Capítulo 3

—¡Hombres, Doris! ¡Hay hombres aquí! ¡Tenemos hombres!

—¿Qué? ¿Lo has encontrado? ¿Cómo dices?

—¡Hombres, vieja tortuga sorda! —ruge la tía abuela Beryl subiendo las escaleras hasta la primera planta.

La tía abuela Beryl era menuda, delgada y tenía noventa años pero poseía una voz sorprendentemente potente. Vestía un pantalón de peto azul desgastado y una bufanda atada alrededor de la cabeza y anudada sobre la frente. Le asomaban unos cuantos mechones de pelo blanco. Sostenía una anticuada escoba con un cuchillo de monte de aspecto amenazador asegurado al mango con cinta adhesiva. Al verla más de cerca, se podía comprobar que las perneras de su pantalón también habían sido pegadas con cinta adhesiva a la goma de sus negras botas de agua.

—¿Qué está pasando, Beryl? —inquirió Fielding.

—¡Me alegro de verte, Alban! ¡Y a ti, Fielding! —espetó la vieja dama, con el cuchillo de monte moviéndose peligrosamente cerca de ambos y haciéndoles encoger el brazo cuando ella alargó su mano para estrechársela—. ¡Pasad, pasad! Habéis llegado en el momento adecuado. Tenemos varios fugitivos. Armaos y venid a ayudar. Oh, pero si sois hombres; no necesitaréis armas.

—Beryl, ¿quién es? ¿A quién le hablas? —dijo una voz que bajaba desde el piso superior.

—Beryl… —comenzó a decir Alban.

—¡Hombres, Doris, hombres! ¡Sobrinos! —gritó la tía abuela Beryl escaleras arriba. Se volvió hacia Alban—. ¿Sí, querido?

—¿Quién se ha escapado?

—No es quién, querido; sino qué. Como una docena de ratones y, ahora, Boris.

—¿Boris?

—Es una pitón. En realidad es hembra, pero pasó mucho tiempo hasta que nos dimos cuenta de ello y el nombre de Boris es muy pegadizo, ¿sabéis?

—¿Tenéis una serpiente fugada aquí dentro? —dijo Fielding con preocupación, con la mirada clavada en el vestíbulo—. ¿Cómo de grande?

—De unos dos metros y medio de largo.

—Jesús —musitó Fielding juntando los pies.

—¡Esa boca, Fielding! —censuró la tía abuela Beryl.

Fielding se giró para echar un nuevo vistazo al interior del vestíbulo, agarrando la manga de su primo mientras se inclinaba tratando de ver detrás de varias macetas con plantas y altos jarrones que había sobre unas mesitas. El tramo del pasillo pegado a las escaleras parecía sospechosamente oscuro y largo.

—Beryl, ¿estás hablando con vendedores?

—No son… ¡Oh, haz el favor de escuchar, querida!

—Hay un, eeh, un trozo de carne tirado ahí fuera —dijo Fielding mirando de un lado a otro.

—Sí —afirmó Beryl—. Estábamos intentando montar una trampa, pero se cayó por la ventana. Luego recordamos que nos quedaban algunos fuegos artificiales del aniversario de la reina, y pensamos que podríamos utilizar el humo para ahuyentar a las alimañas hacia el exterior, pero fue un rotundo fracaso. Aunque nuestra principal estrategia ha consistido en pisotear y gritar.

—¡Beryl, insisto en saber con quién estás hablado! ¡Ya sabes que no puedo encargarme de todo yo sola aquí arriba!

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Beryl. Le arrojó la escoba con el cuchillo de monte a Alban, que retrocedió pero consiguió atraparla. La vieja dama se volvió y subió corriendo los amplios escalones de madera—. ¡A primera hora de la mañana —vociferó desde arriba—, llamaremos al doctor McLaughlin y le pediremos cita para otra irrigación de oído! —Se giró a medio camino y miró hacia los dos hombres—. Si veis algún ratón —les dijo—, no dudéis en trinchar a esos pequeños indeseables. Boris los prefiere vivos, pero me imagino que con suficiente hambre se los comerá fríos.

—¿Y qué pasa con la serpiente? —preguntó Alban.

—Oh, por amor de Dios, no trinchéis a Boris. Agarradlo por detrás de la cabeza. No os preocupéis si se enrosca alrededor de vuestro brazo, Aunque, por supuesto, si va a por vuestro cuello, disuadidlo con suavidad.

Alban sonrió y levantó la lanza casera mientras la tía abuela Beryl desaparecía doblando el recodo de las escaleras.

—Dalo por hecho —aseguró. Miró hacia Fielding, quien le estaba mirando a él. Se encogió de hombros.

—Bueno, puedes considerarlo como desees —me dijo Doris.

—Yo también lo haré —respondí yo.

—Aún creo que es un muy buen mozo.

—Es posible —concedí—, ¡pero tiene los sesos revueltos!

La tía abuela Beryl reclinó su cabeza hacia atrás y rió con fuerza. Su peluca negra, coronada por un pequeño sombrero hecho principalmente de plumas moradas, se inclinó alarmantemente y amenazó con caerse, pero ella volvió a mover la cabeza hacia delante y se quedó en su sitio. Luego estiró su brazo y apretó el antebrazo de Alban con sorprendente fuerza.

—¿Más licor de cerezas?

—Estoy algo lleno, gracias Beryl.

—No es eso lo que quise decir, querido.

—Te pido disculpas. —Alban alcanzó el carrito de las bebidas que estaba entre Beryl y él—. Permíteme.

—Oh, gracias. No eches mucho… Oh, da igual, ¿eh?

A la tía abuela Doris le llevó un momento o dos comprender, o posiblemente recordar el chiste, pero entonces se rió también en voz alta. Su cabeza no se inclinó tanto. Unas pequeñas motas de saliva danzaron como luciérnagas bajo las luces, las cuales estaban todas, al igual que la mayoría de las luces y lámparas de la casa, cubiertas por finos trapos y sedosos retales de tela. El comedor era alto, con un amplio ventanal y revestido de lo que Alban estaba bastante seguro que era caoba. Grandes cortinas de color lila se recogían elegantemente sobre las ventanas y caían sobre el suelo de teca. Tan solo desentonaba la blanca forma cúbica del aparentemente nuevo y completamente conectado lavavajillas Bosch, situado a un lado de la chimenea encantadoramente alicatada.

Tanto Alban como Fielding se habían fijado en él al entrar por primera vez.

—Te ahorra muchos paseos —les había explicado la tía abuela Beryl.

Las dos viejas damas se habían vestido con ropa de tarde formalmente antigua (largos vestidos de seda de cuello alto) y abrieron el rancio comedor para la ocasión, incluso aunque los dos hombres no vestían con una ropa tan formal. Fielding tenía un traje gris oscuro de ejecutivo, que se puso en honor a la ocasión, pero lo mejor a lo que Alban podía recurrir era a ponerse una camisa limpia y blanca sin planchar, junto con sus vaqueros más recientemente lavados.

La cena en sí no fue sino el menú de un chino a domicilio, entregado por un amistoso joven llamado Shing, quien tenía mucha confianza con Beryl y Doris. La espléndida mesa del comedor chocaba estéticamente con los recipientes de usar y tirar y las damas confesaron que la vajilla tan solo era la segunda mejor (ciertas comidas a domicilio tienden a llevar ingredientes que podrían manchar los platos más delicados); sin embargo el champán y el vino, elegidos por Fielding de un viejo cuarto de planchar, que ahora hacía las veces de bodega, habían sido muy buenos, sin duda; salvo por una botella de La Misión Haut-Brion de 1950 con un lamentable sabor a corcho.

—Bueno, Fielding —comenzó a decir la tía abuela Doris, dirigiéndose a Alban.

—Es Alban, querida —le corrigió Beryl. Ella se fijó en Alban y sacudió la cabeza. Fielding ni siquiera se encontraba en la habitación en aquel momento.

—Por supuesto —aceptó Doris, sacudiendo una mano arrogantemente. Era de constitución más robusta que Beryl (como un gorrión a un reyezuelo) pero aun así transmitía una impresión de delicadeza e incluso fragilidad comparada con el aura de seca dureza de esta. Doris llevaba un sombrero similar al de Beryl, aunque sus plumas eran carmesí, y su peluca era rubia platino. Llevaba unas espantosas gafas con montura de concha que ella solía llamar «Dame Ednas»[5].

—Bueno, Alban —volvió a decir—, ¿estás bien?

—Me imagino que exactamente igual de bien que hace quince minutos, cuando le preguntaste por última vez, querida —espetó Beryl airada.

—¿En serio? —Se extrañó Doris, parpadeando tras sus gafas—. ¿Y qué contestaste entonces, cariño?

—Contesté que estaba bien, gracias —dijo Alban, sonriente.

—Estupendo —apuntó Doris—. Bueno, quizá ya te he preguntado el suficiente número de veces para que se me quede grabado, ¿sabes lo que quiero decir? Que entonces lo recordaré. ¡Ja!

—Sí, es posible —afirmó Beryl.

—Y digo yo —continuó Doris con seriedad—, ¿queda algo de ese licor de melocotón?

—Allá vamos —comentó Alban rellenándole el vaso.

La tía abuela Doris hacía leves ruiditos mientras él le llenaba el fino vaso, el cual era de un tamaño intermedio entre un chupito y un catavinos.

—Entonces —volvió a empezar cuando el vaso estaba casi lleno—, ¿has tenido que conseguir una autorización de, mmm… de, mmmm…?

—¿Una autorización? —repitió Alban.

—Ya sabes, permiso para… —Agitó su delgada mano venosa en círculos—. De tu otra… Se me ha olvidado…

—Oh. No, actualmente no estoy con nadie, Doris. —Alzó su vaso y sonrió—. No formalmente.

—¿Qué hay de esa joven matemática? —inquirió Beryl—. Verushka. Parece muy agradable.

—Lo es. Pero no somos pareja.

—¿No lo sois? —dijo Beryl, aparentemente sorprendida.

—No —admitió—. No es lo que ninguno de nosotros busca.

Doris chasqueó la lengua.

—¿Un hombre joven y guapo como tú? Yo diría que debes tener a las chicas rendidas a tus pies. ¿No crees, Beryl?

—Desde luego —afirmó Beryl.

Doris se inclinó un poco más sobre la mesa y bajó la voz.

—¿Todavía andamos desperdigando la semilla? —preguntó antes de guiñarle un ojo.

—Y disfrutando del campo —añadió Alban.

—¿Labrando el campo? —Doris parecía un poco desconcertada. Miró a Beryl—. ¿Es una palabrota?

Beryl la ignoró y se inclinó hacia Alban.

—Y siempre tratando de asegurarte de que fracase la cosecha, ¿eh? —Resopló.

—No serás gay, ¿verdad, querido? —inquirió Doris.

—¡Oh, Doris, por favor! —espetó Beryl.

—¿Fielding y tú no estáis…? —continuó Doris, ahora completamente perdida.

—No, Doris. Estoy totalmente segura de que ninguno de nosotros es, en absoluto, gay.

—Oh —dijo Doris frunciendo el ceño—. Estoy segura de que os podíamos haber ofrecido un cuarto para los dos.

—Me imagino que si esta noche encuentro a Fielding en mi cama, será porque Boris se ha escapado otra vez —rió Alban.

—¿Qué? —Doris parecía alarmada—. ¿Que Boris se ha…?

—Boris está en su terrario, querida —aclaró Beryl alzando la voz—. ¡Y Alban no es gay!

—Oh —articuló Doris, algo menos desconcertada—. Estupendo. Bueno, ¡brindo por eso! —Bebió un trago de su vaso de licor y se dio unos toquecitos sobre sus finos labios con la servilleta.

Finalmente, todo está listo. Él había pensado que todo iba a salir terriblemente mal, al encontrar el enchufe más cercano y comprobar que era trifásico (¡trifásico!), pero, o bien la casa tenía dos circuitos eléctricos por separado, o bien habían dejado los viejos enchufes en su sitio cuando volvieron a cablear el edificio, porque un poco más allá en la misma pared hay un enchufe doble normal.

—Damas y caballeros —dice Fielding aplaudiendo, al abrir la puerta del comedor—, la presentación está preparada.

—¿Presentación? —Se extraña Alban mientras escoltan a los dos vejestorios hacia el cuarto de recreo. Todo eso les lleva un rato, ya que Beryl y Doris van aleteando de acá para allá, recogiendo chales y bolsos de mano y cajas de píldoras, fundas de gafas y no sé que demonios más, y todo el tiempo mascullando sobre Dios sabe qué, pero al fin, colgándoselas del brazo como si fueran niños, consiguen llevarlas hasta el cuarto de recreo, donde Fielding ha dispuesto sillas y el ordenador portátil con el proyector sobre la mesa, delante de una sábana blanca colgada sobre el alféizar de la ventana.

Al mira a Fielding mientras acomodan a las chicas.

—¿Vas a hacer una presentación? —pregunta, como si fuera gracioso o algo así.

—Bueno, ¿cómo lo has sabido? —ironizó Fielding.

—¿PowerPoint?

—¿Qué si no?

—¿Con viñetas y todo eso? —insiste Al, luciendo una estúpida sonrisa.

—¡Por supuesto!

—Fielding —espeta Al sacudiendo la cabeza.

—¿Qué? —pregunta Fielding, pero ahora Al está diciendo algo sobre colocar otra mesa para que las chicas puedan apoyar sus bebidas. Fielding apaga el interruptor principal de forma que la única iluminación llegue de una lámpara de pie que hay en una esquina y de la simple y blanca luz que el proyector arroja sobre la sábana.

—Y digo yo, Fielding —comienza a decir Beryl—, ¿qué es esa cosa? —Señala al proyector.

—Es un proyector, tía abuela Beryl. Empecemos. —Fielding da una palmada con sus manos, situado delante de ellos; el proyector es como un suave foco sobre él. Se ha quitado la chaqueta, enrollado las mangas de su camisa y aflojado la corbata, así que tiene un aspecto muy informal. Incluso podría decirse que amistoso—. Antes que nada, me gustaría dar las gracias a Beryl y a Doris por su maravillosa comida y encantadora hospitalidad. —Esto es un poco embarazoso, piensa Fielding, considerando el bochorno de haber tenido que comer comida china a domicilio, incluso aunque la bebida fuese casi trágicamente buena. No importa. Está encantado de que le escuchen. Ya han bebido y comido y sus culos están sobre los asientos—. No creo que sea ningún secreto que la empresa familiar, Wopuld Limited, de hecho, todo el Grupo Wopuld, ha sido contactado…

—¿Vamos a ver alguna diapositiva? —pregunta Doris a nadie en concreto.

—Sí —responde Beryl—. Creo que sí, querida.

—Bueno, es una presentación informática, técnicamente hablando —les dice Fielding, sacando su puntero láser plateado del bolsillo de la chaqueta y mostrándoselo—. De cualquier forma, como iba diciendo. La compañía Wopuld Limited. El Grupo Wopuld. Y Spraint. La Spraint Corporation of America. —Fielding aprieta los labios, mira hacia abajo y se gira de perfil hacia ellos, entonces comienza a caminar lentamente, con las manos detrás de la espalda. Fielding considera esto como su «Señoras y Señores del Jurado» particular—. Recuerdo cuando yo era…

—Entonces, ¿hay una computadora? —pregunta Beryl, mirando bajo la mesa.

—Sí, es ese ordenador de ahí, tía abuela.

—¿Qué? ¿Esto?

—Sí, eso.

—Ah. Entonces, ¿esto es una especie de computadora trasladable?

—Un ordenador portátil, tía abuela. Ahora bien…

—¿Y no tendríamos que estar de cara hacia él? Quiero decir, no veo la tele, la pantalla esa. ¿Puedes tú, Doris?

—¿Qué dices, querida?

—Ver la pantalla. En esa cosa.

—Yo… bueno, está ahí.

—Sí, pero, ¿puedes verla?

—Bueno, en cierta forma.

—Pero no adecuadamente.

¿De qué coño están hablando?

—Lo siento, no comprendo… —empieza a decir Fielding, entonces se da cuenta—. ¡Aah, ahora sé lo que queréis decir! No, esa es la idea, veréis. El ordenador le dice al proyector lo que tiene que mostrar en la pantalla grande, aquí. En la sábana, ¿veis? No tenéis que mirar a la pantalla del ordenador. Y yo lo controlo mediante este pequeño mando. Todo muy interesante, pero en eso consiste la tecnología.

—¿Un mando a distancia? —dice Beryl, entornando los ojos hacia el aparato que Fielding acaba de extraer de su bolsillo trasero.

—¿Es que vamos a ver la televisión? —pregunta Doris.

—Mirad, señoras, esto no son más que herramientas, ¿sabéis? No son el objeto de esta presentación. —Fielding mira a Alban, pero no está siendo de ninguna ayuda; se limita a quedarse ahí sentado, cruzado de brazos y piernas, sonriéndole a su primo.

—¡Espero que eso no sea de mi cama! —espeta Doris, mirando hacia la sábana—. ¡Ja, ja, ja!

Esto, piensa Fielding, es ridículo.

—Mirad, os lo mostraré. —Se aparta a un lado y muestra la diapositiva inicial, con el logotipo de la compañía, que consiste en una especie de tablero estilizado de ¡Imperio! con montones de fichas y cartas esparcidas sobre él; la cámara se lanza en picado hacia la superficie de juego, inclinándose y girando alrededor de las fichas y sobre los distintos territorios.

—¡Dios mío!

—¡Santo cielo!

Fielding sonríe. Aquello ha llamado su atención. En realidad no es más que un salvapantallas con pretensiones, pero demuestra cómo las gasta el sistema.

—¡En mi opinión, eso es muy ingenioso! —admite Beryl.

—¿Es una película? —Doris vuelve a estar desconcertada—. ¿Es que vamos a ver una película? —Se inclina hacia Beryl—. Voy a tener que ir a, bueno, ya sabes, si vamos a ver una película entera.

Fielding aprieta el mando para pasar a una vieja foto en sepia del tatarabuelo, el fundador de la compañía Henry Wopuld, luciendo un aspecto muy solemne y Victoriano con esas patillas.

—Recuerdo cuando yo era… —vuelve a empezar Fielding.

—¡Mira, Doris! —exclama Beryl—. Es el viejo Henry.

—Oh, son diapositivas —comenta Doris—. Entonces, ¿qué era esa otra cosa?

—¿Todo eso está dentro del proyector «comosellame»? —inquiere Beryl.

—No; todo está en el ordenador —le dice Fielding, manteniendo la calma—. El proyector tan solo muestra en la pantalla lo que está en el ordenador. ¿Lo entiendes? Y yo lo controlo con el mando. No es más que lo habitual… Solo son los medios para llegar a un fin. —Fielding vuelve atrás, a la secuencia del salvapantallas de la compañía—. ¿Ves?

—¡Ahí está otra vez! —clama Doris. Se inclina hacia Al—. Alban, ¿qué es lo que ocurre?

—Brujería técnica, Doris —le responde.

—¿Y tú estás haciendo esto? —pregunta ella.

—No, lo hace Fielding. Yo no soy más que su asistente.

—¿Eres vidente?

—Asistente, Doris —repite subiendo la voz mientras ríe—. Solo soy el ayudante.

No según la experta opinión de Fielding, quien no cree que el cabrón engreído de Alban esté ayudando una puta mierda. Tan solo está ahí sentado, sonriendo. Mientras tanto, Fielding empieza a sentir calor bajo el cuello de la camisa.

—Está bien, mirad todos —concede—. Me doy cuenta de que toda esta tecnología puede parecer algo…

—¿Y qué más tienes ahí dentro? —Se interesa Beryl, inclinándose para ver el ordenador. Se estira para alcanzar el aparato.

—¡Beryl! ¡Por favor no…! —Fielding empieza a decir. Ella no lo toca, pero él debe de haber apretado el mando, porque la animación del tablero de juego se convierte de nuevo en el viejo Henry; después, algunas instantáneas de gente famosa jugando a ¡Imperio! como juego de mesa; aquí aparecen Bing Crosby y Bob Hope con aspecto un tanto sobresaltado, jugando a la versión norteamericana; ahora el famoso fotograma de aquella vieja película sobre la familia real con el juego de fondo en Balmoral; aquí hay otro fotograma de cuando jugaban en la serie East Enders (no podían decir el nombre, pero se podía identificar el tablero y uno de los personajes hablaba de «este juego de dominar el mundo»). Entonces aparecen unos segundos de acción de la última edición de la versión electrónica, seguidos de una gráfica animada de ventas pasadas, con estimaciones de futuras ventas disparándose hacia la esquina superior derecha. Básicamente, esto está arruinando la presentación de Fielding—. Disculpad, disculpad. —Fielding deja escapar un suspiro y vuelve atrás por las imágenes hasta el viejo Henry.

—¡Otra vez Henry! —exclama Doris—. Creo que ya he visto esta parte.

—Creo que fue aquí donde empezó, querida —le informa Beryl. Ella sonríe hacia Fielding justo cuando él comete el error de comprobar que el puntero láser funciona encendiéndolo sobre la palma de su mano—. ¡Ooh! ¿Y para qué sirve esa cosa? ¿Qué es lo que hace? —interroga.

—Es un puntero láser —le dice Fielding, resignado. Lo dirige hacia la esquina de la sábana que hace de pantalla.

—¿Qué es eso? —pregunta Doris.

A partir de entonces, Fielding las pierde. Están mucho más interesadas en el puntero, el mando a distancia y en la idea de que el portátil lleva las imágenes a través del cable conector hasta el proyector, que en la oferta de adquisición de Spraint Corp. o en la historia cuidadosamente preparada por Fielding acerca de, y en homenaje a, la larga y triunfal lucha de la familia por llevar un juego de mesa y electrónico de gran calidad a un mundo impaciente.

De alguna forma, terminan jugando una partida a la versión de acción medieval de ¡Imperio!, pinchando y cortando a través de grandes batallas y asaltos a torres y esquivando balas de cañón del tamaño de pelotas de baloncesto; aunque jugar sin los mandos apropiados, usando tan solo el teclado configurado del portátil, es un verdadero engorro. Probablemente estar borracho tampoco ayuda. Doris y Beryl se turnan para usar el puntero láser como si fuera un arma simulada o para resaltar las entrepiernas y los bragueros metálicos de los personajes. Beryl, en particular, parece adorar la sangre, y chilla frecuentemente y con fuerza. Doris se marcha para hacer café, rechaza toda proposición de ayuda y reaparece con té. Té irlandés, si es que existe algo así (le añade güisqui). Sabe a rayos.

Beryl alcanza el rango de margrave. Alban no deja de reírse. Doris se queda dormida. Un ratón corretea por el suelo desde debajo de la pantalla y se dirige hacia la puerta. Todos lo persiguen.

Alban se queda tumbado en la cama un poco más, bebiendo agua y recordando la llamada telefónica realizada anteriormente. Había pedido usar el teléfono poco después de que hubieran atrapado a la mayoría de los ratones y descubrieran a Boris enroscado alrededor del calentador de agua, en el cuarto de calderas de arriba. Se bebió el agua y sonrió en la oscuridad de la habitación. Estaba bien volver a estar en una cama de verdad, una cama con sábanas y almohadas. Esta era una cama doble de latón, rechinante y algo combada, pero suficientemente cómoda. Tenía la certeza de que no estaría en esa cama mañana por la noche. Bebió más agua, sonriendo en la oscuridad, recordando.

—Graef.

—¿Qué hay?

—Ah, señor McGill.

—¿Cómo estás?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien.

—¿Dónde estás?

En Glasgow.

—Eso está bien. ¿Podemos vernos?

—¿Qué tal mañana?

—Sería perfecto. Aunque podría librar esta noche.

—No fingiré que no me tienta esa idea.

—Y debería tentarte. —Pudo oír su sonrisa—. Y halagarte también. Nunca me arriesgaría a parecer tan ansiosa con nadie más.

—Ojalá pudiera. Pero tengo asuntos familiares que resolver.

—¿Tus tías? ¿Beryl y Doris?

—Sí, ellas. Y un primo.

—Mañana entonces. Saluda a las chicas de mi parte.

—Lo haré. ¿Dónde nos vemos?

—Ven a la oficina. Cuando quieras después de las siete. He estado fuera, de conferencias, así que tengo un montón de trabajo atrasado.

Él no está realmente allí. Lo sabe, pero da lo mismo. Lo sabe, pero saberlo no le ayuda.

Él no está allí; primero, porque sabe que esto no está pasando. Él no está allí, segundo, porque allí no había nadie, se sabe, es un hecho. Y él no está allí, tercero, porque cuando ocurrió apenas tenía dos años, y en el sueño es unos años mayor, puede que cinco o más, capaz de comprenderlo que está pasando y de hablar y de razonar con ella (incluso aunque ella nunca escucha, incluso aunque ella no puede oír, incluso aunque ella no lo ve). En el sueño él es capaz de andar lo bastante rápido para mantenerse a su lado mientras ella camina por la casa hasta el guardarropa, donde escoge el largo y oscuro chaquetón con los bolsillos de cazador, el chaquetón que había sido de su padre y, a veces, como ahora, igual que esta vez, él es capaz de seguirla a través de las tinieblas de la casa para adentrarse en la luz del día e ir detrás de ella mientras baja por el oscuro y húmedo camino bajo los alisos y serbales hacia el sendero que lleva hacia la caseta de entrada y la carretera y el mar.

El sueño fue interrumpido cuando la puerta de su dormitorio se abrió, la luz se derramó brevemente en el interior y alguien entró en la habitación y cerró la puerta.

—¿Alban? —dijo una voz en la oscuridad. Al principio, no estaba seguro de estar totalmente despierto y, solo por un instante, pensó que podría ser su madre, para responderle al fin. Se esforzó en despejarse del todo. No creía haber estado mucho tiempo dormido.

—¿Beryl? —preguntó a su vez.

—Enciende la luz —le indicó la tía abuela Beryl—. No quiero golpearme una espinilla. Una ya tarda un mundo en curarse a mi edad.

Tanteó en busca de la lámpara de mesa, dio con ella y la encendió. La tía abuela Beryl llevaba puesto un largo camisón blanco y una bata de tartán de aspecto cálido. Su pelo, el de verdad, era muy blanco, fino y escaso.

—¿Ocurre algo? —inquirió él.

—No —dijo ella—. Bueno, sí, pero no es ninguna emergencia.

—¿Boris está aún en su pecera?

—Que yo sepa, sí. —Anduvo hasta la cama y empezó a deshacer la esquina por los pies—. Muévete, sobrino, y pásame una almohada. —Beryl cogió las sábanas de los pies de la cama, recibió la almohada y se subió, colocando la almohada detrás de ella para poder sentarse de cara hacia él. Fijó sus ojos en Alban con una mirada cautivadoramente brillante. Él subió un poco las sábanas para taparse los pezones, asombrado consigo mismo por sentirse tan cohibido. Su tía abuela tomó aire con fuerza—. Bueno, Alban.

—Sí, Beryl.

—¿Recibiste mi carta?

—Sí, lo hice. Aunque fue hoy mismo. Fielding la trajo desde Gales.

—Y la has leído.

—Sí. —Se estiró hacia el vaso de agua—. ¿Quieres un poco de agua?

—Sí, por favor. Gracias.

—De nada.

—Bueno —empezó a decir, entrelazando sus manos—. Desafortunadamente, desde que escribí esa carta, los asuntos que trataba han llegado a un destino, médicamente hablando.

—Oh, Beryl, cuánto lo siento —afirmo él. La carta tan solo hablaba de que no se encontraba bien y que se había sometido a unas pruebas. Como jamás había oído a Beryl protestar, o siquiera mencionar algo sobre su salud, supuso que esto era algo fuera de lo común, algo que ella consideraba importante.

—Oh, tengo noventa años; he disfrutado una vida larga y provechosa y bla, bla, bla. —Beryl alejó cualquier compasión posible—. Sin embargo, parece que tengo muchas posibilidades de morir antes del próximo año o así. ¡Ja! Como si eso, a mi edad, fuera algo extraordinario. Pero, lamentablemente, han encontrado una de esas cosas tan desagradables que terminan en «—orna» dentro de mi y al parecer eso convierte el resultado en más que inevitable, en vez de concederme, deportivamente, una oportunidad. Aunque podrían quedarme seis meses, y posiblemente un año. Lo único bueno de tener un cáncer a esta edad es que se extiende muy lentamente; las células cancerosas están tan decrépitas y atontadas como cualquier otra parte de mi cuerpo, y les lleva su tiempo multiplicarse.

—Oh, Beryl…

—Déjalo ya, por favor —espetó parpadeando furiosamente—. Siento algo de alivio con la compasión de la gente, pero hasta cierto punto. Todos tenemos que irnos un día; en cierto sentido, tengo suerte de saberlo.

—Si hay algo que pueda hacer… —comenzó a decir.

—Lo hay —atajó abiertamente.

—¿El qué?

—Cállate y escucha.

—De acuerdo.

—Ya que mi enfermedad progresa y mi estado se deteriora, en su debido momento tendré que encargarme de algunas cosas yo misma, porque no tengo intención de morir en medio de un gran dolor si no hay esperanza de recuperación. Eso es algo que sé que debo contarte, Alban, compréndelo, pero debes convencerte de que no es más que una forma práctica de escapar de una experiencia desagradable, eso es todo. Por lo general, obviamente, una no suele aprobar ese tipo de cosas; que si es una salida fácil, que siempre es mejor seguir luchando, que nunca se sabe lo que podrías encontrar al doblar la próxima esquina, esa clase de cosas; sin embargo, es algo a lo que hay que enfrentarse, y yo particularmente quiero que estés preparado. También me ha sorprendido que para algunas personas, la experiencia desagradable de la que tratan de escapar con el suicidio es del resto de sus vidas. Si contemplan la vida como algo en lo que no les espera otra cosa aparte de dolor emocional hasta que mueren o envejecen, bueno, una puede entender que eso sería por sí mismo insoportable, y cuanto más joven eres, peor resulta. Ese es el tipo de cosas en las que una piensa cuando se encuentra en este tipo de aprieto. Así que, por lo que pueda valer, te lo transmito. —Hizo una pausa—. ¿Sí? —Pudo ver que él deseaba decir algo.

Hizo por tomar aliento, pero de repente se limitó a asentir y dijo:

—Muy bien. Gracias.

—Ahora, el otro asunto que mencioné en mi carta. Del cual hablamos una vez, hace algunos años.

Hubo una pausa, entonces Alban dijo: «Ajá», a falta de algo mejor.

—No estoy al tanto de lo que sabes acerca de las circunstancias que rodearon tu nacimiento.

Alban apartó la mirada, aparentemente en busca de los oscuros rincones de la habitación, perdidos entre las sombras.

Se encogió de hombros antes de hablar.

—Nací en la Mansión Garbadale el tres de septiembre de mil novecientos sesenta y nueve. Mis padres se habían casado dos días antes, también en la casa. Antes de eso habían estado viviendo en Londres. Eran estudiantes en la London School of Economics; fue allí donde se conocieron. Se quedaron a vivir en Garbadale, y papá se convirtió en, bueno, nunca fue un puesto formal, pero en una especie de aprendiz de administrador de la finca. Creo que fue allí donde empezó a pintar. Winifred y Bert también estaban allí la mayor parte del tiempo. Mamá, Irene, me cuidaba, aunque al parecer no se encontraba muy bien. Algo de eso podría estar relacionado con la depresión postparto. Estuvimos en Garbadale hasta… Hasta que tuve dos años. Hasta que Irene murió. —Volvió a encogerse de hombros.

Beryl parecía pensativa; sus ojos, ya de por sí pequeños, se redujeron hasta ser dos arrugadas ranuras.

Hmm. Ya veo. No está mal. Lo que quería contarte ocurrió justo antes de que nacieras, a finales de agosto de aquel año.

Él asintió y cruzó los brazos por encima de su pecho.

—¿Sabías que tu madre había sido atropellada por un autobús, en Londres, un par de semanas antes de que nacieras?

—Sí, lo sabía. Esa fue una de sus razones para ir a Garbadale, lo fue para ambos; para recuperarse.

Hmm. Aunque embarcarse en un viaje de ochocientos kilómetros, incluso en el coche cama y dentro de un cómodo vagón, resulta un tanto extraño cuando uno ha sido atropellado de esa forma. Tenía muchas lesiones, y daños en la cabeza.

—Eso es lo que oí.

—Si hubiera sido atropellada por un vehículo —dedujo Beryl—, probablemente se habría roto las dos piernas.

—Si tú lo dices —concedió—. Pero no podía haber estado tan malherida; le dieron el alta uno o dos días más tarde.

—Sí —afirmó Beryl, pensativa.

La verdad era que a él no le gustaba hablar de nada de eso. No le gustaba pensar en nada de eso. Durante la mayor parte de su vida, había evitado regresar a la grande y tenebrosa casa y al húmedo y oscuro jardín con la enorme finca desolada, rodeada de roca resbaladiza y brezo golpeado por los fuertes vientos. Estaban esas escasas largas visitas de fines de semana a la Mansión Garbadale durante su niñez, para visitar a la abuela Winifred y al abuelo Bert y, una vez, poco después de que naciera su hermana Cory, se habían quedado durante una semana, pero a él no le había gustado el lugar y, pensándolo bien, estaba muy seguro de que su padre también lo detestaba. No se le podía culpar. La primera vez que Alban decidió regresar por su propia voluntad había sido para deshacerse de algo de lo que realmente necesitaba deshacerse. Desde entonces había regresado unas cuantas veces, dispuesto a no dejar que aquel lugar y su legado le intimidaran. Pero, a la hora de la verdad, siempre lo hacía con los dientes apretados.

—Sabes, la cuestión es que —prosiguió la tía abuela Beryl—, yo estaba en Londres cuando tu madre tuvo el accidente.

—Oh —dijo Alban. Beryl había sido enfermera, primero en el ejército, luego en la sanidad pública, en Manchester, después en Arabia Saudi y Dubai, y finalmente, durante los últimos años antes de jubilarse, en Glasgow.

—Ella fue atropellada en la calle Loake, cerca de una clínica —recordó Beryl—. Una privada; de cirugía. Lo que actualmente llamarían cirugía electiva. Fue uno de sus doctores quien llegó primero a la escena. Yo la visité en el hospital San Bartolomé, el día después del accidente. Se encontraba fuertemente sedada; no se le podía sacar mucho en claro. Intenté hablar un momento con ella, pero entonces me echaron. Fue una enfermera muy furiosa. Le expliqué que era de la familia y una enfermera veterana, pero no me estaba escuchando. Unos modales deplorables, recuerdo haber pensado en el momento. —Beryl frunció el ceño, como si aquel incidente de hace treinta y cinco años aún le molestara—. La cuestión es que yo tan solo había ido a la «gran niebla[6]» para visitar a una vieja amiga de la guerra. Fue pura casualidad que me encontrase tomando un té con Winifred y Bert en su piso de South Kensington cuando los polizontes llegaron para avisarnos de que habían atropellado a Irene. De hecho, yo acababa de llegar; apenas me había dado tiempo a mojar una galleta antes de que llamaran a la puerta. Fueron Win y Bert los que salieron corriendo nada más conocer la noticia y me dejaron allí para cuidar el fuerte, contestar al teléfono y demás. No volvieron hasta muy tarde aquella noche y entonces dijeron que Irene estaba inconsciente y que no permitían ninguna visita aunque, como ya he dicho, de todas formas acudí al día siguiente solo para asegurarme de que estaba bien atendida. Tenía que salir para el Golfo al día siguiente, así que se trataba de mi última oportunidad. —Se quedó en silencio durante un momento—. Nunca volví a verla.

—Bueno, fuiste a visitarla; eso estuvo bien por tu parte.

—Algo de lo que dijo —espetó Beryl repentinamente—. Mientras estaba allí tumbada. Quiero decir, la pobre muchacha estaba semiinconsciente como mucho, pero sonó coherente cuando lo dijo.

—¿El qué?

—Que él no había querido que lo tuviera, y ese era el motivo.

Alban se quedó pensando durante un momento.

—Eh, ¿cómo dices?

Beryl lo repitió con mucha claridad:

—Que él no había querido que lo tuviera, y ese era el motivo.

—Oh, Cristo —susurró él abriendo los ojos—, se refiere a mí, ¿verdad?

—Típico de hombres —suspiró Beryl—. Sí, obviamente se refería a ti. Pero la cuestión es, ¿quién es ese «él»? Y, ¿quiere esto decir que se arrojó a propósito delante del autobús?

—Jo… —comenzó a decir Alban—. Jesús, Beryl —rectificó.

—Antes de partir hacia el oriente, me encontré con tu padre y hablé con él. —Hizo una pausa—. Alban, ¿mostró alguna vez tu padre alguna aptitud para la actuación, u otra señal de ser especialmente bueno mintiendo?

Alban ya se encontraba sacudiendo la cabeza. Andy era un tipo muy corriente. Bastante callado, posiblemente un poco aburrido; tan solo un hombre reservado y convencional. Había sido un padre bueno y cariñoso y, por lo que Alban sabía, jamás había dicho una mentira en su vida. Por Dios, si hasta le dijo a Alban que Papá Noel no existía la primera vez que se lo preguntó abiertamente. Incluso ahora, Alban podía recordar haberse sentido horrorizado, deseando que su padre hubiera seguido manteniendo el secreto, como los de todos los demás.

—¿Actuar? ¿Mentir? No —le respondió.

Hmm. No es lo que pensé. En ese momento creí que, o bien tu padre tenía una frustrada vocación de actor, o bien decía la verdad. No creo que Andrew fuera ese «él» al que ella se refería.

—Estaba semiinconsciente, Beryl, puede que fuera…

—Puede que fuera tan solo un desvarío —atajó Beryl.

—Bueno, sí.

—Es posible.

Se quedaron callados durante un momento, entonces él dijo:

—¿Quién más podría haber sido? Ese «él». ¿El abuelo?

—O uno de tus tíos ¿Blake, James, Kennard, Graeme? Francamente, no tenía ni idea. Lamento decir que aún no la tengo. Lo extraño es que todos se volcaron contigo cuando naciste; en especial Bert. Si ninguno de ellos quería que ella lo tuviera, ciertamente cambiaron de idea en cuanto saliste a escena.

—De todas formas, estamos hablando de mil novecientos sesenta y nueve, no de mil novecientos cuarenta y nueve —dijo Alban—. No era para tanto ser madre soltera, ¿verdad?

—El estigma se redujo mucho desde mis días —comentó Beryl. Algo en su voz hizo que Alban la mirase con atención—. ¡Oh! —Agitó una mano—. No yo, sino unas cuantas amigas.

—Lo siento.

—No tanto como lo sintieron ellas.

—¿Le has mencionado esto a alguien? —Quiso saber Alban.

—Tan solo a Winifred. —Frunció el ceño—. No sé si ella se lo ha dicho a alguien más.

—Nunca me lo dijo.

—No —asintió Beryl. Arrugó en un nudo la ropa de cama delante de ella. Luego la dejó soltarse y que sus manos cayeran a un lado—. Quizá no soy más que una vieja tonta, Alban. Fue hace mucho tiempo y… —Miró hacia abajo y Alban pensó en lo infinitamente frágil y vulnerable que parecía. Su voz se extinguió.

Luego se rehízo, aclaró su garganta y dijo:

—Quizá deberías ignorarme. Quizá no tendría que haberte dicho nada. —Dibujó una fina y temblorosa sonrisa bajo unos ojos húmedos y en un rostro que recordaba a una calavera, amarillento por la edad y surcado por prominentes venas azules—. Por supuesto, ya es demasiado tarde. Oh, en fin. Atribúyelo a mi instinto de limpieza de corrales, ¿eh? Una se debilita con el paso de los años, en todos los sentidos. La carga de los recuerdos y… y secretos, sospechas… Todo empieza a ser más pesado. —Le miró fijamente de una forma muy característica y añadió—: Todos empiezan a hablar, tarde o temprano.

Entonces dio un gran bostezo, llevándose una de sus delgadas manos a la boca.

—Será mejor que me vaya a mi propia cama. Siento haberte molestado.

—No importa —dijo él. La observó colocar en su sitio la ropa de cama—. ¿Beryl?

—¿Sí, querido?

—¿Piensas contarle a alguien más lo de tus problemas de salud?

—Estrictamente lo que necesiten saber, querido. Cuéntaselo a la gente si crees que debes hacerlo, de lo contrario —se llevó el dedo índice a los labios—, chitón.

Beryl salió de debajo de las sábanas.

Tan pequeña y delgada como una niña, pensó él.

Ella volvió a meter las sábanas en su sitio con eficacia.

Le dio la espalda para marcharse, entonces se volvió.

—¿Qué era toda esa tontería de esta noche sobre la compañía y las acciones y todo eso? ¿A dónde quería llegar Fielding?

—Spraint quiere adquirir la compañía al completo. Fielding intenta organizar la oposición, supuestamente con el respaldo de la Yaya.

—Oh, ¿es eso? —Parecía pensativa—. Creo que yo tan solo poseo el dos o tres por ciento. Doris no posee nada, por supuesto.

—Estoy seguro de que Fielding te diría que todo cuenta.

—Bueno, yo jamás votaría por la venta. —La tía abuela llegó hasta la puerta—. Simplemente podría haber preguntado —musitó. Se detuvo junto a la puerta, con su mano sobre el tirador—. Oh, ¿mañana?

—¿Si, Beryl?

—Parece ser que nos lleváis a las carreras de Ayr. Espero que no os importe.

—Estoy seguro de que no será molestia alguna para nosotros. —Sonrió.

Empezó a abrir la puerta, entonces dijo frunciendo el ceño: «No es que sea un gran favor, ¿sabes? Vamos a ir de todas formas; pero así nos ahorramos la limusina».

Finalmente Fielding tiene la ocasión de hacer su jugada, después del desayuno, a la mañana siguiente. Al y él tienen que levantarse temprano para encontrar las provisiones relevantes, y parece que también han de prepararlo (afortunadamente, Alban se presenta voluntario; las habilidades culinarias de Fielding se basan más en la apariencia que en la práctica). Las ancianitas parecen estar muy animadas, teniendo en cuenta la cantidad de licor de cereza y melocotón que recorrió sus gaznates la noche anterior. Fielding tiene un poco de resaca, aunque lo disimula bien, y Al parece un poco cansado (aunque por fin, piensa Fielding, se ha recortado la barba. Aparenta estar casi acicalada. Se nota que va a encontrarse con la chica de las mates; eso debe ser amor). Supuestamente, Fielding acordó llevarlos a todos a algún certamen de carreras aunque en realidad es algo reacio a la idea. De todas formas, solo tendrá que pensar en ello como un entretenimiento para unos clientes, tratarlas como futuras consumidoras y mantener la moral alta. Ablandarlas con unas buenas delicias fritas y convencerlas durante el almuerzo.

Las chicas parecen muy ilusionadas. Aunque, más tarde, mientras Alban y Fielding están recogiendo la mesa y las ancianitas se encuentran arriba, preparándose para pasar el día fuera, Alban dice:

—¿Sabes, Fielding? Hasta ahora he estado aquí en la brecha, pero no estoy aquí, ni voy a ir a ninguna otra parte, para montar una campaña propagandista en contra de la venta. Si puedo hablar con la gente, descubrir lo que piensan, puede que ayudarles a saber lo que realmente quieren, pues bien. Pero…

—Primo, o confías en esta venta o no. Venga ya, baja de esa nube y decídete.

Él solo sonríe.

—Sí, pero tratar de conseguir que la gente haga lo que no quiere hacer es, por lo general, estúpido y frustrante.

Fielding no puede creerlo. ¿Cómo puede alguien ser tan ingenuo?

—Tratar de conseguir que la gente haga lo que no quiere hacer —le replica a su primo—, es para lo que sirven la publicidad y la mercadotecnia.

La verdad es que las carreras están bien. Fielding no hace apuestas, lo que las chicas opinan que está mal visto; incluso Alban tiene una corazonada (pierde), pero a Fielding le gustan las apuestas con mejores números. Le gusta el riesgo, de eso se trata en los negocios pero, francamente, las probabilidades de éxito han de ser mayores y más moldeables. Más abiertas a ser masajeadas y persuadidas y controladas y todo ese rollo.

Hace un agradable día de brisa, la pista parece muy animada en un sentido algo anticuado y convencional, y puede verse a unos cuantos personajes; todos los sombreros de fieltro de Escocia y del norte de Inglaterra parecen haber venido, posiblemente para emparejarse o algo así; y además disfrutan de un grato almuerzo. Las chicas se achispan con gin-tonic y vino blanco, y escuchan con evidente interés la charla de Fielding acerca de no vender la empresa a Spraint Corp. Está pensando que casi ha terminado aquí. Misión cumplida.

Al se toma un par de copas, pero luego se pasa al agua. Tiene una cita con la chica de las mates y no quiere llegar hecho una piltrafa. Aun así, Fielding está muy seguro de pescarlo dando un trago de la petaca de Beryl, tras su único acierto del día. Fielding, por supuesto, está al volante, lo cual estaba bien en el viaje de ida, pero es una pesadilla para volver, sobre todo al abandonar el aparcamiento.

—Odio esto —espeta, mientras esperan su turno para salir detrás de Dios sabe cuántos cientos de coches. Él considera que se debería poder pagar para salir de allí con rapidez; merecería la pena. ¿Por qué las viejas chochas no son vip? Alban, en el asiento del copiloto, no dice nada. Beryl y Doris están detrás y ya han empezado a emitir preocupantes gemidos indicando que van a necesitar un inodoro en poco tiempo. Aunque también parecen adormiladas. Eso podría ser un golpe de suerte, o de muy mala suerte, para la tapicería de Fielding.

—Odio esta sensación de estar atascado —protesta, apoyado sobre el volante—. Odio hacer cola, odio que me pastoreen y que me metan en un corral y que me traten como al resto del ganado. Odio esta sensación de… inercia.

—¿Qué dices, querido? —pregunta Beryl, imponiéndose al sonido. Fielding ha puesto una música clásica de piano que tiene para impresionar a los clientes, esperando que mantenga la mente de las ancianitas bien alejada de sus vejigas.

—Odio esta sensación de inercia —repite Fielding, subiendo la voz, Toca el claxon, sin motivo alguno.

¿Hmm? ¿Eh? ¿Cómo dices? —insiste Doris, con la voz medio dormida. Imprecisa, al menos—. ¿Que odia qué?

—La inercia —le aclara Beryl.

—Sí, querida. Soy un poco «bebercia».

Al se vuelve a mirarla y entonces se echa a reír. Beryl también suelta unas carcajadas.

Fielding sacude la cabeza. Es obvio que están borrachos.

—Las preguntas y las respuestas no son como los polos magnéticos; unas no implican a las otras. Hay un montón de preguntas sin respuesta. —Mientras habla, ella le coge la mano derecha y la examina cuidadosamente bajo la luz del crepúsculo, que cae desde la ventana situada sobre la cama. Le frota las yemas de los dedos con su pulgar—. ¿Puedes sentirlo? —pregunta.

—Solo un poco.

Ella besa suavemente cada uno de sus dedos, haciendo un tenue sonido.

—¿Y esto?

Mmm, hmm. ¿Los vas a curar con tus besos?

—Podría tener poderes mágicos curativos —explica. Encoge los hombros, provocando un ligero balanceo de sus blancos senos—. ¿Qué podemos perder?

Verushka Graef es medio checa y, en escasas ocasiones, él cree poder detectarlo en su forma de unir las palabras. Puede sentir que «¿Qué podemos perder?» se unirá a una selección de frases que él guarda, diminutos talismanes de singularidad, de adoración.

Había hecho lo mismo con Sophie, por supuesto. Aún lo hace, o al menos así lo cree, sin olvidar nada, por mucho que quisiera ser capaz de hacerlo.

Verushka Graef es alta y rubia, con un pelo teñido de negro que ya deja asomar raíces amarillas. Su cara es amplia, con los ojos alineados sobre una nariz pronunciada, de fosas nasales redondeadas y abiertas y, cuando sus azules ojos de gata se abren, apenas puede disimular lo que parece una expresión de constante asombro.

Tan solo visibles en la piel ligeramente bronceada de su costado izquierdo, Alban percibe las huellas de unas finas y superficiales marcas rosáceas del tamaño de una mano. Situadas sobre su espalda, se las hizo cuando fue arrastrada en el mar sobre un arrecife de coral, junto a la costa de Takua Pa, una isla al norte de Phuket, en Tailandia, y constituyen un duradero souvenir del tsunami que ocurrió durante el Boxing Day[7].

A veces, cuando se mueve, se muestra algo torpe y desmañada y, a no ser que esté concentrada en alguna actividad física, puede parecer desgarbada con su alta figura, igual que una adolescente en crecimiento, todavía sin dominarse.

—Pero, ¿no depende todo eso del tipo de pregunta? —inquiere.

—¿Si tiene o no respuesta? —Aún tiene los ojos cerrados—. Por supuesto —hace una pausa. Se forma una pequeña arruga en el espacio entre sus claras cejas, la única y solitaria de un rostro sin mácula—. Aunque para definir la pregunta con suficiente precisión tendrías, como consecuencia, que responderla. Lo cual no es de mucha ayuda.

—Se trata de mi familia. Las cosas rara vez ayudan.

—Tienes una familia muy interesante. Los que he conocido me han caído bien.

—Te han caído bien los que he considerado apropiado que conozcas.

—¡Los estás protegiendo! Qué tierno. —Abre los ojos y lo mira, sonriente. Ella cree que está siendo cruel.

—Por supuesto —responde él—. ¿En qué estaría pensando? En toda la gente a la que hay que mimar.

—Yo siempre estoy disponible para los mimos.

Tiene treinta y ocho años; dos más que él. Recuerda que se sorprendió la primera vez que ella se lo dijo, unos días después de que se conocieran en un hotel de los que hay en cualquier parte, pero que estaba, de hecho, en China. También recuerda sorprenderse de que aquella diferencia de edad le causara cierta preocupación, ya que creía que siempre debía ser mayor que cualquier novia. ¿De qué iba todo eso? ¿Por qué lo pensaba?

Aún no ha dejado de sorprenderle el hecho de que sean amantes, y no solo porque se sienta como un caballo de tiro ante un purasangre. Ella es alta y rubia (bueno, normalmente rubia, y desde luego que lo era cuando la vio por primera vez, en Shangai) y delgada; pechos pequeños, estrechas caderas; cuando él tenía fijación por las mujeres pelirrojas, o con el pelo marrón oscuro, que fueran curvilíneas y voluptuosas. Ella no tiene intención de tener hijos en absoluto, mientras que él alberga, medio en secreto, el deseo de que algún día será padre, parte de una familia. Ella es matemática, profesora, amante del deporte sin interés alguno en la jardinería o las plantas; no hay ni una sola cosa verde que crezca en su piso, ascéticamente limpio y parcamente amueblado; e incluso se pelearon, y casi se separaron cuando la jodida guerra de Irak; él se había mostrado suspicaz y reticentemente a favor de la guerra (y ahora se muestra incluso más desencantado y cínico que antes) mientras que ella estuvo desde el principio en contra de la guerra, de hecho lo había estado desde aquel fatídico once de septiembre, esgrimiendo que una atrocidad se utilizaría como excusa para cometer otra aún mayor.

Por entonces, él había pensado que aquello era ser demasiado cínico; ahora deseaba que esa fuera la última ilusión que se hiciera pedazos.

Ella vive en el ático de un bloque de piedra arenisca en Partick, un edificio todavía manchado por el hollín del humo de hace cientos de años, de las chimeneas cuyo fuego hace ya tiempo que se apagó, y que aún está por limpiar, para que vuelva a su color natural rojo claro. El edificio está a solo quince minutos andando desde la casa de Beryl y Doris y apenas un poco más lejos de la universidad. El piso tiene una vista limitada, cortada, del río y de las bajas colinas más allá de Paisley. Es un lugar desnudo, apenas dotado de muebles, sin televisor ni teléfono. Hay una radio y un coqueto reproductor de CD junto a una pequeña estantería llena de Bach, Mozart, Beethoven y una recopilación de Led Zeppelin. No hay persianas ni cortinas en ninguna de las ventanas; le gusta despertarse con la aurora durante la mayor parte del año y guarda un antifaz de Air France para el pleno verano, cuando el sol entra a horas muy tempranas.

Todo esto supone un insólito contraste con su despacho en el edificio de mates, el cual está en completo desorden y tiene tres ordenadores distintos, cinco monitores, desde antiguos armatostes de rayos catódicos hasta finísimas modernidades de lcd con pantalla ancha, dos televisores, un retroproyector y una estantería cuadrada, llena con una docena de idénticas lámparas de lava rojas y plateadas con formas semejantes a naves espaciales. Incluso hay plantas: una pequeña yuca, dos alegrías y un cactus enano como una trampa de pinchos en una pelota de golf. Todas estas plantas fueron regalos y ella apenas se acuerda de regarlas; lo hacen sus colegas. La única similitud con su piso es que jamás baja las persianas. Lo explica diciendo que su trabajo exige mirar mucho por las ventanas, pensando, y las persianas no hacen más que estorbarle, dondequiera que se encuentre.

Se había criado en Glasgow, después fue a la universidad en Trier, terminó un doctorado en Cambridge y se especializó en geometría; teselaciones, aunque era dada (a veces, tras leer publicaciones de otras ramas del gran árbol que es el conocimiento matemático) a sacudir la cabeza y murmurar cosas como: «Debería haberme especializado en teoría de números».

Esporádicamente se envolvía, a veces de una forma sorprendentemente apasionada, en discusiones de foros de Internet con gente que no era de su campo, acerca de cosas como la naturaleza de la conciencia y desconcertantes e incomprensibles preguntas como: «¿Dónde están los números?». («¿Donde los dejaste, quizá?», había sido la sugerencia de Alban). Esa estaba aún sin resolver; ella hablaba sobre eso con un tipo de St. Andrews, quien estaba interesado en la filosofía de las matemáticas; una especialidad que Alban jamás había sospechado ni que existía, pero se sentía extrañamente aliviado de que lo hiciera.

Una vez abrió un profundo cajón en el cuarto de estar para descubrir una colección de aproximadamente cuarenta pisapapeles de milefíori. Eran complejos, hermosos y llenos de colores vivos.

—¿Por qué no expones estos? —le había preguntado, examinando uno a la luz.

—Por el polvo —aclaró perezosamente desde el sofá. Estaban jugando al ajedrez y ella estudiaba su próximo movimiento. Él tan solo había conseguido ganarle una vez en más de veinte partidas, y todavía medio sospechaba que le había dejado ganar aquella vez.

Su única otra extravagancia estaba casi por completo bajo sus pies; le encantaban las alfombras orientales, cuanto más elaborado fuera su diseño, mejor; y las desnudas tablas del suelo del piso estaban cubiertas con tapices persas, afganos y pakistaníes. El piso tenía habitaciones grandes desde un punto de vista moderno, pero tan solo un dormitorio y un cuarto común; casi se había quedado sin espacio en el suelo para las alfombras y había empezado a colgarlas en las paredes, lo que hacía el lugar, según Alban, un poco más habitable, menos parecido a una celda. Sin embargo, el aspecto general del piso era aún muy espartano.

Aquella austeridad se extendía a su vestuario. Se vestía habitualmente con una camisa blanca, pantalones negros y una chaqueta negra. Tenía cerca de treinta blusas blancas casi idénticas, una docena o más de pares de pantalones negros más unos cuantos vaqueros negros y media docena de chaquetas negras, todas con aspecto de formar parte de un conjunto, excepto una, que era de cuero. Sus zapatos eran prácticos, negros, con cordones y tacón reducido. Poseía un abrigo negro y dos pares de guantes negros para el invierno, acompañados durante el más crudo clima por un gorro negro de montaña con orejeras.

Tenía un vestido largo negro y un vestido corto negro para las ocasiones muy especiales, en las que no podía salir del paso con el habitual uniforme de pantalón, camisa y chaqueta. Sin embargo, según sus propios cálculos, aproximadamente el noventa y nueve por ciento del tiempo, cuando no estaba desnuda o llevando ropa específica para algún deporte o pasatiempo, se encerraba en su monocromático aspecto.

—¿Y en vacaciones también? —le había preguntado.

—Las vacaciones no cuentan, cariño.

Una vez, solo una vez, la había visto llevar maquillaje, después de que un par de amigas la convencieran para que las dejara ponerle un poco, antes de una fiesta en la facultad. Él pensó que estaba sensacional, pero que no parecía ella. Había dicho que se sentía como si llevara una máscara, y que al principio había sido de lo más incómodo.

Por lo general, no solía llevar maquillaje en absoluto y no tenía peines ni cepillos. Alban había observado varias veces su rutina de la mañana: se lavaba la cara con agua, se la frotaba con fuerza, se la secaba con golpecitos de toalla y, entonces, con sus manos aún mojadas, se pasaba los dedos por su corto pelo.

Eso era todo.

Se duchaba después de hacer deporte. Jugaba al squash «como un guepardo hasta arriba de speed», según un profesor de literatura inglesa con una oreja vendada y un considerable hematoma en la cara con el que Alban había charlado en una fiesta. También tenía una bicicleta de montaña que guardaba en el pasillo del piso, donde esperaba entre excursiones mientras llenaba todo de barro seco. Había jugado de portera para el equipo de fútbol femenino de la universidad, era una lanzadora endemoniadamente rápida en el equipo femenino de criquet, aunque lo que quería en realidad era lanzar con efecto, y jugaba al golf de vez en cuando con los viejos palos de su padre, cada uno de los cuales tenía más años que ella. Durante algunos años había remado en Clyde, pero después lo dejó, cuando enganchó el remo en el cuerpo de un suicida adolescente y se vio arrastrada al agua junto al cadáver. Le encantaba escalar montañas, pero no soportaba las alturas. Probó a escalar paredes de roca, exclusivamente para combatir su vergonzosa limitación, perseverando más allá de lo aconsejable por un experto o por el sentido común, pero el problema no era un miedo que pudiese ser vencido, y así, finalmente, lo aceptó y se limitó a ascensos que pudieran realizarse caminando, con un número escaso de escenas de «¡no mires abajo!».

Era una apasionada bailarina, aunque sorprendentemente patosa.

Alban sabía de, al menos, dos colegas en el departamento de matemáticas que estaban desesperadamente enamorados de ella.

Ella tenía un par de amantes ocasionales aparte de él; lo sabía; ambos eran del tipo deportista.

Hubo otro más, pero murió en el tsunami.

Su madre viuda también vivía en la ciudad. Eudora era una mujer menuda y vivaracha que trabajaba en la biblioteca Mitchell, y se vestía y movía con una elegancia que, según sospechaba Alban, su hija hacía ya tiempo que había decidido no tratar de igualar, o siquiera intentar imitar.

—Así que, señor McGill —dice la encantadora Verushka, liberando su mano suavemente y llevándosela a la boca para besarle una vez más los dedos uno a uno—. Tu familia vuelve a levantar su cabeza de hidra. ¿Y qué va a pasar?

—Probablemente nada —responde él, mirando su boca intencionadamente. Sus labios son carnosos y rosados—. Acabarán vendiendo, la familia se separará aún más, dejaremos de fingir que todo eso nos importa mucho, dejaremos de tener que decidir si ascender a personas de la familia o traer gente de fuera que realmente sabe lo que hace, así que todo se volverá más eficiente, lucrativo y ordenado bajo el ala de la Spraint Corporation, algunos de nosotros nos tumbaremos sobre el dinero y nos retiraremos para dedicarnos a nuestras aficiones, otros invertirán en su propio negocio o en el de otro cualquiera e incluso ganarán más dinero, y otros harán lo mismo pero se arruinarán. No importa lo que seamos, no importa lo que se supone que vale, todo ello se… dispersará. —Deja de mirar su boca y empieza a observar sus ojos. Ahora están abiertos y bizquean—. ¿Qué? —pregunta.

—No me refería a nada de eso.

—Te refieres a Beryl.

—Sí. A lo que te contó.

—Estaba pensando en olvidarlo; ignorarlo todo.

—Eres un idiota. —Ella le coge la mano y la pone sobre su pecho, entre sus senos.

—Probablemente no sea nada.

—Entonces, ¿por qué tenía miedo de ir más allá?

—Yo no tengo miedo.

—Sí que lo tienes, Alban —insiste de forma indiferente, sonriendo para tratar de suavizar el golpe—. Te asustan muchas cosas sobre tu familia.

Había acudido a encontrarse con ella un poco después de las siete en el edificio de matemáticas donde ella trabajaba. Su oficina era la única que permanecía iluminada y ocupada; todos los demás, o estaban de vacaciones o tenían cosas mejores que hacer un sábado por la tarde, pero ella se estaba ocupando de la correspondencia acumulada y de sus correos electrónicos tras asistir a una conferencia en Helsinki. Llevaban un par de meses sin verse y estuvieron muy cerca de acostarse allí mismo, pero eso, decidió ella, habría sido inadecuado (a veces usaba palabras como esa). Lo pensaron mejor y volvieron al piso.

Más tarde, le había hablado acerca del diagnóstico de dedo blanco, de su estancia en el piso de Perth, de la repentina llegada de Fielding con noticias acerca de la empresa familiar y de la charla con Beryl en la cama, la cual, sin duda, había sido un poco preocupante al principio, cuando él se había preguntado, todavía medio dormido, por qué aquella vieja y marchita anciana se invitaba a entrar en su cama, pero que apenas había sido nada de lo que preocuparse, en realidad.

—Bueno —dice en su defensa—, es que es una familia preocupante.

—Eso es lo que siempre me dices. Mamá y yo hemos llevado a las chicas a tomar té y pasteles un par de veces que tú no estabas aquí. Se lo pasaron muy bien.

—¿Té?

—Bueno, copas y pasteles —concede—. ¿Y tus padres"? Fueron muy simpáticos. —Andy y Leah habían pasado por Glasgow un par de años atrás, cuando Alban estaba viviendo con ella. En cierto modo, Verushka había insistido en conocerlos, llevando a su propia madre. Almorzaron juntos. El se había sentido aterrorizado de antemano pero todo fue sorprendentemente bien—. ¿Y aquellos dos viejecitos en Garbadale? —continúa—. Cuando paramos allí para tomar el té después de subir el Foinaven y el Arkle…

Recuerda las dos montañas, y el demente y supercompetitivo ritmo que ella impuso en cada ascenso.

También se acuerda de los dos viejecitos de los que está hablando.

—Son empleados —corrige—. Sirvientes; no familia. Y me aseguré jodidamente bien de que la Yaya no estuviera en casa.

—Bueno, da igual. Y Fielding me pareció un buen tipo.

—Oye, Fielding sí que es un idiota.

—No está tan mal. Creo que te admira.

—¿En serio? —Se siente verdaderamente impresionado al oír eso—. De todas formas, aún no has conocido a la Yaya.

—Sí, tu Yaya. Suena interesante.

—También la guerra química y bacteriológica.

—¡Oh! ¡Descarado! —exclama y lanza una mano para pellizcarle el pezón más cercano.

Él sisea, frotándose el dolorido trozo de carne.

—Es tu abuela —aduce, indirectamente indignada—. Dio a luz a tu pobre y difunta madre.

—Y a otros siete anormales y pirados.

Ella amenaza con volver a pellizcarle el magullado pezón levantando sus dedos. Alban agarra su muñeca con una mano, notando su empeño contra él.

—¿Cuántos has dicho? —pregunta, mirando hacia el pezón con una expresión de profunda insistencia.

—Oh, para ya —se queja—. De acuerdo, no todos están locos. Algunos están bien. —Le suelta la muñeca, de prueba. Ella lanza su mano, como si fuera a atacar, y entonces él vuelve a agarrarla con firmeza. Es muy fuerte, pero él lo es más. Ya se está preguntando cuánto va a durar eso, ahora que ha dejado de trabajar en los bosques; a no ser que también empiece a hacer deporte. Al final se ríe y le suelta la mano.

—Entonces —dice ella—, ¿adonde se dirige ahora vuestro espectáculo ambulante?

—Fielding quiere hablar con mi padre, y con el suyo. Eso significa que vamos a Londres.

—¿Y vas a ir?

—Bah, no lo creo. Es probable que no sirva para nada.

Uau —espeta de una forma deliberadamente monótona—. Calma, tigre.

Él se frota la cara.

—Lo siento. No puedo sentir mucho entusiasmo por nada de esto.

Ella permanece un momento en silencio. Alban casi puede oír una, cuidadosamente alineada, lógicamente encadenada, serie de preguntas claramente planteadas, organizarse en el orden analítico más apropiado dentro de su cabeza. Las bases fundamentales de estos ejercicios tienden a ser las mismas: ¿Qué tratas de conseguir? ¿Qué es lo que quieres en realidad?

Respondidas diligentemente, considerando cada una de ellas por separado, el abismo entre las respuestas obtenidas es, a veces, sorprendente. Esta técnica suele funcionar increíblemente bien, pero aún así él la detesta; cada vez. Está lo bastante seguro de que, cuando ella habla, se produce una solemnidad propia de un seminario en su entonación que él identifica con anteriores intentos para obligarle a clasificar sus pensamientos y emociones.

—¿Te importa —le pregunta—, que la empresa familiar pueda ser vendida a esa corporación?

Él lo piensa. Esa es una pregunta que se ha estado haciendo un montón de veces últimamente.

—Un poco —responde y hace un gesto de disgusto, sabiendo lo patético que suena eso.

—Ajá —afirma ella. Él se da cuenta de que ahora se está viendo obligada a retroceder, o al menos a ir hacia un lado, todavía en busca de una definitiva, o en cualquier caso útil, respuesta a su primera pregunta antes de que cualquiera de las subsiguientes pueda ser planteada.

—¿Qué significa «poco» en ese contexto?

—No lo sé, ¡no lo sé! —espeta en voz alta, exasperado; no tanto por su razonamiento, de algún modo inapropiado, como por su propia incertidumbre que elude el fondo de la cuestión.

Se produce otro silencio.

—De todas formas —continúa ella, y su voz le hace saber que, por ahora, ha abandonado la senda analítica—, deberías asistir a esa reunión familiar en Garbadale.

Su corazón parece dar un brinco. Es lo que desea, y eso le asombra, casi lo odia. Él quiere su permiso para ir a Garbadale, incluso aunque siempre ha dicho que ese lugar le disgusta y normalmente lo evita. Incluso con esta hermosa, inteligente y profundamente apasionada mujer entre sus brazos, él quiere, todavía quiere, ver a Sophie, presentar su caso, volver a plantear sus argumentos, intentarlo y redimir todo el dolor del pasado con algún tipo de acuerdo, alguna clase de retorno de su pasión, tan solo un grado de reconocimiento.

Además, tiene que admitirlo ante sí mismo, desea volver a estar en presencia de su extravagante familia, sin que importe lo que decidan hacer con respecto a la oferta de compra. Él solía sentir una especie de amor infantil por todos ellos, por la institución que la familia representaba al completo, entonces comenzó a odiarlos, a odiarla… Después intentó ser aceptado de nuevo, y se unió a la empresa y sintió que, al hacerlo, regresaba a la familia en sí; luego, aun más tarde, no pudo soportarlo más y volvió a abandonarlos, la venta parcial a Spraint fue más una excusa que otra cosa, pero aún le fascinaban, le atraían, y sabe que existe una parte de él, inmadura y vergonzosa, que necesita profundamente su aprobación y que, incluido en eso, o aun más allá, se encuentra la necesidad de ser aceptado, de alguna forma, algún día, por su chica del jardín, por su amor perdido, por Sophie.

Verushka lo observa. Él aparta su mirada de ella.

—Sabes que quieres ir —ronronea, bromeando en parte.

—Esa podría ser una buena razón para no hacerlo.

—Deberías confiar más en tus instintos —afirma tras chasquear la lengua.

—Mis instintos me han metido en muchos más problemas que los que me ha causado jamás mi razonamiento. —Le asombra la súbita amargura que detecta en su propia voz al decir eso.

—Aun así, deberías ir —insiste ella, insólitamente perdiendo o maquillando su tono—. Y haz preguntas mientras estás allí. Descubre de qué estaba hablando Beryl. ¿Estarán allí Doris y ella?

—Probablemente. Creo que ya han contratado a Fielding para que las lleve hasta allí. Como cortesía, incluso podrían haber informado a Fielding acerca de ello pero bueno, ¿quién sabe?

Y entonces, de repente, ella dice:

—¿Y qué hay de tu antiguo amor?

Ha surgido con bastante facilidad.

—Sophie —resopla.

Mira hacia arriba, a la ventana. Verushka había colocado la cama bajo la ventana exclusivamente para tener una buena luz con la que leer y porque le gustaba cuando recibía pequeñas y frías corrientes de aire sobre su rostro, especialmente en invierno. El dormitorio no fue diseñado con ese propósito y en realidad no resultaba adecuado con aquella configuración, pero a ella no le importaba.

—Sí —afirma suavemente—. Sophie.

—Al parecer sí, va a estar allí. Es lo que me dijo Fielding. Aunque no sé si creerle. Debería comprobarlo con alguien más.

—¿Y solo irás si ella está allí?

—No lo sé. —Sacude su cabeza; sinceramente, no lo sabe—. Puede que no vaya si está allí.

—Eso sería una estupidez. —Su voz es muy tranquila—. Deberías ir de todas formas, en cualquier caso.

El la mira, sintiéndose fruncir el ceño.

—¿Lo crees de verdad?

—Sí, de verdad. ¿Quién más podría asistir?

—Oh, parece que asistirán todos. —La idea produce en su interior una extraña amalgama de miedo absoluto, y extraña expectación adolescente.

—¿Y quién podría haber allí que pudiera iluminarte acerca de ese misterioso «él» que mencionó Beryl?

—La Yaya, obviamente. —Alban suspira. Hace un sonido semejante a un chasqueo (Verushka sacude su cabeza)—. El abuelo Bert ya no está entre nosotros. El tío James, el padre de Sophie, también ha muerto. Blake, que es el mayor de esa generación, bueno, le cogieron metiendo la mano en la caja hace treinta años y tomó la ruta de la celda.

—¿La ruta de la celda? ¿Qué significa eso?

—Caíste En Londres; Despiertas Amarillo.

—¿Amarillo?

—En Hong Kong.

—Ah, ya.

—Ha permanecido allí desde Dios sabe cuándo. Le ha ido muy bien por su cuenta, es multimillonario, pero ha perdido el contacto con la familia. Nunca le permitirían asistir a la reunión general extraordinaria; fue desheredado cuando descubrieron que aceptaba sobornos. Me imagino que tampoco lo invitarán a la fiesta de cumpleaños.

—Pero tú lo has visto —asegura ella, recordando una vieja conversación—, ¿verdad?

—Desde luego. La última vez que lo vi fue en el noventa y nueve. Me estuvo enseñando su rascacielos. Por su forma de hablar, parecía esperar que todo aquello se convirtiera en cuarteles del Ejército Rojo en cuanto los chinos hubieran solucionado el papeleo. Un tipo grande, triste y siniestro. Para nada un buen ejemplo de propaganda de la riqueza extrema, o lo que sea, en absoluto.

—Así que, ¿quién nos queda?

—El tío Kennard, el padre de Fielding, y el tío Graeme.

Ella guarda silencio durante un segundo.

—¿Y cuándo es esa fiesta guión reunión general?

—La fiesta de cumpleaños de la Yaya es el nueve de octubre. La reunión general es el día antes. Se supone que debemos estar allí el viernes dado que, oficialmente, es el culo del mundo.

—Ya estamos. Pídemelo amablemente e incluso podría llevarte hasta allí.

—¿No empiezan las clases por entonces?

—Haré una entrada dramática un poco más tarde durante el trimestre, cariño. Tendría tiempo. ¿No quieres que te lleve?

Ella tenía en propiedad una especie de cosa roja con cuatro ruedas, llamada Forester[8] (una coincidencia; ella lo había comprado nuevo y tenía más años que su relación). Conducía de manera puntillosa, casi remilgada, en ciudad; pero cuando llegaba a una carretera abierta se transformaba en una piloto de rally en una etapa especial, sobre todo en la montaña. Él se había preocupado las primeras veces que le había llevado a alguna parte a toda velocidad, pero ahora se sentía bastante tranquilo al respecto, habiendo decidido que era una conductora juiciosa, de reflejos ágiles y nervios de acero. Solo que además conducía bastante rápido, nada más.

—Yo… —Se detiene, y cae de espaldas sobre la cama. Desde el principio se habían prometido que siempre serían honestos entre ellos. Él la mira. Ahora está apoyada en uno de sus codos, mirándolo. Su seno derecho, debajo de ella, es un caramelo de afecto; el izquierdo, una cálida y simétrica cucharada de nata. Parece intrigada, sonriendo levemente. Él agita sus manos y vuelve a dejarlas caer—. Parte de mi quiere que vengas conmigo y te quedes en ese jodido sitio.

—¿Esta parte? —pregunta ella, deslizando brevemente su mano bajo el edredón para apretar su polla.

Mmh, ajá. Otra parte se siente avergonzada por mi familia, quiere que no tengas nada que ver con ellos, por si te alejan de mí. Y… y otra parte no desea tener que encontrarse contigo y Sophie en el mismo… sistema de referencia.

—Bueno, tan solo pretendía dejarte allí y después largarme, francamente; subir corriendo una colina o dos, llevando la tienda o el saco de dormir. Atrincherarme en tu horripilante monstruosidad de baronía escocesa no era exactamente lo que tenía planeado.

—Ah. Vale. Lo siento.

—De todas formas, la oferta sigue en pie. —Se tumba de espaldas, alzando sus manos delante de la cara para inspeccionar sus dedos y uñas—. O Fielding podría llevarte. —Vuelve a mirar hacia él—. ¿Todavía conservas esa antigua máquina de humo sobre dos ruedas que llamas motocicleta?

—La vendí —reconoce—. El médico me dijo que no era bueno para el dedo blanco. Tuve que hacerlo.

—Entonces estamos, Fielding, yo o alquilar un coche. No te faltan medios. Tan solo ve. —Regresa a la atenta inspección de sus manos, luego estira el brazo hacia la mesita de noche y se pone las gafas, de montura negra y rectangular.

¿Qué es lo que realmente quiero?, piensa. Por supuesto, se trata de una pregunta extremadamente buena. Era una verdadera lástima que, siendo la vida como es, venga en muy raras ocasiones como parte de una pareja, con una respuesta extremadamente buena.

Bueno, no ser un idiota sería un buen comienzo. Estira la mano y acaricia el brazo de Verushka.

—Sería genial si me llevaras. Realmente lo agradecería. Gracias.

Ella le lanza una apresurada mirada, arrugando las cejas sobre sus gafas de montura negra.

—¿Estás seguro? —le pregunta—. Puede que haya tramos en los que nuestra seguridad no corra peligro.

—Estoy seguro —sonríe, contagiado por la línea de sus labios, que hacen lo mismo con amplitud.

Alban y Sophie empiezan a mantener una especie de secreto, una aventura técnicamente casta, que solo llega hasta lo que acuerdan como el término más adecuado, caricias intensas; eso que algunas piscinas aún tienen carteles indicando que está prohibido, junto a correr por el borde, hacer la bomba y subirse en los hombros de alguien.

A veces ella simplemente va con él para ayudarle con las tareas del jardín; otras veces dice que va a llevar a Raspadura a dar un paseo, luego la deja atada, pastando hierba cerca; otras que va a dar una vuelta; otras que va a la casa pérgola a leer y estudiar. Lo que sea, siempre termina con ellos escondidos en la hierba alta o en la oquedad interior de un gran arbusto rododendro o en un granero medio en ruinas que hay en el borde occidental de la finca o en uno de la media docena de distintos lugares secretos y privados que él conoce.

Sin embargo, no es tan sencillo. De hecho, es muy complicado.

Aparte de la logística necesaria para mantener el secreto, está el sempiterno problema de «¿Hasta dónde llegar?». Sus pechos se han convertido ahora en territorio gloriosamente conocido para él; siente que conoce cada poro y cada microscópico desnivel, cada diminuto y suave vello y está convencido de que guarda un recuerdo táctil de su peso y firmeza en sus manos. Sus pezones son como pequeñas frambuesas, dulces, carnosas y suculentas.

Un par de veces, cuando ella se ha puesto un vestido y él no tiene las manos sucias, le ha permitido meter una mano bajo sus bragas, y él ha encontrado la cálida y húmeda hendidura, y la ha acariciado y ha deslizado la punta de los dedos en su interior, pero por lo general ella tiene que detenerlo antes de que continúe durante mucho tiempo, jadeante, con el rostro encendido y el corazón latiendo con fuerza, porque, según confiesa, es demasiado, demasiado tentador, demasiado probable que les lleve a lo que no quieren hacer, porque no tienen condones y a ambos les aterroriza la idea de que se quede embarazada y por cualquier motivo, cualquier motivo…

Tras una semana con esta cantinela, ella le desabrocha los vaqueros y saca su polla. Al principio es muy brusca y él tiene que enseñarle cómo cogerla y sacudirla y acariciarla suavemente. Él se corre enseguida sobre su mano y ella hace una mueca de disgusto.

—¡Ja, ja! —se ríe él, mirando hacia el cielo azul sobre las gruesas y ligeras puntas de la hierba mecida por la brisa.

Ella dice:

—Sí, bueno, lo siento; pero ¡qué asco!

—La próxima vez podemos usar un pañuelo de papel —sugiere. Se da cuenta de lo desesperadamente ansioso que suena. Espera que eso no le haya quitado la idea de la cabeza.

Hmm. —Ella restriega su mano por la hierba aplastada y mira insegura hacia su pene, el cual aún está tieso.

O podrías chuparlo, es lo que desea decir, pero no lo hace. Se limpia con un pañuelo de papel extraído de un bolsillo de sus vaqueros y ella se tumba a su lado, sobre la hierba, acariciándole.

Además, al mismo tiempo, también existe la cuestión moral más importante respecto a «¿Qué demonios importa nada si estamos a punto de matarnos a nosotros mismos y a todo el mundo?».

No se trata de un asunto trivial. Están en 1985 y sus padres, la generación anterior, ambos están de acuerdo en ello, han conseguido con éxito cargarse el mundo casi por completo, y dejar las soluciones (la limpieza, si ello es posible), a la siguiente generación, y a los hijos de sus hijos, y a sus… bueno, ya se sabe. El mundo aún se encuentra al borde de la guerra nuclear total, las superpotencias encuentran constantemente nuevas excusas para enfrentarse entre ellas, la mitad de África parece morir de hambre, cientos de millones se van a la cama hambrientos mientras Occidente atiborra su gordo rostro colectivo con aceitosas patatas fritas y hamburguesas saturadas de grasa, fabricadas con carne en mal estado y, por encima de todo, el sida parece empeñado en hacer las vidas sexuales de su generación más angustiosas, limitadas y peligrosas de lo que ellos jamás merecieron. Es tan injusto. Verdaderamente injusto; no el tipo de injusticia por el que niños y adolescentes siempre están protestando ante sus padres, profesores o cualquiera que ostente la autoridad, sino una injusticia genuina, manifiesta, del tipo «no hay más que hablar».

Uno siempre desea e intenta creer que debe haber un camino hacia delante, porque nosotros, los humanos, la especie, hemos llegado hasta aquí, así que antes siempre hemos encontrado un camino hacia delante, pero a veces la esperanza es algo difícil a lo que aferrarse. Jesús, solo había que poner las noticias…

Ellos hablan mucho acerca de todo esto. Les importa. Al mismo tiempo, él es consciente, siendo sincero consigo mismo, de que en cierta forma está exagerando esa visión apocalíptica y llevándola a hablar sobre la imparable decadencia del mundo porque quiere que lleguen hasta el final, porque quiere, por supuesto que quiere, tener auténticas relaciones sexuales con ella; y enfatizar los peligros que les esperan en sus vidas futuras, y la posibilidad de que esas vidas puedan ser horrible e injustamente cortas gracias a la estúpida generación de sus padres, puede ser una manera de inducir a una chica, especialmente a una chica inteligente y reflexiva, a arrojar sus inhibiciones al fuego y, como dirían sus primos americanos, a abrirse de piernas.

Quizá no sea algo de lo que sentirse orgulloso, pero tampoco es que esté mintiendo acerca de esto.

—Lo estoy pensando —le dice ella la primera vez que él le pide que se la chupe, en el viejo granero del borde occidental de la finca, casi ya en Pevon.

Ella le está masturbando, arrodillada entre sus piernas, con sus vaqueros bajados hasta las rodillas, tiene un pañuelo de papel en la otra mano. Él había asumido que ella colocaría el pañuelo sobre el glande como si fuera una especie de condón, como suele hacerlo él cuando se masturba, pero Sophie ha descubierto que le gusta mirar los espasmos del pene y ver brotar el tibio y blanco líquido, así que mantiene preparado el pañuelo hasta el último segundo, entonces atrapa su eyaculación en el pañuelo arrugado, sonriendo mientras Alban se tensa, jadea y se corre.

—Creo que voy a… —exhala él.

Lo hace, arqueando la espalda.

—Puede que la próxima vez —murmura ella.

La pregunta, en la que coinciden, es sencilla; «¿Cómo podemos enfrentarnos de forma sensata a la actual cuota de mierda que nos ha dejado la generación de nuestros padres, sin rendir nuestras almas y limitándonos a aceptar cualquier cantidad de mierda para siempre, y de esta forma transformar la aceptación sensata en una rotunda estupidez explotadora y convertirnos en parte del problema, y así seguir siendo tan estúpidos, egoístas e irreflexivos como la generación anterior?».

Se admiten sugerencias.

Lo hacen por turnos; él prefiere besarla mientras ella le masturba; ella prefiere arrodillarse sobre él, mirando.

—¿Crees que nuestros padres hacían esta clase de cosas? —pregunta ella, en el interior de una pequeña galería formada por el conjunto de setos en el lateral del césped meridional y una inclinada arboleda de castaños dulces.

Ella está tumbada con la cabeza sobre su pecho.

—Supongo —responde él—. Papá dice que cada generación cree haber inventado el sexo.

Sophie guarda un momento de silencio.

—Puedo imaginar a tus padres haciéndolo. —Se estremece—. ¡Uurgh! ¡A los míos no!

Alban piensa en el tío James y en la tía Clara.

—No —coincide—. Yo también preferiría no imaginarlo.

—A lo mejor nunca lo han hecho —propone—. Bueno, obviamente James debe haberlo hecho con June, porque aquí estoy yo. Y June es bastante atractiva, supongo. Pero a lo mejor ellos… —Su voz se pierde—. No, espera; creo que una vez les oí a través de una pared. ¡Fue algo horrible!

Empiezan a besarse de nuevo. Ella lleva vaqueros y él le presiona y frota entre sus piernas por encima de los vaqueros durante un buen rato, lo suficiente para poder sentir su calor y su humedad a través del grueso tejido y ella no lo detiene, solo lo abraza muy fuerte y respira más y más rápido, con su cabeza enterrada en su cuello hasta que, de repente, se estremece; sus brazos le agarran con más fuerza aún, le muerde el hombro a través de la camisa y un extraño maullido surge de sus labios. Ella tiembla por última vez, entonces pierde firmeza en su agarre, su cuerpo se mueve contra el suyo al respirar, su aliento llega cálido hasta su cuello y su mejilla.

Él dice:

—Ahora te has corrido tú, ¿verdad?

Ella tan solo se queda ahí, jadeante durante un momento o dos; luego, lucha por incorporarse sobre sus temblorosos brazos y lo mira. Su cara está encendida; una agradable esencia como de pino parece impregnar la espesa cascada de su pelo. Parece estar a punto de decir algo. Posiblemente sea algo sarcástico, sospecha él, ahora que lo piensa, pero en vez de eso ella pone los ojos en blanco, sacude la cabeza y vuelve a derrumbarse sobre él.

Alban luce una gran sonrisa.

Fielding se queda mirando su móvil. No puede creer que esté oyendo eso. Él sabía que debería haberse quedado en Escocia, pero había asuntos urgentes que atender de vuelta en Londres, y así, tuvo que dirigirse hacia el sur, dejando a Al felizmente apalancado con la chica de las mates. Fielding la ha estado llamando a su oficina hasta ser pesado, para pedirle que le diga a Alban que lo llame. Finalmente este acoso ha tenido recompensa, pero ahora Alban se muestra poco cooperativo.

—Al, te necesito aquí. No puedo hacer esto yo solo. Puedo intentarlo, pero podría no salir bien. Contigo, tengo muchas más posibilidades. Somos un gran equipo. Venga ya. Lo digo en serio. Confío en ti para esto, hombre. —Fielding puede sentir cómo hace una mueca mientras recorre la calle Wardour, de camino a tomarse una copa después del trabajo con los propietarios de una fábrica china, que están en la ciudad para medir unidades, tiempos y costes.

—Mira, Fielding —dice Al, que suena demasiado calmado e indiferente—. Te he dicho que estaré en la fiesta de Garbadale. Así que estaré allí. Pero no voy a ir a Londres para tratar de intimidar a mi padre y al tuyo para que se opongan a la venta.

—¿Es que no quieres ver a tus propios padres?

—Los veré en un par de semanas, de todas formas.

—Al, no puedo creer que no parezca importarte nada de esta familia. Estamos en peligro de perderlo todo y lo único que puedes hacer… Te conformas con… Quiero decir, me alegro de que te lo estés pasando pipa en Glasgow con Verushka, pero es nuestra familia lo que está en juego aquí, hombre. Esta es nuestra oportunidad para hacer algo, marcar la diferencia.

—De todas formas me vuelvo a Perth en un par de días —responde como si no hubiera oído ni una palabra.

A Perth. Por Jesús Santo Cristo Afligido. Fielding reprime una retahíla de comentarios sarcásticos sobre las ventajas comparativas entre el retrete lluvioso de Perth y el zumbido adinerado del glamur de Londres, y se limita a decir:

—Te ha echado, ¿verdad?

—Claro —responde Al, obviamente de broma—. No, tan solo tengo la sensación de que le absorbo demasiado tiempo cuando estoy con ella más de unos cuantos días. Tiene una vida que llevar. En cuanto pasa un poco de tiempo empiezo a notar que la estoy monopolizando. Me hace sentir incómodo.

—Tienes razón.

Tienes razón por mis cojones, piensa Fielding. Los7 ha visto juntos. Esa mujer es jodidamente espléndida y lo adora manifiestamente. Alban es un jodido idiota. Pero Fielding no va a decírselo. Algunas personas simplemente parecen malgastar sus condenadas vidas alejándose de cualquier cosa remotamente buena para ellos, e ignorando todos los buenos consejos que sus amigos y familiares podrían ofrecerles. Es un don. Un antidon. Una maldición. Sí, esa es la palabra, decide Fielding. Una maldición.

Estúpido capullo.