivo al adivino junto a su hijo, en un último intento de forzar a Poliido para que utilizara su poder y resucitara a Glauco. Una vez dentro de la tumba una serpiente se acercó al adivino y éste la mató. Para su sorpresa, otra serpiente se acercó al cuerpo de la que él acababa de matar y, acercando una hierba, hizo que el animal reviviera. Poliido hizo con la hierba lo mismo sobre el cuerpo del niño.

-Sí, Glauco – afirmó Minos – Y lo recuperé.

Minos metió su mano bajo los pliegues de la túnica y sacó un pequeño manojo de ramitas verdes y azules. Instintivamente, César se apartó y dejó la cabeza de Héctor en la mano del gran rey, a la vez que se alejaba medio metro.

-Tranquilo, muchacho – dijo suavemente como si Héctor le estuviera escuchando. Le acercó las hierbas al cuello y las frotó con suavidad. Luego las pasó por las mejillas de Héctor que, suavemente, iban enrojeciéndose y tomando color.

César se dio cuenta de que el pecho de su amigo se movía muy suavemente, pero estaba respirando. Se incorporó para ver cómo Héctor recuperaba la vida ante sus propios ojos, de la misma forma que vio cómo la había perdido unos minutos antes. El sudor iba desapareciendo de su frente y sus ojos hacían esfuerzos por abrirse. Minos rozó la frente de Héctor con las hierbas y las dejó en el suelo, esperó pacientemente a que el chico fuera recuperando la consciencia y miró a César, que se secaba las lágrimas con las manos.

-Tú también le has recuperado - dijo con una ligera sonrisa en el rostro.

La venganza del tiempo Libro 1
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