XI
LA ÚLTIMA PARTIDA

ROGER HALSTED mostraba una alegría apenas controlada cuando llegó al banquete mensual de los Viudos Negros. Desenrolló su bufanda (era una tarde fría y el suelo estaba cubierto por más de dos centímetros de nieve) y exclamó:

—¡Qué invitado les traje esta vez!

—Emmanuel Rubin le lanzó una mirada por encima de su whisky con soda y le dijo con tono malhumorado:

—¿Dónde estabas? Hasta Tom Trumbull llegó antes que tú para el aperitivo. Pensamos que querías eludir tus responsabilidades de anfitrión.

Halsted pareció ofendido, y su frente, como de costumbre, enrojeció gradualmente.

—Llamé al restaurante. Henry…

Henry distribuía las paneras cuidando que el pan preferido de Geoffrey Avalon quedara a la vista.

—Sí, señor Halsted —dijo—. Informé a los socios del club que usted llegaría un poco tarde. Me parece que el Sr. Rubin se está divirtiendo a sus expensas.

—¿Qué invitado? —preguntó Trumbull.

—Por eso llegué con retardó. Tuve que recogerlo en White Plains y está nevando con más fuerza por allá. Tuve que telefonear al restaurante desde una gasolinera.

—¿Y? ¿Dónde está? —preguntó Mario Gonzalo, vestido con más elegancia que nunca, con una chaqueta deportiva color castaño, camisa a rayas y corbata del mismo tono.

—Abajo, en el baño. Se llama Jeremy Atwood; tiene cerca de sesenta y cinco años. Y tiene un problema.

Desde su imponente altura, Avalon frunció sus cejas gruesas y entrecanas.

—He estado pensando en ese asunto precisamente, caballeros. El propósito original de los Viudos Negros consistía nada más que en comer y conversar. Ahora, en cambio, hemos llegado a un punto en que nunca falta un problema que nos preocupe y que trastorne nuestra digestión. ¿Qué sucederá cuando no podamos encontrar ninguno más? ¿Nos desbandaremos?

—Entonces volveremos a las conversaciones inútiles —dijo Gonzalo—. Siempre estará Manny…

La barba rala de Rubin tembló visiblemente.

—Nada de lo que yo digo carece de utilidad. Mario; Pero aunque no tuviera ningún propósito, siempre queda la vaga esperanza de que mis palabras sirvan para educarte. Para comenzar, puedo mostrarte por qué tu última pintura es totalmente mala.

—Dijiste que te gustaba… —dijo Mario frunciendo el ceño y cayendo en la trampa.

—Sólo por el alivio que sentí cuando dijiste que era tu último cuadro y sólo hasta que descubrí que querías decir que era el más reciente.

Pero el invitado de Halsted subía las escaleras en ese momento. Se movía más bien lentamente y parecía cansado. Halsted lo ayudó a sacarse el abrigo, y cuando se quitó el sombrero se vio que era casi totalmente calvo. Sólo le quedaba un borde de cabello cano.

—Señores —dijo Halsted—, les presento a mi invitado, Jeremy Atwood. Lo conocí por medio de uno de sus sobrinos, un profesor compañero mío. Señor Atwood, permítame presentarle al grupo.

Una vez hechas las presentaciones y luego de ofrecer a Atwood una copa de jerez, Henry anunció que la mesa estaba servida. Rubin miró con recelo.

—¿Esto tiene hígado? —preguntó.

—No tiene hígado, Sr. Rubin —dijo Henry—. Hoy tiene riñones.

—¡Dios mío! —dijo Rubin—, ¿y la sopa?

—Crema de puerros, Sr. Rubin.

—No me dan respiro, no me dan respiro —gruñó, y probó los riñones con cautela.

Los ojos de Drake tenían ese brillo que indicaba que creía estar tras la pista de algún colega químico.

—¿Qué enseña su sobrino, Sr. Atwood? —inquirió.

—Me parece que literatura inglesa. No lo frecuento mucho —repuso Atwood con un sorprendente tono de tenor.

—No lo critico —dijo Rubin en seguida—. Los profesores de literatura inglesa quizás hayan producido más analfabetos que todas las demás corrientes culturales espurias del mundo.

—Vea usted, Sr. Atwood —dijo Gonzalo, buscando su venganza—. Manny Rubin es un escritor cuyas obras nunca han sido analizadas por un profesor que se hallara sobrio en ese momento.

Trumbull habló en seguida para cortar la respuesta de Rubin.

—¿En qué trabaja usted, Sr. Atwood?

—Ahora estoy jubilado, pero soy ingeniero civil —dijo Atwood.

—No tiene por qué responder a ninguna pregunta ahora, Sr. Atwood. Vendrán con el postre —le explicó Avalon.

Resultó ser un consejo innecesario, ya que Rubin llevaba la ventaja y no tenía la menor intención de perderla. Con la sopa, que casi no probó, desarrolló la tesis de que el objetivo principal de los profesores de inglés en general, y de los profesores de literatura inglesa en particular, era el de encadenar al idioma inglés y hacer de la literatura un fósil descolorido.

Cuando llegó el plato principal —pato asado relleno—, Rubin estaba ya analizando las motivaciones de los profesores de inglés delincuentes, y decía que en el fondo provenían de una envidia acerba y cargada de odio hacia quienes habían podido, y actualmente podían, utilizar el idioma inglés como instrumento.

—Como Emmanuel Rubin, por ejemplo —dijo Gonzalo en un susurro que todo el mundo oyó.

—Como yo —dijo Rubin imperturbable—. Sé más gramática que cualquiera de los que se autotitulan profesores de inglés y he leído más literatura, y más cuidadosamente, que cualquiera de ellos. Lo que sucede es que yo no dejo que la gramática me ate ni que la literatura me obligue.

—Todos los que escriben disparates sin respeto por la gramática podrían decir lo mismo —dijo Avalon.

—Eso significaría algo —dijo Rubin, furioso—, sólo si tuvieras autoridad para afirmar que yo escribo disparates que atentan contra la gramática, Jeff.

Habiendo terminado el arroz —si bien dejó a un lado el relleno del pato asado—, Rubin comenzó una elocuente disertación sobre el daño que esos cultos delincuentes les infieren a las mentes jóvenes, y arremetió contra los otros cinco comensales cuando cada uno de ellos hizo alguna objeción, hasta que se sirvió el poire au vin y luego el café.

Halsted golpeó su copa de agua con la cuchara.

—Basta de gramática, Manny, basta. Ahora le corresponde a nuestro invitado —dijo.

—Y es por eso —dijo Rubin en un último arranque— que no colecciono las críticas, porque cualquiera de esos aficionados a la literatura inglesa que pierden el tiempo escribiendo críticas…

—Colecciona sólo las favorables —dijo Gonzalo—. Lo sé porque una vez me mostró su álbum de recortes… y estaba vacío.

Halsted insistió con una serie de golpecitos y finalmente dijo:

—Mi amigo Stuart —el sobrino del Sr. Atwood— mencionó por casualidad, hace un par de semanas, que su tío tenía un problema literario. Me interesó, naturalmente, por las razones que todos conocemos, y averigüé algo más, pero Stuart no estaba muy enterado. Entonces me puse en contacto con el señor Atwood y lo que él me contó fue suficiente para hacerme pensar que sería un invitado excelente para esta reunión. Y como me correspondía a mí traer un invitado, él aceptó amablemente venir.

Avalon carraspeó estentóreamente.

—Confío en que el señor Atwood sabe que puede ser interrogado en forma…

—Se lo expliqué cuidadosamente, Jeff —dijo Halsted—. También le expliqué que todo lo que aquí sucede es confidencial. Ocurre que el Sr. Atwood está bastante interesado en la solución de su problema y ansioso de que lo ayudemos.

Nuevas e iracundas arrugas aparecieron en el rostro oscuro de Trumbull.

—¡Maldición, Roger! No le habrás garantizado una solución, ¿no?

—No, pero tenemos un buen record —dijo Halsted, complacido.

—Está bien, entonces. Comencemos… ¡Henry! ¿Viene en camino el coñac…? ¿Quién interroga, Roger?

—¡Cómo! Pues tú, Tom.

Henry comenzó a servir cuidadosamente el coñac en las copas; pero cuando le llegó el turno a Atwood, éste levantó la mano en señal de tímida negativa y Henry lo saltó. Volviendo sus brillantes ojos azules hacia Trumbull, Atwood dijo:

—¿Voy a ser interrogado?

—Es sólo un modo de decir, señor. Estamos interesados en su problema literario. ¿Quisiera contarnos algo sobre eso, de la manera que usted prefiera? Haremos preguntas cuando nos parezca aconsejable, si usted lo permite.

—¡Oh, pueden hacerlas! —dijo Atwood alegremente. Sus ojos saltaban con rapidez de uno a otro—. Les advierto que no es un gran misterio, excepto que yo no lo entiendo.

—Bueno, puede ser que nosotros tampoco —dijo Gonzalo llevándose el coñac a los labios.

Drake, que estaba convaleciente de un resfrío y en consecuencia se veía obligado a fumar menos, aplastó de mala gana un cigarrillo a medio consumir.

—Nunca sabremos nada si no escuchamos de qué se trata —dijo, y se sonó con un pañuelo de un rojo subido que luego guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Quiere continuar, Sr. Atwood? —dijo Trumbull—. Y espero que el resto de ustedes se calle de una vez por todas.

Atwood cruzó las manos sobre el borde de la mesa como si estuviera nuevamente en la escuela, y habló con una monótona entonación. Recitaba.

—Se trata de mi amigo Lyon Sanders que era, como yo, ingeniero civil retirado. Nunca trabajamos juntos, realmente, pero fuimos vecinos durante casi un cuarto de siglo y éramos muy amigos. Yo soy soltero; él era viudo, sin hijos, y ambos llevábamos una vida que superficialmente podía parecer solitaria. Ninguno de nosotros era solitario, sin embargo, porque ambos teníamos un rincón confortable. Por mi parte, yo había escrito un texto sobre ingeniería civil que ha tenido cierto éxito, y por algunos años estuve preparando una historia bastante minuciosa, aunque informal, sobre mis experiencias en ese campo. Dudo de que alguna vez se publique, por supuesto, aunque si… Pero ése es otro asunto. Sanders era una persona mucho más agresiva que yo, más ruidoso, de voz más ronca y con un sentido del humor más bien grosero. Estaba hecho para el juego…

—¿Un entusiasta de los deportes? —interrumpió Rubin.

—No, no. Hablo de los juegos de salón. Creo que conocía todos los juegos de cartas que se han inventado y que los sabía jugar bien. Sabía jugar a todos los demás, también: a los que se juegan con tablero, con indicadores, con dados, cubiletes… A cualquier cosa. Era un maestro en Damas Chinas, en parchís, en chaquete, Monopolio, damas, ajedrez, etcétera. Ni siquiera puedo decirle todos los nombres de los juegos que él sabía. Leía libros sobre el tema y hasta inventaba juegos. Algunos eran ingeniosos y yo solía sugerirle que los patentara y los lanzara al mercado. Pero eso no era lo que él quería. Le interesaba entretenerse, solamente. Ahí es donde entro yo. Conmigo pudo pulir sus análisis.

—¿De qué modo? —preguntó Trumbull.

—Bien —prosiguió Atwood—; cuando dije que él sabía esos juegos no me refería al significado común de la palabra. Él los analizaba cuidadosamente, como si implicaran principios de ingeniería…

—Por supuesto —dijo Rubin de repente—. Cualquier juego que se precie de ser bueno puede ser analizado matemáticamente. Hay toda una especialidad denominada matemáticas recreativas.

—Lo sé —se las arregló para intervenir Atwood amablemente—, pero no creo que Sanders se dedicara a eso con el método ortodoxo. Nunca se ofreció a explicármelo y nunca me molesté en preguntárselo. Durante los últimos veinte años, nuestra costumbre de rutina fue pasar el fin de semana con los juegos, aplicando lo que se había aprendido durante la semana, porque a menudo él pasaba largo rato enseñándome. No por el deseo de enseñarme, según ustedes verán, sino simplemente para que el juego fuera más interesante para él al mejorar a su oponente. Solíamos jugar al bridge durante diez semanas seguidas, después continuábamos con la canasta y luego con cierto juego en el que yo tenía que adivinar números en los que él pensaba. Naturalmente, casi siempre ganaba él.

Drake observó un cigarrillo apagado como si esperara que se encendiera por sí solo.

—¿No lo deprimía eso a usted? —preguntó.

—En realidad, no. Era entretenido intentar ganarle, y a veces podía. Le ganaba lo suficiente como para mantener vivo su interés.

—¿Cree que él le dejaba ganar? —preguntó Gonzalo.

—Lo dudo. Mis victorias siempre le enfurecían o le entristecían, y lo llevaban a un frenesí de nuevos análisis. Creo que también disfrutaba un poco con ellas, porque cuando tenía una racha demasiado larga de victorias continuas comenzaba a enseñarme. Éramos muy amigos.

—¿Éramos? —preguntó Avalon.

—Sí —dijo Atwood—. Murió hace seis meses. No fue una gran sorpresa. Ambos lo veíamos venir. Por supuesto, lo extraño muchísimo. Los fines de semana están vacíos, ahora. Incluso extraño la forma pesada en que se burlaba de mí. Me provocaba constantemente. Nunca se cansaba de reírse de mí por ser abstemio, y nunca dejó de hacerme bromas por mi religión.

—¿Era ateo? —preguntó Gonzalo.

—No tanto. En realidad, ninguno de los dos iba a la iglesia muy a menudo. Lo que sucedía, simplemente, es que él había sido educado en una rama del protestantismo y yo en otra. Él decía que la mía era una religión ritualista y no encontraba nada más cómico que burlarse de los complicados detalles del ritual al que yo faltaba todos los domingos, en comparación con la simplicidad del ritual al que él faltaba, también, todos los domingos.

Trumbull frunció el ceño.

—Supongo que eso le molestaría a usted. ¿Nunca sentía ganas de burlarse a su vez de él?

—Nunca. Era su manera de ser, simplemente —dijo Atwood—. Tampoco tienen necesidad de pensar que la muerte del pobre Lyon fue en absoluto sospechosa. No es necesario buscar motivos de ese tipo. Murió a la edad de sesenta y ocho años, de ciertas complicaciones por una antigua aunque no grave diabetes. Había dicho que me dejaría algo en su testamento. Pensaba que moriría antes que yo y decía que me compensaría la paciencia de aceptar tantas derrotas. En realidad, yo estoy seguro de que lo hacía sólo por afecto, pero él habría sido el último en reconocerlo. No fue sino durante el año anterior a su muerte, al saber él que andaba mal, cuando eso comenzó a entrar en nuestras conversaciones. Naturalmente, yo protestaba de que ésa no era forma de hablar y que no hacía más que hacerme sentir incómodo. Pero en cierta ocasión se rió y me dijo: “No te la haré fácil, idólatra que te pasas la vida de rodillas”. Como pueden ver, el solo hecho de pensar en él me hace hablar como él solía hacerlo. No recuerdo si fue ése el nombre que me dio en esa ocasión, pero fue algo parecido. En todo caso, dejando a un lado los epítetos, lo que dijo fue: “No permitiré que ganes fácil. Jugaremos hasta el final”. Esto lo dijo en lo que terminó siendo su lecho de muerte. Yo era lo único que estaba, fuera del personal hospitalario que se movía alrededor de él impersonalmente. Tenía algunos parientes lejanos, pero ninguno de ellos lo visitó. Entonces, cuando ya atardecía y yo me estaba preguntando si no debía marcharme y volver al día siguiente, él volvió la cabeza hacia mí y me dijo con una voz que parecía normal: “La curiosa omisión en Alicia”. Yo, naturalmente, le pregunté: “¿Qué?”. Pero él se rió débilmente y dijo: “Es todo lo que te doy, viejo, todo lo que te doy”. Sus ojos se cerraron y murió.

—¡La clave de un moribundo! —dijo Rubín.

—¿Dijo que su voz era clara? —preguntó Avalon.

—Bastante clara —afirmó Atwood.

—¿Y lo oyó perfectamente?

—Perfectamente —dijo Atwood.

—¿Está seguro de que no dijo “La curiosa admisión de Wallace”?

—¿O “La furiosa decisión en Dallas”? —preguntó Gonzalo.

—Por favor, aún no he terminado —continuó Atwood—. Estuve presente cuando se leyó su testamento. Me pidieron que estuviera. También habían ido varios parientes lejanos que nunca visitaron al pobre Lyon. Estaban los primos y una joven bisnieta. Lyon no había sido realmente un hombre rico, pero legó algo a cada uno de ellos e hizo una donación a un viejo sirviente y otra a su colegio. Yo figuraba al final. Recibí diez mil dólares que habían sido depositados en una caja de seguridad a mi nombre y de la que me entregarían la llave cuando la pidiese. Cuando la lectura del testamento finalizó, le pedí al abogado la llave de la caja de seguridad. No tengo por qué negar que diez mil dólares me venían muy bien. El abogado dijo que debía dirigirme al banco en el que se encontraba la caja de seguridad. Si no lo hacía así en el lapso de un año a contar de aquella fecha, la donación quedaría nula y sería traspasada a otro. Pregunté, naturalmente, dónde se hallaba ubicado el banco, y el abogado dijo que, excepto que se encontraba en algún lugar dentro de los Estados Unidos, no sabía nada más. No poseía más información, fuera de un sobre que debía entregarme —según las instrucciones que le habían dado— y que él esperaba que me sirviera de algo. Tenía otro sobre para él, que debía ser abierto al cabo de un año si para entonces yo no había reclamado el dinero. Tomé mi sobre y sólo encontré en su interior las palabras que ya había escuchado de los labios de mi amigo moribundo: “La curiosa omisión en Alice”. Y así están las cosas en este momento.

—¿Me quiere decir que aún no ha recibido sus diez mil dólares? —preguntó Trumbull.

—Quiero decir que aún no he localizado el banco. Han pasado seis meses y aún restan otros seis.

—Puede ser que la frase sea un anagrama —arriesgó Gonzalo—. Quizá si cambia el orden de las letras surja el nombre del banco.

Atwood se alzó de hombros.

—Es una posibilidad en la que ya pensé. No recuerdo que Sanders haya jugado jamás a los anagramas, pero ya lo intenté. No logré nada útil.

Drake, que volvía a sonarse la nariz y al parecer se le estaba acabando la paciencia con tantos razonamientos meticulosos, dijo:

—¿Por qué no va, simplemente, a cada uno de los bancos en White Plains y pregunta si tienen la llave de una caja de seguridad a su nombre?

—Esas no son las reglas del juego, Jim —dijo Avalon severamente.

—Diez mil dólares no son ningún juego —dijo Gonzalo.

—Admito que sería hacer trampa si intentara solucionarlo al azar —dijo Atwood—, pero también debo reconocer que lo hice. Intenté en los bancos de varias localidades vecinas y asimismo en White Plains, pero no conseguí nada. No me sorprende, sin embargo. No era probable que los depositara cerca de casa. Tenía todo el país para elegir.

—¿Hizo algún viaje fuera de la ciudad el último año de su vida…, hacia la época en que comenzó a hablarle de su herencia? —preguntó Halsted.

—No creo —dijo Atwood—. Y no tenía por qué hacerlo, tampoco. Su abogado podía preocuparse de eso.

—Bien —dijo Trumbull—. Empecemos de otro modo. Usted ha tenido seis meses para pensar en esto. ¿A qué conclusiones ha llegado?

—En cuanto al mensaje en sí, a ninguna. Pero conocía bien a mi amigo. Cierta vez me dijo que la mejor manera de esconder algo era hacerlo por medio de la tecnología moderna. Cualquier documento, cualquier informe, cualquier conjunto de instrucciones pueden ser convertidos en microfilmes, de modo que un pequeñísimo pedazo de material de ese tipo, donde todo ha quedado impreso, puede esconderse en cualquier parte y no ser descubierto jamás, salvo por azar. Supongo que el mensaje me dice dónde encontrar el microfilme.

Rubin se encogió de hombros.

—Eso sólo nos cambia el foco del problema. En lugar de que el mensaje nos diga dónde está situado el banco, nos indica la ubicación del microfilme, pero aún nos queda la curiosa omisión.

—No creo que sea lo mismo —dijo Atwood, pensativamente—. Puede ser que el banco esté a cientos de kilómetros de distancia, pero el microfilme o el trozo de papel común muy fino, según yo creo, puede estar a mi alcance. Pero aunque esté a mi alcance, quizá se trate también de cientos de kilómetros. Pobre Lyon —suspiró—, me temo que también ganará esta partida.

—Si le analizamos el problema y logramos solucionarlo, Sr. Atwood, ¿seguirá sintiendo que hizo trampa? —preguntó Trumbull.

—¡Oh, sí! —dijo Atwood—. Pero me sentiría muy contento de tener los diez mil dólares, de todos modos.

—¿Tienes alguna idea respecto del significado del mensaje, Tom? —preguntó Halsted.

—No —respondió Trumbull—; pero sí, como dice el Sr. Atwood, estamos buscando un mensaje pequeñísimo en un lugar cercano y accesible, y si suponemos que Sanders jugó limpio, entonces quizá pueda continuar con algunas eliminaciones… ¿A quién legó él su casa. Sr. Atwood?

—A un primo, que ya la vendió.

—¿Qué se hizo de lo que contenía? Seguramente Sanders tenía libros, juegos de todos los tipos, muebles …

—La mayor parte se remató.

—¿Algo de eso quedó para usted?

—El primo fue lo suficientemente amable como para ofrecerme lo que yo quisiera de ese material, ya que no era intrínsecamente valioso. No acepté nada. No soy aficionado a coleccionar.

—¿Sabía eso su viejo amigo?

—¡Oh, sí! —Atwood rebulló incómodo—. Señores, he tenido seis meses para pensar en esto. Me doy cuenta de que Sanders no pudo haber escondido el filme en su propia casa, ya que la había legado a otro y sabía que yo no tendría ninguna oportunidad de registrarla. Tuvo muchísimas oportunidades de esconderlo en la mía, puesto que él me visitaba tan a menudo como yo a él. Es ahí donde yo creo que está.

—No necesariamente —dijo Trumbull—. Tal vez haya tenido la certeza de que usted pediría algunos de sus libros favoritos, ciertos recuerdos.

—No —dijo Atwood—. ¿Cómo podía estar seguro de que yo los pediría? Me los habría legado en su testamento.

—Eso lo habría descubierto —dijo Avalon—. ¿Está seguro de que nunca hizo ninguna alusión a que usted se llevara algo? ¿O que no le regaló algo cómo por casualidad?

—No —dijo Atwood sonriendo—. No tienen idea de lo impropio de Sanders que eso habría sido. Les repito. He pensado que, como me dio un año para encontrarlo, debe de haberse sentido bastante confiado de que eso permanecería en su lugar durante ese lapso. No es probable que formara parte de algo que yo pudiera tirar, vender o perder fácilmente.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Es muy posible que lo haya pegado a la moldura de una pared, en algún lugar debajo de algún mueble pesado, adentro de la heladera, en esa clase de lugares —dijo Atwood.

—¿Ha mirado? —preguntó Gonzalo.

—¡Oh, sí! Este jueguito me ha tenido ocupado. He pasado buena parte de mi tiempo libre revisando molduras, bajo la superficie de los muebles, en los cajones y dentro de muchas otras cosas. He pasado horas en el sótano y en la buhardilla.

—Es obvio que no ha encontrado nada —dijo Trumbull—, o no estaríamos hablando de esto ahora.

—No, no lo he encontrado, pero eso no quiere decir nada. Lo que estoy buscando puede ser algo tan pequeño que sea apenas visible. Y es probable que sea así. Quizás haya estado mirándolo, directamente y no lo haya visto. A menos que yo supiera que estaba en ese lugar y estuviera de algún modo preparado para verlo, podría no haberlo visto. ¿Me entienden?

—Lo cual nos hace volver al mensaje —dijo Avalon pesadamente—. Si lo entendiera sabría a dónde mirar y lo vería.

—¡Ah! —dijo Atwood—. Sí lo entendiera.

—Bien, me parece que la palabra clave es “Alicia” —dijo Avalon—. ¿Tiene algún significado personal ese nombre para usted? ¿Es el nombre de alguien a quien ambos conocían? ¿El nombre de la difunta esposa de Sanders, por ejemplo? ¿El sobrenombre de algún objeto? ¿Alguna broma entre ustedes dos?

—No. Nada de eso.

Avalon sonrió y al hacerlo mostró una dentadura pareja bajo su elegante bigote apenas gris.

—Entonces yo diría que “Alicia” debe de referirse a la Alicia que sin duda es la más famosa para la humanidad: Alicia en el país de las Maravillas.

—Por supuesto —dijo Atwood, claramente sorprendido—. Eso es lo que hace que sea un enigma literario, y fue eso lo que me hizo recurrir a mi sobrino, que enseña literatura inglesa. Desde el comienzo supuse que era una referencia al clásico de Lewis Carroll. Sanders era un admirador de Alicia. Poseía una colección de diferentes ediciones del libro y tenía reproducciones de las ilustraciones de Tenniel por toda la casa.

—No nos había dicho eso —protestó Avalon dolorido.

—¿No? Lo siento. Es una de esas cosas que conozco tan bien que de algún modo creo que todo el mundo la conoce.

—Tuvimos que haberlo supuesto —dijo Trumbull dejando caer las comisuras de los labios—. En el libro, Alicia tiene algo que ver con un mazo de naipes.

—Siempre es bueno tener toda la información pertinente —dijo Avalon con obstinación.

—Está bien —dijo Trumbull—. Esto nos lleva a la curiosa omisión en Alicia en el País de las Maravillas… ¿Y cuál es esa curiosa omisión? ¿Tiene usted alguna idea respecto a eso, Sr. Atwood?

—No —dijo Atwood—. Leí Alicia cuando niño y no había vuelto a abrir el libro hasta que surgió lo del testamento, por supuesto. Debo admitir que nunca me pareció una obra encantadora.

—¡Dios mío! —dijo Drake por lo bajo.

Atwood lo oyó, porque volvió rápidamente la cabeza hacia él.

—No niego que puede tener encanto para otros, pero yo nunca he encontrado divertidos los juegos de palabras. No me sorprende que Sanders admirara el libro, sin embargo. Su sentido del humor era bastante tosco y primitivo. Sea como fuere, el libro me disgustaba y a eso se agregó la molestia de tener que detectar una omisión. No tenía deseos de estudiar el libro tan atentamente. Esperaba que mi sobrino me ayudara.

—¡Un profesor de literatura! —dijo Rubin, burlonamente.

—¡Cállate, Manny! —dijo Trumbull—. ¿Qué dijo su sobrino, Sr. Atwood?

—En realidad —respondió Atwood—, el Sr. Rubin tiene razón. Mi sobrino estaba totalmente confundido. Dijo que en la versión original de la historia había unos pocos pasajes que el mismo Lewis Carroll había escrito sin cortes y que no aparecían en la versión final publicada. Resulta que una edición de la versión original apareció recientemente. Obtuve un ejemplar y lo revisé. No encontré nada que me pareciera significativo.

—Escuchen —dijo Gonzalo—. Henry dice siempre que donde nos equivocamos es al volvernos demasiado complejos. ¿Por qué no examinamos el mensaje? Dice: “La curiosa omisión en Alicia”. Quizá no tengamos que estudiar el libro. Hay una omisión curiosa en el mismo mensaje. El título del libro no es Alicia. Es Alicia en el País de las Maravillas.

Avalon emergió de su dolorido silencio lo suficiente como para decir:

—Es Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, si deseas ser exacto.

—Muy bien —dijo Gonzalo—. Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Entonces deberíamos concentrarnos en el resto del título, que está omitido en el mensaje… ¿No es así, Henry?

Henry, parado silenciosamente cerca del aparador, dijo:

—No hay duda de que es una observación interesante, Sr. Gonzalo.

—¡Qué va a ser interesante! —dijo Trumbull—. ¿Qué tiene de curioso? Es una omisión por conveniencia. Mucha gente dice Alicia.

—Aparte de eso —dijo Halsted—, incluso no veo qué podría significar Aventuras en el País de las Maravillas. No es más útil que el mensaje original. Esta es la idea que yo tengo. Alicia en el país de las Maravillas —perdona, Jeff, Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas— contiene versos, la mayoría de los cuales son parodias de poesías respetadas de la época…

—Bastante malas —dijo Rubin.

—Eso está fuera de la cuestión, No son parodias perfectas, sin embargo. Faltan algunos versos. Por ejemplo, Alicia recita un poema que comienza: “Cómo hace el pequeño cocodrilo”, y que es una parodia del horrible poema de Isaac Watt que dice: “Cómo hace la hacendosa abejita”, aunque no sé si ése es el título original del poema. Alicia recita sólo dos estrofas y estoy seguro de que el poema de Watt tiene por lo menos cuatro. Quizá la respuesta se halle en los versos del original que faltan.

—¿Es ésa una curiosa omisión? —preguntó Trumbull.

—No sé. No recuerdo la versión original excepto el primer verso, pero deberíamos investigarla… Los otros originales de las parodias deberían ser revisados también.

—Lo haré con mucho gusto —dijo Atwood cortésmente—. Ese punto no se me había ocurrido.

—Creo que todo eso es un montón de tonterías —dijo Drake—. El mensaje se refiere a una curiosa omisión en Alicia. Creo que se refiere a Alicia en sí y no a una fuente exterior.

—No puedes estar seguro de eso —protestó Halsted.

—Sí, pero de eso se trata —dijo Trumbull—. Me parece que si encontramos la respuesta correcta, sabremos en seguida que estamos en lo cierto, pero que si encontramos algo que sólo pone al descubierto otro misterio, nos equivocamos.

—Bueno, a mi no se me ocurre nada más —dijo Avalon—. ¿Le preguntamos a Henry? —Atwood pareció sorprendido y Avalon continuó—. Tiene que saber, Sr. Atwood, que Henry, cuyo placer parece ser trabajar para nosotros, tiene la facultad de ver más allá de las complicaciones.

—Eso es lo que yo intenté hacer —dijo Gonzalo— y ustedes me hicieron callar… ¿No es cierto, Henry, que la respuesta radica en el título completo del libro?

Henry sonrió pesaroso y dijo:

—Señores, no deben cargar sobre mis hombros más peso del que pueden soportar. No conozco el libro muy bien, aunque lo leí, por supuesto. Para entender yo el significado de la adivinanza, ésta tiene que ser muy simple.

—Si fuera tan simple —dijo Atwood—, ya lo habríamos descubierto.

—Quizá —dijo Henry—. Sin embargo, me parece que tiene que ser simple. Indudablemente que su amigo Sanders deseaba que usted recibiera su legado. Lo disfrazó de juego y lo transformó en un torneo porque era su forma de ser, pero debe de haber querido que usted ganara.

Atwood asintió con la cabeza.

—Creo que sí.

—Entonces busquemos algo muy simple, algo que él haya pensado que usted vería seguramente, pero lo suficientemente sutil como para hacer que el juego fuera interesante. Como dije, no conozco el libro muy bien, de modo que tendré que hacer algunas preguntas.

Avalon carraspeó.

—Yo conozco el libro Alicia bastante bien, Henry. Responderé a sus preguntas.

—Muy bien, señor. El Sr. Trumbull dijo que en Alicia en el País de las Maravillas se mencionaba un mazo de naipes, y yo recuerdo —por la versión de dibujos animados de Disney, principalmente— que la Reina de Corazones gritaba una vez tras otra: “Fuera la cabeza”.

—Sí, —dijo Avalon—. Un Enrique VIII femenino. El Rey de Corazones y la Sota de Corazones también participaban.

—¿Alguna otra carta?

—Se los menciona a todos —dijo Avalon—. Los corazones son la familia real, los bastos son los soldados, los oros son los cortesanos, las espadas son los jornaleros. En el libro, tres de las espadas hablan: el dos, el cinco y nueve… ¿Está de acuerdo conmigo, Atwood?

—Sí —dijo Atwood sombrío—. Lo tengo fresco en la memoria.

—Sospecho que Henry va a preguntar si falta alguna de las cartas en el libro —dijo Trumbull—. Sólo unas pocas están mencionadas específicamente.

—Las seis que ya nombré —dijo Avalon—: EL Rey, la Reina y la Sota de Corazones; el dos, el cinco y el nueve de espadas.

—¿Y qué? —dijo Trumbull—. Se mencionó sólo las necesarias y el resto figura en segundo plano en la historia. No hay nada “curioso” en eso. Insisto en respetar la palabra “curioso”.

Henry asintió y luego preguntó:

—¿Es usted episcopal, Sr. Atwood?

—Fui educado en esa religión. ¿Por qué me pregunta?

—Usted dijo que el Sr. Sanders se burlaba de su inclinación por la devoción ritualista, y además dijo ser protestante. Relacioné esas dos cosas y pensé que podía ser usted de la religión episcopal… ¿Tiene un tablero de ajedrez, Sr. Atwood?

—¡Por supuesto!

—¿Suyo? ¿O era un regalo del Sr. Sanders?

—¡Oh, no; mío! Un tablero bastante hermoso que perteneció a mi padre. Sanders y yo jugamos más de una partida en él.

Henry asintió.

—Se lo pregunto porque me parece que hemos estado hablando de Alicia en el País de las Maravillas sin mencionar que hay una continuación.

En el País del Espejo —dijo Avalon—. Sí, claro.

—¿Podría ser que también éste estuviera incluido en la palabra Alicia?

—Por supuesto —afirmó con la cabeza Avalon—. En realidad, el título completo es En el País del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí, de modo que tiene tanto derecho a que se le llame Alicia como el otro.

—Y En el País del Espejo ¿no trata sobre ajedrez?

—Totalmente cierto —dijo Avalon con suavidad, recobrado ya su buen humor por el papel de verdadero experto que desempeñaba—. Las Reinas Blanca y Negra son personajes importantes. El Rey Blanco dice algunas palabras, pero el otro duerme bajo un árbol.

—¿Y hay caballos, también?

—El Caballo Blanco —dijo Avalon asintiendo con la cabeza— sostiene una batalla contra el Caballo Negro y luego acompaña a Alicia hasta el último cuadrado del tablero. Es el personaje más amable en ambos libros y el único que parece querer a Alicia. Se piensa generalmente que es un autorretrato de Carroll.

—Sí, sí —dijo Trumbull displicentemente—. ¿A dónde quiere llegar, Henry?

—Estoy buscando omisiones. Creo que al comienzo del libro hay una referencia a un peón blanco.

—Creo que no ignora usted tanto esos libros como dice, Henry. Hay una referencia a un peón blanco llamado Lily, en el primer capítulo. La misma Alicia representa el papel de un peón blanco, también, y al final es ascendida a reina blanca.

—¿Y torres? —dijo Henry.

Avalon frunció el ceño en silencio por un momento y luego sacudió la cabeza.

—Se las menciona —intervino Atwood—. Créanme; conozco esos estúpidos libros casi de memoria. En el Capítulo I, Alicia entra en la casa del Espejo, ve las piezas de ajedrez caminando por aquí y por allá, y se dice a sí misma: “y aquí van dos castillos caminando del brazo”. Los castillos, por supuesto, son las torres.

—Ya tenemos, entonces, el Rey, la Reina, la Torre, el Caballo y el Peón —dijo Henry—. Pero hay una sexta pieza, el Alfil. ¿Desempeña algún papel en el libro o por lo menos se lo menciona?

—No —dijo Avalon.

—En el primer capítulo —intervino Atwood— hay ilustraciones que muestran a dos alfiles.

—Eso es obra de Tenniel —dijo Henry—, no de Carroll. ¿No es una curiosa omisión la total ausencia de alfiles?

—No sé —dijo Avalon, lentamente—. Quizá Lewis Carroll, que era un intransigente victoriano, temiera ofender a la Iglesia.

—¿No es curioso que llegara a esos extremos para evitar ofenderla?

—Bueno, ¿y si lo fuera? —preguntó Halsted.

—Creo que sería bueno que el Sr. Atwood revisara los cuatro alfiles de su juego —dijo Henry—, un juego que el Sr. Sanders sabía que él quería y que no podía vender, ni regalar ni perder. Probablemente encuentre el trozo de filme. Si la cabeza se desprende, debería mirar en su interior. Si la cabeza no se desprende, arranque el pedazo de fieltro que hay en la base.

Hubo un silencio incómodo.

—Creo que es algo exagerado, Henry —dijo Trumbull.

—Quizá no, señor —dijo Henry—. El Sr. Sanders, según se dijo repetidamente, era un hombre de gran sentido del humor, que se burlaba constantemente del Sr. Atwood por su religión. Quizás ese mensaje final sea su manera de continuar la burla. Usted es episcopal, Sr. Atwood, y supongo que conoce lo que la palabra significa.

—Viene del griego y significa obispo —dijo Atwood, casi atragantado.

—Imagino, entonces —dijo Henry—, que el Sr. Sanders habrá encontrado cómico esconder el mensaje en un alfil[7].

Atwood se puso de pie.

—Creo que sería mejor que me fuera a casa —dijo.

—Yo lo llevaré —dijo Halsted.

—Creo que dejó de nevar, pero conduzcan con cuidado —les aconsejó. Henry.