De buenas a primeras, esta composición parece en todo semejante a la ⇒ octava.
Pese a ello Mercurio, o Hermes, en su huevo transparente, se levanta sobre la tierra de su nacimiento, que es ahora luminosa, como la diáfana substancia que constituye, según Savinien de Cyrano de Bergerac, la superficie ordinariamente inconcebible del sol. Es un verdadero placer leer lo que nos dice el filósofo con respecto a esta tierra sublimada que es la del matraz de Jacob Sulat y de las grandes llanuras del día, la que también es semejante a los copos de nieve ardiente.
El dios Mercurio, en lugar del pétaso habitual lleva, esta vez también, una suerte de bonete. Este tocado, horadado por dos ojos abiertos y flanqueado por alas desplegadas, toma así el aspecto de una lechuza en vuelo.
He aquí curiosamente manifestado, el conocimiento que simboliza el pájaro nocturno, consagrado a Minerva y encaramado sobre un vaso en el anverso de las monedas de Atenas. Ilimitado saber suministrado por el mercurio de los filósofos que no tiene la menor relación con el azogue o el mercurio del comercio. El de los sabios, en el grado de exaltación que ha conseguido aquí, se convierte en un verdadero y profundísimo espejo, fuente de reflexión del presente eterno e inmutable.