VI
EL FACTOR MAS EVIDENTE

THOMAS TRUMBULL ECHÓ una mirada alrededor de la mesa y dijo con cierta satisfacción:

—Bien, por lo menos su retrato no pasará al olvido, Voss. Nuestro artista residente no se encuentra aquí… !Henry!

—No, señor —repuso éste tranquilamente.

Geoffrey Avalon iba por la mitad de su segunda copa, y mientras la agitaba distraídamente dijo:

—Después de la historia del asesinato de su hermana, pudiera ser que …

Sin completar la frase puso su copa cuidadosamente frente al asiento que iba a ocupar. El banquete mensual de los Viudos Negros estaba a punto de comenzar.

Trumbull, quien oficiaba de anfitrión, ocupó el sillón a la cabecera de la mesa y dijo:

—¿Conoces ya los nombres de todos, Voss? A mi izquierda está James Drake. Es químico, pero sabe más de literatura barata que de química, lo que no es mucho. Después, Geoffrey Avalon —un abogado que nunca pisó la sala de los tribunales—; Emmanuel Rubin —que suele escribir entre conversación y conversación, es decir casi nunca—, y Roger Halsted… Roger, ¿no nos harás sufrir con una de tus estrofas esta noche, o sí?

—¿Una estrofa? —dijo el invitado de Trumbull, hablando por primera vez. Era una voz agradable, aguda y sin embargo rica en inflexiones, que pronunciaba las consonantes cuidadosamente. Usaba una barba blanca, recortada elegantemente, que le cubría el mentón y las mejillas, y su cabello era blanco, también. Un rostro juvenil brillaba en medio de esa barrera blanca—. ¿Un poeta, entonces?

—¡Poeta! —resopló Trumbull—. Ni siquiera un matemático, que es lo que él afirma ser. Insiste en escribir una quintilla por cada canto de la Ilíada.

—Y de la Odisea —agregó Halsted con voz tímida y apresurada—. Sí, tengo mi nueva estrofa.

—¡Muy bien! La petición no ha lugar —dijo Trumbull—. No la podrás leer. Es mi privilegio como anfitrión.

—¡Oh, por amor de Dios! —rogó Avalon mientras la desilusión se pintaba en su rostro fino y bien conservado—. Déjenlo recitar al pobrecito. Le lleva sólo treinta segundos y yo lo encuentro divertido.

Trumbull hizo como si no lo hubiese oído.

—¿Todos ustedes conocen a mi invitado? El Dr. Voss Eldridge. Es doctor en filosofía. También Drake lo es, Voss, aunque todos nosotros somos doctores por el hecho de ser miembros de los Viudos Negros. Alzando su copa, recitó el brindis ritual al Viejo King Cole y la comida dio comienzo oficialmente.

Halsted, quien había estado susurrando algo en el oído de Drake, le alcanzó un papel. Drake se levantó y recitó:

Entonces un licio con acierto raro

dispara una flecha —por Zeus enviada.

¿Quién confiará en los Troyanos

si la astucia traidora de Pándaro

da fin a la tregua recién proclamada?

—¡Maldición! —exclamó Trumbull—. Ordené que no se leyera.

—Que yo no la leyera —dijo Halsted—. La leyó Drake.

—Es una desilusión no tener a Mario aquí —dijo Avalon—. Preguntaría qué significa.

—Adelante, Jeff —dijo Rubin—. Fingiré que no entiendo y tú me explicas.

Pero Avalon mantuvo un silencio digno mientras Henry servía la entrada y Rubin la miraba fijamente con su habitual desconfianza.

—Detesto las cosas que están tan molidas y nadando en salsa que no se puede saber de qué están hechas —dijo.

—Creo que lo hallará muy sano —dijo Henry.

—Y ya conoces la honradez de Henry —intervino Drake—. Si él dice que es sano, no le haría mal a una mosca.

—Pruébalo; te va a gustar —dijo Avalon.

Rubin lo probó, pero por su expresión no dio señales de aprobar. Según notaron más tarde, sin embargo, no había dejado nada en el plato.

—¿Hay necesidad de explicar esos versos, Dr. Avalon? ¿Tienen un doble sentido? —preguntó el Dr. Eldridge.

—No, en absoluto; y, por favor, no me llame doctor. Eso es sólo para las ocasiones formales, aunque es muy amable de su parte respetar la idiosincrasia del club. Es sólo que Mario nunca leyó la Ilíada; pocos lo hacen en la actualidad.

—Pándaro, según recuerdo, era un mensajero, un intermediario, y de ahí viene el verbo “alcahuetar”[3]. Supongo que esa es “la astucia traidora” que usted menciona en su quintilla.

—¡Oh, no, no! —dijo Avalon, sin conseguir ocultar su deleite—. Usted se refiere al cuento medieval que Shakespeare escribió sobre Troilo y Cresida. En esa obra, Pándaro era un mediador. En la Ilíada era simplemente un arquero licio que le disparó a Menelao durante una tregua. Esa fue la astucia traidora. Muere en el próximo libro a manos de Diomedes, un guerrero griego.

—¡Oh! —dijo Eldridge, sonriendo débilmente—. Es fácil equivocarse, ¿no es cierto?

—Sólo si uno se fija —dijo Rubin, pero no pudo evitar una sonrisa cuando llegó el asado. En eso no había equivocación posible respecto a la naturaleza de los ingredientes. Enmantequilló un bollo y lo comió lentamente como dándose tiempo para contemplar la belleza de la carne.

—En realidad —dijo Halsted—, hemos solucionado más de un misterio en las últimas reuniones. Lo hemos hecho bastante bien.

—Lo hicimos pésimamente —dijo Trumbull—. Henry es quien lo hizo bien.

—Cuando digo “nosotros” incluyo a Henry —dijo Halsted, sonrojándose.

—¿Henry? —preguntó Eldridge.

—Nuestro estimado mozo —dijo Trumbull— y miembro honorario de los Viudos Negros.

Henry, que estaba llenando las copas de agua, dijo:

—Sus palabras son un gran honor para mí, señor.

—¡Qué honor ni qué nada! Yo no vendría a ninguna de las reuniones si usted no sirviera la mesa, Henry.

—Muy amable de su parte, señor.

Eldridge permaneció callado y pensativo de ahí en adelante, mientras seguía el hilo de la conversación que, como siempre, aumentaba gradualmente. Drake estaba haciendo cierta intrincada diferenciación entre el Agente Secreto X y el Operador 5, y Rubin —por alguna razón que sólo él conocía— se la discutía.

Drake, que nunca alzaba su voz levemente ronca, dijo:

—El Operador 5 puede haber usado disfraces. No voy a negar eso. Pero “el hombre de las mil caras” era el Agente Secreto X, sin embargo. Puedo enviarte una copia Xerox de la página de una revista de mi biblioteca para probártelo —dijo, y lo anotó en su agenda.

Rubin, oliendo su derrota, cambió su posición en seguida.

—El disfraz, como tal, no existe, de todos modos. Hay un millón de cosas que nadie puede disfrazar: la idiosincrasia de la postura, del modo de caminar, de la voz; un millón de hábitos que uno no puede cambiar porque ni siquiera sabe que los tiene. El disfraz funciona sólo porque nadie mira.

—La gente se engaña a sí misma, en otras palabras —dijo Eldridge interrumpiendo.

—Totalmente —dijo Rubin—. La gente quiere engañarse.

Se sirvió el postre helado y no mucho después Trumbull golpeó su copa de agua con una cuchara.

—Ha llegado el momento de la Inquisición —dijo—. Como Gran Inquisidor cedo mi puesto, ya que soy el anfitrión. Manny, ¿quieres hacer los honores del caso?

—Dr. Eldridge, ¿cómo justifica su existencia? —preguntó Rubin de inmediato.

—Por el hecho de trabajar para distinguir la verdad del error.

—¿Considera que tiene éxito en eso?

—No tan a menudo como quisiera, quizá. Pero, sin embargo, lo mismo que la mayoría. Distinguir la verdad del error es un deseo común; todos intentan hacerlo. Mi interpretación de la hazaña de Pándaro en los versos de Halsted fue errónea y Avalon me corrigió. Usted afirmó que el concepto común sobre el disfraz es erróneo y lo corrigió. Cuando encuentro un error, intento corregirlo si puedo. No siempre es fácil.

—¿En qué forma se expresa esa corrección de lo erróneo, Eldridge? ¿Cómo describiría usted su profesión?

—Soy profesor de Psicología Anormal —dijo Eldridge.

—¿Dónde…? —comenzó a decir Rubin, pero Avalon lo interrumpió con su voz profunda.

—Un momento, Manny. Lo siento, pero esto me huele a una evasiva. Le preguntaste al Dr. Eldridge por su profesión y él te contestó con un título… ¿Qué es lo que usted hace, Dr. Eldridge, para ocupar la mayor parte de su tiempo?

—Investigo fenómenos parapsicológicos —dijo Eldridge.

—¡Dios mío! —musitó Drake, y apagó, su cigarrillo.

—¿No merece su aprobación, señor? —inquirió Eldridge, pero no se veía en él ninguna señal de molestia. Luego se volvió hacia Henry y agregó con perfecta calma—: no, gracias. No quiero más café.

Henry se volvió hacia Rubin, quien sostenía su taza en el aire para mostrar que estaba vacía.

—No es cuestión de aprobar o desaprobar —dijo Drake—. Creo que está perdiendo el tiempo.

—¿De qué manera?

—¿Usted investiga la telepatía, la precognición, cosas por el estilo?

—Sí. Y fantasmas y fenómenos espirituales, también.

—Muy bien. ¿Alguna vez se encontró con algo que no pudiera explicar?

—¿Explicar de qué modo? Podría explicar un fantasma diciendo: “Sí, ése es un fantasma”. Supongo que no es eso lo que quiere usted decir.

Rubin lo interrumpió.

—Detesto estar de parte de Drake, ahora; pero él quiere decir, como usted bien sabe, si alguna vez se ha encontrado con algún fenómeno que no pudiera explicar con las prosaicas leyes científicas aceptadas.

—Me he encontrado con muchos fenómenos de ese tipo.

—¿Que usted no podía explicarse? —preguntó Halsted.

—Que no podía explicarme. No pasa un mes sin que aparezca algo sobre mi escritorio que no puedo explicar —dijo Eldridge, asintiendo con la cabeza amablemente.

Hubo un corto silencio de desaprobación palpable y luego Avalon dijo:

—¿Quiere decir con eso que creen en tales fenómenos psíquicos?

—Si lo que usted quiere decir es si yo creo que suceden cosas que violan las leyes de la física… ¡No! Si yo creo, sin embargo, que conozco todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, también no. Y si yo creo que alguien sabe todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, no, por tercera vez.

—Esa es una evasiva —dijo Drake—. ¿Tiene usted alguna evidencia de que exista la telepatía, por ejemplo, y que las leyes de la física, tal como están actualmente aceptadas, tengan que ser modificadas de acuerdo con ella?

—No estoy preparado para afirmar tanto. Bien sé que incluso en las historias más minuciosas hay equivocaciones de buena fe, exageraciones, malas interpretaciones, mentiras deliberadas. Y, sin embargo, aun teniendo en cuenta todo esto, me encuentro con incidentes que no puedo permitirme descartar —Eldridge sacudió la cabeza y continuó—: No es fácil el trabajo que yo hago. Existen algunos incidentes para los cuales ninguna de las explicaciones normales parece servir; en los que la evidencia de algo totalmente fuera de las leyes conocidas que gobiernan el universo parece irrefutable. Parecería que debo aceptarlo… y, sin embargo, dudo. ¿Es posible que esté frente a una mentira tan hábilmente urdida, a un error tan diestramente escondido, que tome por un hecho lo que no es más que tontería? Puedo engañarme, tal como Rubin señaló.

—Manny diría que usted quiere engañarse —dijo Trumbull.

—Quizá quiera. Todos deseamos que algunas cosas insólitas sean realidad. Deseamos poder formular deseos y que se nos concedan, tener extraños poderes, ser irresistibles para las mujeres… y para nuestros adentros conspiramos para creer en tales cosas, por mucho que defendamos la más absoluta racionalidad.

—Yo no —dijo Rubin decididamente—. Nunca me he engañado a mí mismo en mi vida.

—¿No? —preguntó Eldridge, y lo miró pensativamente—. ¿Supongo que se negará entonces a creer en la existencia real de los fenómenos parapsicológicos bajo cualquier circunstancia?

—Yo no diría eso —dijo Rubin—, pero necesitaría algunas evidencias bastante buenas; mejores que las que hasta el momento me han presentado.

—¿Y el resto de ustedes, caballeros?

—Somos todos racionalistas —dijo Drake—. No sé si Mario también, pero él no está aquí esta noche.

—¿Tú también, Tom?

La cara de Trumbull, llena de surcos, se abrió en una torva sonrisa.

—Nunca me han convencido tus cuentos, Voss. No creo que puedan convencerme ahora.

—Nunca te conté cuentos que me convencieran a mí, Tom… Pero ahora tengo uno, algo que nunca te conté y que nadie conoce fuera de mi departamento de investigaciones. Puedo contarlo, y si descubren alguna explicación que no requiera un cambio de la visión científica fundamental sobre el universo, me sentiré muy aliviado.

—¿Una historia de fantasmas? —dijo Eldridge—. Es simplemente una historia que desafía el principio de causa y efecto, la piedra angular sobre la que reposa toda la ciencia. Para decirlo de otro modo, desafía el concepto del transcurso irreversible del tiempo.

—En realidad —dijo Rubin en seguida— es bastante posible, en el nivel subatómico, considerar al tiempo en ambas…

—¡Cállate, Manny —dijo Trumbull—, y deja hablar a Voss!

Silenciosamente, Henry había colocado el coñac frente a cada uno de los comensales. Eldridge tomó su copa distraídamente y la olió. Luego hizo un gesto de asentimiento en dirección a Henry, quien le devolvió una leve sonrisa de cortesía.

—Es extraño —dijo Eldridge—, pero muchos de los que afirman tener poderes extraños —o que hacen que otros lo afirmen por ellos—, son mujeres jóvenes que no poseen una educación especial, ninguna presencia, ninguna inteligencia en particular. Es como si la existencia de un talento especial hubiera consumido lo que de otro modo estaría distribuido entre las facetas más comunes de la personalidad. Quizá sea más notorio precisamente en las mujeres. Pero, sea como fuere, voy a referirme a alguien a quien por el momento llamaré Mary a secas. Comprenderán que éste no es su nombre verdadero. La mujer está todavía bajo investigación y sería fatal, en mi opinión, llamar la atención sobre el caso. ¿Me entienden?

Trumbull frunció el ceño con severidad.

—Vamos, Voss, ya sabes que te dije que nada de lo que aquí se dice se repite fuera de los límites de estas paredes. No necesitas cuidarte.

—Suelen suceder accidentes —dijo Eldridge tranquilamente—. Pero, permítanme volver a Mary. Nunca terminó la escuela primaria y el poco dinero que ha podido ganar lo ha hecho trabajando detrás del mostrador de una tienda de autoservicio. No es atractiva y nadie podría raptarla del mostrador, lo que quizá sea preferible, ya que es útil allí y trabaja bien. Puede ser que ustedes no piensen así, dado que no es capaz de sumar correctamente. Además le asaltan dolores de cabeza que no le permiten hacer nada y durante los cuales suele sentarse en un cuarto posterior y molestar a las otras empleadas musitando para sí cosas sin sentido y, en cierto modo, malignas. Sin embargo, la tienda no la dejaría ir por nada del mundo.

—¿Por qué no? —preguntó Rubin parapetándose a ojos vistas en su escepticismo a cada momento.

—Porque ella percibe a los rateros de tiendas, los cuales, como ustedes saben, en estos tiempos causan enormes pérdidas por medio de miles de pequeños robos. No es que Mary sea de algún modo hábil o que tenga un ojo especial o los persiga incansablemente. Simplemente reconoce al ratero, sea hombre o mujer, cuando entra en la tienda, aunque nunca haya visto a la persona y aunque en realidad no la vea entrar siquiera. Al principio los seguía personalmente breves instantes, y luego se ponía histérica y comenzaba sus balbuceos. El gerente de la tienda terminó por relacionar las dos cosas: la conducta característica de Mary y los robos en la tienda. Comenzó a observar primero a uno, luego al otro y no le llevó mucho tiempo descubrir que ella nunca se equivocaba. Las pérdidas se redujeron rápidamente casi a cero en esa tienda, a pesar de hallarse en un barrio de mala reputación. El gerente, por supuesto, recibió felicitaciones. Probablemente haya sido él el responsable de que nadie supiera la verdad, por miedo a que le quitaran a Mary. Pero creo que luego terminó por asustarse. Mary señaló a un ratero que no era ratero, pero que más tarde apareció mezclado en un incidente con armas de fuego. El gerente había leído algo sobre el trabajo que mi departamento desarrolla y acudió a nosotros. Terminó por traernos a Mary. Logramos que ella viniera regularmente a la universidad. Le pagamos, por supuesto. No mucho, pero tampoco pedía mucho. Era una chica más bien desagradable, nada brillante, de casi veinte años, recelosa de hablar y describir lo que le pasaba por la mente. Supongo que durante toda su infancia le habían sacado sus rarezas a golpes y había aprendido a ser cauta.

—¿Nos quiere decir que tiene el don de la precognición? —preguntó Drake.

—Dado que precognición es el término latino que significa “ver cosas antes que sucedan”, y ya que ella ve cosas antes que sucedan, ¿cómo hacer para describirlo de otro modo? Ella ve solamente cosas desagradables, cosas que la trastornan o la asustan, lo que, según me imagino, debe de hacer que su vida sea un infierno. Es esa cualidad de ponerse alterada o de sentir miedo la que rompe la barrera del tiempo.

—Examinemos nuestras condiciones básicas —expresó Halsted—. ¿Qué es lo que presiente? ¿A qué distancia en el tiempo ve cosas? ¿A qué distancia en el espacio?

—Nunca pudimos lograr que hiciera mucho por nosotros —dijo Eldridge—. No puede utilizar sus facultades a voluntad y con nosotros nunca pudo relajarse. Por lo que el gerente nos contó, y por lo que pudimos averiguar, parecería que nunca puede detectar algo con más de algunos minutos de anterioridad. Media hora o una hora, cuando mucho.

Rubin resopló.

—Unos pocos minutos —dijo Eldridge amablemente— son tan válidos como un siglo. El principio es el mismo. Rompen con la ley de causa y efecto y revierten el decurso del tiempo. Y en cuanto al espacio, parece no haber límites. Según ella lo describió cuando pude lograr que dijera algo, y según lo que yo interpreté por sus palabras torpes e incoherentes, el trasfondo de su mente es una constante fluctuación de formas aterradoras. De vez en cuando eso se ilumina como por el resplandor de un relámpago y ella ve, o toma conciencia. Ve más claramente lo que está cerca o lo que le preocupa más: los robos en la tienda, por ejemplo. Ocasionalmente, sin embargo, ve lo que está sucediendo más lejos. Mientras más grande el desastre, más lejos puede ver. Sospecho que sería capaz de detectar una bomba nuclear que se prepara a explotar en cualquier parte del mundo.

—Me imagino que ella habla en forma incoherente —intervino Rubin— y que usted completa el resto. La historia está llena de profetas en trance cuyos balbuceos son interpretados como sabiduría.

—Concuerdo con eso —dijo Eldridge— y no presto atención, por lo menos no mucha, a lo que no está claro. Ni siquiera les otorgo mucha importancia a sus hazañas con los rateros. Tal vez sea lo suficientemente sensible como para detectar la forma característica en que los rateros miran y se paran, alguna aura, algún olor… Es decir las cosas a las que usted se refería, Rubin, cuando mencionó cosas que no pueden disfrazarse. Pero…

—¿Pero? —lo apremió Halsted.

—Un momento —dijo Eldridge—. ¡Eh, Henry! ¿Podría servirme un poco de café, después de todo?

—Por supuesto —dijo Henry.

Eldridge observó cómo el café llenaba la taza.

—¿Cuál es su actitud frente a los fenómenos psíquicos, Henry?

—No tengo una actitud general, señor —admitió Henry—. Acepto lo que me parece que debo aceptar.

—¡Bien! —dijo Eldridge—. Confiaré en usted y no en estos racionalistas llenos de prejuicios que tengo aquí.

—Continúe, entonces —dijo Drake—. Usted se detuvo justo en el momento culminante para despistarnos.

—¡Jamás! —dijo Eldridge—. Estaba diciendo que no tomaba a Mary seriamente, hasta que un día, de pronto, comenzó a retorcerse, a jadear y a musitar por lo bajo. Hace eso de vez en cuando, pero en esa ocasión susurraba: “¡Eldridge! ¡Eldridge!”, y la palabra se hacía cada vez más aguda. Supuse que me estaba llamando, pero no. Cuando le contesté, me ignoró. Una vez tras otra; lo mismo, “¡Eldridge! ¡Eldridge!”. Entonces comenzó a gritar “¡Fuego! ¡Oh, Dios mío! ¡Se está quemando! ¡Socorro! ¡Eldridge! ¡Eldridge!”, repetidas veces, con todo tipo de variaciones. Estuvo así durante media hora. Intentamos ver si tenía algún sentido. Le hablábamos en voz baja, por supuesto, porque no queríamos entrometernos más de lo necesario, pero le repetíamos, “¿Dónde? ¿Dónde?”. En forma bastante incoherente y fragmentaria nos dijo lo suficiente como para hacernos suponer que era en San Francisco, lugar que, obvio es decirlo, está a tres mil millas de distancia. En un espasmo comenzó a farfullar “Golden Gate” con insistencia, y sabido es que sólo hay un puente llamado Golden Gate. Más tarde supimos que jamás había oído hablar de Golden Gate y que tenía una vaga noción sobre la existencia de San Francisco. Cuando establecimos la relación entre todo eso, supimos que se trataba de un viejo edificio de departamentos, situado en un lugar de San Francisco, quizá visible desde el puente, que estaba en llamas. Un total de veintitrés personas se encontraban adentro en el momento de producirse el incendio y, de ésta, cinco no escaparon. Entre los cinco muertos había un niño.

—Y entonces ustedes averiguaron y descubrieron que había habido un incendio en San Francisco y que habían muerto cinco personas, incluyendo un niño —dijo Halsted.

—Así es —convino Eldridge—. Pero lo que me sorprende es esto: uno de los muertos fue una mujer, Sophronia Latimer. Había logrado escapar, pero al advertir que su chico de ocho años no estaba con ella, regresó corriendo como enloquecida a la casa, clamando por su hijo, y nunca más volvió a salir. El nombre del niño era Eldridge de modo que pueden ustedes imaginar qué es lo que ella gritó durante diez minutos, antes de morir. Eldridge es un nombre muy poco común —huelga decirlo—, y mi impresión es que Mary captó ese suceso en particular, a pesar de que tuvo lugar a tanta distancia, simplemente porque estaba ya sensibilizada por el nombre a través de su contacto conmigo y porque el hecho estaba rodeado de tanto sufrimiento.

—¿Usted desea una explicación, no es así? —preguntó Rubin.

—Por supuesto —dijo Eldridge—. ¿Cómo esa chica ignorante pudo ver un incendio con todos sus detalles, no equivocarse en ninguno de los hechos —y créanme que verificamos cada uno de ellos— y todo esto a tres mil millas de distancia?

—¿Por qué le impresionan tanto las tres mil millas? —inquirió Rubin—. En estos tiempos no significan nada: es la sexta parte de un segundo a la velocidad de la luz. Mi conclusión es que ella oyó la historia por radio o televisión —más probablemente en esta última— y se la transmitió a usted. Por eso eligió esa historia: debido al nombre Eldridge. Supuso que produciría efecto mayor en usted.

—¿Por qué? —preguntó Eldridge—. ¿Por qué habría ella de urdir esa farsa?

—¿Por qué? —La voz de Rubin se desvaneció momentáneamente como si la sorpresa fuera más fuerte que todo, pero luego gritó—: ¡Dios mío, con los años que hace que trata con esa gente y no se da cuenta de las ganas que tienen de inventar historias! ¿No cree usted que se siente una sensación de poder al urdir una buena farsa? Y hay dinero, también, no lo olvide.

Eldridge lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.

—Ella —dijo— no posee la inteligencia suficiente como para fraguar todo eso. Para tramar una farsa se necesita algo de materia gris. Para que sea una buena farsa, al menos.

—Escucha un poco. Voss —interrumpió Trumbull—. No hay ninguna razón para suponer que ella esté sola en esto. Es posible que haya un cómplice. Ella pone la histeria, él las ideas.

—¿Quién podría ser ese cómplice? —preguntó Eldridge con calma.

Trumbull se encogió de hombros.

—No sé.

Avalon se aclaró la garganta y dijo:

—Concuerdo con Tom en eso, y mi impresión es que el cómplice es el gerente de la tienda. Él notó su habilidad con los rateros y pensó que podría utilizarla para algo más espectacular. Apuesto a que es eso. Él se enteró del incendio por la televisión, captó el nombre Eldridge y la aleccionó.

—¿Cuánto podría llevar aleccionarla? —inquirió Eldridge—. Insisto en advertirles que ella no es muy despierta …

—Aleccionarla no sería muy difícil —dijo Rubin rápidamente—. Usted dijo que hablaba en forma incoherente. Él pudo haberle enseñado unas pocas palabras claves: Eldridge, incendio, Golden Gate, etcétera. Luego ella las repitió al azar, con ciertas variaciones, y ustedes, inteligentes parapsicólogos, hicieron el resto.

—Bastante interesante —admitió Eldridge, excepto que no hubo tiempo para adiestrar a la chica. En eso reside justamente la precognición. Conocemos la hora exacta en que ella tuvo su ataque y sabemos la hora exacta en que estalló el incendio en San Francisco. Sucede, justamente, que el incendio comenzó casi un minuto después del ataque de Mary. Fue como si una vez comenzado el incendio realmente, dejara de ser un asunto de precognición, y Mary perdiera contacto. De modo que ustedes comprenderán que no pudo haber adiestramiento alguno. La noticia no llegó a la televisión hasta esa tarde. Fue entonces cuando nosotros lo supimos y comenzamos nuestra investigación.

—Un momento —prorrumpió Halsted—. ¿Y la diferencia de hora? Hay una diferencia de tres horas entre Nueva York y San Francisco, y un cómplice en San Francisco…

—¿Un cómplice en San Francisco? —repitió Eldridge abriendo mucho los ojos y mirándolo fijamente.

—¿Sugiere que se trata de una conspiración nacional? Además, créame, yo conozco la diferencia de hora, también. Cuando dije que el incendio comenzó justamente cuando Mary terminaba, quise decir teniendo en cuenta la diferencia horaria. El ataque de Mary comenzó exactamente a la una y cuarto de la tarde, hora de la costa Atlántica y el incendio en San Francisco comenzó alrededor de las diez y cuarenta y cinco de la mañana, hora de la costa del Pacífico.

—Tengo una sugerencia —intervino Drake.

—Adelante —dijo Eldridge.

—Es una chica sin educación y no muy inteligente —usted lo ha repetido varias veces—, que ha tenido un ataque, un ataque epiléptico, por lo que veo.

—No —dijo Eldridge firmemente.

—Está bien; un ataque profético, si prefiere. Susurró, farfulló, gritó, hizo cualquier cosa excepto hablar claramente. Emitió sonidos que usted interpretó y a los que usted dio sentido. Si a usted se le hubiera ocurrido oírle decir algo como “bomba atómica”, entonces la palabra que interpretó como “Eldridge” se habría transformado en “Oak Ridge”, por ejemplo.

—¿Y San Francisco?

—Puede ser que usted haya oído “no resisto” y lo haya trocado en eso otro, de algún modo.

—No está mal —dijo Eldridge—. Excepto el hecho de que nosotros ya sabemos que es difícil entender algunos de esos trances y somos lo suficientemente inteligentes como para hacer uso de la tecnología moderna. Es práctica de rutina grabar todas nuestras sesiones, de modo que tenemos grabada ésa. La hemos escuchado varias veces y no existe duda de que ella dijo “Eldridge” y no “Oak Ridge”, “San Francisco” y no “no resisto”. Hemos hecho que diferentes personas la escuchen y todas concuerdan en eso. Además, por lo que sabemos, tuvimos todos los detalles del incendio antes de conocer los hechos. No tuvimos que modificar nada posteriormente. Todo coincide exactamente.

Hubo un largo silencio en la mesa.

—Bueno, asunto concluido —dijo finalmente Eldridge—. Mary predijo el incendio a tres mil millas de distancia, con media hora de anticipación, y vio todos los hechos tal como sucedieron.

—¿Usted lo acepta? ¿Cree que es precognición? —inquirió Drake, incómodo.

—Intento no hacerlo —dijo Eldridge—. Pero ¿por qué razón podría dejar de creerlo? No quiero engañarme creyéndolo, pero ¿qué otra posibilidad tengo? ¿En qué momento me engañaría, entonces? Si no fue precognición, ¿qué fue? Pensé que quizás alguno de ustedes pudiera ayudarme, caballeros.

Nuevamente un silencio.

—Mi situación es tal —continuó Eldridge— que debo referirme al gran precepto de Sherlock Holmes: “Cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere, y por muy improbable que parezca, es la verdad”. En este caso, si cualquier tipo de simulación es imposible, la precognición debe ser la verdad. ¿No están de acuerdo?

El silencio se tornó más pesado que antes, hasta que Trumbull gritó:

—¡Maldición! Henry se está riendo. Nadie le pidió a él, todavía, que explicara esto. ¿Y, Henry?

Henry tosió.

—No debí haber sonreído, señores, pero no pude evitarlo cuando el profesor Eldridge recurrió a esa cita. Parece la última evidencia que faltaba para demostrar que ustedes, señores, quieren creer.

—¡Qué vamos a querer! —protestó Rubin, frunciendo el ceño.

—Si así fuese les habría venido seguramente a la memoria una cita del presidente Thomas Jefferson.

—¿Qué cita? —preguntó Halsted.

—Me imagino que el Sr. Rubin la conoce —dijo Henry.

—Probablemente, Henry, pero en este momento no puedo pensar en ninguna que sea apropiada. ¿Está en la Declaración de la Independencia?

—No, señor —comenzó Henry, cuando Trumbull los interrumpió con un bufido.

—No juguemos a preguntas y respuestas, Manny. Continúe, Henry. ¿A qué quiere llegar?

—Bueno, señor; decir que cuando lo imposible ha sido eliminado, lo que resta, sea lo que fuere y por muy improbable que parezca, es la verdad, es suponer, generalmente sin fundamento, que todo lo que debía ser considerado ha sido realmente considerado. Supongamos que hayamos considerado diez factores. Nueve son claramente imposibles. ¿Resulta entonces que el décimo, por muy improbable que sea, es el verdadero? ¿Qué pasaría si hubiera un undécimo factor, y un duodécimo y un decimotercero…?

—¿Quieres decir que hay un factor que no hemos considerado? —preguntó Avalon gravemente.

—Me temo que sí, señor —asintió Henry.

—No tengo la menor idea de cuál pueda ser —confesó Avalon.

—Y sin embargo es un factor evidente, señor; el más evidente.

—¿Cuál es, entonces? —demandó Halsted visiblemente molestó—. ¡Al grano!

—Para comenzar —dijo Henry—, es evidente que la habilidad de la joven para predecir, tal como aquí se dijo, los detalles de un incendio a tres mil millas de distancia, no puede explicarse sino como precognición. Pero supongamos que la precognición también sea considerada imposible. En ese caso …

Rubin se puso de pie, con la barba erizada y mirando fijamente con sus ojos agrandados por los gruesos lentes de aumento.

—¡Por supuesto! El incendio fue premeditado. La mujer pudo haber sido aleccionada durante semanas enteras. El cómplice viaja a San Francisco y hacen coincidir todo. Ella predice algo que sabe que sucederá. El causa algo que sabe que ella predecirá.

—¿Usted sugiere, señor, que un cómplice habría planeado deliberadamente matar a cinco personas, entre ellas a un chico de ocho años? —preguntó Henry.

—No confíes en la virtud de la humanidad, Henry —dijo Rubin—. Tú eres el que mejor percibe su maldad.

—Las maldades menores, señor, las que la mayoría de la gente pasa por alto. Encuentro difícil que alguien se proponga con toda premeditación un horrible asesinato masivo con el fin de dejar establecido un elaborado caso de precognición. Además, planificar un incendio en el que dieciocho de veintitrés personas escapan y en el que exactamente cinco personas mueren, requiere cierto grado de precognición de por sí.

Rubin se volvió, porfiado.

—Es fácil imaginar algunas maneras de atrapar a cinco personas: atascando una cerradura con un pedazo de cartón…

—¡Señores! —dijo Eldridge en tono perentorio, y todos se volvieron a mirarlo—. No les he dicho la causa del incendio. —Esperó a que todos le escucharan y enseguida continuó—: Fue un rayo. No veo cómo la caída de un rayo pueda planificarse para que caiga a una hora fija. —Extendió las manos en señal de impotencia—. Les repito que he estado luchando con esto durante semanas. No quiero aceptar que sea precognición, pero… Supongo que esto destruye su teoría, Henry.

—Por el contrario, profesor Eldridge, la confirma y la refuerza. Desde que usted comenzó a contarnos la historia de Mary y el incendio, cada palabra suya ha indicado que la idea de una farsa es imposible y que se trata de precognición. Pero si esta última es imposible, por necesidad se deduce, profesor, que usted ha estado mintiendo.

Avalon fue el que gritó más alto, pero no hubo un solo Viudo Negro que no exclamara “¡Henry!”.

Pero Eldridge, echado hacia atrás, se reía.

—Por supuesto que estaba mintiendo. Desde el principio hasta el final. Quería ver si todos ustedes, los racionalistas, estaban tan ansiosos de aceptar los fenómenos parapsicológicos que pasaran por alto lo obvio antes de estropear la diversión. ¿Cómo me descubrió, Henry?

—Era una posibilidad desde el principio, señor, que se hizo más patente a medida que usted eliminaba una solución inventando más información. Cuando mencionó lo del rayo terminé de convencerme. Era lo suficientemente importante como para haberlo mencionado al comienzo. Decirlo sólo al final era clara señal de que usted lo había inventado en el momento para eliminar la última esperanza.

—Pero ¿por qué era una posibilidad desde el comienzo, Henry? —preguntó Eldridge—. ¿Tengo la apariencia de ser un mentiroso? ¿Puede detectar a los mentirosos, así como Mary detectaba a los rateros en mi historia?

—Porque ésa es siempre una posibilidad que hay que tener en cuenta y de la que hay que cuidarse. Aquí es donde viene a cuento el comentario del presidente Jefferson.

—¿Cuál es?

—En 1807, el profesor Benjamín Silliman, de la Universidad de Yale, informó haber visto caer un meteorito en una época en que la existencia de los meteoritos no era aceptada por los científicos. Thomas Jefferson, racionalista de enorme talento y viveza, al oír el informe dijo: “Más fácil me resultaría creer que un profesor sureño pueda mentir que una piedra pueda caer del cielo”.

—Sí —dijo Avalon de inmediato—, pero Jefferson estaba equivocados. Silliman no mentía y las piedras caen del cielo.

—Exactamente, Sr. Avalon —admitió Henry imperturbable—. Es por eso que recuerdo esta cita. Pero considerando la gran cantidad de veces que se cuentan cosas imposibles, y las pocas veces que al final se han comprobado como posibles, tuve la impresión de que las posibilidades estadísticas estaban a mi favor.