II
“F” COMO EN FALSIFICADOR

LA REUNIÓN DE los Viudos Negros se vio ligeramente estropeada por la inquietud de James Drake. Era una lástima porque la cena fue extraordinariamente buena, incluso si se consideraba la afectuosa solicitud que el Restaurante Milano dispensaba todos los meses a este grupo especial. Y si la ternera a la cordon bleu necesitaba un último toque, éste lo dio el meticuloso servicio de Henry, quien ponía platos donde segundos antes no había habido ninguno, sin que ninguno de los presentes pudiera, sin embargo, sorprenderlo en el camino.

A Thomas Trumbull le correspondía oficiar de anfitrión, función que realizaba con un salvajismo al que nadie prestaba la menor atención: salvajismo aun más notorio por el hecho de que, como anfitrión, no le parecía mal llegar atropelladamente un segundo antes de la segunda vuelta de los aperitivos (tercera para Rubin, quien nunca acusaba los efectos).

Trumbull aprovechó su derecho como anfitrión y llevó a un invitado para el interrogatorio. Este era alto, casi tanto como Geoffrey Avalon —el abogado de patentes miembro de los Viudos Negros—, y delgado, como Avalon. Su rostro, sin embargo, estaba totalmente afeitado y no tenía la solemnidad del de Geoffrey. Su cara más bien redonda y sus mejillas regordetas parecían tan en desacuerdo con el resto del cuerpo que daban la impresión de ser producto de un transplante de cabeza. Se llamaba Arnold Stacey.

Trumbull lo había presentado como Dr. Arnold Stacey.

—Ah —dijo Avalon con ese aire portentoso que automáticamente asumía en la más trivial de sus declaraciones—. Doctor doctor Stacey.

—¿Doctor doctor? —musitó Stacey, mientras se preparaba para sonreír ante la broma que seguramente había de seguir.

—Es una regla de los Viudos Negros —dijo Trumbull impacientemente— que todos los miembros sean doctores en virtud de su calidad de socios. Un doctor por cualquiera otra razón es…

—Un doctor doctor —dijo Stacey, y sonrió.

—Los títulos honorarios también podrían tomarse en cuenta —dijo Rubin, mostrando al sonreír unos dientes separados y una barba tan despareja como tupida era la de Avalon—, pero entonces yo vendría a ser un doctor doctor doctor…

Mario Gonzalo subía las escaleras en ese preciso momento, trayendo con él una vaga fragancia a trementina como si viniera directamente de su estudio. (Trumbull sostenía que era una deducción apresurada y que Gonzalo se ponía una gota de aguarrás detrás de la oreja antes de cualquier actividad social).

Gonzalo alcanzó a oír la última frase de Emmanuel Rubin y antes de llegar al último peldaño dijo:

—¿Qué títulos honorarios has recibido, Manny? Más bien deshonorarios, diría yo.

Las facciones de Rubin se paralizaron como cada vez que era atacado sin previo aviso, pero fue simplemente la pausa que necesitaba para hacerse de fuerzas.

—Puedo enumerártelos. En 1938, cuando tenía sólo quince años, da la casualidad que era predicador adventista …

—No, por amor de Dios —dijo Trumbull—, no nos des toda la lista. Aceptamos todo.

—Llevas las de perder, Mario —dijo Avalon con imperturbable amabilidad—. Sabes que nunca se puede sorprender a Rubin sin razones cuando comienza a hablar sobre su vida pasada.

—Claro —convino Gonzalo—. Es por eso que sus cuentos son tan malos. Son todos autobiográficos. No tienen poesía.

—He escrito poesía —comenzó Rubin, y en ese momento entró Drake. Por lo general era el primero en llegar, pero esta vez era el último.

—El tren se atrasó —dijo tranquilamente, quitándose el abrigo. Considerando que tenía que viajar desde Nueva Jersey, lo sorprendente era que eso no sucediera más a menudo—. Preséntenme el invitado —agregó Drake, mientras se daba vuelta para tomar la copa que Henry le ofrecía. Henry sabía lo que él prefería, por supuesto.

—Doctor doctor Arnold Stacey… Doctor doctor James Drake —dijo Avalon.

—Mis respetos —dijo Drake levantando su copa a manera de saludo—. ¿A qué rama corresponde su doctorado menos importante, doctor Stacey?

—Doctor en química, doctor doctor. Y llámeme Arnold.

El pequeño bigote hirsuto de Drake pareció erizarse.

—Ídem —dijo—. Mi doctorado es en química, también.

Por un instante se miraron uno a otro desconfiados. Luego Drake dijo:

—¿Industria? ¿Gobierno? ¿Universidad?

—Enseño. Soy profesor ayudante en la Universidad de Berry.

¿Dónde?

—Universidad de Berry. No es una universidad muy grande. Está en…

—Sé dónde está —dijo Drake—. Allí conseguí mi título de doctor. Mucho antes que usted, sin embargo. ¿Se doctoró usted en Berry antes de ingresar al cuerpo docente?

—No, yo…

—Sentémonos, por amor de Dios —rugió Trumbull—. Cada vez se está tomando más y comiendo menos en este lugar. —Se hallaba de pie junto a la silla del anfitrión, con su copa alzada mirando fijamente a los otros mientras todos tomaban asiento—. ¡Siéntense, siéntense! —y luego pronunció el brindis de ritual a la memoria del viejo rey Cole, con el mismo sonsonete de siempre, mientras Gonzalo seguía el ritmo, displicentemente, con un bollo al que partió en dos y enmantequilló tan pronto como murió la última sílaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Rubin de pronto, fijando la mirada en su plato con signos de desesperación.

Paté Maison, señor —dijo Henry sin levantar la voz.

—Eso es lo que pensé. Hígado picado. ¡Maldita sea, Henry! Yo le pregunto a usted, como hombre patológicamente honesto, ¿se puede comer esto?

—El asunto es totalmente subjetivo, señor. Depende del gusto personal por la comida.

Avalon golpeó la mesa.

—¡Objeción! Protesto contra el uso de la frase adjetiva “patológicamente honesto”. Es violar la confianza.

Rubin enrojeció levemente.

—Un momento, Jeff. No estoy violando la confianza de nadie. Sucede que ésa es mi opinión sobre Henry, independientemente de lo que sucedió el mes pasado.

—Que decida el presidente —porfió Avalon.

—Se callan los dos —dijo Trumbull—. La decisión del presidente es que Henry sea reconocido por todos los Viudos Negros como ese raro fenómeno que significa un hombre completamente honrado. No se necesita dar ninguna razón. Puede aceptarse como cosa por todos sabida.

Henry sonrió amablemente.

—¿Debo retirar el paté, señor?

—¿Usted comería algo así, Henry? —preguntó Rubin.

—Con todo placer, señor.

—Entonces yo también lo como —y procedió a hacerlo dando todas las señales de controlar a duras penas sus náuseas.

Trumbull se inclinó hacia Drake y le dijo con voz que para él era baja.

—¿Qué diablos te tiene así?

Drake se sobresaltó ligeramente y dijo:

—Nada. ¿Qué es lo que te tiene a ti así?

—Tú —dijo Trumbull—. Nunca en mi vida creí que se pudiera despedazar un bollo en tantas partes.

La conversación se hizo general después de eso, girando principalmente sobre la desesperanzada opinión de Rubin de que la honradez no tenía ningún poder de sobrevivencia y que todas las fuerzas de la selección natural se combinaban para eliminarla como una de las características humanas. Llegó a defender muy bien su tesis hasta que Gonzalo le preguntó si atribuía su propio éxito como escritor (“éxito que ya conocemos”, dijo Gonzalo) al plagio. Cuando Rubin atacó de frente este punto e intentó probar, a través de un cuidadoso razonamiento, que el plagio era fundamentalmente diferente de otras formas de fraude y podía ser tratado independientemente, fue abucheado.

Luego, entre el último plato y el postre, Drake se levantó para ir al baño y Trumbull lo siguió.

—¿Conoces a ese tipo Stacey, Jim? —preguntó éste.

Drake sacudió la cabeza.

—No. En absoluto.

—Bien, ¿qué sucede entonces? Admito que no eres una púa de fonógrafo, como Rubin, pero no has dicho una palabra durante toda la comida, ¡maldita sea! Y no dejaste de mirar a Stacey.

—Hazme un favor, Tom. Permíteme interrogarlo a mí después de la comida —le pidió Drake.

—Por supuesto —concedió Trumbull, encogiéndose de hombros.

Cuando llegó la hora del café, Trumbull dijo:

—Ha llegado el momento de interrogar al invitado. Bajo circunstancias ordinarias debería ser yo quien, como el único poseedor de una mente lógica en esta mesa, tendría que comenzar. Sin embargo, en esta ocasión, cedo el lugar al doctor Drake, ya que él pertenece a la misma secta profesional que nuestro distinguido invitado.

—Doctor doctor Stacey —comenzó Drake lentamente—, ¿cómo justifica su existencia?

—Cada vez menos, a medida que pasa el tiempo —contestó Stacey imperturbable.

—¿Qué diablos significa eso? —interrumpió Trumbull.

—Yo estoy haciendo las preguntas —dijo Drake con firmeza desacostumbrada.

—No me importa contestar —dijo Stacey—. Ya que las universidades parecen tener problemas mayores cada año, y debido a que yo no hago nada con respecto a esto, mi propia función como apéndice de la universidad parece cada vez menos defendible, eso es todo.

Drake pasó por alto esto.

—Usted enseña en la universidad donde yo me gradué. ¿Oyó hablar de mí alguna vez? —preguntó.

Stacey titubeó.

—Lo siento, Jim. Hay un gran número de químicos de los que nunca oí hablar. No quiero ofenderlo.

—No soy hipersensible con respecto a eso. Jamás oí hablar de usted tampoco. Lo que quiero decir es esto: ¿Ha oído hablar de mí en la Universidad de Berry? ¿Como uno de los estudiantes de allí?

—No, no he oído.

—No me sorprende. Pero había otro estudiante en Berry, en la misma época que yo. Él continuó para doctorarse en Berry. Se llamaba Faron, F-A-R-O-N; Lance Faron. ¿Oyó hablar de él alguna vez?

—¿Lance Faron? —Stacey arrugó el entrecejo.

—Lance puede haber sido un diminutivo de Lancelot; Lancelot Faron. No sé. Siempre lo llamábamos Lance.

Finalmente Stacey sacudió la cabeza.

—No, el nombre no me es familiar.

—Pero debe de haber oído hablar de David St. George…, —añadió Drake.

—¿El profesor St. George? Por supuesto. Murió el mismo año que yo ingresé al cuerpo docente. No puedo decir que lo haya conocido, pero por supuesto que oí hablar de él.

—¡Qué diablos! ¡Maldita sea, Jim! —intervino Trumbull—. ¿Qué tipo de preguntas son éstas? ¿Estamos en una reunión de ex alumnos?

Drake, que se hallaba perdido en sus propios pensamientos, salió de ellos y dijo:

—Espera, Tom. Quiero llegar a algo y no deseo hacer preguntas. Quisiera contar una historia primero. ¡Mi Dios! Esto me ha estado molestando durante años y nunca pensé en presentárselo a todos ustedes hasta que ahora nuestro invitado…

—Voto a favor de la historia —dijo Gonzalo.

—Con la condición —dijo Avalon— de que no se interprete esto como precedente.

—El presidente decide lo que es precedente —dijo Trumbull de inmediato—. Continúa, Drake. Sólo que, ¡por amor de Dios!, no te demores toda la noche.

—Es bastante simple —dijo Drake—. Se trata de Lance Faron, el cual era su verdadero nombre, y voy a denigrarlo. De modo que tiene que entender, Arnold, que lo que se diga entre estos muros es estrictamente confidencial.

—Así me lo explicaron —dijo Stacey.

—Continúa —gritó Trumbull—. Te vas a demorar toda la noche. Yo ya lo sabía.

Drake dijo:

—El problema con Lance es que no creo que nunca haya tenido la intención de ser químico. Su familia era lo suficientemente rica…, Bueno, incluso esto. Cuando estaba preparando su doctorado, se hizo montar un laboratorio con piso de corcho por su propia cuenta.

—¿Por qué un piso de corcho? —quiso saber Gonzalo.

—Si alguna vez se te hubiera caído una redoma sobre un piso de baldosas no preguntarías eso —dijo Drake—. Eligió la carrera de químico porque tenía que elegir una carrera, y luego la continuó porque eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en Europa y comenzaban a reclutar —era 1940— y el título de químico sería algo que el ejército respetaría. Y lo respetaron: nunca entró en el ejército, por lo que yo sé. Pero eso era perfectamente legítimo: yo tampoco vestí nunca el uniforme y no acuso a nadie.

Avalon, que había sido oficial del ejército, estaba serio.

—Perfectamente legítimo —dijo, no obstante.

—No estaba hecho para eso —prosiguió Drake—; para la química, quiero decir. No tenía ninguna aptitud natural para ella y nunca se esforzó en particular. Se sentía satisfecho con un “aprobado” y eso era acaso todo lo que podía hacer. No había nada malo en eso, supongo, y le bastaba para conseguir su título de licenciado, lo que no significa mucho en química. Sus calificaciones, sin embargo, no eran lo suficientemente buenas como para permitirle continuar con miras al doctorado. De eso se trataba, justamente. Todos nosotros —el resto de los que seguíamos estudios de posgrado en química ese año— supimos que sólo llegaría a alcanzar su título de químico. Luego conseguiría algún tipo de trabajo que lo mantuviera a salvo de ser reclutado. Supusimos que su padre le daría una mano en eso.

—¿El resto de ustedes estaba celoso de él? —preguntó Rubin—. Porque esa clase de tipo pudiera …

—No estábamos celosos de él —dijo Drake—. Claro, le envidiábamos su situación. ¡Diablos! Esos eran los tiempos en que todavía no habían empezado a llovernos los subsidios estatales. Al final de cada semestre universitario yo vivía una historia de suspenso llamada “¿Consigo el dinero para el próximo semestre o me retiro?”. A todos nosotros nos hubiera gustado ser ricos. Pero Lance era un tipo que caía bien. No se ufanaba de la situación, sino que nos llegaba a prestar unos pesos cuando andábamos en bancarrota y lo hacía sin ostentación. Además, estaba perfectamente dispuesto a admitir que no era ningún cerebro. Incluso le ayudábamos. Gus Blue le enseñaba física orgánica por una cierta suma. No era siempre escrupuloso, por supuesto. Había una preparación que era preciso sintetizar en el laboratorio, pero nosotros sabíamos que había comprado una muestra en la tienda de productos químicos y la había presentado como propia. Por lo menos, estábamos bastante seguros de que lo había hecho, pero no nos molestaba.

—¿Por qué no? Eso no era muy honrado, ¿no es así? —preguntó Rubin.

—Porque no le servía de nada —repuso Drake, molesto—. Significaba simplemente otro “aprobado”, si es que tenía suerte. Pero la razón por la que menciono esto es porque todos sabíamos que era capaz de hacer trampas.

—¿Quiere decir que el resto de ustedes no lo habría hecho? —intervino Stacey. Había un tono de cinismo en su voz.

Drake alzó las cejas y las volvió a bajar.

—No respondería por ninguno de nosotros si nos hubiéramos visto realmente en apuros. El asunto es que no sucedía así. Todos teníamos una posibilidad de pasar sin correr el riesgo de trampear, y ninguno de nosotros lo hizo, por lo que yo sé. Yo no lo hice, y eso puedo garantizarlo. Pero entonces llegó el momento en que Lance decidió continuar hasta lograr el doctorado. Fue una bomba. Los empleos relacionados con la guerra estaban comenzando a aparecer y en la universidad ya había encargados de alistar candidatos. Significaba un buen sueldo y la completa seguridad de salvarse de ser llamado a filas, pero el título del doctorado significaba mucho para nosotros y dudábamos de que volviésemos a la facultad una vez que nos hubiéramos alejado de los estudios por cualquier razón. Alguien (no yo) dijo que le habría gustado estar en el lugar de Lance, pues éste no tendría que dudar para tomar una decisión: aceptaría un empleo. “No sé”, dijo Lance, por el contrario. “Creo que me quedaré para doctorarme”. Es probable que estuviera bromeando. Estoy seguro de que estaba bromeando; pero de todos modos, pensamos que así era y nos reímos. Como estábamos un poco bebidos, la risa se transformó en una de esas cosas sin sentido… ya saben cómo es. Si uno de nosotros daba señales de detenerse, se encontraba con la mirada de otro y comenzaba otra vez. No era tan cómico. No tenía nada de cómico. Pero nos reímos hasta quedar medio sofocados. Y Lance se puso rojo y luego blanco. Recuerdo que intenté decir: “Lance, no nos estamos riendo de ti”, pero no pude. Me ahogaba de risa y las palabras no me salían. Y Lance nos dejó. Después de eso, era seguro que intentaría el doctorado. No hablaba, pero firmó todos los formularios necesarios y eso pareció satisfacerlo. Después de un tiempo, la situación volvió a ser la de siempre, y él se mostró otra vez amable. Yo le dije: “Escúchame, Lance. Te llevarás una desilusión. No conseguirás la aprobación de la facultad para las investigaciones que requiere el doctorado sin tener ni una sola calificación sobresaliente en tu puntaje. No puedes, simplemente”. Él contestó: “¿Por qué no? Ya hablé con la comisión Les dije que tomaría química cinética con St. George y que conseguiría un sobresaliente con él. Les dije que les mostraría lo que podía hacer”. Eso tenía incluso menos sentido para mí. Era más cómico que lo que había dicho cuando nos reímos de él. Ustedes tendrían que haber conocido a St. George. Usted debe de saber lo que quiero decir, Arnold.

—Enseñaba un estricto curso de cinética —dijo Stacey—. Uno o dos de los más brillantes conseguían a duras penas un “sobresaliente”; de otro modo, un “aprobado” o aun menos.

Drake se encogió de hombros.

—Hay algunos profesores que se enorgullecen de eso. Son la versión profesional del Capitán Bligh. Pero era un buen químico, probablemente el mejor que Berry haya tenido jamás. Fue el único miembro de la facultad que alcanzó prestigio nacional después de la guerra. Si Lance lograba tomar ese curso y aprobarlo con buenas calificaciones, iba a causar cierta impresión. Aunque tuviera notas mediocres en todo lo demás, el razonamiento sería: “Bueno, no ha trabajado mucho porque no ha tenido que hacerlo; pero cuando finalmente se decidió a esforzarse, mostró una habilidad impresionante”. Él y yo tomamos química cinética juntos, y yo corrí, sudé y bufé cada minuto de ese curso. Pero Lance, sentado a mi lado, nunca dejó de sonreír. Tomaba notas cuidadosamente, y sé que las estudiaba porque cuando me lo encontraba en la biblioteca siempre estaba dedicado a química cinética. Se corrió la voz. St. George no daba exámenes parciales. Dejaba que todo se planteara en los debates durante la clase y en el examen final, que duraba tres horas… tres horas enteras. La última semana del curso no había clases magistrales y los estudiantes tenían la oportunidad de resumir y repasar todo antes de la semana de los exámenes finales. Lance aún sonreía. Su rendimiento en los otros cursos tenía la calidad de siempre, pero eso no le molestaba. Solíamos decirle: “¿Cómo te está yendo en cinética, Lance?”; y él contestaba: “Sin tropiezos”, y sonaba optimista, ¡maldita sea! Entonces llegó el día del examen final. —Drake hizo una pausa y apretó los labios.

—¿Y? —preguntó Trumbull.

—Lance Faron aprobó —dijo Drake en voz un poco más baja—. Logró incluso más que eso: Consiguió 96 puntos de un total de 100. Nadie antes había logrado más de 90 en los exámenes finales de St. George, y dudo de que alguien haya obtenido más después de eso.

—Nunca supe de nadie que lo lograra en los últimos tiempos —dijo Stacey.

—¿Qué puntaje obtuviste tú? —preguntó Gonzalo.

—Obtuve 82 —dijo Drake—. Y a excepción del de Lance, fue el mejor puntaje de la clase. A excepción del de Lance.

—¿Qué sucedió con el muchacho? —preguntó Avalon.

—Comenzó sus estudios de doctorado, por supuesto. La facultad le concedió su aprobación sin ningún impedimento, y se comentó que el mismo St. George lo recomendó. Después de aquello yo dejé la universidad —continuó Drake—. Trabajé en la separación de isótopos durante la guerra y con el tiempo me mudé a Wisconsin para realizar mi investigación doctoral. Pero de vez en cuando me llegaban noticias de Lance a través de viejos amigos. Lo último que supe fue que se encontraba en algún lugar de Maryland, dirigiendo su propio laboratorio privado. Cerca de diez años atrás, recuerdo haber buscado su nombre en Anales de la Química y encontré la lista de unos pocos artículos que había publicado. Nada fuera de lo común. Era típico de Lance.

—¿Continúa autofinanciándose? —preguntó Trumbull.

—Supongo que sí.

Trumbull se echó hacia atrás.

—Si aquí termina tu historia, Jim, ¿qué diablos es lo que te molesta?

Drake paseó su mirada alrededor de la mesa, observando primero a unos y luego a otros, y después dio un golpe con el puño que hizo saltar y tintinear las tazas de café.

—Porque hizo trampa, ¡maldita sea! Ese no fue un examen limpio, y mientras él tenga su título de doctor mi título tendrá menos valor, y el suyo también —le dijo a Stacey.

—Un falso doctor —murmuró Stacey.

—¿Qué? —dijo Drake un poco desconcertado.

—Nada —repuso Stacey—. Estaba pensando solamente en un colega que inventó esta expresión en una facultad de medicina donde los estudiantes consideraban el título de médico como el único título legítimo de doctor. Para ellos los otros “Doctores” eran todos falsos.

Drake resopló.

—En realidad —comenzó Rubin con el típico aire de controversia que solía adoptar incluso en sus frases más triviales—, si tú …

Avalon lo interrumpió desde su impresionante altura:

—Bueno, dime Jim: si él hizo trampa, ¿cómo fue que se salió con la suya?

—Porque no había nada que probara que había hecho trampa.

—¿Se te ocurrió alguna vez —dijo Gonzalo— que quizá no haya trampeado? Quizá fuese cierto, realmente, que cuando se proponía algo demostraba una habilidad pasmosa.

—No —dijo Drake con otro golpe estremecedor sobre la mesa—. Es imposible. Nunca hasta entonces había demostrado tener esa habilidad y nunca la demostró después. Además estuvo muy confiado durante todo el curso. Poseía esa confianza que sólo podía significar que había ideado un plan a toda prueba para conseguir ese “sobresaliente”.

—Está bien —dijo Trumbull lentamente—, supongamos que así fue. Consiguió su título de doctor, pero no le fue muy bien. De acuerdo con lo que dices, se halla perdido en algún oscuro rincón, sin pena ni gloria. Sabes perfectamente bien, Jim, que muchísimos tipos logran alcanzar posiciones profesionales, incluso sin trampear, y sin tener más sesos que un canario. ¿Por qué tomárselas con ese sujeto en particular, haya o no haya trampeado? ¿Sabes qué pienso que te hace perder los estribos, Jim? Lo que te duele es que no sabes cómo lo hizo. Si pudieras solucionar eso, ¡vamos!, te olvidarías del asunto.

—¿Alguien desea un poco más de coñac, caballeros? —interrumpió Henry.

Cinco copas, pequeñas y delicadas, se levantaron. Avalon, que sabía exactamente la cantidad que su cuerpo toleraba, mantuvo la suya en la mesa.

—Bien, Tom —dijo Drake—, entonces explícamelo. ¿Cómo lo hizo? Tú eres el experto en códigos.

—Pero aquí no se trata de ningún código. No sé. Quizás él logró que… que… algún otro hiciera el examen en su lugar y entregó las respuestas de otro.

—¿Con la letra de ese otro? —dijo Drake despreciativamente—. Además, ya pensé en eso. Todos pensamos en eso. No creerás que fui yo el único que pensó que Lance había hecho trampa, ¿no? Todos pensamos lo mismo. Cuando apareció ese 96 en la lista de exámenes y después que recobramos el aliento —y nos tomó unos cuantos minutos— exigimos ver su examen. Lo entregó sin ningún reparo y todos nosotros lo revisamos. Era un trabajo casi perfecto, pero de su puño y letra y en el estilo que le era propio. No me impresionaron los pocos errores que allí aparecían. En ese momento pensé que los había hecho sólo para no presentar un examen perfecto.

—Está bien —dijo Gonzalo—. Algún otro hizo ese examen y tu amigo lo copió con sus propias palabras.

—Imposible. No había nadie en el aula fuera de los estudiantes y del ayudante de St. George. Este abrió los temas de examen sellados, justo antes de dar comienzo a la prueba. Nadie pudo haber escrito un examen para Lance y otro para sí mismo, incluso suponiendo que nadie lo hubiese visto hacerlo. Además, en esa clase no había nadie que fuese capaz de pasar un resultado de 96 puntos.

—Lo imposible sería que lo hubiese escrito allí mismo —dijo Avalon—. Pero supongamos que alguien logró conseguir una copia de las preguntas con la suficiente anticipación al examen, y luego consultó los textos, trabajando a fondo, hasta poder redactar respuestas perfectas. ¿No es posible que Lance haya hecho algo así?

—No, no es posible —dijo Drake inmediatamente—. No estás sugiriendo nada que nosotros no hayamos imaginado entonces, te lo puedo asegurar. La universidad había sufrido un escándalo a raíz de ciertas trampas, hacía diez años, y por lo tanto el procedimiento de rutina se había hecho más estricto. St. George cumplía las medidas de siempre. Redactó las preguntas y se las entregó a su secretaria el día anterior al examen. Ella mimeografió el número necesario de copias en presencia de St. George. Este revisó las copias y luego destruyó el original y el stencil del mimeógrafo. Las preguntas del examen fueron empaquetadas, selladas y guardadas en la caja de seguridad de la universidad. La caja fue abierta justo antes del examen y los cuadernillos de preguntas entregados al ayudante de St. George. No existía ninguna posibilidad de que Lance viera las preguntas.

—Quizá no entonces, precisamente —dijo Avalon—. Pero incluso si el profesor contaba con las preguntas mimeografiadas el día anterior al examen, ¿desde cuándo pudo haberlas tenido en su poder? Pudo haber utilizado un examen de algunos de los anteriores…

—No —interrumpió Drake—. Como preparación de rutina habíamos estudiado cuidadosamente, antes del examen, todas las preguntas que St. George había hecho en años anteriores. ¿Crees que éramos tontos? No hubo repeticiones.

—Está bien. Pero incluso, de haber preparado un examen totalmente nuevo, pudo haberlo hecho al comienzo del semestre. Ustedes no lo hubieran sabido. Lance pudo haber visto las preguntas a principios del semestre. Sería mucho más fácil preparar las respuestas para un número fijo de preguntas durante el transcurso del semestre que intentar aprender toda la materia.

—Creo que te estás acercando, Jeff —dijo Gonzalo.

—Frío, frío —dijo Drake—, porque no fue así como trabajó St. George. Cada pregunta de su examen final se refería a algún punto en particular que en algún momento resultara difícil para alguno de los estudiantes. Uno de ellos, y el más sutil, se refería a un problema que yo no había entendido durante la última semana de clase. Yo había señalado lo que me parecía que era un error en derivación y St. George… Bueno, no importa. El asunto es que el examen debió de ser preparado después de las últimas clases.

Arnold Stacey interrumpió.

—¿Era ésa una costumbre de St. George? Si así fuese debía de regalar varios puntos a los muchachos.

—¿Quiere decir que los alumnos esperarían precisamente aquellas preguntas referentes a los errores que surgían durante los seminarios?

—Más que eso. Los estudiantes podían llamar deliberadamente la atención del profesor hacia aquellas partes de la materia que conocían bien con el objeto de inducir a St. George a que les adjudicara el mayor puntaje.

—No puedo responder a eso —dijo Drake—. No asistimos a sus cursos previos, de modo que no podemos saber si sus exámenes anteriores seguían la misma línea.

—Si así fuera, los alumnos anteriores habría hecho correr la noticia, ¿no es así? Es decir, si los cursos de los años cuarenta se parecían en algo a los de ahora.

—Lo habrían hecho —admitió Drake—, pero no lo hicieron. Así sucedió con St. George, ese año al menos.

—Dime, Jim, ¿cómo se las arreglaba Lance durante las exposiciones del seminario? —interrumpió Gonzalo.

—No hablaba; no se arriesgaba. Todos nosotros suponíamos que así sería. No nos sorprendía.

—¿Y la secretaria del departamento de química? ¿Puede ser que Lance hubiera logrado sonsacarle las preguntas? —preguntó Gonzalo.

—No conoces a la secretaria —dijo Drake sombríamente—. Además no podría haberlo hecho. No pudo haber sobornado a la secretaria, ni violado la caja de seguridad ni hecho ninguna trampa. Por la naturaleza de las preguntas pudimos darnos cuenta de que el examen había sido preparado la semana anterior a la finalización del curso, y durante esa última semana Lance no podía haber hecho nada.

—¿Estás seguro? —preguntó Trumbull.

—Te apuesto lo que quieras. A todos nos molestaba el hecho de que estuviera tan confiado. El resto de nosotros estaba verde de pánico ante la idea de fracasar, y él sonreía. Sonreía siempre. El día de la última clase alguien dijo: “Se robará la hoja de las preguntas”. En realidad fui yo quien lo dijo, pero los demás estaban de acuerdo y decidimos… Bueno, decidimos seguirle la pista.

—¿Quieres decir que nunca lo perdieron de vista? —inquirió Avalon—. ¿Mantuvieron guardias de vigilancia durante la noche? ¿Lo seguían cuando iba al baño?

—Casi, casi. Burroughs era su compañero de cuarto y Burroughs tenía el sueño liviano y juraba que sabía cada vez que Lance se daba vuelta en su cama.

—Pudo haber drogado a Burroughs una noche —dijo Rubin.

—Pudo, pero a éste no le pareció, y nadie lo creyó tampoco. Sucedía simplemente que Lance no actuaba de ningún modo en forma sospechosa; ni siquiera parecía molesto por ser observado.

—¿Sabía que lo estaban vigilando? —preguntó Rubin.

—Probablemente lo sabía. Cada vez que iba a algún lado solía sonreír y decir: “¿Quién me acompaña?”.

—¿A qué lugares iba?

—A los sitios de costumbre. Comía, bebía, dormía, evacuaba. Solía ir a la biblioteca de la facultad a estudiar o se quedaba en su habitación. Fue al correo, al banco, a una zapatería. Lo seguimos en cada una de sus diligencias, a lo largo y ancho del pueblo. Además …

—Además ¿qué? —dijo Trumbull.

—Además, incluso si hubiera logrado apoderarse de la hoja de preguntas, sólo podía haber sido en esos pocos días antes del examen, quizá sólo la noche anterior. Siendo quien era, Lance tendría que haber sudado tinta china para encontrar las respuestas. Eso le habría llevado días de intenso trabajo y estudio. Si hubiese podido contestarlas sólo con echarles una mirada, no hubiera tenido necesidad de hacer trampas: habría podido mirarlas en los primeros minutos del examen.

—Me parece que llegaste a un callejón sin salida, Jim. Aparentemente, tu sospechoso no pudo hacer trampas —comentó Rubin con tono irónico.

—De eso se trata, precisamente —gritó Drake—. Debe de haber hecho trampa, pero en forma tan inteligente que nadie lo pudo sorprender. Nadie pudo siquiera imaginar cómo lo hizo. Tom tiene razón: es eso lo que me molesta.

Fue entonces cuando Henry tosió y dijo:

—¿Me permiten una palabra, señores?

Todas las cabezas se dirigieron hacia arriba como si un titiritero invisible hubiese tirado de los hilos.

—¿Sí, Henry? —dijo Trumbull.

—Me parece, señores, que ustedes están demasiado familiarizados con la falta de honradez como para entenderla bien.

—¡Por Dios, Henry, me ofende usted duramente! —dijo Avalon con una sonrisa, pero sus cejas oscuras se fruncieron hasta casi cubrirle los ojos.

—No quiero ser irrespetuoso, señores, pero el Sr. Rubin sostuvo que la falta de honradez tiene su valor. El Sr. Trumbull piensa que el Dr. Drake está molesto sólo porque el fraude fue lo suficientemente inteligente como para evitar ser descubierto y no por el hecho en sí, y quizá todos ustedes están de acuerdo con eso.

—Me parece que lo que quieres insinuar, Henry, es que tu honradez exagerada te permite detectar el fraude mejor que nosotros e incluso comprenderlo con más exactitud —dijo Gonzalo.

—Casi tengo esa impresión, señor —contestó Henry—, en vista de que ninguno de ustedes ha hecho comentario alguno sobre un hecho de la historia del Dr. Drake que es evidentemente improbable y que me parece que explica todo.

—¿Cuál es? —preguntó Drake.

—¡Vaya! La actitud del profesor St. George, señor. Se trata de un profesor que se enorgullece de suspender a muchos de sus alumnos y que nunca permite que nadie obtenga más de 80 puntos en el examen final, y sin embargo, un estudiante que es absolutamente mediocre —y entiendo que todos los de la facultad, tanto los profesores como los alumnos, conocían su mediocridad— obtiene un 96 y el profesor lo acepta e incluso lo respalda ante la comisión calificadora. No hay duda de que él debió de haber sido el primero en sospechar un fraude. Y debió de haberlo hecho sumamente indignado, también.

Hubo un silencio. Stacey estaba pensativo.

—Quizá no podía admitir —dijo Drake— que alguien fuese capaz de engañarlo a él. ¿Me entiende?

—Esas son disculpas, señor —repuso Henry—. En cualquier situación en la que un profesor hace preguntas y un alumno las contesta, uno siempre tiende a pensar que si hay trampa ésta proviene del alumno. ¿Por qué? ¿Qué pasaría si el tramposo fuese el profesor?

—¿Qué ganaría con eso? —inquirió Drake.

—¿Qué es lo que se gana normalmente? Dinero, según sospecho, señor. La situación, como usted la describió, es la de un estudiante que goza de excelente estado económico y la de un profesor que tenía el salario que solía ganar un profesor en aquellos días, antes que empezaran a llegar las financiaciones del gobierno. Suponga que el alumno le hubiera ofrecido unos pocos miles de dólares …

—¿Para qué? ¿Para que le otorgara una nota falsa? Vimos el examen de Lance y era legítimo. ¿Para permitir que Lance viera las preguntas antes de haberlas mimeografiado? No le habría servido de nada a Lance.

—Mírelo al revés, señor. Suponga que el estudiante le hubiera ofrecido esos pocos miles de dólares para que le permitiese a él, el alumno, mostrarle las preguntas al profesor.

Otra vez intervino el titiritero invisible y hubo un coro de “Qués” en diferentes tonos.

—Supongamos, señor —continuó Henry pacientemente—, que fue el Sr. Lance Faron quien escribió las preguntas, una por una, durante el transcurso del semestre, puliéndolas a medida que éste avanzaba. Eligió algunos puntos interesantes que surgieron en las clases, sin hablar nunca durante los debates de manera que pudiera escuchar mejor. Las pulió a medida que avanzaba el semestre, trabajando intensamente. Como dijo el Sr. Avalon, es más fácil entender unos pocos puntos específicos que aprender el contenido de toda una materia. Incluyó una pregunta de las clases de la última semana haciéndoles creer a ustedes, inadvertidamente, que el examen en su totalidad había sido elaborado durante la última semana. Esto significó también que logró un examen que era totalmente diferente de la variedad que St. George normalmente daba. Los exámenes anteriores del curso no se habían centrado en las dificultades de los alumnos. Ni tampoco lo hicieron los que vinieron a continuación, según puedo juzgar por la sorpresa del Dr. Stacey. Luego, al final del curso, habiendo completado el examen, debió de haberlo enviado por correo al profesor.

—¿Por correo? —preguntó Gonzalo.

—Creo que el Dr. Drake mencionó que el joven fue a la oficina de correos. Puede ser que lo haya enviado por correo. El profesor St. George podría haber recibido las preguntas junto con parte del pago en billetes chicos, quizás. Él, entonces, lo habría escrito con su propia letra, o mecanografiado, y lo habría entregado a su secretaria. De ahí en adelante, todo habría sido normal. Y, por supuesto, el profesor habría tenido que respaldar al alumno hasta el final.

—¿Por qué no? —dijo Gonzalo entusiasmado—. ¡Por Dios, que tiene sentido!

—Tengo que admitir —dijo Drake lentamente— que ésa es una posibilidad que nunca se nos ocurrió a ninguno de nosotros… Pero, por supuesto, nunca lo sabremos.

—Casi no he abierto la boca en toda la noche —interrumpió Stacey—, a pesar de que se me dijo que sería interrogado.

—Lo siento —dijo Trumbull—. Este papanatas de Drake tenía que contar una historia sólo porque usted provenía de Berry.

—Muy bien, entonces. Pero como provengo de Berry, permítame agregar algo. El profesor St. George murió el año en que yo ingresé, según dije, y yo no lo conocía. Pero conozco a mucha gente que sí lo trató y he oído muchas historias acerca de él.

—¿Quiere decir que se sabía que era un tramposo? —preguntó Drake.

—Nadie dijo eso. Pero se sabía que era poco escrupuloso, y he oído algunas alusiones pocos felices sobre cómo manejaba los fondos gubernamentales para que le dejaran un cierto provecho. Ahora que escuché su historia sobre Lance, Jim, debo admitir que no pensé que St. George estuviera implicado de esa manera, precisamente. Pero como Henry se ha tomado la molestia de pensar lo impensable desde las alturas de su propia honradez…, bueno, creo que tiene razón.

—De modo que así fue —dijo Trumbull—. Después de treinta años, Jim, puedes olvidarte de toda esta historia.

—Excepto… excepto…, —una semisonrisa cruzó por el semblante de Drake y en seguida se echó a reír: Ahora soy yo el tramposo, porque no puedo evitar pensar que si Lance poseía las preguntas desde el comienzo, el muy sinvergüenza pudo habernos dado una pista al resto.

—¿Después que todos ustedes se habían reído de él, señor? —preguntó Henry suavemente, mientras comenzaba a despejar la mesa.