En la playa de Peahi, en la isla de Maui, las olas empezaban a tomar un aspecto amenazador. Los vientos del norte habían llegado hacía unos días y cada vez daban más fuerza al agua. El mar estaba embravecido y eso animaba a los más valientes a buscar la mejor ola, la más difícil de cabalgar, la más peligrosa.
Aunque todavía se esperaba que el viento fuera más fuerte, los surfistas más expertos aprovechaban esos días para entrenar y conseguir adaptar su cuerpo todo lo posible a los monstruos de agua y espuma que seguro encontrarían la próxima semana. Llegaban de todo el mundo, pero siempre eran los mismos. Todos se habían visto ya en Australia, o en Brasil, o en Perú. No eran aficionados al surf; eran apasionados de las olas. Las iban siguiendo de país en país, de playa en playa, llevando por equipaje poca ropa pero siempre su tabla. Los más afortunados podían llevar un equipo más completo, un cámara o un ayudante o alguien más. Eran los mejores, los que conseguían volar sobre el mar en las playas más peligrosas. Peahi era una de ellas porque ofrecía las olas gigantes con las que los mejores surfistas soñaban cada vez que echaban su tabla al agua.
En Hawai el surf era el deporte por excelencia y uno de los principales atractivos turísticos. Eso hacía que las playas de todas las islas estuvieran llenas de gente según la época del año, porque dependía del lugar de procedencia del viento el que las mejores olas estuvieran en el norte o en el sur. Pero siempre cabía la posibilidad de encontrar una playa tranquila en la que aprender a subirse a una tabla y también a caerse.
Hegoi Arbizu llevaba tres días en Maui. Ya no recordaba cuántas veces había visitado aquella playa ni cuántas olas había conseguido dominar. Pero seguía sintiendo el mismo nudo en el estómago cuando se enfrentaba a aquellos gigantes. No era de los más jóvenes, pero sí se había convertido en uno de los diez mejores. Y eso, para un chico de Zarautz que se había criado entre olas que no solían superar los tres metros, aunque a veces llegaran a pasar los seis, era más de lo que nunca había imaginado. Desde pequeño quería estar sobre una tabla de surf. Así que, desde pequeño, le enseñaron a subir a una tabla de surf antes de que aprendiera a cogerla solo y se lanzara al agua incluso sin saber nadar. Eso hizo que aquellas olas pronto le parecieran pequeñas y fáciles de surfear y tuviera que empezar a buscarlas más grandes en otras playas. En España todavía podía encontrar playas con buenas olas, en Deba, en Salinas o en Tarifa. Pero su calidad como surfero era cada vez mayor, sus participaciones en las competiciones españolas le situaban siempre como el mejor de su edad y siguió subiendo también en las competiciones europeas. El salto internacional lo consiguió en Australia, en el Rip Curl Pro de Bells Beach, donde logró un inesperado tercer puesto. Sabía que no estaba al nivel de Kelly Slater o del mítico Laird Hamilton, pero tenerles como referentes y modelos le permitía pensar que, algún día, quizá podría conseguir parecerse un poco más a ellos.
Las olas le estaban ayudando a tonificar su hombro derecho. Se había caído montando en bicicleta y llegaba con algunas molestias. Teo, su fisioterapeuta y también su mejor amigo, le había recomendado no acudir al torneo, pero los dos sabían que habría ido incluso con el hombro dislocado. ¿No ir a Peahi? Al final Teo se fue con él para vigilarle de cerca. En un par de días el mar le regalaría olas de ocho o diez metros con un poco de suerte. Con más suerte, podrían pasar de doce metros. Hegoi sólo quería coger una gran ola y volar sobre ella hasta la playa. Y creía que este año podría conseguirlo.
En la orilla ya había muchas personas que seguían las evoluciones de los futuros participantes con gran interés, incluso empezaban a mostrar sus preferencias. Él era lo que en el surf se conoce como un goofy porque su tendencia natural era llevar el pie derecho en la parte delantera de la tabla. Aunque era poco habitual hacerlo así, a él le iba muy bien y, teniendo mal el hombro derecho, la mano de apoyo sería la izquierda. Hegoi tocó el colgante que le había regalado su tío Alberto cuando empezó con el surf. Era una luna llena de plata. ¿Qué podía salir mal?
El viento empezaba a ser un poco más fuerte y las olas que llegaban tomaban tímidamente un tamaño mayor. Hegoi tuvo suerte y pudo encontrarse con una ola izquierda grande que le permitió lucirse sin arriesgar mucho. Se sentía de maravilla, perfectamente acompasado con el mar. Sabía que iba a disfrutar como no lo había hecho hasta entonces.
Detrás de los grupos de aficionados y curiosos que se agolpaban en la playa, había unas pequeñas dunas cubiertas con palmeras. Junto a una de esas palmeras, al cobijo de su sombra, un hombre miraba atentamente las evoluciones de Hegoi en el agua. Era un hawaiano alto y de gran envergadura, con una musculatura que haría que cualquiera se asustara al verle. Camiseta negra y pantalón negro, pelo oscuro y ojos negros. Se llamaba Kaimi Makani. Y era el oráculo de Tifón.
Su dios le había avisado de que por fin estaba libre. Hacía años que Kaimi esperaba que algo así ocurriera. Muchos de los Titanes habían sido encerrados tras la guerra contra Zeus y sus dioses olímpicos. Fueron enviados al Tártaro, al maldito infierno de los griegos. Tifón estaba entre ellos y no tardó en comunicarse con su oráculo en cuanto estuvo libre. Kaimi escuchó su mensaje en el viento, que cambió de sentido inesperadamente tras unos días de relativa calma por su procedencia sureña. Kaimi estaba en el coche cuando sintió a Tifón y rápidamente se dirigió al Haleakala, el gran volcán de la isla de Maui, hermano del Mauna Kahalawai. Desde la cima de la casa del sol escucharía con mayor claridad el sonido del viento. Desde allí arriba, el mar se veía agitado. El viento del norte tenía más fuerza y conseguía remover las aguas con más profundidad que el del sur. Tifón era quien traía el viento del norte. Y Poseidón, dios del océano y de las tormentas, y también el responsable de que la tierra temblara por dentro, se enfrentaba a él intentando que sus aguas pudieran soportar el envite del vendaval. La lucha entre el viento y el mar era dura, ambas fuerzas se igualaban en potencia y vigor, eran tenaces y conscientes de que, si una de las dos flaqueaba, se rompería el equilibrio que aparentemente existía entre ellas y el desastre en tierra sería inevitable.
Kaimi llegó a la cima del Haleakala y cerró los ojos. Bajo él se abría el gran cráter. No necesitaba ver. Lo único que debía hacer era escuchar la voz del viento. El corazón de Kaimi latía con fuerza. Se sentía afortunado porque, después de miles de años, él sería el que daría la bienvenida a Tifón de nuevo a la libertad. Respiró profundamente y se concentró en el viento, que le empujaba con brío. Era la primera vez que se comunicaba con Tifón pero era para lo que se había preparado durante toda su vida. No podía fallar. Kaimi extendió los brazos y levantó ligeramente la cabeza, abandonándose por completo a la voluntad de su dios. Y entonces, como si el viento se hubiera metido en su cerebro, sintió cómo Tifón le hablaba. El poderoso viento del norte se convirtió en un susurro dentro de su cabeza. Kaimi estaba confuso. Sabía que no escucharía palabras y por eso no las buscaba. Pero nunca había experimentado con ese lenguaje y no conseguía entenderlo. Volvió a respirar profundamente e intentó dejar de pensar. Y de repente lo entendió, el susurro cobró sentido y Tifón habló por fin con su oráculo.
Kaimi sintió la ira de su dios, el descontrolado deseo de venganza que mostraba. Todo se mezclaba con gran velocidad dentro de la cabeza de Kaimi. Deseaba decirle a su dios que le hablara más despacio, pero esta conversación divina sólo tenía una dirección. El viento respondía al ánimo de su dios y soplaba cada vez con más fuerza, provocando violentos remolinos que se ensañaban con los arbustos que rodeaban a Kaimi. Súbitamente, Tifón pareció calmarse. El viento se relajó y Kaimi comenzó a entender con más claridad. El Tártaro, le dijo Tifón, había sido abierto y los Titanes eran libres de nuevo. Crono lideraba al grupo liberado y ya había contactado con su oráculo. Todo estaba en marcha para reunir al resto de augures y recuperar el trono que Zeus le robó.
Kaimi notó una repentina excitación; eso significaba que volvería a haber una guerra. Tifón le dijo que Poseidón, el dios del mar, sabía que estaban libres y que intentaba denodadamente contactar con su oráculo pero no lo conseguía. La misión de Kaimi era encontrar a ese hombre y evitar como fuera que Poseidón lograra su propósito. Kaimi sabía perfectamente a quién se estaba refiriendo Tifón. Al surfista que había estado viendo esa misma mañana.