LA NOVATADA
El campus de la Universidad de Arturo, en el segundo planeta de Arturo, Eron, resulta un lugar aburrido y demasiado caluroso durante las vacaciones de mediados de año, de modo que Myron Tubal, estudiante de segundo año, encontraba la vida aburrida e incómoda. Por quinta vez en aquel día, entró a mirar en la Sala de Estudiantes en un desesperado intento de localizar a algún conocido, y al final se vio recompensado al encontrar a Bill Sefan, un jovencito de piel verde, procedente del quinto planeta de Vega.
A Sefan, lo mismo que a Tubal, le habían suspendido la biosocioíogía y se quedaba durante las vacaciones preparándose para un examen de recuperación. Casos así tejen fortísimos lazos entre dos estudiantes.
Tubal refunfuñó un saludo, dejó caer su corpachón sin pelo —era nativo del propio Sistema Arturiano— en el sillón mayor y dijo:
—¿No has visto todavía a los de primer año?
—¿Ya? ¡Faltan seis semanas para el comienzo del semestre de otoño! Tubal bostezó.
—Esos pertenecen a una raza especial. Son la primera remesa del Sistema Solar…, en número de diez.
—¿El Sistema Solar? ¿Te refieres a ese sistema nuevo que se unió a la Federación Galáctica hace tres o cuatro años?
—Al mismo. A su capital mundial la llaman Tierra, creo.
—Bueno, ¿y qué pasa con ellos?
—No mucho. Están aquí ya, y nada más. Algunos tienen cabello en el labio superior, y a fe que les da un aire bastante tonto. Por lo demás, tienen el mismo aspecto que cualquier tipo humanoide.
En este preciso instante se abrió la puerta y el pequeño Wri Forase entró corriendo. Pertenecía al segundo planeta de Deneb, y la pelusa corta y gris que le cubría la cabeza y la cara se erizaba de agitación, al tiempo que sus grandes ojos violeta centelleaban excitados.
—Oye —trinó excitado—, ¿habéis visto a los terrícolas?
Sefan exhaló un suspiro.
—¿Es que nadie cambiará nunca de tema? Tubal me estaba hablando de ellos en este momento.
—¿De veras? —Forase parecía desilusionado—. Pero…, pero ¿te ha dicho que ésos pertenecen a esa raza anormal que armó tanto alboroto cuando el Sistema Solar entró en la Federación?
—A mí me han parecido muy normales —dijo Tubal.
—No hablo de ellos desde el punto de vista físico —explicó el denebiano en tono disgustado—. Me refiero al aspecto mental del caso. ¡A la psicología! ¡Ahí está la cuestión! —Forase se haría psicólogo, con el tiempo.
—¡Ah, eso! Bueno, ¿qué les pasa?
—Su psicología de grupo, como raza, está completamente desviada —parloteó Forase—. En vez de ser menos emocionales cuando se hallan agrupados, como ocurre con todas las demás especies de humanoides conocidas, a ellos les sucede lo contrario. En grupos, esos terrícolas se amotinan, son presa del pánico, enloquecen. Cuantos más sean, peor. ¡Que Dios me ayude, si hasta hemos inventado una notación matemática nueva para resolver el problema! ¡Mirad!
Y sacó el cuaderno de bolsillo y el lápiz con rápido movimiento; pero la mano de Tubal se cerró sobre ellos antes de que hubiera podido marcar ni la más leve huella.
Tubal exclamó:
—¡Búa! Se me ha ocurrido una idea despampanante.
—¡Imagínate! —murmuró Sefan. Tubal no le hizo caso. Sonrió nuevamente y se frotó la calva cabeza con mano pensativa.
—Escuchad —dijo, con repentina animación. Y al momento bajó la voz hasta convertirla en un murmullo conspiratorio.
Albert Williams, recién llegado de la Tierra, se revolvió en sueños y advirtió la presencia de un dedo que le tentaba entre las costillas segunda y tercera. Abrió los ojos, volvió la cabeza, miró con aire estúpido… y luego se incorporó como un rayo y estiró el brazo hacia el interruptor de la luz.
—No te muevas —ordenó la figura sombría junto a su cama. Se oyó un chasquidito sofocado, y el terrícola se encontró en el centro del perlino chorro de una lámpara de bolsillo.
Parpadeando, preguntó:
—¿Qué recondenado demonio eres tú?
—Vas a levantarte de la cama —contestó estólidamente la aparición—. Vístete y ven conmigo. Williams hizo una mueca salvaje.
—Intenta obligarme.
No hubo respuesta, pero el chorro de luz se movió levemente y descendió sobre la otra mano de la sombra. Esta otra mano empuñaba un «látigo neurónico», esa arma pequeña y bonita que paraliza las cuerdas vocales y retuerce los nervios en nudos de agonía. Williams deglutió con dificultad y se levantó. Se vistió en silencio, y luego dijo:
—Muy bien, ¿qué quieres?
El deslumbrante «látigo» hizo un gesto, y el terrícola se encaminó hacia la puerta.
—Sigue andando adelante —ordenó el desconocido.
Williams salió del cuarto, anduvo por el silencioso pasillo y bajó ocho pisos sin atreverse a mirar atrás. Fuera, en el campus, se detuvo, y sintió un objeto metálico que le presionaba en los riñones.
—¿Sabes dónde está Obel Hall?
Williams movió la cabeza afirmativamente y echó a caminar. Dejó atrás Obel Hall, dobló a la derecha en la avenida de la Universidad y al cabo de un kilómetro salió de todo camino, más allá de los árboles. En la oscuridad se recortaba vagamente la mole de una nave espacial, con las escotillas bien cerradas. Tan sólo una débil luz aparecía por la rendija del cierre hermético entreabierto.
—¡Entra!
Le empujaron escaleras arriba y le hicieron entrar en una habitacioncita. Williams parpadeó, miró a su alrededor y contó en voz alta:
—… Siete, ocho, nueve y, conmigo, diez. Nos han cogido a todos, me figuro.
—No es una suposición —refunfuñó agriamente Eric Chamberlain—. Es una certidumbre —y se frotaba una; mano—. Hace una hora que estoy aquí.
—¿Qué te pasa en la muñeca? —preguntó Williams.
—Me la he dislocado en la mandíbula de la rata que me ha traído aquí. La tiene dura como el casco de una nave espacial.
Williams se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada contra la pared.
—¿Alguien tiene idea de a qué viene todo esto?
—¡Un secuestro! —dijo el pequeño Joey Sweeney. Los dientes le castañeteaban.
—¿Por qué diablos? —bufó Chamberlain—. Si entre nosotros hay algún millonario, yo no me había enterado. ¡Por mi parte, no lo soy!
—Oídme, no queramos hurgar más abajo del fondo —dijo Williams—. Esos tipos no pueden ser criminales. Parece razonable pensar que una civilización que ha perfeccionado la psicología hasta las alturas conseguidas por esta Federación Galáctica, habría de ser capaz de desarraigar el crimen sin ningún esfuerzo.
—Serán piratas —gruñó Lawrence Marsh—. Yo no lo creo; es una sugerencia, nada más.
—¡Tonterías! —exclamó Williams—. La piratería es un fenómeno de frontera. Esta región del espacio vive en plena civilización desde hace decenas de miles de años.
—A pesar de todo, tenían armas —insistió Joe—, y eso no me gusta. —Se había dejado los lentes en el cuarto y miraba a su alrededor con ansiedad de miope.
—Eso no significa mucho —respondió Williams—. Ea, yo me decía: Aquí estamos nosotros, diez estudiantes de primer curso recién llegados a la Universidad de Arturo. Y la primera noche que pasamos aquí nos sacan misteriosamente de nuestras habitaciones y nos amontonan en una nave espacial. Esto a mí me sugiere algo. ¿Qué os parece?
Sidney Morton levantó la cabeza de los brazos el tiempo suficiente para decir, adormilado:
—También a mí se me había ocurrido. Parece como si hubiéramos de aguantar una novatada. Amigos, creo que los de segundo año se están divirtiendo soberanamente con nosotros.
—Exacto —convino Williams—. ¿Alguien tiene otras ideas? Silencio.
—Está bien, pues; entonces no podemos hacer nada sino esperar. Personalmente, voy a recuperar el sueño perdido. Si me necesitan, ya me despertarán.
En aquel momento se produjo una sacudida, y perdió el equilibrio.
—Bien, ya estamos en marcha, dondequiera que vayamos.
Momentos después, Bill Sefan titubeó un instante antes de entrar en el cuarto de control. Cuando entró por fin fue para enfrentarse con un Wri Forase terriblemente excitado.
—¿Cómo va? —preguntó el denebiano.
—Mal —respondió con acritud Sefan—. Que me cuelguen si tienen miedo. Se disponen a dormir.
—¿A dormir? ¿Todos? Pero ¿qué decían?
—¿Cómo voy a saberlo? No hablaban galáctico, y yo no saco nada en claro de su jerigonza infernal. Forase levantó las manos con disgusto. Tubal habló por fin:
—Oye, Forase, yo me estoy perdiendo una clase de biosociología, y no puedo permitírmelo. Tú has garantizado la psicología de esta treta. Si resulta un fracaso, no quedaré demasiado contento.
—¡Vaya, por el amor de Deneb! —jadeó Forase desesperadamente—. ¡Sois un par de gallinas! ¿Acaso esperabais que se pusieran a chillar y a patalear desde el primer momento? ¡Chamusqueante Arturo! Esperad hasta que lleguemos al Sistema Espicano, ¿queréis? Cuando aterricemos, llegada la mañana… —Soltó una risita repentina—. Va a ser la treta más ingeniosa desde que ataron aquellos murciélagos hediondos al órgano orón tico la Noche del Concierto.
Tubal compuso una sonrisa, pero Sefan se arrellanó en su asiento y comentó pensativamente:
—¿Qué pasa si alguien (digamos, el presidente Wynn) se entera de esto?
El arturiano que estaba en los mandos levantó los hombros.
—No es más que una novatada. Le darán poca importancia.
—No te hagas el tonto, M. T. Esto no es cosa de niños. El Planeta Cuatro, Espiga…, todo el Sistema Es-i picaño en realidad, les está prohibido a las naves galácticas, y vosotros lo sabéis. Allá existe una raza sub-humanoide, y se ha decretado que han de desarrollarse completamente libres de interferencias hasta que descubran los viajes interestelares por sí mismos. Tal es la ley, y son muy rigurosos en su cumplimiento. ¡Espacio! Si se enteran de esto, tenemos baile por una buena temporada.
Tubal giró en el asiento.
—¿Cómo, por Arturo, esperas que Prexy Wynn (¡maldito sea su recio pellejo!) se entere de esto? Ahora bien, fíjate, yo no digo que la aventura no circule por el campus, porque si la hemos de mantener en secreto entre nosotros pierde la mitad de la gracia.
Pero ¿cómo van a enterarse de los nombres? Nadie nos delatará. Y lo sabéis.
—De acuerdo —admitió Sefan, encogiéndose de hombros. Entonces Tubal exclamó:
—¡Preparados para el hiperespacio! —Oprimió los mandos y se notó aquel raro desquiciamiento interno que señalaba la salida del vehículo del espacio normal.
Los diez terrícolas estaban bastante angustiados y se les notaba en la cara. Lawrence Marsh volvió a dirigir una mirada oblicua a su reloj.
—Las dos treinta —dijo—. Hace ya treinta y seis horas. Ojalá dieran la aventura por terminada.
—Esto no es una novatada —se lamentó Sweeney—. Dura demasiado.
Williams se puso encarnado.
—¿Por qué diablos parecéis todos medio muertos? Nos han dado de comer regularmente, ¿verdad? No nos han atado, ¿verdad que no? Yo diría que se ve clarísimo que nos cuidan con toda atención.
—O —replicó Sidney Morton con tartajeo descontentadizo— nos engordan para el sacrificio.
Aquí se interrumpió, y todos se pusieron tensos. Habían experimentado una sacudida interna inconfundible.
—¡Tomad nota! —dijo Eric Chamberlain con frenesí repentino—. Volvemos a encontrarnos en espacio normal, lo cual significa que sólo estamos a un par de horas, máximo, del lugar adonde nos dirijamos. ¡Tenemos que hacer algo!
—Eso, eso —bufó Williams—. Pero ¿qué?
—Somos diez, ¿verdad? —gritó Chamberlain, hinchando el pecho—. Pues bien, hasta el momento yo sólo he visto a uno de ellos. La próxima vez que entre (y se acerca la hora de que nos den otra comida) nos echaremos encima de él todos a la vez.
Sweeney puso cara de mareo.
—¿Y el látigo neurónico que lleva siempre?
—No nos matará. Por lo demás, no puede alcanzarnos a todos antes de que le hayamos amarrado al suelo.
—Eric, eres un tonto —dijo llanamente Williams. Chamberlain se sonrojó, y aquellas manos suyas de recios dedos se cerraron lentamente en sendos puños.
—Me siento con ganas de practicar un poco el arte de la persuasión. Vuelve a llamarme eso, ¿quieres?
—¡Siéntate! —Williams casi ni se molestó en levantar la vista—. Y no te esfuerces tanto en justificar mi calificativo. Todos estamos nerviosos, tensos, pero esto no significa que tengamos que volvernos locos por completo. Todavía no, al menos. En primer lugar, aun pasando por alto el látigo, echarnos sobre nuestro carcelero no daría frutos demasiado buenos.
«Hasta el momento sólo hemos visto a uno; pero ese uno es del Sistema Arturiano. Mide más de dos metros y pasa de los ciento treinta kilogramos. Nos barrería a todos, a los diez, con los puños nada más. Pensaba que ya habías disputado un asalto con él, Eric. Hubo un silencio denso. Williams añadió:
—Y aun suponiendo que pudiéramos ponerlo fuera de combate y acabar igualmente con todos los otros que haya en la nave, resulta que no tenemos la menor idea de dónde estamos, ni sobre cómo regresar, ni siquiera de cómo gobernar la nave —hizo una pausa. Luego añadió—: ¿Qué?
—¡Tonterías! —Chamberlain se volvió y alimentó su furor en silencio.
La puerta se abrió de un puntapié y el arturiano gigante entró. Con una mano, vació el saco que traía, mientras la otra los apuntaba cuidadosamente con el látigo neurónico.
—La última comida —gruñó.
Hubo una agitación general en pos de los botes que rodaban, todavía tibios del reciente calentamiento. Mor-ton miró él suyo con enojo.
—Oiga —dijo tartamudeando en galáctico—, ¿no nos podrían cambiar el menú? Ya estoy cansado de esta corrompida conserva de ustedes. ¡Éste es el cuarto bote!
—¿Y qué? También es vuestra última comida —le espetó el arturiano. Y salió.
Una parálisis horrorizada los dominó a todos.
—¿Qué ha querido decir con eso? —arguyó uno con voz quebrada.
—¡Van a matarnos! —Sweeney abría unos ojos muy redondos; su voz era cortante.
Williams tenía la boca seca, y sentía una cólera irracional contra el espanto contagioso de Sweeney. Hizo una pausa —el muchacho sólo contaba diecisiete años— y luego dijo con aspereza:
—Dejemos eso, ¿queréis? Y comamos.
Dos horas después notó la estremecida sacudida indicadora de que habían aterrizado y el viaje había llegado a su fin. En todo aquel rato, nadie había dicho nada; pero Williams advertía que el sudario del miedo los asfixiaba más y más a medida que pasaban los minutos.
Espiga se había hundido en un aura carmesí bajo el horizonte, y soplaba un viento glacial. Los diez terrícolas, apiñados miserablemente en la cima de la montaña, sembrada de pedruscos, observaban a sus raptores con semblante huraño. El fornido arturiano, Myron Tubal, tomó la palabra, mientras el vegano de cutis verde, Bill Sefan, y el pequeño denebiano velloso, Wri Forase, se mantenían plácidamente en segundo término.
—Ahí tenéis fuego —decía el arturiano malhumorado— hay leña abundante por los contornos para alimentarlo. Así las fieras se mantendrán apartadas. Antes de irnos, os dejaremos un par de látigos, que os servirán de protección, si os molesta algún aborigen del planeta. En lo tocante a comida, agua y albergue, será preciso que pongáis en juego vuestro ingenio.
Y se volvió. Chamberlain soltó un rugido repentino y saltó hacia el arturiano que se alejaba. Un simple movimiento, sin esfuerzo, del brazo del otro, le mandó para atrás, tambaleándose.
La portezuela se cerró detrás de los tres hombres espaciales. Casi inmediatamente, la nave se levantó del suelo y ascendió disparada. Por fin, Williams rompió el silencio glacial. —Han dejado los látigos. Yo cogeré uno, y tú, Eric, puedes coger el otro.
Uno tras otro, los terrestres se sentaron, de espaldas al fuego, llenos de miedo, casi de pánico. Williams se esforzaba en sonreír.
—Por aquí hay caza abundante; esta región está bien poblada de bosques. Ea, chicos, somos diez, y los que se han ido volverán, más pronto o más tarde. Demostrémosles que los de la Tierra sabemos resistir. ¿Qué decís, muchachos?
Y prosiguió hablando, sin decir nada en concreto. Mor-ton replicó, desanimado:
—¿Por qué no te callas? Con tu charla no remedias nada.
Williams abandonó. Iba sintiendo un frío intenso en la boca del estómago.
El crepúsculo se oscureció, volviéndose noche, y el círculo de luz alrededor de la lumbre se redujo a un pequeño espacio parpadeante, que terminó en sombras. Marsh exclamó súbitamente, abriendo los ojos de par en par:
—Viene alguien…, ¡alguien viene hacia aquí!
El revuelo que se armó luego se petrificó en actitudes de atención tan profunda que se les veía conteniendo el aliento.
—Estás loco —empezó Williams en tono áspero…, Pero se calló en seco ante el ruidito escurridizo e inconfundible que llegaba a sus oídos.
—¡Empuña el látigo! —le gritó entonces a Chamberlain.
Joey Sweeney fue presa de una lisa súbita, una carcajada aguda, violenta.
Y después desgarró el aire un súbito chillido, y las sombras cargaron contra ellos.
No sólo allí ocurrían novedades.
La nave de Tubal se apartaba perezosamente del cuarto planeta de Espiga, con Bill Sefan en los controles. Tubal, por su parte, se hallaba en su abarrotado compartimiento, limpiando una gran botella de licor denebiano de un par de tragos.
Wri Forase contemplaba la operación con semblante triste.
—Cuesta veinte vales cada botella —comentó—, y me quedan ya muy pocas.
—Pues no me dejes ser un aprovechado —respondió, magnánimo, Tubal—. Sigue a mi compás, botella por botella. No tengo inconveniente.
—Con un trago de los tuyos —refunfuñó el denebiano—, me quedaría sin sentido hasta los exámenes de otoño.
Tubal le prestaba muy poca atención.
—Esto —empezó—, pasará a la historia del campus como la gran novatada…
En ese momento se oyó un ping-g-g-g, ping-g-g-g, vivo, penetrante, apenas amortiguado por los tabiques de separación, y las luces se apagaron.
Wri Forase se sintió fuertemente apretado contra la pared. Esforzándose por recobrar el aliento, tartamudeó con dificultad:
—¡Vo-voto al Espacio! ¡Va-vamos a ple-plena aceleración! ¿Qué…, qué le pasa al regulador?
—¡Maldito sea el regulador! —rugió Tubal, poniéndose en pie—. ¿Qué le pasa a la nave?
Tubal cruzó la puerta dando traspiés y se internó por el pasillo, igualmente oscuro, seguido de Forase, que se arrastraba detrás de él. Cuando irrumpieron en el cuarto de mandos, encontraron a Sefan en medio de las mortecinas luces de emergencia, con la verde piel brillando de sudor.
—Un meteoro —graznó—. Nos ha desquiciado los distribuidores de energía, y ahora se convierte toda en aceleración. Luces, unidades de calefacción y radio, todo está fuera de uso, y los ventiladores apenas se mueven —luego añadió—: Además, la Sección Cuatro está perforada.
Tubal miró enfurecido a su entorno.
—¡Idiota! ¿Cómo no has tenido el ojo atento al indicador de masas?
—¡Si lo he tenido, so hipertrofiado montón de materia! —aulló Sefan—. ¡Pero no ha indicado nada! ¿No es eso lo que te esperarías precisamente de un cacharro de segunda mano, alquilado por doscientos vales? El meteorito ha pasado por delante de la pantalla como si fuese éter vacío.
—¡Cállate! —Tubal abrió de un tirón los guardatrajes y gruñó—: Todos son modelos arturianos. Debería haberlo revisado. ¿Puedes manejar uno de ésos, Sefan?
—Acaso —el vegano se rascaba la oreja con expresión dudosa.
En cinco minutos Tubal se metió dentro del recinto, y Sefan, tropezando torpemente, le siguió. Tardaron media hora en regresar.
Tubal se quitó la escafandra.
—¡Telón!
Wri Forase abrió la boca en un grito sofocado.
—¿Quieres decir que… esto es el fin? El arturiano movió la cabeza.
—Podemos repararlo, pero requerirá tiempo. La radio está definitivamente destrozada, o sea, que no podemos pedir socorro.
—¡Pedir socorro! —Forase parecía atónito—. Es lo que nos hace falta, ni más ni menos. ¿Cómo explicaríamos que nos encontremos en el Sistema de la Espiga? Antes que enviar llamadas radiofónicas, tanto daría que nos suicidáramos. Siempre que podamos regresar sin ayuda de nadie, estamos a salvo. Perder unas cuantas clases más no nos perjudicará demasiado.
La voz de Sefan se puso opaca y se quebró.
—Pero ¿y aquellos asustados terrícolas de Espiga Cuatro?
Forase abrió la boca, pero no salió de ella palabra alguna. Volvió a cerrarla, y si hubo alguna vez un humanoide con aspecto mareado, ése era Forase.
Y estaban sólo en el comienzo.
Necesitaron día y medio para desenredar las líneas de energía de aquel cachivache espacial. Tardaron otros dos en desacelerar hasta un punto de regreso que no ofreciese riesgo. Y tardaron cuatro días en regresar a Espiga Cuatro. Total: ocho días.
Cuando la nave sobrevoló nuevamente el lugar donde habían abandonado a los terrícolas, era media mañana, y la faz de Tubal, mientras inspeccionaba el área mediante el televisor, parecía un estudio de cara larga. Poco después rompía un silencio que hacía mucho rato se había hecho viscoso.
—Se me antoja que hemos metido la pata en todo lo que podíamos meterla. Los desembarcamos en las mismas inmediaciones de un poblado de indígenas. Y no se ve rastro de los terrícolas.
—Mal asunto —dijo Sefan, moviendo la cabeza apesadumbrado.
Tubal hundió la suya entre los largos brazos hasta los mismos codos.
—Esto es demasiado. Si no han perecido de miedo, han caído en manos de los indígenas. Violar sistemas solares prohibidos es delito suficiente…, pero lo de ahora se trata ya, pura y simplemente, de asesinato, creo yo.
—Lo que tenemos que hacer —dijo Sefan— es aterrizar ahí y ver si queda alguno con vida; Se lo debemos. Después… —Y se le hizo un nudo en la garganta.
Forase terminó, en un murmullo:
—Después viene el expulsarnos de la Universidad, la psico-revisión… y el trabajo manual para toda la vida.
—¡Olvídalo! —Ladró Tubal—. Afrontaremos esos problemas cuando se planteen.
Lenta, muy lentamente, la nave descendió en círculo y acabó descansando en el calvero pedregoso donde, ocho días antes, habían dejado abandonados a los diez terrícolas.
—¿Cómo hemos de tratar con los indígenas? —Tubal se volvía hacia Forase con los bordes de las órbitas enarcados (naturalmente, no tenía cejas)—. Vamos, hijito, proporcióname algo de psicología subhumanoide. Nosotros somos tres, solamente, y no quiero problemas.
Forase levantó los hombros y el velloso rostro se le cubrió de arrugas de perplejidad.
—Estaba pensando en eso, precisamente, Tubal. No sé ninguna.
—¿Qué? —Estallaron a la vez Sefan y Tubal.
—Nadie sabe —añadió presurosamente el denebiano—. Al fin y al cabo, no se admite a los humanoides en la Federación hasta que están completamente civilizados, y entretanto los tenemos en cuarentena. ¿Suponéis que se nos ofrecen muchas ocasiones de estudiar su psicología?
El arturiano se sentó pesadamente.
—Esto se pone mejor y mejor por momentos. Piensa caravellosa, ¿quieres? ¡Indícanos algo! Forase se rascó la cabeza.
—Pues… hummm…, lo mejor que podemos hacer es tratarlos como a humanoides normales. Si nos acercamos a ellos despacio, con las palmas de las manos extendidas, no hacemos movimientos repentinos y conservamos la calma, deberíamos salir adelante. Pero, recordadlo, digo que deberíamos. No estoy seguro de que resulte, así.
—Vayamos y busquemos la seguridad en el desastre —instó en tono impaciente Sefan—. Al fin y al cabo, no importa mucho. Si me matan aquí, no tendré que volver a casa. —Su faz adquirió una expresión atormentada—. ¡Cuando pienso en lo que va a decir mi familia…!
Salieron de la nave y olisquearon la atmósfera del cuarto planeta de Espiga. El sol estaba en el cénit, plantado allá arriba como una gran pelota de color naranja. En el bosque, un ave emitió un graznido cascado. Luego descendió un silencio total.
—¡Hummm! —exclamó Tubal, con los brazos en jarras.
—Basta para darle sueño a uno. Ni el menor signo de vida. ¿En qué dirección se encuentra el poblado?
Hubo una disputa sobre el tema, con tres opiniones distintas; aunque no duró mucho. El arturiano primero, los otros dos pisándole los talones, bajaron por la pendiente en dirección al desparramado bosque.
Unos treinta y cinco metros adentro de la espesura, los árboles adquirieron vida con el movimiento de una oleada de indígenas que se descolgaban de las ramas.
Wri Forase quedó fuera de combate en el mismo comienzo de la avalancha. Bill Sefan se tambaleó, defendió su posición momentáneamente, y luego cayó de espaldas con un gemido.
Sólo quedaba en pie el fornido Myron Tubal. Con las piernas muy separadas y emitiendo unos roncos ¡juipis!, repartía golpes a diestro y siniestro. Los indígenas le golpeaban a él y salían disparados como gotas de agua de un volante en rotación. Dirigiendo su propia defensa según el principio del molino de viento, fue retrocediendo hasta situarse de espaldas a un árbol.
Con lo cual se equivocó. En la rama más baja de aquel árbol se escondía un indígena más cauteloso y sesudo que sus compañeros. Tubal había advertido ya que los nativos estaban dotados de recias colas musculosas, y había anotado el hecho en su mente. De todas las razas de la Galaxia, sólo otra, la Homo Gamma Cepheus, poseía cola. Lo que no había advertido, sin embargo, era que dichas colas eran prensiles.
Cosa que descubrió casi inmediatamente, porque el indígena de la rama del árbol hizo descender la suya, rodeó con ella el cuello de Tubal y apretó.
El arturiano se revolvía furiosamente, sufriendo lo indecible, pero logró arrancar del árbol a su atacante. No obstante, aunque colgando cabeza abajo y girando de un lado para otro en anchos arcos, continuaba rodeando el cuello del otro y oprimiéndolo con más fuerza cada vez.
El mundo se oscureció. Antes de dar contra el suelo, Tubal había perdido ya el conocimiento.
Tubal volvió en sí poco a poco, advirtiendo con disgusto la dolorida rigidez del cuello. En vano quiso remediarla con un masaje, pero tardó unos segundos en darse cuenta de que lo habían atado sólidamente. El hecho le indujo a despabilarse por completo. Lo primero que advirtió fue que estaba tendido boca abajo; lo segundo, el horrible estrépito que reinaba a su alrededor; lo tercero, que Sefan y Forase estaban atados junto a él… y, por último, que no podía romper las ligaduras.
—¡En, Sefan, Forase! ¿Me oís?
Fue Sefan el que contestó alegremente:
—¡Oh, cabra dragoniana! Creíamos que habías perdido los sentidos para siempre. —Yo no muero tan pronto —refunfuñó el arturiano—. ¿Dónde estamos?
Hubo una corta pausa.
—En el poblado de los indígenas, me figuro —respondió Wri Forase en tono apagado—. ¿Habías oído jamás un ruido como éste? El tambor no ha parado ni un minuto desde que nos han echado aquí.
—¿No habéis visto, por azar…?
Unas manos se posaron en él y notó que le hacían rodar. Ahora se encontraba en posición de sentado, y el cuello le dolía más que nunca. Bajo el sol de primeras horas de la tarde brillaban unas ruinosas chozas de bardas y troncos verdes. Los tres expedicionarios estaban rodeados de un corro de indígenas de oscura piel y larga cola. Serían en número de centenares, todos tocados con plumas y armados de unas lanzas cortas equipadas con amenazadoras púas.
Todos tenían los ojos fijos en la hilera de figuras misteriosas sentadas en el suelo, en primera fila y sobre las cuales fijó Tubal una mirada colérica. Se veía claramente que eran los jefes de la tribu. Vistiendo prendas chillonas adornadas con orlas y confeccionadas con pieles mal curtidas, multiplicaban su aire bárbaro mediante unas altas máscaras de madera que caricaturizaban el rostro humano.
El enmascarado monstruo que se hallaba más próximo a los humanoides se acercó a éstos con paso mesurado.
—Hola —les dijo—. ¿Tan pronto y ya de regreso?
Tubal y Sefan permanecieron largo rato sin decir nada en absoluto, mientras Wri Forase era víctima de un interminable acceso de tos.
—Eres uno de aquellos terrícolas, ¿verdad que sí? —inquirió por fin Tubal, después de una profunda inhalación.
—Muy cierto. Soy Al Williams. Puedes llamarme Al, simplemente.
—¿Todavía no te han matado?
—No nos han matado a ninguno —respondió Williams con gozosa sonrisa—. Muy al contrario. Caballeros —añadió con una extraña reverencia—, les presento a los nuevos… hmmm…, los nuevos dioses de la tribu.
—Los nuevos ¿qué? —Forase, que seguía tosiendo, se quedó boquiabierto.
—… Pues…, pues, dioses. Lo siento, pero no sé la palabra que expresa «dios» en galáctico.
—¿Qué representáis, vosotros los «dioses»?
—Somos una especie de entidades sobrenaturales, objetos que han de ser adorados.
¿Lo entiendes? Los humanoides les miraban abatidos.
—Sí, ciertamente —sonrió Williams—, somos personas muy poderosas.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Tubal, indignado—. ¿Por qué han de pensar que poseéis un gran poder? Físicamente, vosotros los terrestres estáis por debajo del término medio; ¡muy por debajo!
—Lo que importa es el efecto psicológico —explicó Williams—. Si nos ven aterrizar en un vehículo grande, rutilante, que cruza el aire misteriosamente, y luego despega entre un chorro de llamas de cohete, han de considerarnos sobrenaturales, es forzoso. Es psicología bárbara elemental.
Mientras Williams continuaba, a Forase se le salían los ojos de las órbitas.
—Oye —intervino Sefan—, me parece que nos estás tomando el pelo. Si se figuraron que vosotros erais dioses, ¿cómo no pensaron lo mismo de nosotros? También íbamos en la nave, y…
—Ahí —le interrumpió Williams—, es donde empezamos a intervenir nosotros. Con dibujos y por signos, les explicamos que vosotros erais demonios. Cuando por fin regresasteis (¡y podéis figuraros la alegría que tuvimos al ver regresar esa nave!) ellos ya sabían qué tenían que hacer.
—¿Y qué son «demonios»? —preguntó Forase con generosa ostentación de susto en la cara. Williams exhaló un suspiro.
—¿Es que vosotros, la gente de la Galaxia, no entendéis nada?
Tubal movió lentamente el dolorido cuello.
—¿Y si nos dejaseis marchar ya? —murmuró—. Tengo calambres en el cuello.
—¿Para qué tanta prisa? Al fin y al cabo os han traído aquí para sacrificaros en nuestro honor.
—¡Sacrificarnos!
—Claro. Van a descarnaros con cuchillos. Hubo un silencio cargado de horror.
—¡No nos vengas con semejantes gases de cometa!
—Tubal consiguió sonreír por fin—. ¡No somos terrícolas que se asustan y se dejan llevar por el pánico, ya sabéis!
—¡Oh, claro, lo sabemos! Por nada del mundo quisiera engañaros. Pero la sencilla psicología salvaje corriente siempre se inclina por un poquito de sacrificio humano, y…
Sefan se revolvía dentro de las ligaduras y trataba de lanzarse, furioso, contra Forase.
—¡Pensaba que dijiste que nadie sabía nada de psicología subhumanoide! Tratabas de disimular tu ignorancia, ¿verdad, so arrugado, velloso ojos de rana, hijo mestizo de un lagarto vegano? ¡En bonito lío nos encontramos ahora!
Forase se encogió para apartarse.
—¡Eh, espera! Solo…
Williams decidió que la broma ya había durado bastante.
—Tranquilizaos —gritó—. La novatada, tan bien estudiada, que querías hacernos os ha estallado en las narices. Ha sido un hermoso estallido; pero no vamos a llevar las cosas demasiado lejos. Creo que ya nos habéis divertido bastante, amigos. En estos momentos Sweeney está con el jefe indígena, explicándole que vamos a marcharnos y que os llevaremos con nosotros. Francamente, yo despegaría ya, de buena gana… Esperad un minuto; Sweeney me está llamando.
Cuando regresó, unos momentos después, Williams tenía una expresión peculiar; su semblante aparecía un poco verdoso. Lo cierto es que se ponía más verde por segundos.
—Parece —explicó, como queriendo tragarse el bocado de Adán—, que ahora nos ha estallado en nuestras propias barbas una contranovatada. El jefe indígena ¡se empeña en que tenga lugar el sacrificio!
Hubo un silencio meditativo, mientras los tres humanoides estudiaban la situación. Por unos momentos, ninguno de ellos pudo pronunciar ni una sola palabra.
—Le he dicho a Sweeney —añadió Williams, sombrío— que vuelva allá y le explique al jefe indígena que si no hace lo que le indiquemos, algo terrible le sucederá a su tribu. Pero es pura fanfarronada, y acaso no se deje engañar. Hummm… lo siento, muchachos. Creo que nos hemos pasado de la raya. Si la cosa se pone verdaderamente fea, os cortaremos las ligaduras y huiremos todos juntos.
—Córtalas ahora —gruñó Tubal, sintiendo que se le helaba la sangre—. ¡Terminemos con esto de una vez!
—¡Espera! —gritó Forase en tono vehemente—. Deja que el terrestre emplee un poco su psicología. Adelante, terrestre. ¡Concentra la mente!
Williams pensó hasta que ya empezaba a dolerle el cerebro.
—Mirad —dijo con voz débil—, desde que fuimos incapaces de curar a la esposa del jefe, hemos perdido bastante prestigio como divinidades. La pobre murió ayer —y movió la cabeza como aprobando una idea que se le había ocurrido—. Lo que necesitamos es un milagro impresionante. Eh, amigos, ¿tenéis algo en los bolsillos?
Se arrodilló junto a ellos y se puso a cachearlos. Wry Forase tenía un lápiz, un cuaderno de bolsillo, un peine con púas de estaño, polvos contra el prurito, un fajo de vales y unas cuantas cosas más. Sefan poseía una colección de material vario similar.
En cambio, del bolsillo trasero de Tubal sacó un objeto pequeño, negro, parecido a un arma, con una empuñadura enorme y un cañón corto.
—¿Qué es esto? Tubal frunció el ceño.
—¿Y para eso llevamos tanto rato ahí sentados? Eso es un soplete de mano que yo utilicé para reparar una perforación de la nave. No vale nada; ya casi no le queda corriente.
A Williams se le iluminaron los ojos. Todo su cuerpo se galvanizó de excitación.
—¡Eso crees tú! Vosotros, la gente de la Galaxia, nunca veis más allá de vuestras narices. ¿Por qué no vais a pasar una temporada a la Tierra, y volveréis con nuevos puntos de vista?
Williams se alejó, corriendo hacia sus compañeros de conspiración.
—Sweeney —gritaba—, dile a ese condenado jefe con cola de mono que dentro de un segundo, nada más, voy a enfadarme y derrumbaré el firmamento entero sobre su cabeza. ¡Ponte duro!
Pero el jefe no aguardaba el mensaje. Hizo un gesto de desafío, y los indígenas iniciaron un asalto masivo. Tubal rugió; sus músculos golpeaban las ligaduras. El soldador de Williams entró en acción, el débil rayo eléctrico saltó adelante.
La choza indígena más próxima se encendió en llamas. Luego se incendió otra… y otra… y otra más… Y entonces la pistola de soldar se apagó.
Pero ya había cumplido su misión. Era bastante. No quedaba en pie ni un solo indígena. Todos se arrastraban con el rostro pegado al suelo, gimiendo y pidiendo perdón a grandes gritos. El que gemía más y daba mayores voces era el jefe.
—Dile —le ordenó Williams a Sweeney— que esto ¡no es más que una insignificante muestra de lo que pensamos hacer con él!
Dirigiéndose a los humanoides, mientras les cortaba las ligaduras de cuero, añadió en tono complacido:
—Sencillamente, un poco de psicología salvaje corriente.
Sólo cuando ya volvían a estar en la nave y otra vez en el espacio, Forase pudo tragarse el orgullo.
—¡Pero si yo pensaba que los terrestres no habían cultivado aún la psicología matemática! ¿Cómo sabías todo eso sobre los subhumanoides? ¡En la Galaxia, nadie ha llegado a un punto tan elevado todavía!
Williams sonrió.
—Mira, nosotros poseemos algunos conocimientos prácticos, empíricos, sobre el funcionamiento de la mente no civilizada. Ya ves, venimos de un mundo en el que la mayoría de la gente está todavía, por así decirlo, sin civilizar. Por lo tanto ¡hemos de poseerlos!
Forase movió la cabeza pausadamente, en señal afirmativa.
—¡Vaya terrícolas locos! Al menos, este pequeño episodio nos ha enseñado una cosa.
—¿Cuál?
Forase volvió a echar mano del argot terrestre, y dijo.
—Nunca te pongas pesado con un puñado de dementes. ¡Podrían estar mucho más lejos de lo que imaginabas!
Al repasar mis relatos para preparar este libro, me encontré con que La novatada era la única narración publicada de la cual no recordaba nada, excepto el título. Ni siquiera al releerlo lo reconocí. Si me lo hubieran dado a leer sin que llevase el nombre del autor y me hubieran invitado a adivinar quién lo escribió, me habría quedado atascado. Quizá esto signifique algo.
De todos modos, el relato discurre sobre el telón de fondo de «Homo Sol».
Abordando a Fred Pohl, tuve más suerte con otra narración: Super-Neutrón, que escribí a finales del mismo febrero en que hice Masks y La novatada. Se lo presenté el día 3 de marzo de 1941, y el día 5 lo aceptó.
Por aquellos días, a menos de tres años de haber presentado mi primer trabajo, me iba volviendo bastante irritable si rechazaban mis narraciones. Al menos, en mi diario saludo la noticia de la aceptación con estas palabras: «Ya era hora de que colocara algo; cinco semanas y media desde que vendí mi último relato».