7. Los franceses se expanden

Más allá de Los Grandes Lagos.

Durante los reinados de Carlos II y Jacobo II, mientras las colonias inglesas se expandían a lo largo de la línea costera. Nueva Francia también estaba expandiéndose. Pero, conducidos por misioneros y comerciantes en pieles se expandían lejos, por el interior.

En los decenios de 1650-1659 y 1660-1669, los franceses adquirieron mayor conocimiento de la región de los Grandes Lagos y reforzaron su dominio de ella. Cuatro de estos lagos más tarde recibieron nombres indios: el Hurón, el Michigan, el Erie y el Ontario. El Lago Superior fue así llamado porque era el más septentrional y, por ende, en los mapas, según la orientación que reciben habitualmente, estaba arriba de todos. El nombre también es apropiado, en el sentido inglés de la palabra, porque es también el mayor de los Grandes Lagos.

Jean Nicolet, un subordinado de Champlain, en ese año había cruzado el Lago Hurón y el Michigan y descubierto Green Bay, la extensión occidental con forma de pulgar de este último lago. Luego exploró lo que es hoy el Estado de Wisconsin (donde abrigó la persistente esperanza de poder encontrar chinos) y llegó casi al río Mississippi, pero cedió demasiado pronto, por su ansiedad de volver rápidamente con sus informes.

Su labor fue proseguida con mucho mayor detalle por el misionero jesuita francés Claude Jean Allouez, quien, interesado en la conversión de los indios más que en la exploración en sí, viajó por todas las tierras que rodean a los Grandes Lagos. Fundó una misión, en 1666, en un lugar situado entre el Lago Superior y el Michigan. Otro misionero jesuita, Jacques Marquette fundó otras misiones en las costas de los lagos, en 1668 y 1671.

En 1672, Louis de Buade, Conde de Frontenac, fue nombrado gobernador de Nueva Francia. Aunque pendenciero y egotista, era una persona capaz, con imaginación y empuje. Anhelaba impedir que Nueva Francia fuese totalmente dominada por los jesuitas y quería que hubiese más que misioneros en los Grandes Lagos. En 1673, por ejemplo, fundó Fort Frontenac, en el punto en que el San Lorenzo nace del Lago Ontario. (Durante un tiempo, el Lago Ontario fue llamado Lago Frontenac por los franceses).

Además, era claro para él que, al pasar del océano Atlántico al Lago Superior, se penetraba profundamente en el interior de América del Norte. Si los ríos que, según los informes de Nicolet, había a corta distancia más allá del lago Michigan desembocaban en el Pacífico (y, ciertamente, fluían hacia el Oeste), entonces debía haber un paso acuático por el Continente a sólo una corta distancia terrestre al oeste del lago Michigan. Era algo que valía la pena investigar.

A tal fin recurrió a un trampero, Louis Joliet, quien ya había explorado totalmente los Grandes Lagos. Joliet sintió necesidad de alguien que conociese a los indios occidentales y pidió al padre Marquette que fuera con ellos. En mayo de 1673 iniciaron su viaje de exploración. Siguieron los pasos de Nicolet, de casi cuarenta años antes hasta Green Bay, aguas arriba del río Fox y luego hacia el Oeste, por tierra, hasta el río Wisconsin.

Allí no retrocedieron sino que pasaron por el río Wisconsin más allá del punto al que había llegado Nicolet, y, el 17 de junio de 1673 entraron en el gran río en el que aquél vuelca sus aguas. Joliet y Marquette fueron los primeros europeos que llegaron a los tramos superiores de ese gran río y le dieron el nombre indio de Mississippi (que significa «gran río»). Luego viajaron por unos 1.100 kilómetros aguas abajo, hasta el punto en el que penetra en el Mississippi el río Arkansas. Allí se volvieron porque se estaban aproximando a la región de influencia española, y temían ser capturados y perder los informes de su exploración. Además, ya habían realizado su tarea. Era claro que las corrientes que estaban más allá de los Grandes Lagos conducían al golfo de México, y no al Pacífico. No eran el paso a través del Continente.

Un hombre que aún no estaba convencido de ello era Rene Robert Cavelier, señor de La Salle, un favorito de Frontenac. La Salle era un hombre exaltado y excéntrico y un infatigable explorador. Su sueño era encontrar una ruta hacia China, y hablaba tanto de ello que su finca a orillas del río San Lorenzo fue llamada burlonamente «La Chine» (China). La ciudad que ha crecido en ese lugar aún hoy es llamada Lachine.

La Salle exploró incansablemente las tierras situadas al sur de los Grandes Lagos que hoy forman el Estado de Ohio. En 1677 obtuvo permiso para explorar hacia el Oeste, con el derecho de explotar el comercio de pieles en las regiones que abriera. La Salle siguió las huellas de Joliet y exploró el Mississippi, tanto aguas arriba como aguas abajo.

En 1682, La Salle llegó a la desembocadura del río Mississippi, pasando sin inconveniente por el territorio meridional, reclamado por España. El 9 de abril, sobre la costa del Golfo de México, declaró formalmente territorio francés todas las tierras regadas por el Mississippi y sus tributarios. Llamó a toda esa vasta región (que constituía prácticamente todos los Estados Unidos entre los Montes Apalaches y las Montañas Rocosas) Luisiana, en honor a Luis XIV de Francia.

Por entonces, Frontenac había sido relevado de su puesto, y La Salle entró en conflicto con el nuevo gobernador. Marchó a Francia, donde Luis XIV lo confirmó como gobernador de Luisiana y le dio permiso para la fundación de una colonia en la desembocadura del Mississippi.

En 1684, La Salle partió de Francia con esa misión. Su nueva expedición estuvo desde el principio bajo el infortunio, y La Salle, más voluble que nunca, riñó con todo el mundo. Finalmente, cuando llegó a las costas septentrionales del golfo de México, no pudo hallar la desembocadura del Mississippi y desembarcó en las costas de Texas, al oeste. Trató de abrirse camino hacia el Este, pero fue asesinado por sus propios hombres, el 19 de mayo de 1687.

Sin embargo, Luisiana siguió siendo francesa. Así, cuando el siglo XVII se acercaba a su década final, quienquiera que mirase el mapa de América del Norte podía pensar que el dominio inglés sobre la costa era aún precario, pues las vastas extensiones del Continente estaban en manos de otras potencias.

España todavía estaba atrincherada en México y la Florida, y reclamaba gran parte de lo que es hoy el sudoeste de los Estados Unidos. De hecho, en el Oeste, donde había escasa competencia de otras potencias europeas, aún actuaba con vigor. Así, cuando los indios Pueblo se rebelaron, en 1680, y obligaron a los españoles a evacuar Santa Fe, éstos lucharon reñidamente hasta que los Pueblo fueron derrotados y Santa Fe retomada, en 1692.

Mientras tanto, los españoles sobrevivientes de la revuelta de los indios Pueblo habían construido El Paso, sobre el río Grande, y, después del inútil intento de La Salle de colonizar la costa del golfo, los españoles se extendieron más a Texas para impedir nuevos intentos. Al terminar el siglo XVII, los españoles estaban explorando el norte de la costa de California y empezando a establecer colonias allí.

Pero las empresas de España en el Lejano Oeste no preocupaban a las colonias inglesas. Era Francia, con posesiones mucho más cercanas y un programa mucho más vigoroso, la que estaba preocupada.

Francia dominaba todo lo que es ahora el sudeste de Canadá, desde los Grandes Lagos hasta el mar, y ahora reclamaba todo el vasto interior del Continente, más allá de los Montes Apalaches. Esta enorme región francesa se hallaba bajo una administración unificada y bajo el estrecho control de la metrópoli. Rodeaba a las colonias inglesas y las limitaba a la ocupación de lo que parecía una precaria línea costera. Más aun, esas colonias inglesas eran numerosas, cada una tenía un gobierno autónomo y simpatizaban poco unas con otras; y todas ellas se peleaban internamente, unas con otras y con el gobierno de la metrópoli.

A cualquiera que contemplase el mapa le habría parecido que, con el tiempo, Francia debía extender sus enormes posesiones sobre la insignificante línea costera y borrar la América inglesa, como ésta había borrado la América neerlandesa, y como la América neerlandesa había borrado la América sueca.

Contra esta posibilidad estaba el hecho de que Nueva Francia, pese a su gran extensión tenía una población de solo 12.000 personas, mientras que las colonias inglesas, al terminar el siglo XVI contaban con casi un cuarto de millón de habitantes, seguían creciendo en número de colonos y en prosperidad y estaban decididas a seguir creciendo cada año.

Ambas partes sabían que los franceses y los ingleses no podían continuar expandiéndose por mucho tiempo sin llegar a un enfrentamiento. En verdad ya había habido luchas.

Un lugar de tales conflictos era la gran península que se halla entre Terranova y Nueva Inglaterra. Los ingleses habían considerado que tanto Terranova como Nueva Inglaterra estaban dentro de su esfera de influencia, y naturalmente suponían que la península que se extiende entre ellas también era suya, y suprimieron allí las primeras colonias francesas en 1613.

Más tarde, en 1621 Jacobo I concedió el derecho a colonizar la península a sir William Alexander, un poeta escocés que había sido preceptor de los hijos del rey. Alejandro llamó a la península «Nova Scotia» (forma latina de Nueva Escocia), nombre bastante apropiado, pues está al norte de Nueva Inglaterra así como Escocia está al norte de Inglaterra.

Hubo otras colonias francesas en Nueva Escocia (Acadia, para los franceses), y así la península pasó a manos de una y otra de las dos potencias. En 1667 el Tratado de Breda, que asignó Nueva Holanda a Inglaterra y la convirtió en Nueva York por acuerdo internacional, otorgó Nueva Escocia a Francia, que ahora fue llamada oficialmente Acadia.

También hubo luchas en el Lejano Norte. Inglaterra era consciente del peligro que representaba el hecho de que sus posesiones estuviesen rodeadas al Norte y al Oeste por los franceses. Con la idea de rodear, a su vez, a los franceses, los ingleses crearon la Compañía de la bahía de Hudson el 2 de mayo de 1670. Los ingleses reclamaban la bahía de Hudson porque ésta había sido descubierta por Hudson en 1610, y la Compañía tenía intención de establecer puestos en las costas de esa helada masa de agua. Esos puestos no sólo servirían para tener en jaque a los franceses, se esperaba, sino también como fuente de beneficios mediante el comercio de pieles y, tal vez, hasta había la posibilidad de hallar una ruta a Asia.

Los franceses reaccionaron vigorosamente ante la fundación de puestos ingleses a lo largo de las costas de la bahía de Hudson y se apoderaron de varios de ellos en 1686. Durante varias décadas la pretensión inglesa a la región fue más teórica que real.

Pero los conflictos anteriores a 1689 habían sido dispersos y locales; los gobiernos de las metrópolis nunca habían estado muy implicados en ellos. En cambio, a partir de 1689 los sucesos dieron un viraje decisivo. Inglaterra y Francia empezaron una serie de guerras que iban a prolongarse por más de un siglo y cuarto, y todas esas guerras se libraron, en parte, en el continente americano.

Para las colonias inglesas cada guerra sucesiva era menos una cuestión local y más parte de una distante guerra continental. Para entender cómo ocurrió esto debemos volver a Europa.

La guerra del rey Guillermo.

En Francia Luis XIV subía al trono a la edad de cinco años, en 1643, cuando murió su padre, Luis XIII. Durante casi veinte años Francia fue gobernada por el astuto cardenal Mazarino, quien cuidó de que Francia saliera ganando con el fin de la Guerra de los Treinta Años y con el tratado de paz con España en 1659.

Por la época de la muerte de Mazarino, en 1661, Francia era la nación más poderosa de Europa. Luis XIV, ahora de veintitrés años, asumió personalmente la dirección del gobierno e inmediatamente inició un programa de expansión territorial, particularmente en dirección a los Países Bajos. Éstos, profundamente perturbados, comprendieron que Francia había reemplazado a España como gran potencia expansionista de Europa y se convirtieron en el centro de la resistencia antifrancesa.

Entre 1672 y 1678 hubo guerra entre Francia y los Países Bajos, una guerra desigual, ya que Francia era con mucho la potencia más fuerte. Los Países Bajos conservaron su independencia, pero quedaron muy afectaos por las victorias francesas. Esto, sumado a sus pérdidas navales en las guerras contra Inglaterra, eliminó a los Países Bajos del rango de las grandes potencias, posición que había mantenido durante gran parte del Siglo XVII.

Durante ese período temprano de la carrera expansionista de Luis XIV, Inglaterra permaneció, en general, neutral. Carlos II estaba ansioso por mantener la paz y sólo sentía simpatías por el más suave protestantismo, de modo que no se apresuró a acudir en socorro de los neerlandeses protestantes. De hecho, dependía de Luis XIV por un subsidio personal (y secreto) que le proporcionaba fondos y hacía innecesario, para él, apelar al Parlamento. Por ello, en realidad, estaba dispuesto a alinearse con Francia en contra de los Países Bajos, particularmente dado que también Inglaterra había combatido a los neerlandeses.

Pero la opinión pública inglesa fue llevada lentamente a una posición anti-francesa. El cambio decisivo se produjo cuando Luis XIV, impulsado por el fanatismo religioso, cometió un error fundamental. El 18 de octubre de 1685 puso fin a toda tolerancia de los protestantes en Francia; los hugonotes franceses fueron forzados, mediante un tratamiento totalmente inhumano, a convertirse o a huir del país. Luis tampoco les permitió entrar en Nueva Francia o en Luisiana.

El resultado fue que cientos de miles de franceses abandonaron Francia, privando a su país natal de sus talentos y su laboriosidad para otorgárselos a los enemigos de Francia (Inglaterra, Prusia y otras naciones protestantes), adonde la acción de Luis los había obligado a huir.

Muchos fueron a las colonias inglesas. Algunos se dirigieron a la parte meridional de Carolina, refugio tradicional de ellos desde la época de Coligny, siglo y cuarto antes. Allí acentuaron el carácter aristocrático de la colonia con sus refinadas costumbres francesas. En 1688 un grupo de hugonotes se estableció en el Condado de Westchester, Nueva York, y fundaron la ciudad de Nueva Rochela, así llamada en recuerdo de la antigua fortaleza hugonota de La Rochela, de la que provenían muchos de los refugiados.

Allí adonde fueron los hugonotes fortalecieron a las colonias y llevaron también sus propios sentimientos anti-franceses.

El efecto de la acción represiva de Luis XIV sobre la opinión pública de la Inglaterra protestante fue enorme. Cuando ese mismo año el católico Jacobo II se convirtió en rey de Inglaterra, muchos protestantes ingleses se horrorizaron, pues suponían que (una vez que se sintiese suficientemente fuerte) seguiría los pasos de Luis.

Esos temores contribuyeron a provocar el levantamiento de 1688, por el que Jacobo II fue expulsado del trono. El Parlamento puso la corona en la cabeza de su hija protestante, María II, y su marido, Guillermo III. Éste ya gobernaba los Países Bajos (y era también Guillermo III según la numeración neerlandesa) y había sido el corazón y el alma de la lucha contra Luis XIV.

Guillermo tenía intención de seguir luchando contra Luis desde su nueva posición, y el rey francés sabía que ahora podía estar seguro de que Inglaterra adoptaría una firme actitud anti-francesa. Pensó que no tenía más opción que apoyar a Jacobo II (que había huido a Francia) y tratar de restablecerlo en el trono. Así en 1689 Francia e Inglaterra entraron en guerra.

Varios años antes, en 1686, Guillermo había completado la formación de una liga de aliados comprometidos a resistirse contra Luis XIV cuando éste volviera a la guerra. Los términos finales de la alianza fueron acordados en Augsburgo, Baviera, por lo que fue llamada la Liga de Augsburgo.

Cuando Guillermo llegó a rey de Inglaterra, esta nación se convirtió en miembro de la Liga. La guerra que se produjo a continuación, entre todos los miembros de la Liga, por un lado, y Francia, por el otro, se conoce normalmente con el nombre de Guerra de la Liga de Augsburgo, o a veces Guerra de la Gran Alianza.

Guillermo, decidido a combatir al odiado Luis con toda arma a su alcance, no tenía ninguna intención de permitir que las colonias norteamericanas permaneciesen neutrales. Sabía bien que las colonias inglesas superaban en población a Nueva Francia en la proporción de 15 a 1; que Inglaterra y los Países Bajos tenían una superioridad naval que podía ser decisiva en una guerra librada en el océano, y que los aliados tenían una superioridad industrial y financiera que les permitía dar apoyo a una guerra distante.

Pero, desgraciadamente para los ingleses, también tenían desventajas. En primer lugar, las colonias inglesas estaban desunidas, y las colonias meridionales, que estaban lejos de los franceses, no veían ninguna razón para tomar parte en el conflicto. Sólo estaban implicadas las colonias más septentrionales.

Además los franceses, aunque pocos en número, habían ubicado estratégicamente algunos fuertes, y tenían pocos grandes centros de población que los ingleses pudiesen atacar. Los colonos franceses estaban familiarizados con los bosques sin caminos, y se hallaban en buenos términos con los indios. Más aun, el gobierno francés apoyaba directamente a sus colonos, mientras que el gobierno inglés, teniendo que combatir con el ejército de Luis (el mejor del mundo por aquel entonces) en Europa dejó que las colonias se las arreglasen como pudieran, de modo que la superioridad naval y económica anglo-neerlandesa no sirvió de nada.

Fue característico de esta guerra (llamada la Guerra del rey Guillermo en las colonias, ya que sobrevino junto con la noticia de la subida de Guillermo al trono) y de las que siguieron el papel que en ellas tuvieron los indios. Los franceses, casi siempre, combatieron con la ayuda de sus aliados indios, por lo que la serie de guerras iniciadas en 1689 a veces son agrupadas bajo el nombre de Guerras contra Franceses e Indios.

Como la historia ha sido relatada desde el bando de los colonos ingleses, se acusó a los franceses de los conflictos y de haber permitido que sus aliados indios cometiesen atrocidades contra sus congéneres blancos.

Los franceses podrían argüir que, dada su inferioridad numérica, no podían hacer otra cosa. También podrían señalar que los primeros en apelar a ataques indios contra enemigos blancos fueron, no los franceses, sino los neerlandeses.

En el decenio de 1640-1649 los neerlandeses habían aprovechado la hostilidad de los iroqueses hacia los franceses armándolos con armas de fuego y enviándolos al Norte. Durante diez años los iroqueses convirtieron la vida de los colonos franceses en un infierno, llegando en sus incursiones hasta Montreal y matando a los indios convertidos por los misioneros franceses. Las incursiones terminaron en 1652 por un tratado que daba claramente la victoria a los iroqueses.

Cuando los ingleses se apoderaron de Nueva Holanda, también ellos estimularon a los iroqueses a luchar contra los franceses, aunque, bajo el vigoroso gobierno de Frontenac, Nueva Francia, mediante una mezcla de fuerza y de diplomacia, logró rechazarlos.

De no haber sido por los iroqueses, no sabemos hasta qué punto habría aumentado la fuerza de Nueva Francia o cuan pobremente se habrían desempeñado las colonias inglesas frente a indios conducidos por franceses. De aquí la importancia de aquellas andanadas de mosquetes disparadas por Champlain y sus hombres aquel fatídico día de 1609.

Una vez iniciada la Guerra del rey Guillermo, pues, la responsabilidad de dar apoyo a ataques indios contra los enemigos recayó primero en los colonos ingleses.

Con la ayuda del gobernador de Nueva York, Thomas Dongan, los iroqueses habían estado efectuando incursiones por la región de los Grandes Lagos y haciendo estragos en el comercio francés de pieles. El 4 de agosto de 1689, unas diez semanas después de iniciada la Guerra del rey Guillermo, los iroqueses avanzaron directamente hacia el Norte; borraron la colonia de Lachiné, mataron a 200 hombres, tomaron 90 prisioneros y devastaron la región.

No es sorprendente que los franceses se sintiesen justificados en pagar con la misma moneda.

Para hacer frente a la crisis, Luis XIV restableció a Frontenac en el cargo de gobernador. Frontenac tenía ya casi setenta años, pero su energía se hizo sentir de inmediato. En represalia organizó una invasión a Nueva York. La expedición partió a mediados de enero de 1690 y avanzó silenciosamente en la nieve caminando sobre raquetas. Planeaban atacar Albany como primer paso para la conquista de Nueva York, pero el tiempo empeoró y, cuando llegaron a Schenectady, la noche del 8 de febrero de 1690 (en medio de una ventisca), comprendieron que no podían ir más lejos.

Los colonos neerlandeses de Schenectady dormían tranquilamente. Se negaban a creer que los indios atacasen en medio del invierno. Tanto se habían divertido al hablar de esta posibilidad que dejaron abierta la puerta de la colonia y pusieron dos muñecos de nieve como centinelas. Fue un error terrible.

Los indios entraron en la ciudad dormida e irrumpieron en las casas con gritos de triunfo y efectuando una matanza indiscriminada. Schenectady fue completamente arrasada, y luego los invasores se retiraron rápidamente, perseguidos por los iroqueses.

Otras ciudades fronterizas fueron destruidas en forma similar por las fuerzas de Frontenac. Una colonia situada donde está ahora Portland, en Maine, se rindió después de un ataque francés, el 31 de julio de 1690, con la promesa de respetar sus vidas. Después de tomarla los indios mataron a todos. (Los franceses fueron culpados de tales incidentes, pero ellos arguyeron que sus aliados indios eran a veces demasiado numerosos para que se les pusiera resistencia, y que odiaban demasiado a los ingleses para que fuese posible contenerlos. Si se les hubiesen negado los prisioneros, los habrían tomado por la fuerza, los habrían matado y hubiesen matado también a los franceses).

Las colonias inglesas se hallaron frente a una crisis terrible, y Nueva York, la más cercana al frente de lucha, era también la menos preparada para enfrentarse a dicha crisis.

En 1688 estaba bajo el gobierno de Francis Nicholson, quien era el sub-gobernador de Andros, pues Nueva York era a la sazón parte del Dominio de Nueva Inglaterra. Cuando las noticias de la expulsión de Jacobo II y de la caída de Andros llegaron a Nueva York, Nicholson exigió el restablecimiento de Andros y se negó a reconocer a Guillermo y María.

Entonces se produjo un levantamiento popular contra él que empezó el 1 de junio de 1689, conducido por un comerciante de origen alemán, Jacob Leisler, quien era un devoto protestante y se oponía enérgicamente al católico Jacobo II y sus aliados. Luego Leisler se adueñó de los puntos fuertes de la ciudad y el 1 de diciembre de 1689 se proclamó gobernador, mientras Nicholson huía a Inglaterra.

Una vez en el poder Leisler estableció algunas reformas, pero por entonces se produjo la matanza de Schenectady y, con la colonia en pleno desorden, Leisler tuvo que hacer frente a la amenaza francesa e india. El 1 de mayo de 1690 llamó a una reunión de representantes de las diversas colonias inglesas para concertar una acción unida contra el enemigo y crear una defensa común.

La mayoría de las colonias no respondieron al llamado. Sólo Massachussets, Plymouth, Connecticut y (por milagro) la distante Maryland contestaron, y finalmente no se pudo hacer mucho. Pero constituyó un suceso notable, pues fue el primer llamado, desde el interior de las colonias, a la unidad colonial contra un enemigo común.

Leisler no duró mucho. No gozaba de las simpatías de los líderes coloniales de Nueva York y no sabía cómo congraciarse con el pueblo. El rey Guillermo agradeció cortésmente los esfuerzos de Leisler a su favor, pero designó a otro como gobernador. Leisler se resistió al desembarco del nuevo gobernador, fue capturado y el 16 de mayo de 1691 ejecutado.

La «rebelión de Leisler», como la rebelión de Bacon en Virginia quince años antes, había fracasado; pero nuevamente había puesto de relieve los peligros de una autocracia demasiado férrea por parte de quienes gobernaban.

Le cupo a Massachussets reaccionar contra los franceses. Era la más populosa y más fuerte colonia del Norte, y era reciente el éxito de su derrocamiento de Andros. Al Noreste, a 430 kilómetros, estaba Acadia, la parte más expuesta de los dominios franceses y el blanco lógico para un ataque por mar.

En mayo de 1690 una flotilla de catorce barcos fue puesta bajo el mando de sir William Phips. Había nacido en Maine en 1651, y se decía que era uno de 26 hijos de una misma madre. Había cuidado ovejas hasta los dieciocho años, pero cuando creció se marchó a Boston, allí se casó con una rica viuda y se convirtió en un ciudadano importante.

En 1687 había comandado una expedición a las aguas situadas frente a La Española y allí había supervisado la recuperación de un barco hundido que llevaba 300.000 libras del tesoro español. Por esto fue hecho caballero; fue el primer colono que recibió tal honor.

Considerando esto y el hecho de que había sido un opositor activo a Andros, parecía natural ponerlo al mando de la flota. Zarpó hacia Port Royal, la capital de Acadia. Llegó a esa ciudad el 11 de mayo de 1690; el gobernador francés fue inducido por engaño a rendirse. Los marinos de Massachussets saquearon un poco el lugar y volvieron a su colonia como héroes conquistadores.

El éxito, naturalmente, incitó a Massachussets a intentar algo de mayor envergadura. Una flota de 34 barcos y 2.000 hombres fue puesta bajo el mando de Phips y enviada a capturar la misma Québec. La expedición partió en agosto, pero vientos contrarios la retrasaron y no llegó a Québec hasta el 7 de octubre de 1690. Para entonces Frontenac había recibido noticias de lo que ocurría y había tenido tiempo de fortificar y reforzar la ciudad.

Phips pensó que debía hacer algo, de modo que intentó llevar un ataque frontal, el cual, por supuesto, fue rechazado. Tuvo que volver con las manos vacías; peor aun, pues había que pagar a los hombres y los suministros de la expedición y el tesoro de Massachussets estaba vacío. La colonia se vio obligada a imprimir papel moneda para pagar sus deudas. Fue la primera emisión de papel moneda en las colonias inglesas.

Con todo, Massachussets pasaba por un período de gloria. La nueva carta de 1691 no sólo agregaba Plymouth a la colonia y confirmaba su posesión de Maine, sino que también incorporaba a ella la conquistada Nueva Escocia, como tributo directo a su gran hazaña bélica en Port Royal. Esto originó también la primera promoción política de un héroe de guerra, pues Phips se convirtió en gobernador de Massachussets en 1692.

La guerra continuó siete años más, adoptando principalmente la forma de esporádicas incursiones en una parte u otra. Los ingleses hicieron progresos en la región de la bahía de Hudson, pero el ataque a Port Royal, trivial como fue, constituyó el gran suceso de la guerra, en lo concerniente a América del Norte.

El 10 de septiembre de 1697 la guerra llegó a su fin con el Tratado de Ryswick (así llamado por la ciudad neerlandesa donde fue firmado). Luis XIV y Guillermo III, indiferentes a los sucesos de Norteamérica, sencillamente convinieron, en este continente, en volver exactamente a la situación en que se hallaba cuando todo empezó.

En particular, Nueva Escocia se convirtió nuevamente en Acadia, y los indignados habitantes de Nueva Inglaterra recibieron una lección práctica de cuánto le importaban ellos a Inglaterra. No sólo no habían recibido ninguna ayuda en la guerra, sino que lo que habían ganado por sí mismos era devuelto sin siquiera tener la cortesía de consultarlos. Pero, en conjunto, el sentimiento anti-inglés fue superado con creces por el sentimiento anti-francés que provocaron las correrías y las matanzas de los indios.

¡Brujas!

En el curso de la guerra del rey Guillermo había tenido lugar en Nueva Inglaterra algo que no guardaba relación alguna con la guerra y que desde entonces ha cobrado mayor importancia en la mente de los americanos que prácticamente cualquier otro suceso de la historia colonial. Se relacionaba con la cuestión de la hechicería.

Se pensaba que las brujas eran personas asociadas con el diablo y las fuerzas de las tinieblas. Con ayuda de los malos espíritus y mediante artes mágicas podían hacer daño a sus enemigos e infligir males a la humanidad en general.

Los antiguos hebreos creían en el poder de tal «magia negra» y aprobaron leyes contra ella y contra quienes la practicaban. Uno de los versículos de la Biblia dice, traducido al castellano: «No dejarás con vida a la hechicera» (Éxodo, 22:17).

Esta afirmación parecía hacer necesaria la creencia en la existencia de hechiceras y en la necesidad de castigar con suprema dureza la hechicería.

Los protestantes, que prestaban más atención a las palabras literales de la Biblia que los católicos, eran más propensos a temer a las brujas y a hallarlas en todas partes. Después de la reforma protestante una especie de manía por la brujería recorrió Europa. Algunas estimaciones sostienen que el número de personas muertas en Europa entre los años 1500 y 1800 con el pretexto de ser hechiceras fue de dos millones. En el siglo XVI quizá 40.000 personas fueron ejecutadas por hechicería solamente en Inglaterra.

Las colonias inglesas no quedaron exentas de estas ejecuciones. En todas las colonias se reconoció la hechicería como un crimen y se establecieron duros castigos contra ella; no es de sorprenderse de que Nueva Inglaterra fuese la que impuso castigos más duros. La intolerancia religiosa fue extrema en Nueva Inglaterra durante el primer siglo de su existencia. En 1644 Massachussets ordenó el destierro de todos los anabaptistas de la colonia. En 1656 se empezó a desterrar o enviar a prisión a los cuáqueros (que al año siguiente fueron desterrados hasta de Nueva Holanda, de ordinario tolerante) y se ahorcó a unos pocos de ellos. ¿No iban a ser aun más severos los farisaicos puritanos con tales monstruos de maldad como las brujas?

En 1647 una mujer fue hallada culpable de hechicería en Hartford, Connecticut, y ahorcada; fue la primera ejecución de ese género en las colonias. Al año siguiente fue colgada una bruja en Massachussets y para 1662 habían sido ahorcadas catorce en las dos colonias.

El temor a la hechicería se intensificó en el decenio de 1680-1689. Primero se había producido la Guerra del rey Filipo y luego el gobierno de Andros. ¿Por qué castigaría Dios a los devotos hombres de Massachussets? ¿No estarían sufriendo por las malvadas maquinaciones de las brujas? ¿O eran castigados por sus propios pecados de omisión, al no combatir a las brujas con suficiente dureza?

Se difundieron los cuentos de brujas. El más famoso de todos los puritanos coloniales, el pastor congregacionalista Cotton Mather, se consideraba un experto en el tema, y su libro Memorable previsión concerniente a la hechicería y las posesiones, publicado en 1689, llenó a todos sus lectores de precauciones en materia de brujas y sus peligros, y les brindó un abundante material para las especulaciones patológicas.

En 1692 un grupo de tontas adolescentes de la ciudad de Salem, temiendo el castigo por alguna travesura, pretendieron estar posesas y bajo la influencia de la hechicería. Fueron creídas, desde luego, pues todos sabían que el poder de la hechicería estaba en todas partes. Acusaron de bruja a una esclava de la familia, en lo cual también fueron creídas. Después de todo la esclava era mitad india y mitad negra, y cada mitad era una poderosa prueba contra ella. Provenía de las Antillas y había entretenido a los niños con cuentos de vudú: otra prueba más.

La esclava, por ser una esclava, fue interrogada con un látigo. Para detener la flagelación admitió que era una bruja y nombró a otras dos mujeres como asociadas suyas. En un juicio sobre un robo insignificante no habría sido creída aunque hubiese jurado sobre una Biblia; pero, tratándose de un caso de brujería, fue creída inmediatamente. Las dos supuestas asociadas fueron atrapadas en la red, y ellas, por supuesto, mencionaron a otras.

El gobernador Phips de Massachussets creó tribunales especiales para que investigasen la cuestión; y en el medio año siguiente treinta mujeres y seis hombres fueron ahorcados por hechicería (no fueron quemados), y un hombre de ochenta años recibió la muerte simplemente por negarse a declarar. (Al negarse a declarar evitó la confiscación de su propiedad y la salvó para sus hijos).

¿Qué podía detener esa manía? El círculo de los culpables tenía que ampliarse y hacerse cada vez mayor, pues cada persona acusada era considerada culpable en virtud de la acusación, y cada una, sometida a tortura, acusaba a otras, que inmediatamente eran consideradas culpables, con lo cual los juicios meramente confirmaban el prejuicio dándole una apariencia de legalidad. Además, quienes trataban de poner de manifiesto la ilegalidad, la crueldad y la mera locura del procedimiento podían estar seguros de que se los supondría aliados del mismo Diablo.

Pero no había salvaguardias automáticas que protegiesen a los jefes de la comunidad. Cuando algunos de los acusados empezaron a nombrar a miembros eminentes de la iglesia y el gobierno, la manía tuvo que ceder. La maquinaria de la caza de brujas funcionaba mejor cuando sólo estaba dirigida contra los pobres, los viejos y los inermes.

Se mencionó a la esposa del gobernador Phips, y entonces las escasas voces que se habían levantado en oposición a la locura repentinamente se multiplicaron. Cuando se produjo el cambio, había en prisión ciento cincuenta personas a la espera de juicio. Fueron liberados, y todos los implicados en la cuestión quedaron avergonzados, bien conscientes de que habían sido asesinos judiciales.

Este horrible asunto puso prácticamente fin a la preocupación oficial por la hechicería en las colonias. Considerando lo que había ocurrido en Europa al respecto, podemos sentirnos tentados a decir que las colonias habían aprendido la lección a bajo costo.

Además, el fracaso de toda la cuestión de la hechicería dañó mucho la reputación de Cotton Mather y otros clérigos de su severa y rígida secta. Nunca Nueva Inglaterra volvería a ser atormentada por sus pastores.

Pero estaba empezando a hacerse sentir un problema mucho más peligroso que el de la hechicería. Las colonias en desarrollo, particularmente en el Sur, se hicieron cada vez más dependientes del trabajo de los esclavos. En 1661, Virginia reconoció la esclavitud como una institución legal.

La esclavitud de los negros fue particularmente perniciosa, porque los esclavos eran tan diferentes en su apariencia de sus amos blancos que era fácil creer que la esclavitud era una condición natural para ellos. Y una vez que la esclavitud quedó firmemente asociada con los negros, se hizo difícil liberarlos y luego tratarlos como hombres libres. A fin de cuentas, aún eran negros. La excusa de que los negros eran esclavizados por su condición de paganos y de que en la esclavitud aprenderían a ser cristianos y salvarían sus almas (de tal modo que la esclavitud redundaba en su bien infinito) perdió credibilidad cuando Virginia aprobó una ley, el 23 de septiembre de 1667, por la que un esclavo negro seguía siendo esclavo aunque fuese cristiano.

Pero en el Norte, donde la esclavitud tenía una base económica más débil, se levantaron voces contra ella. El 18 de mayo de 1652, Rhode Island (siguiendo las tradiciones de Roger Williams) aprobó una ley prohibiendo la esclavitud, la primera de tales leyes que se aprobó en América del Norte. Y en abril de 1688 los cuáqueros de Germantown, Pennsylvania, publicaron una propuesta contra la esclavitud, el primer documento antiesclavista de Norteamérica.

Pero las diferencias sobre la esclavitud todavía eran pequeñas, y nadie podía prever que llegaría el tiempo en que estarían a punto de destruir a una gran nación. Lo que los hombres podían prever en aquellos años finales del siglo XVII era que se estaban gestando problemas, nuevamente, entre Inglaterra y Francia en Europa, lo cual, sin duda, crearía problemas también en América del Norte.

La guerra de la reina Ana.

Ya cuando el Tratado de Ryswick fue firmado y la guerra del rey Guillermo llegó a su fin, Europa se estaba preparando para una nueva guerra. Los diferentes gobiernos hasta sabían cuál sería su causa.

En España, el rey Carlos II estaba agonizando, y no tenía herederos. En verdad, era un hombre tan enfermo que toda Europa se preguntaba qué lo mantenía vivo por tanto tiempo; la noticia de su muerte era esperada de mes a mes.

España ya no era una gran potencia, pero aún poseía un enorme imperio, y la cuestión era: ¿quién heredaría España y su imperio? Si la herencia caía en algún príncipe secundario, que sólo poseyera España y su imperio, no había problemas. España no sería más fuerte que antes y nadie se vería amenazado. Pero si España se convertía en propiedad de algún vigoroso monarca que ya fuese rey de una nación poderosa, la combinación podía ser una amenaza para toda Europa.

La nación más poderosa de Europa era Francia, y ocurrió que el ambicioso Luis XIV tenía buenos derechos sobre España, pues su esposa era hermanastra de Carlos II de España y su madre era tía de este monarca. Pero había algunos príncipes alemanes con derechos tan buenos o mejores, y la mayoría de los adversarios de Luis anhelaban hacer rey de España a cierto príncipe bavaro, ya que era el menos poderoso de todos los pretendientes.

Lamentablemente, mientras Carlos II aún seguía vivo, el príncipe bávaro murió, en 1699. Esto aumentó la probabilidad de que Luis XIV lograse poner a España bajo la dominación de un miembro de su familia. El resto de Europa se puso frenético, en verdad.

De hecho, Luis XIV había logrado inducir al moribundo Carlos II a que en su testamento legase la sucesión al nieto de Luis, Felipe. El 1 de noviembre de 1700 Carlos II finalmente murió, y Luis XIV rápidamente envió a su nieto a España y lo reconoció como rey con el nombre de Felipe V. Luis XIV prometió que los gobiernos de España y Francia permanecerían siempre separados y que España seguiría siendo completamente independiente; pero, por supuesto, nadie le creyó.

Guillermo III era aún rey de Inglaterra (su esposa, María II, había muerto en 1694), y él, por cierto, no creyó a su viejo enemigo. Organizó otra alianza, que incluía a los Países Bajos y el Imperio, y la guerra se reanudó.

Esta «guerra de la sucesión de España» empezó con una declaración de guerra por Inglaterra y sus aliados, el 4 de mayo de 1702, pero Guillermo no vivió para ver completados los preparativos; luego empezó realmente la guerra. Guillermo había muerto dos meses antes, el 8 de marzo. No tenía hijos, y fue sucedido por la hermana menor de su difunta esposa, Ana; por ello, en las colonias la nueva guerra con Francia fue llamada la guerra de la reina Ana.

Esta nueva guerra implicaba un elemento de peligro en lo concerniente a las colonias. España y Francia estaban ambas bajo el gobierno de la familia de Borbón y combatían en alianza. Esto significaba que las colonias inglesas no sólo tenían que enfrentarse con la enemistad de los franceses en el norte, sino también con la de los españoles en el sur. Las colonias meridionales no podían permanecer neutrales en esta guerra, como había ocurrido en la anterior.

Las primeras medidas se tomaron en el sur, de hecho, y fueron las colonias inglesas las que tomaron la ofensiva. James Moore, gobernador de Carolina, condujo una expedición de colonos e indios contra San Agustín, la capital de la Florida española, en 1702.

La ciudad fue tomada y saqueada en septiembre, pero la guarnición española se retiró al fuerte, donde resistió tenazmente. La llegada de barcos españoles obligaron a Moore a abandonar sus suministros y a volver rápidamente a Carolina. Los logros habían sido escasos y los gastos grandes. Carolina, como antes Massachussets, tuvo que emitir papel moneda para pagar sus deudas.

Después de esto, Carolina se negó a hacer mucho como colonia; pero Moore condujo por su cuenta otras incursiones por el interior, obteniendo beneficio del saqueo de las misiones españolas y vendiendo a los indios capturados como esclavos. Los españoles trataron de tomar represalias atacando a Charleston, en 1706, pero fracasaron.

Esto fue todo lo que ocurrió en el sur durante la guerra de la reina Ana.

En el norte, se produjo una repetición de los sucesos de la guerra del rey Guillermo. El gobernador de Nueva Francia, el marqués de Vaudreuil, trató de mantener neutrales a los iroqueses y evitó las incursiones por Nueva York, la cual, de este modo, se ahorró los desastres de la década anterior. Pero esto no hizo más que desplazar la presión sobre Nueva Inglaterra.

El 29 de febrero de 1704, una partida de indios conducida por franceses cayó sobre Deerfield, en el noroeste de Massachussets. Se repitió la historia de Schenectady de catorce años antes. Cincuenta personas fueron muertas y unas cien llevadas como cautivas.

Nuevamente, la única respuesta parecía ser por mar, contra la Acadia francesa. El recuerdo de la triunfal aventura contra Port Royal, en la guerra anterior, indujo a Massachussets a hacer un nuevo intento.

En 1704, setecientos hombres, la mayoría de esa colonia, zarparon hacia el Norte. Esta vez Port Royal no fue llevada a rendirse mediante engaño y, después de rondar por las afueras, la expedición volvió sin haber realizado nada de valor. De hecho, los franceses tomaron la ofensiva, a su turno, y ocuparon algunas combativas colonias inglesas que finalmente se habían establecido en Terranova.

Los colonos se sintieron frustrados. No sólo Inglaterra no hacía nada para ayudarlos, sino que había buenas pruebas de que los hombres acomodados de Massachussets y las otras colonias estaban haciendo dinero comerciando con los franceses y no deseaban proseguir la guerra vigorosamente.

Y las correrías indias continuaron. El 29 de agosto de 1708, Haverhill, a sólo 55 kilómetros al norte de Boston, sufrió una matanza indiscriminada en la que fueron muertos 48 hombres, mujeres y niños.

Era menester conseguir de algún modo que Inglaterra acudiese en su ayuda. Estaba obteniendo grandes victorias sobre Francia en Europa, y seguramente podía destinar unos pocos barcos y tropas a sus acosadas colonias.

Francis Nicholson fue el hombre del momento. Era el vicegobernador que había sido expulsado de Nueva York en la época de la rebelión de Leisler, veinte años antes, pero desde entonces había gobernado a Virginia y Maryland. Su mandato en Virginia terminó en 1705, y estaba dispuesto a emprender alguna otra acción.

Ardía en deseos de conducir un ataque por tierra contra Canadá, mas para eso necesitaba soldados entrenados de Inglaterra, y aunque éstos habían sido prometidos, no llegaban. Marchó a Londres para persuadir al gobierno a que mantuviese su promesa.

Con él fue cierto comandante Peter Schuyler, de Albany, Nueva York, quien llevó consigo, como parte de su séquito, a cinco guerreros iroqueses. Los iroqueses provocaron frenesí en Londres, y probablemente fue el principal factor que llevó a la opinión pública inglesa a adoptar una actitud más favorable a las colonias. El gobierno inglés, con renuencia, se vio obligado a enviar tropas.

Cuatro mil hombres llegaron a Nueva Inglaterra en julio de 1710, y en septiembre Nicholson los condujo hacia el Norte. El 24 de septiembre, la flotilla ancló frente a Port Royal, y esta vez se inició un sitio en regla; los cañones empezaron a disparar contra el puerto. Port Royal resistió todo lo que pudo, pero no podía soportar un bombardeo en serio y, el 16 de octubre, se rindió.

Esta vez la rendición fue definitiva. Los ingleses cambiaron el nombre de la ciudad por el de Annapolis Royal, en honor a la reina Ana, y todavía lo conserva.

Como en la guerra anterior, la victoria en Acadia inspiró ideas de algo más importante aun. Nicholson todavía anhelaba conducir una expedición contra Québec, pero sólo podía abrigar esperanzas de éxito si al mismo tiempo se enviaba una expedición aguas arriba del San Lorenzo. El gobierno inglés, complacido con la victoria de Port Royal, se manifestó dispuesto a proporcionar los medios.

En 1711, casi setenta barcos llegaron a Boston con más de cinco mil combatientes a bordo. Lamentablemente, al mando de las tropas estaba el general John (Jolly Jack, «el Alegre Juanito») Hill, cuya única cualificación para el cargo consistía en ser hermano de una mujer que era amiga íntima de la reina Ana. El almirante sir Hovendon Walker, que estaba al frente de la flota, era igualmente incompetente.

Finalmente, zarparon hacia el San Lorenzo y entraron en él, pero se perdieron y encallaron en medio de la niebla. Diez barcos naufragaron y se perdieron setecientas vidas. Después de esto, Hill y Walker abandonaron; decidieron que nunca podrían hallar a Québec y volvieron a Boston como pudieron. Nicholson, que había estado esperando junto al lago Champlain con su fuerza terrestre, se vio obligado a retornar al llegarle la noticia del fracaso.

Las colonias no tuvieron mucho tiempo para reflexionar sobre este fracaso. La guerra estaba llegando rápidamente a su fin y, el 11 de abril de 1713, se obtuvo la paz con el Tratado de Utrecht (firmado nuevamente en una ciudad neerlandesa).

En conjunto, Francia se mantenía bastante bien en Europa, aunque había sufrido algunas derrotas terribles. El nieto de Luis XIV siguió siendo rey de España, pero Luis tuvo que dar firmes garantías de que España sería siempre independiente. También tuvo que aceptar a los monarcas protestantes de Inglaterra y dejar de admitir las pretensiones al trono inglés del hijo del católico Jacobo II. De España, Inglaterra tomó Gibraltar, que ha conservado desde entonces.

En América del Norte, Francia perdió menos de lo que habría perdido si la expedición a Québec no hubiese sido tan desastrosamente conducida. Aun así, tuvo que reconocer a la Compañía de la bahía de Hudson y admitir su derecho a efectuar el comercio de pieles a lo largo de las costas septentrionales de la bahía. También tuvo que reconocer como territorio inglés a Terranova. Y, lo más importante, Francia cedió Acadia a Inglaterra, y la península se convirtió en Nueva Escocia para siempre. Su primer gobernador fue Nicholson.