Capítulo 7
Jueves. Verushka le lleva en coche hacia el norte, salen de la ciudad bajo una grisácea llovizna a lo largo de la Gran Carretera del Oeste, a un par de kilómetros por hora por debajo del límite de velocidad hasta las carreteras cercanas al puente de Erskine, en las que vuelve a aminorar, para volver a acelerar el Forester una vez más tras atravesar Dumbarton. El tráfico se espesa en torno a la orilla del lago Lomond, no obstante consigue realizar algunos adelantamientos asombrosamente bien medidos.
—Este cacharro parece más rápido —comenta Alban frunciendo el ceño.
—Claro, me lo han trucado —afirma con una sonrisa.
—¿Eso hace que corra más?
—Oh, desde luego.
—Apuesto a que no se lo has contado a la compañía de seguros.
—Apuesto a que sí, listillo.
La parte de atrás del vehículo está en su mayoría ocupado con su equipo. Él se ha traído una nueva mochila, pero ella tiene un macuto considerable, más el resto de su equipo de escalada y una tienda de campaña, por si quiere establecer un campamento base a media distancia entre la carretera y cualquier montaña; de lo contrario dormirá en el coche o donde le resulte apropiado sobre la colina, en un saco de dormir.
Alcanzan un buen ritmo después de que la carretera se haga más ancha, una vez que han pasado Ardlui, cortando la lluvia y adelantando a otros coches como una bala. En una ocasión un coche que se acerca le da luces, un rugiente Evo con un alerón impresionante que los adelanta. Ser adelantado, le explica ella, te evita tener que soportar las luces del coche de atrás. Especialmente si está totalmente injustificado.
Alcanzan velocidades verdaderamente mareantes durante un periodo inesperadamente seco, a lo largo de unos cuantos kilómetros antes del puente de Orchy. Se detienen para repostar y almorzar en Fort William. Ella está en lo que suele llamar «modo montañismo» y lleva un tentempié de considerable tamaño y alto contenido en grasa. Alban le sonríe sacudiendo la cabeza. Justo al salir de la ciudad, pasan junto a la señal del hotel castillo Inverlochy, donde Fielding y el dúo de tías abuelas pasarán la noche, haciendo un alto en su viaje a Garbadale.
Escuchan canciones al azar en el iPod de Verushka, reproducidas a través del equipo del coche mediante un transmisor de radio técnicamente ilegal, y son amenizados con una buena dosis de Bach, mezclado con Berlioz, Gwen Stefani, Héctor Zazou, los Kaiser Chiefs, Jethro Tull, White Stripes, Belle and Sebastian, Michelle Shocked, Massive Attack, Kate Bush, Primal Scream y los Heatles. Suenan veintiuna canciones antes de llegar a una de Led Zeppelin, aparentemente tan larga como un disco entero (aunque, como ella señala, todas lo son; je, je).
La ruta más lógica es a través de Inverness, pero Verushka tiene otras cosa en mente, así que ponen rumbo al oeste en Invergarry (Alban le pide que pare para examinar algunos árboles interesantes, pero ella insiste en continuar) y toman el camino hacia Kyle. Las carreteras hasta el cruce de Auchertyre pasan en una aturdida sesión de zonas soleadas, lluvias pesadas y lentos coches que dejan atrás. Aceleran más el cacharro por las carreteras a ambos lados de Achnasheen, al secarse el asfalto. Verushka conduce con una amplia sonrisa en la cara.
—¿Vamos al máximo? —pregunta él.
Ella echa un vistazo al velocímetro, que parece haberse quedado sin números para señalar.
—Sí.
—¿Están preparados los neumáticos para esta velocidad?
—Sip.
Al norte de Ullapool, (repostar y té con pastas), la agonizante tarde brilla a lo lejos. Verushka baja un poco el ritmo, aunque aún sobrepasan a toda velocidad a otros coches más lentos. Se encuentran a menos de una hora de Garbadale.
—¿Has pensado cuál va a ser tu…? —Levanta una ceja—. Intento pensar en una palabra en lugar de «estrategia» —confiesa—. Pero da igual, ¿lo has pensado? —Mira hacia él.
Alban mira la carretera que se despliega ante ellos.
—Me siento como un observador de las Naciones Unidas —afirma—. Voy a observar cómo se hacen pedazos por dinero. O cómo permanecen unidos por un sospechoso espíritu de solidaridad. Algo en lo que no somos muy buenos, francamente.
—Pero, ¿qué es lo que quieres?
—Supongo que, si soy sincero conmigo mismo, quiero que Spraint se joda y nos deje en paz aunque, si estamos listos para vender, entonces nos merecemos cualquier cosa. Con la posible excepción del dinero.
—Vale. ¿Cuánto dinero?
—Ellos valoran el setenta y cinco por ciento de la compañía que todavía no poseen en ciento veinte millones de dólares americanos. Unos setenta millones de tus libras.
—¿Es la última oferta?
—Eso dicen. Pero solo empezaron con cien, así que probablemente no lo sea. Si somos codiciosos, venderemos por algo mucho más cercano a los doscientos millones de dólares.
—¿Y sois codiciosos?
—Por supuesto que sí. —Sonríe sin humor alguno.
—De modo que si elevasen su oferta a esa cantidad, ¿aún votarías que no, e intentarías que los demás hicieran lo mismo?
—Sí.
—¿Pero no te importaría mucho si ocurriese lo contrario?
—Correcto.
—¿Y no significa mucho para ti, desde un punto de vista financiero?
—Me quedan cien acciones, específicamente para conservar mi voto. Si me veo forzado a vender, usaré los beneficios para invitarte a una opípara cena y a una botella de algo que vaya bien con ella. Pero no cambiará nada.
—¿Pueden obligarte a vender? —Frunce su entrecejo.
—Si se hacen con el noventa y dos por ciento de las acciones, pueden comprar el resto por ley.
—Hmm.
Se queda callada durante un momento mientras un Audi sedán, moderadamente veloz, es adelantado mediante una serie de hábiles giros de muñeca y un golpe de acelerador.
Alban se remueve en su asiento y mira hacia atrás.
—Creo que esos eran tía Kath y Lance —comenta. Saluda tímidamente con la mano por si está en lo cierto. El Audi les hace señales con las luces. No han sido reprendidos con las luces desde Glen Coe. O adelantados desde aquel Evo cerca de Crianlarich.
—¿Eso cuenta?
—Eso no cuenta. —Sacude su cabeza.
—De todas formas —explica él, reclinándose en su asiento—, no creo que vaya a tener mucha influencia sobre ellos. Venderán. Tan solo es una cuestión de por cuánto.
Ella mira hacia Alban.
—¿Y qué hay de tu prima? ¿Qué hay de Sophie?
—Sí, se supone que estará allí. Es probable.
—No me refiero a eso. Venga ya —espeta con bastante amabilidad.
Él contempla la carretera durante un rato.
—No lo sé —responde calladamente—. Es como si siempre estuviera esperando… —Mira hacia Verushka—. En este momento busco una alternativa a la conclusión pero, en fin…
—¿Qué? ¿Cada vez que la ves te das cuenta de que aún sientes algo por ella?
—Supongo. —Mira hacia abajo, quitando pelusas imaginarias de sus vaqueros—. Algo así. —Levanta su cabeza y se frota las sienes, como si tuviera una jaqueca—. No lo sé. Es… —Su voz se apaga.
—¿Qué es lo que sientes por ella? —Verushka suena intrigada, nada más—. Vamos McGill. Sé sincero. —Una nueva mirada—. Contigo mismo; sé sincero.
—Oh, no sé, V. G. —responde sacudiendo su cabeza mientras mira hacia las montañas, que avanzan lentamente en la distancia—. A veces creo que la persona más fácil de engañar es uno mismo. ¿Qué siento por ella? Sinceramente, no lo sé. Busco y busco y no puedo encontrar nada. Creo que solo podré saberlo cuando la vea otra vez, pero entonces eso tampoco funciona. Y ella ha… ella ha cambiado tanto. Se ha cambiado tanto a sí misma. —Sacude su cabeza—. Tiene buen aspecto… parece diez años más joven de lo que es… pero se ha arreglado un montón de cosas.
—¿Crees que se habrá hecho algo más desde entonces?
—¡Ja! Dios sabe. Probablemente Botox. ¿Estiramiento facial? ¿Un culo más gordo? ¿Un culo más pequeño? ¿Un retoque en las tetas? No lo sé; ¿cuál es la moda estos días?
—Jo, tío, estás así como preguntando al la tía equivocada. —Verushka sonríe.
—Y tu acento americano todavía es terrible —le responde, devolviéndole la sonrisa.
—Es posible, sin embargo, algún día… Da igual.
—Da igual —repite él, estirando su mano hasta ponerla sobre su nuca.
—Eso me gusta —ronronea, inclinando su cabeza un poco hacia atrás—. Cuando empiece a desmayarme de gusto, te detienes, ¿vale? —Le ofrece una nueva sonrisa—. Y si nos estrellamos, también.
—Trato hecho —dice él—. Pero ¿tu pregunta no debería ser lo que siento por ti?
—Ya sé lo que sientes por mí. —Se encoge de hombros.
—¿Lo sabes? Bueno, cuéntame.
—Crees que soy genial —afirma—. Lo cual es cierto, obviamente. —Luce una alegre sonrisa en su rostro—. Sin embargo, sabes que he estado abierta a otras relaciones, soy insensiblemente egoísta, no tengo intención de casarme nunca y no deseo tener niños. Así que estamos bien, a no ser o hasta que, encuentres a alguien a quien puedas amar que desee las mismas cosas que tú, especialmente los niños.
—O que tú lo hagas.
—Esa es la diferencia —explica—. Yo ya tengo todo lo que quiero.
—Bueno, suerte que tienes.
—Sí, suerte que tengo. —Desvía un momento la mirada hacia las altas e hinchadas nubes—. En realidad, eso no es del todo cierto.
—¿No?
—Te echo de menos —admite ella. Casi resplandece—. Te lo dije anoche. Lo decía en serio. Ojalá vivieras en Glasgow, o en algún lugar cercano. Ojalá pudiéramos vernos más a menudo. —Se encoge de hombros.
Alban se pregunta qué responder a eso.
—Bueno —dice al fin—, supongo que he de vivir en algún sitio.
—Quiero decir en uno fijo —añade en forma de reproche—, esos salvajes brotes de entusiasmo acabarán por destruirte.
—Lo siento —confiesa—. Eso no ha sonado bien. Me refiero… Pero ¿y tú? ¿Te mudarías a otro sitio?
—Tendría que disponer de universidad y de fácil acceso a las montañas —contesta decidida—. Glasgow, Edimburgo, Dundee, o Aberdeen. En Europa, mmm, cualquier lugar junto a los Alpes bastaría. Oslo. En los Estados Unidos, Colorado… Oh, montones de sitios. ¿Por qué?
—Sólo por saberlo.
—No estoy necesariamente diciéndote que tengas que mudarte, ¿comprendes? —aclara.
—Me doy cuenta.
—Aun así, no quieres perderme, Alban —afirma suavemente y le mira durante tanto tiempo, que cuando vuelve a dirigir la vista a la carretera, tiene que corregir la posición del volante.
—No —responde—, no quiero.
Por un momento, contempla su rostro de perfil. Se da cuenta de que ama a esa mujer, pero no sabe cómo decirle exactamente cuánto sin que suene como algo banal o demasiado frío. Jamás ha estado perdidamente enamorado, ni siquiera de Sophie, en cierto sentido. Lo de Sophie fue hace tanto tiempo, y lo que ocurrió entre ellos tuvo lugar a una edad tan temprana e incluso precoz, que ella constituye esa penosa, inestable y desesperadamente arriesgada base para todos sus sentimientos con todas la mujeres por las que ha sentido algo desde entonces.
Pero no, no quiere perder a Verushka.
—¿Por qué? —inquiere sin alterar su voz—. ¿Corro el peligro de perderte?
—No —responde ella—. No que yo sepa. Pero no sé lo que va a resultar de este largo fin de semana, cuando veas a tu antigua novia, tu amor perdido, la chica que te estrenó. —Aparta la mirada con una triste sonrisa en sus labios—. Lo que me preocupa es que tú tampoco lo sabes.
—A lo mejor es eso por lo que estoy tan nervioso —confiesa.
—¿De verdad? —Suena preocupada.
Le da una palmadita sobre el estómago por encima de la camisa.
—De verdad.
—Oh, venga ya —le regaña—. Todo va a ir bien. Es probable que te lo pases estupendamente. Convencerás a todos de que se unan al Partido Socialista de Escocia y mandarás a los chicos de Spraint de vuelta a California bañados en brea y plumas y cuestionando los verdaderos principios del capitalismo en sí mismo. Sophie le habrá echado el lazo a un hombre de lo más dulce y tendrá un par de gemelos que ha estado manteniendo en secreto durante el último año, y te dará las gracias por introducirla en los misterios del amor y te dirá que ha llegado la hora de que ambos continuéis vuestro camino, y su marido y tú congeniaréis increíblemente bien y, oh, toda esa mierda. Hasta tu abuela será amable.
—Ella suele ser amable. Solo que nunca sin un motivo oculto.
—Pero no te pongas nervioso. No es más que familia.
—«No te pongas nervioso» —la imita, medio murmurando para sí mismo—. No es más que nuclear.
Abandonan la carretera principal en la villa de Sloy, bajo la sombra de la montaña llamada Quinag y giran a la derecha, dirigiéndose a una leve subida hacia el lago Glencoul y a la carretera que rodea el lago Beag y la gran finca de Garbadale.
Atraviesan la magnífica verja de la entrada y pasan la garita del guarda. Alban mira hacia atrás, a las aguas del lago y al puente colgante que sujeta la carretera sobre el río Garve y el camino que lleva desde la casa hasta el cabo del lago. El Forester produce un crujido al recorrer el camino entre hileras de cedros rojos americanos.
—¡Por allí resopla! —señala Verushka, con el mentón sobre el volante y la mirada desviada hacia arriba debido a la visión de la casa que comienza a aparecer por encima y a través de la combada avenida de elevados árboles.
La casa aparece bañada en luz solar. Hay una docena de coches y un par de furgonetas blancas aparcadas en el exterior. Penetran en las sombras del ala sur antes de volver a salir.
—Ea, aquí está nuestro pequeño hogar de las montañas —dice Alban con un cerrado acento escocés.
—Qué obra tan jodidamente monstruosa —exhala Verushka—. ¿Alguna vez necesitó alguien tantos torreones?
—Está en venta —le contesta—. Tú siempre quisiste una casita de vacaciones por aquí arriba. Incluso trae sus propias montañas. Deberías hacernos una oferta.
—Noo —dice ella, aparcando entre un par de Range Rover—. Gracias de todas formas pero en realidad estaba buscando algo un poco más grande.
—Bueno, estoy decepcionado pero te comprendo.
—¡Alban! Hola. ¿Podéis dejar de hacer eso? ¡Por favor! ¿Al menos dentro de la casa?
—Hola, primo —Alban levanta una mano—. Hola, eh…, niños pequeños.
Son recibidos en el enorme vestíbulo por Haydn, quien ha sido elegido como el miembro de la familia con menos posibilidades de convertir el alojamiento y el protocolo general de bienvenida en un terrible desastre, incluso aunque la casa posee un administrador que está perfectamente acostumbrado a hacer ese tipo de cosas. Al entrar, cuatro o cinco niños de sexo indeterminado que les llegan por la cintura, se dedican a correr y gritar bajando las escaleras, alrededor de una gran mesa octogonal en el centro de la sala y luego salen disparados por las puertas de entrada. Alban les ve salir, con la mano aún levantada en un saludo sin respuesta. Se encoge de hombros.
Haydn mira a través de sus gafas a Verushka, quien permanece sobre sus tacones, con las manos detrás de la espalda, sonriéndole bajo la luz de la tarde, filtrada a través de las ventanas de cristal tintado de doble altura.
—Y esta debe ser… —Haydn baja la mirada hacia su portapapeles y examina las páginas.
—No importa, no voy a quedarme —aclara Verushka, dando un paso hacia él y ofreciendo su mano—. Verushka Graef. Tú debes ser Haydn. ¿Cómo estás?
—Sí. Encantado de conocerte. Entonces, ¿no os quedáis?
—Solo estoy de paso.
—Yo sí me quedo —anuncia Alban por ayudar y observa a una pareja de obreros llevar a pulso una enorme planta embutida en una pesada maceta hasta las escaleras y entonces comienzan a cargar con ella escaleras arriba, de escalón en escalón.
—Sí —afirma Haydn mirando de nuevo su portafolios—. ¿Quieres las malas o las buenas noticias? —empieza a preguntarle a Alban antes de mirar sorprendido a Verushka—. ¿De paso? —inquiere con incredulidad—. ¿Hacia dónde?
—Más al norte —le responde—. Después de todo, esto no es más que Sutherland, las tierras del sur.
—Ajá —dice Haydn, cogiendo un bolígrafo y tachando el nombre de Alban—. Pero fueron los vikingos quienes la llamaron así.
—Y a Groenlandia, Tierra Fértil —admite Verushka, alzando la mirada hacia el techo artesonado, grabado con escudos y cosas doradas con filigranas, parecidas a gigantescos conos de pino—. Esos excéntricos vikingos.
—¿Qué era eso de las malas noticias, Haydn? —pregunta Alban, dejando caer su mochila sobre el parqué.
—Oh, compartes habitación con Fielding.
—¿Lo sabe él?
—Aún no.
—¿Ronca? —pregunta Verushka.
—No que yo sepa —afirma Haydn.
Ella asiente hacia Alban y dice «Él sí», y se aleja para admirar un enorme gong de metal, y lo golpea con una uña.
—¿Traéis afinadores de gong? —murmura.
—¿Es verdad que ronco? —pregunta Alban, sinceramente sorprendido.
Los obreros llevan la gigantesca planta a lo alto de las escaleras y empiezan a mover la maceta a lo largo de la balaustrada.
—Bueno, eso es problema de Fielding —afirma Haydn.
Verushka le devuelve la mirada a Alban y menea una mano.
—Muy flojito. Dulcemente, en realidad. No creo que te despiertes porque Fielding trate de asfixiarte con una almohada. —Mira a Haydn, frunciendo el ceño—. ¿Te sobran tapones para los oídos?
Alban la mira cruzando los brazos.
—Bueno. No queremos entretenerte.
Ella le ofrece su mejor sonrisa triunfal.
—De nada, me caía de paso.
Él sonríe, avanza hasta ella y la toma entre sus brazos.
—Es verdad, gracias por traerme. En serio. Ha sido genial. Te estoy muy agradecido.
—El placer ha sido mío —dice ella y le besa. Él corresponde.
—Os ofrecería una habitación —espeta Haydn pasando a su lado—, pero no puedo ayudaros. —Se derrumba pesadamente sobre una silla acolchada de cuero con soportes verticales de madera en forma de sacacorchos. Pasa la mirada entre las hojas de papel, sacudiendo la cabeza.
—¿Algún problema? —se interesa Alban.
—Intento mantener a los mayores en la planta baja o en el primer piso —explica Haydn—. Pero es un engorro.
Alban se separa de Verushka y se acerca a Haydn.
—Tiene que haber un campanario que puedas asignarle a Win, ¿no? —le sugiere (Verushka se da cuenta de que ha echado un rápido vistazo alrededor de la sala, las escaleras y la balaustrada antes de decirlo). Los obreros han desaparecido con la planta.
Verushka baraja la posibilidad de decir algo como: «Soy matemática; es posible que pueda ser de ayuda», pero decide no hacerlo, en base a que esa clase de informalidades ya han sido tomadas en serio en el pasado, y tan solo le han llevado al sonrojo y a la decepción general.
—Ja, ja —ríe Haydn, aunque él también mira de reojo.
Verushka menea la cabeza sin ser vista.
—Todo los americanos llegarán mañana —le informa Haydn, comprobando la última hoja del portafolios—. He tratado de ofrecerle a la gente de Spraint las mejores vistas.
—¿Para qué? —pregunta Alban— ¿Para compensar las suyas?
Haydn frunce el ceño, parpadea, abre la boca para hablar, pero entonces ambos hombres dirigen su atención hacia el extremo de la escalera principal más alejado de Verushka, cuando una puerta cruje al abrirse. Dos enormes y lanudos perros grises (Verushka está bastante segura de que son loberos Irlandeses) corren al interior, con las cabezas agachadas, y acuden olisqueando hasta Alban y Haydn. Haydn tuerce el gesto y aparta su portafolios. Alban sonríe y les acaricia el pelaje y las orejas. Un animal la ve y cruza la habitación.
—Ese es Gilbey —le dice Alban a Verushka—. O Plymouth. —Mira hacia Haydn—. ¿Y Jamieson?; ¿aún sigue por aquí?
—Está muerto —afirma Haydn, sacudiendo su cabeza.
—Ahí lo tienes; ahora es un espíritu. En fin —comenta Alban—, son inofensivos.
—No me digas. —Verushka le da unas palmaditas al gigantesco sabueso en la cabeza, la cual está a la altura de su esternón. Ha visto perros adultos más pequeños que la cabeza de esta criatura. Los ponis de Shetland son un par de palmos más pequeños y también más anchos. El primer perro eleva su nariz y sube las escaleras saltando. El que está con ella prefiere pasear por allí. Se echa descuidadamente detrás del gigantesco gong y empieza a roncar casi al instante.
—Ah, Lauren —dice Haydn—. ¡Oh! Win. Estás ahí.
Una mujer mayor y otra muy anciana aparecen por el mismo sitio que los loberos. Lauren es una sesentona razonablemente bien conservada, con unos pantalones y un jersey marinero; su pelo aún muestra un tono marrón. Win, la chica del inminente cumpleaños, presenta un aspecto frágil, con su fino y blanco cabello, vestida con un holgado traje de dos piezas de tweed. Está más encorvada, y agarra un alto bastón de madera con su mano derecha.
Lauren se aleja de Win, saluda y se apresura a besar a Alban, tras lo que pregunta:
—¿Ha pasado por aquí una planta? ¿Y dos mozos?
Alban y Haydn señalan a la vez.
—Arriba.
—Maldita sea. —Menea la cabeza y, con una mano en la barandilla, sube corriendo las escaleras. A medio camino, ve a Verushka mirándola a través de la balaustrada; sonríe brevemente, esboza un «Hola» con los labios, y entonces desaparece tras la balconada, acompañada por los sonoros golpes de sus zapatos.
—Alban, Alban —dice la Yaya Win, enderezándose un poco y aceptando un beso en ambas mejillas—. Has venido. Te lo agradezco tanto. ¿También estarás para mi cumpleaños?
—Por supuesto Yaya. Ese es el motivo principal.
—Oh, bueno, eso es lo que dice la gente, pero… —Win capta la presencia de Verushka, vuelve la cabeza un poco más y frunce el entrecejo—. ¿Si? ¿Podemos ayudarla en algo?
Verushka avanza y sonríe generosamente.
—Oh, lo dudo.
Win mira hacia Alban.
—Win, esta es mi buena amiga Verushka Graef. Ella ha sido quien, muy amablemente, me ha traído hasta aquí desde Glasgow.
—¿Cómo está usted? —Verushka inclina la cabeza.
—Sí. Hola. Haydn, ¿hemos…? —Win parece insegura.
—Solo estoy de paso, señora —aclara Verushka antes de que Haydn pueda responder—. Tengo montañas que escalar. —Win la observa de una forma que le hace añadir algo más—. Literalmente, no de forma metafórica.
—Oh, ya veo —dice Win—. Bueno, ¿podrás al menos quedarte a cenar?
Verushka mira a Alban.
—Gracias. Ya me había hecho a la idea de un brick de pollo al curri concentrado, sorbido a cucharadas a través de una red antimosquitos, pero…
—Oh, por favor, quédate a cenar —insiste Win, con su temblorosa mano sobre el bastón. Mira a Haydn, quien empieza a parecer preocupado—. Y estoy convencida de que podremos alojarte, al menos una noche…
Alban le sonríe. Suficiente, decide Verushka.
—Bueno, es muy amable —responde—. Me encantaría.
Tras los cristales de sus gafas, Haydn cierra los ojos. Su mandíbula se contrae con fuerza. Después parpadea y vuelve a mirar su portafolios. Verushka se encuentra delante de él.
—Inverlochy —le comenta.
—¡Claro, por supuesto! ¡Fielding no llegará hasta mañana! —espeta Haydn—. ¡Espléndido! —Alza la vista hacia Verushka y pasea su mirada consecutivamente de ella a Alban, de nuevo preocupado—. ¿Cómo de buenos amigos…?
—Lo suficiente —le asegura Verushka, tomando el brazo de Alban.
Desde la habitación, arriba en el ático de la cuarta planta, donde una vez vivían los sirvientes de la casa, el paisaje se extiende a lo largo del parterre trasero, por encima del viejo huerto amurallado sobre el bancal meridional que da al bosque, continúa sobre la cañada, entre las dos líneas de colinas gemelas que desaparecen hacia el sudeste, hacia el lago interior (lago Garve o lago Garbh, según el mapa que decidas consultar) invisible durante los apacibles meses de abril a octubre, tras una pantalla de hojas. En invierno, a través de la red de ramas desnudas, el lago brilla a veces bajo la inclinada luz de la temporada baja.
Al norte hay una abrupta ladera de hierba y rocas, y el diagonal perfil de un acantilado, ocultando las murallas superiores de Beinn Leóid. Un arroyo desciende por el borde de la zona más alta y lejana del acantilado. Hoy en día, la cascada atrapa la luz y la proyecta en las más oscuras rocas que hay más allá. Alban recuerda haber contemplado una vez la cascada, en primavera, hace media docena de años, en una racha momentánea de luz solar entre dos chaparrones de lluvia y granizo con una tormenta que provocaba un fuerte viento hacia la cañada y aullaba por toda la vieja casa.
Aquel día, el viento impactaba en la cascada, plegándola sobre sí misma y obligando al agua a remontar en una ola casi circular, sostenida en el fuerte vendaval, depositándola desordenadamente, en forma de ondeantes cortinas y trozos de roca, sobre la planicie desde la que trataba de precipitarse. Era como si tuviera lugar la más fabulosa batalla elemental entre el aire, el agua y la gravedad, y recuerda haber permanecido junto a la ventana del salón, contemplando aquel caos con una sensación parecida a la excitación sexual. Una parte de él quería correr hacia la tormenta, dejar que la lluvia lo empapara y que el viento le abofeteara y ser parte de todo ello. Otra parte más sobria estaba plenamente satisfecha de tener tejado sobre su cabeza, del fuego en la rejilla de la chimenea y del viejo batallón de radiadores de hierro situados bajo cada ventana, con los tubos tan anchos como su brazo, que borboteaban con el agua y el óxido o arena o lo que hubiera en ellos que los hacía tintinear y susurrar.
Entonces, la familia había acudido a Garbadale por una razón parecida a la que ahora les había traído aquí.
Entonces se había tratado de vender tan solo una parte de la compañía. Si debían vender algo de ella; y si lo hacían, ¿por cuánto? En el momento, él se había manifestado en contra de cualquier venta, pero ya estaba empezando a cuestionarse su compromiso con la familia y la empresa. Últimamente se le pasaba por la cabeza la idea de marcharse, de resignarse. Pronto fue evidente que la mayoría de la familia estaba como loca por vender cualquier parte hasta un cuarenta y nueve y medio por ciento de las acciones a Spraint Corp., y él se había retirado de la discusión. Su última aportación había sido recomendar que no se vendiera más del veinte por ciento.
Posteriormente se perdió un par de sesiones de negociación y las presentaciones de Spraint marchándose de la casa, pasando el tiempo en las colinas con Neil McBride, el administrador de la finca de Garbadale.
—Ah, todo está cambiando. Lo podemos ver aquí. El salmón y la trucha marrón casi han desaparecido. Y ya no hay inviernos como los de antes. Tengo prendas y equipo de invierno que ya nunca utilizo; bueno, puede que un día al año o algo así, porque ahora el tiempo es siempre más templado. También es más ventoso, y más nublado, hay menos luz solar. Me he fijado en eso aquí; con esto. Me ha costado convencer a la gente de que está ocurriendo realmente, pero estoy seguro de que así es.
Neil era un tipo bajito con el rostro rubicundo por estar a la intemperie y el pelo (junto con su ostentoso bigote) del color del helecho viejo. Tenía cincuenta y tantos años y su cara los reflejaba porque había pasado la mayor parte de su vida al aire libre, aunque se movía como un hombre con la mitad de su edad.
—¿Eso es para lo que sirve? —preguntó Alban.
—Sí señor. Mide la luz del sol, básicamente.
Habían conducido el sufrido Land Rover por un tramo corto de carretera hacia Sloy, hasta lo alto de una pequeña elevación donde se ubicaba la estación meteorológica de la finca. El sol acababa de ponerse. El día había sido ventoso, pero ahora al caer la noche el viento estaba amainando. Largos y tenues rastros de nubes aparecían a lo largo del inconstante paisaje de montañas, colinas, llanos y lagos, tornándose rosáceas al ponerse el sol sobre el Atlántico.
Neil había estado midiendo la lluvia, la presión atmosférica, el viento y la luz del sol en este lugar desde poco después de empezar a trabajar en Garbadale, hacía veinticinco años. Anotaba todos los datos (al principio en una serie de libretas, pero más recientemente en un pc) y enviaba los resultados diariamente a la Oficina Meteorológica.
A Alban le gustaba el aparato para medir la luz solar. Se trataba de un poste con un contenedor esférico de metal en lo alto, a la altura del pecho. Había una esfera de cristal colocada en el centro del contenedor. Detrás del orbe, situado con su centro hacia el norte, una larga tira de papel especial fotosensible yacía en el interior de una combada cubierta de cristal, alrededor de la estructura. La esfera de cristal actuaba como una lente; concentraba la luz solar que caía sobre ella y la dirigía hacia el papel, provocando una quemadura marrón sobre la superficie de una gráfica, que proporcionaba un registro de cuánto sol habían tenido aquel día.
Alban pensaba que aquello era como algo sacado del taller de un mago, un antiguo instrumento que había funcionado hasta el día de hoy, que aún funcionaba bien y proporcionaba datos fiables, y aun así parecía como si hubiera salido de la cámara secreta de un alquimista.
—Pensaba que el mundo se estaba calentando —planteó, examinando cuidadosamente el instrumento mientras Neil cambiaba el papel.
—Así es. Es verdad que se calienta. Pero hay más nubes, así que también se oscurece. Las nubes mantienen el calor en su interior, así que todo encaja. —Neil puso la cinta de papel de aquel día en un sobre que introdujo en su vieja y encerada chaqueta. Encajó un nuevo trozo de papel en su sitio—. Ya está. —Miró hacia arriba y alrededor de las colinas y llanos. El mar podía verse, hacia el noroeste, más allá de las colinas bajas.
—Sí señor, recuerdo haberme sentado… allí —dijo Neil, volviéndose y señalando una colina, a un kilómetro o más de distancia hacia el sur—. El verano que empecé. En el setenta y nueve, supongo. Me encantaba estar aquí. Sabía que me quedaría aquí hasta que me jubilase, o me echaran, o que muriese en el trabajo. Amaba este lugar. Estaba huyendo de la pérfida gran ciudad; nunca me gustaron las ciudades ni las multitudes. Llegué aquí y pensé, bueno, por mucho que puedan asfaltar los campos y parques, y derribar esos viejos y encantadores edificios, y llenar las ciudades de polución, al menos nunca llegarán a tocar esto. Las colinas permanecerán como siempre han sido; quiero decir, no soy bobo; ya sabía que una vez estuvieron cubiertas de árboles y que ahora estaban desnudas; pero me refería a que las colinas en sí nunca cambiarían; el tiempo, el clima, la lluvia y el viento, nada de eso cambiaría. Eso me dio esperanza. Realmente me la dio. Podías sentir que, bueno, que algo era seguro, que algo no iba a cambiar. —Sacudió su cabeza, se quitó su gorra de aspecto desgastado y se frotó la incipiente calva con una mano antes de volver a ponerse la gorra—. Pero no podrías creer la de cosas que están cambiando ahora. Los pájaros son diferentes, la pesca desaparece; eso sobre todo es por las piscifactorías y porque los capturan en el mar, hazme caso, pero aun así; los inviernos son más templados, más húmedos, con vientos más fuertes. Hay mucha menos nieve. Todo está cambiando. Incluso el cielo. —Señala hacia arriba con la cabeza—. Estamos cambiando el cielo, el tiempo y el mar. Te lo digo yo, estamos jodiendo todo el maldito planeta. No somos conscientes de nuestro poder.
—Ciertamente, no somos conscientes de nuestra estupidez —añadió Alban.
—Sí señor, somos demasiado bobos para saber que somos bobos.
—Sin embargo, las colinas seguirán siendo las mismas —aseguró Alban—. La roca; esa no cambiará. Puede que haya árboles de nuevo u otra superficie distinta, pero la forma misma de las colinas, la geología; esa no cambiará.
—Ah, sí, pero será lo único que no cambie.
—Puede que ni siquiera seamos nosotros los responsables —sugirió Alban—. Existen ciclos naturales de cambio climático. Podría tratarse de uno de ellos.
—Sí señor, podría ser. —Neil sonaba escéptico—. Pero yo sigo con todo esto, Alban. Mirar hacia el futuro forma parte del trabajo, especialmente cuando plantas árboles que podrían vivir durante siglos, pero de todas formas lo encuentro interesante, y te diré algo; la gente que te diga que todavía no hay pruebas acerca de todo esto se está agarrando a un clavo ardiendo, o son de ese tipo de personas que no pueden soportar admitir que se han equivocado. O eso, o son unos puñeteros mentirosos con los bolsillos repletos de dólares de las grandes compañías petrolíferas. —Se sorbió la nariz—. Solo nos queda una minúscula oportunidad, que cada vez se hace más y más diminuta, y es que tengan razón, y que si intentamos reducir los gases de efecto invernadero y todo eso, entonces gastemos un montón de dinero sin razón alguna. —Neil se encogió de hombros—. Sí, señor, es una lástima. Pero si están equivocados, nos cargamos el puto planeta, hablando en plata, y su funcionamiento; una vez que comienza el círculo vicioso y todo se descontrola, ninguna cantidad de dinero volverá a poner las cosas en su sitio. Ahí radica la estupidez, ahí radica la falta de vista del asunto. Siempre pensando a corto plazo. Siempre pensando en enriquecer a los accionistas. ¿Puede hacerse algo que vaya en contra de los accionistas? ¿Eh?
—De lo contrario, tendemos a sentir pánico.
Neil dejó escapar una leve sonrisa.
—Sí señor, bueno, mejor no te cuento lo que pienso de los accionistas.
—Bah, continúa. No voy a chivarme. Te lo prometo.
—Bueno, no me refiero a la gente como tú, ni a la empresa familiar ni nada de eso, pero a veces pienso: «Que se jodan los accionistas». —Hizo un corto y rápido asentimiento como para decir: «Toma ya».
—¿Qué se jodan los accionistas? Nunca te había tenido por un revolucionario comunista, Neil.
—Sí señor, bueno, tampoco es que sea eso. Y estoy seguro de que hay tipos mucho más listos que yo que podrían explicar que los accionistas son lo más de lo más y que son los que volverán a arreglarlo todo, a través del mercado y todo eso.
—No me cabe duda de que los hay —coincidió Alban.
—Pero sigo pensando que probablemente no sean más que trolas. —Neil sonrió de forma lúgubre.
Alban se preguntó por la dolorosa rabia que Neil parecía estar tratando de controlar.
—Bueno, puede que tengas razón.
—Tú no tienes hijos, ¿verdad?
—Ninguno, que yo sepa —respondió Alban—. Tú tienes un par, ¿no?
—Uno de cada. Ya están crecidos. Kirsty acaba de hacernos abuelos otra vez.
—Oh. Enhorabuena.
—Sí señor, gracias. Pero serán ellos quienes tengan que limpiar el desorden que nosotros hagamos.
—Jesús, Neil. Estaba pensando en tener hijos algún día. Me estás quitando las ganas.
Neil le dio una palmada en el brazo.
—Ah, no me hagas caso. Vamos; dejaré que me invites a una pinta en el Sloy Arms. —Volvieron al interior del Land Rover.
Verushka desliza los brazos alrededor de su cintura mientras él contempla la delgada y pequeña cascada sobre el acantilado. (La gravedad siempre ganaba, el agua siempre ganaba; el viento solo impulsaba el agua hacia atrás, al lugar desde donde debía caer de una forma u otra, entre ráfagas o una vez que la tormenta hubiera terminado).
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Y tú?
—Excepcionalmente. ¿Seguro que no te importa que me quede?
—¿Importarme? —Se vuelve hacia ella para rodearla con sus brazos y estrecharla—. Estoy jodidamente encantado. —Inclina la cabeza hacia las dos cunas individuales en la habitación—. Siento que haya dos.
—Oye, tranquilo. Sospecho que nos las arreglaremos.
—¿De verdad ronco?
—Suavemente. Melodiosamente. Encantadoramente. ¿Ya estás contento? Puedo continuar.
Además de a Win y a Haydn, Verushka es presentada a la tía Clara, al tío Kennard (director de Gestiones) y su esposa Renée, al tío Graeme y su esposa Lauren, al primo Fabiole, su esposa Deborah y sus hijos Daniel y Gemma, a la prima Lori, su marido Lutz (de Alemania) y sus hijos Kyle y Phoebe, a la tía Linda y su marido Perce (gestor de Marca), al primo Steve (el tipo de las grúas para las terminales de contenedores; acaba de llegar volando para el fin de semana desde Dubai, donde ahora vive y trabaja la mayor parte del tiempo), a la tía Kathleen (directora de Finanzas) y su marido Lance, su hija Claire, su novio Chay, a la prima Emma, su marido Mark, sus hijos Shona y Bertie, así como al abogado de empresa, George Bissop, de Gudell, Futre & Bolk, su ayudante Gudrun Selves, Neil McBride el administrador de la finca, Neil Durril, el administrador de la casa y Sandy Lassiter, jefa de cocina.
Andy (Secretario de la Compañía) y Leah, su hermana Cory y su marido Dave, más sus hijos Lachlan y Charlotte, la tía Lizzie (gemela de Linda), Fielding con Beryl y Doris, más la prima Rachel con su marido, también llamado Mark, y sus dos hijos Ruthven y Foin, y la prima Louise, más Tessa, la esposa del primo Steve, su hijo Ruñe, su novia Penning y su bebé, Hannah, sin mencionar a al menos dos peces gordos de Spraint, probablemente dos tipos llamados Feaguing y Fromlax, más sus reducidas comitivas de dos lacayos cada uno no llegan hasta mañana.
—¿Te has quedado con todos? —le preguntó Alban, levantando la vista del portafolios de Haydn con una sonrisa.
—Claro.
—¿En serio? —Dio un paso hacia atrás.
—Por supuesto que no —respondió Verushka, con la intención de palmearle en el hombro, pero reprimiendo el golpe en el último momento—. ¿Crees que por ser matemática tengo una memoria fotográfica o algo así?
Verushka y la tía Clara están hablando.
—No lo entiendo. ¿Qué puede significar eso? «¿Dónde están los números?».
—Yo creo que significa: «¿Existen como entidades abstractas, igual que las leyes físicas, como funciones de la naturaleza del universo, o son construcciones culturales?». «¿Existen sin que haya algo que los imagine?».
—Eso suena terriblemente complicado. —Aquella noche se sientan juntas durante la cena. El comedor es un recinto forrado de madera, de techo bastante alto y muy alargado. Verushka piensa que es parecido a estar en un enorme ataúd, pero mejor pensarlo que decirlo en voz alta.
—Terriblemente complicado —repite Clara—. Mi marido podría haberlo comprendido, pero dudo que yo pueda. —El marido de Clara, el tío James, había muerto de un ataque al corazón en 2001, y Clara heredó todas sus acciones.
—No sé si complicado es la palabra adecuada. Esotérico, tal vez.
—Esotérico —dice Graeme Wopuld. Graeme, el tío de Alban, granjero de Norfolk y el marido de la tía Lauren, lleva veinte minutos intentando conseguir que Verushka hable con él, sin éxito aparente—. Qué palabra tan maravillosa, ¿no creéis? —Graeme es un tipo de tosco aspecto, con el pelo fino y del color de la arena, pobladas cejas y unos labios carnosos que no deja de relamerse.
—¿Verdad que sí? —coincide Verushka, dirigiéndole una mirada antes de volver a la tía Clara.
—Entonces, ¿cuál es tu opinión?
—¿Acerca de dónde están los números?
—Sí. ¿Cuál es tu respuesta?
(«¿Cuál era la pregunta?», inquiere Graeme).
—Creo que tengo que plantearlo con otra pregunta —responde Verushka a Clara.
—Eso era lo que me temía.
—Fue Alban quien me hizo pensarlo de esa forma.
—¿Alban? ¿En serio?
—Sí. Él contestó, «Donde los dejaste», lo cual no es más que un chascarrillo, pero existe una minúscula partícula de posibilidad, de forma que mi respuesta es, «¿Dónde piensas?». ¿Comprendes lo que trato de hacer?
—En realidad, no. Eso también suena a chascarrillo.
—Bueno, al principio sí, pero si lo sacas del contexto del chascarrillo y lo consideras como una nueva pregunta por sí misma, en realidad estás preguntando: «¿Dónde acontece tu pensamiento?».
—¿En tu cerebro?
—Bueno, sí, así que si utilizas una pregunta como respuesta a la primera, estás afirmando que los números existen en tu cabeza.
—La mía está echando humo en este momento. Como si estuviera a punto de estallar con números y preguntas raras.
—Sí, me lo dicen mucho. En fin. Es más interesante que decir solo «Los números están en tu cabeza», aunque, por otro lado, ¿por qué darle la forma de una pregunta? ¿Por qué no decir simplemente eso?
—¿Te refieres a decir, «Los números están en tu cabeza»?
—Sí. Porque entonces se convierte en una pregunta sobre límites.
—Límites.
—Cuando piensas en números, ¿estás utilizando un pequeño trozo del universo para pensar en él, o está él utilizando un trozo de sí mismo para pensar en sí mismo o, incluso en algo, en esas entidades llamadas números, que se podría decir que existen fuera de sí mismos, si uno hace uso de una de las definiciones menos totalitarias de la palabra «universo»? —Verushka se reclina, con aire triunfal—. ¿Lo entiendes?
—En realidad, no —admite Clara—. Y mi vieja cabeza me está empezando a dar vueltas.
—Bueno, para ser justos —aclara Verushka—, diré que es una respuesta incompleta. Pero me gusta la dirección que lleva.
—Todo eso suena fascinante —afirma Graeme.
—Lo es, ¿verdad? —responde Verushka jovialmente, antes de volverse para escuchar a la tía Clara.
—¿Y te ganas la vida con esto?
—No, concretamente esto, no; esto lo hago para divertirme.
—Cielo santo.
—¿Puedo? —Verushka se ofrece a rellenar de vino tinto la copa de Clara.
—Oh, gracias.
—¿Queda algo para mí? —inquiere Graeme, sosteniendo su copa. Verushka le alcanza la botella.
—Sophie es tu hija, ¿verdad? —le pregunta a Clara.
—Sí, lo es. Llegará mañana, según parece.
—Ella y Alban. Estuvieron… Estuvieron encariñados una vez, ¿no es así?
—Sí. Bueno, ellos pensaron que lo estaban. Eran demasiado jóvenes, por supuesto. Además, son primos carnales y, claro, hay razones de peso para que no procreen siendo tan cercanos. He estado cruzando labradores desde que perdí a James; mi madre hizo lo mismo; y aprendes los peligros.
—¿Crees que hubo riesgo de que procreasen? —dice Verushka, llevándose una mano a la boca y abriendo los ojos para mostrar sorpresa.
—Querida —responde Clara y pone una mano sobre el antebrazo de Verushka—, todo eso ocurrió hace mucho tiempo y ha llovido mucho desde entonces. No es un tema del que me interese hablar. En realidad no tiene mucho sentido hacerlo.
—Ya veo. —Verushka sonríe—. Bueno, mañana me marcho temprano, así que probablemente no llegue a conocer a Sophie, pero debes estar deseando verla de nuevo.
—Oh, sí. —Clara asiente lentamente. Su rostro está marcadamente arrugado, su pelo rojo escasea, de forma que se puede ver el cuero cabelludo; sin embargo, aún no ha cumplido los setenta—. Aunque, en cierto sentido, dejé de reconocerla hace mucho tiempo.
Verushka vacila ante ese comentario, pero luego se inclina hacia ella, poniendo amablemente una mano sobre su codo.
—Estoy convencida de que ella también estará deseando verte de nuevo.
—Así lo espero.
Alban se encontraba en el salón, pensando en sus cosas después de la cena (V. G. charlaba animadamente con Kennard, Haydn y Chay), cuando la tía Lauren se acercó a él.
—¿Alban?
Tenía medio cuerpo metido entre las cortinas que tapaban una alta ventana, y contemplaba en la distancia el acantilado bañado por la luz de la luna y la blanca estela de la cascada. La previsión meteorológica no era buena. El tiempo aún no había empeorado, aunque se podía ver la intensa sombra de las nubes negras extendiéndose lentamente desde el oeste. Soltó las cortinas y éstas volvieron a su sitio.
—Lauren. Hola.
—¿No vas a venir a hablar con Win? Le encantaría verte.
Win estaba sentada junto al fuego en un extremo de la habitación.
—¿Cómo iba a desobedecer? —suspiró. Siguió a Lauren, apartó una silla y tomó asiento junto al sillón de Win. Lauren se marchó a hablar con otra persona. La tía Linda (una estampa de florida y rosácea corpulencia que a Alban siempre le recordaba a la fallecida reina Madre, a pesar de que prefería el brandi a la ginebra), estaba sentada en el otro sillón orejero a juego, en el lado opuesto al de Win, pero parecía haberse quedado dormida.
—Ah, Alban. —Win extendió su vaso de güisqui, casi vacío—. ¿Serías tan absolutamente encantador de rellenarlo por mí? Complace a esta anciana mujer.
—Por supuesto, Win.
Regresó y le ofreció el vaso.
—Oh, Alban —dijo ella—, ¿estás intentando emborracharme? —Sacudió lo cabeza.
—Beberé algo por ti, si es demasiado. —Estiró el brazo hacia el vaso.
Win chasqueó la lengua varias veces. Probó el güisqui.
—Puede que necesite un poco más de agua —solicitó, alargándole su vaso—. ¿Te importaría…?
—Tengo un poco aquí mismo —respondió y le ofreció de su propio recipiente. Se había pasado al agua.
—Oh. Bueno. Si tú… De acuerdo.
Una vez que estuvo satisfecha con la bebida, que se hubo asegurado de que tenía a mano su bastón, que un nuevo tronco ardía en la chimenea, y que Alban había retirado la copa de balón llena de brandi de los adormilados dedos de la tía Linda (por si se caía sobre el fuego), Win estaba finalmente lista para hablar.
—Tu joven dama parece ser absolutamente agradable —afirmó.
—En realidad tiene un par de años más que yo —aclaró Alban.
—¿De veras? Bueno, supongo que los gustos van cambiando con los años.
—¿Y tú cómo te encuentras, Win? No he tenido oportunidad de ponerme al día acerca de los últimos dolores y achaques.
—Basta, Alban. No creo que quieras oír a una anciana quejándose por lo que no le funciona bien.
—¿Lamentas abandonar este viejo lugar? —Torció su boca en una sonrisa. Desvió su mirada hacia el otro extremo de la sala, donde la mayoría de su familia charlaba y bebía.
—Lo echaré de menos —confesó—. Ojalá hubiéramos enterrado a Bert en algún otro sitio. —La tumba del viejo Bert estaba en una pequeña isleta circular en el extremo más cercano del lago, a tan solo unos pocos metros de la orilla. Alban recordaba que Neil McBride no estaba demasiado contento con la elección; estaba bastante seguro de que la isleta había sido una vivienda de la edad de bronce, y que deberían dejarla tranquila hasta que fuera debidamente excavada, pero Win había decidido que su marido fuese enterrado allí, y Neil no pudo hacer mucho más al respecto—. Puede que Lydcombe hubiera sido mejor. —Suspiró—. Pero aun así. Su tumba permanecerá aquí. Seguiremos teniendo una especie de continua presencia, algo que demuestra nuestra propiedad. Después de todo, nosotros construimos el sitio. He indicado en las condiciones de venta que no sea molestada. Me refiero a la tumba.
—¿Hay alguna cláusula parecida en el contrato con Spraint?
—No que yo sepa, querido. ¿Por qué? ¿Crees que debería haberla?
—Personalmente no. Se retirarían.
—Ellos van a pagar por nuestro nombre, si se lleva a cabo la venta. Eso permanecerá.
—Durante un tiempo, supongo.
—Yo prefiero votar en contra, ¿sabes, Alban? —admitió—. No me tomes por la bruja malvada, querido. He hecho lo que he podido para reunir apoyo con la intención de, al menos, presentar un poco de resistencia. Es la mayoría de tu generación la que muestra todo el entusiasmo por la venta.
Alban volvió su cabeza hacia el resto de la sala.
—Pensaba que estarías de su parte.
—¿Lo pensabas? Bueno, me alegro de que, incluso a mi avanzada edad, todavía sea capaz de sorprenderte.
—Tú siempre has sido buena en eso, Win.
—¿De verdad? Siempre he tratado de ser más predecible y responsable, para serte sincera. Nunca pensé que uno de mis puntos fuertes fuera la sorpresa.
—¿A qué hora esperamos que llegue mañana la gente de Spraint?
—Creo que se espera que lleguen sobre el mediodía. Parece ser que vendrán en helicóptero. Eso debe ser emocionante.
—¿Qué hay del resto de nuestro grupo?
—Oh, me atrevo a decir que aparecerán en pequeñas bandadas a lo largo del día. Creo que todo el mundo volará hasta Inverness y vendrá en coche desde allí. Y luego está Fielding y las dos viejas chicas. Haydn tiene más idea sobre quién llega, y cuándo.
—Supongo que tendremos la oportunidad de reunimos en privado, solo la familia, los accionistas, antes de la reunión general extraordinaria, ¿no?
—¿Crees que deberíamos?
—Sí, creo que deberíamos, o disponer de una parte de esa reunión general sin que la gente de Spraint esté presente; lo que sea.
La reunión general extraordinaria estaba programada para la noche del sábado, antes de la cena, con la gente de Spraint presente. Alban quería intentar reunir a todos los familiares (todos accionistas con voto, en realidad) para que pudieran discutir juntos la propuesta de venta antes de la reunión general, sin los chicos de Spraint a su alrededor. A él le parecía claramente obvio que deberían tener algún tipo de idea sobre lo que opinaban individualmente y en grupos (a favor, en contra, indecisos, lo que fuera), antes de que el balón fuera puesto en juego, solo por ver qué clase de frente unido sería posible presentar a sus potenciales compradores, pero cuando habló de ello con Haydn, este se había mostrado distraído y difuso, y le sugirió que discutiera el asunto con Win.
—Sí, una especie de reunión antes de la reunión —planteó Win—. Supongo que debemos hacerlo. Sí, estoy convencida de que podemos organizarlo.
—¿Y dirías unas palabras?
—¿Qué? ¿Delante de todo el mundo?
—Sí.
—Oh, no lo creo. ¿Qué crees que debería decir?
—Di lo que sientes, lo que opinas. Di si estás a favor o en contra de la venta.
—Ya te lo he dicho… Estoy en contra. Bueno, eso creo.
—Vas a tener que aclararte las ideas para mañana, Win.
—Por favor, Alban, no me atosigues. Soy vieja. Prefiero escuchar lo que opinan los demás. Quiero decir, si todos van a decir que sí, ¿qué sentido tiene que yo intente ponerles la zancadilla?
—No todos van a decir que sí. Ya he hablado con unos cuantos.
—¿En serio? Bueno, sí, claro que lo has hecho.
—No está decidido, Win.
—Supongo que no. —Win parecía pensativa.
—Si crees que la familia debe conservar la empresa, Yaya, pues dilo; díselo a la gente.
Ella se volvió hacia él y le sonrió. Su aspecto era muy viejo, pero aún relucía; con su arrugada pero suave piel a la luz del fuego.
—Bueno, quizá lo haga, me atrevo a decir.
—Win —dijo él, aclarándose la garganta—, tú eres la que guarda los archivos familiares y las fotografías y todo lo demás, ¿verdad?
—Oh, supongo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Me gustaría echarles un vistazo a algunos de ellos.
—¿De veras? ¿A cuáles?
—De cuando Irene y Andy se conocieron, cuando todos sus hermanos estaban en Londres y también tú estabas allí, a finales de los sesenta.
—Oh —espetó Win, y apartó la mirada hacia arriba por unos momentos—. Creo que ya están todos empaquetados. Lo siento mucho. Puede que una vez que ya esté instalada de nuevo.
—Ah —comentó él—. Es una lástima.
Win le hizo gestos a alguien. La tía Lauren se acercó y se inclinó al lado de Win.
—Lauren, querida —le dijo Win—. Ahora estoy siempre tan cansada. Este fuego da tanto calor. Me estoy asando. ¿Crees que podrías acompañarme a mi habitación?
—Por supuesto, Win —respondió Lauren.
—Lo lamento, Alban —se disculpó Win, mientras Lauren la ayudaba a levantarse del sillón, y él ponía el bastón a su alcance—. Gracias, queridísima —le dijo a Lauren.
—Buenas noches, Yaya —se despidió él.
—Que descanses.
Ya se había ocupado de hablar con algunos familiares antes de la cena. Después de pensarlo un poco, había escogido deliberadamente a aquellos que era menos probable que estuvieran en escena tras la velada. Ahora había empezado a hacer algo que detestaba, trabajarse a la audiencia. Era una frase que sonaba horrible, y en el mejor de los casos podía ser un método repugnante. No estaba seguro de si tener que hacerlo con tu propia familia (bueno, con su propia familia), lo hacía mejor o peor. Durante el proceso, no dejó de encontrase con la tía Lauren, quien parecía estar haciendo algo muy parecido.
Vio a Neil McBride y decidió tomarse un respiro con los asuntos de negocios familiares.
—Neil. ¿Qué tal la luz solar?
—¿El qué? —Neil parecía contento. Sostenía un buen vaso de güisqui. Llevaba puesto su mejor traje de domingo, la corbata aún estaba anudada.
—La luz solar. Ese cacharro de cristal que te dice…
—¡Oh, yo estaba en lo cierto! ¿No viste el episodio de Horizonte? ¿Acerca del oscurecimiento global?
—Me lo perdí. Lo siento. ¿Por qué? ¿Salías en él?
—¡No! No seas bobo. Pero yo tenía razón. No fui el primero en percibirlo; el primero fue un tío en Australia que se dio cuenta antes que yo; pero el caso es que ahora está aceptado, es ciencia, no solamente un tipo listillo con gorro de cazador en una finca de las montañas desvariando sobre el tema. De modo que ahí lo tienes.
—Deberían llamarlo el efecto McBride.
—Sí señor, eso estaría bien. —Dio un trago de su vaso—. Entonces, ¿aún andas por los bosques? Tengo unos cuantos cientos de píceas que necesitan un corte, si has traído la motosierra.
—Ahora estoy de baja por invalidez, Neil. —Levantó un par de dedos—. Dedo blanco.
—Por Cristo, estás bromeando.
—Me temo que no.
—Pensaba que hoy en día todo se hacía con máquinas grandes y sucias, ¿no?
—Claro, gran parte se hace así, pero no todo, y éramos los especialistas en laderas inclinadas.
—Debías tener un equipo jodidamente antiguo. Yo tengo una Huskie que vibra como una cabrona, hablando en plata, pero nunca he tenido ningún problema. —Neil se miró la mano derecha con una exagerada mueca de preocupación.
—Ya, pero es que tú no has estado manejando una de esas día sí, día no, durante meses. Una vez en Kielder, calculé que estuvimos cortando árboles cada día, ininterrumpidamente, durante ochenta y cinco días completos; doce semanas sin ni siquiera un domingo libre.
—¡Jesús! Debiste cobrar un extra del copón al final de ese trabajo.
—Sí, bueno. Eso y que a la segunda noche nos echaron a todos del único pub en treinta kilómetros a la redonda.
Neil se rió.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora con tu vida?
—No lo sé. Estuve haciendo esculturas con motosierra y vendí unas cuantas; ahora eso se acabó.
—De todas formas, Alban, nadie se gana la vida vendiendo esculturas de motosierra.
—No, supongo que no.
—¿Vuelves a la empresa familiar?
—Probablemente se la vendamos a esa gente de Spraint.
—Puede que quieran conservarte.
—Lo dudo, y de todas formas no estoy interesado. Me pasaría el resto de mi vida metido en un traje.
—Sí señor. —Neil asintió—. Ya veo que esta noche no te has molestado en ponerte una corbata.
—Solo me la pongo en los funerales.
—Entonces, ¿crees que van, bueno, que vais a vender? ¿Si?
—Creo que va a estar más reñido de lo que algunos esperan, pero… no me extrañaría. ¿Y qué hay de ti? ¿Te quedas en la finca?
—Ah, ya lo veremos. Dependerá de los nuevos propietarios.
—¿Estarás bien? Quiero decir, ¿y si deciden traer a otra persona?
—Estaré bien. Tengo unas referencias estupendas de la ancianita por si necesito buscar otro lugar, y siempre me queda la casa en Sloy; esa no está en el trato. Hay un cuarto libre si alguna vez quieres venir.
—Brindo por eso. Puede que lo haga algún día. Eres muy amable. Me sorprende que no te hayan pedido que alojes a alguien allí arriba este fin de semana.
—Bah, no hace falta. Siempre se podría, simplemente, abrir el ala norte.
—¿No la están usando? —Él había creído que, incluso aunque parecía que la mitad del mundo desarrollado se quedaba en Garbadale aquel fin de semana, la vieja mansión debería ser lo suficientemente grande para que Haydn no tuviera que hacer malabarismos con las habitaciones. Ahora que lo pensaba, jamás había estado en el ala norte, ni siquiera de pequeño.
—Es un poco húmeda —admitió Neil, arrugando la nariz—. No hay calefacción. Tienes muchas posibilidades de despertarte con el sonido de cositas que corretean durante la noche. Habría que empezar a poner trampas, encender fuegos en los hornillos, y entonces se armaría una buena porque las chimeneas están obstruidas por los nidos de los pájaros. Habría que estar muy desesperado. Por cierto, ¿es ese tu pajarito? —Neil asintió hacia Verushka, quien intercambiaba risas con la tía Kathleen.
—Es una amiga íntima.
—Tu pajarito, entonces —afirmó Neil.
—Sí, mi pajarito.
—Es un encanto. Yo me agarraría a esa.
—Apuesto a que sí.
—Je, je.
—De todas formas, gracias por el consejo.
—Cuando quieras.
—Por el ajuste del negocio, no el negocio justo.
Win levantó su copa de champán. Brillaba bajo la luz del comedor circular privado. Alban miró más allá de la delicada superficie del cristal tallado sostenido por la mano de su abuela, a través de los altos ventanales que cubrían desde el suelo hasta el techo, hacia la cálida oscuridad de la noche en Johannesburgo y las hileras de doradas luces a lo lejos; los conjuntos sorprendentemente brillantes de imponentes columnas de vapor de sodio, y autopistas curvas y descendentes en desarrollo, ocupando una lejana colina señalada con diminutas luces esparcidas de forma torpe y aleatoria.
Hubo un murmullo alrededor de la mesa circular y abundantes tintineos de copas. Tras haber bebido con su propio brindis, Win miró hacia él.
—Alban. ¿No estás bebiendo?
—A veces, simplemente no tengo estómago para ello, Yaya. Tendrás que disculparme.
—¿De veras? —Sonrió con frialdad—. Bueno, si no te encuentras bien… —Asintió, y él se dio cuenta de que se estaba despidiendo. Se preguntó si ella pensaba que había querido decir «disculparme» en el sentido de «me marcho». O si se estaba deshaciendo de él por no unirse al frente; por discrepar. No le importaba. De todas formas solo quería alejarse de aquel grupo de cretinos bocazas mortalmente aburridos. Hay que aprovechar las oportunidades.
Se palmeó la tripa al ponerse en pie y colocó la servilleta sobre la mesa.
—Me siento un poco indispuesto. Creo que me acostaré pronto. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al que era su anfitrión, un pez gordo de Spraint llamado Hursch—. Gracias por la cena.
A la mañana siguiente, fue convocado a la suite de su abuela para el desayuno. Desde la habitación podía verse la plaza Sandton y la extensión de limpios y relucientes edificios que se agrupaban allí; más allá, la vista se convertía en lejanos municipios, situados alrededor de las autopistas que salían del núcleo de Johannesburgo, confundiéndose en la brumosa luz de una nueva y cálida mañana. Dos miembros del personal del hotel servían silenciosamente el desayuno. Alban tomó asiento, sonriendo a las dos camareras.
Win apareció por la puerta del dormitorio tras la salida del personal del hotel, Llevaba puesto un impecable traje de chaqueta y una blusa de seda, el cabello recién peinado y el maquillaje esencial. Se quedó de pie detrás de su asiento mirando a Alban, quien balbuceó un sonido de disculpa, se levantó y le sostuvo la silla. Win se sentó, sacudiendo su servilleta como si quisiera producir un impacto sónico. Alban regresó a su asiento.
Se observaron el uno al otro a través de la esplendorosa vajilla, la cubertería y una extensa cúpula central de acero cromado.
—Por si te lo estás preguntando, estoy esperando una disculpa —comenzó finalmente Win.
—¿En serio? ¿Por qué motivo? —Podía sentir la rabia creciendo en su interior, y una especie de vergüenza antigua. Una parte de él quería empezar a gritarle, mientras que otra parte que despreciaba profundamente quería pedir perdón lo antes posible y con toda la sinceridad que pudiera alcanzar llegado a ese extremo de la humillación, sólo para que todo volviera a ser como debía.
Pero nada volvería a ser como debía. Unos meses antes, en Garbadale, él había perdido la discusión acerca de vender una parte a Spraint. El veinticinco por ciento de la empresa familiar era ahora propiedad de la gran corporación americana de software, y cualquier relación, compromiso o lealtad que hubiera sentido hacia la compañía estaba empezando a hacer aguas. En los últimos días, el goteo parecía estar convirtiéndose en una inundación.
Con qué rapidez desapareció todo aquello. Y lo deprimentemente poco que parecía haber significado. Todavía era capaz de hacer su trabajo, aunque esos días se dejaba llevar por la inercia y ya no creía realmente en lo que estaba haciendo, pero ni siquiera eso le servía de consuelo. Por el contrario, descubrir que era perfectamente posible realizar su trabajo sin que le importase lo más mínimo le hizo sentirse decepcionado por todos los años que había empleado haciendo su trabajo cuando significaba algo para él. ¿Qué se diría sobre su posición en la empresa? ¿Qué se diría de él, cuando cualquier vendedor a domicilio hipócrita podría haberlo hecho igual de bien todos esos años? ¿Qué sentido tenía?
Lo habían nombrado gestor de Marcas, así como jefe de Desarrollo del Producto, con más dinero, más acciones, mayores suplementos potenciales y mayor poder de decisión en el discurrir de la empresa (sospechaba que, en parte, para compensarle tras salir derrotado en la batalla de Spraint), como si le hubieran arrojado unas cuantas sobras; el reconocimiento de que nada de eso tenía importancia de todas formas.
Él sabía, en su interior, que marcharse de allí solo era una cuestión de tiempo. Ya había escrito unos cuantos borradores de cartas de dimisión, aunque siempre las había eliminado sin guardarlas en el disco duro. Puede que, en cambio, le echaran. Win era la persona apropiada para ello. Estaban a finales de 1999 y lo último que le apetecía a Alban era una fiesta.
—¿Por qué motivo? —contraatacó Win con los ojos muy abiertos—. Por no unirte a un brindis, por esa salida de tono acerca de no tener estómago para ello. Por toda tu actitud a lo largo de la cena. De hecho, por tu actitud durante el fin de semana, y recientemente en general. Creo que puedo exigir una disculpa. Me encantaría escuchar tus argumentos en contra, si no te importa exponerlos.
En un momento como aquel, pensó Alban, Win no parecía tener setenta y cuatro años. Parecía tener diez o puede que veinte años menos. Era como si la ira y la indignación la estuvieran acrecentando, devolviéndole la juventud. Él hizo algo que había estado haciendo con ella durante los últimos años en momentos como esos, dar un paso atrás en su interior y contemplarla todo lo objetivamente que podía, ignorando su maquillaje perfecto y la potente vestimenta (muy de los ochenta, de todas formas; hacía pensar en Dallas, si tendías a ser particularmente crítico, y él lo hacía). Miró, en cambio, a la fláccida piel de gallina debajo de su cuello, sus arrugadas manos y muñecas, las ligeras bolsas bajo sus ojos (aunque, de una forma irritante y también sorprendente, la opinión consensuada de aquellos en la familia que conocían y se preocupaban por cosas semejantes, era que la anciana jamás se había sometido a ninguna intervención de cirugía estética). Y eso parecía maquillaje en el dorso de sus manos. Quizá Win ocultase manchas en la piel.
¿Había mostrado él una mala actitud durante el fin de semana en la feria de muestras? No creía haberlo hecho; tan solo pensaba que no había sido una buena compañía durante la cena, justo hasta antes de saltar del barco tras el cruel e inusual brindis. Lo único vagamente controvertido que podía recordar haber dicho antes fue algo acerca de que si iban a ser políticamente correctos de una forma exacerbada, elegirían para acompañar la cena vinos locales de cosechas posteriores al apartheid. No lo había dicho como una recomendación, ni mucho menos como una crítica; solo era una observación gratuita, más que nada para ver cómo reaccionarían los Spraintócratas allí reunidos, mostrando su posición en el espectro político (parecieron quedarse perplejos, así que supuso que eran de derechas por defecto, a la vez que algo espesos).
Por otro lado, si alguien iba a darse cuenta de la falta de convicción en algún subordinado de la familia o de la compañía, esa era Win. De eso, él era dolorosamente consciente; recordó Lydcombe, las miradas que Sophie y él habían estado intercambiando en la mesa del comedor mientras pensaban, estúpidamente, tal como se vio después, que su Yaya ignoraría como James y Clara lo que ocurría delante de sus narices. En ese momento habían estado desgraciadamente equivocados, y se podría decir que ambos lo habían estado pagando de una forma u otra desde entonces. Puede que él no hubiera ocultado tan bien su desilusión con el empleo después de todo, y Win, en su papel de depredadora, había detectado una debilidad en el rebaño. Él era el antílope alejado de la multitud, y ella iba a tratar de darle alcance.
Si, bueno. Quizá, pensó él, debería haber visitado el parque nacional de Kruger después de la feria de muestras y no antes.
Da igual; la querida y feroz antigualla se encontraba esperando una disculpa o una razón para no disculparse. No debía decepcionarla.
Hizo lo mejor que pudo para parecer y sonar razonable.
—He de decir que el brindis por el ajuste del negocio, no el negocio justo, ha sido totalmente innecesario. —Bebió un sorbo de zumo de naranja.
—Eso no es lo que dije.
—Oh, creo que es exactamente lo que dijiste.
—Dije, «Por el ajuste del negocio, no el negocio justo».
—No lo creo así, Win.
Alban levantó la gigantesca campana metálica para descubrir una humeante variedad de alimentos para el desayuno, manteniéndose caliente gracias a unos pequeños quemadores. Un ligero aroma sulfúreo del combustible defectuosamente quemado cruzó la mesa a través del aire. Colocó la metálica cúpula sobre el suelo.
—¿Te importa que sirva?
—No trates de distraerme de lo que realmente ocurre aquí —espetó Win—. No se trata de un simple comentario, se trata de toda tu actitud. Fuiste descortés, incluso grosero. Te has pasado la velada haciendo comentarios antiamericanos.
—No lo he hecho. Me gusta América. Ese país es sobrecogedor. —Alban se tomó su tiempo examinando las existencias y se sirvió un par de gruesas lonchas de beicon. En realidad no tenía apetito, pero alguien tenía que empezar—. Además, los americanos me caen bien. —Añadió un poco de huevos revueltos y champiñones a su plato—. Y si votan por ese tal señor Gore, tan simpático, tengo previsto que me caigan bien durante algo más de tiempo. —Paseó una mano sobre todo el desayuno—. ¿Seguro que no te apetece?
Win hizo una pequeña pausa mientras le miraba sin una clara expresión, antes de decir:
—¿Sabes, Alban? No eres ni remotamente tan gracioso como crees ser.
—No intento ser gracioso, Win. —Asintió hacia el desayuno—. Lo digo en serio. ¿Quieres que te sirva? Si no es así, sinceramente, se me está enfriando el plato.
—Beicon, chuletas y riñones —dijo Win—. Por favor —añadió.
Alban le sirvió, mordiéndose la lengua para evitar comentarios de disculpa por la ausencia de ojos de cordero o testículos de gorila.
Win observó sin interés el plato que Alban le ofrecía.
—Tiene un aspecto algo aburrido —comentó—. Puede que con unos tomates…
—La presentación es importante —coincidió antes de cumplir.
—Me preocupo por ti, Alban —dijo Win después de que ambos hubieran tomado los primeros bocados en silencio.
—¿Te preocupas, Win?
—Siempre lo he hecho. Y aún lo hago.
—¿Y qué es lo que te preocupa?
—No puedo contarte todo lo que me preocupa en relación a ti, Alban. —Win estaba, pensó Alban, en un estado de lo más solemne—. Pero créeme, me preocupo.
—De acuerdo —dijo él.
—¿Alguna vez has sabido realmente lo que estabas haciendo?
Alban se reclinó en su asiento. Bueno, pensó, esto sí es una pregunta.
—¿Quieres decir, si lo he sabido mejor que los demás?
—¿Lo has sabido? —repitió Win, ignorando su pregunta.
Alban pensó en plantar cara. ¿Pero qué clase de pregunta era aquella? ¿Cuántas personas podrían responder con un sincero «Sí»?
—Win —comenzó, dejando el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y echándose hacia atrás—. ¿Qué es lo que pretendes de mí?
—En este momento, una respuesta a mi pregunta.
—Entonces la respuesta es sí. Sí, siempre he sabido lo que estaba haciendo. ¿Y tú?
—No estamos hablando de mí, Alban.
—A mí me parece que hablamos de tu actitud hacia mí, Win.
—Y a mí me parece que hablamos de tu actitud hacia tu trabajo, la empresa, la familia y hacia tu vida.
—Bueno, eso es bastante exhaustivo.
—¿Alguna vez has sabido lo que estabas haciendo?
—Win, ¿qué clase de pregunta es esa? —protestó—. Quiero decir, sí, creo que lo he sabido. Creo que he sabido lo que estaba haciendo desde que estaba en el colegio, desde que me puse a estudiar y me aseguré de aprobar mis exámenes. Escogí mi carrera universitaria sabiendo exactamente lo que estaba haciendo, y luego me uní a la empresa. Creía que había hecho un buen trabajo. Todavía creo que he hecho un buen trabajo.
—Jamás pensé que te unirías a la empresa —afirmó Win. Puso sus cubiertos sobre la mesa. Había terminado. De alguna forma se había comido todo lo que había en su plato, excepto los tomates.
—Pues lo hice —replicó.
—Nunca imaginé que elegirías estudiar Empresariales, y luego, cuando empezaste el primer curso, estaba convencida de que lo dejarías y te dedicarías a algo más artístico.
—¿Artístico?
—Solías escribir poemas, ¿no es así?
—No era más que un adolescente. Creía que era obligatorio.
—Bueno, me sorprendiste —admitió Win. Se limpió las comisuras de sus labios, aún perfectamente pintados, con la esquina de la almidonada servilleta—. Incluso me pregunté si te unías a la empresa porque tu prima Sophie lo hizo.
Dios, jodida vieja bruja.
Él se rió, desviando la mirada y dejando claro que tenía que aguantarse las carcajadas de lo tremendamente absurdo que era aquello. Por supuesto, era completamente cierto. Ese era el motivo por el que no existía la posibilidad de que pudiera admitirlo nunca ante nadie, y mucho menos ante Win. Se aclaró la garganta mientras se enderezaba con los brazos cruzados.
—Pues no, Win. Superé lo de Sophie antes de decidir lo que iba a hacer con mi vida.
—En serio. —De alguna forma, no hubo interrogación en la voz de Win. Su expresión también era inescrutable—. Pensaba que aún sentías algo por ella mucho tiempo después. Incluso hasta hace un par de años, lo cual significaría que podría seguir siendo así hasta hoy. Si has tenido un sentimiento muy fuerte por la chica durante una docena de años, ¿por qué no un par de años más?
Alban odiaba la forma en la que Win hacía eso, comenzar con una suposición en el extremo de una frase y terminar dándolo por hecho al final, y además seguido de algo que tenías que encajar. La cuestión era, ¿cuánto sabía la vieja bruja? ¿Había contado algo Sophie acerca de su pequeña recaída en Singapur? Él le había abierto su corazón a la chica y había admitido que aún la amaba, le dijo que ella era el amor de su vida, y aún lo era; siempre lo sería, ¿pero ella le había contado eso a Win?
¿Lo había fastidiado al estar borracho? Por supuesto que había estado borracho; tenía demasiado miedo al rechazo como para ser capaz de confesarle a Sophie que aún la amaba estando sobrio. La cuestión era que él había necesitado beber para ser capaz de contárselo, de sobreponerse a aquella británica timidez que había heredado de su familia, o de su colegio, o a través del agua, o sus genes, o lo que fuera. El alcohol no tenía nada que ver con el sentimiento en sí mismo, sino con la capacidad de expresarlo; el sentimiento estaba allí todo el tiempo, borracho o sobrio, dormido o despierto. Solo que no era capaz de admitirlo. No sin estar fuera de su cabeza. Por supuesto, lo más probable era que hubiera exagerado y diera la impresión de ser patético, dependiente, adolescente e inmaduro.
Había conseguido recluir el incidente en el fondo de su cabeza de forma rápida y fructífera, a lo largo de un día, mediante el simple recurso de ponerse totalmente ciego, consumiendo un cóctel de alcohol y drogas de origen desconocido, con Fielding. Como forma de olvidar lo que había ocurrido entre él y Sophie, de reducirlo a algo demasiado borroso para identificarlo en su memoria, había resultado casi demasiado bien. El incidente estaba tan próximo a aquel demente torbellino de húmeda y fluorescente necedad que Fielding y él se habían sumido, que en retrospectiva parecía formar parte de él, no algo completamente real; y las ruinas de lo que parecían genuinos recuerdos asociados con ello, tampoco eran plenamente fiables.
¿Se lo habría contado Sophie a Win? ¿Era ella tan cruel? ¿Quería humillarle hasta ese punto? ¿O acaso él significaba tan poco para ella que ni siquiera había tenido en cuenta si al contárselo a Win le haría daño o le avergonzaría?
Cuenta una verdad a medias. Eran las más fáciles de defender.
—Win —comenzó, sonriente, y con un tono que esperaba que sonase eminentemente razonable—. Sophie siempre va a significar algo para mí. Quiero decir que ella fue mi primer amor. Un amor de críos si quieres llamarlo así, pero en el momento lo sentía como el real.
—Sí, así pude verlo —replicó Win ácidamente.
Él sabía que estaban hablando de aquella última noche en Lydcombe, y de Win y James descubriéndolos a Sophie y a él en la hierba. Ese viejo sentimiento de vergüenza (y rabia por sentirla) volvió a crecer en su interior. Controló su respiración y trató de calmar su corazón. Jesús, pensaba que ya hacía tiempo que había dejado todo aquello atrás; que no merecía la pena revolver la basura, de común acuerdo.
—De todas formas —dijo él, sacando el labio inferior, reclinándose y gesticulando con las manos; abriéndolas brevemente antes de cerrarlas de golpe—. Es agua pasada.
—Es una de esas cosas que no deben decirse hoy en día, aparentemente; la gente te desprecia o se ríe de ti, pero de verdad fue por tu propio bien. —Elevó su cabeza un centímetro sobre la de él, desafiante, como si estuviera retándolo a desdeñarla o a reírse—. Lo supe entonces y lo sé ahora. Debes haberme odiado, Alban, puedo comprenderlo. —Una gélida sonrisa—. Sospecho que en lo más profundo de tu interior, aún me odias.
¿En lo más profundo? Justo bajo la superficie, en realidad. Y hasta el fondo.
—Oh, por favor Win… —empezó a decir.
—Tan solo sería lo normal. No soy estúpida, Alban.
No, desgraciadamente, no lo eres, ¿verdad?
—Pero lo hice por el bien de ambos, no importa lo que puedas creer. Siento que fuera tan violento en ese instante. James exageró, posiblemente. Por otro lado, aquello fue lo peor que tuviste que pasar.
Oh no, joder, no lo fue. No tienes ni idea.
—Bueno, eso ya es historia —le aseguró él.
Ella arqueó una ceja.
—Sí, claro, como si la historia no tuviera importancia.
—Henry Ford pensaba que era una patraña.
—Sí, pero después esa frase se ha convertido en parte de la historia. —Win se encogió de hombros con delicadeza—. Puede que no quisiera decir lo que parece que dijo, pero si lo hizo, es que era un idiota. —Alban parecía estar lógicamente sorprendido. Win sonrió—. Oh, he conocido a montones de idiotas ricos y prósperos, Alban. Tú mismo debes haberte encontrado con un par de ellos. Por lo general, una de las cosas que demuestran lo estúpidos que son, es que no comprenden el gran papel que ha jugado el azar en su éxito.
Por lo que tengo que entender que tú no eres idiota.
—La historia importa —concedió él—. Pero he terminado con Sophie. —La miró a los ojos pensando: Estoy mintiendo. No he terminado con Sophie. Te odio por saberlo que pienso. Te odio por interpretarme como si fuera un jodido póster, vieja bruja. ¿Captas esto ahora? Aún te odio. Siempre te odiaré al igual que siempre la amaré a ella. Llámalo equilibrio. Lo pensó con mucho cuidado, articulando cada pensamiento, cada palabra en su mente, como si la estuviera desafiando a leer la verdad a través de sus ojos, o lo que estaba pensando, mediante alguna especie de intuición telepática.
—Bueno, puede que entonces ese sea el motivo —esgrimió Win—. Pero puedo ver un cambio en ti, Alban.
—Bueno, todos envejecemos. Todo el mundo cambia.
—Sí, por supuesto —afirmó Win, agitando una mano desdeñosamente—, pero además de eso.
Por las barbas de Cristo, quizá simplemente debiera contarlo todo. Puede que lo correcto fuese admitirlo, sacarlo a relucir y decir que sí, que había cambiado, que era diferente, que ya no pensaba de la misma forma y que en este momento estaba pensando en despedirse. A lo mejor debería limitarse a decir todo eso y presentar su dimisión aquí y ahora. Probablemente tuviera que hacerlo algún día, ¿Por qué no hoy?
Porque siempre había tenido la sensación de que estaba siendo inducido a ello por Win, ese era el porqué. Jamás estaría totalmente seguro de que todo hubiera transcurrido según su propia elección. Bueno, renunció a entregarle el control, ella había llevado las riendas aquella vez, en Lydcombe, haciéndole sentir humillado, avergonzado e impotente, y no estaba dispuesto a dejar que se lo hiciera de nuevo. Quería tomar la decisión por su cuenta, y hacerlo en el momento que él eligiera.
Bueno, ya le habían dado demasiadas vueltas al tema.
—En fin —le dijo—. Disculpa si te he dado algún… —Sonrió—. Algún motivo para dudar de mí. Esa no era mi intención. —Y eso, pensó, es lo más parecido a una disculpa que vas a recibir, ancianita.
Pensó que Win parecía muy vieja, momentáneamente. Fue solamente durante un segundo o así; como si alguna máscara creada por su voluntad se le hubiera escurrido de la cara, tan solo para volver a su lugar al instante; luego la imagen de su ser reformado, la calculada y calculadora fachada, volvió a la carga una vez más. Se preguntó si ella habría visto algo similar en él. Se preguntó si eso era lo que ella veía todo el tiempo, y si eso explicaba su extraordinaria, y también profundamente ordinaria capacidad para interpretar a las personas de la forma en que lo hacía.
—Disculpas aceptadas —espetó ella.
Él gesticuló hacia dos recipientes plateados.
—¿Café o té?
Alban había decidido estudiar Empresariales con la esperanza de cambiar de carrera. Había llegado a la conclusión de que tenía que comprometerse con su familia y con las expectativas que tenían de él. Tenía pensado seguirles la corriente con lo que esperaban y luego cambiar el discurso cuando se lo hubieran creído. Si empezaba Empresariales, tenía un buen comienzo y después se cambiaría a algo que le interesara realmente (Lengua, Historia, o incluso Arte), entonces al menos habría mostrado voluntad. Con eso se los quitaría de encima hasta graduarse. Aquel parecía un buen plan, y no una manera rematadamente alocada de tomar una de las decisiones más importantes que hay en la vida.
Después, a unos pocos meses del comienzo, cuando casi estaba disfrutando e incluso obteniendo notas aceptables por un par de ensayos, tan solo porque sabía que no lo estaría haciendo por mucho más tiempo, oyó que Sophie había cambiado de idea acerca de sus propios estudios. Ella también iba a estudiar Empresariales. Se había comprometido a una carrera comercial con la empresa familiar si surgía la ocasión adecuada.
Jesús, había pensado él. ¿Estaba ella haciendo eso solo porque él hacía algo parecido? ¿Era aquella una especie de señal pública aunque oculta? No habían estado en contacto desde el dulce y maravilloso, pero también medianamente desastroso encuentro en San Francisco, unos meses antes. Él estaba sentado en su habitación de Bristol, contemplando los deshojados árboles del parque Castle, y los pausados y grises remolinos sobre la amplia curva del Puerto Flotante, el río que apenas lo era, su superficie color marrón y peltre bajo una rasa flota de nubes que arrastraban largos cargamentos de lluvia en su irregular interior.
Recordaba el deslumbrante brillo desértico del Mojave, la agobiante sequedad del aire, la estrábica mirada de las filas y filas de pálidos aviones abandonados bajo aquel cielo ferozmente abierto, la avioneta aterrizando, Sophie (aunque una alterada y mutada Sophie, una Sophie en pleno proceso de cambiarse a sí misma) saliendo de la aeronave. Recordaba el apartamento de Dan, los crujientes sonidos del viejo tocadiscos, sentirla bailando cerca de él, el olor y el tacto de su pelo, el placer puramente desnudo de meterla en la cama después de tantos encuentros al fresco. Trató de olvidar la escena en la lavandería, la tenue luz del sol y el olor artificial a suavizante.
Durante uno o dos segundos, bajo el brumoso frío mañanero de San Francisco, en el interior del taxi que se dirigía a la estación de trenes, se había sentido muy bien al respecto. Después de todo, la había visto de nuevo; había ganado por fin, en el último segundo, superando todos los obstáculos que la familia había puesto en su camino (si eso había ocurrido alguna vez, hecho que no tenía importancia) y finalmente había podido encontrarse de nuevo con ella. Y no se habían peleado, no se habían culpado el uno al otro por todo lo que salió mal, y por los años que habían pasado separados por fuerza; habían conectado, y habían hecho el amor otra vez.
Ella le había querido. No importaba que más tarde hubiera dicho que todo había sido un error, no importaba que ella estuviera con otro tipo; esas cosas pasaban. Ella le había querido. Él no se impuso a ella, no la sedujo, había sido algo recíproco. Espontáneo. Y ella le había sugerido bailar; no él.
Aun así, más o menos le había echado de allí. Él la creyó cuando dijo que no era buena mintiendo y que sería más fácil engañar a Dan si él no se encontraba allí, pero qué más daba. Otra vez expulsado; arrancado una vez más. No era una buena pauta.
Había un tren que salía temprano de Los Ángeles, sólo veinte minutos después de que hubiera llegado a la estación. Para entonces, ya había comprado su billete y encontrado el tren adecuado (sorprendentemente abarrotado, lleno de tipos con traje y familias); salió de la ciudad casi antes de enterarse de que había estado allí.
Las gaviotas revoloteaban sobre el Puerto Flotante, inclinándose y girando a lo largo de las cautivas y aglomeradas aguas.
De vez en cuando, sólo en ciertas ocasiones, si está realmente borracho o drogado y se siente nostálgico o sensible o como sea que uno quiera llamarlo, aún susurra para sí: «Se han marchado todos, maldita sea», «Me caí del caballo, chaval», «Caray, tío, tampoco me gustó hasta ese punto»; y ahora, «Ni una mísera hojita».
Prima, prima, dulce prima.
Había intentado volver a ponerse en contacto con Sophie después de su encuentro en California, pero sin mucho éxito. Había conseguido su dirección en Nueva York, gracias a su primo Fabiole; le envió una carta cuidadosamente meditada (amistosa, incluso cariñosa, pero sin cosas raras ni nada de eso) y recibió a cambio una tajante nota diciéndole que estaba muy ocupada, y que no creía que fuese una buena idea que estuviesen en contacto. Que lo sentía si le había hecho daño.
Aquello había sido hacía dos meses. Y ahora, la noticia de que iba a estudiar Empresariales.
Decidió que probablemente no fuese algo deliberado, lo de Sophie escogiendo la misma carrera que él, pero que posiblemente indicara un deseo del que ni siquiera ella era consciente, de seguirle la pista, mantenerse en paralelo a él. Eso lo explicaría, supuso.
Se puso a estudiar en serio. Se convenció de que tenía que hacer todo lo posible para disfrutar la carrera en la que se había embarcado. Hizo nuevos amigos, tuvo varias relaciones sin comprometerse en serio, a veces incluso les hablaba a sus novias de Sophie, el amor de su infancia (así era como había empezado a referirse a ella), y se pasó un año de los cuatro que duraba la carrera trabajando para la empresa familiar en Desarrollo del Producto. De alguna forma esperaba que al estar en Bristol, tan cerca de Lydcombe, podría ser invitado a volver; le habría gustado ver qué tal estaban los jardines, aparte de cualquier otra cosa; pero aquello nunca ocurrió.
En el siguiente encuentro familiar, el funeral del abuelo Bert, en Garbadale, a principios de la primavera de 1990, le había preguntado a la tía Lauren sobre el hecho de que Sophie no hubiera recibido ninguna de sus cartas. Para colmo, le aseguró estar tan sorprendida como él. Por supuesto que le había enviado las cartas. Sugirió que, tal vez, el que Sophie le dijera que no las había recibido no era más que su forma de no herir sus sentimientos.
Él había esperado que Sophie asistiera al funeral, pero estaba muy ocupada con sus estudios en los Estados Unidos, y todos coincidían en que eran demasiados kilómetros para pedirle a alguien que viniera a presentar sus últimos respetos a un anciano, que de todas formas había sido poco más que un vegetal durante los últimos diez años.
—¿Y cómo estaba? —le preguntó la abuela Win cuando mencionó que había visto a Blake en Hong Kong. Vestía toda de negro, y Alban pensó que parecía un cuervo. Llevaba un pañuelo arrugado en una mano y tenía los ojos algo enrojecidos. Entonces parecía estar dolida. Alban ya estaba empezando a arrepentirse de haberle contado que había visto a Blake; otro doloroso recuerdo al sacar a la luz el pasado de una oveja negra de la familia. Él solo lo había hecho por decir algo. Preferiría no haberle hablado en absoluto, pero sus padres insistieron. Se sentía tan aliviado de que no le hubiera ignorado, o mencionado nada horrible sobre él y Sophie, que se relajó, sin imaginar que podría enfadarse al contarle que le había hecho una visita a su hijo.
—Estaba bien —le contó.
—¿Y qué es lo que quería?
—Nada. No quería nada. Quiero decir, es realmente rico. En serio, estaba muy bien, Yaya. Me estuvo enseñando Hong Kong. Fue genial. Y me dio dinero.
—Apuesto a que sí —espetó Win, con indiferencia—. ¿Y? ¿Y bien? ¿Qué es lo que tenía que decir?
Alban se detuvo a pensar.
—Nada en particular. Solo me llevó a dar una vuelta, me presentó a gente. Parece que conozca a todo el mundo. Conocí al gobernador y todo. El tío Blake es tremendamente rico, Yaya. Tiene un rascacielos. Quiero decir que es realmente suyo.
—Bueno, hurra por él. ¿Cuánto dinero te dio?
—No lo recuerdo —mintió Alban.
—¿Te habló acerca de la familia?
—Un poco. Estaba bien, Yaya. De verdad. Creo que le gustaría ver, bueno, a todo el mundo…
—Desde luego. Pues bien, yo no quiero volver a verle —afirmó Win.
—Oh —balbuceó Alban—. Vale. Lo siento.
—Sí —dijo Win con un tono concluyente, y se dio la vuelta.
—Y entonces eché un vistazo por mi cuenta, pero claro, todo lo que Bunty había dicho era una total y absoluta trola; en cambio, allí estaba el tipo con un Playboy en una mano y su John Thomas[12] completamente hinchado en la otra. Así que cerré la puerta enseguida y me giré en redondo para encontrarme a la hermana frunciendo el ceño mientras me decía, «¿Sí? ¿Y bien?», y a mi no se me ocurría nada que decir, hasta que finalmente tuve una idea y le dije, «Bueno, hermana, creo que se está preparando para expulsar sus pecados». ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja! —rió Doris, tras un pequeño retraso.
Fielding hizo una pausa mientras apuraba la botella de vino dulce en la copa de Beryl, con una amplia sonrisa al principio y luego uniéndose a las carcajadas cuando vio que estas no mostraban señales de decaer especialmente pronto. Se reclinó en su asiento, suspirando con fuerza y lanzando una furtiva mirada a su reloj, mientras llevaba el vaso de agua hasta sus labios. Ni siquiera eran las once. Había esperado que casi fuera medianoche.
Un camarero del Inverlochy apareció en la mesa para rellenarle el vaso. Doris y Beryl se palmeaban mutuamente en el antebrazo y se llevaban las servilletas a la boca al tiempo que reían, mirando alrededor del comedor, ahora casi vacío. La mayoría de los demás huéspedes del hotel se habían marchado al salón o a la sala principal para el café.
—¡Expulsar sus pecados! ¿Lo entiendes? —dijo Beryl con una especie de chillido apagado.
—¡Sí! ¡Oh, sí! —Doris tosió. Apuró su vino blanco y entonces dirigió su mirada hacia la media botella vacía que había sobre la mesa—. Madre mía, eso ha estado bien —le comentó a Fielding. Miró apenada su copa, ahora vacía, y a la igualmente extinguida botella—. Son unas botellas terriblemente pequeñas, ¿no es así?
Fielding lucía la sonrisa digna de un hombre muy, muy cansado que puede asociar cada curva y recta de la carretera entre Glasgow y Fort William con alguna frase confusa o un diálogo mal entendido de locuacidad senil y que ha llegado a aceptar que no verá su cama antes de la hora bruja. Le hizo una señal al vacilante camarero, levantando las cejas, y sostuvo la pegajosa botella vacía de vino blanco.
—¿Qué vamos a hacer si todo el mundo vende sus acciones a esa gente de Sprint? —preguntó repentinamente la tía abuela Doris, observando salir al camarero con la difunta botella en la mano.
—Spraint, querida —corrigió Beryl. Le lanzó una sonrisa a Fielding, quien parecía despistado, jugueteando con su servilleta—. Gastar nuestras indecentes ganancias en vino, mujeres y demás, imagino yo —le respondió o Doris.
Doris pareció súbitamente alarmada.
—No querrás largarte para abandonarme y mudarte a tu propia isla desierta o ese tipo de cosas, ¿verdad, vejestorio? —le preguntó a Beryl parpadeando insistentemente.
Beryl sonrió.
—No, querida. Si hubiera alguna isla desierta en los mapas, te llevaría conmigo. —Luego la sonrisa se difuminó una pizca y bajó la mirada hacia la mesa, dejando imperar al silencio.
Fielding trataba de hacer figuritas de papel con su servilleta.
—Algunos usarían la pasta para hacer cosas que siempre han querido hacer —comentó con aire ausente, frunciendo el entrecejo mientras trataba de encajar una esquina del trapo sobre la otra—. Financiar proyectos, usarlo como capital inicial. —Las esquinas de la servilleta no encajaban adecuadamente. Deseó tener tres manos—. Para sueños, en definitiva —murmuró. Levantó la mirada para encontrar que las dos viejecitas le estaban mirando. Sus ojos se pasearon de una a otra—. Es probable —añadió—. Quiero decir, es posible. —Se aclaró la garganta y volvió a estirar la servilleta—. Tal vez.
—¿Es eso lo que tú harías con el tuyo, querido? —inquirió Doris.
Fielding se encogió de hombros.
—Bueno, no lo sé. Supongo que sí. Solo hablaba hipotéticamente. Me refiero a que yo, personalmente, no tengo nada… —El camarero reapareció—. ¡Ah, más vino!
—¡Oh! —dijo Doris, girando sobre su asiento—. ¿Es que hemos pedido más? En fin, supongo que así es. Pues adelante.
—Estupendo. —Beryl sonrió con tristeza.
Los años pasaron. Alban obtuvo un bien alto de nota y aceptó el puesto que le estaba esperando en Juegos Wopuld Ltd. Sophie ya había comenzado con Juegos Wopuld Inc., la sucursal de la compañía en los Estados Unidos. Alban tenía la sensación de que todo había terminado entre ellos, a pesar de que nunca se alejaba de sus pensamientos y todavía esperaba que pudieran encontrarse de vez en cuando, aunque solo fuera por trabajo. Después, bueno, ¿quién sabía?
Él sabía lo que era jugar a un largo juego.
En su tercer año había compartido un piso en St. Judes con tres muchachos a los que les gustaba mucho jugar a la versión de tablero de ¡Imperio! Debido a que su apellido era McGill y a que jamás les había mencionado nada sobre la empresa familiar (todos estaban estudiando lengua o arte y no les interesaba mucho su carrera), no se dieron cuenta de que era parte de la familia que poseía los derechos, fabricaba los juegos y se llevaba los beneficios.
Sabía todo lo que había que saber sobre cómo jugar al juego, aunque eso no significara que ganara todas las veces. ¡Imperio! no era el ajedrez; dependía de la suerte en algunas ocasiones, tanto en la distribución inicial como después, durante el juego. Aun así, con mucha práctica se podía mejorar al jugarlo, y él se había pasado una buena parte de su infancia jugando a la versión de tablero.
Uno de sus compañeros de piso era Chris, el propietario del tablero, y quien se creía una puta máquina jugando a ¡Imperio! Chris daba por sentado, y Alban estaba seguro de ello, que él sería el gran campeón del piso. Achacó las primeras victorias de Alban a la suerte del principiante, lo que le hizo saber a Alban que Chris no era tan listo. Al principio del semestre habían acordado que jugarían una liga que durase todo el año académico, y mientras Alban poco a poco se iba granjeando una ventaja sobre todos los demás, Chris empezaba a comprender que lo de Alban era algo más que suerte.
Tras un tiempo, Alban notó que Chris estaba empezando a cambiar su estilo de juego. Ahora, siempre optaba por atacar a Alban, en cuanto las unidades de este llegaban a un nivel que Chris consideraba demasiado alto, incluso aunque no constituyeran una amenaza táctica o estratégica para los dominios, territorios o unidades de avance de Chris. Alban aún ganaba de vez en cuando, y Chris mejoró sus estadísticas ligeramente mientras que, en algunas ocasiones, otros jugadores usaban la oportunidad para aliarse contra Alban, o atacar a Chris mientras este se dedicaba a mermar las unidades de Alban. Al principio, Alban se limitó a consentirlo pero, tras una partida en la que le dejaron relativamente impotente y otros dos jugadores combatieron de forma tosca e inexperta por una victoria que les resultaba esquiva debido a su mediocridad y a que estaban fumados (terminó en tablas bajo una humareda y se acordó un empate), Alban decidió cambiar su forma de responder al control «policial» de Chris.
En la siguiente partida en la que Chris le atacó, utilizando una considerable aunque controlada cantidad de unidades para la batalla, Alban contraatacó con todo lo que tenía. Derrotó a Chris pero acabó irremediablemente debilitado. Ambos estaban fuera de la partida en el siguiente turno. Aquella vez, uno de sus colegas consiguió hacerse con la victoria.
Chris protestó durante la partida y un buen rato después, cuando se sentaron a beber mientras veían la tele con el sonido bajado.
—¿Por qué has hecho eso, tío? ¡Yo no quería dejarte fuera de la partida! Solo trataba de debilitar un poco tus unidades.
—Sí, ya lo sé —le contestó Alban, abriendo un par de latas y pasándole una a Chris. Chris era un tipo larguirucho, con el pelo oscuro y rizado y problemas de acné.
—¿Entonces por qué se te ha ido la olla, Al?
—No me gusta que hagas eso.
—Pero todo es parte del juego, tío.
—Lo sé; y también lo que yo he hecho.
—Claro, pero solo lo hago para que no seas demasiado poderoso.
—Oh, sí, sé por qué lo haces. Solo lo hago para que dejes de hacerlo.
—Pues no voy a dejarlo —afirmó Chris, entre risas. Aceptó un porro de uno de sus compañeros de piso, le dio una ligera calada y se lo pasó a Alban.
—Pues vale —respondió Alban, encogiendo los hombros.
—¡Pero has perdido, Alban! —señaló Chris—. Acabaste conmigo, pero te jodiste también tú.
—Sí, y seguiré haciéndolo hasta que dejes de atacarme sin un buen motivo, aparte de «bajarme los humos».
—¿Qué? ¿Estás de broma?
—No, lo digo en serio. Voy a seguir haciéndolo.
—¿Vas a seguir yendo a por mí, a por mis territorios y a por todo lo demás solo porque ataco a uno de tus bloques?
—Eso es.
—¡Es una locura! ¡Me sacarás de la partida, pero también saldrás tú!
—Sí, lo sé. Hasta que dejes de hacerlo.
—Bueno, ¿y si no lo hago?
Alban se encogió de hombros.
—¡Pero pierdes la partida, tío! —apuntó Chris, luchando por ver la lógica de todo aquello.
—Salud. —Alban hizo entrechocar sus latas.
Chris le atacó de la misma forma, por los mismos motivos, en las dos siguientes partidas y Alban reaccionó justo igual que lo había hecho antes.
Chris le dijo que estaba loco, pero en la siguiente partida no utilizó la misma maniobra. Alban le explicó durante una noche de borrachera, por si Chris no lo había comprendido, que una cosa era el juego, y otra era el metajuego. Incluso sin una liga que durase todo el año, siempre existía el metajuego, el juego más allá del juego; también había que tenerlo en cuenta.
Chris le dijo que seguía estando jodidamente chiflado.
—Cuídate.
—Y tú también.
—Lo digo en serio. La previsión meteorológica tiene una pinta espantosa para esta noche y mañana. No corras riesgos estúpidamente. Por favor. Vuelve sana y salva.
—Cuenta con ello. —Verushka, ya totalmente equipada, embutida en su traje y sus botas, se pone de puntillas para darle un beso en la frente, luego vuelve a posarse en la gravilla y le da otro, firme y prolongado, en los labios—. Yo también lo digo en serio —susurra, abrazándole bien fuerte—. Ten mucho cuidado. No corras riesgos estúpidamente.
—Prometido —afirma.
Ella se separa, examinando fijamente sus ojos.
—No te acuerdas de anoche, ¿verdad?
Él levanta las cejas e inclina la cabeza hacia un lado.
Ella sonríe.
—Después de eso. Estuviste hablando sobre tu madre. En sueños.
Alban parecía impresionado.
—¿En serio? Nunca hago eso.
—A no ser que haya alguna otra llamada Irene, o mamá.
—Jesús —exhala, desviando la mirada hacia el sendero que lleva hasta el invisible lago de mar. Luego la mira a ella—. Espera un momento. Recuerdo que me despertaste.
—Así es. —Asiente.
—Oh, vaya. —Él vuelve a apartar la mirada.
—En fin —le dice ella con un último beso—. Hasta el lunes por la mañana. Será mejor que entres a desayunar algo.
—Oye, escucha —espeta él, todavía cogiéndole la mano—. Si llueve mucho o simplemente lo piensas mejor, regresa. ¿De acuerdo? En cualquier momento. Nos escaparemos a una habitación del Inchnadamph si no podemos quedarnos aquí juntos, o Neil McBride y su esposa nos podrían alojar.
Ella se detiene y echa su cabeza hacia atrás, con las cejas levantadas.
—¿No prefieres estar aquí, con tu familia?
—Oye, podríamos allanar el ala norte con unos cuantos troncos y encender un fuego —le propone—. Mejor no. Tú vuelve si tienes que hacerlo. Si quieres hacerlo. No me hagas caso.
—Trato hecho —responde ella y, sonriente, extiende su mano para que se la bese. Entra en el Forester, lo arranca, y avanza a través del camino de gravilla, saludando con una mano desde la ventanilla. Él le responde, observando hasta que el coche desaparece tras la cortina de árboles.
Se da la vuelta y camina hacia el interior de la mansión.