IX
BROADWAY Y SUS CANCIONES DE CUNA

POR PRIMERA VEZ en la historia de los Viudos Negros, el banquete mensual se celebraba en un departamento privado. Emmanuel Rubin había insistido en términos parlamentarios, mientras su barba rala se sacudía furiosa de un lado a otro.

Él sería presidente la próxima vez, había dicho, y el presidente era monarca absoluto dentro de las cláusulas del reglamento. Pero en ningún lado de éste se determinaba específicamente el lugar de reunión.

—De acuerdo con las tradiciones —comenzó a decir Geoffrey Avalon con esa solemnidad que lo caracterizaba—, siempre nos hemos reunido aquí.

—Si la tradición es el amo —dijo Rubin—, ¿para qué existe el reglamento?

Y al final consiguió lo que quería, al concluir diciendo que era un cocinero magistral. Entonces Mario Gonzalo sonrió.

—Vamos para oler cómo quema las hamburguesas —dijo.

—Jamás sirvo hamburguesas —dijo Rubin acaloradamente, pero ya todo el mundo había aceptado la invitación.

Avalon y James Drake habían llegado en el mismo tren desde el otro lado del Hudson y estaban en el vestíbulo del edificio de departamentos de Rubin, en West Side, esperando que el portero les prestara atención. Era evidente que no podrían entrar sin el permiso del portero, a menos que recurrieran a la violencia.

—Es la mentalidad de fortaleza —musitó Avalon—. La misma que hay en toda Nueva York. No puede ir a ningún lado sin que te observen estos ojos de lince y te registren de armas.

—Tienes razón —dijo Drake con su voz ronca y suave, y encendió un cigarrillo—. Es mejor eso a que te asalten en el ascensor.

—Supongo que sí —dijo Avalon sombríamente.

El portero se volvió hacia ellos. Era bajo, de cara redonda y calvo. Una franja de cabello gris hacía juego con su bigote corto e hirsuto como el de Drake, pero más generoso. No parecía en absoluto imponente, pero su uniforme gris le daba un aire de autoridad que, aparentemente, era suficiente para disuadir a cualquier intruso.

—¿Señores? —dijo.

Avalon se aclaró la garganta y habló con su voz de barítono más impresionante para ocultar una timidez que a nadie se le habría ocurrido suponer en un individuo tan alto, derecho e imponente.

—El Dr. Drake y el Sr. Avalon buscan el departamento del Sr. Emmanuel Rubin, en el 14, AA.

—Drake y Avalon —repitió el portero—. Un momento. —Se dirigió hacia el intercomunicador y habló por el micrófono. El sonido áspero de la voz de Rubin se oyó claramente.

—Hágalos subir, hágalos subir.

El portero les abrió la puerta para dejarlos entrar, pero Avalon se detuvo dudando en el umbral.

—A propósito, ¿suelen tener muchos incidentes aquí?

El portero asintió con aire de importancia.

—Algunas veces, señor. Por mucho que se haga, siempre suceden cosas. Hubo un robo en un departamento del vigésimo piso el año pasado. No hace mucho tiempo atacaron a una señora en los lavaderos. Suceden cosas así.

—¿Puedo acompañarlos, señores? —dijo una voz amablemente.

Drake y Avalon se volvieron a mirar al recién llegado. Hubo una pausa perceptible en que ninguno de los dos lo reconocieron, pero en seguida Drake lanzó una breve risita.

—Henry, cuando no trabaja en el restaurante se vuelve usted de lo más elegante.

Avalon tuvo una reacción bastante más explosiva.

—¡Henry! ¿Qué hace…? —Se interrumpió incómodo.

—El Sr. Rubin me invitó, señor. Dijo que ya que la comida no se realizaría en el restaurante y yo no podría tener el placer de servirles, sería entonces su invitado. Creo que ése era su propósito al insistir en que la comida se celebrara aquí. Uno no lo diría, pero el Sr. Rubin es un caballero sentimental.

—Espléndido —dijo Avalon con gran entusiasmo, como si quisiera reparar su sorpresa anterior—. Portero, este señor viene con nosotros.

—¿Quisiera consultar con el señor Rubin, señor? —dudó Henry.

El portero, que había mantenido la puerta abierta pacientemente todo ese tiempo, dijo:

—Está bien. Suban.

Henry asintió y los tres atravesaron un vestíbulo espacioso, pintado de azul, hacia los ascensores.

—Henry, hace años que no veo un traje como el suyo —dijo Drake—. Provocaría un alboroto si caminara por Nueva York vestido así.

Henry se observó brevemente. Su traje era de un marrón oscuro y de un corte tan clásico que Drake se estaba preguntando seriamente dónde se encontraría el establecimiento que vendía esa ropa. Los zapatos eran de un negro sobrio, la camisa de un blanco radiante y la corbata angosta de un gris apagado, sujeta con un sencillo alfiler de corbata.

Coronando el conjunto, un sombrero hongo de color marrón oscuro que Henry se quitó tomándolo por el ala.

—Hacía mucho tiempo que no veía un sombrero hongo —dijo Avalon.

—Ni siquiera un sombrero —dijo Drake.

—Es la libertad de esta época —dijo Henry—. Cada cual hace su gusto ahora, y éste es el mío.

—Lo malo es que para alguna gente hacer su antojo es atacar mujeres en los lavaderos —dijo Avalon.

—Sí —asintió Henry—. Oí lo que dijo el portero. Esperemos al menos que hoy no haya tropiezos.

Uno de los ascensores llegó a la planta baja y una señora descendió con su perro. Avalon echó una mirada al interior, a izquierda y derecha, antes de entrar, y luego subieron hasta el piso catorce.

Estaban todos reunidos, o casi todos. Rubin llevaba el delantal de su mujer (que tenía bordado el nombre “Jane” con grandes letras) y se movía apresurado. En el aparador había una colección completa de botellas y Avalon se había autodesignado cantinero improvisado, después de rechazar a Henry.

—Siéntese, Henry —dijo Rubin en voz alta—. Usted es el invitado.

Henry se sentía incómodo.

—Tienes un lindo departamento, Manny —dijo Halsted con su ligero tartamudeo.

—Más o menos —déjame pasar un segundito—, pero es pequeño. No tenemos niños, por supuesto, de modo que no necesitamos que sea mucho más grande, y vivir en Manhattan tiene sus ventajas para un escritor.

—Sí —dijo Halsted—. Me enteré de algunas de las ventajas allí abajo. El portero dijo que las mujeres han tenido problemas en el lavadero.

—¡Ah, qué diablos! —dijo Rubin despreciativo—. Algunas de esas damas buscan problemas. Desde que la delegación china ante las Naciones Unidas se instaló en un hotel a unas pocas cuadras de aquí, algunas de esas matronas andan viendo el peligro amarillo en todas partes.

—Y robos también —dijo Drake.

Rubin tenía una expresión desdichada como si cualquier mancha en la reputación de Manhattan fuera una ofensa personal.

—Podría haber pasado en cualquier parte. Y Jane fue descuidada.

Henry, el único sentado a la mesa frente a una copa aún sin tocar, pareció sorprendido, pero con una expresión que no dibujaba ni una sola arruga en su rostro.

—Perdone, Sr. Rubin —dijo—, ¿se refiere a que fue en su departamento donde robaron?

—Sí, bueno. Creo que la cerradura del departamento puede abrirse con un trozo de celuloide. Es por eso que todo el mundo instala, además, cerraduras complicadas.

—Pero ¿cuándo sucedió eso? —preguntó Henry.

—Hace cerca de dos semanas. Les repito que fue culpa de Jane. Salió al pasillo a pedirle a alguien una receta o algo por el estilo y no le echó llave a ambas cerraduras. Eso es como pedir que algo suceda. Los rateros tienen cierto instinto para estas cosas, una especie de percepción extrasensorial. Ella regresó justo cuando el vago salía y hubo un gran escándalo.

—¿Le sucedió algo a ella? —preguntó Gonzalo, con sus ojos que ya de ordinario eran prominentes casi fuera de las órbitas.

—Nada, en realidad. Se asustó, eso fue todo. Gritó y aulló, que fue lo mejor que pudo haber hecho. El tipo corrió. Si yo hubiera estado aquí lo habría perseguido y atrapado. Si yo hubiera…

—Es mejor no intentarlo —dijo Avalon severamente, empujando el cubo de hielo con el dedo para revolver su aperitivo—. El resultado final de una caza puede ser un cuchillo en las costillas. Tus costillas.

—Escúchame —dijo Rubin—. En mis tiempos enfrenté a tipos con cuchillo. Son fáciles de mane… Un momento. Algo se está quemando —dijo—, y se abalanzó hacia la cocina.

Alguien golpeó a la puerta.

—Observa por la mirilla —dijo Avalon.

—Es Tom —dijo Halsted luego de mirar, y abrió la puerta para dejarlo entrar.

—¿Cómo entraste sin que te anunciaran? —preguntó Avalon.

Trumbull se alzó de hombros.

—Me conocen, aquí. He visitado a Manny antes.

—Además —dijo Drake—, un importante funcionario de gobierno como tú está más allá de toda sospecha.

Trumbull resopló y frunció aun más las múltiples arrugas de su cara, pero no respondió a la provocación. Todos los Viudos Negros sabían que era un experto en códigos. Lo que hacía, nadie lo sabía, aunque todos tenían la misma sospecha.

—¿Alguno contó ya los toros? —dijo Trumbull.

—En realidad, parecen una manada.

Gonzalo se rió.

Las estanterías que llenaban las paredes estaban salpicadas de toros de madera y cerámica de todos los tamaños y colores. Y había varios más sobre la mesa y sobre la televisión.

—Hay más en el baño —dijo Drake saliendo de allí.

—Te apuesto —dijo Trumbull— a que si cada uno de nosotros cuenta todos los toros de este lugar cada uno obtendrá un resultado diferente y todos estaremos equivocados.

—Te apuesto —dijo Halsted— a que ni el mismo Manny sabe cuántos tiene.

—¡Eh, Manny! —gritó Gonzalo—. ¿Cuántos toros tienes?

—¿Contándome a mí? —respondió Rubin entre ruidos de ollas y asomando la cabeza por la puerta de la cocina—. Una de las buenas cosas que tiene comer aquí, es que pueden estar seguros de que no les servirán hígado como entrada. Comerán berenjenas con todo tipo de ingredientes y no me pregunten los detalles porque es receta mía. Yo la inventé… Y… Ese toro se hará pedazos si se te cae, Mario, y Jane los conoce a todos de memoria y los inspeccionará uno por uno cuando regrese.

—¿Escuchaste lo del robo, Tom? —preguntó Avalon.

Trumbull asintió.

—No se llevó mucho, por lo que sé.

Rubin entró atropelladamente trayendo algunos platos.

—No ayude, Henry. Oye, Jeff, deja esa copa por un minuto y ayúdame a poner los cubiertos… Es pavo asado, de modo que prepárense a decirme si quieren pechuga u otra presa. Y además les voy a servir relleno, quieran o no, porque eso es lo que hace…

Avalon puso el último cubierto con un floreo y dijo:

—¿Qué es lo que robaron, Rubin?

—¿Se refiere, al tipo que entró aquí? Nada. Jane debe de haber regresado justo cuando él comenzaba. Revolvió algunas de las cosas en el botiquín, supongo que buscando drogas. Creo que se llevó algunos billetes chicos, y además dio vuelta mi equipo de grabación. Tal vez haya intentado llevarse mi estereofónico portátil para empeñarlo, pero sólo consiguió moverlo un poco… A propósito, ¿quién quiere música?

—Nadie —gritó Trumbull indignado—. Si empiezas a hacer ese condenado bullicio, yo te robaré el aparato estereofónico y tiraré todas tus cintas al incinerador.

—¿Sabes, Manny? No me gusta decírtelo, pero el relleno estaba aun mejor que las berenjenas —dijo Gonzalo.

—Si tuviera una cocina más grande… —gruñó Rubin.

Desde afuera llegó el aullido de una sirena. Drake señaló la ventana abierta con el pulgar sobre su hombro.

—La canción de cuna de Broadway.

Rubin agitó la mano negligentemente.

—Te acostumbras. Si no son los bomberos, es una ambulancia; si no es una ambulancia, es un coche de policía; si no es… El tráfico no me molesta.

Por un momento pareció perdido en sus propios pensamientos. Luego una expresión de la más profunda malignidad le cruzó por el rostro.

—Son los vecinos los que me molestan. ¿Saben cuántos pianos hay solamente en este piso? ¿Y cuántos tocadiscos?

—Tú tienes uno —dijo Trumbull.

—No lo pongo a las dos de la mañana al máximo volumen —dijo Rubin—. No sería tan terrible si éste fuera un edificio de departamentos antiguo, con paredes gruesas como el largo de mi brazo. Lo malo es que éste tiene sólo ocho años de antigüedad y ahora hacen los muros de papel de aluminio revestido. ¡Diablos! Las paredes transmiten el sonido. Pon tu oído junto a la pared y podrás oír el ruido de cualquier departamento en cualquiera de los tres pisos de arriba y de abajo. Y no es que puedas realmente escuchar la música y gozarla —continuó—. Oyes nada más que los condenados bajos, tam, tam, tam, a un nivel subsónico que te hace agua los huesos.

—Ya sé lo que es —dijo Halsted—. En mi edificio tenemos una pareja que pelea y mi esposa y yo escuchamos, pero nunca podemos entender las palabras, sólo el tono de voz. Es desesperante. Algunas veces, sin embargo, es un tono de voz interesante.

—¿Cuántas familias tienes aquí, en este edificio? —preguntó Avalon.

Rubin estuvo haciendo cómputos en voz baja durante un rato.

—Cerca de seiscientas cincuenta —dijo.

—Bueno, si insistes en vivir en una colmena —dijo Avalon— tienes que aceptar las consecuencias. —Su barba gris y bien recortada parecía vibrar de moralidad.

—Eso me sirve de gran consuelo —dijo Rubin—. Henry, ¿gusta servirse otra porción de pavo?

—No, realmente, Sr. Rubin —dijo Henry con cierta impotente desesperación—. Simplemente no puedo… —Y se detuvo con un suspiro ya que le habían servido el plato hasta el tope—. Me parece que se siente bastante alterado, Sr. Rubin —dijo—, y de algún modo tengo la impresión de que hay algo más que los ruidos de los pianos.

Rubin asintió y por un momento sus labios temblaron como si estuviera muy excitado.

—Le aseguro que hay algo más, Henry. Es ese maldito carpintero. Puede ser que lo oigan ahora.

Inclinó la cabeza en actitud de escuchar y automáticamente la conversación se detuvo y todos escucharon. Excepto el constante trajinar del tráfico allá afuera, no se oía nada.

—Bueno, tenemos suerte —dijo Rubin—. No lo está haciendo ahora; en realidad, hace un tiempo que ya no lo hace. Escúchenme todos, el postre fue una especie de desastre y tuve que improvisar. Si alguien no lo quiere comer, tengo una torta de confitería que normalmente no recomendaría, ustedes entienden…

—Déjame ayudarte a servir eso —dijo Gonzalo.

—De acuerdo. Cualquiera menos Henry.

—Eso —dijo Trumbull— es una especie de snobismo al revés. Este tipo, Rubin, lo está poniendo en su lugar a usted, Henry. Si no estuviera tan condenadamente consciente de que usted es el camarero, le permitiría ayudar a servir.

Henry miró su plato todavía lleno y dijo:

—Mi frustración no proviene tanto de no poder ayudar a servir como de no poder entender.

—¿No poder entender qué? —preguntó Rubin, acercándose con los postres sobre una bandeja. Era algo muy parecido a mousse de chocolate.

—¿Hay un carpintero que trabaja en este edificio? —preguntó Henry.

—¿Qué carpintero?… ¡Ah! ¿Se refiere a lo que dije? No, no sé qué diablos es. Simplemente lo llamo un carpintero. Está siempre golpeando. A las tres de la tarde, a las cinco de la mañana. Siempre martillando. Y cada vez que estoy escribiendo y desearía tener silencio especialmente… ¿Cómo está la crema de Bavaria?

—¿Era eso? —preguntó Drake observándola con recelo.

—Eso es lo que comenzó siendo —dijo Rubin—, pero la gelatina no se endureció y tuve que improvisar.

—A mí me parece exquisita, Manny —dijo Gonzalo.

—Un poco dulce —dijo Avalon—, pero no soy muy aficionado a los postres.

Está un poco dulce —dijo Rubin con condescendencia—. El café estará listo en un minuto; y no es instantáneo, tampoco.

—¿Martillando qué, Sr. Rubin?

Rubin ya estaba lejos, y no fue sino cinco minutos después, con el café ya servido, cuando Henry pudo preguntar otra vez.

—¿Martillando qué, Sr. Rubin?

—¿Qué? —preguntó éste.

Henry alejó su silla de la mesa. Su rostro amable pareció adquirir cierta dureza.

—Sr. Rubin —dijo—, usted preside esta noche y yo soy el invitado del club a esta comida. Quisiera un privilegio que usted, como presidente, puede concederme.

—Bien, pida —dijo Rubin.

—Como invitado, es tradicional que yo sea interrogado. Francamente, no deseo serlo, ya que al contrario de lo que sucede con otros invitados, estaré en el banquete del próximo mes y en el del siguiente, en mi habitual función de camarero, por supuesto. De modo que prefiero… —Henry se detuvo dubitativo.

—¿Prefiere guardar su intimidad, Henry? —preguntó Avalon.

—Quizá yo no lo diría precisamente así —comenzó Henry; pero luego, interrumpiéndose, dijo—: Sí, así es, exactamente. Quiero mi intimidad. Pero desearía algo más. Quisiera interrogar al Sr. Rubin.

—¿Para qué? —preguntó Rubin, los ojos agrandados por efecto del aumento de sus gruesos lentes.

—Algunas de las cosas que he oído esta noche me intrigan y no puedo lograr que usted conteste a mis preguntas.

—Henry, está usted borracho. He contestado todas sus preguntas.

—Aun así, ¿puedo interrogarlo formalmente, señor?

—Adelante.

—Gracias —dijo Henry—. Quiero saber más sobre los ruidos molestos que ha estado oyendo.

—¿Se refiere a ese carpintero y a la canción de cuna de Broadway?

—Eso lo dije yo —intervino Drake en voz baja, pero Rubin hizo como si no le oyese.

—Sí. ¿Cuánto tiempo lleva eso?

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Rubin vehementemente—. ¡Meses!

—¿Muy fuerte?

Rubin pensó un rato.

—No, no muy fuerte, supongo. Pero se puede oír. Llega en los momentos más extraños. Nunca se puede predecir.

—¿Y quién hace el ruido?

Rubin dejó caer el puño sobre la mesa tan repentinamente que su taza de café tembló.

—De eso se trata, justamente. No es tanto el ruido a pesar de lo irritante que puede llegar a ser. Podría soportarlo si lo entendiese; si supiera quién es; si supiera qué está haciendo; si pudiera dirigirme a alguien y pedirle que no lo haga por un rato, cuando tengo especial dificultad con algún argumento. Es como ser perseguido por un espiritista.

Trumbull alzó la mano.

—Un momento. Dejémonos de espiritismos y tonteras. ¿No estarás tratando de incluir esto en el campo de lo sobrenatural, Manny? Primero, aclaremos una cosa…

—Es Henry quien está interrogando, Tom —interrumpió Halsted.

—De lo cual estoy enterado —dijo Trumbull, asintiendo rígidamente con la cabeza—. ¿Puedo hacer una pregunta, Henry?

—Si está por preguntar por qué al oír el ruido el Sr. Rubin no puede decir de dónde viene, es lo que estoy a punto de preguntar yo —dijo Henry.

—Continúe —dijo Trumbull—. Entretanto me serviré más café.

—¿Quiere contestar la pregunta, Sr. Rubin? —dijo Henry.

—Supongo que es difícil que ustedes entiendan. Veamos, dos de ustedes viven al otro lado del Hudson, uno en uno de los sectores más antiguos de Brooklyn, y el otro en Greenwich Village. Tom vive en una de esas elegantes casonas refaccionadas. No estoy seguro de dónde vive Henry pero sé que no será en una de estas modernas colmenas, como Avalon las llama. Ninguno de ustedes vive en uno de esos modernos edificios de departamentos de veinticinco pisos o más, con veinticinco departamentos en cada piso y un hermoso esqueleto de concreto[5] que conduce maravillosamente el sonido. Si se tratara de alguien que tiene un buen tocadiscos puesto a todo volumen, podría ser capaz de decir si viene de arriba o de abajo, aunque no apostaría. Si quisiera podría ir de puerta en puerta por todo este piso y luego de puerta en puerta por el piso de abajo y lo mismo por el de arriba. Supongo que así sería capaz de decir de qué departamento proviene si apoyo el oído contra la puerta correcta. Si es un martilleo suave, sin embargo, es imposible decir de dónde viene. Uno puede escuchar apoyado contra la puerta y no serviría. El sonido no se propaga tanto a través del aire y la puerta, sino a través de las paredes. Escúchenme: he llegado a recorrer puerta por puerta cuando me he enfurecido lo suficiente. No sé cuántas veces he reptado por los corredores.

Gonzalo se rió.

—Si te sorprenden haciendo eso, ese portero de abajo comenzará a informar sobre vagos de aspecto vicioso que andan espiando por ahí.

—Eso no me preocupa —dijo Rubin—. El portero me conoce. —Una expresión de tímida modestia apareció repentinamente en el rostro de Rubin—. Es un admirador mío.

—Sabía que debías de tener alguno en algún lado —dijo Trumbull, pero Henry estaba apartando lo que quedaba de pavo en su plato y parecía más descontento que nunca.

—Supongamos que tu admirador no está de turno —dijo Gonzalo polémicamente—. Tiene que haber portero durante las veinticuatro horas y tu admirador tiene que dormir.

—Todos me conocen —dijo Rubin—, y éste, el tipo que está en la entrada ahora, Charlie Wiszonski, tiene el turno de cuatro de la tarde a doce de la noche los días de semana, que es el turno más pesado. Es un hombre mayor… Permítame retirar la mesa.

—¿No podría hacerlo otro, Sr. Rubin? —preguntó Henry—. Desearía seguir interrogándolo y quiero volver al carpintero. Si el sonido se propaga a través de las paredes y usted lo oye, ¿no hay mucha otra gente que también lo oye?

—Supongo que sí.

—¿Pero si molesta a tanta…?

—Eso es otra cosa irritante —dijo Rubin—. No molesta… Gracias, Roger. Deja los platos en la batea de la cocina, simplemente. Yo me encargaré de ellos después… Este carpintero no parece molestar a nadie. Durante el día los maridos están afuera y muchas de las mujeres también. Y los niños no abundan en este edificio. Las mujeres que se quedan en casa están haciendo las tareas domésticas. Por la tarde todo el mundo pone la televisión. ¿A quién le preocupa un martilleo ocasional? A mi me preocupa porque estoy en casa día y noche y soy escritor. A mí me preocupa porque soy una persona creativa que tiene que pensar un poco y necesita algo de tranquilidad.

—¿Le ha preguntado a otros sobre eso? —dijo Henry.

—Oh, de vez en cuando lo he hecho. —Inquieto, golpeó su taza con la cuchara—. Supongo que su próxima pregunta será qué dijeron.

—Debería adivinar —dijo Henry—, por su expresión de frustración, que nadie admitió haberlo oído.

—Bien, se equivoca. Uno o dos dijeron algo parecido a que lo habían oído algunas veces. El problema es que a nadie le importa. Incluso si lo oyeran no les importaría. Los neoyorquinos son tan insensibles al ruido que uno podría volarlos y no les importaría.

—¿Qué supone que hace esa persona para producir tal ruido? —preguntó Avalon.

—Me parece que es un carpintero. Quizá no sea profesional, pero intenta serlo. Podría jurar que tiene un taller allá arriba. A pesar de todo podría jurarlo. No hay nada más que lo explique.

—¿Qué quiere decir que a pesar de todo podría jurarlo? —preguntó Henry.

—Consulté a Charlie sobre esto.

—¿Al portero?

—¿De qué sirve un portero? —preguntó Gonzalo—. ¿Por qué no te dirigiste al superintendente? ¿O al dueño?

—¿De qué sirven ellos? —dijo Rubin impaciente—. Todo lo que sé del dueño es que deja que el aire acondicionado se descomponga cuando más calor hace porque prefiere arreglarlo con goma de mascar de la mejor calidad. Y para llegar al superintendente tienes que tener conocidos en Washington. Además, Charlie es un buen tipo y nos entendemos bien. Qué diablos, cuando Jane tuvo el incidente con ese ratero y yo no estaba aquí, fue a Charlie a quien llamó.

—¿No llamó a la policía? —preguntó Avalon.

—Claro que sí. ¡Pero primero a Charlie!

Henry estaba terriblemente descontento.

—De manera que consultaron al portero respecto al martilleo. ¿Qué dijo?

—Dijo que no había reclamos. Era el primero que oía. Dijo que investigaría. Lo hizo y me juró y rejuró que no había ningún taller de carpintero en ningún lugar del edificio. Dijo que había enviado gente a cada departamento con el pretexto de revisar el aire acondicionado… ése es el modo más seguro de entrar en todos lados.

—¿De modo que después el portero olvidó el asunto?

—Supongo que sí. Y eso me molestó también. Vi qué Charlie no me creía. No creía que hubiera ningún martilleo. Me dijo que yo era el único que lo decía.

—¿La Sra. Rubin lo oye también?

—Por supuesto. Pero tengo que hacérselo notar. A ella tampoco le molesta.

—Quizá sea alguna chica que practica castañuelas —dijo Gonzalo—, o algún instrumento de percusión.

—¡Vamos! Sé distinguir entre algo rítmico y un martilleo intermitente.

—Quizá sea un niño —dijo Drake—, o algún animal doméstico. Una vez viví en un departamento, en Baltimore, y tenía un martilleo justo sobre mi cabeza, como si alguien dejara caer algo cientos de veces al día. Y eso es lo que era. Tenían un perro que no se cansaba de recoger un hueso de juguete y de dejarlo caer. Conseguí que pusieran una alfombra barata.

—No es un chico y no es un animal —porfió Rubin—. Ojalá dejaran de suponer que no sé lo que oigo. Escúchenme, yo trabajé en una carpintería una vez. Soy, además, un carpintero bastante bueno. Conozco el sonido de un martillo sobre la madera.

—Quizá sea alguien que está haciendo reparaciones en su casa —dijo Halsted.

—¿Durante meses? Es más que eso.

—¿Es así como está la situación ahora? ¿Hizo algún otro intento de localizar el lugar después que el portero le falló? —preguntó Henry.

Rubin frunció el ceño.

—Traté, pero no fue fácil. Todo el mundo tiene teléfono, pero no figuran en la guía. Es parte de la mentalidad de la fortaleza, a la que Avalon se refiere. Y sólo conozco a un par de personas con las que puedo hablar. Llamé a las puertas más probables, y luego de presentarme pregunté sobre el particular, pero todo lo que conseguí fueron malas miradas.

—Yo me daría por vencido —dijo Drake.

—Yo no —dijo Rubin, golpeándose el pecho—. El mayor problema fue que todo el mundo pensó que yo era una especie de chiflado. Incluso Charlie, creo. La gente común parece recelar en general de los escritores.

—Lo cual puede tener su justificación —dijo Gonzalo.

—Cállate —dijo Rubin—. De modo que pensé que lo mejor sería presentar alguna prueba.

—¿Cuál? —preguntó Henry.

—Bien, grabé el condenado martilleo, por supuesto. Pasé dos o tres días prestando atención y entonces, cada vez que comenzaba, encendía el magnetófono y lo grababa. Me trastornó todo el trabajo, pero conseguí casi cuarenta y cinco minutos de martilleo… no muy fuerte, pero se podía oír. Y fue algo interesante, porque si uno lo escucha se da cuenta de que el tipo ese debe ser un pésimo carpintero. Los golpes no son parejos y fuertes. No tiene ningún control sobre el martillo y es esa irregularidad la que cansa. Una vez que uno consigue tomar el ritmo adecuado se puede martillar todo el día sin cansarse. Lo hice muchas veces…

—¿Y le hizo escuchar la grabación al portero? —interrumpió Henry.

—No. Un mes atrás acudí a una autoridad superior.

—¿Entonces fuiste a ver al superintendente? —preguntó Gonzalo.

—No. Existe algo llamado comité de inquilinos.

Hubo una sonrisa general de aprobación en la que sólo Henry no participó.

—No pensé en eso —dijo Avalon.

Rubin hizo una mueca.

—La gente no piensa en eso en casos como éste, porque el único propósito del comité parece ser perseguir al propietario. Es como si nadie se hubiera enterado jamás de que un inquilino puede molestar a otro, aun cuando yo diría que nueve de cada diez molestias en un edificio de departamentos provienen de las relaciones entre vecinos. Eso les dije. Yo…

—¿Es usted miembro regular del comité, Sr. Rubin? —volvió a interrumpirlo Henry.

—Soy miembro, por supuesto. Todo inquilino es miembro automáticamente.

—Me refiero a si asiste regularmente a las reuniones.

—En realidad, ésa fue la segunda reunión a la que concurrí.

—¿Lo conoce a usted la gente que asiste regularmente?

—Algunos, sí. Además, ¿qué tiene que ver eso? Me presenté yo mismo: “Rubin”, dije, “14, doble A”, y me puse a hablar. Como había llevado el magnetófono, lo levanté en alto y lo mostré. Dije que en él estaba la prueba de que algún idiota era una molestia pública, que lo había fechado con día y hora y que si era necesario vería a mi abogado. Dije que de ser el propietario quien hiciera ese ruido todos los concurrentes a esa reunión estarían aullando para que se iniciase una acción conjunta contra él. ¿Por qué, entonces, no reaccionar de la misma manera contra uno de los inquilinos?

—Debe de haber sido un discurso de lo más elocuente —gruñó Trumbull—. Una lástima que no haya estado allí para oírte. ¿Qué dijeron?

—Quisieron saber quién era el inquilino que hacía ese ruido y no les pude decir —repuso Rubin con el ceño fruncido—. De modo que lo olvidaron. Nadie había oído el ruido y, de todos modos, a nadie le interesaba.

—¿Cuándo se celebró la reunión? —preguntó Henry.

—Casi un mes atrás. Y ellos tampoco se han olvidado. Realmente fue un discurso elocuente, Tom. Los dejé fritos. Lo hice deliberadamente. Quería que la noticia se extendiera y así fue. Charlie, el portero, dijo que la mitad de los inquilinos estaban hablando de eso…, que era lo que yo quería. Quería que ese carpintero se enterara. Que supiera que yo estaba tras él.

—Seguramente, no querrá usted que haya violencia, Sr. Rubin… —dijo Henry.

—No necesito la violencia. Sólo quería que lo supiera. Ha estado bastante sosegado las últimas semanas, y apuesto a que seguirá así.

—¿Cuándo es la próxima reunión? —preguntó Henry.

—La próxima semana… Quizá vaya.

Henry sacudió la cabeza.

—Sería mejor que no fuese, Sr. Rubin. Creo que sería mejor si se olvidara de todo esto.

—No estoy asustado de ese tipo, sea quien sea.

—Estoy seguro de que no, Sr. Rubin, pero encuentro peculiar esta situación en varios aspectos…

—¿En qué aspectos? —preguntó Rubin rápidamente.

—Es… es… Puede parecer melodramático, lo admito, pero… Sr. Avalon, usted y el Dr. Drake llegaron a la entrada del edificio un momento antes que yo y hablaron con el portero.

—Sí, así es —dijo Avalon.

—Quizá llegué demasiado tarde. Puede ser que me haya perdido algo. Me parece, Sr. Avalon, que usted le preguntó al portero si solían suceder incidentes deplorables en este edificio y él dijo que había habido un robo en un departamento del vigésimo piso el año pasado y que una mujer había sido atacada en el lavadero.

Avalon asintió pensativamente.

—Sin embargo —continuó Henry—, él sabía que nos dirigíamos al departamento del Sr. Rubin. ¿Cómo, entonces, no mencionó que en este departamento había habido un robo hace apenas dos semanas?

Hubo una larga pausa.

—Quizá no quería ser chismoso —dijo Gonzalo.

—Nos habló de los otros incidentes. Quizás haya sido una explicación intrascendente, pero cuando me enteré del robo me sentí molesto. Todo lo que he oído desde entonces ha aumentado mi sensación de intranquilidad. Es admirador del Sr. Rubin, la señora acudió a él en cierto momento y, sin embargo, no mencionó nada de eso.

—¿Qué te sugiere todo eso, Henry? —preguntó Avalon.

—¿Que está implicado de algún modo?

—¡Vamos, Henry! —dijo Rubin de inmediato—. ¿Me vas a decir que Charlie es cómplice de los ladrones?

—No; pero si algo extraño está sucediendo en este edificio, podría ser muy útil deslizarle un billete de diez dólares al portero de vez en cuando. Puede ser que no sepa de qué se trata. Lo que quieren puede parecerle bastante inofensivo… pero luego, cuando entran en su departamento, puede ser que de pronto él entienda más que antes. Se siente implicado y no querrá hablar más de eso. Por su propio bien.

—De acuerdo —dijo Rubin—. ¿Pero qué es lo que le parece tan peculiar? ¿El carpintero y su martilleo?

—¿Por qué alguien estuvo espiando el piso, esperando a que usted y su esposa dejaran el departamento solo y con una llave puesta nada más? —preguntó Henry—. ¿Y por qué, cuando el Sr. Avalon mencionó el incidente de la mujer del lavadero, usted, Sr. Rubin, lo descartó en seguida haciendo referencia a la delegación china ante las Naciones Unidas? ¿Hay alguna relación?

—Sólo que Jane me contó que algunos de los inquilinos estaban preocupados por la posibilidad de que los chinos ocuparan este edificio.

—Tengo la impresión de que ésa es una razón poco válida para su non sequitur. ¿Dijo su esposa que el hombre que había sorprendido saliendo del departamento era un oriental?

—Oh, no puede usted tener en cuenta eso —dijo Rubin, alzando los hombros expresivamente—. ¿Cómo se puede realmente notar…?

—Un minuto, Manny —interrumpió Avalon—. Nadie te está preguntando si el ratero era realmente chino. Todo lo que Henry pregunta es si Jane dijo que lo era.

—Dijo que le pareció que era; que tuvo la impresión… ¡Vamos, Henry! ¿Va a decir que se trata de espionaje?

Henry continuó imperturbable.

—Sume todo esto al asunto de ese martilleo irregular… Creo que el Sr. Rubin dijo específicamente que esa irregularidad era característica de un mal carpintero. ¿No será que esa irregularidad la produce un espía hábil? Por lo que yo sé, el punto débil de todo sistema de espionaje está en enviar la información. En este caso, no habría ningún contacto entre el que la envía y el que la recibe, ningún punto de referencia intermedio, nada que pueda ser abierto o interceptado. Sería el sonido más natural e inocente del mundo, algo que nadie puede oír, excepto la persona que está escuchando… y, como el azar lo ha querido, un escritor que desea concentrarse en su trabajo y al que lo distraen hasta los ruidos más insignificantes. Incluso así, podría interpretarse que se trata de alguien que está martillando… un carpintero.

—¡Vamos, Henry! Eso es estúpido —dijo Trumbull.

—Pero, entonces, ¿cómo explica un robo donde no se llevaron prácticamente nada?

—Tonterías —dijo Rubin—. Jane regresó demasiado pronto. Si se hubiera demorado cinco minutos más, el estereofónico habría desaparecido.

—Mire, Henry —dijo Trumbull—. Ha hecho cosas asombrosas otras veces y no quiero descartar completamente nada de lo que usted dice. No obstante, eso es muy improbable.

—Quizá pueda presentar alguna evidencia.

—¿De qué tipo?

—Tendría que usar las grabaciones que el Sr. Rubin hizo del martilleo. ¿Podría traerlas, Sr. Rubin?

—Nada más fácil —dijo Rubin, y desapareció hacia el interior.

—Henry, si piensa que voy a escuchar un estúpido martilleo y le voy a decir que está en código, está loco —advirtió Trumbull.

—Sr. Trumbull —dijo Henry—. No sé qué funciones desempeña usted en el gobierno, pero presumo que dentro de un momento querrá ponerse en contacto con la gente adecuada, y sugiero que comience por interrogar exhaustivamente al portero y que…

Rubin regresó con el ceño fruncido y la cara roja.

—Es extraño. No puedo encontrarlas. Creí que sabía exactamente dónde estaban, pero no las encuentro. Bueno, nos quedamos sin pruebas, Henry. Tendré que… ¿Las habré dejado en algún lado?

—La prueba es la ausencia de las grabaciones, Sr. Rubin —dijo Henry—, y creo que ahora sabemos qué buscaba el ratero y por qué no ha habido más martilleos desde entonces.

—Creo que sería mejor que hiciera… —comenzó a decir Trumbull, pero el sonido del timbre lo detuvo.

Por un momento, todos quedaron paralizados. Luego, Rubin musitó:

—No creo que sea Jane que regresa temprano. —Se levantó pesadamente, se dirigió hacia la puerta y atisbo por la mirilla. Miró fijamente unos instantes y luego dijo—: ¡Qué diablos! —y abrió violentamente la puerta.

Allí estaba el portero, con el rostro arrebatado y visiblemente intranquilo.

—Me llevó tiempo conseguir que alguien me reemplazara —dijo—. Escúchenme… no quisiera tener problemas, pero… —Sus ojos iban de una a otra persona nerviosamente.

—¡Cierra la puerta, Manny! —gritó Trumbull.

Rubin atrajo al portero hacia adentro y cerró la puerta.

—¿Qué pasa, Charlie?

—Hay algo que me tiene cada vez más preocupado. Y ahora alguien me preguntó si había problemas aquí… Usted, señor —dijo dirigiéndose a Avalon—. Luego empezó a llegar más gente y creo que sé de qué se trata. Supongo que alguno de ustedes está investigando el robo, pero yo no sabía qué estaba sucediendo, si bien supongo que no estuve bien, y quisiera explicar. Ese tipo…

—Nombre y departamento —lo apremió Trumbull.

—¡King! Vive en el 15-U —dijo Charlie.

—De acuerdo. Venga a la cocina conmigo. Manny, voy a hacer esa llamada telefónica desde aquí —dijo, y cerró la puerta de la cocina.

Rubin alzó los ojos, como si estuviera escuchando algo, y luego dijo:

—¿Martillando mensajes? ¡Quién lo hubiera creído!

—Exactamente por eso es por lo que funcionó —dijo Henry suavemente—. Y podría haber seguido funcionando de no haber habido en el mismo edificio un escritor de —si me permite decirlo— marcada excentricidad.