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LA MELODÍA DEL INCONSCIENTE

ENTRE LOS Viudos Negros era de conocimiento público que Geoffrey Avalon había servido como oficial durante la Segunda Guerra Mundial y que había alcanzado el grado de mayor. Nunca había participado activamente en batallas, por lo que ellos sabían, y jamás hablaba de sus experiencias de guerra. La rigidez de su postura, sin embargo, parecía hecha para un uniforme, de modo que nadie se sorprendió al saber que en otros tiempos había sido el Mayor Avalon.

Por lo tanto, cuando entró en la sala de banquetes con un oficial del ejército como invitado, pareció algo perfectamente natural. Y cuando dijo: “Este es un viejo amigo, el Coronel Samuel Davenheim”, todo el mundo lo saludó cordialmente sin que nadie alzara una ceja. Un compañero del ejército de Avalon era un compañero del ejército de todos ellos.

Incluso Mario Gonzalo, que había servido por poco tiempo en el ejército al final de la década del cincuenta y que era conocido por sus acerbas opiniones respecto de los oficiales, fue bastante amable y en seguida se encaramó en una de las mesas y comenzó su caricatura. Avalon miraba de vez en cuando sobre el hombro de Gonzalo, como para asegurarse de que el artista de los Viudos Negros no coronara la cabeza del coronel con un par de orejas de burro.

Habría sido totalmente inapropiado que Gonzalo lo hiciera, porque Davenheim daba la cabal impresión de poseer una clara inteligencia. Su rostro, redondo y un poco regordete, se destacaba aún más por un corte de pelo fuera de moda, corto arriba y al ras más abajo. Sus labios se curvaban fácilmente en una sonrisa amistosa, su voz era clara y sus palabras entusiastas.

—Jeff me ha descrito a cada uno de ustedes —dijo— porque, como ustedes seguramente saben, es un hombre metódico. Debería poder identificarlos a todos ustedes. Por ejemplo, usted es Emmanuel Rubin, pues es bajo, tiene lentes gruesos, barba escasa…

—Rala —dijo Rubin sin ofenderse—. Rala, la llama generalmente Jeff, porque la suya es densa; pero nunca he descubierto que la exuberancia del vello facial implique…

—Y además es conversador —dijo Davenheim, firmemente, imponiéndose con la tranquila autoridad de un coronel—. Y es escritor… Usted es Mario Gonzalo, el artista. Ni siquiera necesito su descripción ya que está dibujando… Roger Halsted, matemático, parcialmente calvo, el único miembro que no tiene una espesa cabellera, de modo que es fácil… James Drake o, más bien, el doctor James Drake…

—Todos somos doctores en virtud de nuestra condición de Viudos Negros —intervino Drake a través del humo de su cigarrillo.

—Tiene razón, y Jeff me lo explicó. Usted es el doctor doctor Drake, porque huele a tabaco a cinco metros de distancia.

—Bueno, Jeff sabrá —dijo Drake filosóficamente.

—Y Thomas Trumbull —continuó Davenheim—, porque tiene el ceño fruncido y por eliminación… ¿Los nombré a todos?

—Sólo a los miembros —dijo Halsted—. Se olvidó de Henry, que es el más importante.

Davenheim miró alrededor, sorprendido.

—¿Henry?

—El camarero —recordó Avalon, sonrojándose y con la vista clavada en su copa—. Lo siento, Henry, pero no sabía qué decirle al coronel Davenheim sobre usted. Decirle que es el camarero es ridículamente insuficiente, y decirle algo más habría puesto en peligro el principio de secreto entre los Viudos Negros.

—Entiendo —dijo Henry amablemente—. Pero creo que sería conveniente servirle algo al coronel. ¿Qué le agradaría, coronel?

Por un momento, el coronel pareció desconcertado.

—¡Ah!, ¿quiere decir qué bebo? No, gracias, no bebo.

—¿Un ginger ale, quizá?

—Muy bien. —Davenheim intentaba claramente encontrar alguna respuesta—. Eso me gustaría.

—La vida de un no bebedor es difícil —dijo Trumbull sonriendo.

—Siempre lo fuerzan a uno a aceptar algo húmedo —dijo Davenheim, haciendo una mueca—. Nunca he podido adaptarme a eso.

—Haga que le pongan una cereza en el ginger ale —sugirió Gonzalo—. O, mejor aún, sírvase agua en una copa de coctel, luego agréguele una aceituna y cambie el agua periódicamente. Todo el mundo lo admirará como a un hombre que puede beber mucho. Aunque, francamente, nunca he conocido a un oficial que pudiera…

—Creo que vamos a comer —dijo Avalon rápidamente, mirando su reloj.

—¿Quieren sentarse, caballeros? —dijo Henry, colocando una de las paneras directamente frente a Gonzalo como para sugerir que utilizara la boca para ese propósito.

Gonzalo tomó un panecillo, lo partió, le puso manteca a una de las mitades y dijo con voz apagada:

—Evitemos pillar una buena borrachera después de beber un aperitivo, —pero nadie lo escuchaba.

Rubin, sentado entre Avalon y Davenheim, preguntó:

—¿Qué clase de soldado era Jeff, coronel?

—Condenadamente bueno —respondió Davenheim gravemente—, pero no tuvo gran oportunidad de destacarse. Ambos estábamos en la parte legal, que implicaba trabajo de oficina. La diferencia es que él tuvo el suficiente sentido común para retirarse después que la guerra terminó. Yo no.

—¿Quiere decir que todavía está trabajando en asuntos legales dentro del ejército?

—Así es.

—Bueno, yo ansío el día en que la ley militar esté tan caduca como la ley feudal.

—Yo también —dijo Davenheim tranquilamente—. Pero eso no ha sucedido todavía.

—No —dijo Rubin—, y si usted…

—¡Maldita sea, Manny! —interrumpió Trumbull—. ¿No puedes esperar a que llegue el momento del interrogatorio?

—Sí —dijo Avalon, tosiendo estentóreamente—; podríamos dejar que Sam termine de comer para hacerlo marchar.

—Si la ley militar —dijo Rubin— aplicara las mismas consideraciones a aquellos…

—¡Después! —rugió Trumbull.

Rubin lo miró indignado a través de sus gruesos lentes, pero se resignó.

—No estoy nada satisfecho con mis versos del quinto canto de la Ilíada —intervino Halsted, tratando evidentemente de cambiar de tema.

—¿Sus qué? —preguntó Davenheim, intrigado.

—No le preste atención —dijo Trumbull—. Roger insiste en amenazarnos con hilvanar cinco versos repugnantes por cada canto de la Ilíada.

—Y de la Odisea —añadió Halsted—. El inconveniente con el canto quinto es que trata principalmente de las hazañas del héroe griego Diomedes, y creo que debo hacerlo rimar. Estuve trabajando en esto durante meses.

—¿Es por eso que nos hemos salvado de tus versos las dos últimas sesiones? —preguntó Trumbull.

—Ya tengo una y estaba listo para leerla hace tiempo, pero no estoy totalmente satisfecho con ella.

—Entonces entraste a formar parte de la gran mayoría —replicó Trumbull.

—El asunto —dijo Halsted lentamente— es que tanto “Diomedes” como su legítima variante “Diomede” no riman bien con nada. “Diomedes” rima con “Nicomedes” y “Diomede” con “concede”. ¿Y de qué sirven uno u otro?

—Llámalo Tideido —dijo Avalon—. Homero usaba frecuentemente el patronímico.

—¿Qué es un patronímico? —preguntó Gonzalo.

—Un nombre derivado del padre o de un antecesor, que es la traducción literal de la palabra —dijo Halsted—. El padre de Diomedes fue Tideo. ¿Crees que no he pensado en eso? Rima con “video”, lo que como comprenderán no corresponde a la época.

—¿Qué te parece “ni veo”? —preguntó Rubin.

—¿O “fideo”? —dijo Drake.

—Muy gracioso —admitió Halsted—, pero aquí va:

Grande en coraje y en pericia, avezado,

A la lucha ha entrado el bravo Diomede.

Ha sido así como a los dioses se ha enfrentado

Hiriendo a Ares el amante de la guerra

Que en malhadadas condiciones queda, más morir no puede.

Avalon sacudió la cabeza.

—Ares fue herido levemente. Tuvo fuerza suficiente como para subir rugiendo hasta el Olimpo.

—Debo admitir que no estoy satisfecho —dijo Halsted.

—¡Unánime! —dijo Trumbull.

—¡Ternera a la parmesana! —dijo Rubin entusiastamente, pues con su acostumbrada agilidad Henry ya estaba colocando los platos frente a cada comensal.

Después de haber dedicado considerable tiempo a la ternera, el coronel Davenheim dijo:

—No lo pasan mal aquí, ¿eh, Jeff?

—¡Oh, hacemos lo que podemos! —dijo Avalon—. El restaurante nos cobra en la misma proporción, pero como es sólo una vez al mes …

Davenheim atacó con bríos con su tenedor mientras decía:

—Dr. Halsted, usted es matemático…

—Enseño matemáticas a chicos desganados, que no es precisamente lo mismo.

—¿Por qué, entonces, escribe versos humorísticos sobre los poemas épicos?

—Precisamente porque no es matemáticas, coronel. Es un error pensar que porque un hombre tiene una profesión que lleva un nombre todos sus intereses deben corresponder a ese mismo nombre.

—No quise ofenderlo —dijo el coronel.

Avalon se quedó mirando su plato totalmente limpio e hizo a un lado, con aire pensativo, su copa llena a medias.

—En realidad —dijo—, Sam sabe lo que es tener un hobby intelectual. Es un excelente especialista en fonética.

—¡Oh, vaya! —dijo Davenheim con torpe modestia—. Soy un aficionado.

—¿Eso quiere decir que puede contar chistes imitando su acento? —preguntó Rubin.

—Cualquier acento que usted desee, dentro de límites razonables. Pero no sé contar chistes, ni siquiera en mi acento natural.

—No importa —dijo Rubin—. Prefiero oír un mal chiste con un buen acento que un buen chiste con un acento que no suena bien.

—Entonces ¿cómo se explica que te rías de tus propios chistes cuando fallan en ambos aspectos? —se burló Gonzalo.

Davenheim habló rápidamente para cortar la respuesta de Rubin.

—Me han sacado del tema —dijo, y se inclinó hacia un lado para permitir que Henry colocara frente a él una porción de torta de ron—. Lo que quise decir, Dr. Halsted —muy bien, Roger—, es que quizás usted busque en los clásicos un cambio para sacarse de la cabeza algún complicado problema matemático. Luego, mientras su consciente busca rimas, su inconsciente…

—Lo extraño de esto —dijo Rubin, aprovechando para intervenir— es que resulta. No ha habido nunca un argumento frustrante que no pueda resolver yendo al cine. No me refiero a ver una buena película, que realmente me absorbe. Me refiero a las malas, a ésas que ocupan mi conciencia lo suficiente como para permitir que mi inconsciente se exprese libremente. Las películas de acción de espionaje son las mejores.

—Nunca he podido seguir el argumento de esas películas aunque les preste atención —dijo Gonzalo.

—Y sin embargo están hechas para la mente de un chico de doce años —dijo Rubin, devolviendo el golpe finalmente.

Henry sirvió el café mientras Davenheim decía:

—Estoy de acuerdo con lo que dice Manny. Pienso que un día dedicado a la fonética es a veces la mejor manera de contribuir al problema en que uno está empeñado. Pero ¿no hay además otro aspecto? Resulta fácil ver que cuando el consciente está ocupado, dejamos al inconsciente libre para hacer lo que desea ocultamente. Pero ¿permanece oculto? ¿No puede ser que aparezca en la superficie? ¿No podría ser que se haga visible y audible, si no para la misma persona —para la persona que está pensando—, por lo menos para otros?

—¿Qué es lo que quiere decir exactamente, coronel? —preguntó Trumbull.

—Dejemos las formalidades y llamémonos todos por el nombre —dijo Davenheim—. Llámeme Sam. Lo que quiero decir es esto. Suponga que Manny está elaborando un argumento sobre un veneno indetectable …

—¡Jamás! —dijo Rubin enérgicamente—. Las tarántulas están fuera de moda, y también los hindúes místicos y lo sobrenatural. Todo eso es romanticismo del siglo diecinueve. No estoy seguro de que incluso el misterio del cuarto cerrado no haya pasado a ser un tema …

—Sólo es un ejemplo —dijo Davenheim, que se había sentido momentáneamente incapaz de parar la marea—. Luego se dedica a hacer otras cosas para dejar funcionar a su inconsciente, y en lo que a usted respecta podría jurar que ha olvidado el misterio completamente, que no está pensando en eso, que se le ha borrado completamente. Después, en el momento de llamar un taxi, usted grita: “¡Tóxico! ¡Tóxico!”.

—Eso me parece rebuscado y no lo acepto —dijo Trumbull, pensativo—, pero comienzo a entender. Jeff, ¿trajiste a Sam aquí porque tiene algún problema?

Avalon se aclaró la garganta.

—Realmente, no. Lo invité el mes pasado por muchas razones… la más importante de ellas es que pensaba que a ustedes les gustaría. Pero anoche se quedó en casa y… ¿Puedo contarles, Sam?

Davenheim se encogió de hombros.

—Este lugar es tan cerrado como una tumba, según dijiste.

—Totalmente —dijo Avalon—. Sam conoce a mi mujer casi tanto tiempo como yo, pero dos veces la llamó Farber en lugar de Florence.

Davenheim sonrió, forzadamente.

—Mi inconsciente que intenta salir a la superficie. Podría haber jurado que lo había olvidado.

—No te dabas cuenta —dijo Avalon, y se volvió hacia los otros—. Yo no lo noté. Florence, sí. La segunda vez, ella dijo: “¿Cómo me estás llamando?”. Y él dijo: “¿Qué?”. “Me has llamado varias veces, Farber”, repuso ella. Y Sam se quedó atónito.

—En todo» caso —dijo Davenheim—, no es mi inconsciente lo que me preocupa. Es el de él.

—¿El de Farber? —preguntó Drake, apagando la colilla de su cigarrillo con sus dedos manchados.

—El del otro —dijo Davenheim.

—Ya es casi la hora del coñac, de todos modos, Jeff —dijo Trumbull—. ¿Quisieras interrogar a nuestro estimado invitado o quieres que lo haga algún otro?

—No creo que necesite ser interrogado —dijo Avalon:—. Quizá nos diga simplemente lo que le preocupa a su inconsciente mientras su consciente se distrae.

—No creo que quiera hacer eso —dijo Davenheim sombríamente—. Es más bien un asunto delicado.

—Tiene mi palabra —dijo Trumbull— de que todo lo que aquí se dice permanece en el secreto más absoluto. Estoy seguro de que Jeff ya se lo ha dicho. Y eso incluye a nuestro estimado Henry. Además, no necesita entrar en detalles, por supuesto.

—No puedo utilizar nombres falsos, sin embargo, ¿no es así?

—No, si es que Farber es nombre verdadero —dijo Gonzalo sonriendo.

—Bueno, ¡qué diablos! —suspiró Davenheim—. En realidad no es una gran historia y puede ser que no sea nada, nada en absoluto. Tal vez esté sumamente equivocado. Pero si no estoy equivocado, será una vergüenza para el ejército y caro para el país. Casi he deseado estar equivocado, pero me he comprometido de tal manera que si estoy equivocado podría estropear para siempre mi carrera. Sin embargo, no me falta mucho para retirarme.

Por un momento pareció perdido en sus pensamientos, y luego dijo ferozmente:

—No, quiero tener razón. Aunque sea vergonzoso, esto tiene que detenerse.

—¿Está detrás de alguna traición? —preguntó Drake.

—No, no en el más estricto sentido de la palabra. Casi desearía que así fuese. Una traición puede contener una inmensa dignidad. A menudo un traidor es sólo el otro lado de la moneda de un patriota. Un traidor para un hombre puede ser un mártir para otro. No estoy hablando del que se deja comprar por centavos. Me refiero al hombre que cree que está sirviendo a una causa superior a su país y que no aceptaría un centavo por los riesgos que corre. Entendemos esto perfectamente cuando se trata de los traidores del enemigo. Los hombres, por ejemplo, a quienes Hitler consideraba…

—¿No se trata de traición, entonces? —preguntó Trumbull un poco impaciente.

—No. Simplemente corrupción. Podrida y hedionda corrupción. Una banda de hombres… de soldados, y siento decirlo, de oficiales, probablemente oficiales de alta graduación… dedicados a robarle un poco al Tío Sam.

—¿Y eso no es traición? —interrumpió Rubin—. Nos debilita y salpica de lodo al ejército. Los soldados que piensan tan poco en su país como para robarle, es difícil que piensen mucho en morir por él.

—Si de eso se trata —dijo Avalon—, la gente pone sus sentimientos y sus acciones en diferentes casillas. Resulta bastante posible robarle al Tío Sam hoy y morir por él mañana, y ser en ambos casos totalmente sincero. Más de un hombre que normalmente engaña a la tesorería de la Nación evadiendo más de la mitad de sus impuestos, se considera un leal patriota norteamericano.

—Dejemos los impuestos fuera de esto —dijo Rubin—. Si uno piensa en qué se gastan la mayoría de los fondos federales se podría hacer una buena defensa alegando que el verdadero patriota es aquel que prefiere ir a la cárcel antes que pagar sus impuestos.

—Una cosa —dijo Davenheim— es no pagar los impuestos por ser consecuente con ciertos principios, admitirlo e ir a la cárcel, y otra cosa es omitir la parte que a uno le corresponde pagar con toda justicia porque se quiere ver cómo otra gente lleva su propia carga y, además, la de uno. Ambas acciones son igualmente ilegales, pero la primera me merece algún respeto. En el caso al que me referí, la única motivación es la avaricia simplemente. Es muy posible que esto implique millones de dólares de los contribuyentes.

—¿Posible nada más? —preguntó Trumbull arrugando el entrecejo.

—Nada más. Hasta ahora. No puedo probarlo y es difícil seguir la pista sin una buena huella. Si me comprometo mucho y no puedo respaldar mis sospechas hasta el final, me partirán por la mitad. Algunos nombres importantes pueden estar implicados… y pueden no estarlo.

—¿Qué tiene que ver Farber con esto? —preguntó Gonzalo.

—Hasta ahora tenemos a dos hombres, un sargento y un conscripto[6]. El nombre del sargento es Farber, Robert J. Farber. El otro es Orin Klotz. No tenemos nada concreto contra ellos.

—¿Nada en absoluto? —preguntó Avalon.

—En realidad, no. Como resultado de las actividades de Farber y Klotz, miles de dólares en material militar se han evaporado, pero no podemos demostrar que sus actos fueran ilegales. En todos los casos estaban protegidos.

—¿Quiere decir que había superiores implicados? —Gonzalo sonrió lentamente—. ¿Oficiales? ¿Gente inteligente?

—Aunque parezca increíble —dijo Davenheim secamente—, es posible que sea así. Pero no tengo pruebas.

—¿No puede interrogar a los dos hombres que ya tiene? —preguntó Gonzalo.

—Ya lo he hecho —dijo Davenheim—. De Farber no puedo conseguir nada. Es el tipo más peligroso de todos, el que hace de instrumento honesto. Creo que es demasiado estúpido como para saber la importancia de lo que hizo, y que, si lo hubiera sabido, no lo habría hecho.

—Enfréntalo con la verdad —dijo Avalon.

—¿Cuál es la verdad? —preguntó Davenheim—. No estoy preparado para poner mis cartas sobre la mesa. Si digo lo que sé, significará que los den de baja deshonrosamente, a lo sumo. El resto de la banda esperará a que las cosas se calmen y luego comenzará otra vez. No, preferiría no mostrar mis cartas hasta el momento en que tenga una buena mano, una mano de la que pueda estar lo suficientemente seguro como para correr el riesgo que tendré que correr.

—¿Se refiere a una pista que lo conduzca a los de más arriba? —preguntó Gonzalo.

—Exactamente.

—¿Y el otro tipo? —prosiguió Gonzalo.

—Ese es el que quiero. Él sabe. Es el cerebro de ese par. Pero no puedo desentrañar su historia. Lo he interrogado una y otra vez y está cubierto.

—Si sólo es una suposición que haya algo más detrás de esos dos hombres, ¿por qué se lo toma tan seriamente? ¿No son muchas las posibilidades de que usted se equivoque? —preguntó Halsted.

—A los demás puede parecerles así —dijo Davenheim—. No hay modo de poder explicar por qué sé que no estoy equivocado, salvo que se crea en mi experiencia. Después de todo, Roger, un matemático experto puede estar bastante seguro de que cierta conjetura es correcta y ser, sin embargo, incapaz de probarla con arreglo a las más estrictas reglas de la demostración matemática, ¿no es así?

—No estoy seguro de que ésa sea una buena analogía —dijo Halsted.

—A mí me parece buena. He hablado con hombres que sin lugar a dudas eran culpables, y con hombres que eran absolutamente inocentes, y sus actitudes son diferentes cuando están bajo las acusaciones. Yo puedo sentir esa diferencia. El problema es que eso que siento es inadmisible como evidencia. Puedo descartar a Farber, pero Klotz es demasiado precavido, suena demasiado claro en lo que dice. Juega conmigo y además disfruta, y eso es algo en lo que no puedo estar equivocado de ninguna manera.

—Si insiste en que puede sentir esas cosas —dijo Halsted no muy satisfecho—, no se puede discutir con usted, ¿no es así? Está más allá de lo racional.

—Simplemente no me equivoco —dijo Davenheim distraídamente, como si ahora se viese atrapado en la furia de sus propios pensamientos hasta el punto de que lo que Halsted decía fuese simplemente otro sonido que no contradecía lo dicho—. Klotz sonríe nada más que un poquito cuando más furiosamente lo persigo. Es como si yo fuera el toro y él el torero; y cuando comienzo a arremeter a fondo, él está allí, rígido, agitando con displicencia su capa a un costado, desafiándome a cornearlo. Y cuando lo intento, la capa vuela por sobre mi cabeza y él ya no está más.

—Me temo que te atrapó, Sam —dijo Avalon, sacudiendo la cabeza—. Si llegaste al punto en que sientes que está jugando contigo, no podrás confiar más en tu juicio. Deja que otro te reemplace.

Davenheim sacudió la cabeza.

—No, si es lo que yo creo —y que es así—, quiero ser yo quien lo haga saltar.

—Mire —dijo Trumbull—. Tengo poca experiencia en esas cosas, pero ¿cree usted que Klotz puede abrirle este caso? Es sólo un conscripto, y sospecho que aunque haya algún tipo de conspiración, él debe de saber muy poco.

—Está bien. Eso lo acepto —dijo Davenheim—. No espero que Klotz me entregue la luna. Sin embargo, tiene que conocer a otro hombre, a alguien más arriba. Debe de saber algún otro hecho, algo que esté más cerca del centro de este asunto de lo que él está. Lo único que persigo es ese otro hombre y ese otro hecho. Es todo lo que pido. Y lo que no soporto es que a él se le escapa y aun así no lo descubro.

—¿Qué quiere decir con eso de que se le escapa? —preguntó Trumbull.

—Ahí es donde entra el inconsciente —dijo Davenheim—. Cuando él y yo estamos en pleno debate, él está enteramente ocupado conmigo, completamente empeñado en detenerme, en despistarme, en intrigarme, en hacerme correr detrás de fantasmas. Ese es su juego, ¡maldita sea! Lo último que haría es darme la información que busco, pero de todos modos la tiene, y cuando se halla ocupado pensando en lo otro, la información se le escapa. Cada vez que estoy cerca de lo que quiero, cuando lo hago retroceder y lo acorralo —cuando mis cuernos se clavan en su capa a centímetros de su piel— él canta.

—¿El qué? —explotó Gonzalo, y hubo una conmoción general entre los Viudos Negros. Sólo Henry no mostró señales de emoción mientras volvía a llenar varias de las tazas de café.

—Canta —dijo Davenheim—. Bueno; tanto como eso, no. Tararea. Y siempre la misma melodía.

—¿Qué melodía? ¿Algo que usted conoce?

—Por supuesto que la conozco. Todo el mundo la conoce. Es Yankee Doodle.

—Hasta el Presidente Grant, que no tenía oído para la música, la sabía —dijo Avalon lentamente—. Decía que conocía dos melodías. Una era Yankee Doodle y la otra no era.

—¿Y es Yankee Doodle lo que puede revelar el misterio? —preguntó Drake con esa precavida expresión que aparecía en sus ojos cada vez que empezaba a dudar de la salud mental de alguna persona.

—De alguna manera sí. El oculta la verdad lo más hábilmente que puede, pero ésta emerge de todos modos de su inconsciente. Sólo un extremo; sólo la punta del iceberg. Yankee Doodle es esa punta. No la entiendo. No es lo suficientemente grande como para poder agarrarse a ella. Pero ahí está. Estoy seguro de eso.

—¿Quiere decir que la solución de su problema está en alguna parte de Yankee Doodle? —preguntó Rubin.

—¡Sí! —dijo Davenheim enfáticamente—. Estoy totalmente seguro. Lo que sucede es que él no está consciente de estar tarareando. En cierto momento le dije: “¿Qué es eso?”, y él me miró atónito. Le pregunté: “¿Qué es lo que tararea?”, y juraría que me miró con sincera sorpresa.

—¿Como cuando la llamaste Farber a Florence? —dijo Avalon.

Halsted sacudió la cabeza.

—No veo cómo puede darle tanta importancia a esto. Todos nosotros hemos tenido la experiencia de ciertas melodías que se fijan en nuestra mente y de las cuales no nos podemos deshacer por algún tiempo. Estoy seguro de que las tarareamos por lo bajo de vez en cuando.

—Alguna que otra vez, quizá. Pero Klotz tararea sólo Yankee Doodle y sólo en los momentos específicos en que lo pongo en apuros. Cuando las cosas se ponen tensas por mis presiones para descubrir esa conspiración de corrupción —que estoy seguro de que existe—, surge esa melodía. Debe de tener algún significado.

Yankee Doodle —dijo Rubin pensativamente para sí mismo, y por un momento miró a Henry, que estaba parado cerca del aparador, con una pequeña arruga vertical entre las cejas. Henry notó la mirada de Rubin, pero no respondió.

Hubo un silencio reflexivo por unos momentos, y todos los Viudos Negros parecían estar de algún modo insatisfechos. Finalmente, Trumbull dijo:

—Puede ser que esté totalmente equivocado, Sam. Tal vez lo que haga falta sea recurrir a la psiquiatría. Ese tipo, Klotz, puede tararear Yankee Doodle en todos los momentos de tensión. Quizá su único significado resida en que oía a su abuelo cantarla cuando tenía seis años, o que quizá su madre lo hiciera dormir con eso.

Davenheim alzó el labio superior en un gesto de leve burla.

—No creerá que no pensé en eso… Interrogué a una docena de sus amigos. ¡Nadie lo oyó nunca tararear nada!

—Pueden haber mentido —dijo Gonzalo—. Yo jamás le diría nada a un oficial si pudiera evitarlo.

—Puede ser que nunca se haya fijado —dijo Avalon—. No son muchos los buenos observadores.

—Quizá mintiesen, quizá nunca se fijaron —dijo Davenheim—, pero si acepto sus declaraciones tal como fueron hechas, todas indicarán que el tarareo de Yankee Doodle está pura y exclusivamente relacionado con mi investigación y nada más.

—Quizá tenga relación sólo con la vida del ejército. Es una marcha referente a la Guerra Civil —recordó Drake.

—Entonces, ¿por qué sólo conmigo y no con nadie más en el ejército?

—De acuerdo —dijo Rubin—. Supongamos que Yankee Doodle significa algo en relación con esto. No perdemos nada. Veamos, entonces, cómo es la canción… ¡Por amor de Dios, Jeff, no la cantes!

Avalon, que ya había abierto la boca con la clara intención de cantar, la cerró de golpe. Su habilidad para seguir una melodía rivalizaba con la de una ostra, y en sus momentos más lúcidos él lo sabía.

—Recitaré las palabras —dijo con un resto de dignidad.

—Bien —dijo Rubin—, pero no la cantes.

Avalon asumió su aire más grave y comenzó a declamar con su voz más resonante de barítono:

Yankee Doodle se marchó a la ciudad

Montado en un pony.

Puso una pluma en su sombrero

Y lo llamó macaroni.

Yankee Doodle sigue así

Como un dandy, Yankee Doodle

No pierdas el paso ni la música

Y sé amable con las chicas.

—Es una cancioncita sin sentido, nada más —observó Gonzalo.

—¡Sin sentido! —dijo Rubin indignado—. Tiene un perfecto sentido. Es una sátira escrita por el cínico sofisticado de la ciudad contra el muchacho campesino recién llegado. Doodle es cualquier instrumento musical primitivo del campo —una gaita, por ejemplo—, de modo que un yankee doodle es cualquier campesino de una región apartada y boscosa tan sofisticado como una gaita. Viene a la ciudad en un pony y trata de causar una buena impresión, de modo que se viste con lo que él cree que es un traje de ciudad. Lleva una pluma en su sombrero y cree que es un verdadero señorito. Y macaroni significaba eso a fines del siglo dieciocho: un jovencito de ciudad, vestido a la última moda y experto bailarín. Las últimas cuatro líneas son el estribillo y muestran al muchacho campesino participando en una danza de la ciudad. Le dicen burlonamente que mueva las piernas y que sea galante con las damas. La palabra dandy comenzó a usarse a mediados del siglo dieciocho y significaba lo mismo que macaroni.

—Está bien, Manny, ganas tú —dijo Gonzalo—. La canción tiene sentido. ¿Pero qué tiene que ver con el caso de Sam?

—No creo que tenga ninguna relación —dijo Rubin—. No se ofenda, Sam, pero pareciera que Klotz se viera a sí mismo como el campesino que se burla del presumido de la ciudad y no pudiera evitar pensar en esa canción burlona y ahora invierte los papeles.

—Me parece, Manny —dijo Davenheim—, que usted cree que él debe ser un muchacho venido del campo porque su nombre es Klotz. Con esa lógica, usted debería ser un aldeano porque su nombre es Rubin[4]. En realidad Klotz nació y se educó en Filadelfia, y dudo de que alguna vez haya visto una granja. No es ningún campesino.

—Está bien —dijo Rubin—. Entonces puede ser que lo esté diciendo al revés. Quizá sea él el jovencito sofisticado de la ciudad que se ríe de usted, Sam.

—¿Porque yo soy un campesino? Nací en Stoneham, Massachusetts, y me eduqué en Harvard hasta graduarme, de abogado. Y él sabe todo esto, también. Ha hecho suficientes referencias indirectas en sus momentos de torero.

—El haber nacido y haberse educado en Massachusetts ¿no lo hace pasar por un yankee? —preguntó Drake.

—No un yankee doodle —porfió Davenheim.

—Puede ser que él piense así —dijo Drake.

Davenheim lo pensó un momento y luego dijo:

—Sí, supongo que puede creer eso. Pero si así fuera, creo que no lo tararearía abiertamente, de manera burlona. Mi opinión es que lo hace inconscientemente. Tiene una relación con algo que quiere ocultar, no con algo que trate de mostrar.

—Quizás espera ansioso el momento en que sus delitos lo hagan rico y pueda marcharse a la ciudad, “con una pluma en su sombrero”, en otras palabras —observó Halsted.

—O quizá Klotz piense que su victoria sobre usted es una pluma para su sombrero —opinó Drake.

—Puede ser que alguna palabra en particular tenga algún significado —dijo Gonzalo—. Supongamos que macaroni signifique que esté conectado con la Mafia. O supongamos que “sé amable con las chicas” signifique que alguna mujer del ejército esté implicada. Todavía hay mujeres en el ejército, ¿no?

Fue en este momento cuando Henry dijo:

—Me pregunto, Sr. Avalon, si como presidente me permite usted hacer algunas preguntas.

—¡Vamos, Henry! Usted sabe que puede hacerlo en cualquier momento —contestó Avalon.

—Gracias, señor. ¿Me permitirá el coronel hacerlo?

Davenheim pareció sorprendido, pero dijo:

—Bien, ya que estás aquí, Henry, ¿por qué no?

—El Sr. Avalon recitó ocho versos de Yankee Doodle, cuatro de una estrofa seguidos por cuatro del estribillo —dijo Henry—. Pero las estrofas y el estribillo tienen diferentes melodías. ¿El conscripto Klotz tararea los ocho versos?

Davenheim pensó un momento.

—No, por supuesto que no. Tararea… eh… —Cerró los ojos, se concentró y continuó—: La-la-lara-lalá-la-la-la-lará-lalá-la-la-la-lará-lalá-la-la-la. Eso es todo. Las primeras dos líneas.

—¿De la estrofa?

—Así es. “Yankee Doodle se marchó a la ciudad, montado en un pony”.

—¿Siempre esas dos líneas?

—Sí, creo que siempre.

Drake sacudió algunas migajas de la mesa.

—Coronel, usted dijo que el tarareo comenzaba cuando el interrogatorio era especialmente tenso. ¿Prestó atención a qué era lo que se discutía exactamente en esos momentos?

—Sí, por supuesto, pero preferiría no entrar en detalles.

—Entiendo, pero quizás pueda decirme esto: en esos momentos, ¿se discutía sobre él o se trataba del sargento Farber también?

—Generalmente —dijo Davenheim— el tarareo comenzaba cuando él protestaba más enfáticamente de su inocencia, pero siempre por los dos. Debo reconocerle eso. Nunca ha tratado de justificarse él a expensas del otro. Siempre dice que ni él ni Farber han hecho esto o lo otro, o que no son responsables de una u otra cosa.

—Coronel Davenheim, ésta es una apuesta arriesgada —dijo Henry—. Si la respuesta es no, entonces no tendré nada más que decir. En caso, sin embargo, de que la respuesta sea afirmativa, podría ser que tuviésemos algo.

—¿Cuál es la pregunta, Henry? —dijo Davenheim.

—En la misma base donde están el sargento Farber y el conscripto Klotz, coronel, ¿hay algún capitán Gooden o Gooding o algo que se asemeje a este sonido?

Hasta ese momento, Davenheim había estado mirando a Henry con una grave expresión divertida, pero ésta se desvaneció en un instante. Su boca se transformó en una línea delgada y palideció visiblemente. Su silla chirrió en el piso cuando la empujó hacia atrás y se levantó.

—Sí —dijo enérgicamente—. El capitán Charles Goodwin. ¿Cómo diablos es posible que usted lo haya sabido?

—En ese caso, puede ser que sea él a quien busca. Si yo fuera usted, señor, me olvidaría de Klotz y de Farber y me concentraría en el capitán. Puede ser que él sea el contacto de mayor nivel que usted busca. Y puede ser que el capitán sea un tipo menos duro que el conscripto Klotz.

Davenheim parecía incapaz de pronunciar ninguna palabra.

—Me gustaría que explicara usted esto, Henry —dijo Trumbull.

—Es la canción del Yankee Doodle, como esperaba el coronel. La cuestión era, sin embargo, que el conscripto Klotz la tarareaba. Tenemos que considerar en qué palabras estaba pensando mientras tarareaba.

—El coronel mencionó que tarareaba las líneas que dicen “Yankee Doodle se marchó a la ciudad —montado en un pony”—, dijo Gonzalo.

Henry sacudió la cabeza.

—El poema original de Yankee Doodle tenía cerca de una docena de versos y las líneas respecto al macaroni no estaban incluidas entre estos. Surgieron después, a pesar de ser hoy las más conocidas. El poema original habla de la visita de un joven campesino al campamento del Ejército Continental de Washington y se burla de la ingenuidad de éste. Me parece, por lo tanto, que la interpretación que el Sr. Rubin hizo respecto de la naturaleza de la canción era correcta.

—Henry tiene razón —interrumpió Rubin—. Ahora recuerdo. Incluso se menciona a Washington, pero como capitán Washington. El campesino ni siquiera conocía la naturaleza del rango militar.

—Sí —dijo Henry—. No conozco todas las estrofas y creo que poca gente las sabe. Quizás el conscripto Klotz no las conocía tampoco. Pero cualquiera que conoce algo del poema, sabe la primera estrofa o, por lo menos, los primeros dos versos, y eso es lo que el conscripto Klotz puede haber estado tarareando. El primer verso, por ejemplo, es la voz del joven campesino y dice: “Papá y yo fuimos al campamento”. ¿Se dan cuenta?

—No —dijo Davenheim, sacudiendo la cabeza—. No muy bien.

—Se me ocurrió que cada vez que presionaba mucho al conscripto Klotz, diciendo, probablemente, “Farber y usted hicieron esto y lo otro”, y él contestaba, “Farber y yo no hicimos ni esto ni lo otro”, entonces comenzaba a tararear. Usted, coronel, mencionó que era en los momentos en que él negaba cuando esto comenzaba, y que él siempre negaba en nombre de los dos, de Farber y en el suyo propio. De modo que cuando decía “Farber y yo”, se sentiría impulsado a cantar “Farber y yo fuimos al campamento”. —Henry cantó el primer verso con una suave voz de tenor.

—Farber y él estaban en un campamento del ejército —dijo Davenheim—, pero ¡es increíble cómo estableció la relación!

—Si fuera eso solamente, sí, señor —dijo Henry—. Pero por eso le pregunté si había algún capitán Gooden en ese campamento. Si él fuese el tercer miembro de la conspiración, la tendencia a canturrear la canción sería irresistible. La primera estrofa, que es la única que conozco, dice…

Pero, entonces, Rubin lo interrumpió y, levantándose, rugió:

Papá y yo fuimos al campamento

Junto con el capitán Gooden

Y allí vimos a muchos hombres y muchachos

Como gallinas en el gallinero.

—Así es —dijo Henry tranquilamente—. Farber y yo fuimos al campamento junto con el capitán Goodwin.

—¡Dios mío! —dijo Davenheim—. ¡Ahí está! Si no es así, debe de ser la más extraordinaria coincidencia… Y no puede ser. ¡Henry, ha dado en el clavo!

—Espero que sí. ¿Más café, coronel?