Capítulo 1
Su nombre es Fielding Wopuld. Es de esos Wopuld, la familia de los juegos, la gente con su nombre plasmado por todo el tablero de ¡Imperio!; todavía el juego de mesa más vendido en el Reino Unido por un amplio margen. También son los responsables de otro montón de juegos, pero ese es el famoso, el que la gente suele recordar, tanto si se trata de la versión original en tablero de cartón, papel y plástico como de su sucesor electrónico, elegante y atractivo, y ganador de varios premios, actualmente en todo lo alto de las listas de ventas de videojuegos.
Vicepresidente, sección de Ventas. Esa es su posición en la empresa familiar; a cargo de un presupuesto multimillonario en libras para promocionar sus numerosos artículos por todo el mundo, persuadir a los mayoristas, asuntos de Internet, cadenas de tiendas y grandes almacenes que acopian y venden su producto. Además, se le da bien; el año pasado hubo grandes beneficios.
Henry Wopuld, el tipo que imaginó ¡Imperio! por primera vez allá en los tiempos Victorianos, fue su tatarabuelo, así que, por la parte que le toca, él sigue la misma línea. Fielding aún tiene tan solo treinta años y se mantiene en muy buena forma practicando varios deportes. Conduce un Mercedes clase s, dispone de una legión de amigos, de una preciosa y sensual compañera y generalmente disfruta de esa clase de vida de éxito que la mayoría solo puede soñar.
Todo ello no hace sino provocar una pregunta en la mente de Fielding: ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?, mientras conduce hacia el interior de esta cochambrosa zona residencial en Perth. Hablamos de Perth, Escocia; no de Perth, Australia. La Perth de Australia es un rincón hermoso y soleado que se extiende entre el desierto y el océano; con mucho surf y exuberantes muñequitas y cuerpos bien bronceados. La Perth de Escocia es más pequeña y mucho menos desarrollada; se encuentra rodeada por bajas colinas, bosques y tierras de cultivo. Presume de varios edificios bonitos y de algunas propiedades aisladas muy atractivas con vistas al río, pero ni mucho menos de un montón de cuerpos bronceados, por lo que Fielding puede ver. Conoce Escocia un poco; varios miembros de la familia han elegido residir aquí Dios sabe porqué y los Wopuld aún conservan, por ahora, uno de esos enormes terrenos para caza, tiro y pesca en el extremo norte del lugar; pero esta es la primera vez que él ha estado en Perth, está bien seguro de ello. La Ciudad Hermosa es como al parecer la llaman. Y no está mal, supone él, si te gustan las antiguallas, la historia y ese tipo de cosas. Siempre tuvo la impresión de que era bastante pija y de que estaba llena de gente que viste chaquetas de pana, tweed y Barbour, pero esta zona residencial de las afueras parece más bien Catetolandia; una urbanización hundida en el culo del mundo.
Conduce a lo largo de Skye Crescent (todo el trazado no es otra cosa que islas) entre largos bloques de tres y cuatro plantas, cubiertos por un desigual acabado en gravilla y ultrajados por pintadas de dudosa calidad. Los diminutos jardines en la parte delantera de los pisos están claramente descuidados. Él está acostumbrado a los cuidados.
Hay un montón de basura por todas partes, alguna incluso revolotea en la brisa que atraviesa la calle, proveniente de las relucientes nubes de septiembre. No ha visto ninguna botella de tintorro Buckfast tirada en la cuneta; ni personas tiradas en la cuneta, a decir verdad; y lo que hay junto a la acera son coches en vez de esqueletos desguazados, pero bueno, aun así.
De acuerdo, hay algunas tiendas con las puertas abiertas, pero las ventanas están cubiertas por rejas metálicas incluso ahora, a la luz del día. Un par de escuálidos chavales con acné están en la puerta de un local llamado Costcutter, compartiendo una botella y mirando pasar el coche. Sí señor, es un clase S 500 AMG, chicos. Miradlo y llorad. Ved lo que podríais conseguir si hacéis los deberes y trabajáis duro. Da igual. Limitaos a mantener vuestras jodidas manos apartadas de él. Es el delicado arte de no entablar contacto visual y al mismo tiempo parecer duro y extremadamente seguro.
Oh, oh; allí hay una botella; en la cuneta. Solo una pequeña botella verde de cerveza. Posiblemente sea una Beck. No está mal.
Encuentra el número 58 mediante un proceso de eliminación. El sistema de navegación por satélite se rindió al comienzo de la calle y no hay rastro del número donde debería estar, junto a la reja de seguridad a un lado de la puerta; sin embargo, el sitio anterior tenía el número 56 y el que está después tiene el 60, así que está bastante seguro. Comprueba que no haya cristales rotos y aparca cuidadosamente, bien pegado al bordillo. Cambia los espejos retrovisores a su posición de aparcamiento, por si las moscas. Respira profundamente y se dispone a salir al tibio aire. Aunque antes abre la guantera y se aplica unas cuantas rociadas de Versace, una en cada manga y en la nuca. Al menos ahora habrá algo por aquí que no huela a mierda.
De pie, sobre el desigual pavimento, observa con el rabillo del ojo como la alarma del coche hace destellar los indicadores una vez. Huele como si alguien estuviera cocinando un estofado irlandés de lata como desayuno tardío o almuerzo adelantado. ¿Que cómo se siente? Se siente como un tiburón fuera del agua, así es como se siente.
Sabe que así es como vive mucha gente, y está seguro de que no todos son drogatas y pirados pero, Jesús, qué lugar tan desolador, qué lugar para salir pitando de allí tan pronto como puedas.
Mierda, he olvidado el puto maletín. Ahora iba a quedar como un gilipollas, saliendo del coche, cerrándolo y quedándose allí; luego teniendo que abrirlo de nuevo casi inmediatamente y sacando el maletín. A lo mejor debería dejar el maletín en el coche. De todas formas, tan solo contiene el correo. Un puñado de cartas, facturas y basura que, probablemente, el cabeza hueca de su primo nunca quiso en primer lugar. Correo que tu hombre abandonó hace meses, en otro empleo, en otro país.
Ni hablar, no puede dejar el maletín en el coche porque está sobre el asiento de atrás, a plena vista. Un Zero Halliburton de aluminio como los que se ven en las películas, lo cual, en esta clase de vecindario, bueno, y en cualquiera, para ser sincero, grita: «¡Robadme!» a mil millones de gigas de malditos decibelios. No puede ver a nadie que le esté observando, pero puede sentir como la calle entera sí que lo hace. Desactiva la alarma y vuelve a abrir el coche, recoge el maletín, reactiva la alarma despreocupadamente (pero aun así, se asegura de que el dispositivo parpadea) y recorre de forma intencionadamente decidida el corto camino hasta la puerta de seguridad, apartando de su camino con una patada los llamativos restos de una pistola de juguete al pasar.
La puerta de metal y cristal del bloque tiene aspecto de que hubieran vomitado sobre ella y luego hubiesen tratado de limpiarla a base de meadas. Obviamente no funcionó, ya que parece ser que después lo intentaron prendiéndole fuego. El botón junto a la rayada placa de plástico que reza «Piso E» se limita a hundirse en el hueco correspondiente. No se oye el zumbido en ninguna parte.
Empuja la puerta, que chirría al abrirse. En el interior hay unos relucientes escalones de cemento y un sospechoso olor a desinfectante.
—Bien, Fielding —se dice a sí mismo—, el único camino es hacia arriba.
—Oye Al, ¿Al? Al, puto dormilón, despierta de una jodida vez. ¡Al! Venga grandullón. Arriba, coño, arriba.
Abrió sus ojos, primero uno y luego el otro, para calcular cualquier imprevisto. El mundo comenzó a enfocarse como si el esfuerzo fuera todo suyo. El rostro delgado, áspero y semejante a una patata frita del señor Daniel Gow (Tango el resto del tiempo, cuando no llevaba puesto un traje ni trataba de parecer sincero mientras alguien más privilegiado exponía su caso), le miró.
—Tango —dijo él, con la voz un poco ronca. Se frotó la cara, luego se removió en el saco de dormir, sintiendo que se enganchaba la funda de nailon en algunos clavos de la moqueta, bien a la vista sobre las desnudas tablas de madera de la pequeña habitación. Levantó la mirada hacia la luz que atravesaba la fina tela colgada sobre la ventana—, ¿qué? ¿Ya es por la tarde?
—No; aún son las once, colega. Pero tienes visita.
Pestañeó, se frotó los ojos y comenzó a toser mientras se retorcía para sentarse, apoyando la espalda contra la desnuda pared pintada de magnolias. Se rascó la barbilla a través de una espesa barba marrón.
—¿Un visitante oficial? —preguntó. Su voz aún sonaba ligeramente pastosa—. ¿El tipo de visitante que una persona podría asociar con sobres de color marrón claro y amenazas acerca de incumplimientos o faltas de asistencia a citas convocadas por una institución de naturaleza gubernamental?
—No, tío. Es un pijo. Un ejecutivo.
—¿Un ejecutivo?
—Sí, un ejecutivo. No lleva puesto un traje, pero sigue siendo un ejecutivo. Clientes como el jodido Tom Cruise. Huele a burdel de primera clase; en cuanto los perros le olisquearon los zapatos empezaron a estornudar. Se han refugiado en la cocina. Me extraña que todavía no lo hayas olido. Ahora mismo está junto a la ventana del salón, vigilando que ningún cabrón meta las manos en su carro. Lleva un maletín de esos que siempre contienen drogas o montones de dinero en las pelis. Dice que es tu primo.
—Ah. —Alban McGill se frotó la cara, se aplastó la barba lo mejor que pudo y se pasó los dedos por entre su grueso y rizado cabello color castaño claro. Su cara y antebrazos tenían ese tono rojizo que la gente de piel clara obtiene al pasar mucho tiempo al aire libre, aunque la parte superior de sus brazos y el torso, los cuales mostraban grandes músculos, permanecían blancos. Le faltaba un trozo del dedo meñique de la mano izquierda—. Un primo —dijo con un suspiro. Le lanzó un guiño a Tango, que se sentaba en el suelo sin dejar de mirarle—. ¿Te ha dado algún nombre?
El estrecho rostro de Tango, similar a una estalactita bajo la cúpula gris de su cabeza afeitada, se arrugó.
—¿Fielding? —propuso.
—¿Fielding? —repitió Alban, claramente sorprendido. Entonces frunció el ceño—. Ah, sí; los clientes como Tom Cruise. Muy bien, es suficiente.
Se rascó el pecho, miró a su alrededor por la habitación buscando sus botas, su mochila y su ropa. Había una botella abierta de vino tinto en el suelo junto a su reloj, con el cuello a su alcance. Más allá, junto al rodapié, yacía una lámpara de noche sin pantalla.
—Fielding «Uve Doble» —pronunció. Se estiró hacia la botella de vino, pero luego pareció pensarlo mejor, arrugando la cara.
—¿Una taza de té? —sugirió Tango.
—Una taza de té —dijo Alban, asintiendo.
Mi nombre es Tango, esta es mi casa. Técnicamente pertenece al ayuntamiento, pero ya sabes a lo que me refiero. Al es mi invitado, siempre es bienvenido para apalancarse aquí cuando quiera. Conocí al grandullón en un pub hace un año o dos junto a los tipos con los que estaba trabajando. Eran guardabosques, de los que cortan árboles y todo eso. Habían estado currando el algún sitio por aquí cerca, viviendo en caravanas en los espesos bosques de Perth y Kinross. Eran unos borrachos de cuidado. Al menos, los tipos con los que estaba. Jugamos unas partidas de billar y tomamos unas rondas. Él y uno de sus colegas se vinieron a mi casa a por un par de latas y algo de hierba. Además, Al se estaba llevando bien con una chica que estaba con nosotros. Sheen, creo que se llamaba. Puede que Shone. Da igual. Creo que él y la zorrita se marcharon juntos más tarde.
No, espera, Sheen/Shone (borrar la que no sea) se marchó con el compadre del grandullón, no con él. Al estuvo muy agudo durante un rato pero luego se puso en ese plan «silencio total» en el que se queda cuando va fumado y borracho, y no habla mucho y todo lo que parece desear es beber más y quedarse mirando a las esquinas y a las paredes vacías, puede que a algo que los demás no pueden ver, así que Shone/Sheen volvió su atención hacia su amigo. Hubo juego limpio con la chica. Debió pensar que ella se estaba enrollando bien con Al, que no es un tipo feo, es agradable, tiene un tipo de voz suave y hablo correctamente; y creo que el colega de Al le preguntó si le parecía bien, incluso si lo dijo solo con las cejas y con una especie de asentimiento hacia un lado, y Al se limitó a sonreír y a asentir, así que, como he dicho, hubo juego limpio.
Bueno, creo yo. A decir verdad, te diré que estaba algo despistado en ese momento.
De cualquier forma, él ha vuelto unas cuantas veces desde entonces y se ha pasado las últimas dos semanas aquí, en esta humilde morada, desde que fue dado de baja del servicio forestal por una creciente insensibilidad. Esto suena un poco a broma, lo sé, pero parece que es cierto. Él parece ser más o menos de mi edad (yo nací en noviembre de 1975, así que tendré al señor Tres Décadas llamando a mi puerta dentro de un par de meses; ¡me cago en la puta!) pero en realidad tiene cinco años más que yo. Probablemente parecería incluso más joven si se quitase esa pelambrera de la cara.
Pero bueno, allá vamos con la preparación del té. Mientras estoy haciendo esto, saltando sobre los perros y comprobando el estado de la leche en la nevera, la puerta vuelve a sonar y dejo entrar a Sunny y a Di, que pasan al interior y saludan con la cabeza a ese tal Fielding, quien aún está de pie junto a la ventana para poder ver su coche, y se sientan en el sofá antes de encender un par de Camel Light de contrabando. Ambos están tratando de dejarlo, por lo que solo fuman cigarrillos light y entonces tienen que fumar más para conseguir el mismo efecto. Ambos tendrán unos diez años menos que yo. El nombre completo de Sunny es Sunny D. y su nombre completo del todo es Sunny Daniel, lo digo para distinguirlo de mí, ya que también me llamo Daniel, incluso aunque la gente me llame Tango y ese sea más mi verdadero nombre que Daniel; así ha sido al menos durante los últimos años, ahora que el nombre de Sunny ha sido justo ese y no Daniel. Mientras tanto, Al está evacuando ruidosamente en el baño. Lo siento, pero es la verdad.
—No abras la ventana colega, ¡que se van a escapar los periquitos!
—Lo siento —dice el tal Fielding sin que suene a disculpa y vuelve a cerrar la ventana. Baja la mirada hacia Sunny y Di, que aún da fuertes caladas a los Camel Light. Supongo que debe ser uno de esos verdaderos antitabaco. Yo a veces me preocupo por la salud de mis animales. ¿Habré ralentizado el crecimiento de los chuchos por tenerlos en un piso donde la gente no deja de fumar? ¿Serán los periquitos más propensos a contraer enfermedades respiratorias más adelante? ¿Quién sabe?
De todas formas, no hace frío fuera y podría decirse que el hombre tiene razón. Me aseguro de que los periquitos están en su jaula, la cierro y le digo a ese tal Fielding que ya puede volver a abrir la ventana, lo cual hace al momento con una sonrisa forzada. Total, el olor de su loción de afeitado se hace notar con más fuerza que los pitillos.
Y entonces llega el té. Fielding examina minuciosamente el interior de su taza antes de aceptar, jodido cabrón. Todavía está junto a la ventana, contemplando el panorama. El brillante maletín metálico se encuentra a sus pies. Lleva puestos unos vaqueros con raya, una camisa blanca de aspecto suave y una cara chaqueta de cuero color mostaza que parece más suave que la camisa. Esos zapatos con cientos de agujeritos; ¿ingleses? Sean lo que sean, son marrones. Sunny y Di han encendido la tele y están viendo un canal de teletienda, riéndose de los presentadores y de lo que sea eso que no se vende en los comercios.
Al aparece, en vaqueros y camiseta como es habitual, y saluda a Fielding con un gesto de cabeza, dice hola y se sienta en la segunda mejor butaca, pero no hay abrazos familiares o amistosos entre estos dos, ni siquiera se estrechan las manos. Busco algún parecido pero enseguida veo que no tienen ninguno.
—Disculpa —le dice Al a Fielding, mirándonos a todos—. ¿Os habéis presentado?
—Sunny y Di, este es Fielding —digo yo—. Soy Tango —le informo, mientras pienso que puede que hayamos pasado por alto esa cortesía. Le indico la butaca buena—. Siéntate, colega; estás en tu casa.
—Estoy bien —contesta Fielding mirando por la ventana. Realiza un estiramiento—. He estado conduciendo toda la mañana. Me apetece estar de pie un rato.
—Sí, claro —digo ocupando yo mismo la butaca buena.
—¿Y qué te trae a la Ciudad Hermosa, Fielding? —pregunta Al. Su voz suena cansada. Ambos lo estamos, durante las últimas dos semanas más o menos nos hemos puesto hasta el culo de bebida y de una amplia selección de mercancía herbal y farmacológica, suministrada por la generosidad de la última paga de Al.
—Bueno, porque necesito hablar contigo —responde el hombre de la raya en los vaqueros.
Al se limita a sonreír, se estira y dice:
—Pues habla.
—Bueno, ya sabes, son asuntos familiares. —Fielding nos mira al resto de nosotros, ofreciéndonos lo que se podría llamar una sonrisa comprensiva—. No desearía aburrir a… tus amigos con ello, ¿comprendes?
—Apuesto a que no se aburrirían —afirma Al.
—Aun así. —En este momento la sonrisa del tal Fielding es una mueca del todo forzada—. Además, he traído algunas cartas —comenta mirando al maletín.
—Por cierto, es un maletín cojonudo, tío —dice Sunny, al ver por primera vez el objeto en cuestión. Tiene una de esas voces agudas y nasales. Di le mira con los ojos muy abiertos, le golpea con el codo en las costillas por algún motivo y comienzan una competición de codazos.
—Bueno, vamos a echarle un vistazo —propone Al. Empieza a hacerse un hueco en la mesa de café que hay delante de él, recolocando latas vacías, botellas en el mismo estado, ceniceros llenos y varios mandos a distancia sobre la repisa de la chimenea, los brazos de otros asientos y demás.
Fielding parece descontento y vuelve a mirarnos a nosotros.
—Mira, eh, hombre, no creo que este sea el lugar adecuado…
—Bah, venga —espeta Al—. Aquí está bien.
A Fielding no parece agradarle la idea, pero suspira y se acerca con el maletín. Entretanto, ayudo a despejar la mesa totalmente encendido (me refiero a ponerme colorado, por cierto, nada más) porque no me he levantado a tiempo de la cama para ordenar por aquí. Estos días no he podido traer personal de limpieza, ¿sabes lo que quiero decir? El maletín es dispuesto sobre la, honestamente hablando, pegajosa mesa. Parece un sólido lingote de plata que hubiera sido desgastado en el fondo de un arroyo durante cientos de años, tan bien pulido, curvilíneo y redondeado. Al recibe su correo, una gran avalancha de la habitual sarta de chorradas, y el maletín vuelve a cerrarse con un chasquido. Fielding parece como si deseara poder esposarse a él. Obviamente aún no ha reparado en lo pegajoso que debe estar ahora.
—En fin —le dice a Al—, todavía tenemos que hablar.
Al sólo gruñe y comienza a clasificar las cartas según el sobre, tirando la mayoría de ellas sin abrir sobre las baldosas de la chimenea, donde resbalan hasta la base del fuego eléctrico. Fielding sigue mirando sobre el hombro de Al durante un rato, hasta que Al abre uno de los sobres más pequeños y mira hacia arriba a su primo, quien coge su maletín y regresa a la ventana abierta para comprobar su vehículo una vez más.
—Oye, Tango —dice Sunny mirándose un pulgar—. ¿Dónde crees que es el peor sitio para cortarse con papel?
Él y Di han dejado de darse codazos el uno al otro y siguen ahí sentados, frotándose las costillas.
—Ni idea —le contesto—. ¿Quizá en un ojo?
—No, hombre —replica Sunny—. Me imagino que en la polla. Justo en la punta, a lo largo de la raja, tío; eso debe doler de cojones. ¡Oh, sí!
La joven pareja feliz del sofá vuelve a la mutua sesión de codazos. El té se derrama. El tal Fielding observa por la ventana con evidente desagrado.
Al ignora todo esto y continúa con el resto de su correo, descartando la mayor parte; entonces, finalmente, abre una carta, la mira durante un momento y la introduce en un bolsillo trasero de sus vaqueros.
Mientras tanto Sunny se ha apartado de Di de un salto (bastante lejos, parece que ella tiene los codos más afilados) y se agacha junto a la chimenea, observando el montón del correo descartado por Al.
—Alban —pronuncia, recogiendo un arrugado sobre publicitario, cubierto de sellos de aspecto legal y personalizado solamente para Alban como tan solo una gran compañía puede hacerlo—. ¿De verdad es ese tu nombre de pila, grandullón? Vaya un puto nombre raro. —Le lanza a Al una sonrisa con la boca abierta y sostiene un puñado del correo descartado—. ¿Has terminado ya con todo esto, Al?
—Sí, cógelo —responde Al poniéndose en pie. Mira hacia su primo.
Suena una alarma en la calle pero es obvio que no proviene del coche de Fielding, porque parece estar tranquilo al respecto. Apoya su taza sobre el alféizar de la ventana.
—¿Podemos hablar ahora? —inquiere.
—Vale, ven a mi despacho —responde Al tras un suspiro.
Finalmente consigue sacar al tipo de aquel mugriento salón lleno de humo, hacia un oscuro y estrecho pasillo, convertido en más estrecho aun por lo que aparenta ser un rollo de moqueta tirado en el suelo y montones de cajas de cartón. La alfombra está pegajosa, como si fuera la de una discoteca barata. Enfrente de la cocina, donde yacen un par de chuchos flacos y nerviosos, hay un agujero del tamaño de un puño en el yeso, a la altura del hombro. Entran en un pequeño y desnudo cuarto con un trozo de fino tejido clavado sobre la ventana. Al levanta las improvisadas cortinas y las engancha en otro clavo para que entre más luz.
Aquí no hay moqueta, tampoco un suelo propiamente dicho, ni siquiera uno laminado; tan solo la tablas del suelo, sin pulido o acabado. Cada pared es de un color diferente. Hay una que tiene lo que parece ser papel pintado de los Power Rangers, medio arrancado, mostrando el tabique. Otra ha sido repintada parcialmente, de verde a negro. Hay otra que parece como si hubiera sido cubierta con papel de plata, mientras que la última es de un tono blancuzco y está seriamente arañada. Hay un saco de dormir junto a la pared, una gran mochila de camuflaje tumbada a poca distancia, de la que caen ropa y otras cosas sobre el suelo, y un pequeño asiento de tela y cromo que parece haber sido diseñado en los setenta. Al recoge algunas prendas de la silla, dejándolas en el suelo.
Las partes blandas de la pequeña y aparentemente frágil silla están forradas de pana marrón. Pana marrón manchada. Pana marrón manchada y con trocitos grises de relleno que asoman por los bordes, donde las costuras han cedido.
—Siéntate, primo —dice Al.
—Gracias. —Fielding toma asiento con delicadeza. La habitación huele a alcohol y a sudor rancio, con un toque de lo que podría ser ambientador o quizá algún producto de higiene masculina de la parte más económica de la gama. Hay una botella abierta de vino tinto en un rincón. No hay pantalla ni bombilla enganchada a la toma del techo. Una mancha oscura cubre un cuarto del techo. Una lámpara sin pantalla yace junto a la botella de vino. Al amontona el saco de dormir para improvisar un asiento, luego se sienta apoyando la espalda contra la pared y agita su mano.
—Bien, Fielding, ¿cómo estás?
Al parece sano y en forma (tiene mejores cuádriceps y abdominales que yo, joder, piensa Fielding) pero su pelo es un desastre, en su barba se podría ocultar una bandada de estorninos y tiene una serie de arrugas en la cara y una mirada de cansancio en los ojos que Fielding no recuerda de antes. No tan mal, al menos.
—Estoy bien —contesta Fielding, entonces sacude la cabeza—. No, no estoy bien. No estoy contento en esta situación.
—¿Qué situación?
—Esta situación. Mira, ¿te importa si cierro la puerta?
Alban se encoge de hombros. Fielding cierra la puerta y vuelve a su asiento, luego no se sienta. Mira a su alrededor agitando una mano.
—No estoy contento aquí. En este sitio. —Vuelve a mirar toda la habitación, casi con un escalofrío, luego sacude la cabeza—. Alban, dime que no es aquí donde vives. Esta no es tu casa.
Alban vuelve a encogerse de hombros.
—Solo estoy viviendo aquí por el momento —dice despreocupadamente—. Es un techo sobre mi cabeza.
Fielding mira arriba, hacia el techo manchado. Al observarlo con más detenimiento, el trozo manchado parece estar algo abultado.
—Sí, claro.
—Supongo que técnicamente no tengo residencia fija —explica volviendo a encogerse.
—Vaya. ¿Qué edad dices que tienes?
—Más de veintiuno. ¿Y tú? —responde con una sonrisa.
Fielding vuelve a mirar a su alrededor.
—No sé, Al; quiero decir…, mira esto. ¿Qué has hecho con tu…?
—Fielding, ¿quieres sentarte? —Señala con un gesto hacia el asiento de pana—. Haces que este sitio parezca desordenado.
Esa es una de las frases de la Yaya. Fielding supone que Alban la pronuncia irónicamente, como un intento de humor.
—Deja que te lleve a almorzar. Por favor —sugiere Fielding.
Alguien dice algo sobre sacar a los perros a dar un paseo pero no hay manera de que Fielding permita entrar a esos chuchos sarnosos al Mercedes, así que alega tenerles alergia. Luego la pareja de macarras enganchados al tabaco preguntan si van a pasar cerca del centro del pueblo.
—¿Por qué? —pregunta Fielding, por si tienen pensado pedirle que les compre drogas o, aún peor, que les traiga algo del McDonald’s.
—Vamos en esa dirección, socio, ¿sabes? —dice el que es macho—. Nos ahorramos el autobús.
Fielding está a punto de rechazar también esa idea, pero entonces, de alguna forma, simplemente el mirar sus patéticas, pálidas y delgadas caras de futuros yonquis, le hace pensar: al carajo, yo estoy por encima de esto. El coche olerá a cigarrillos durante un día o dos tan solo por sus ropas, incluso si no les deja fumar en él, pero qué más da.
Al se echa por encima una mugrienta chaqueta verde de montaña que probablemente costaba un montón cuando estaba nueva. Ese tal Tango anuncia que tiene limpieza y otras cosas por hacer y los despide con aspavientos hacia el resonante y desinfectado rellano de la escalera. El coche está inmaculado, el maletín va a parar al maletero y Al los conduce fuera de la urbanización, hacia el centro de la pequeña ciudad. Di y Sunny se entretienen jugando con los botones que controlan las persianas de atrás. Fielding los deja cerca de la Oficina de Empleo.
Al sugiere que él y Fielding den un paseo, ya que es demasiado temprano para el almuerzo, así que continúan conduciendo un poco más y aparcan junto al río, a la sombra de unos grandiosos edificios Victorianos; luego caminan a lo largo de la orilla, río abajo, con la arremolinada y pardusca corriente de las aguas. Es un día templado, medio soleado, bajo un cielo de pequeñas nubes blancas que a Fielding le hace pensar en la secuencia del título de Los Simpsons. El aire huele bien aquí, junto al agua, aunque el rumor del tráfico se oye a ambos lados del río.
—Has sido muy amable al recoger el correo, Fielding —dice Al.
—Bueno, estaba por allí.
Alban mira al otro hombre con una sonrisa.
—¿Qué? ¿En Llangurig? —pregunta divertido.
Llangurig es un pequeño pueblo en el centro de Gales, cerca del bosque de Hafren, donde Al estuvo trabajando la primera mitad del año.
—Bueno, más que pasar por ahí —admite Fielding—, buscaba por todo lo largo y ancho del país tu culo de fugitivo.
Alban deja escapar un ruido que podría ser una tos, una risa o algo entre ambas.
—¿Me estabas buscando?
—Sí. Y ahora te he encontrado.
—Debo suponer que no hacías todo esto solo para facilitar que renueves mi suscripción a Guardabosques Anónimos y Tu sierra mecánica ideal —espeta Al.
Fielding lo mira y Alban comprende esa mirada, levanta su mano izquierda, la que solo tiene medio dedo meñique.
—Era una broma. Me las he inventado.
Entonces era un nuevo intento de humor. Fielding les había echado un vistazo a los sobres que habían llegado con el correo de su primo, y allí obviamente no había nada enviado por semejantes publicaciones, pero nunca se sabe.
—Bien, así es —dice Fielding—. Como he dicho, te estaba buscando. Y no eres un hombre fácil de encontrar.
—¿No lo soy? Lo siento.
No suena sincero. Fielding se vuelve y le agarra una manga de la chaqueta obligándole a girarse hacia él, por lo que dejan de caminar.
—Al, ¿por qué eres así?
En este momento, Fielding no estaba perdiendo la compostura ni nada de eso; desde el principio había decidido mostrarse sereno y razonable con el tipo; pero realmente le encantaría saber por qué Al ha tomado este camino, por qué se ha vuelto así, incluso aunque se da cuenta de que Alban probablemente no se lo diría, ni siquiera si pudiera, ni siquiera si él mismo lo supiera. Puede que estén demasiado alejados, que sean demasiado diferentes ahora mismo, sean o no familia.
—¿Cómo soy? —Alban parece sinceramente desconcertado.
—Eres como un hombre que busca su perdición, como un hombre que trata de abandonar a su familia o de hacer que ella lo abandone; no lo sé. ¿Por qué? Me refiero a que ni tus propios padres saben si estás vivo o muerto.
—Les envié una postal de Navidad —protesta Alban. Fielding pensó que con tristeza.
—Eso fue, ¿cuándo? ¿Hace ocho meses? ¿Nueve? Y tan solo supieron que aún seguías en el país porque tenía un sello del Reino Unido. Nadie parece saber dónde estás. Jesús, Alban, estaba a punto de contratar a un jodido detective privado para encontrarte cuando oí que habías estado trabajando en Gales. Incluso entonces fue un golpe de suerte el toparme con uno de tus colegas guardabosques que sabía que habías empezado a trabajar por aquí y que recordó «de repente» el nombre de la empresa después de un curri y unas dieciocho pintas de Stella.
—Me suena a que fue Hughey —afirma Al y comienza de nuevo a caminar. A Fielding más bien le parece que le está evitando. Frustrado, se sitúa al mismo paso que su primo.
—¿Cómo estaba Hughey? —pregunta Al.
—Al, disculpa, pero me da igual Hughey. ¿Por qué no preguntas cómo está cualquiera de la familia?
—Hughey es un colega. En serio, ¿cómo estaba?
—La última vez que lo vi, borracho y bien cebado. ¿Por qué te preocupas más por personas como él que por tu familia?
—Los amigos se eligen, Fielding —dice Alban con la voz cansada.
—Al, por Dios, hombre, ¿qué es esto? —pregunta Fielding, controlando su voz—. ¿Qué cojones te ha hecho a ti la familia para que seas así? Sé que has sufrido algunos golpes duros, pero te dimos…
Alban se detiene y se gira en redondo y, durante un segundo, Fielding cree que va a gritar, o al menos clavarle un dedo en el pecho, o quizá solo señalarle o, de no hacer otra cosa, desahogarse con algo de pasión. Pero la expresión de su rostro se desvanece casi antes de que Fielding pueda estar seguro de que está ahí y se encoge de hombros antes de volverse y comenzar a andar otra vez, a lo largo de la amplia acera del color de la arena, entre las corrientes gemelas de coches y agua.
—Es una larga historia. Una historia larga y aburrida. Principalmente me cansé de… —Su voz pierde fuerza. Vuelve a encogerse.
Después de una docena de pasos, pregunta:
—¿Cómo está Lydcombe? ¿Has estado allí últimamente? ¿Tienen bien cuidados los jardines?
—Estuve allí el mes pasado. Me pareció que todo andaba bien. —Fielding deja un silencio—. Tía Clara, todos los demás, están todos bien. Igual que mis padres. Gracias por preguntar.
Alban gruñe.
Olvida el abierto castillo y los cientos de áridos y desprotegidos acres que posee la familia, por ahora, en las montañas. Lydcombe, en Somerset, fue la primera adquisición seria de una propiedad fuera del pueblo que el tatarabuelo Henry realizó cuando empezó a nadar en dinero. Un hermoso asentamiento, en el extremo norte del parque nacional de Exmoor. Algo tranquilo, y a un largo trecho de Londres, pero un buen lugar para las vacaciones familiares, a no ser que desees un sol garantizado. Solo cuarenta acres o más, pero todo está tupido, verde y soleado, y los terrenos bajan hasta la costa del canal de Bristol.
Fielding fue criado en unos cuantos lugares diferentes del mundo, pero de niño probablemente pasó más tiempo vacacional allí que en ningún otro sitio, en la enorme y laberíntica casa, con vistas a los jardines colgantes, junto al jardín amurallado y a las ruinas de la vieja abadía. El edificio principal es considerado un monumento y, por supuesto, todo ello es parte del parque nacional así que hay varias restricciones de obra si se quisiera hacer algo radical con el lugar.
Alban conoce Lydcombe mejor que Fielding. Fue su hogar durante la mayor parte de su infancia, luego pasó allí un par de veranos como adolescente, descubriendo su habilidad para la jardinería. Y de este modo, por supuesto, comienza la historia.
El móvil de Fielding empieza a sonar en ese momento en el interior del bolsillo de su chaqueta. Lo tiene puesto en modo vibración desde que cogió el desvío a Skye Crescent y probablemente haya perdido un par de llamadas; si no es así, ha estado increíblemente silencioso. Fielding sufre una extraña, tensa y desagradable sensación en las tripas cuando está fuera de contacto tanto tiempo, como si estuvieran ocurriendo cosas de vital importancia de las que realmente necesita enterarse y hubiera gente al otro lado de la línea desesperada por que responda…
Aunque, por supuesto, él sabe que probablemente no será nada, o mejor aun, tan solo alguien que hace una pregunta que no debería tener que hacer si estuviera seriamente centrado en su trabajo en vez de pasarle siempre al de arriba el problema más tonto para proteger su miserable culo. Incluso así, a pesar de que está deseando cogerlo, no va a contestar. Ignora las vibraciones y continúa con Alban.
¡Todo esto es tan irritante! Él es un buen director, un buen director de personal y tiene diplomas que lo demuestran, sin mencionar el respeto de sus compañeros y subordinados. Es bueno vendiendo, bueno persuadiendo. ¿Por qué le está costando tanto ocuparse de este tipo al que debería sentirse más cercano que la mayoría?
—Mira Alban, de acuerdo, puedo entenderlo… En realidad no, no lo entiendo —¡ahora está a punto de arrancarse los pelos!—, pero supongo que solo me queda aceptar lo que sientes por la familia y por la empresa, pero eso es una parte de lo que tengo que hablarte.
Alban se vuelve hacia él.
—Quizá tendríamos que tomar un trago.
—Lo que sea. Sí, de acuerdo.
Encuentran un bar cerca de allí, el salón de un pequeño hotel, en el opresivo ambiente del centro del pueblo. Alban insiste en pagar y pide una pinta de India Palé Ale, mientras que Fielding se toma un agua mineral. No es mediodía aún y el sitio está en silencio y oscuro y huele a los cigarrillos de la noche anterior y a cerveza derramada.
Alban se bebe un cuarto de la pinta en una serie de tragos, luego se pasa la lengua por labios.
—Entonces, ¿para qué me estás buscando, Fielding? —pregunta—. Especifica.
—Bueno, francamente, me lo pidieron.
—¿Quién fue?
—La Yaya.
—Por Dios, ¿la vieja bruja está viva y en su sano juicio? —Al sacude la cabeza y pide otra ronda.
—Al, por favor.
La Yaya (la abuela Winifred) es la matriarca de los Wopuld, la cabeza de familia y uno de sus miembros vivos más antiguos. Ella es, además, en términos de derechos de voto, la persona más poderosa en la junta de la empresa familiar. No es perfecta (a los casi ochenta años, ¿quién lo es?) y puede ser irritante, quisquillosa y a veces incluso se equivoca, pero ha cuidado de la empresa y de la familia en los malos y en los buenos tiempos y un montón de gente aún siente verdadero aprecio por ella, incluido Fielding. Y es muy vieja y, por supuesto, todo el mundo tiende a protegerla, no importa lo enérgica y bravucona que pueda parecer, así que no es bueno oír a alguien de la familia criticarla. Fielding intenta mostrar en su rostro el dolor que siente.
—Pareces a punto de herniarte —dice Al frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—De todas formas, ¿cómo descubriste que estaba en Gales?
—Hablé con tu chica… tu amiga, sea lo que sea… ya sabes, en Glasgow. ¿Cómo se…?
—¿V. G.?
—¿V. D.?
—Uve, Ge. Esas son sus iniciales.
—Vale. ¿Cuál era su nombre? Algo extranjero, ¿verdad?
—Verushka Graef.
—Ver-ushh-ka. Esa es.
—Ya lo sé.
Francamente, esto le da una pausa a Fielding para una idea.
—¿Tú y ella sois realmente pareja? —inquiere.
Alban sonríe sin ninguna alegría aparente.
—Fielding, puedo verte mirándome con renovado respeto y un matiz de incredulidad, pero no, no somos pareja. Nos encontramos de vez en cuando. Amantes ocasionales. No creas que soy su único amigo.
—Oh, ya veo. De todas formas, me dijo que la última dirección concreta que tenía de ti era la de este sitio de Llangurig.
—Eso estuvo bien por su parte.
—Me llevó algo de tiempo convencerla.
—Ella sabe que me gusta mi intimidad.
—Bueno, hurra por ella. En realidad, también me llevó un tiempo encontrarla. Tuve que hacerlo a través de la universidad. ¿Sois parte de alguna clase de secta o algo así? Me refiero a lo de renunciar al uso de teléfonos móviles. ¿De qué coño va todo eso?
—No me gusta estar a disposición de todo el mundo, Fielding. A ella… simplemente no le gusta que le molesten.
—¿Es auténtica?
—¿Qué quieres decir? ¿Que si es como un robot?
—Que te jodan, ya sabes a lo que me refiero. ¿Es realmente una matemática tan cojonuda?
—Eso creo —dice Al, encogiéndose de hombros—. El departamento de Matemáticas de la Universidad de Glasgow parece creerlo. Sin mencionar lo que justificadamente podrías llamar una plétora de artículos en las revistas académicas.
—Así que, ¿de verdad es profesora?
—Sí, de verdad. No es que realmente la haya visto siendo investida o lo que sea que hacen cuando te convierten en uno.
—No tiene aspecto de profesora.
—Sería por el pelo rubio de pincho.
—Era negro.
—¿Otra vez? —Al sacude la cabeza mientras bebe—. Ella es rubia natural.
—¿Está loca?
—Es un pelín excéntrica. En una ocasión se lo tiñó de marrón claro, solo por ver.
—¿Solo por ver qué?
—No lo sé.
—Vale. Da igual.
—Sí. Da igual.
—Entonces te diré que la Yaya me pidió que te encontrase y hablara contigo. Están pasando cosas. Cosas que tienes que saber. Cosas en las que incluso querrías verte metido.
El móvil de Fielding vuelve a vibrar, pero él lo ignora.
—¿En serio? —Al suena escéptico.
—Sí, y creo que estarás de acuerdo cuando lo oigas…
—¿Va a durar mucho?
—Unos minutos.
—Entonces espera. Mejor voy a mear. —Alban se pone en pie, apurando la pinta mientras lo hace. Comienza a caminar hacia la salida, entonces se detiene y se da la vuelta—. Podrías ir pidiendo otra ronda.
—Vale, vale.
Alban se abrió camino hacia los lavabos de caballeros del hotel Salutation, suspirando y pasándose una mano por la barba. Le ofreció una sonrisa a una camarera al pasar, hizo entrada en los servicios, se quedó mirando los altos urinarios de porcelana durante un momento y luego entró en uno de los retretes, cerrando la puerta tras él. No necesitaba sentarse; de hecho, ni siquiera necesitaba entrar al servicio. Extrajo la carta de su bolsillo y tomó asiento sobre la tapa del inodoro. Escudriñando bajo la tenue luz, leyó los estrechos renglones que había en ambas caras de la única hoja. Leyó la carta una vez de principio a fin y luego releyó un par de fragmentos. Después de eso se limitó a quedarse allí sentado durante un rato, mirando el infinito.
Un poco más tarde sacudió la cabeza como para obligarse a salir de una ensoñación, se levantó, devolvió la carta a su bolsillo y se marchó. Por alguna razón tiró de la cadena antes de irse y luego se lavó las manos.
Fielding, quien estaba guardando su móvil, pareció aliviado y después ligeramente molesto cuando vio de nuevo a su primo, como si hubiera estado pensando que Al había salido huyendo. Al menos la pinta de India Palé Ale estaba allí.
—Bien, hay unas cuantas cosas —le dice Fielding a Al una vez que ha empezado su nueva pinta—. La primera de todas, la Yaya está considerando…; bueno, está decidida, ya está ocurriendo…; vender Garbadale.
—¿Ah, sí?
—Sí. Bueno, quiero decir, venga ya. Pronto cumplirá ochenta años y ha tenido un par de sustos de salud durante el último año o así, y algunos de nosotros hemos estado intentando convencerla de que se mude durante una temporada a algún sitio cerca de un hospital decente. Puede tardar un par de horas en llegar al, ummm, hospital de Inverness…
—Raigmore.
—Sí, ese es el sitio. De todas formas, aun si se hace un solo viaje está demasiado lejos, y estamos hablando de la ida, si alguien la lleva hasta allí. Una ambulancia tardaría el doble. Quiero decir que tienen una ambulancia aérea, pero no puedes confiar en que siempre esté disponible. Creo que ese último problema cardiaco que tuvo…
—¿Tuvo un problema cardiaco? —Al casi parece interesado.
—Fibrilaciones o algo así. Tuvo una especie de desmayo. Por supuesto, eso ocurrió en marzo, así que no lo habrás oído, ¿verdad?
—Cierto. ¿Fue algo serio?
—Lo bastante. Pero bueno, eso parece haberla convencido al fin para marcharse de en medio de ninguna parte. Tan solo quiere oír hablar de Inverness o puede que Edimburgo o Glasgow, pero creo que podemos convencerla de que estaría mejor en Londres, y cerca de la calle Harley[1].
—¿Pero es que le han dado, digamos, un par de meses de vida o algo así?
—Oh, por Dios, no. Nada tan malo. Vivirá hasta los cien si se cuida, o si nos permite cuidarla.
—¿Y de verdad no lo encuentras deprimente? —pregunta Al, mirando inquisitivamente a su primo.
—Al, déjalo. —Fielding da un sorbo a su agua mineral—. De todas formas, hay más. El asunto, oh, sí. Estás invitado a la octogésima fiesta de cumpleaños de la Yaya, el mes que viene. —Busca en el otro bolsillo de la chaqueta, extrae el sobre con la invitación de Al y se lo alcanza. Al se queda mirándolo como si contuviera una bomba, o posiblemente ántrax. Lo introduce sin abrirlo en su mugrienta chaqueta de montaña—. El lugar se pondrá a la venta esta semana —comenta Fielding—, aunque no habrá visitas durante un par de días antes y después de la fiesta. Pero será la última oportunidad de la familia para ver el lugar. Bueno, ya sabes. Para estar allí.
—Creo que voy a pasar. —Al bebe un trago—. Gracias de todas formas. Discúlpate por mí si se me olvida responder.
—Hay más.
—¿Aun más?
—Esto es de lo que realmente se trata todo. No te he seguido la pista por la mitad de Reino Unido tan solo para invitarte a una fiesta. Me refiero a que, allí habrá una fiesta, pero también habrá otros asuntos que tratar durante esos días. Eso es de lo que realmente necesito hablar contigo.
—¿Va a durar mucho? ¿Debería ir otra vez al váter?
—Por favor, no.
—Era broma.
—Se trata de Spraint Corp.
—¿En serio? Qué bien.
—Básicamente, quieren adquirirnos al completo.
El vaso de Al está a medio camino hacia sus labios, pero se detiene allí, durante unos pocos segundos. Por fin, alguna clase de reacción. Parece sorprendido. Desconcertado, diría Fielding, incluso.
—¿En serio? —pregunta Alban, y bebe, pero con una forzada indiferencia. Ahora están llegando a algún sitio.
—Un cien por cien —le dice Fielding—. Una adquisición total. Uno o dos de nosotros podrían lograr quedarse como asesores. Es posible. Sería por acciones y efectivo. Acciones sobre todo. Mantendrían el nombre, por supuesto. Esa es una gran parte del valor.
Al permanece allí sentado asintiendo durante un rato, con los brazos cruzados. Parece estar mirando sus propias botas; anchas y amarillas con un montón de cordones.
Mira hacia Fielding y se encoge de hombros.
—¿Eso es todo?
—Bueno, ahí es donde entra la fiesta. La familia, la empresa, mantendrá una reunión general extraordinaria el día antes del cumpleaños de la Yaya, en el castillo, en la Mansión Garbadale. —Fielding toma un sorbo de agua—. Prácticamente todo el mundo estará allí.
—Mmmmm —murmura Al, y asiente. Todavía se encuentra mirándose las botas. Sus ojos están muy abiertos.
—Así que obviamente, podría apetecerte estar allí para eso también —le dice Fielding—. La reunión general es el sábado, el ocho de octubre. El cumpleaños de la Yaya es al día siguiente.
—De acuerdo.
—Como te he dicho, más o menos toda la familia debería asistir. Vienen desde todas partes del mundo. —Fielding le concede un momento—. Sería una lástima que no estuvieras allí, Al. En serio.
Alban asiente, mira su pinta de cerveza, luego casi la apura de un trago y se levanta mientras se pone su chaqueta.
—¿Has acabado? —pregunta, indicando con un gesto el agua mineral de Fielding—. ¿Continuamos nuestro paseo?
—Claro.
Caminan junto al dique del río, hacia donde desaparece el tráfico a ese lado y un puente ferroviario cruza el caudal. Hay un puente peatonal adyacente al ferroviario; ascienden los escalones y continúan por él.
—Entonces, ¿qué opinas? —le pregunta Fielding a Al.
—¿Sobre la fiesta? ¿La reunión extraordinaria? ¿La adquisición? ¿O sobre nuestra gran familia feliz reuniéndose para una juerga?
—Sobre todo ello.
Al acelera un poco a propósito, luego aminora y se detiene, cerca del centro del puente peatonal. Se vuelve y mira hacia el agua, que se apresura suavemente por debajo. Es de color marrón claro, como el cristal ahumado, y lanza destellos entrecortados bajo la luz del sol. Fielding se inclina sobre la barandilla que hay a su lado.
Alban sacude la cabeza lentamente, sus rizos castaños ondean en la brisa.
—No estoy seguro de querer formar parte de todo esto. Lo siento.
Fielding desea decir algo y normalmente lo haría, pero a veces tienes que dejar que la gente llene sus propios silencios.
Al toma una serie de profundas bocanadas de aire y dirige su mirada hacia donde el agua desaparece río arriba.
—Hubo una vez en la que me sentía… obligado, atrapado por esta familia. Tuve la ridícula idea de que si podía huir durante un año y un día, de alguna forma me liberaría de ella, o al menos sería capaz de sobrellevarlo… en condiciones mutuamente aceptables. —Sonríe a su primo—. ¿Sabes? Igual que en los días de la servidumbre. Si un siervo podía escapar de su señor durante un año y un día sin ser atrapado, se convertía en un hombre libre.
—Había oído algo sobre ello.
—De todas formas es una idea estúpida —dice entre risas—. Un año sabático. Pero da igual. Después de regresar, después de ocupar mi supuesto lugar por derecho en la compañía, y luego hartarme de ello, entonces fue cuando supe que tenía que salir de allí, y decidí, comprendí, que un año y un día no serían suficientes, que jamás habrían sido suficientes. No con esta familia —concluye, volviéndose con una ligera sonrisa.
Y a veces las personas dejan silencios que no tienes más remedio que llenar.
—Entonces —plantea Fielding—, ¿cuánto tiempo sería suficiente?
—Alguno entre más adelante y para siempre, supongo —responde encogiendo los hombros.
Fielding espera un poco y entonces dice:
—Mira, creo recordar que te marchaste en primer lugar porque le vendimos una cuarta parte de las acciones a Spraint.
Al no responde.
—Eso se ha convertido en la versión oficial —le cuenta Fielding—. Esa es la mitología familiar, que estuviste en contra del traspaso del veinticinco por ciento y saltaste del barco. Allá por el noventa y nueve. Dime, ¿es correcto?
—Eso tuvo mucho que ver con aquello —dice Al—. Bueno, algo que ver.
—Pues mira, si aún estás en la parte contraria, entonces… —Fielding se detiene—. ¿Lo estás?
—¿Si estoy qué? —inquiere Alban—. ¿Aún dispuesto a rechazar a la Spraint Corporation of America, Inc. y a todos sus trabajos?
—Sí.
Al sacude la cabeza.
—No estoy seguro de que ya me importe, Fielding. No estoy seguro de que tenga importancia en absoluto. Un grupo de accionistas, u otro grupo de accionistas. —Realiza una especie de movimiento giratorio con una mano y luego con la otra.
—Mierda —espeta Fielding apoyando la espalda en el tubo metálico de la barandilla—. Seré sincero, Al. Algunos de nosotros teníamos la esperanza de que pudieras ayudar a organizar la oposición al trato.
Alban mira a su alrededor, sorprendido.
—¿Es que hay una oposición? —Hace una pausa y se muestra pensativo—. No vamos a ser codiciosos, ¿verdad? —Vuelve a mirar hacia otra parte—. Eso sería tan inadecuado…
—Por supuesto que hay oposición —replica Fielding intentando no responder al evidente sarcasmo—. Esta es nuestra empresa, nuestra familia, Al. Es nuestro apellido el que está en el tablero. Es lo que hemos hecho durante cuatro generaciones. Es lo que hacemos, es lo que somos. Eso es lo que importa, ¿es que no lo ves? Me refiero a que eso es lo que ha hecho reaccionar a unos cuantos en la familia, especialmente desde que Spraint tomó su cuarta parte. No se trata de dinero. Por supuesto que el dinero es bueno pero, por Dios, todos tenemos básicamente suficiente. Si vendemos, todos seremos más ricos, pero solo seremos una familia como cualquier otra.
—No lo seremos.
—Bien, de acuerdo, como cualquier otra familia acomodada.
—Lo dices como si eso fuera algo malo.
—¡Vamos, Al! ¡Pensaba que al menos eso te haría reaccionar! ¿Es que no te interesa en absoluto? ¿Es que no te importa nada de esto?
—No de la forma en la que pudieras pensar, primo.
—Mierda.
Permanecen así durante un rato, apoyados en el borde del puente, mirando río arriba. Un tren de pasajeros pasa traqueteando lentamente en dirección a la ciudad con sus chirriantes ruedas. Parece muy alto y de un metal muy pesado a tan corta distancia. Un niño saluda con la mano y Fielding le responde con la suya, luego vuelve a apoyarse junto a Al. Es uno de esos silencios.
—¿Estás tratando de decirme seriamente —pregunta por fin Al—, que existe alguna posibilidad de evitar la venta?
Fielding continúa inexpresivo, por si Al se girase de repente hacia él.
—Sí —declara.
—¿Cuántas personas…? No, olvida eso, ¿cuáles son los porcentajes en juego?
—Es difícil decirlo con seguridad. La gente tiene las cartas muy pegadas al pecho. Spraint solo requiere el veintiséis por ciento de las restantes acciones familiares para tomar el control…
—No, necesitan un tercio de las restantes…
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Supongo. ¿Estarían satisfechos con el control, o desean la propiedad absoluta?
—Ellos dicen que podrían conformarse con el control, pero en realidad lo quieren todo.
—¿«Podrían conformarse» con el control?
—Tendrían que pensar en ello. Dicen que están tan seguros de que aceptaremos su oferta que ni siquiera se han molestado en pensar en lo que harán si no la aceptamos.
—Sí, seguro. Bueno, es nuestra familia. Siempre va a haber algunos reaccionarios.
—Eso está garantizado.
Al parece pensativo; se acaricia la barba.
—¿No se aplica en este caso lo del noventa y dos por ciento?
—Claro. Ellos están deseando obtener un noventa y dos por ciento de acciones para poder adquirir el resto por obligación.
—Mmmmm. —Alban se vuelve hacia su primo—. ¿Y quién va a detenerlos? —Su mirada parece buscar los ojos de Fielding—. Creo recordar que tú eras partidario de la venta hace seis años.
—Sí, lo era —dice Fielding con suavidad—. Por entonces me parecía lo más acertado. Probablemente aún pensaría igual en las mismas circunstancias. Necesitábamos la inyección de efectivo. Quiero decir que entiendo, y entendía, tu punto de vista, pero no había mucho que discutir acerca del hecho de que necesitábamos más inversión. Pero da igual. Eso fue entonces. Esto es ahora. No necesitamos vender a Spraint. Podríamos continuar siendo una empresa básicamente familiar. Podríamos mantener a Spraint en la junta como unos socios provechosos e incluso entusiastas, podríamos ser felices con ellos vendiendo las acciones a una tercera parte, o podríamos pedir fácilmente un préstamo al banco para recuperarlas. —Fielding espera que Al vuelva a mirarle al decir eso, pero no lo hace—. En serio —continúa Fielding—, es una posibilidad. Tenemos un buen crédito. Muy bueno. Kath ya ha… Me refiero a la tía Kath, ahora es la directora de finanzas. ¿Lo sabías?
—Sí, lo sabía —responde Al en voz baja.
—En cualquier caso, ella ha mantenido conversaciones informales con un par de bancos y parecen estar totalmente de acuerdo. Sin lugar a dudas, es alentador. Creo que ellos piensan que deberíamos hacerlo.
Fielding deja que Al reflexione durante un rato.
—Mira, Al, hay un par de tipos en la familia que podrían dudar en este asunto. Se sienten inclinados hacia ambas partes. Pueden ver que lo que Spraint está ofreciendo es, básicamente, un buen trato. Vender sería una buena decisión empresarial. Eso por descontado. De acuerdo. Por otro lado, es su vida, su familia, su nombre lo que está en venta aquí. Pueden ver valor, y me refiero a algo más que al monetario, en seguir a bordo, en mantenerse en su puesto. Todo depende de cuánto valoremos la familia, supongo. Cuánto la valoramos cada uno de nosotros. —Fielding cree ver asentir a su primo—. Así que a algunos de nosotros nos gustaría, al menos, hacer frente a Spraint con una buena pelea. Y tú podrías ayudar, Al. Allí hay gente, por Dios, mi padre es uno de ellos, que te escucharía. ¿Y Beryl? ¿La tía abuela Beryl? Ella siempre ha sentido predilección por ti, ¿verdad? Ella es otra.
—¿Qué pasa con la vieja dama?
—¿Yaya?
—Sí. ¿A qué lado se encuentra en esto?
—Bien, ella me envió. Esto fue idea suya. Bueno, y mía.
—¿Está en contra de la adquisición? —pregunta mirando al otro.
—Sí —contesta Fielding.
—Estuvo a favor la última vez, en la venta del veinticinco por ciento.
—Te lo digo otra vez, eso fue distinto. Aquello fue para mantener en marcha la compañía. Esto es para mantener la compañía en marcha.
—Eso no es distinto, es lo mismo.
—Jesús, Al, ya sabes lo que quiero decir. Sin el dinero de Spraint podríamos habernos desplomado, así que lo cogimos y la compañía sobrevivió. Pero ahora quieren hacerla toda suya y lo único que permanecerá será el nombre; la compañía se habrá esfumado. Son negocios; todo es una cuestión de supervivencia. Mira, puedes ayudarnos en esto. Si lo deseas, puedes crear una oposición, puedes importar. Lo digo en serio. Tu puedes marcar la diferencia. Tan solo ven y habla con unos cuantos.
Fielding se queda callado.
—¿Por qué ahora? —pregunta Al. Se vuelve y sus ojos están entrecerrados, y Fielding sabe que ya lo tiene.
—¿Que por qué ahora? —repite Fielding.
—¿Por qué Spraint está ahora tan interesado? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué hay a la vuelta de la esquina?
—Ah, bien, ahora; creemos que se debe a que la serie de ¡Imperio! ha funcionado muy bien en PC y en consolas, y están trabajando en un nuevo título para su propia nueva máquina, la NG. ¿Has oído hablar de ella?
—No.
—NG. Nueva Generación, partiendo desde la V-Ex. A principios del año que viene. Le da tres mil patadas a la PS2 y a la Xbox 360. Un procesador mejor y más rápido que los ordenadores de la más alta gama. Aunque debería decir «procesadores», en plural; tiene tres, además de la mejor tarjeta gráfica diseñada en el mercado. Un mínimo de ochenta gigas de disco duro y hd ready. Banda ancha incorporada.
—Ya veo que estás enamorado —dice Alban riéndose de su primo.
Fielding también se ríe.
—Es una máquina acojonante. Va a definir el mercado de los juegos de consola durante los próximos cinco años.
—Ya, lo que tú digas.
—No, esa es la verdad.
—¿Ya tienen el software, los juegos preparados?
—Eso es de lo que estamos hablando. Consideramos que los títulos de ¡Imperio! y sus versiones van a significar una parte importante de la presentación al mercado y de sus planes de futuro. Uno de ellos incluso podría incluirse junto al primer lanzamiento.
—¿Podría?
—Sí, es una posibilidad.
—Está claro que te mantienen bien al día en los desarrollos.
—Oye, somos socios, no gemelos siameses.
Al se da la vuelta de nuevo, pero está pensativo.
—Ajá —dice suavemente. Deja una pausa sorprendentemente larga—. Así que tú quieres cortarle el paso a ese jodido mastodonte.
—Y podemos hacerlo —afirma Fielding—. Si la gente lo cree. Quiero decir que tenemos que llegar hasta ellos antes de la reunión general extraordinaria en Garbadale, pero hay tiempo. Podríamos lograrlo. También tendríamos que estar allí en Garbadale, obviamente, pero hay cosas que hacer de antemano. Solo un par de semanas como máximo, Alban, eso es todo. Los gastos corren por mi cuenta, faltaría más. —Fielding se queda en silencio. Puede oír el borboteo del río—. ¿Qué te parece?
Alban sacude la cabeza. No dice nada.
—Por Dios, Alban —espeta Fielding—, ¿es que cortar árboles es un trabajo tan jodidamente fascinante que no puedes apartarte de él?
—No —responde entre risas, volviendo a pasarse los dedos por entre el cabello—. De todas formas me han dado de baja por invalidez.
—¿Qué?
Mierda, piensa Fielding, ¿me he perdido algo? ¿Es que Al se ha cortado un dedo de la mano, o de los pies o algo así? Perdió la parte superior de un meñique hace años, no mucho después de empezar esa mierda de los bosques pero, ¿es que ha perdido algo más?
—¿Ves estos dedos? —dice Al, levantando el índice y el corazón de ambas manos.
—Parecen estar en su sitio —asiente Fielding.
Al también les dedica una mirada.
—Sí, claro, pero además tienen algo llamado «dedo blanco».
—¿Qué?
—Se coge a causa de un exceso de vibración. Empieza a cargarse los vasos sanguíneos o algo así. El médico me lo explicó todo. He manejado demasiadas motosierras viejas en el trabajo. No debería haberme ocurrido tan deprisa, pero al parecer, soy especialmente vulnerable.
—Joder. ¿Te duele?
—No. —Gira los dedos delante de su cara, inspeccionándolos—. He perdido un poco de sensibilidad, y tengo que procurar que no se enfríen demasiado durante el invierno, pero puedo vivir con ello.
—¿Así que estás fuera?
—Sí.
—¿No podían buscarte un puesto de oficina?
—La parte de cortar árboles era la que más me gustaba. —Al se ríe—. Me ofrecieron trabajo como conductor, remolcando árboles, limpiándolos o apilándolos y todo eso, pero no me interesaba.
—Entonces… —Fielding levanta ambos brazos—. ¿Por qué no…?
Deja que su voz se diluya mientras Al vuelve a mirar río arriba.
Debajo, las aguas continúan su incesante camino.
—Mira —dice Fielding—, ¿no vendrás al menos para ver a Beryl y a Doris? Por Dios, hombre, solo es a Glasgow. —En realidad, Fielding siente en sus propias carnes una especie de terror a encontrarse con sus dos tías abuelas. No es que vaya a mencionar eso, por supuesto—. Les encantaría verte —le cuenta a Alban, y posiblemente sea cierto—. Hoy podríamos conducir hasta allí.
Sin respuesta.
Entonces Al dice:
—A lo mejor. No lo sé.
Dios, piensa Fielding, parece estar deprimido, derrotado. Bueno, al menos siente algo, supongo.
Tras un rato, Al dice:
—Antes dijiste que prácticamente toda la familia va a estar allí, en Garbadale.
—Tienen que estar. La Yaya tiene, bueno, la empresa tiene, pero eso significa «la Yaya», el derecho de voto de cualquiera que no asista. De forma efectiva.
—Muy bien. —Al deja escapar un largo suspiro—. ¿Y de los Estados Unidos?
—Oh, habrá un buen grupo de ellos.
Los hombros de Al se sacuden con lo que podría ser risa otra vez.
—Ambos estamos siendo esquivos con esto, Fielding. Los dos sabemos que…
Esta vez es la voz de Al la que se apaga.
Fielding se aclara la garganta y dice:
—Tengo entendido que Sophie va a estar allí. La prima Sophie. Ella aceptó la invitación a la fiesta y confirmó su asistencia a la reunión general. Apuesto a que estará allí. —Hace una pausa—. Aunque, obviamente…
De repente, Fielding se da cuenta de que podría estar a punto de meter la pata si continúa abriendo la boca, así que se calla.
Alban coloca su cabeza entre la uve formada por sus brazos extendidos y sus manos entrelazadas, como si estuviera examinando el paso del río, justo por debajo de él.
Como si rezase.
Eleva su mirada y se vuelve, sonriente.
—¿Te apetece comer algo?
—Buena idea —contesta Fielding.
Caminan de vuelta hacia la ciudad.
—Oh, Dios, ¿te encuentras bien?
Le llevó un rato coger el suficiente aire para jadear.
—Creo que no.
Trató de hacerse una bola más aun, a pesar de ser perfectamente consciente de que eso no mejoraría las cosas de ningún modo.
El dolor era peor que cualquier cosa que jamás hubiera sentido. Parecía irradiar desde su ingle igual que un terrible foco de luz, lanzando sus abominables rayos de agonía sobre cada parte de su cuerpo, desde el pelo hasta las uñas de los pies. Iba más allá del dolor, adentrándose en otros reinos, entre los que se incluía una sensación general de frío, náusea y desesperación. También parecía estar empeorando gradualmente. Alban había vivido durante quince años y nunca había experimentado nada parecido. Y esperaba no tener que volver a hacerlo.
—Dios mío, lo siento mucho.
La chica se quitó sombrero su negro de montar y lo colocó sobre el camino de ladrillos. Ella se arrodilló junto a él, dubitativa, luego le puso una mano sobre el hombro y lo apretó cariñosamente. El dejó escapar un sonido entre un bufido y un gorgoteo. Ella miró a su alrededor, pero no había nadie más en el jardín amurallado. Se preguntó si debería subir hasta la casa y avisar a alguien. ¿Cómo de grave podía ser? Al principio había pensado que él estaba exagerando cuando cayó como un saco de patatas y se enroscó como un puercoespín. Ahora creía que probablemente su intenso dolor era auténtico.
Raspadura resopló y volvió a flexionar una pata trasera, retrocediendo hacia ellos dos. Oh, Dios, podría patearle de nuevo. O a ella. Chasqueó la lengua y se levantó, reprendiendo a la yegua castaña y guiándola hasta donde pudiera mascar algunas hojas de zanahoria sin causar daño alguno. Después volvió junto al chico que yacía apretando su zona dolorida sobre el camino de ladrillos rojos. Se mordió el labio inferior y le dio unas suaves palmadas en la cabeza. Su pelo rizado era de color marrón claro.
—Eso se llama esparaván —le dijo, sin que se le ocurriera otra cosa.
Él produjo un sonido que podría haber sido un «¿Qué?».
—La súbita elevación espasmódica de la pata trasera de un caballo —le explicó—. Se llama esparaván.
Él hizo una especie de ruido quejumbroso y pareció tratar de enderezarse, entonces jadeó y volvió a enroscarse sobre sí mismo.
—Gracias —respondió. Sonaba como si estuviera apretando los dientes—. Es bueno saberlo. —Hizo una pausa para tomar aire—. Me ha parecido más bien… una coz.
—En realidad tienes razón, fue más como una coz. Lo siento. Es muy, muy doloroso, ¿no?
—Un poco —dijo con lo que pudo ser un asentimiento.
—Raspadura jamás había hecho eso antes.
—¿Perdona?
—Raspadura. Ella jamás había hecho eso antes. Cocear a alguien.
—¿De veras? —Cada una de sus palabras sonaba entrecortada, como gruñidos.
—Claro. En realidad se supone que no debes pasar tan cerca de las patas traseras de un caballo, sobre todo cuando no lo conoces.
—Ajá, bien —respondió él—, en realidad se supone… —tomó otra repentina bocanada de aire—, que no debes traer caballos… —una bocanada más entre silbidos—, a un huerto —le dijo—. Tampoco.
—Lo siento. Supongo que no.
—Y, ¿eres sorda?
—¿Cómo dices? Ah, no. No, es que estaba oyendo mi Walkman.
—¿Qué estabas —tragó aire de forma desordenada— escuchando?
—Oh, sí, una de las canciones de Now, That’s What I Call Music[2].
—Ya.
Ella volvió a morderse el labio inferior. Todo lo que estaba haciendo era echar un vistazo alrededor del viejo jardín amurallado ahora que había finalizado su paseo por la finca y la playa. Acababa de regresar de España, y lo primero que quiso hacer fue sacar a Raspadura para dar una vuelta. Volvió a palmear la cabeza del muchacho. Tenía el pelo muy suave. Estaba bastante segura de saber quién era.
—¿Quieres que vaya a buscar ayuda o algo así? ¿Tú qué opinas?
—No sé. ¿Algo de hielo? —Se giró hacia la chica y entonces, por primera vez, ella pudo ver su cara con claridad. Su rostro estaba obviamente desencajado en ese momento, pero ella sospechaba que, probablemente, era más agradable cuando no lo estaba. Tenía unos preciosos ojos marrones, del mismo color que el pelaje de Raspadura. Suponía que tenía uno o dos años más que ella; digamos dieciséis. Le recordaba un poco a Nick Rhodes, de Duran Duran. Hacía más o menos un año consideró que ya estaba bien de Duran Duran, pero aún sentía debilidad por Nick—. No tengo ni idea —jadeó—, podría necesitar un médico en un momento dado. Solo para asegurarme, ¿sabes?
—Joder, vale. —Ella volvió a apretar su hombro con suavidad—. Subiré a la casa.
—¿Y podrías sacar a ese animal de entre mis zanahorias?
—Vale, no hay problema. Enseguida vuelvo.
Llevó al caballo de vuelta a través del portón del muro occidental, a paso ligero.
El dolor iba y venía, como las olas en una orilla en la que cada grano de arena es un diminuto testículo inflamado que se golpea contra todos los demás. Esto si que era dolor, me cago en la puta. ¿Por qué tenía que doler tanto? Una vez le habían golpeado con una pelota de tenis, puede que hiciera tres o cuatro años y eso había sido horrible, pero esto era infinitamente peor. ¿Realmente merecían la pena el sexo, los orgasmos y la reproducción para esta puta locura de agonía? Él ni siquiera había llegado a hacerlo propiamente aún, solo se hacía pajas y ahora creía que nunca podría. ¿Realmente se podían reventar los huevos? Hostia puta. Últimamente había estado pensando que le gustaría ser padre algún día, en su momento, pero ahora puede que aquello fuese una opción completamente fuera del menú, y todo gracias a cierta chica «vale» y a su enloquecido caballo odia hombres, revientapelotas del infierno. Lo que en realidad quería hacer era levantarse, bajarse los pantalones y los calzoncillos y echar un vistazo a los daños, pero no podía, no cuando la chica podía reaparecer en cualquier momento con el tío James, la tía Clara o sus propios padres.
De forma gradual, jodidamente demasiado gradual, las punzadas comenzaron a desaparecer. Empezó a dejar de sentirse tan mal. Se incorporó con la ayuda de una mano y se sentó cuidadosamente sobre el camino de ladrillos que pasaba entre los sembrados de lechugas. Enjugó sus lágrimas. En realidad no había estado llorando, pero supuso que el dolor y las muecas que este le había provocado en la cara habían estrujado sus conductos lacrimales. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz. Incluso eso le dolía. Tosió. Eso también dolía. Comenzó a pensar en ponerse en pie, preguntándose si aquello también le resultaría doloroso. Miró hacia el sombrero negro de montar que la chica había dejado tirado en el camino. Un solitario, largo y rizado pelo rojizo yacía enrollado en la aterciopelada superficie, brillando bajo el sol como un meridiano bermellón.
Ella tardó cinco o diez minutos en llegar, y regresó sola, sosteniendo una cubitera de hielo.
—¡Se han marchado todos, maldita sea! —exclamó—. No hay nadie allí. Tampoco están los coches.
Él se enjugo la última de sus lágrimas y la miró. Era pequeña, una cabeza entera más baja que él. Supuso que tenía más o menos su misma edad. De curvas pronunciadas; bien desarrollada era la expresión adecuada, pensó. Se veía bien con sus altas botas negras, sus ajustados pantalones beis y su larga chaqueta negra. Su rojizo cabello recogido brillaba como el cobre bajo el sol, enfrentado al reluciente azul del cielo estival. Ella tomó asiento a su lado, sobre el bordillo elevado del camino. Ojos verdes. Piel suavemente bronceada, encendida con un sutil rojo en las mejillas. Nariz pequeña y bonita.
—Toma. He traído el hielo. —Dejó pesadamente la cubitera sobre el camino, entre sus botas, luego rebuscó en su negra chaqueta de montar y extrajo una caja de pastillas—. Es paracetamol. Pensé que podrían servir.
Él hizo amago de darle una palmadita.
—Gracias, me pondré bien. El dolor está empezando a irse. Sobreviviré. —Colocó las manos sobre sus rodillas, miró hacia delante y dejó escapar un profundo suspiro.
Sus manos parecían grandes y fuertes, y estaban increíblemente sucias; marrones a causa de la tierra y con las uñas negras. Ella sintió un escalofrío.
—Bueno, vale. Uff, ¿verdad? —dijo sonriendo.
Él advirtió que tenía puesta una ortodoncia en los dientes superiores. Ella le vio mirarle la boca y apretó sus labios. Fue casi una mueca de disgusto. Pensó él. Era muy guapa. Bueno, aparte de la ortodoncia, obviamente. Entonces ella extendió su mano.
—Soy Sophie. Tú eres Alban, mi primo, ¿he acertado?
Él tomó su pequeña mano y la estrechó con cuidado. Así que eran primos. Eso era una lástima.
—Ese soy yo —respondió—. Encantado de conocerte.
—En realidad, parece ser que nos hemos conocido antes, cuando éramos muy pequeños pero, oh, de todas formas, encantada.
—Gracias por el hielo —dijo y asintió, inclinándose de nuevo hacia delante con el ceño fruncido a causa del dolor—. Pero creo que volveré a la casa. Puede que me dé un buen baño frío.
Ella se levantó y le ayudó tirando de él hasta que se hubo puesto en pie, después recogió la cubitera y lo aferró por debajo de su hombro derecho tras contemplar sus primeros pasos, entrecortados e inseguros. Ella permaneció así, apoyándole, todo el camino de vuelta a casa. Era más un estorbo que una ayuda, pero le gustaba la sensación y olía muy bien, fuese o no su prima.
Era el segundo verano que había pasado entero en Lydcombe desde que creció. Sin embargo, ya conocía bien el lugar. Había nacido en Garbadale, en el extremo noroeste de Escocia. Él, su verdadera madre, Irene, y su padre habían vivido allí hasta que cumplió dos años, cuando ocurrió aquello con su madre. Entonces él y su padre se mudaron a Lydcombe. Ambas fincas, con sus grandes casas, eran propiedad de la empresa familiar. Quién tenía que vivir en qué sitio era de largo una cuestión de preferencia, pero que dependía definitivamente de la decisión de los miembros más veteranos de la familia. En aquellos días, estos eran el abuelo Bert y la abuela Win.
Él no podía recordar nada acerca de su madre o de Garbadale. Lydcombe era todo lo que conocía. Ellos habían vivido aquí y él había crecido aquí, en la casa, cuando era muy pequeño, pero entonces, al hacerse mayor, más fuerte y más valeroso, el lugar en el que realmente había crecido era el jardín y la finca en sí.
Al principio tan solo se sentía cómodo en los parterres y bancales alrededor de la casa, normalmente quedándose junto a su padre mientras él se sentaba en su pequeño taburete, detrás del caballete, pintando, pero después de un tiempo empezó a hacerse amigo del jardín Victoriano amurallado, y más tarde comenzó a jugar en el interior de la vieja huerta de manzanos, entre las ruinas de la antigua abadía. La huerta se había convertido en pasto y era utilizado para ayudar a alimentar a las ovejas y cabras de la finca, que eran, más que nada, animales de compañía. Aun más tarde, al expandir lo que empezaba a considerar como sus dominios, empezó a aventurarse más allá de aquellos círculos de seguridad, confianza y familiaridad hacia las lejanas praderas, arboledas, campos y bosques de la finca. Entonces, un día soleado, llegó hasta el río, con sus orillas cubiertas de flores salvajes y arbustos y, durante aquel día de espontáneo celo exploratorio, incluso continuó, llegando más allá, cruzando el ancho y manso vado hasta las dunas y la playa al otro lado, hasta el borde de la tierra donde cantaban las carracas y las colinas de Gales resplandecían trémulas en la azulada distancia.
Él había comenzado a asistir a la Escuela Primaria de Mardon, cerca de Minehead. Exploraba los jardines y la finca por las tardes y los fines de semana. A veces se encontraba con su padre, quien pintaba algún paisaje lejano o parte de los jardines. En ocasiones, su padre vendía los cuadros, aunque, casi siempre, estos parecían ir llenando lentamente las paredes de la casa. Sus amigos del colegio iban a visitarle y exploraban la finca con él. Se sentía especial, de algún modo secretamente a cargo de toda ella. Le pertenecía.
Su padre volvió a casarse. Al principio, Alban no se fiaba mucho de la tal Leah, e insistió en llamarla tía Leah durante años. (Era una solemne promesa secreta susurrada una noche, bajo las sábanas, al espíritu de su verdadera madre). Pero Leah se portaba bien con él, incluso cuando él no hacía lo mismo con ella, y su padre parecía más feliz de lo que Alban jamás pudiera recordar y le regañaba menos. Su padre le permitía sentarse en su rodilla y siempre llevaba un pequeño lienzo de sobra con él, en el que dejaba que el chico hiciese sus garabatos, animándole a aplicar pintura sobre el elaborado tejido obsequiado. A veces su padre le sugería temas, o aconsejaba colores que podían ser interesantes, pero la mayoría de las veces se limitaba a quedarse allí sentado, pacientemente, sonriendo hasta que Alban se aburría, bajaba de un salto y se iba una vez más a jugar; entonces su padre apartaba a un lado el pequeño lienzo y continuaba con su propia obra.
Una noche, Alban pronunció una avergonzada disculpa a la memoria de su verdadera madre, y después comenzó a llamar a Leah «mamá».
Después de haberle tenido miedo, e incluso tomando a mal su presencia, empezó a hablar con el viejo jardinero, el señor Sutton, quien le dejaba parlotear mientras trabajaba y, a veces, le permitía ayudarle.
Un día llegó Cordelia. Esa increíble y nueva cosa diminuta; una hermana. Era asombroso. De repente se dio cuenta de que eran una familia. Cory absorbió gran parte del tiempo de sus padres, dejándole a él incluso más libertad para seguir explorando el jardín. Ahora el señor Sutton tan solo acudía a los jardines algunos días por la tarde, ya que se hacía viejo. Alban había empezado a dibujar mapas del jardín, nombrando sus partes y características, apelando a su propia experiencia. Pasaban buenas, largas y cálidas vacaciones en el extranjero, y también en Garbadale, aunque cortas y frías. El sol en abundancia estaba muy bien durante un par de semanas, pero después de todo también tenían sol, mar y arena en Lydcombe, y las plantas y jardines de fuera siempre parecían demasiado estridentes y obvios comparados con los de casa.
Al igual que la rocosa desolación de las abruptas pendientes alrededor de los terrenos inundados y los jardines saturados de rododendros que rodeaban los lúgubres muros grises de la Mansión Garbadale; aquello no significaba mucho para él y, de alguna forma, nunca se sintió cómodo allí. Hizo todo lo que pudo por disfrutar cualquiera de las vacaciones que se le presentaban (su padre había tratado de que lo comprendiese: apreciar todo lo que la vida te ofrece, sacarle partido al «ahora», porque todo cambia, y a veces no para bien), pero la mayoría de las vacaciones eran simplemente diferentes, no mejores, comparándolas con la vida en casa. Tras los primeros días de cualquier periodo que pasaba fuera, siempre se encontraba echando de menos Lydcombe, y en cuanto regresaban de las vacaciones corría hasta el jardín, cruzando los parterres, a través de la huerta y el eco de las ruinas de la abadía y, en ocasiones, todo el camino hasta el río y el mar.
El señor Sutton ya estaba muy, muy viejo e ingresó en una residencia; dos muchachos del pueblo, ambos llamados Dave, realizaban de vez en cuando algunas tareas de jardinería, pero no estaban interesados en hablar con un chaval de la edad de Alban. Solían hacer chistes sobre el huerto que él no comprendía, y no parecía preocuparles tanto como al señor Sutton, pero eso le dejaba aun más para él, fue lo que pensó.
Más tarde, deseó haberse parado a pensar en la maravillosa y privilegiada vida llena de belleza que había estado disfrutando hasta entonces al menos una vez.
Lo que ocurrió, cuando cumplió once años y estaba a punto de empezar la escuela para mayores, fue que su padre le hizo sentarse un buen día y le dijo que abandonaban Somerset, que se marchaban de Lydcombe. Su padre se enrolaba en la empresa familiar. Tendría que trabajaren la oficina central de la compañía. Regresarían algún día, por supuesto, pero de momento se marchaban a la gran ciudad, ¡a Londres! Bueno, a Richmond, que no estaba muy lejos y disponía de buenas comunicaciones en tren con el centro. Habían encontrado una buena escuela cercana, donde no tendría que quedarse interno ni nada de eso.
Abandonarían Lydcombe. Otra gente, alguna tía suya y su tío con sus hijos (se suponía que debía saber quiénes eran, pero no recordaba haberlos conocido) iban a vivir allí, ahora que su padre ocupaba un nuevo puesto en la familia y trabajaría en Londres.
Se sintió traicionado, exiliado, expulsado. Comparado con Lydcombe, Richmond era un extraño lugar, abarrotado y agobiante. La casa era tan solo un poco más pequeña, aparentemente, pero mucho más vertical y excesivamente ordenada; con menos pasillos pintorescos, descansillos, escaleras irregulares y habitaciones con forma extraña. Uno se sentía oprimido y limitado después de Lydcombe, como si el edificio estuviera permanentemente vigilando, sin descanso. Se suponía que el jardín tenía que ser inmenso, pero eso era mentira; cuando salió a verlo y terminó de examinarlo, resultó tener apenas la mitad del tamaño del jardín amurallado de Lydcombe. Su padre pasaba la mayor parte del tiempo trabajando.
El hecho de que lo llevaran a ver películas y espectáculos a Londres enmendó algo de aquello, pero no todo. La escuela, después de un par de difíciles semanas, se convirtió en un consuelo. Todo lo que tuvo que hacer fue cambiar un poco su acento, aunque nunca había sido especialmente del sudoeste desde un principio, y aceptar el desafío de un chico que era mayor e incluso más grande que él, pero también más lento. Se estrecharon las manos tras la pelea, la cual encontró ligeramente graciosa; los palos de joquey eran muy divertidos. Disfrutaba aprendiendo, disfrutaba estando con los demás muchachos, disfrutaba cuando lo llevaban a Londres (sobre todo si solo estaban él y su padre), y cuando le permitían pasear por las calles y parques de Richmond con sus amigos, pero echaba de menos Lydcombe y, según comprendió una terrible noche, lo echaba de menos más que a su difunta madre.
Ahora Lydcombe se había convertido en el lugar para ir de vacaciones, en vez de ser el lugar de donde partir; un destino, temporal y, de alguna manera, restringido. La primera vez que regresaron, observó que la media docena o más de las pinturas de Andy que habían dejado allí como obsequio para la casa y sus nuevos inquilinos habían sido movidas, destinadas a estar en dormitorios en lugar de dejarlas en espacios comunes. Si a Andy le molestó, él no llegó a darse cuenta.
Había visitado la finca con sus padres y su hermana Cory cada año desde la gran mudanza a Richmond, a veces quedándose una semana o dos, y a veces tan solo a pasar la noche, pero apenas podía recordar a Sophie. Pensaba que ambos tenían cinco años la última vez que se habían visto. Tenía el vago recuerdo de haberla hecho llorar.
Desde entonces sus caminos jamás se habían cruzado, incluso aunque Lydcombe era el hogar de Sophie. Ella era la hija del tío James con su primera esposa, no del tío James con la tía Clara, así que pasaba mucho tiempo fuera, con su verdadera madre, en España.
La primera vez que consideró las consecuencias de ello, pensó en lo extraño que debía ser. El hecho de tener dos madres no era extraño, él mismo estaba acostumbrado a eso, pero tener dos madres que estaban vivas… Aquello sí era insólito. Tan solo cuando comenzó a preguntarles a otros niños sobre este tipo de cosas empezó a comprender que no era tan extraño en absoluto. Sin embargo, los adultos eran definitivamente extraños.
Él había empezado a encargarse del jardín en Richmond, sin apenas darse cuenta, desde que tenía doce años. Tenían un jardinero que iba de vez en cuando, y él no cesaba de acompañarle durante su tarea, haciéndole preguntas, ayudando en lo que podía y haciendo algo del trabajo de pala y levantando objetos pesados que dañaban la espalda del señor Reynolds. Llegó a amar ese trabajo, el dominio de la horticultura, la inmensa cantidad de conocimientos ocultos que parecía existir detrás de cada hoja, brizna, pétalo o hierba.
Los jardines de Kew no estaban muy lejos. La primera vez fue con sus padres, durante un frío y neblinoso día de otoño, en el que estaba de mal humor por algún motivo olvidado y sin realmente desear estar allí de ningún modo, o en ninguna parte con ellos (Cory también fue, toda risueña y dulce para variar, como si pudiera sentir su humor y tratara de contrastar deliberadamente), pero aunque de mala gana, estaba impresionado con los árboles y arbustos, y el armonioso e imponente diseño de la pagoda surgiendo a través de la neblina. Luego aparecieron los invernaderos. Aquellos lo dejaron sin habla, con su olor, calor y humedad inmediata que contenían un completo, fragante y fabuloso mundo de abundante vegetación; había plantas de todas partes, oníricas caricaturas vegetales, algunas incluso de pesadilla, como si fueran extraterrestres, todas ellas floreciendo esplendorosamente allí, bajo el grisáceo cielo inglés. Los reactores, también de todas las partes del mundo, rugían sobre sus cabezas, en la oscuridad, cada pocos minutos, de camino a Heathrow. Tuvo que inclinarse y mirar las etiquetas lo más disimuladamente que pudo, ya que no deseaba exteriorizar lo profundamente impresionado que se sentía, lo mucho que aquello significaba para él. En ese momento ya sabía que vendría a menudo.
Cuando le preguntaron lo que quería hacer durante las vacaciones de verano del 84 (entonces tenía catorce años y había sido invitado a quedarse con varios núcleos de la familia, desde Garbadale hasta los Estados Unidos, pasando por el Lejano Oriente), respondió que le gustaría ir a Lydcombe y trabajar en el jardín.
Para cuando acabó aquel primer verano, él ya casi había empezado a pensar de nuevo en ese sitio como en su hogar. La casa en sí no estaba mal, pero lo que le fascinaba era la finca, los jardines, las plantas, flores, arbustos, árboles y vegetales, incluso las variadas especies de hierba en los parterres y praderas, tanto como la vida animal que sustentaban.
El interés por la horticultura estaba un poco pasado, como sus compañeros de la escuela se tomaban el placer de informarle, y en cierto sentido tenían razón. Pero ahí estaba. Simplemente encontraba absolutamente fascinante todo aquel aburrido rollo de lo verde. Que Dios lo ayudase, era un adolescente con una completa obsesión por el cultivo de vegetales.
—Así que estás sentado sobre un flotador, ¿eh, Alban? —preguntó el tío James—. Pásame los guisantes.
—Oh, pobre niño mío —dijo Leah, puede que por quinta vez, desde el otro extremo de la mesa y con un leve y compasivo gemido en su voz.
—Mamaaá —protestó Alban mirándola. Leah se limitó a sonreír más ampliamente—. En realidad es un cojín, tío —corrigió al tío James mientras empujaba el recipiente de los guisantes al otro lado de la mesa.
Por Dios, aquello era embarazoso. Era horriblemente consciente de que debía haber sonado como un niño pequeño, llamando a Leah, «mamá» de esa forma. Ni siquiera «mamá», sino «mamaaá», el sonido se había extendido como si lo hubiera pronunciado un niño pequeño. Recorrió la mesa con la mirada hasta Sophie, para ver si se estaba riendo o mofándose de él o algo así, pero tan solo se dedicaba a servirse más patatas.
—Tú, pobre mozalbete —intervino la tía Clara bruscamente—. Debes tener cuidado con los caballos. —Clara era una dama corpulenta y rubicunda, dada a vestir con delantales y a llevar pañuelos sobre la cabeza. Alban no creía haberla visto jamás llevar el pelo, de un tono naranja un tanto inquietante, suelto.
—Doc dice que no hay lesiones permanentes —anunció Andy. El padre de Alban había insistido en estar presente cuando el médico lo examinase. Eso también fue algo embarazoso, aunque Andy había sido muy compasivo. Además, le examinó una joven doctora. Eso sí que había sido espantosamente embarazoso.
—Entonces, la descendencia familiar no corre peligro, ¿verdad? —le preguntó el tío James al padre de Alban. El tío James era una especie de carcamal excéntrico. Usaba un montón de chalecos, esas camisas amarillas de cuadros que los granjeros de verdad apenas usan y pantalones de pana, lo cual no hacía sino incrementar su ya de por sí, sobredimensionada silueta. Tenía un abundante y rizado cabello negro, mejillas sonrosadas y una panza bien alimentada.
Andy se limitó a sonreír. El padre de Alban era muy normal en comparación; más delgado, con el pelo liso y negro, aunque ya tornándose gris. Tenía un rostro de aspecto agradable, con zonas arrugadas bajo los ojos, que parecían señalar que se había pasado la vida sonriendo, pero que, en ocasiones, si lo sorprendías sentado a solas, mirando al infinito como solía hacer a veces y no percibía tu presencia, le hacían parecer muy triste, hasta que se daba cuenta de que estabas allí.
—Te pondrás bien, ¿verdad, cariño? —dijo Leah, aún sonriendo a Alban. La madre de Alban era pequeña y pálida, aunque con esa clase de personalidad alegre que la gente suele asociar con personas que le doblaban la talla. Tenía una abundante cantidad de pelo rubio rizado, al que ella llamaba su corona de gloria. Además, como más de un compañero de Alban había señalado para mayor vergüenza, tenía unas tetas magníficas para su edad.
—Me pondré bien —murmuró. Se inclinó sobre su plato y comenzó a cortar la grasa de los bordes de los filetes de cerdo.
—Espero que no estuvieras haciendo el Geldof[3] delante de mi pequeña, Alban —dijo el tío James, cubriendo su plato con salsa de manzana.
—¿Cómo dices, tío?
—Diciendo tacos como ese tal Geldof. Sería algo natural después de ser coceado en los huevos de esa forma; puedo entender eso, pero tan solo espero que hayas podido contener tus profanaciones delante de los oídos de mi pequeña.
—James, por favor —dijo Sophie, poniendo los ojos en blanco.
El padre de Sophie hizo ademán de girarse en su asiento para mirar detrás de él, hacia la puerta del comedor.
—¿Es que ha entrado alguien? —preguntó con el ceño marcadamente fruncido—. ¿Alguien que se llama James?
—Padre, papá, pater, papaíto —dijo Sophie con los labios apretados, mirándolo fijamente.
—¡Oh! ¡Soy yo! —exclamó el tío James, volviéndose de nuevo—. Perdona, hija.
—Te alegrará saber que no me sobraba nada de aire para decir tacos, tío —aclaró Alban. Miró al otro lado de la mesa—. Los delicados oídos de tu hija no han sido contaminados.
Sophie resopló.
—Por favor, cariño —le reprendió su madre—. Pareces un caballo.
—Puedo decir tacos con fluidez en tres idiomas diferentes —espetó Sophie con entusiasmo—. Querida madre, querido padre.
El tío James sacudía la cabeza.
—Ese fulano, Geldof. En serio. ¿Cómo se llamaba aquel grupo en el que solía estar? ¿Los Gatos de Boomtown?
—Las Ratas —corrigió Alban.
—Oh, exacto —convino el tío James—. No podía creerlo cuando se puso a decir tacos de esa forma. En televisión.
—Papá, eso fue hace un mes —protestó Sophie—. ¿No puedes dejarlo? De todas formas lo hizo, funcionó; consiguió que la gente le mandara su jodio dinero. —Ella abrió bien los ojos, bajó la voz e hizo una aceptable imitación del acento irlandés al pronunciar las últimas dos palabras. Cory, la diminuta aunque enormemente molesta hermana de ocho años de Alban, emitió un repentino y agudo sonido. Alban, sin poder parar de reír, casi se atragantó con un bocado de su filete.
—Bueno, ya está bien, jovencita —le advirtió el tío James, muy serio de repente y poniéndose algo colorado mientras apuntaba a Sophie con el tenedor—. Estamos cenando.
—¿Cuánto dinero diste al Live Aid, papá? —preguntó Sophie. Alban hubiera jurado que sus pestañas aletearon.
—Para ser franco, te diré que eso no es asunto tuyo —le dijo el tío James a su hija y sonrió.
—Bueno —replicó Sophie enfáticamente—, yo di todo el dinero que había ahorrado para ir a esquiar el año pasado.
—Querrás decir todo el dinero que yo te di para que fueras a esquiar.
—No tiene importancia de dónde viniera —insistió Sophie con el mismo énfasis—, lo que importa es a dónde fue.
—Qué acierto por tu parte. Espero que los etíopes te envíen una nota de agradecimiento. Ahora, si no te importa, me gustaría continuar con mi cena.
Sophie emitió un gruñido y bajó la mirada hacia su plato.
—Sophie, cariño. ¿Seguro que no quieres probar un filete? —preguntó repentinamente la tía Clara.
—Mamá —contestó Sophie, exasperada—. ¡Soy vegetariana!
—Sí, ya lo sé, cariño. Pero están riquísimos.
Sophie se limitó a poner los ojos en blanco. Su mirada se encontró con la de Alban y ambos compartieron una de esas compasivas sonrisas del tipo «Padres, ¿eh?».
Otra vez en el piso, sin cerrar con llave, de Tango (esta gente vive en la fantasía de las series de televisión norteamericanas, donde los amigos simplemente entran en tu apartamento cuando les apetece. Ja, ja). Desde el salón suena una voz que Fielding no reconoce, diciendo:
—¿De qué coño me hablas? Si te quitas toa la ropa, pues entonces estás desnudo de cojones.
—No, pero —responde Tango—, lo que digo es que, si tienes un tatuaje, pos no te lo puedes quitar. Así que nunca estás totalmente desnudo. ¿Es que no lo ves?
—Sí, ya veo que estás pirao, eso es… ¡Oye! Pero si es Yakuza. ¿Cómo lo llevas, tronco?
—Buenas tardes a todos —dice Al.
El nuevo visitante resulta ser un tipo gordo y bajito con el pelo negro y ridículamente largo. Lleva unos vaqueros y un chaleco de cuero negro, y tiene el aspecto de un miembro del equipo de Black Sabbath, allá por 1970. Dos ojos entrecerrados, una nariz grande y un porro muy gordo que sobresale a través de las cortinas de pelo que tiene a ambos lados de la cara. Parece sorprendido cuando ve a Fielding, entonces hace algo parecido a un gesto de saludo con la cabeza. La única otra persona presente es Tango, a quien Al solicita un momento de charla. Los dos salen de la habitación. Fielding se sienta en el sofá, pensando en lo estupendo que va a ser salir de allí. Hay una caja plateada junto al televisor de Tango que le resulta familiar, con cables que van de un aparato a otro y hay un par de mandos de consola tirados en la moqueta, bajo el televisor. El tipo gordo y bajito toma asiento y mira a Fielding mientras Fielding lo mira a él, decidido a no perder la guerra de miradas. El gordo fuma de forma extraordinaria, creando una espesa pantalla gris delante de lo poco de su cara que no está tapado con el pelo. Tras un rato, sonríe y le ofrece el porro.
—¿Quieres darle una calada?
Fielding casi lo coge, solo porque él espera que lo rechace, pero al final se impone su sensatez.
—No gracias. Tengo que conducir.
El gordo peludo asiente y da otra larga calada. La aguanta en sus pulmones, y luego la suelta. Fielding piensa en abrir de nuevo la ventana. Sospecha que está empezando a colocarse simplemente por estar en la misma habitación.
—Creo que no nos han presentado —dice el peludo al terminar la siguiente exhalación.
—Soy Fielding.
—Ah, ya. Yo soy el Cachimba.
Fielding sonríe sin entusiasmo y asiente. El peludo ve a Fielding dirigir su mirada hacia la consola de videojuegos.
—Eso es mío —le informa—. Tango y yo vamos a echar una partida.
—Ya veo. —Fielding descubre el DVD situado en el estante que sostiene el televisor, reconoce inmediatamente la portada y sonríe ampliamente.
Alban y Tango regresan. «Puede que un día o dos», está diciendo Al. Una pequeña mochila cuelga de uno de sus hombros, no es aquel monstruoso y desaliñado bulto del tamaño de un torso y diseño militar que Fielding ha visto antes. Supongo que no he sido todo lo persuasivo que esperaba, piensa Fielding. Aún así, cada cosa a su tiempo.
—¿Estás listo? —le pregunta Al, mirándole.
—Vámonos, muchachos[4] —dice Fielding poniéndose en pie.
—Hasta luego, grandullón —se despide Tango, acompañándolos hasta la puerta—. Encantao de conocerte, Fielding. Vuelve cuando quieras.
—Eres muy amable. Cuídate.
Al mirar hacia el salón, Fielding puede ver al Cachimba encendiendo la consola V-Ex de Spraint Corp. En la bandeja es introducido el disco que reza: Amos del ¡IMPERIO!