Capítulo 8

—Antes tenía una polla vigorosa —le comentó Blake—. Ahora tengo un corazón enfermizo.

Alban sonrió y trató de mostrarse comprensivo al mismo tiempo.

—¿De verdad está tan mal?

—Lo suficiente. Los médicos dicen que debería dejar la bebida. —Blake alzó su vaso de güisqui con soda y lo contempló con una mirada de triste rencor, como si fuera un buen amigo que le ha decepcionado—. Puede que requiera un triple baipás.

—Bueno, hoy en día son un mero trámite.

Hmm. Es posible, pero aun así no me gusta cómo suena. Te abren el esternón y te separan las costillas, ¿lo sabías? Con grandes cepos de acero. Es horripilante. —Sacudió su cabeza—. Y cualquier operación tiene su riesgo. Las cosas salen mal. Se cometen errores. Puede haber una infección.

—Seguro que te irá bien, Blake.

—Claro. —Blake bebió un poco más de su güisqui con soda.

Alban no había visto a Blake desde su visita, durante su año de descanso. Esta vez, había ido a Hong Kong para encontrarse con varios encargados del desarrollo del producto y propietarios de fábrica de Shenzen, para preparar el terreno para un rediseño del tablero y las piezas de ¡Imperio! Hong Kong estaba muy cambiado, e igual que siempre al mismo tiempo. El nuevo aeropuerto se había llevado la emoción/terror de volar dentro de la ciudad; edificios que Alban hubiera jurado que estaban a una manzana del mar, estaban ahora a seis o siete manzanas de distancia ya que habían ganado terreno al mar y construida por encima, y los juncos y sampanes habían desaparecido del puerto hacía ya mucho tiempo.

Por el contrario, aún hacía un calor y una humedad asfixiantes, y todo estaba perturbadamente masificado al nivel del suelo; los chinos aún escupían por todas partes y no mostraban la más mínima vergüenza por toser y estornudar en tu cara; todo el mundo empujaba, presionaba y se arrimaba a los demás al caminar (y si te detenías en medio de la calle por alguna razón, te apartaban del camino a patadas y codazos); los altos, tambaleantes y anoréxicamente estrechos tranvías de madera aún eran susceptibles de arder en llamas con la caída de una cerilla y el traqueteante jaleo que surgía de los locales de mahjong, si pasabas por allí cuando se abrían las puertas, solo era superado por la increíblemente espesa y asfixiante nube de humo de cigarrillo que salía hacia fuera al mismo tiempo.

—En fin —dijo Blake—, ha sido muy amable por tu parte el venir a verme. Nadie más de la familia lo hace nunca.

—Lamento oír eso —afirmó Alban.

Blake realizó un aleteante y desganado aspaviento con una mano. Estaba tan alto y delgado como siempre. La primera vez que saludó a Alban, llevaba puesto un gran gorro caído que le hacía parecer un flexo.

Se encontraban sentados en el jardín de la azotea del rascacielos de Blake. Este aún estaba cerca del puerto; no se había recuperado la tierra que había justo en la orilla. Todavía no. Estaban a una altura de ciento y pico metros, protegidos del sol por un amplio toldo, y soplaba una brisa moderada, pero aun así hacía un calor inhóspito. Bebiendo y estando tumbado, se soportaba, pero tan solo la idea de hacer algo más enérgico, como levantarse y dar una vuelta, era suficiente para bañarte en sudor.

Alban se preguntó si debería intentar que Blake hablase más acerca de la familia, y de las razones que le hicieron abandonarla. Después de todo, él estaba al borde de hacer algo parecido. Había transcurrido un mes desde aquel desayuno con reprimenda de Win, y en su interior estaba cada vez más cerca de dejarlo. Ahora llevaba siempre con él una copia de su carta de dimisión en un sobre, como si fuera una píldora de suicidio. Puede que necesitase un último empujón, un estímulo final que le hiciera dar el salto. ¿Provocaría eso intercambiar impresiones con Blake? No es que sus circunstancias fueran tan parecidas; Blake había sido expulsado por malversación, mientras que él simplemente estaba pensando en dejarlo después de hacer un buen trabajo, una concienzuda labor durante los últimos años. No era como si estuviera siendo castigado o enviado al exilio por la familia. Estaba buscando el equivalente a una dimisión honorable, no deshonrosa como la de Blake.

—¿Alguna vez intentas ponerte en contacto con la familia? —le preguntó a Blake. Dio un sorbo a su agua helada. Estaba en mangas de camisa, con la corbata suelta y se había quitado los zapatos y calcetines. Blake iba incluso menos formal; también descalzo, pantalones cortos y holgados y una camisa de seda sin abrochar. La cálida brisa les llevó un aroma de jazmines; el jardín de la azotea contenía docenas de esas plantas.

—En realidad, no —admitió Blake—. Soy algo que prefieren olvidar. Especialmente tu abuela. —Miró brevemente a Alban—. Ella es ahora la jefa, ¿no?

—Por ahora lo es —afirmó Alban—. En la familia y en la empresa.

—No me tiene mucho cariño —confesó Blake. Sonó triste—. En fin. Aquí tengo mi propia vida; siempre la he tenido. Ha sido una buena vida, las cosas me han ido bien. No puedo quejarme. Yo…

El móvil de Blake vibró sobre la baja mesa de teca que había entre ellos.

—Disculpa —le dijo a Alban—. ¿Sí? —Escuchó durante un rato—. No. Eso no es lo bastante bueno ni por asomo. Dile que eso es verdaderamente insultante. Acudiremos a cualquier otra parte. —Escuchó un poco más—. Sí, bueno y yo también tengo, y el mío le dice al suyo lo que tiene que hacer, así que dile a nuestro amigo que le invito a que lo intente. —Sin apenas una pausa, Blake empezó a hablar en lo que a Alban le pareció un convincentemente rápido cantonés, durante un minuto o más, sonando francamente animado—. Haz eso. Sí, más tarde. Adiós. —Puso de nuevo el móvil sobre la mesa—. Perdona; hay un trato a punto de ocurrir o no. No puedo apagar el maldito cacharro. ¿A ti te gustan los móviles? Yo he de tener uno, como el resto de la gente, y son muy útiles a veces, está claro, pero en algunas ocasiones creo que los odio a muerte al mismo tiempo. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí. Lo sé —respondió Alban—. Es estar a disposición de todo el mundo para una llamada.

—Exacto. —Blake asintió y dio un sorbo a su bebida.

—Siempre puedes apagarlo —señaló Alban.

—Sí —coincidió Blake—. Pero entonces te preocupa estar perdiéndote algo importante. —Miró hacia el teléfono—. Aun así. Estaría encantado de mandarlos a tomar por saco. —Extendió la vista sobre la brumosa ciudad. Delgadas formas que eran lejanos reactores se desplazaban minuciosamente a través del cielo, descendiendo hacia el, ahora lejano, aeropuerto—. Ahora tienes, ¿cuánto? ¿Treinta años?

—Estoy cerca —dijo Alban.

Blake se quedó en silencio un momento antes de hablar.

—¿Alguna vez tienes la sensación de no saber de qué va todo esto? —Miró a Alban, quien le devolvió la mirada a su vez, sin saber al principio si Blake lo decía en serio, y dándose cuenta de que así era—. ¿De por qué nos molestamos? —La expresión de Blake era verdaderamente nostálgica. Desvió otra vez la mirada—. Puede que sea por la edad. No recuerdo haberme sentido así cuando era más joven. Parece como si hubiera crecido en mi interior sin que me haya dado cuenta, como esto del corazón. ¿Alguna vez te ocurre?

—¿El qué? ¿Sospechar que todo es inútil?

—Supongo que es eso mismo.

—No especialmente. Solía pasarme más a menudo cuando era más joven. Son el tipo de cosas que te planteas cuando eres estudiante.

—Entonces puede que solo me pase a mí —afirmó Blake con tristeza, y bebió.

—No solamente a ti, Blake. Hay montones de personas que se sienten así, al menos de vez en cuando. Supongo que es una de las principales razones por las que tanta gente abraza una religión.

Blake asintió.

—He empezado a rezar de nuevo, pero me siento idiota. Me doy cuenta de que solo hablo conmigo mismo. —Sacudió la cabeza—. Es una idiotez, en realidad. —Miró a Alban—. Creía que cuando llegara este momento ya tendría todo eso resuelto. Me siento algo estafado de que no sea así, de que tenga que empezar a pensar otra vez en cosas que, como tú dices, uno esperaría haber dejado atrás en la adolescencia. —Levantó su vaso hacia la luz—. Creo que soy igual que un montón de gente, ¿sabes?; me he pasado la vida esperando que mi vida comience. Es como si uno necesitara el permiso de alguien; de sus padres, de Dios, de un comité de socios, no tengo ni zorra idea, para aceptar al fin la responsabilidad de nuestras propias acciones, de nuestra propia vida. Solo que el permiso nunca llega y poco a poco (bueno, al menos en mi caso, no puedo hablar por los demás; puede que su entendimiento les llegue en forma de súbita revelación, con una luz cegadora o algo así), poco a poco te das cuenta de que nunca llegará, de que el camino que has elegido para vivir tu vida, ese que recorres tambaleándote, torciéndote la mitad de las veces, es todo lo que realmente hay, todo lo que realmente hubo siempre. Me siento engañado debido a eso. A veces creo que me he engañado a mí mismo, aunque no veo cómo podría haber hecho algo al respecto. Y tengo la horrible sensación de que, incluso si tuviera una máquina del tiempo y pudiera regresar a visitar a mi yo más joven para prevenirle, o al menos para aconsejarle acerca de todo esto, él, o yo, no tendríamos ni idea de lo que mi yo del futuro estaría hablando. Pensaría que es un idiota. Le ignoraría. Me ignoraría a mí mismo.

—Blake —murmuró Alban, tratando de no sonar demasiado perplejo—, suenas igual que alguien que no ha conseguido nada. Tengo la impresión de que te ha ido bastante bien.

—Oh. —Blake agitó una mano, y luego la pasó por su blanco cabello; parecía más largo que la última vez que Alban estuvo allí—. Me ha ido bastante bien. No me estoy quejando de eso, por una vez. Aunque, por si te interesa, los comunistas podrían quitármelo todo en un momento, en un suspiro, si realmente así lo desearan. Bueno, no todo, obviamente, pero casi todas mis propiedades están aquí, en Hong Kong. No puedes meter un edificio o una parcela en un paraíso fiscal. Pero… Bueno, mira, no te importa que te hable de todo esto, ¿verdad?

—Por supuesto que no —respondió Alban.

Aquello no era estrictamente cierto; pensaba que el tardío arrebato de angustia existencial de Blake era algo preocupante. El tipo era un multirricachón y todavía encontraba cosas de que lamentarse. Alban se sentía casi puritano acerca de ese tipo de cosas; por supuesto que ser rico no significaba que, de repente, no tuvieras nada de lo que preocuparte, pero al menos debías tener la decencia de callártelo. Oh, bueno. El ha elegido visitar a Blake. Parecía haber sido lo correcto en el momento, y también parecería lo correcto después, una vez sentado en el avión, de vuelta al Reino Unido. Visitar al exiliado, evitar que este lejano vástago del clan Wopuld se separe completamente del árbol familiar. En algunas ocasiones, Alban se sentía como si fuera el asistente social de la familia.

—Es solo que —explicó Blake, agitando su mano una vez más—, incluso habiendo ganado, ya sabes, un poco de dinero y todo lo demás, incluso eso no parece gran cosa. Conoces a otras personas que han ganado incluso más y entonces piensas, «Bueno, está claro que este tipo es un idiota». Quiero decir, no estoy diciendo que uno tenga que valorarse a sí mismo o a los demás simplemente en base a la cantidad de dinero que han ganado, pero es difícil no comparar estas cosas de vez en cuando, y piensas «Bueno, ¿qué significa haber ganado un poco, qué dice eso de uno, si ese mentecato puede ganar incluso más que yo?». En realidad es bastante deprimente. ¿Me comprendes?

Alban suspiró. Comprendía que no había nada peor que alguien muy rico sintiendo lástima de sí mismo.

—Supongo que siempre hay alguien que tiene más —afirmó, tratando de parecer más comprensivo de lo que se sentía.

—Pero si no se trata de dinero —insistió Blake—, ni de prestigio ni del alma inmortal ni nada de eso, ¿entonces de qué?

—Algunas personas valoran mucho a los niños —propuso Alban—. O simplemente a otra persona.

Blake lo miró y se sorbió la nariz.

—Si, bueno. —Dio un trago de su vaso—. Nunca llegué a conocer a la mujer adecuada. —Examinó su vaso vacío—. En realidad eso no es cierto. Se podría decir que conocí a demasiadas.

—¿Nunca te casaste, Blake? —Alban sabía que Blake no estaba casado, pero no si lo había estado alguna vez.

—Pensé en ello un par de veces —admitió Blake—. Jamás lo hice. —Asintió hacia el vaso de Alban—. ¿Otra?

Alban también miró a su vaso de agua, ahora totalmente vacío.

—¿Por qué no? Incluso puede que esta vez me sirva una copa de verdad.

—Buen chico —espetó Blake. Se llevó los dedos a la boca y produjo un desconcertante y agudo silbido. Se encogió de hombros—. Es lo más rápido. —Un camarero con chaqueta blanca apareció doblando la esquina de unos jazmines para tomar nota de su pedido.

—Tú aún podrías tener hijos, Blake —le dijo Alban—. Búscate una esposa joven y formar una familia.

—¿A mi edad? —Blake pareció estar dolorido.

—Blake, no te va a faltar dinero para una niñera. Tú no vas a ser quien tenga que levantarse en mitad de la noche para calentar la leche.

Blake sacudió su cabeza.

—Soy demasiado viejo —esgrimió—. Además, ¿y si no funciona? ¿Y si no me gusta el niño, o su madre, para el caso? ¿Y si descubro que solamente me quería por mi dinero? ¿Y si toda esa experiencia resultara ser otro motivo para pensar en la futilidad esencial de todas las cosas?

—Por Dios, Blake; resulta que estás sentado bajo el sol, con gente a tu servicio, en lo alto de un edificio de alta tecnología de cuarenta plantas ocupadas por algunas de las más importantes agencias inmobiliarias del mundo. Y sí, habrá mujeres impacientes por arrojarse en tus brazos por tu dinero. Bueno, no es que sea lo peor que te puede pasar en la vida.

—Lo sé —coincidió Blake—. Siempre tengo esta conversación conmigo mismo, y eso es justo lo que me contesto. Que debería estar agradecido. Que debería sentirme afortunado, debería sentirme bendecido. Que debería sentirme… Debería sentirme bien con mi vida. —Su mirada cruzó el jardín de la azotea—. Algunas noches me quedo ahí, asomado —le contó, mirando hacia el muro de cristal rematado en teca que recorría todo el contorno de la azotea—. Bajo la mirada hacia esos diminutos puntos marrones y blancos; pequeños tipos en taparrabos que corren por ahí, como imbéciles, en mitad de la noche, apilando ejemplares del South China Post, o empujando de un lado a otro un carrito lleno de pollos. Y en realidad los envidio. Debe ser una rencilla… Ah. —Esta última palabra fue dirigida a su sirviente, quien les traía sus bebidas.

Blake intercambió unas palabras en cantonés y una sonrisa poco sincera con el tipo de la chaqueta blanca cuando este les sirvió la bebida.

—Bueno, siempre nos quedará este brebaje —dijo Alban. Alzó su gin-tonic. Mejor aquello que explicarle a Blake lo tarugo que había que ser para envidiar a tipos sin otra opción para subsistir que la de correr por ahí en taparrabos, a las tantas de la mañana, para apilar periódicos enormes o transportar jodidos pollos.

Blake miró a su güisqui con soda.

—Probablemente bebo demasiado. En fin, los médicos también me lo dicen.

—¿Tomas drogas? —inquirió Alban, notando que su paciencia empezaba a agotarse.

Blake bebió antes de dirigir sus ojos hacia él.

—¿Te refieres a medicamentos?

—O a las otras —respondió Alban levantando las cejas.

Blake desvió la mirada.

—No creo que lo estés diciendo completamente en serio, Alban.

—Supongo que no —coincidió Alban. Ambos bebieron—. ¿Alguna vez piensas en intentar hacer las paces con la familia? Me refiero a hacer un auténtico esfuerzo, intentar conseguir su apoyo.

—Sí, lo pienso —contestó Blake—. Pero no tengo que pensarlo mucho para darme cuenta de que no tendría sentido hacer eso.

—Pareces estar muy seguro.

—Así es. Hace mucho que tomamos caminos diferentes. —Blake miró otra vez al cielo—. Básicamente, he crecido demasiado alejado de ellos. Mi vida está aquí. Vosotros, bueno, tenéis vuestras propias vidas. No voy a fingir que no me interesa oír hablar de la gente, pero todo eso me parece un poco irreal. En fin, incluso si decidiera… retomar la relación, no creo que fuera bienvenido. Se necesitan dos para el tango, y todo eso.

Alban se limitó a asentir. Ni siquiera le había mencionado el nombre de Blake a Win desde aquella ocasión en el funeral de Bert, hacía ahora nueve años. No había necesitado tener la impresión de que no sería una buena idea. Blake aún tenía mucho de oveja negra.

—P. N. G., chico —había dicho el tío Kennard cuando se lo mencionó. Kennard no parecía estar visceralmente en contra de un supuesto contacto con su hermano como lo estaba Win, pero tampoco él se había puesto en contacto con Blake en todos aquellos años—. Definitivamente P. N. G.

—¿Qué? —había preguntado Alban, confuso (¿Papúa Nueva Guinea? ¿Qué demonios tenía eso que ver con lo otro?).

—P. N. G., Persona Non Grata —le había explicado Kennard—. En otras palabras, no es bienvenido. Es una vieja expresión del antiguo Ministerio de Exteriores —le había explicado sabiamente, entonces arruinó el efecto al añadir—: O algo parecido.

Alban miró a Blake, sentado bajo la brumosa y concentrada luz solar de Hong Kong, un par de años después de la concesión de soberanía, y no mucho antes de las celebraciones del nuevo milenio y, por primera vez, sintió auténtica lástima por aquel hombre.

—Bueno —arguyó—, la gente tiende a suavizarse con los años.

Blake dirigió su mirada hacia él.

—¿Dirías que Winifred se ha suavizado algo? —inquirió.

—Bueno, no —admitió, viéndose forzado a desviar la mirada.

—Mantenme informado —espetó Blake con frialdad, con sus ojos posados de nuevo sobre los aviones en la lejanía—. Si alguna vez lo hace, no dejes de decírmelo.

Ella morirá antes de que eso ocurra, pensó Alban, y sabía que era cierto.

Una semana después, dimitió de la empresa.

El tiempo era horroroso; un fuerte viento occidental arrastraba una lenta capa de densas y grisáceas nubes sobre toda la costa del oeste, empujando cortinas y ráfagas de fría y violenta lluvia. Alban pensó en Verushka, refugiándose en su tienda, la lluvia golpeando sobre el brillante y fino nailon, o peor; fuera, ascendiendo una colina a través de la lluvia y la niebla, con la pesada mochila a su espalda. El tiempo era tan malo que Alban se dijo que eso era algo bueno; ni siquiera V. G. permanecería a la intemperie bajo un temporal como éste. Cuanto más feas se pusieran las cosas, más probable sería su regreso, así que en cierta forma, cuanto peor fuera, mejor resultaba. A no ser que ella fuese tan cabezota, tan decidida o determinada a continuar apartándose del camino de su familia, que hubiera decidido no volver, a pesar de las inclemencias del tiempo, en cuyo caso cuanto peor fuera, peor resultaba. Es posible, se dijo, mirando desde el salón hacia el acantilado y la cascada cubierta de niebla (que era arrastrada por el viento hacia un lado, no hacia arriba), que ella se rinda y vaya a cualquier otro sitio antes que volver aquí. Puede que corra a refugiarse al hotel más cercano.

Mientras tanto, los tipos de Spraint habían aterrizado en Inverness, aunque su helicóptero tomó tierra cuando el viento era muy fuerte y las nubes estaban muy bajas. También tendrían que alquilar un coche.

Alban aún estaba hablando con la gente; durante el desayuno o después, cuando deambulaban por la casa esperando que mejorase el tiempo o que los demás llegaran. Se había programado una mañana de pesca en el lago Garve, pero eso también había tenido que posponerse debido al clima, por lo que todos estaban como sin saber qué hacer. Los niños se entretenían ruidosamente en la vieja biblioteca y sala de juegos, jugando al billar y al tenis de mesa. Los adultos a los que les interesaba leían los documentos que Spraint había enviado acompañando a su oferta. La mayoría se inclinaba por el salón, con su gran número de sillones, sillas y sofás, y un rugiente fuego que servía como antídoto para la cortina de lluvia que golpeaba contra las ventanas.

La tía Kathleen examinaba su portátil, sentada a un extremo de la larga mesa de la cocina, con un rollito de beicon y una taza de té. Kath era una cincuentona felizmente rechoncha; llevaba una blusa de color azul marino y la falda de su uniforme de trabajo; una chaqueta colgaba del respaldo de la silla. Su pelo, marrón, que ya se volvía gris, estaba recogido en una larga coleta. Ella era la única persona de relevancia que aún no se había pronunciado al respecto de la propuesta de venta de la corporación americana.

—Tía Kath, no irás a desperdiciar lo que podrían ser nuestras últimas horas como una compañía independiente haciendo algo tan frívolo como jugar al ordenador, ¿verdad? —preguntó Alban, sentado sobre la esquina de la mesa que había delante de ella.

—Hola, Alban —saludó ella. Inclinó brevemente el portátil hacia él y volvió a ponerlo como estaba.

Alban pareció sorprendido.

—¿Ahora hacen juegos que parecen hojas de cálculo? ¿Qué será lo próximo?

—Solo estaba revisando el estado actual de las finanzas del Grupo Wopuld —le explicó.

—¿Y cómo están esos entrañables viejos libros? ¿Todavía estamos en positivo?

—Tan positivo como la orina de un drogadicto en un test de drogas —espetó Kathleen, y le sonrió levemente sobre los cristales de sus gafas—. Bromeo. Es humor de contables.

—¿En serio? Bueno, me alegra saber que existe.

—En fin, aún somos solventes.

—Mejor para que Spraint nos devore con fruición.

—Tú estás en contra —afirmó la tía Kath, más atenta a la pantalla que a él—. Pensaba que lo estarías, lo había oído.

—Bueno, si dependiera únicamente de mí estaría completamente en contra, pero tal como están las cosas, solo quiero que la gente tome la decisión correcta. Que abra los ojos, ¿sabes?

—Bueno, mis ojos están abiertos —Kath sopló a su taza de té para dar un sorbo a continuación. Dio un mordisco a su rollito de beicon.

—Y tú estás a favor de la venta —dijo Alban.

La tía Kath asintió momentáneamente hasta que hubo tragado.

—Sí, aunque no al precio que nos están ofreciendo ahora mismo —contestó—. Y mis once mil acciones hablan algo más alto que tus… —Presionó unas cuantas teclas. Una de sus cejas se elevó—. Cien —dijo—. Bien, eso es lo mínimo que se puede tener. ¿O acaso se te olvidó vender las últimas?

—Apego sentimental. Esas últimas cien son como uno de esos viejos bonos con premio.

—Estoy segura. Bueno, supongo que te dan entrada a la reunión de accionistas. He oído que quieres una oportunidad para instruir a tus tropas, más tarde. —Dio otro bocado a su rollito de beicon.

—Pensé que podría reunir a todo el mundo —aseguró Alban—, antes de la reunión general en sí. Ten en cuenta que todos jugamos al mismo juego, ¿sabes? Quiero decir; aunque no lo haremos, deberíamos establecer las diferencias. Además, yo no sería el único que hablase. Cualquiera puede. Tú podrías hacerlo, Kath. Podrías defender la postura a favor de la venta.

—No tengo tu carisma, Alban —apuntó la tía Kath, más o menos inexpresiva.

—Bien, pues alguien lo tiene —replicó él— y quiero que me lo devuelva. —La tía Kath le miró. Él sonrió ampliamente—. Humor de ex trabajador forestal.

—No me digas. —La tía Kath devolvió su atención a su rollito de beicon y su té.

Alban se puso de pie.

—Bueno, dejaré que lo pienses —le dijo. Mientras se volvía para marcharse, la tía Kath miró su reloj—. Tres minutos enteros en la cocina y ni un chiste de contables «chorizos» —espetó—. Enhorabuena.

Alban miró hacia atrás, pero no hizo más que un gesto tan elegante como pudo, y se fue.

Sophie llegó la primera, viajando en taxi desde Inverness. Alban, quien deambulaba por el vestíbulo en ese momento y lanzaba miradas ocasionales a través de la puerta principal, esperando ver llegar raudo al Forester rojo por el camino, fue el primero en salir hacia el taxi, luchando por controlar un paraguas contra la ráfaga de viento y lluvia que caía sobre la variada arquitectura de la casa, desde varias direcciones. Según la tía Lauren, esas tareas de portear maletas y sujetar paraguas deberían ser realizadas por algunos de los niños mayores, pero entretanto, estos habían conseguido escabullirse. Alban estaba tan ocupado tratando de evitar que el paraguas no se diera la vuelta mientras abría la puerta del taxi, que no se dio cuenta de quién era el pasajero hasta que no salió del vehículo.

—Vaya, Sophie. Hola.

—Hola Alban. —Sophie estaba tan rubia y delgada como siempre; llevaba puestos unos vaqueros y un jersey de cachemir blanco sobre una blusa rosa. Su pelo era perfecto, su rostro era idéntico al que tenía la última vez que la vio, su piel se veía impecable y sus ojos todavía eran, algo gratamente a su favor, del mismo verde brillante y fabuloso que siempre habían sido—. Gracias —dijo mientras Alban sostenía el paraguas sobre ella. No hubo beso.

La acompañó hasta el interior de la casa (la tía Lauren se encontraba allí, ocupándose de las labores de bienvenida) y luego volvió al taxi a coger sus maletas. Él siguió a la tía Lauren mientras esta guiaba a Sophie a su habitación en la primera planta.

—Por Dios, no, aún no hay nada empaquetado —dijo Lauren en respuesta a una pregunta de Sophie mientras caminaban a lo largo del pasillo. Entonces Lauren pareció ponerse muy tensa y su cabeza hizo un amago de girarse, como si fuera a mirar a Alban—. Bueno, en realidad no, no, no es verdad —añadió apresuradamente—. Unas cuantas cosas ya han sido empaquetadas para la mudanza. Algunas, ah, cosas viejas. En fin, cosas apreciadas para la familia, con valor sentimental, algunas de ellas. ¡Ah! Hemos llegado.

—Muy bien —dijo Sophie. Se detuvo en el umbral.

—El baño es la tercera puerta a la izquierda —le informó Lauren.

Sophie parecía algo menos que impresionada de que no la hubieran instalado en una suite. Alban dejó sus cosas junto al armario y se volvió para marcharse mientras la tía Lauren aún estaba ruborizada, pidiendo disculpas por el clima y diciendo lo mucho que Win estaba deseando verla. Sophie extrajo su cartera. Empezó a buscar algo en su interior, entonces se contuvo, pareció avergonzarse y le lanzó una mirada de reojo a Alban, que hizo una leve inclinación de cabeza y se marchó.

Pasó el resto del día con una actitud similar, cerca del vestíbulo principal esperando ver el Forester, saludando a la gente, echando una mano con el equipaje, viendo a la gente en cuanto llegaba, lo cual estaba bien, aunque se sentía algo servil, explotado y ligeramente mareado todo el rato, diciéndose una y otra vez que estaba preocupado por V. G., pero sabiendo que tenía más que ver con la presencia de Sophie y la forma de la que lo había tratado. Cada matiz de los pocos minutos que habían pasado juntos pareció ocupar sus pensamientos, exigiendo atención, análisis y disección.

Ella ni siquiera había empezado por besarle, ni se le había pasado por la cabeza. Ni siquiera le había estrechado la mano. Le había saludado con un gesto. Había dicho: «Hola, Alban», y nada más. ¿Y realmente había estado apunto de darle una propina? Había sacado su cartera. ¿Por qué? Ya le había pagado al taxista. ¿Realmente (acababa de llegar, puede que estuviera un poco distraída, posiblemente incluso algo nerviosa, quizá por su presencia) había estado a punto de ofrecerle dinero para agradecerle que hubiera cargado con su equipaje? ¿Qué decía eso sobre sus sentimientos subconscientes hacia él?

—¡Cariño! ¡Oh, eres tan amable! —espetó Leah mientras Alban la acompañaba hasta el interior de la casa. Él la rodeó con un brazo para mantenerla bajo la protección del paraguas. El viento introdujo ráfagas de lluvia entre sus piernas durante el corto trayecto hasta el porche y el vestíbulo.

—Alban —dijo Andy y, sosteniendo una bolsa de viaje, le estrechó con un solo brazo.

Tras Andy y Leah, continuó llegando la mayoría del resto de familiares con cierta rapidez; Tessa, la mujer del primo Steve, su hijo Ruñe, su pareja, Penning y el bebé, Hannah; su hermana Cory y su marido, Dave, y sus hijos Lachlan y Charlotte; la prima Louise y su hermana Rachel con su marido, Mark, y sus hijos Ruth ven y Foin, y la corpulenta y esplendorosa gemela de la tía Linda, Lizzie (inesperada e increíblemente acompañada de un hombre, el señor Portman, que por supuesto, requería alojamiento. Alban intuyó problemas para Haydn).

Fielding llegó con Beryl y Doris después del almuerzo.

—Alban, querido, ¿estamos al norte de Aberdeen? —fue lo primero que dijo Beryl cuando la ayudó a salir del Mercedes.

—Un poco al norte y hacia el oeste —respondió Alban, dándole un beso y luego a Doris, mientras trataba de mantener secas a ambas bajo el mismo paraguas y darles cobijo hasta la puerta principal.

—¿Pero no en el Círculo Polar Ártico? —inquirió Doris.

—Pues no —contestó Alban, entre risas.

—¿Lo ves? —le dijo Doris a Beryl—. ¡Te lo dije!

—Yo nunca dije que estuviéramos en el Ártico, dije «articulado». Que adelantamos a un camión articulado. Un furgón —aclaró Beryl, exasperada—. Por el amor de Dios, adelantamos a un camión islandés; eso no significa que estemos en la maldita Islandia.

—Pero yo te dije… —replicaba Doris, olvidadiza, mientras Alban dejaba agradecido a las viejecitas en manos de la tía Lauren.

—Gracias, Al —le dijo Fielding una vez que las bolsas estaban fuera del maletero, en el vestíbulo principal. Le dio las llaves a Alban y se volvió para abrazar y besar a la tía Lauren.

Obviamente, Fielding esperaba que Alban aparcara el Mercedes, cosa que hizo debidamente, sacudiendo su cabeza hacia Fielding y a sí mismo y (en su imaginación) no aparcando el coche en absoluto, sino llevándolo al norte para buscar algún signo del Forester rojo o de mujeres alpinistas solitarias.

El viento consiguió finalmente darle la vuelta al paraguas y quitárselo de las manos cuando salía del coche de Fielding tras aparcarlo detrás de los cobertizos más allá del ala norte. Empezó a perseguir el paraguas, luego se dio por vencido cuando un potente golpe de viento lo elevó (ya estaba completamente roto, con dos varillas fatalmente dobladas) y se fue volando sobre el viejo almacén de carbón y más allá, hacia los árboles que se alineaban junto a la boca del lago Garve. Se rindió y paseó hasta la casa, bajo la lluvia. Las puertas laterales por las que trató de regresar estaban cerradas y terminó teniendo que dar la vuelta hasta la entrada principal, empapándose durante el trayecto.

Justo al llegar, dos taxis monovolúmenes hicieron su entrada y descargaron a un puñado de personas altas, bien vestidas y aseadas. Alban supuso que eran los ejecutivos de Spraint. Las tías Lauren y Kathleen, y el marido de ésta, Lance, más Gudrun, el asistente legal, salieron con paraguas para recibirles.

Alban, quien, empapado de la cabeza a los pies, se dirigió hacia su habitación compartida con la cabeza gacha para cambiarse de ropa, apenas recibió un segundo vistazo.

La cena fue copiosa pero no formal; Alex, el cocinero, dispondría del personal de cocina y los camareros del hotel Sloy para ayudarle a preparar las cenas de las dos siguientes noches, pero para la de hoy había preparado un buffet con tan solo un par de ayudantes. La gente escogía su sitio de entre una docena de mesas repartidas a través de la extensión del comedor.

El lugar hervía con el ruido de los miembros de la familia que no habían mantenido una conversación apropiada en años, intercambiando cotilleos y noticias. Alban se sentó junto a Andy y Leah, Cory y su familia. Se puso al día con Cory, quien ahora trabajaba para Apple y estaba muy emocionada con algunos asuntos en preparación de los que no podía hablar en absoluto, y charló con su marido, Dave, un químico industrial y un tipo bastante simpático, aunque con una desgraciadamente inagotable fuente de historias acerca de pinturas, pigmentos, compuestos volátiles y acabados.

—No dije nada que pudiera haberte molestado, ¿verdad? Me refiero a cuando estuvimos hablando de Irene la semana pasada —explicó Andy. Levantó su vaso entre Alban y él—. Ya sabes, probablemente no debería decir nada cuando llevo alcohol en el cuerpo. Siempre me preocupa el haber podido ofender a alguien. Es la lacra de mi vida.

—Por supuesto que no —respondió Alban—. De todas formas, fui yo quien sacó el tema. Creo que ambos necesitábamos un trago antes de poder afrontarlo.

—Dios no quiera que un par de tipos puedan hablar sobre asuntos sentimentales cuando están lo bastante sobrios para darle sentido —esgrimió Andy, arrepentido. Dejó escapar un suspiro—. Pero todavía me preocupa siempre el haber ofendido a alguien.

—Te preocupas demasiado sobre ese tipo de cosas, papá.

Hmm. —Andy no parecía muy convencido.

—¿Recuerdas aquella vez después de regresar de mi viaje alrededor del mundo? Fue más o menos una semana antes de irme a la universidad. Estábamos sentados en el jardín. Hacía mucho calor. Nos bebíamos unos Pimm’s y mencioné haber visto a Blake en Hong Kong y cómo me dijo lo de, «Mira siempre hacia el número uno. Sé egoísta».

—Vagamente —afirmó Andy.

—Hablamos sobre el hecho de que algunas personas fuesen egoístas y otras no lo fuesen, y de la diferencia entre la gente de derechas o de izquierdas. Tú decías que todo se reducía a la imaginación. La gente conservadora no suele tener mucha, así que encuentran difícil imaginar cómo es la vida para la gente que no es como ellos. Solo pueden empalizar con personas exactamente iguales; del mismo sexo, la misma edad, la misma clase social, el mismo club de golf, nación, raza o cualquier otra cosa. Los liberales son muy capaces de empalizar con cualquiera, sin importar lo diferente que sea. Todo es cuestión de imaginación; empatía e imaginación son casi la misma cosa, y es la razón por la que los artistas, gente creativa, son casi todos liberales, con tendencias izquierdistas. La gente con la cabeza cuadriculada (gente de negocios) no tiene esa clase de imaginación; lo dirigen todo a contemplar las oportunidades de negocio, identificar huecos en el mercado, localizar las debilidades en los rivales. Blake y Win, y unos cuantos más de nuestra familia, eran de ese tipo, según dijiste. Que era justo su forma de ser.

—¿De verdad dije yo todo eso? —inquirió Andy, frunciendo el ceño.

—Sí, lo hiciste —le respondió Alban—. La cuestión es que, me resultó verdaderamente práctico, ordenaba un montón de piezas que había mezcladas en mi cabeza, pero luego te pasaste la siguiente media hora o así disculpándote, diciendo que no querías criticar a la familia. Casi me olvido de lo que dijiste en primer lugar.

Andy se encogió de hombros con una sonrisa.

—Lo siento. Siento haberlo sentido.

Alban le devolvió la sonrisa sacudiendo su cabeza.

—Da igual —dijo Andy—. Volviendo a ese tema de Beryl. ¿Descubriste algo más? —Dio un trago de su vaso.

—No —contestó Alban—. No lo hice. —Miró hacia la mesa donde Win estaba sentada con la tía Kathleen, el tío Kennard y los dos ejecutivos de Spraint junto a sus asistentes—. Supongo que podría preguntarle a la Yaya.

Andy tosió.

—Disculpa. Sí, supongo.

—Bueno, ella estaba allí por entonces, en Londres. Podría saber algo.

—Sí, creo que deberías hablar con ella. Ten en cuenta que este fin de semana tendrá otras cosas en su cabeza. Al igual que todos.

—Sí, bueno, todos hemos cruzado ya algunas palabras este fin de semana. Aunque no sobre eso.

—He traído algunas flores —afirmó Andy silenciosamente, mientras se apartaba un poco de Leah.

—¿Flores? —preguntó Alban.

—Para Irene —aclaró Andy, casi en un susurro—. Pensé que podría arrojarlas donde murió, quizá mañana temprano, dispersarlas sobre el agua. ¿Qué me dices? ¿Te gustaría venir?

Parte de Alban quería decir: «No, prefiero hacer cualquier otra cosa que ir a donde ella murió; con o sin ti, Andy, porque significa jodidamente demasiado para mí».

Naturalmente, lo que dijo fue:

—Claro, por supuesto, Andy. ¿Tal vez después del desayuno?

—Sí, buena idea —aceptó Andy amablemente—. Buena idea. Le dio unas palmaditas a Alban en el brazo.

—Bien, señor, ¡será mejor que rece por que no haya Dios!

Alban se quedó mirando al tipo.

—¿Qué? —preguntó.

De alguna forma, en el salón, después de la cena, se metió en un debate teológico con el tal Anthony K. Fromlax, vicepresidente de Fusiones y Adquisiciones de Spraint Corporation, Sociedad Anónima bajo las leyes del estado de Delaware, en los Estados Unidos de América. Incluso llamarlo debate teológico era dignificarlo un poco; básicamente estaban en desacuerdo acerca de la verdadera existencia de Dios, de grupos de dioses y, en general, aquellos conocidos como seres superiores. Tony Fromlax era un tipo alto, musculoso, de aspecto ágil que tenía más o menos la misma edad que Alban y unos ojos grandes y entusiastas. Un corte de pelo puntiagudo atribuía un aspecto ordenado al cabello rubio revuelto. Tenía un título en física, así como un MBA y Alban había esperado a medias, cuando Win les presentó, que hubiera demostrado ser uno de esos americanos que no había encontrado la fe. Eso había resultado ser una vana esperanza.

No se trataba de que Alban fuera buscando ese tipo de discusiones, sino que siempre parecía topar con ellas. La gente decía algo que hacía evidente que habían establecido una asunción completamente errónea, o sobre Alban o sobre su forma de ver el mundo, y él parecía ser incapaz por naturaleza de dejar pasar esas cosas, de tratarlas como algo embarazoso y evitarlas o, aún mejor, ignorarlas; siempre tenía que volverse y recogerlas, examinarlas, agitarlas, preocuparse por ellas, convertirlas en el tema principal y exigir una explicación. En este caso se trataba de Tony, preguntándose en voz alta dónde podrían llevar a cabo la misa del domingo. A partir de eso había desarrollado toda una vertiginosa avalancha de argumentos, afirmaciones, contraafirmaciones y tonterías.

—¿Rezar por que no haya Dios? ¿Estás oyendo lo que…?

—Lo siento por ti, Alban, por tu orgullo y tu arrogancia, que no te permiten ver que Jesús intenta llegar hasta ti, que El podría ser tu amigo, tu salvador, si tan solo escucharas. —Tony se inclinó hacia delante en el sofá con las manos extendidas delante de él, estirándolas—. No hay forma de que puedas tener razón, pero incluso si la hubiera, piensa qué lugar tan horrible sería el mundo sin que nos guiara la Palabra de Dios. Eso es lo que…

—Oye, Tony, ¿qué tal por aquí? Esto parece muy animado. Hablando de cotizaciones, ¿no? —Era Larry Feaguing, vicepresidente sénior de Fusiones y Adquisiciones, le dio una palmada en el hombro a Tony y tomó asiento junto a él en el sofá. Feaguing era un tipo fornido, no mucho más bajo que Fromlax, unos veinte años mayor, con un atractivo pelo oscuro. Lucía un profundo e intenso bronceado que Alban ya imaginaba diluyéndose visiblemente bajo la suave luz del octubre escocés. También poseía una voz profunda e intensa que usaba con buenos resultados—. ¿Qué tal lo lleváis, chicos? —preguntó—. ¿Todo bien?

—El señor McGill cree que descendemos del mono y que los cristianos no somos mejores que los musulmanes —informó Fromlax a su jefe, que al menos tuvo la decencia de parecer dolido.

—O los judíos, para ser justos —razonó Alban mientras los ojos de Fromlax se abrían como platos—. Yo soy ateo, señor Feaguing —añadió volviéndose hacia el otro tipo—. Trataba de explicarle a Tony, aquí presente que, tal como yo lo entiendo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo ni siquiera parecen religiones distintas, tan solo diferentes cultos dentro de esta única, grande, loca y misógina religión fundada por un esquizofrénico que oía voces ordenándole matar a su hijo. Y desde luego que creo más en la evolución que en la magia. También defiendo la teoría de que los relámpagos no son descargas de rayos divinos.

—Bueno, supongo que las creencias de un hombre son asunto suyo —afirmó Feaguing, mirando a ambos hombres por turno—. Lo más importante es ser capaces de hablar, de llegar a acuerdos, cuando los acuerdos son posibles.

—Lo más importante es vivir en paz —adujo Alban, esperando que sonara como si estuviera de acuerdo; aunque no pretendía que así fuera.

—Tony —dijo Feaguing situando una mano entre los omóplatos del joven ejecutivo—, ¿podrías hablar con el señor Percy Wopuld…?

—Es Schofield —corrigió Alban—. El tío Perce no fue de la familia hasta casarse.

—Schofield, por supuesto, le pido disculpas —admitió Feaguing, asintiendo y levantando una mano mientras sonreía a Alban y después a Fromlax—. Percy es el gestor de Marcas. ¿Ves al tipo de las gafas que hay allí, sentado junto al fuego con Winifred? Tiene algunas preguntas. —Feaguing palmeó la espalda del joven—. ¿Podrías hacerlo?

—Por supuesto —contestó Fromlax y, con una última mirada hacia Alban, en parte sombría y en parte compasiva, se levantó, retiró su portátil de la estrecha mesa tras el sofá y fue hacia el grupo de personas que estaban reunidas alrededor de la chimenea.

Feaguing observó a Fromlax unirse a ellos.

—Su abuela es una dama muy especial y extraordinaria —le confesó a Alban.

—Oh, es un monstruo —afirmó Alban. Pensaba que no se le daba nada mal ese juego de simular estar de acuerdo.

—Tendrá que perdonar a Tony —dijo Feaguing—. El chico se toma su religión muy a pecho. —Sonrió ampliamente. Llevaba puestos unos pantalones, una camisa y un jersey, y sostenía un vaso de güisqui con hielo—. Hay que hacer concesiones con algunos de estos jóvenes, darles un poco de margen. —Levantó una mano—. No es que sea más joven que usted, señor McGill. Pero ya sabe a lo que me refiero.

—Por supuesto.

—Yo —espetó Feaguing, señalándose el pecho con su vaso de güisqui—, soy un devoto capitalista.

—Por favor, llámeme Alban; después de todo, Tony y yo nos estábamos tuteando y estábamos a punto de darnos de puñetazos.

Feaguing sonrió, reclinándose.

—Tengo entendido que has estado defendiendo que la empresa familiar permanezca con la familia —le contó. Levantó una mano como si fuera a sujetar algo—. Solo quiero decir que te comprendo perfectamente. En tu situación, yo también tendría sentimientos enfrentados.

Alban pensó en decirle que sus sentimientos no estaban enfrentados, estaban totalmente en contra de la venta, pero supuso que aquello no era estrictamente cierto, así que no lo dijo.

—Es una gran decisión —aseguró Feaguing, inclinándose hacia delante, sosteniendo su vaso entre ambas manos con aire pensativo. Asintió, también de forma reflexiva—. Y conozco y respeto lo que tu familia ha hecho con la herencia que representa ¡Imperio! y los demás juegos. Es un historial para estar orgulloso. Tu familia debería estarlo.

—No ha habido muchos pecados que esta familia no haya disfrutado al máximo —replicó Alban—. Dudo que hayamos pasado por alto el orgullo.

Feaguing volvió a sonreír, mostrando unos dientes muy blancos.

—Ahora mira, estoy aquí para cerrar el trato, obviamente. —Sus manos se extendieron—. Pero quiero hablarte de la actitud corporativa de Spraint, de nuestra forma de trabajar, nuestra filosofía. Te he dicho que me llames Larry, ¿verdad?

—Sí, lo has hecho —dijo Alban—. Larry, tú quieres comprar la empresa familiar porque crees que ganarás más dinero poseyendo lo que es nuestro, en lugar de teniendo solo una concesión. Por lo tanto, se convierte en una cuestión de cuántos de nosotros valoramos nuestra propiedad por encima de la que resulte ser tu oferta final. No veo dónde entra aquí la filosofía.

Larry, que parecía molesto, se rascó detrás de la oreja.

—Bien, hemos hecho nuestra mejor oferta —aseguró. Alban ni siquiera se molestó en cambiar su expresión—. Pero, en fin —prosiguió Feaguing—, quiero que entiendas que soy sincero en esto, Alban. No te pases de cínico, por favor. Las compañías diferentes hacen negocios de forma diferente. Si eso no fuera verdad, tu familia no habría cosechado semejante éxito a lo largo del último siglo, e incluso después. Si no fuera verdad, entonces no habría ganadores y perdedores, tan solo todo el mundo haciendo lo mismo y la vida no es así. En Spraint creemos en el largo plazo, creemos en el compromiso, creemos en valores compartidos. No se trata solo de dinero.

—Creía que teníais el deber de incrementar el valor del accionista.

—En efecto. Pero existen tantas formas de hacer eso, una vez que incluyes todas las variables, como las hay de, bueno, digamos, mejorar la educación. ¿En qué clases quieres matricularte? ¿En qué piensas invertir? Ambas son preguntas aparentemente sencillas, y ambas con respuestas infinitamente complejas.

—Pero sigue siendo una cuestión de dinero.

—¿Sabes una cosa? —preguntó Larry reclinándose en su asiento, con el ceño fruncido—, esto puede sonar algo extraño, pero en cierta forma el dinero es irrelevante.

—¿De verdad? —Alban abrió sus ojos de golpe.

—Lo que quiero decir es que tan solo es una forma de tanteo. Igual que en un partido de fútbol. El marcador y los números que aparecen en él son solo cosas. Lo que importa es lo que esos números compran, lo que consiguen para ti; no los números en sí.

—Ojalá fuera economista —espetó Alban—, podríamos discutirlo apropiadamente.

—Lo que importa es cómo se siente la gente —continuó Feaguing—. ¿Se siente bien la gente teniendo un montón de dinero en el banco, o en acciones? ¿Se sienten mejor teniendo una Harley, o un Lexus, o un yate, o un jet privado? ¿Cuántos de ellos puedes usar? ¿Se sienten mejor al relacionarse con una compañía que simplemente intenta darles las cifras para comprar el mismo tipo de trastos que podrían adquirir con acciones en cualquier otra compañía o, y aquí está la clave, se sienten mejor invirtiendo en una compañía que comparte los valores que ellos mismos tienen? Valores de compromiso a largo plazo para proyectos que merecen la pena, el valor real de la excelencia para su propio beneficio, un compromiso a largo plazo demostrado con obras de caridad extensivas, una fe en el futuro de la ciencia y la tecnología aliadas con un reconocimiento de la básica necesidad humana de diversión, juegos y todas las lecciones enriquecedoras para la vida que los mejores escenarios y juegos son capaces de proporcionar.

Alban tomó asiento mirando a Larry Feaguing. Tenía las piernas cruzadas, un codo sobre la rodilla y la barbilla sobre el puño, y la clara impresión de estar escuchando una versión regurgitada y ligeramente variada de un discurso más coherente, e indudablemente más inspirador del que Feaguing había sido el receptor. Alban meneó su cabeza.

—Bueno, dicen que Europa y América del Norte están alejándose continuamente entre ellos. Espero que no hayan escatimado con esos cables transatlánticos.

Larry se reclinó y pareció sentirse molesto una vez más.

—Alban, solo estoy tratando de decirte que las compañías tienen carácter, al igual que las personas, y yo me siento orgulloso del carácter de Spraint Corp. No es una sarta de gilipolleces. Disculpa, pero lo digo sinceramente. Nos descubrimos ante lo que habéis hecho con ¡Imperio! y los demás juegos y creemos ser unos dignos herederos de ese legado. Tu familia ha realizado cosas maravillosas con esos juegos en el pasado. Juntos, hemos hecho cosas maravillosas con las distintas propiedades durante los últimos seis años, pero creemos que existe un potencial aún mayor en los títulos, algo que estamos seguros de poder alcanzar tan solo si se nos concede el privilegio de coger el timón.

Alban se encogió de hombros.

—No estoy diciendo que no seas sincero, Larry. Pero definitivamente, por supuesto, todo es una cuestión de dinero.

Feaguing sacudió la cabeza.

—Ojalá pudiera hacerte pensar lo contrario, Alban; de veras.

—Puede que ambos estemos enfocando mal este asunto —sugirió Alban—. Puede que tengas razón acerca del carácter y los principios de Spraint Corp., pero le atribuyes al clan Wopuld demasiado respeto por sus creencias y su carácter colectivo. Puede que lo único que nos interese sea el dinero.

—¿Eso es lo que realmente crees, Alban? —inquirió Feaguing silenciosamente.

Alban miró alrededor de la sala, a sus muchos, muchos parientes; a esa dispersa aunque, por ahora (y brevemente) reunida familia, a la que había amado, odiado y servido, de la que se había exiliado y con la que, durante tanto tiempo había convivido, y a la que todavía, en ocasiones amaba y odiaba a medias, y entonces volvió a mirar a Feaguing con una ligera sonrisa.

—No lo sé —afirmó—. Pero yo en tu lugar lo consideraría una buena hipótesis inicial.

Alban descubrió que Fielding roncaba. De forma tan ruidosa que acabó teniendo que ir al cuarto de baño a fabricar un par de pequeñas bolitas de papel higiénico y usarlas como tapones para los oídos. Después estuvo tumbado durante un rato, despierto, pensando en V. G., preguntándose dónde estaría reposando su despeinada cabellera aquella noche, cómo estaría durmiendo. La lluvia y el viento apenas habían amainado en todo el día.

Un golpe de viento que se impuso a los ronquidos de Fielding y atravesó los improvisados tapones de los oídos, sacudió la estructura de las ventanas.

Luchaba por abrirse camino a través de la corriente de agua ascendente, golpeada aquí y allá por el viento y la lluvia. Había alguien allí abajo, alguien delante de él, alguien que había caído en la fuerte corriente delante de él. La había visto marcharse y luego comprendió que tenía que salvarla, de modo que él también se arrojó, pero entonces el agua no se lo permitió, retrocediendo donde él se encontraba, Huyendo en dirección contraria, arrastrándole río arriba de forma que tuvo que luchar contra ello y forzar su camino hacia abajo.

—¡Alban!

La voz sonó lejana, bajo el agua. Durante unos segundos creyó que podría ser ella, pero no lo era. Era demasiado profunda.

—¡Alban!

Se despertó enmarañado en sábanas húmedas, como si la corriente contra la que había estado luchando hubiera aparecido de repente, coagulándose a su alrededor en una forma sólida y retorcida.

—¿Te encuentras bien? —Era Fielding.

Alban se dio cuenta de que estaba en Garbadale, en una cama individual, compartiendo la habitación. Extrajo uno de sus tapones para los oídos, se aclaró la garganta y se pasó una mano sobre el sudoroso rostro.

—Perdona, sí. —Pateó las sábanas y liberó una pierna atrapada, sacándola al fresco—. Discúlpame.

—¿Una pesadilla? —preguntó Fielding; ahora su voz sonaba normal, no surgía del interior del agua.

—Algo así. —Alban miró a su alrededor. La habitación estaba sumida en una perfecta oscuridad. No podía ver nada. Giró la cabeza y miró hacia la mesita de noche, tan solo para ver la luz aguamarina en las agujas de su reloj, flotando en la sombra como el rostro de un diminuto e insistente fantasma.

—Eso parecía —comentó Fielding.

—Perdona si te he despertado.

—Da igual. Intenta volver a dormirte. No más pesadillas.

—Claro. Gracias. No más pesadillas.

Después de eso se quedó tumbado despierto durante un buen rato, contemplando el invisible techo mientras escuchaba el viento y la lluvia y trataba de recordar quién era la persona a la que intentaba rescatar.

El desayuno fue de nuevo un asunto desordenado y prolongado. Alban pasó un par de horas en el comedor, tomando un largo y tranquilo desayuno y hablando con la mayoría de la gente con la que no había podido hacerlo hasta ahora. Tenía la impresión de que muchas de esas personas daban por hecho que todos los demás aprobaban la venta, mientras que ellos no, pero esperaban perder la votación. Un número sorprendente estaba en contra de la venta incondicionalmente, o eso decían.

El tiempo empezaba a mejorar, y algunos de los adultos hablaban de formar una partida de caza tras el almuerzo, para buscar algunas ciervas. Otros individuos ya se encontraban dispuestos a pasar la mayor parte del día delante de la gran pantalla de plasma, en el salón del televisor, viendo deportes. Andy llegó tarde al desayuno, miró hacia la persistente lluvia y sugirió que mañana podría hacer un mejor día para que Alban y él esparciesen las flores en el lago. Alban estaba de acuerdo.

Por la tarde se organizó una búsqueda del tesoro en los jardines, para aquellos niños que no pensaran que ese juego era demasiado infantil para ellos. Alban colaboró en la preparación del juego durante la hora posterior a su dilatado desayuno, escondiendo premios e instrucciones, la mayoría de ellos protegidos en envases de plástico de la cocina, entre los árboles, arbustos y en el césped del jardín, todo siguiendo un plan trazado por la tía Lauren.

Deambuló un poco, visitando partes del jardín que no formaban parte de la búsqueda del tesoro, examinando las coníferas, el arboreto y el viejo huerto amurallado, sus invernaderos hacía tiempo desvanecidos, tan solo presentes en la forma fantasmal de sus huellas en los muros y los conductos para las tuberías de los braseros que calentaban las plantas durante el invierno.

Ahora la lluvia casi había cesado, el viento cambiaba, soplando claramente desde el noroeste. Paseó bajo los árboles delgados y altos que recordaba de anteriores visitas (varios pinos y abetos, amén de unas cuantas cicutas del oeste y secuoyas) dejando que las pesadas gotas de lluvia filtradas por la hojas cayeran sobre su rostro. Pensó que había demasiadas zonas invadidas por rododendros. Aquel lugar era ideal para ellos; suelo ácido y con turba, lluvia en abundancia; aunque necesitaba un repaso.

Se encontraba rodeado por los indicios del otoño; las hojas cambiaban de color, los árboles de hoja caduca comenzaban el proceso de exteriorizar su naturaleza interior, volviendo sus hojas amarillas, luego rojas, marrones, y dejándolas caer.

Regresó a la casa mientras se extinguían las últimas gotas y el cielo azul aparecía entre las montañas del noroeste. La temperatura había bajado un par de grados, pero aún era templada.

Sophie se encontró con él en el guardarropa mientras se quitaba la chaqueta.

—Alban, ¿quieres venir a pescar conmigo?

—¿A pescar? —preguntó—. ¿Dónde, en el lago Garve?

—Claro. ¿Te apetece? —inquirió. Llevaba puestas unas gruesas botas negras, vaqueros negros, una camisa verde a juego con sus ojos y un jersey gris. Estaba cruzada de brazos, apoyando su espalda contra la pared junto a la puerta que daba entrada al resto de la casa, con una pierna levantada detrás de ella.

—Entonces, ¿no vas de caza? —le preguntó él.

—No soy muy aficionada a las armas —respondió—. Además, en casa me he aficionado a la pesca. Le he preguntado a tu amigo Neil McBride y me ha dicho que conoces el lago muy bien, y que podrías llevarme si te lo pidiera amablemente.

—Bueno, él es el auténtico experto —contestó Alban mientras colgaba su chaqueta—. Pero tengo cierta idea de cuáles son los mejores sitios; en fin, los que Neil me ha comentado. ¿Viene alguien más?

—Solo nosotros. —Sonrió—. ¿Te parece bien?

—Por supuesto que sí —afirmó. Miró su reloj; casi era mediodía—. Dame media hora para preparar las cosas. ¿Quieres comer antes de marcharnos o nos llevamos el almuerzo al lago?

—Prepararé algo de comida para llevarnos. Neil nos está escogiendo un bote.

—Bien por él. Tendremos que volver como muy tarde a las cinco, ¿de acuerdo?

—Claro.

Alban se rascó la nuca.

—Estaremos fuera durante varias horas en un pequeño bote; sugiero una parada en el baño antes de partir.

—Sí, mi capitán.

—Entonces ya está.

—Ya está.

Neil había puesto en marcha el motor del bote y les esperaba en el embarcadero.

—Tenéis el depósito lleno —le dijo a Alban—, y hay una lata de combustible bajo el asiento de proa, aunque no deberíais necesitarlo. Ya está mezclado, pero si tienes que usarlo, dale un buen meneo antes de echarlo. El embudo está en la cajita, bajo el asiento de ahí detrás, con el resto de cacharros.

—Gracias, Neil. —Alban subió a bordo y comenzó a guardar el equipo de pesca en el pequeño bote. Sophie llevaba una de las cañas, una mochila de pesca y la nevera portátil con la comida.

—La predicción del tiempo es buena —les comentó Neil—. Despejado. El viento seguirá igual o se enfriará un poco. De un tres a un cuatro.

—¿Eso es todo? —espetó Alban—. Es una calma pasmosa para ser el lago Garve.

—¿Quieres una sugerencia?

—Claro.

—Probad en Eagle Rock, debajo de Meall an Aonaich. ¿Conoces esa parte?

—¿Casi en el nacimiento?

—Sí, señor, a un par de kilómetros de aquí. Hay una boya junto a la orilla entre los ríos. Amarra allí y echa la mosca a las truchas. La corriente de los ríos las empuja en esa dirección después de las lluvias fuertes. Si el agua está muy picada y eso no funciona, he puesto un par de cañas pequeñas para los señuelos.

—De acuerdo. —Alban se volvió hacia Sophie mientras esta le acercaba lo que había llevado—. Hay un buen trecho hasta allí, pero supongo que no tardaremos más de dos horas.

—Por mí, de acuerdo —repuso ella. Sophie llevaba puesta una chaqueta azul oscura sobre lo que vestía antes, cubierta por un chaleco de lona impermeable con múltiples bolsillos. Neil la ayudó a ponerse un delgado chaleco salvavidas autohinchable; luego ella levantó una mano y Alban la sujetó mientras subía a bordo con una larga zancada para llevar el pie hasta el centro de las tablas del fondo.

—Bueno, divertíos —les dijo Neil.

—Hasta la vista —respondió Alban.

—Gracias otra vez —añadió Sophie—. Espero que la caza vaya bien.

—Sí, para todos menos para el ciervo —contestó Neil mientras soltaba el bote.

El lago Garve tenía más o menos veintiséis kilómetros de largo y nada más que dos de ancho. Con cerca de doscientos metros en algunos lugares, era más profundo que el Mar del Norte; un lago interior de abruptas orillas rodeado y cercado por altas montañas y con forma de «pata trasera de chucho», según Neil McBride.

Se dirigían hacia el sudeste con el viento a sus espaldas, en el fino bote contrachapado cuyo pequeño motor de cuatro caballos y dos tiempos zumbaba en la popa. A pesar de no necesitarlos por la temperatura, Alban se puso un grueso guante de esquí sobre la mano con la que manejaba la palanca del acelerador del motor. Esos viejos motores de dos tiempos eran unos trastos que vibraban y traqueteaban con fuerza.

—¿Puedes ponerte al otro lado? —le preguntó a Sophie, elevando su voz sobre el ruido del motor—. Así vamos más equilibrados. De todas formas es difícil hablar con el ruido de esta cosa. —Palmeó la palanca del motor. La manija de la cuerda de arranque sobresalía un poco; la introdujo por completo en la carcasa del motor—. Podemos cotillear todo lo que queramos una vez que hayamos atracado y el motor esté detenido.

—Bien —contestó ella. Se movió hacia la proa, manteniéndose agachada, con cuidado de no pisar sobre los remos y barras del fondo del bote, levantando las piernas sobre el asiento de la crujía y ocupó el pequeño asiento que sobresalía en el ángulo de proa, volvió la mirada hacia él, intercambiaron una sonrisa, y luego la apartó, mirando hacia delante, hacia el lago y las montañas que se extendían ante ella.

Él observó el tejido de sus vaqueros ceñirse y ajustarse a su delgado y menudo trasero al realizar la maniobra.

¿Era todo aquello tan solo lo que parecía ser? No lo sabía. Estaba contento de estar con Sophie, y ella parecía verdaderamente interesada en la pesca y puede que esa fuera en parte su forma de hacerle saber que ahora estaban en paz, que podían ser amigos, aunque no fueran íntimos… Aun así, se había sorprendido cuando ella le había propuesto esta pequeña excursión, sospechando casi al instante. Daba por hecho que Sophie era uno de los votos más seguros a favor, un «sí» asegurado. Casi con toda probabilidad votaría por la venta a Spraint, incluso aunque ella trabajaba en la sección estadounidense del negocio familiar y no tenía un puesto asegurado con Spraint si se materializaba la venta.

Por lo que Alban sabía, Sophie era buena en su trabajo como agente enlace de venta al público, incluso aunque él nunca había sabido exactamente lo que significaba ese puesto. De ser Larry Feaguing, habría mantenido una conversación con ella, asegurándole que tendría un puesto en Spraint. Por supuesto, sin poner nada por escrito, o cumplir la promesa necesariamente.

¿Trataría ella de persuadirle para que no hablase en el encuentro antes de la reunión general extraordinaria? ¿Tendría en mente intentar cambiar lo que ella, o quien la hubiera metido en esto, pensaba que se disponía a decir? Miró a través de las olas del lago que impactaban contra el casco, y a la lejana y oscura inmensidad de la montaña Ben More Assynt surgiendo ante su vista al doblar el costado de una colina cercana; ambos picos aparecían al tiempo que la masa de nubes se elevaba. O quizá, pensó, estaba siendo demasiado suspicaz.

Volvió a pensar en V. G., puede que ahora por fin estuviera escalando en seco. Sabía exactamente lo que ella le preguntaría. ¿Qué es lo que realmente quería él? ¿Qué es lo que realmente intentaba conseguir?

Vaya, ¿cómo demonios iba a saberlo? Él quería ser feliz, pero ni siquiera sabía con quién quería ser feliz, o al menos si realmente necesitaba a alguien a su alrededor para serlo. ¿Por qué iba a saberlo? Nadie más parecía saberlo y, si lo sabían, no actuaban siguiendo una lógica sensata. Él deseaba paz y amor y toda esa mierda para el jodido mundo entero y se podía imaginar que ese tipo de deseo ocuparía de forma justa un lugar cercano al primero en la lista de deseos de todo el mundo, pero todo iba en la dirección contraria, descendiendo hacia un infierno de locura y barbarie, regresando a una adormilada e inmoral serie de crueles supersticiones y autoritarismos mutuamente intolerantes. La estupidez y brutalidad se veían recompensadas, la ilegalidad no era tolerada pero sí espoleada, la mentira funcionaba a la perfección y la tortura estaba justificada, incluso elogiada. Entretanto, el mundo entero se calentaba, preparándose para su caída.

Todo el mundo debería ser más listo. Nadie lo era.

Todos eran unos cabrones enloquecidos; nadie prestaba la más mínima atención a lo que era mejor para ellos, de modo que, ¿por qué diablos iba él a ser algo mejor o diferente?

Se removió en el asiento de madera acolchado. El pequeño motor giraba a gran velocidad, gastando el combustible. Se volvió para ajustar el mando de fricción del acelerador. Se dio la vuelta y miró la parte de atrás de la cabeza de Sophie, su limpio pelo rubio que llegaba hasta la altura de sus hombros, y que apenas se agitaba mientras el bote avanzaba casi al mismo ritmo que el viento a sus espaldas.

¿Qué era lo que pretendía ella? ¿Cuál era su meta?

Puede que la chica solo necesitara pasar un rato en buena compañía. Quizá quería pescar un poco y disfrutar de la tranquilidad de la vieja finca familiar antes de que fuera vendida. Quizá ni siquiera tenía nada que ver en absoluto con él o con su historia juntos; puede que fuera su manera de mostrarse sensata al ir con alguien que conocía el lago en lugar de coger un bote por su cuenta y riesgo. Aparentemente, el lago Garve no era más traicionero o complicado que cualquier otro lago interior, pero sería un lugar especialmente desagradable para meterse en problemas, ya que aparte de la zona baja, la del límite de Garbadale, para buscar ayuda, no existía otra casa o refugio, ni carretera o camino forestal en ambas orillas, tan solo un tosco sendero en el lado nororiental, el cual era más o menos aceptable con una moto quad bien conducida o un Argocat. Incluso así era preferible no ir en un día como hoy, con múltiples zonas de vadeo atravesadas por arroyos y riachuelos incipientes tras las recientes lluvias.

Después de media hora doblaron un costado del Mullach y perdieron de vista la casa. Uno o dos minutos más tarde, Sophie se dio la vuelta hacia la popa del bote, todavía manteniéndose agachada. Alban observó cómo la proa se elevaba ligeramente, al ajustarse el bote a la nueva distribución del peso. Las olas habían crecido un poco desde que salieron de Garbadale, en parte debido a que habían abandonado la protección de los árboles y la ligera elevación donde la casa estaba construida, pero sobre todo porque el caudal era mayor; el viento disponía de un tramo de agua cada vez más grande en el que incidir, provocando gradualmente unas olas más altas. Sin embargo, seguían avanzando con el viento y las olas, y su avance era casi armonioso. El viaje de vuelta resultaría algo más picado, pero las olas no hacían por romper y el pronóstico del tiempo era bueno; no ocurriría ningún desastre.

—¿Todo bien? —le preguntó a Sophie mientras ésta se sentaba junto a él, elevando su voz sobre el ruido del fueraborda.

—Bien. —Ella se aproximó, e hizo un gesto con la cabeza hacia la nevera portátil—. ¿Quieres un poco de café?

—Buena idea.

Se sentaron juntos en el asiento de popa, sosteniendo sendas tazas de café.

—Gracias por venir conmigo —dijo ella.

—No importa; era una buena idea. Supongo que no podremos hacer esto de nuevo cuando hayan vendido la propiedad. Me alegro de que lo hayas propuesto.

Ella volvió la vista hacia atrás, frunciendo el ceño ante la mano que sostenía la palanca del motor.

—¿Por qué llevas tan solo un guante?

Alban se encogió de hombros.

—Esta puedo meterla en el bolsillo —respondió levantando la mano que sostenía la taza de café. No es mentira, se dijo, y ahorra muchas explicaciones aburridas. Permanecieron sentados durante un rato, junto al inseparable escándalo de la monótona vibración del motor.

Ahora ella observaba su mano izquierda.

—Oh, Dios mío, ¿qué le ha pasado a tu dedo meñique?

—Ah, un accidente con una motosierra —respondió, mirando su medio dedo—. Fue hace unos años.

—Jesús, Alban.

—Solo me molesta cuando intento sacarme cera de mi oído izquierdo.

—Gracias por contármelo —replicó ella.

—De nada —dijo él—. Oh. Debería haber comprobado esto antes de empezar pero, ¿sabes cómo manejar el motor? Solo por si me cayera por la borda, ya sabes, intentando subir a bordo un pez aguja, un gran blanco o algo así, o si cayera en un coma inducido por el café o lo que sea.

Ella volvió la vista hacia el motor.

—Es un motor de dos tiempos. No tiene una abertura pequeña, por lo que supongo que añades el aceite a la gasolina antes de meterlo en el depósito. —Luego señaló mientras continuaba—. Cuerda de arranque, estrangulados acelerador, «nosequé» del rozamiento del motor…

—Muy bien. —Tocó su antebrazo—. Has aprobado.

Enjuagaron las tazas por un lado del bote, después ella volvió a sentarse delante. Alban había cambiado de mano (y de guante) una vez hasta ahora, y estaba a punto de hacerlo de nuevo cuando recordó un viejo truco.

Tuvo mucho cuidado de realizar los ajustes más minuciosos al timón para mantener el rumbo (sustituyendo los pequeños movimientos y la paciencia por bruscas variaciones y rapidez de resultados), y esperó hasta que la dirección de la proa hacia las montañas a lo lejos pareció no cambiar en un minuto o más; entonces, con cuidado, soltó la palanca y se levantó, moviéndose hacia la parte más ancha del bote, con los pies tan separados como se lo permitía la manga del casco.

Sophie notó que algo cambiaba en el comportamiento de la embarcación y volvió la vista.

Sus ojos se abrieron deliberadamente.

—¿Vas a ponerme a prueba sobre lo que hay que hacer si te caes por la borda? —le preguntó.

Él meneó su cabeza.

—Si ajustas el motor de la forma adecuada —respondió en voz alta—, y el viento se comporta como es debido, puedes conducir así. —Se inclinó hacia la derecha, ladeando el bote unos pocos grados. La proa comenzó a desviarse ligeramente hacia estribor. Alban dejó ver una gran sonrisa—. ¿Lo ves?

—Lo veo. —Ella también sonreía ampliamente—. Ahora tratas de impresionarme.

—Ni hablar, se me estaba durmiendo el trasero —repuso con un aspaviento.

Ella asintió.

—En fin, si vas a caerte por la borda, asegúrate de avisarme antes.

—Lo haré.

Ella desvió sus ojos hacia el bucólico conjunto de agua, colinas y cielo, que era todo lo que se extendía ante ellos.

Almorzaron durante el trayecto, para disponer de más tiempo de pesca cuando se detuvieran.

Media hora después, atracaron en la pequeña y descolorida boya anaranjada que flotaba a unos cincuenta metros del tramo de orilla que había entre los dos riachuelos que drenaban la ladera noroeste del Meall an Aonaich. El cielo estaba casi limpio de nubes, aunque se encontraban en la sombra de la larga cadena occidental que llegaba hasta Ben More Saint, de modo que el aire era fresco. El viento había amainado un poco allí, en lo que esencialmente era una amplia bahía entre las dos montañas. El sonido de las olas rompiendo contra las planchas del bote era casi lo único que se oía.

Después de apagar el fueraborda, el silencio hizo acto de presencia como algo más que la mera ausencia, como algún antisonido que, de alguna forma, era tan alto como el estrépito cuyo lugar había ocupado. Recordó la alarma que una vez escuchó desde su dormitorio, durante aquella noche de verano en Richmond, veinte años atrás. Lo rememoró como si fuera la última vez, apartándolo suavemente como algo que ahora pudiera relegar tranquilamente a las oscuras profundidades más allá de aquel bote.

Alban cerró los ojos un momento para concentrarse en lo que podía oír. Oía el sonido de la ropa de Sophie, frotándose contra ambos mientras ella se movía repetidamente hacia delante y hacia atrás, balanceando sus brazos, arqueándose. Oía el apagado y áspero sonido del carrete. Una gaviota chilló en alguna parte, con un alarido melancólico, solitario y perdido, sin eco alguno.

Abrió sus ojos mirando hacia Sophie, que ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que los había cerrado, y se sintió (incluso aunque también había una nota de tristeza en sus ojos), extrañamente, casi completamente feliz.

—Está un poco picado para pescar con mosca —anunció Sophie después de varios lanzamientos.

Alban estaba de acuerdo. Cambiaron a los señuelos spinners, usando las cañas más pequeñas, que lanzaban de otra manera; más lejos, y recogiendo sedal suavemente.

—¿Cómo de apretada crees que va a estar la votación? —inquirió Sophie, echando la caña hacia atrás, para después lanzarla hacia delante, enviando el pequeño señuelo lo bastante lejos para sobrevolar la sombra del risco y caer en la luz del sol, que lo hizo destellar brevemente antes de sumergirse, primero en la sombra y después en la profunda oscuridad del lago.

—Más apretado de lo que la mayoría de la gente cree —respondió Alban, recogiendo sedal a un ritmo suave y meditado—. Lo bastante apretado como para que Spraint aumente su oferta.

—¿Tú crees? —espetó Sophie mirándole de reojo.

—Si se dan cuenta del cambio de tornas, la aumentarán antes de la reunión general extraordinaria. Eso si son tan listos como debieran.

—¿Tienen autoridad para eso? —Su voz era apagada. Ambos hablaban ahora en voz baja, debido a la escasez de sonidos a su alrededor. Estar plantados en mitad de un lago de aguas picadas a plena y gélida luz del día, le daba a su charla un matiz extrañamente privado, incluso íntimo.

—Una vez que se llegue a cierto punto, supuestamente hablando —le aseguró Alban—, yo diría que Feaguing tiene rango suficiente para doblar su oferta inicial. La tía Kath opina igual, y también Win. Ella insistió en que enviaran gente capaz de negociar sobre la marcha en lugar de alguna especie de equipo ceremonial con un sello de goma, una caja de champán y unas palabras amables acerca de que la orgullosa tradición familiar se encuentra a salvo en sus manos. A partir de cierta cantidad, que obviamente no van a revelar, tendrán que llamar a casa, pero incluso si deciden hacerlo, podría tratarse de una estratagema. Ya sabes, igual que cuando un vendedor de coches dice que tiene que ir a hablar con su jefe para discutir el precio que pides por el coche viejo para comprar uno nuevo, y resulta que en vez de eso solo va a por un café o al retrete y después llega meneando la cabeza y diciendo que lo siente, que si dependiera de él lo haría pero, oye, es que su jefe es un cabronazo. —Alban recogió su señuelo y volvió a lanzarlo.

Sophie asintió lentamente, tirando a su vez de su pequeño señuelo plateado.

—Creo que voy a votar que no —afirmó.

Alban la miró.

—Vaya, eso es una sorpresa. Estaba convencido de que votarías a favor de la venta.

—Me han ofrecido un puesto —le confesó.

—¿Spraint?

—Claro. Dicen que me mantendrán allí, con un ascenso, más dinero, acciones.

—¿Lo tienes por escrito?

—No. —Sophie parecía divertida.

—¿Y qué? ¿Eso es lo que te ha hecho cambiar de opinión? ¿La oferta era de alguna forma contraproducente?

—No, pero me hizo pensar.

—Siempre es peligroso.

Ella sonrió.

—Comprendí que me gusta lo que estoy haciendo ahora. Puede que dentro de cinco o diez años esté preparada para aceptar algo como lo que me ofrecen, pero ahora mismo soy bastante feliz. Además, no sé si tenemos derecho a vender la empresa cuando hay otra generación que podría criticarnos por ello. —Miró hacia Alban.

—¿Es que quieres tener hijos o algo así? —se arriesgó a adivinar, con cierto atrevimiento.

—Es algo en lo que he estado pensando —admitió—. Estoy saliendo con alguien allí en casa.

—Ajá. —Aún tenía una extraña sensación al escucharle decir «casa» al referirse a los Estados Unidos.

—Es el mismo chico con el que he estado todo este tiempo. El mismo chico por el que cambié de carrera hace tiempo.

Ajá, pensó Alban.

—Vaya —dijo—. Has sido muy paciente. —Puede que demasiado, pensó; como yo.

—Sí —reconoció ella con tristeza—. No es ninguna broma. Él ha estado casado, tuvo dos hijos y, mientras tanto, se volvió a divorciar, pero… —Suspiró—. Estamos juntos de nuevo. Después de todo eso.

Dios Santo, pensó Alban. No sabía nada de eso. Menudo golfo, menudo océano, menudo Atlántico entre nosotros. Si valemos tanto como la suma de lo que hemos hecho y de lo que nos han hecho a nosotros, entonces apenas conozco a esta mujer. ¿Quién es o dónde está la Sophie que crees conocer?

—Supongo que vamos muy en serio —prosiguió—. Hemos hablado sobre matrimonio, sobre niños… Siempre me he sentido, no sé, insegura pero, oye —miró hacia él—, estoy llegando a esa edad, ¿sabes? No quiero dejarlo para mucho después.

—Estoy seguro de que serías una madre maravillosa —afirmó Alban.

—Jo, gracias —dijo ella, sonando como si creyera que había pretendido ser sarcástico.

—Lo digo en serio —repuso.

Ella volvió a mirarle, luego sacó el goteante señuelo del agua, lo echó hacia atrás apretando el carrete y volvió a lanzarlo. El spinner voló alto y cayó una vez más sobre el agua iluminada por el sol, emitiendo un leve destello.

—Disculpa —le dijo—. Sin embargo, por ello, creo que votaré en contra.

—Mis cien patéticas acciones y yo estaremos contigo. Para mi gran sorpresa.

—Sí, creo que Win también estaba sorprendida.

—¿Se lo has contado?

—Me lo preguntó directamente, chaval —le contestó—. Sacó el tema abiertamente, como si estuviera confusa y creyera que ya se lo había contado, lo cual yo no había hecho. Y estoy bastante segura de que ella sabía que no se lo había dicho. Una gran actuación, desde luego. Es una vieja arpía manipuladora, ¿verdad?

Alban rió.

—Sí. Sí que lo es. Creía que yo era el único que lo pensaba.

—No, yo no confiaría demasiado en ella.

—Lo mismo te digo.

—¿Podemos estar seguros de que nadie ha llegado a ningún acuerdo privado con Spraint? —inquirió.

—Veo difícil que hayan podido hacerlo. La empresa familiar tiene el derecho de tanteo en cualquier propuesta de venta de acciones.

—Muy bien. —Se quedó en silencio por un momento—. ¿Es cierto que Fielding y tú os embarcasteis en una especie de espectáculo ambulante para apoyar el voto en contra?

—Sí, como sugerencia de Win, aparentemente.

—Vaya. Yo también daba por hecho que ella quería vender.

—No es que tuviéramos mucho éxito, por lo que pude ver —confesó Alban.

—¿No?

—Bueno, no mucho. —Dejó de recoger sedal, dejando que el señuelo se sumergiera un poco—. Sin embargo se me ocurrió la idea —continuó—, de que lo que realmente estábamos haciendo era subir el precio.

Sophie dirigió su mirada hacia él. Alban se encogió de hombros.

—Puede que Win quiera vender, pero no al precio actual. Ella pensaba que estábamos negociando muy bajo con ellos, así que se le ocurrió aumentar el número de votos en contra. La idea es que Spraint se de cuenta de que hay más oposición de la que esperaban, de modo que tienen que ofrecer más. Win se sale con la suya. Pero lo que quiere es tan solo un precio más alto, no una rotunda negativa.

Hmm. —Sophie no parecía tan impresionada con aquella maquiavélica teoría como Alban había esperado—. Pero lo lógico sería suponer que ella es la persona que más desea mantener unida la empresa familiar —adujo Sophie—. Ella es la matriarca, este es su dominio. Debería ser la guardiana de los valores familiares. Y de las posesiones familiares.

—Creo que Win es una ególatra en secreto; en realidad no tan en secreto —afirmó Alban—. Todo tiene que girar a su alrededor. Pronto estará muerta, o tan débil que no será capaz de controlar más a la familia o a la empresa, y odia la idea de que alguien más esté al mando. Mejor vender, liquidarlo todo, disolverlo en una gran corporación. De esa forma, ella se convierte en una especie de paréntesis de cierre, y el viejo Henry en el de apertura. Un apropiado broche para el final definitivo.

—Muy bien —respondió Sophie, asintiendo despacio. Parecía estar ligeramente más de acuerdo con ese análisis—. Bueno, supongo. —Miró a Alban—. ¿Y si ha funcionado demasiado bien? ¿Y si ahora nadie quiere vender?

—Bueno, algunos quieren a pesar de todo; la tía Kath, por ejemplo. Pero he estado haciendo números y va a estar más apretado de lo que la gente espera.

—Interesante —comentó Sophie.

—Oh —suspiró Alban mientras recogía sedal—, totalmente, ¿verdad?

Ambos se encontraban erguidos, apoyando todo el peso en sus pies, como variación, seguros de que el suave balanceo del bote no les haría caer por la borda, y ya lo bastante acostumbrados al movimiento para dejarse llevar por él, lanzando la caña sosegadamente, sin alterar el bote de forma apreciable. Cada uno de ellos había capturado un par de delgadas y relucientes truchas marrones. Su tamaño estaba por debajo del límite permitido, de modo que las arrojaron de vuelta al agua.

Alban se había preguntado si hablarían mucho de los viejos tiempos, sobre lo que habían significado el uno para el otro, pero no lo hicieron. Mencionaron Lydcombe un par de veces y San Francisco nada más que una:

—No recuerdo si alguna vez te he pedido disculpas por meterte en problemas con tu novio —le había dicho.

—¿Con Dan? Sí, eso fue un pelín embarazoso. —Sus ojos se habían abierto de golpe. Se encogió de hombros—. Fue culpa mía. Dejé que nos emborracháramos, había estado pensando en nuestras escapadas sobre la hierba en Lydcombe. Tan solo me puse cachonda y tú estabas allí. —Sonrió—. Además, aquello fue una especie de despedida, aunque de alguna forma olvidé informarte de ello en el momento. Siempre me preocupó que lo hicieras porque querías que estuviéramos juntos para siempre o algo así. —Dejó escapar una especie de bufido.

Te dije que eras el amor de mi vida, pensó, pero no lo dijo.

—Me marcó para siempre —había dicho en cambio, como forma de quitarle importancia—. Bueno, hasta que me dijiste que me apartara de tu vista aquella vez en Singapur.

—Ya —había respondido ella volviéndose hacia él, abriendo sus ojos de nuevo—. ¡Entonces estabas tan borracho!

Sí pensó. Solamente borracho. No sincero o destrozado para otras relaciones o todavía loco por ti o lo que sea. Solamente borracho.

Oh, bueno. La persistente brisa le interpuso un mechón de pelo entre los ojos. Se lo apartó con una mano.

Alban miró su reloj.

—¿Quieres hacer pesca de arrastre durante la última hora?

Sophie asintió.

—Sí, vale. ¿Quieres que suelte el bote?

—Gracias. Si eres tan amable.

Soltó la caña en el bote, se dio la vuelta y se agachó para manipular el motor; presionó la bomba del manguito, ajustó el estrangulador y luego agarró la manija de plástico de la cuerda de arranque, para dar un tirón fuerte y acompasado.

—Normalmente, este viejo cacharro tarda un par de… —estaba diciendo justo cuando la cuerda se rompió y Alban salió despedido hacia atrás, tambaleándose y cayendo finalmente sobre el asiento de la crujía y golpeándose la cabeza con las tablas del suelo.

Elevó la vista. Sophie le estaba mirando con preocupación; extendió sus brazos mientras trataba de mantener el equilibrio sobre la oscilante embarcación.

—¿Estás bien?

Le dolía un poco la nuca. Se encontraba tumbado en el fondo del bote, con las piernas sobre el asiento central, como si se estuviera preparando para dar a luz. Miró hacia su mano derecha, que aún sujetaba el mango de la cuerda de arranque. Escuchó el rumor de las olas golpeando el casco del bote. No sonaba el motor. Mierda.

—Estoy bien —dijo y aceptó la ayuda de Sophie, poniéndose de nuevo en pie y girándose para tomar asiento.

—¿Garbadale, tenemos un problema? —comentó Sophie mientras se agachaba delante de él.

Alban miró la cuerda de arranque. Parecía haberse roto cerca del lado del motor. Restos de fibras raídas y deshilachadas se agitaron en la brisa al recogerlos. Tenía ganas de tirar por la borda el maldito cacharro, pero se contuvo.

—¿Tendremos que remar? —preguntó Sophie.

—Por Dios, no —respondió Alban—. Solo tengo que sacar la parte de arriba del motor y reponer la cuerda de arranque. —Se dio la vuelta, levantó las piernas sobre el asiento y clavó las rodillas en los tablones frente al asiento de popa—. Tiene que haber una… —Su voz se apagó tras mirar y palpar bajo el asiento—. Una jodida caja de herramientas, que no está aquí —concluyó. Había una pequeña caja de plástico bajo el asiento. La sacó de allí. Contenía el embudo para el combustible, una bomba de mano, un pequeño botiquín de primeros auxilios, un carrete de sedal de mosca y una caja de cartón para las bujías, completamente vacía. Alban se sentó sobre las tablas del bote, mirando a su alrededor, pensando en qué otro sitio podría estar la caja de herramientas. En ningún otro, en realidad. Puso la cuerda de arranque en la caja, con los demás trastos.

—Así que, ¿ahora sí vamos a tener que remar? —inquirió Sophie.

Alban miró su reloj.

—De esa forma no llegaremos hasta la jodida medianoche.

Sophie sacó su teléfono. Comenzó a apretar botones y luego se detuvo.

—Vaya —dijo.

—Tendrás suerte si lo consigues —dijo Alban—. Apenas funcionan en la casa. Pero aquí, nada de nada. —Alban se incorporó sobre su asiento y se volvió hacia el motor. Retiró la cubierta de plástico. Allí había ocho tornillos de doce milímetros que debía quitar antes de poder llegar hasta el cilindro que alojaba la cuerda de arranque. Trató de sacarlos, por si se daba el altamente improbable caso de que estuvieran apretados con los dedos, pero resistieron. Le echó un vistazo a su navaja del ejército suizo. No era apropiada para ello.

Buscaron bajo las tablas del suelo, por si la caja de herramientas había ido a parar allí de alguna forma; todo lo que encontraron fue agua sucia. Entre toda la parafernalia de pesca de Sophie no había nada más parecido a una herramienta que la navaja de Alban.

Le echó una mirada a la boya anaranjada, que estaba a cierta distancia. Estaban a la deriva. Elevó la vista para comprobar su posición. Se movían lentamente a lo largo del lago, alejándose cada vez más de la casa, hacia el extremo sudeste de la amplia bahía. Volvió a mirar su reloj. Eran las tres y cuarto. La reunión general extraordinaria estaba programada para las seis, y la sesión privada media hora antes.

Tendrían que remar unos veinte kilómetros con el viento moderadamente en contra. Él no había remado en años, y Sophie parecía estar en forma pero probablemente fuera menos fuerte que él. La única alternativa consistía en remar hasta la orilla y caminar. De cualquier manera, jamás llegarían a tiempo; para cuando volvieran a la casa, ya sería de noche casi con toda probabilidad. Siendo realistas, dependían de que alguien se diera cuenta y saliera a buscarles en otro bote.

Alban sintió un creciente resquemor en sus tripas, una terrible sensación de impotente ansiedad, de fracaso, incapacidad e indefensión.

—Bueno —dijo él, haciendo todo lo posible por mostrarle una sonrisa llena de seguridad a Sophie—. Supongo que vamos a tener que remar. —Le hizo un gesto para que se sentara en la parte de atrás—. Empezaré yo —sugirió—. Puedes sustituirme en un rato si quieres.

—Claro —respondió ella. Alban colocó las abrazaderas a los lados, puso los remos en su sitio y comenzó a maniobrar hasta girar el bote casi ciento ochenta grados.

—¿Has remado mucho? —le preguntó.

—Kayaks —contestó ella, con una expresión de disculpa en su rostro.

—Es mejor que nada —repuso él—. En realidad está chupado. —Ni siquiera había bastante espacio en el estrecho bote para que ambos se sentaran a remar.

Cuando la popa del bote alcanzó la dirección hacia la que les arrastraba la corriente, Alban comenzó a remar. Los remos no iban bien con las abrazaderas y se salían continuamente.

—Estoy un poco desentrenado —se disculpó—. Pero pronto le cogeré el tranquillo.

Sophie sonrió suavemente. Comprobó el estado de su chaleco salvavidas.

Alban miró detrás de él. El viento ejercía ya una apreciable resistencia en contra del bote, y una vez que rodeasen el promontorio formado por la base del Assynt, estaría completamente en contra.

Aquel iba a ser un largo recorrido.

Sophie estaba mirando su reloj.

—¿Llegaremos a tiempo a la reunión general? —inquirió.

Mmm, probablemente no a la hora señalada —admitió. Alban estimaba que necesitarían un cambio total del viento y los servicios de un remero olímpico para regresar antes del café y los pastelillos.

—Mierda —espetó ella—. ¿Hay algo que pueda hacer?

Alban lo consideró.

—Pensándolo bien, puedes sacar el motor fuera del agua. No tiene sentido arrastrarlo por el lago. —Se sintió como un idiota. Tan solo llevaba un minuto remando, pero eso era algo en lo que tendría que haber pensado inmediatamente. Se preguntó si habría olvidado algo más.

Idiota, se dijo. Idiota, idiota, idiota.

—Cuando quieras que te releve, házmelo saber —le indicó Sophie.

—Lo haré —respondió él—. Grita si parece que vamos a dar con la tierra. La idea es evitar ese promontorio.

Ella asintió y miró detrás de él, hacia el paisaje que se extendía.

Alban llegó a alcanzar una especie de ritmo, a pesar de la desconcertante sensación de que los remos estaban continuamente a punto de salirse de las abrazaderas. No había plataforma para apoyar los pies mientras se remaba, de modo que había que usar las cuadernas del bote, lo cual se podía hacer porque era estrecho; pero él parecía tener la estatura incorrecta. Tenía las piernas ligeramente demasiado largas para un grupo de cuadernas y ligeramente demasiado cortas para el siguiente grupo, más hacia la popa. Además, sus manos ya estaban empezando a irritarse. Al carajo; sus dedos y palmas solían ser duras y callosas. Apenas llevaba dos meses sin trabajar y ya se sentía como si tuviera las manos de Marcel Proust. No tardaría en ponerse los guantes.

Trató de dejar la mente en blanco y concentrarse en su tarea; en la simpleza de empujar y tirar de los remos. Puso todo su empeño en inclinar los remos en cada retroceso, girando los bordes para cortar la incesante brisa. Esa era la forma adecuada de remar, y marcaría una gran diferencia al remar contra el viento a lo largo de la distancia que pretendían cubrir, pero él nunca había logrado incorporar los movimientos requeridos en lo que pasaba por ser su técnica natural de remo, y dudaba que pudiera mantenerlos mucho tiempo.

Oh, joder, aquello iba a ser un infierno.

Sonrió a Sophie y ella le devolvió la sonrisa, pero parecía estar preocupada y él se sentía de la misma forma.

¿Qué otra cosa les quedaba? ¿Cuáles eran las demás opciones?

¿El teléfono? Ni hablar. Por otro lado, nunca se sabía. Las antenas de los teléfonos móviles podían recibir señales a través de diminutos pasillos insospechados en mitad de las colinas. A falta de otra cosa, eso le daría a Sophie algo que hacer.

—Sigue probando con el teléfono de vez en cuando —le dijo. Se encogió de hombros—. Solo por si acaso. —Un remo se salió; Alban hizo una mueca y dijo:

—Mierda.

Volvió la vista hacia el promontorio al que se dirigían. No parecía estar mucho más cerca. Aunque parecía más oscuro; nubes altas se estaban cerrando desde el noroeste, envolviendo en sombras el paisaje que les rodeaba. Si el manto de nubes seguía acumulándose, oscurecería incluso antes.

Se detuvo, y tiró de los remos hacia adentro.

—¿Me toca? —preguntó Sophie.

—No, solo me estoy poniendo estos —respondió, sacando sus guantes. Se concentró de nuevo en remar. Los guantes hacían que todo pareciera más fácil y menos masculino, pero al menos protegerían su piel.

¿Qué estamos intentando hacer?, se preguntó a sí mismo. Concéntrate; ¿qué estoy tratando de hacer?

Volver a la casa. Vale. Remar parecía ser el único modo. Lo era, ¿verdad? Caminar les llevaría el mismo tiempo al menos.

Piensa en el problema desde fuera. Piensa como pensaría V. G. si se viera envuelta en ese apuro. ¿Ella se habría metido en esto? ¿Habría sido lo bastante paranoica para mirar si la caja de herramientas estaba en su sitio? Da igual. Trabaja con lo que tienes, solo contempla las opciones.

¿Qué podía decir respecto a la opción de caminar? Bueno, la dirección, por ejemplo.

Quizá hubiera otra salida. ¿Podían ir en la otra dirección y salir por el nacimiento del lago? Sabía que existía un camino que, en un momento dado, llegaba hasta Benmore Lodge y Glen Oykel, pero no podía recordar a qué distancia estaba. Solo podía visualizar el mapa en cuestión de forma imprecisa, y creía recordar que se trataba de un buen trecho. Además, al remar hacia el nacimiento del lago y al caminar por el sendero desconocido, se estarían alejando de cualquier ayuda que pudiera llegarles desde Garbadale.

Entonces, a remar.

¿No había otra forma de poner en marcha el motor?

Era un motor de arranque. No había encendido eléctrico. Se usaba la cuerda o nada; eso era todo.

Continuó pensando en ello. Si tu coche no arrancaba, podías hacer un puente. Bueno, ahí no había manera de hacer nada similar. Lo único eléctrico que tenían, eran sus relojes y el móvil de Sophie. No había bastante energía para encender un motor, incluso si de alguna forma pudieran conectar la batería del teléfono a la bujía (y probablemente también necesitarían desmantelar el motor para hacer eso).

Se podía arrancar un coche empujándolo. ¿Se podría arrancar un bote tirando de él? En teoría, supuso, si fuera capaz de remar a noventa nudos se podría encender el motor simplemente metiéndole una marcha al cabrón y soltándolo en la estela del bote. En la práctica, también era una idea completamente inútil.

Piensa, piensa, piensa.

Oh, V. G., pensó, te necesito aquí y ahora.

Lo que en verdad necesitaban era poner en marcha el motor, que el pistón subiera y bajara, pasando por la caja de cambios hasta el palier de la hélice y finalmente hasta la hélice en sí.

¿Alguna otra forma de poner en marcha el motor? ¿Alguna otra forma de hacer que la hélice dé vueltas?

Ambos remos se salieron de sus abrazaderas. Estuvo a punto de perder uno de ellos.

—¿Estás bien? —preguntó Sophie, que parecía alarmada.

—Acabo de tener una idea jodidamente brillante —afirmó. Frunció el ceño—. Creo.

Remó hacia el tramo de orilla más cercano, descubriendo un trozo de playa compuesto de guijarros y arena, y dirigió el bote hacia allí.

—¿Cuál es la idea? —inquirió Sophie—. ¿Hay un camino? ¿Vamos a andar?

—Espera, espera —le dijo mientras buscaba el trozo de cuerda de arranque en la caja de plástico—. Puede que no funcione. —Le mostró el trozo de cuerda—. Aunque podría resultar. No tengo ni idea pero merece la pena intentarlo.

—¿El qué? —insistió Sophie.

—Te lo enseñaré —respondió él.

Saltó a las pasmosamente frías aguas, que le llegaban por los muslos, en un lugar algo más profundo de lo que había esperado.

Giró la popa del bote de forma que estuviera a unos treinta grados de la pequeña playa y así poder llegar a la hélice. Se detuvo y pensó durante un momento, luego enrolló la cuerda de arranque alrededor de la hélice en el sentido de las agujas del reloj.

—Muy bien, suelta el motor —ordenó a Sophie.

Cuando lo hizo, Alban le pidió que comprobase que la bomba del manguito estuviese llena, y que preparase el estrangulador y el acelerador. Sophie había comprendido lo que trataba de hacer.

—Esto es seguro, ¿verdad? —le preguntó—. No vas a salir hecho pedacitos ni nada de eso, ¿no?

—Solo dale a la palanca; estaré bien. —La observó tirar de la palanca de marchas hacia ella—. Vale —le dijo, sujetando con su mano libre la estructura de la popa del bote y tratando de encontrar apoyo firme sobre los guijarros y la arena que había bajo sus pies, mientras las olas golpeaban sus muslos y empapaban la entrepierna de sus vaqueros. Miró hacia Sophie.

—¿Preparada para ponerlo en punto muerto si funciona?

—Claro.

—Si funciona, va a darte un tirón hacia mí, porque está puesta una marcha.

—Lo sé. Estoy lista. Hazlo de una vez.

—Allá va.

Alban tiró fuerte de la cuerda, haciendo rotar la hélice al desenrollarse de ella y obligándola, por consiguiente, a girar el palier y, a través de la caja de transmisión, a poner el motor en marcha.

El motor pareció arrancar, pero luego volvió a apagarse.

—¡Vamos, jodida preciosidad! —exclamó Alban—. ¡Esto va a funcionar! ¡Vuelve a levantarlo!

Enrolló de nuevo la cuerda a la hélice, Sophie soltó el motor en el agua, conectó una marcha y sostuvo la palanca de transmisión.

Esta vez el motor arrancó y se mantuvo en marcha, girando ruidosamente y disparando una estela de agua con humo y burbujas hacia sus piernas hasta que Sophie lo puso en punto muerto y ajustó el acelerador. Alban lanzó la cuerda de arranque al interior del bote, salió del agua y empujó la embarcación por la proa, llevando la popa hacia las olas. Subió a bordo de un salto.

Sophie levantó una mano para que se sentara en la popa; después, mientras tomaba asiento sonriente, haciéndose cargo de la caña del timón, ella se inclinó y comenzó a aplaudir.

—Bien hecho —admitió Sophie. Dio un paso hacia él y le plantó un casto beso en la mejilla derecha.

—Yo diría que nos vamos a casa, cariño —afirmó con aires de grandeza, cambió de marcha, acelerando y trazando una curva en la bahía, hacia la parte baja del lago, y hacia Garbadale.

Ya tenían a la vista el embarcadero y las tejas grises de la casa aparecían sobre las copas de los árboles, aún verdes, cuando Sophie se volvió hacia él, y luego miró hacia abajo, a la cuerda de arranque que yacía sobre las tablas del bote, donde él la había lanzado después de que el motor se hubiera puesto en marcha. La recogió y examinó el deshilachado extremo. Luego volvió a ponerla sobre las tablas. Su rostro había permanecido serio y pensativo mientras lo hacía. Ella le miró a los ojos. Sus cejas se elevaron sugiriendo una pregunta.

Él se encogió de hombros, manteniendo una expresión ambigua.

Ella mostró una sonrisa irónica, comprobó su teléfono una vez más, y luego sacudió la cabeza y volvió a girarse.

Alban llevó la cuerda de arranque con él cuando salieron del bote, dejándolo amarrado en el embarcadero; introdujo el mango y la cuerda gris al completo en el bolsillo de su chaqueta.

Cargaron con el equipo que tenían que llevar de vuelta a la casa.

—No sería imposible, ¿no es así? —preguntó Sophie en voz baja mientras ascendían por el sendero entre los árboles.

—Parece ligeramente intencionado —respondió él.

—No fue cortado.

—No, eso sería un poco obvio. Aunque todos los desgarros parecen bastante recientes.

Ella le miró de reojo.

—¿Deberíamos mencionarlo?

—Déjamelo a mí.

—Con mucho gusto, primo.

Caminaron de vuelta a la casa. A medio camino, encontraron los restos del paraguas que, durante el día anterior, se había dado la vuelta para luego salir volando, y quedarse colgado de un árbol algo apartado del camino. Alban trepó, lo recuperó y más tarde lo introdujo en uno de los contenedores que había detrás de las cocinas.

Sophie fue a darse un baño antes de cambiarse para la reunión y la posterior cena. Alban colgó su chaqueta en el guardarropa. Pensó en llevar la cuerda de arranque con él, pero finalmente la dejó en el bolsillo de la chaqueta. Echó un vistazo en el salón del televisor, saludando a algunos hombres y niños mayores. Había una discusión en marcha acerca de desconectar la consola de videojuegos y poner un canal que mostrara los resultados de fútbol. Fielding le contó que la partida de caza había telefoneado para decir que estarían de vuelta en media hora. El personal del hotel Sloy ayudaba a preparar el salón de baile para la reunión general extraordinaria. Alban encontró a la tía Lauren entreteniendo a su nieta Hannah sobre su regazo en la cocina, con el primo Steve y su mujer, Tessa.

—Esto se llama miel de Bayaka —les contaba Lauren mientras una de las camareras del hotel Sloy envolvía unas tostadas calientes en una servilleta y las colocaba sobre una larga bandeja para el té, que contenía varias jarras y teteras, una de las cuales era señalada por Lauren.

—Es del norte del Congo. Terriblemente difícil de conseguir. Algo muy estimulante. O eso me han dicho.

—¿Qué? ¿No la has probado? —inquirió Tessa.

—Bueno… —comenzó a decir Lauren.

—Hola, Alban —le saludó Steve—. ¿Qué tal la pesca?

—No hemos pescado mucho —confesó Alban, sonriendo hacia Tessa y haciéndole muecas al bebé para que balbuceara y extendiera una rechoncha mano hacia él.

—Oh, Alban —espetó Lauren—, esperábamos que trajeseis bastante para un primer plato.

—Lo siento —se disculpó. Hizo un gesto hacia la bandeja—. ¿Eso es para Win?

—Sí —contestó Lauren—. Estaba a punto de llevárselo.

—Permíteme.

—Eres muy amable pero… —comenzó Lauren, pero Alban ya había levantado la bandeja—. Oh, de acuerdo entonces, iré contigo.

—No te molestes —atajó él, dirigiéndose a la salida.

—Puedo abrirte las puertas.

—Como quieras.

—Win, es… —empezó a decir Lauren. Alban pasó a su lado con la bandeja sobre su cabeza, entrando en el cuarto de estar de Win. La anciana estaba sentada en un sillón junto a una mesa baja, vestida con su mejor paño escocés, leyendo un manojo de papeles.

—Soy yo —dijo Alban—. Hola Win.

La abuela Win se quitó sus gafas para leer y levantó la vista hacia él, y luego hacia la bandeja que sostenía.

—Alban —pronunció con suavidad—, eres muy amable.

El había esperado algo más dramático, como un desmayo o un vaso roto, o al menos una expresión de sorpresa. Miró de reojo las ventanas de la habitación. Vieja pícara. Lo había olvidado. Daban directamente al lago. Podía haberlos visto regresar. O, por supuesto, era completamente posible que se estuviera volviendo paranoico con la cuerda de arranque.

—El placer es mío —declaró Alban.

—¿Te quedas para el té, querido? —preguntó Win, cambiando al tono de ancianita. Alban colocó la bandeja sobre la mesa.

—¿Te importa que me tome una taza? —solicitó Lauren.

—En realidad, Lauren —dijo Alban—, me gustaría hablar en privado con Win. —Bajó la mirada hacia su abuela mientras sonreía—. ¿Te parece bien?

—Bueno —murmuró Lauren, insegura.

—No pasa nada, Lauren —sentenció Win.

—Oh —asintió Lauren—. Oh, de acuerdo entonces. Yo… estaré en la cocina, supongo.

La tía Lauren se marchó.

—Bien, Alban —dijo Win mientras servía el té—. ¿Detecto cierta urgencia?

—Tenemos que hablar, Win.

—Bueno, ¿tiene que ser ahora? —Miró su reloj de pulsera—. ¿Cuánto falta para tu pequeña charla antes de la reunión general?

—Unos cuarenta minutos.

—¿En serio? Entonces supongo que debo sentirme privilegiada.

Alban le alcanzó una taza.

—¿A qué precio crees que deberíamos vender la empresa, Win?

—¿Podrías añadir algo de azúcar, querido? Mis manos ya están temblorosas.

—Muy bien —accedió, retirando la taza—. ¿Leche?

—Solo un poco… Un poco más. Eso es.

—Aquí hay tostadas —comentó Alban agradablemente—. ¿Te apetece una? ¿Con un poco de tu miel especial?

—Oh, sí, por favor, Alban. Muchas gracias. ¡Oh! La mantequilla primero, querido.

—Entonces —dijo él—, el precio. ¿Qué te parece?

—Bueno, no estoy del todo segura de que debamos vender. ¿Tú qué crees?

—Creo que va a estar muy apretado. A no ser que los chicos de Spraint hayan hechizado a los que iban de caza, creo que ya deben saber que su oferta de ciento veinte no va a ninguna parte. Creo que subirán a ciento cuarenta, con la consecuencia de que podrían llegar a ciento cincuenta si les presionamos en serio. Su verdadero techo es probablemente doscientos.

Win dio un mordisco a su tostada con miel.

—Eso es un buen montón de dinero.

—¿Te importa que tome una tostada?

—Por favor.

Alban también se sirvió un poco de miel.

—Por supuesto, si de verdad nos tienen en tan alta estima, la explicación es que podríamos obtener la misma cantidad de dinero mediante los royalties y las concesiones de licencia, simplemente conservando lo que tenemos. Podría merecer la pena explicárselo a aquellos que piensan con sus carteras. —Le dio un mordisco a la dulce tostada y masticó—. Si —concluyó— alguien quisiera exponer ese punto de vista.

—Sí, pero, ¿tú qué crees, Alban? La gente… bueno, algunos parecen estar esperando que los lleves de la mano. Tienes que pensar bien lo que vas a decir, ¿no crees?

Alban terminó su primera tostada.

—Esto está realmente delicioso. ¿Te importa que me tome otra?

—Oh, por favor. —Parecía menos encantada de lo que sonaba—. Tienes buen gusto, Alban. Es una miel particularmente cara y escasa.

—Entonces será mejor no acabarla, ¿eh?

Win profirió una risa corta e insegura cuando Alban llevó una cucharada de la espesa y oscura miel a su tostada.

—¿No habías ido a pescar con Sophie? —preguntó Win.

—Sí. No tuvimos mucho éxito.

—Es fascinante que podáis llevaros bien de nuevo.

—¿Verdad que sí? Escucha, Win, quiero proponerte un trato.

—¿Qué? —Sonó casi alarmada.

—Al final, creo que vamos a vender. Si lo hacemos, deberíamos obtener el mejor precio. Sugeriría decirle a Spraint que es ciento ochenta. Eso o nada. La única negociación debería tratar sobre la combinación de efectivo y acciones. Estoy dispuesto a decir eso, incluso aunque en el fondo preferiría que siguiéramos con el control. Pero estoy dispuesto a decirlo. Sería mi cabeza la que hablase, no mi corazón. Por el momento, no estoy seguro de lo que voy a decir.

Win se quedó mirándole, parpadeando.

—Oh —dijo ella.

—Creo que ciento ochenta es un precio justo —afirmó—. Pero quiero saber algo antes de recomendarlo. Es decir —continuó haciendo un gesto con las manos—, puede que tenga menos influencia de lo que ambos creemos, y quizá al final lo que yo diga no suponga ninguna diferencia pero, contemplando las opciones… —Dejó que su voz se diluyera.

Win meneó su cabeza.

—¿Sí, Alban? Estoy un poco confusa.

—Win —replicó él, suspirando—. Sinceramente, no creo que lo estés.

—Oh, no —protestó ella—. Te aseguro que lo estoy.

Alban sonrió, y tomó aire.

—Permite que te cuente una pequeña historia.

Le habló sobre lo que la tía Beryl le había contado, sobre Irene y lo que había dicho. Win dio un sorbo a su té y tomó otra cucharada de la exótica miel, llevándosela directamente a la boca, y luego volvió a ponerla en el cuenco, todavía medio lleno. Parecía estar cada vez más incómoda e insegura a medida que Alban proseguía con su historia.

—En fin —dijo Alban—, creo que es posible que sepas a lo que Irene se refería.

—¿En serio, querido?

—Sí, Win, en serio. Y si lo sabes y me lo cuentas, entonces, como muestra de mi gratitud, pronunciaré el discurso que más te guste. Como he dicho, veo las ventajas de ambas opciones, pero si estás dispuesta a negociar, escogeré lo que prefieras. Porque creo que deseas vender, ciertamente al precio de ciento ochenta. Corrígeme si me equivoco. ¿Me equivoco?

Win permanecía erguida en su asiento, los dedos de una de sus manos tamborileaban sobre la palma abierta de la otra.

—Supongo que sería un buen precio —admitió con aire distraído.

—Pero necesito conocer todo lo que puedas saber sobre lo que mi madre estaba diciendo.

Win se reclinó lentamente en su asiento, con las manos plegadas sobre su estrecho regazo, pálidas y frágiles encima del oscuro y otoñal paño escocés. Lo miró directamente durante un buen rato.

—Antes, hay algo que debo preguntarte —dijo Win.

—De acuerdo. —Alban también se reclinó.

Se tomó su tiempo antes de comenzar a hablar.

—¿Cuáles son ahora tus sentimientos hacia tu prima Sophie? Por favor, sé absolutamente honesto.

Él bajó la mirada, pensativo. Entonces volvió a cruzar su mirada y habló.

—Aún conservo muchos sentimientos hacia Sophie. En cierto sentido, siempre la amaré, pero sé que ella nunca ha sentido lo mismo por mí. Eso ya lo he aceptado. Parece ser, a día de hoy, y es bastante extraño, que al fin volvemos a llevarnos realmente bien. Hubo un momento difícil, allá en el lago. Lo superamos juntos. De forma que, al parecer, estamos… bueno, tan bien como hemos estado siempre, desde Lydcombe. Incluso ahora, creo que podría imaginar fácilmente mi vida con ella, envejeciendo a su lado, pero sé que eso nunca va a ocurrir. Supongo que seguiremos siendo primos lejanos, amigos ocasionales.

Win asintió al final, una pequeña sonrisa se dibujaba en sus labios. Siguió asintiendo después de que Alban hubiera terminado de hablar.

—Ya veo —comentó. Miró hacia la bandeja sobre la mesa—. ¿Te importaría añadir un poco de agua caliente a la tetera y servirme otra taza? —Cuando lo hizo y le alcanzó la taza y el platillo, continuó—: Todo lo que puedo decirte, Alban, es que era muy… depresiva. Era una persona muy depresiva. Siempre me ha preocupado que pudieras haber heredado ese rasgo, pero pareces haberlo esquivado, sin duda. El tratamiento para la depresión postparto es ahora mucho más avanzado. Cuando miro al pasado, no creo que invitar a tus padres a venir aquí fuera tan buena idea, después de todo. Este puede ser un lugar inhóspito, solitario y viejo, especialmente si te encuentras en disposición mental para ser receptivo hacia sentimientos como esos. —Dio un sorbo a su té, mirando la taza—. Tu madre era muy sensible y fácilmente… Quizá no inducida, pero con tendencia a las depresiones, a las influencias. A menudo parecía estar algo confusa, de la forma en que a veces lo están las personas sensibles. Confusa sobre su propia vida, sobre lo que realmente quería. —Win volvió a sorber su té. Sacudió la cabeza—. Realmente no se me ocurre nada más que pudiera ser beneficioso contarte.

Alban se quedó un rato mirándola. Suspiró.

—Muy bien —dijo. Miró su reloj—. Será mejor que me vaya.

Se levantó de su asiento.

—Lo siento si esto no te ha sido de tanta ayuda como esperabas —afirmó Win. Alban bajó su mirada hacia ella. Win prosiguió—. Me temo que deberás decir lo que consideres apropiado en la reunión, Alban; di las cosas claras, ¿no es eso lo que dicen?

—Sí, Yaya —le dijo—. Eso es justo lo que dicen. ¿Tú vas a decir algo?

—No lo creo, querido.

—Alban —le llamó Neil—. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien —contestó Alban. Se había encontrado con Neil justo cuando estaba cerrando con llave la sala de armas—. ¿Y tú?

—Bien, sí señor —respondió Neil, examinando la cerradura una vez más antes de introducir la llave en su bolsillo.

—¿Qué tal ha ido la cacería?

—Bien, sí señor. Un par de ciervas. —Comprobó el pomo de la puerta con un par de giros—. Sin fugitivos ni disparos malos. Un éxito. —Le miró brevemente de reojo—. ¿Y la pesca?

—Un par de truchas. Las dos muy pequeñas.

—Ajá. ¿Eso es todo? —inquirió Neil, tratando de pasar junto a Alban en el pasillo hacia el vestíbulo.

—Y un pelín de acción —añadió Alban, sin moverse para dejar pasar a Neil—. Pero salimos airosos.

Los ojos de Neil se encontraron con los suyos durante un momento.

—Bien. Disculpe, patrón.

Alban le dejó pasar y esperó hasta que Neil se encontraba a media docena de pasos antes de hablar, no muy alto.

—¿Cuánto necesitas esas referencias, Neil?

Neil se detuvo a media zancada, dando un paso torpe, levantó ligeramente la cabeza, y se volvió con una sonrisa.

—¿Cómo?

—No importa —contestó Alban.