CRONOGATO

Esto me lo contó hace mucho tiempo el viejo Mac, que vivía en una choza en lo alto de la ladera opuesta, en la montaña vecina a mi antigua casa. Había sido prospector minero en los Asteroides durante la fiebre (de prospecciones) del 1937, y ahora se pasaba la mayor parte del tiempo alimentando a sus siete gatos.

—¿De dónde le viene su amor a los gatos, señor Mac? —le pregunté un día.

El viejo minero me miró y se rascó la barbilla.

—Mire usted —respondió—, me recuerdan a los animalitos que tenía en Palas. Eran muy parecidos a los gatos —el mismo tipo de cabeza, digamos— y no he visto en mi vida otros tan inteligentes. ¡Todos murieron!

Sentí pena, y así lo dije. Mac exhaló un profundo suspiro.

—No he visto otros tan inteligentes —repitió—. Eran mininos cuatridimensionales.

—¿Cuatridimensionales, señor Mac? Pero… la cuarta dimensión es el tiempo.

Esto lo había aprendido yo el año anterior, en tercer curso.

—De modo que tiene algunos estudios, ¿eh? —Sacó la pipa y la llenó pausadamente—. Claro, la cuarta dimensión es el tiempo. Aquellos mininos tenían unos treinta centímetros de largo, quince de alto y diez de ancho, y se extendían hasta la mitad, más o menos, de la semana próxima. Esto son cuatro dimensiones, ¿verdad? Si les acariciabas la cabeza, ellos quizá no moviesen la cola hasta el día siguiente. Algunos de los mayores no empezaban a moverla hasta dos días después. ¡De veras!

Yo tenía una expresión dubitativa, pero no dije nada. Mac continuó:

—Además, eran los mejores perros guardianes de toda la creación. Tenían que serlo. Si descubrían a un ladrón o a un tipo peligroso, aullaban como condenados Y si uno veía a un ladrón hoy, empezaba a chillar ayer, de manera que siempre estábamos advertidos con veinticuatro horas de anticipación.

La boca se me abrió sola.

—¿De verdad?

—¡Se lo juro! ¿Sabe cómo solíamos alimentarlos? Esperábamos que se durmieran, y sabíamos que entonces estaban ocupados en digerir la comida. Aquellos gatitos transtemporales, digerían la comida tres horas, invariablemente, antes de haberla ingerido, dado que sus estómagos retrocedían este lapso en el tiempo. De modo que cuando se dormían, nosotros mirábamos la hora, les preparábamos el alimento y se lo dábamos tres horas después, exactamente.

Había encendido ya la pipa, y chupaba a placer. Movió la cabeza tristemente.

—Con todo, una vez me equivoqué. Pobre Cronogatito. Se llamaba «Joe» y era precisamente mi preferido. Una mañana se durmió a las nueve y, no sé por qué, yo me hice la idea de que eran las ocho. Naturalmente, le llevé la comida a las once. Lo busqué por todas partes, pero no lo encontré.

—¿Qué había pasado, señor Mac?

—Pues que no se podía esperar que las entrañas de ningún Cronogatito resistieran el desayuno solo dos horas después de haberlo digerido. Habría sido pedir demasiado. Por fin lo encontré bajo la caja de las herramientas, en el cobertizo exterior Se había arrastrado allá y había perecido de indigestión una hora antes. ¡Pobrecito! En lo sucesivo, siempre me ponía el despertador; así no volví a cometer aquella equivocación.

Tras estas palabras hubo un silencio breve, triste. Luego dije, en un respetuoso susurro:

—Antes, usted ha dicho que murieron todos. ¿Perecieron todos de esta misma manera?

Mac movió la cabeza solemnemente.

—¡No! Solían contagiarse nuestros resfriados y morían algo así como entre una semana y diez días antes de haberse contagiado. Para empezar, ya no había muchos gatitos de aquéllos; un año después de haber llegado los mineros a Palas no quedaban sino unos diez, y todavía éstos bastante débiles y enfermizos. Lo malo era, compañero, que cuando morían se hacían cisco; se corrompían muy aprisa. Especialmente el transformador que tenían en el cerebro y que era lo que los hacía portarse de aquella manera. El caso nos costó millones de dólares.

—¿Cómo fue, señor Mac?

—Vea usted, unos científicos de la Tierra tuvieron noticia de nuestros gatitos y de que probablemente morirían todos antes de que ellos pudieran llegar allá, en el próximo empalme. De modo que nos ofrecieron un millón de dólares por cada gatito que les conserváramos.

—¿Y los conservaron?

—Pues, lo intentamos, pero los animalitos no aguantaron. Una vez muertos, ya no nos servían para nada, y teníamos que enterrarlos. Intentamos conservarlos en hielo; pero así lo único que no se estropeaba era el exterior. Por dentro, se formaba una fea mezcla, y era el interior precisamente lo que querían los científicos.

»Como es lógico, si cada minino muerto representaba para nosotros un millón de dólares perdidos, no queríamos que perecieran. Uno de nosotros imaginó que si pusiéramos a un gatito de aquéllos dentro de agua caliente, cuando estuviera a punto de morir, el agua le penetraría dentro. Luego, después de fallecido, helaríamos el agua, de manera que todo formara un sólido pedazo de hielo, y de este modo el gatito se conservaría.

Pregunté automáticamente:

—¿Resultó?

—Lo intentamos varias veces, hijo, pero no lográbamos helar el agua bastante aprisa. Para cuando la teníamos helada, el transformador cuatridimensional del cerebro del minino se había corrompido ya. Helamos el agua más y más aprisa pero, nada. Al final no nos quedaba más que un solo minino, y también se disponía a perecer. Estábamos desesperados… cuando he ahí que a uno de los compañeros se le ocurrió una idea. Concibió un aparato complicado que helaría el agua así, ¡zas!, en una fracción de segundo.

«Cogimos al último animalito, lo pusimos en el agua caliente y conectamos la máquina. El minino nos dirigió una última mirada, soltó un gemidito curioso y murió. Apretamos el botón y convertimos gato y agua en un sólido bloque de hielo en un cuarto de segundo —Mac exhaló un suspiro que debía pesar una tonelada—. Pero fue inútil. El Cronogatito se estropeó antes de los quince minutos, y perdimos el último millón de dólares.

Yo contenía el aliento.

—Pero, señor Mac, acaba usted de decir que helaban al Cronogatito en un cuarto de segundo. ¡No tenía tiempo de estropearse!

—Ahí está la cosa, amiguito —dijo fatigadamente—. Lo helábamos demasiado aprisa, maldita sea. ¡El gatito no se conservaba porque helábamos aquel agua caliente tan endiabladamente aprisa que el hielo quedaba tibio todavía!

Lo más inusitado de este pequeño trabajo es que no se publicó bajo mi propio nombre. Campbell quería que en aquella primera «Probabilidad Cero» hubiese un cuentecito que pareciera de un no profesional, precisamente para estimular a los recién venidos que confiaba querrían introducirse. Para aquella primera sección tenía tres trabajos; los otros dos eran obra de L. Sprague de Camp y Malcolm Jameson. Ambos llevaban más tiempo en el oficio y eran más conocidos que yo (a pesar de Cae la noche). Siendo el más insignificante de todos, a mí me correspondió utilizar un seudónimo y fingirme un recién llegado.

Comprendí el punto de vista de Campbell y, sólo un poquitín remolón, di mi conformidad. Utilicé el nombre de George E. Dale. Es la única vez que he utilizado seudónimo en las revistas. Años después utilicé el de Paul French en una serie de seis novelas de ciencia ficción para adolescentes, y ello por motivos que no vienen a cuento aquí. Era un caso especial. Por lo demás, en 1971 y 1972 las seis novelas aparecieron en rústica bajo mi propio nombre. Ahora Cronogato aparece aquí bajo mi propio nombre, con lo cual la cuenta queda, por fin, completamente saldada.

Siguió entonces un período de dos meses durante el cual no escribí nada.

Hubo varias causas. En primer lugar, Pearl Harbour hizo entrar a Estados Unidos en la guerra, el mismo día que yo escribía Cronogato, y aquellos dos primeros que siguieron al desastre fueron demasiado nefastos y acongojadores como para dejar mucho campo libre a la ciencia ficción.

Y por si esto no hubiera bastado, había llegado el tiempo de someterme, otra vez, a los exámenes de aptitud que me darían, o me negarían, el permiso para realizar investigaciones. Un segundo fracaso significaría probablemente mi final definitivo en Columbia. Por consiguiente, durante las horas que no trabajaba en la pastelería de mi padre o no estaba pendiente de la radio, tenía que estudiar. No había tiempo para nada más, en absoluto.

Cubriendo la apuesta casi a la desesperaba, me matriculé para trabajar de graduado en la Universidad de Nueva York, sólo por si me suspendían nuevamente en la otra. Después de los exámenes, a finales de febrero de 1942, asistí realmente a unas clases en dicho centro, mientras esperaba que publicaran las notas… Pero no quiero tenerles a ustedes intrigados. El viernes día trece salieron las dichosas notas. Y esta vez había aprobado.

En el tiempo que medió entre los exámenes y la publicación de los resultados, conseguí escribir Victoria involuntaria. Era éste un relato del tipo «robot positrónico» continuación de ¡No definitivo! que no pertenece a dicha clase. Evidentemente, yo trataba de cultivar el concepto de serie cuanto pudiera, con la esperanza de colocar mejor mis obras.

Lo presenté a Campbell el 9 de febrero de 1942, y si creía que se sentiría incapaz de rechazar un relato de una serie, quedé bonitamente desengañado. Crepúsculo y la serie Fundación no le habían impresionado tanto como para que se sintiera incapaz de dar a su negativa un tono altamente severo.

El 13 de febrero, el mismo día que entraba en la sagrada lista de aquéllos a quienes se permite realizar investigaciones para conseguir el título de doctor, mi ánimo quedó un poco malparado al recibir Victoria involuntaria devuelta, con una crítica negativa, que consistía en lo siguiente, CH3C2CH2CH2SH. Campbell sabía muy bien que ésta era la fórmula del «butil-mercaptano», que da a la mofeta su mal olor; yo lo sabía muy bien, y Campbell sabía muy bien que yo lo sabía.

¡Ah, bueno!, conseguí venderlo, a pesar de todo, a Super Science Stories, cuyo director había sucedido a Pohl, el 16 de marzo de 1942, y apareció en el número de agosto del mismo año. Aunque no lo incluí en Yo, Robot, sí lo hice, por necesidad, en El resto de los Robots.

Con todo, después de eso vino otro período seco, el más largo que tendría que sufrir en mi vida. Terminado Victoria involuntaria, transcurrirían catorce meses (!) sin que me acercara a la máquina de escribir. No se trataba de la convencional «obstrucción del escritor», naturalmente, porque no me ha afectado nunca. Más bien se trataba del advenimiento de un amplio y triple cambio en mi vida.

El primer cambio consistía en que estaba empezando mis investigaciones químicas en serio bajo la dirección del profesor Charles R. Dawson. La investigación es una tarea que requiere todas las horas del día, y yo tenía que combinarla aún con el trabajo en la tienda de mi padre, de modo que, inevitablemente, me quedaba muy poco tiempo para escribir.

Además, como si no bastara con eso, se produjo, simultáneamente un segundo cambio…

En enero de 1942 ingresé en una asociación denominada «The Brooklyn Writer’s Club», que me había enviado una tarjeta postal de invitación. Yo interpreté el gesto como un reconocimiento de mi categoría de «escritor»; de modo que no podía rehusar.

La primera reunión a que asistí tuvo lugar el 19 de enero de 1942. Y resultó bastante agradable. Yo agradecía la oportunidad de apartar mi mente de exámenes universitarios y desastres de guerra (aunque recuerdo que pasé parte de aquella primera reunión hablando de la posibilidad de que bombardearan Nueva York).

La mayoría de los componentes del club no ocupaban en la profesión un lugar más elevado que el mío; tampoco ninguno de ellos —aparte de mí, claro— se dedicaba a escribir ciencia ficción. La principal actividad consistía en leer cada uno trozos de sus obras, solicitando las criticas de los demás. Como pronto descubrieron que yo leía «con expresión», pasé a ser el lector principal, y me gustaba este papel. (Habían de transcurrir ocho años todavía, antes de que descubriera que tenía dotes innatas para la tarima del conferenciante).

El 9 de febrero de 1942 es la fecha de la tercera reunión a que asistí. Estaba presente en ella un joven a quien no conocía: Joseph Goldberger. Tenía un par de años más que yo. Aquel día leí yo como siempre, y Goldberger quedó suficientemente impresionado como para proponer, cuando aplazamos la reunión, que nos citáramos los dos para reunimos, junto con nuestras respectivas novias, y conocernos mejor. Algo turbado, hube de explicar que no tenía novia. Con gesto expansivo, él contestó que me procuraría una.

Y lo hizo. El 14 de febrero de 1942 (día de San Valentín y habiéndome examinado yo el día anterior) nos reunimos en el Astor Hotel a las ocho y media de la noche. Con él estaba su amiguita, la cual iba acompañada de una amiga suya, Gertrude Blugerman, que era la cita desconocida que me reservaban… Me enamoré, y cuando no pensaba en mis investigaciones, pensaba en ella.

Pero todavía se produjo un tercer cambio, en cierto modo el más drástico…

Con la guerra, la situación laboral cambió súbitamente: por todas partes pedían técnicos de todas clases.

Robert Heinlein, por ejemplo, era un ingeniero instruido en Annapolis. La mala salud le había obligado a retirarse del servicio activo en la Marina, y retirado continuaba, pero sus relaciones con Annapolis le abrieron la posibilidad de trabajan como ingeniero civil en la Estación Experimental Aero-Naval (Naval Air Experimental Station) del U. S. Navy Yard de Filadelfia. Y se puso a buscar otras personas aptas que se dejaran persuadir y se reunieran con él allá. Las buscaba en especial entre sus colegas autores de ciencia ficción.

Logró que L. Sprague de Camp se fuera también a la NAES, y el 30 de marzo de 1942 recibí yo una carta pidiendo que considerase la posibilidad de irme con ellos.

Soy hombre más bien de ideas fijas y, después de trabajar año y medio por mi título de doctor, normalmente no habría ni admitido la posibilidad de desistir, como no fuera por una fuerza mayor… Pero la fuerza mayor se había presentado. Estaba enamorado y tenía ganas de casarme; más todavía que de conseguir el título. Se me ocurrió, pues, que quizá pudiera interrumpir los trabajos para mi doctorado con pleno consentimiento de la Universidad, debido a la circunstancia bélica, y que hasta quizá me autorizasen plenamente a reanudar los estudios después de la guerra. De este modo, aceptando un empleo y aplazando —aplazando, tan sólo— las investigaciones, podría casarme.

Me fui a Filadelfia el 10 de abril para realizar una entrevista y al parecer cumplía yo las condiciones deseadas. Acepté el empleo y el 14 de mayo, habiendo dejado la pastelería de mi padre por fin y (al menos como obrero) para siempre, me trasladé a Filadelfia. Afortunadamente, esta ciudad estaba solo a hora y media de Nueva York, en tren. (Por aquellas fechas no sabía conducir un coche, y aunque hubiera sabido, no habría podido procurarme gasolina; estaba racionada). De modo que todos los fines de semana regresaba a Nueva York.

El 24 de dicho mes, había logrado ya convencer a Gertrude de que me aceptase como marido, y el 26 de julio nos casábamos.

Durante aquellos meses me tenía sin cuidado el hecho de no escribir nada. Tenía muchas cosas en que pensar, primera, la guerra; segunda, mi empleo; tercera, la boda.

Por otra parte, hasta principios de 1942 nunca pensé en mis escritos sino como una ayuda para cubrir los gastos de mis estudios. Escribir era divertido, me entusiasmaba, y los éxitos conquistados me satisfacían muchísimo… pero lo había hecho con una finalidad concreta, y la había conseguido. No sospechaba siquiera que la de escritor pudiera ser mi profesión, que tuviera la menor posibilidad de hacer de ello una carrera.

Mi carrera era la de químico. Mientras escribía y vendía cuentos, estudiaba de firme en Columbia. Tenía el propósito de ganarme la vida —una vez conseguido el doctorado— realizando investigaciones para una industria importante, con un sueldo magnífico… cien dólares semanales, por ejemplo. (Siendo hijo del dueño de una pastelería, criado durante la depresión, sufría ataques de vértigo si intentaba imaginar más de cien dólares semanales que señalaban el límite de mis ambiciones).

Claro, mi sueldo en Filadelfia era sólo de cincuenta dólares semanales; pero por aquellos días una pareja joven tenía bastante. Los impuestos eran bajos, el apartamento nos costaba 42,5 dólares al mes y la comida para dos en un restaurante ascendía a dos dólares (incluida la propina).

No era la cumbre de mis sueños; pero, al fin y al cabo, se trataba únicamente de un empleo temporal. Terminada la guerra, volvería a mis investigaciones, conquistaría el título y encontraría un empleo mejor. Mientras tanto, hasta un salario de 2600 dólares anuales parecía eliminar la necesidad de escribir nada. El día de la boda llevaba escritos cuarenta y dos relatos, de los cuales había vendido veintiocho (y todavía vendería tres más). En un período de cuatro años de soltero había cobrado, por los veintiocho cuentos, 1788,5 dólares. Lo cual representaba unos ingresos medios de algo menos de 8,6 dólares semanales, o 64 dólares por relato.

Entonces nunca soñé que pudiera salir mucho mejor librado. No tenía el propósito de escribir jamás otra cosa que ciencia ficción o fantasías para revistas baratas, que pagaban a centavo la palabra cuando más… o a centavo y cuarto si daban gratificación.

Para llegar a los pobres cincuenta dólares semanales de mi empleo habría tenido que escribir y vender unos cuarenta cuentos al año, y en aquellos tiempos me parecía inconcebible poder hacerlo.

Había sido buena idea darle a la máquina para pagarme los gastos del colegio cuando no tenía otra fuente de ingresos; pero ahora, ¿para qué habría tenido que escribir? Además, con seis días de trabajo, o sea, cuarenta y cuatro horas semanales, y el apasionamiento de un matrimonio reciente, ¿quién habría tenido tiempo?

Parecía desvanecerse hasta el hecho de que existiera la ciencia ficción. Me había dejado la colección de revistas en Nueva York; ya no veía periódicamente a Campbell, ni a Pohl, ni a ninguno de mis camaradas del género. Apenas leía siquiera las revistas más conocidas cuando salían.

Pude haber dejado morir por completo mi ciencia ficción, y con ella mi carrera de escritor, si no hubiera sido por los momentos del mundo externo y unos ligeros cosquilleos en mi interior, que indicaban (aunque por aquel entonces yo no lo supiera) que escribir significaba para mí muchísimo más que un simple recurso para ganar un poco de dinero.

Por ejemplo, apenas había empezado a trabajar en la NAES cuando salió el número de junio de 1942 de Astounding, que publicaba mi relato Bridle and Saddle y le concedían el honor de la cubierta.

Yo era completamente incapaz de resistir la tentación de llevarme un ejemplar al trabajo y enseñarlo. No podía menos que sentirme orgulloso de la categoría conquistada como «escritor». Más tarde, en el verano y el otoño de aquel mismo año, se publicaron tres relatos más: Victoria unintencional e Imaginario en el Super Science Stories de Pohl, y La novatada en Thrilling Wonder Stories. Cada uno de ellos reavivó en mí la ciencia ficción.

Y aunque mi tertulia de editores, escritores y lectores de ciencia ficción de Nueva York estaba lejos, no había quedado completamente abandonado.

Conmigo, en la NAES, trabajaban Robert Heinlein y L. Sprague de Camp, y mantenía con ambos una estrecha relación social. Naturalmente, habían dejado de escribir en aquel período, pero ambos eran mucho más famosos que yo, y yo los adoraba como a grandes héroes. Por añadidura, John D. Clark, que era un ardiente aficionado a la ciencia ficción y había escrito y publicado un par de narraciones en 1937, vivía entonces en Filadelfia y nos veíamos a menudo. Los tres conservaron a mi entorno la atmósfera de la ciencia ficción.

Sin embargo, el verdadero empujón vino el 5 de enero de 1943. Aquel día recibí una carta de Fred Pohl comunicándome que se proponía refundir Ritos legales para intentar venderlo otra vez. Muy interesante. Lo cierto es que no lograría vender aquel trabajo hasta seis años después; pero, naturalmente, yo no podía adivinar que había de suceder así. A mí me parecía que la venta estaba al caer y que yo era un escritor «todavía en activo».

Además, Ritos legales era una fantasía, y hasta la fecha yo no había podido satisfacer mi antiguo y constante deseo de escribir una fantasía y venderla a Unknown.

Cinco veces lo había intentado, y siempre había fracasado.

El 13 de enero, de modo repentino, una semana después de recibida aquella carta y catorce meses después de haber escrito mi último relato, el ansia de escribir me dominó. Me senté a la máquina y escribí una fantasía titulada ¡Autor! ¡Autor!

Pronto descubrí que faltaba algo. Era la primera vez que intentaba escribir algo para Campbell sin conferenciar previamente con él. Echaba de menos la inspiración que nacía, indefectiblemente, de conversar con él; echaba de menos su estímulo. En verdad, no estaba seguro de si sería capaz de escribir nada sin él. Así pues, la narración salía renqueando y había días que me quedaba seco. No terminé el primer borrador hasta el 5 de marzo, y la versión definitiva no estuvo lista para ser llevada al correo hasta el 4 de abril de 1943.

Había necesitado cerca de tres meses para escribir un relato. Tenía doce mil palabras; pero Bridle and Saddle, que tenía la mitad más, lo había escrito en sólo tres semanas.

Quizá si me hubiesen rechazado ¡Autor! ¡Autor!, hubiese transcurrido mucho tiempo sin que tuviera valor para probar otra vez. Afortunadamente, no pasé por esta experiencia. Envié el original a Campbell por correo (era la primera vez que le enviaba algo por correo en lugar de entregárselo personalmente) el 6 de abril de 1943 y el día 12 recibí el cheque. Ni siquiera me pidió que lo revisara y, lo que es más, Campbell me concedió una gratificación, por primera vez desde Crepúsculo. Cobré centavo y cuarto por palabra, o sea 150 dólares en total. El sexto intento en Unknown había triunfado.

Era el equivalente de tres semanas de sueldo en la NAES por un trabajo que me había costado —ahora lo dejo, ahora lo emprendo— tres meses. Sin embargo, el trabajo de aquellos tres meses en ¡Autor! ¡Autor! había sido de naturaleza totalmente distinta al de tres semanas en la NAES, y recibir un cheque de 150 dólares en este caso me alborozaba mucho más que otro similar, o incluso mayor, ganado en un empleo en el que a la entrada y la salida tienes que marcar tu tarjeta en el reloj. (Sí, ciertamente, en la NAES tenía que hacerlo).

Sucedió, no obstante, que la gozosa excitación con que celebré la venta resultó prematura. Había escalado las alturas de Unknown demasiado tarde, y aunque tenía el dinero, no tuve la revista. Roben Heinlein me trajo la triste noticia el 2 de agosto, menos de cuatro meses después de haberles enviado el relato.

Unknown había vivido una etapa difícil. No se vendía bastante y, después de los dos primeros años de su publicación, hubo de dejar de salir cada mes y reducirse a un número cada dos meses. Con la guerra, el papel escaseaba y Street and Smith Publications habían decidido ahorrar el que les suministrasen para Astounding, que tenía más éxito, y abandonar Unknown.

Después de la fecha en que aceptaron mi relato, sólo saldrían otros tres números de la revista, y en ninguno quedaba espacio para ¡Autor! ¡Autor! El cuento permaneció en los sótanos de Street & Smith indefinidamente; vendido, pero no publicado, y en consecuencia el cheque de 150 dólares perdió gran parte del encanto que había tenido.

Sin embargo, el final ha sido feliz. Veinte años después, Don Bensen, de Pyramid Publications, publicaba una antología en rústica de cuentos de Unknown y me pidió un prólogo. Con alegre nostalgia, acepté el encargo, y escribí dicho prólogo el 15 de enero de 1963, casi a los veinte años del día que empecé a redactar el único cuento que había vendido a la revista. En el curso del prólogo hice alusión a la triste historia de mis intentos de escribir para Unknown.

Los años sesenta no eran como los cuarenta. En 1963, el solo enunciado de que existiera un cuento de Asimov inédito despertaba interés, y Bensen me escribió antes de los tres días, pidiéndomelo. Yo saqué el original (ya ven, ahora los conservaba, incluso durante veinte años) y se lo envié.

El me pidió permiso para incluirlo en una segunda antología de cuentos de Unknown (haciendo observar que la revista lo había aceptado). Yo le expliqué que, además, necesitaría el permiso de Campbell y del editor. Ambos tuvieron la gentileza de dárselo, y en enero de 1964, veintiún años después de haber sido escrito, ¡Autor! ¡Autor! se publicó por fin, y yo alcancé —en cierto modo y de soslayo— las páginas de Unknown.