EL NUMERO IMAGINARIO

El transmisor emitía su señal intermitente, mientras Tan Porus permanecía sentado junto a él con satisfacción. Sus penetrantes ojos verdes brillaban triunfales, y su pequeño cuerpo vibraba de excitación. Nada mejor que su extraordinaria posición hubiera podido indicar, la importancia de aquella circunstancia… ¡Tan Porus tenía los pies encima de la mesa!

El transmisor cobró vida y un marcado semblante arturiano contempló con malhumorado ceño al psicólogo rigeliano.

—¿Era necesario sacarme de la cama, Porus? ¡Es medianoche!

—En esta parte del mundo es pleno día, Final. Pero j lo que tengo que decirle le hará olvidar todo lo referente al sueño.

Gar Final, director de la RPG —Revista, de Psicología Galáctica— no pudo evitar que una mirada de interés cruzara su rostro.

Era evidente que Porus gozaba de la situación.

—Final —dijo—, el próximo artículo que enviaré a su periodicucho será lo más importante que ha publicado en toda su vida.

Final estaba impresionado.

—¿Lo dice en serio? —preguntó estúpidamente.

—¿Qué clase de pregunta idiota es ésa? Claro que lo digo en serio. Escuche… —Siguió un silencio dramático, durante el cual la tensión del rostro de Final alcanzó proporciones dolorosas. Después, en un ronco susurro, Porus dijo—: ¡He resuelto el problema del calamar!

Naturalmente, la reacción fue la que Porus había esperado. Hubo un estallido al otro extremo, y durante treinta interesantes segundos el rigeliano experimentó la sorpresa de averiguar que el serio y respetable Final poseía un vocabulario de lo más ofensivo.

El calamar de Porus era objeto de habladurías en toda la galaxia. Hacía dos años que estudiaba sin cesar un oscuro animal draconiano que insistía en dormirse cuando no debía hacerlo. Había hecho y destruido ecuaciones con una regularidad que llegó a convertirse en una permanente broma entre todos los psicólogos de la federación… y ninguno había explicado la insólita reacción. Ahora, Final era sacado de la cama para enterarse de que la solución había sido averiguada… y eso era todo.

Final pronunció una última frase capaz de poner fuera de combate a cualquier cosa menos al transmisor.

Porus aguardó a que la tormenta pasara y entonces dijo tranquilamente:

—Pero ¿sabe cómo lo he resuelto?

La contestación del otro fue un gruñido indistinto.

El rigeliano empezó a hablar con rapidez. Cualquier traza de diversión había desaparecido de su rostro y, tras unas cuantas frases, Final abandonó su actitud colérica. La expresión del arturiano era de un atónito interés.

—¡No! —balbuceó.

—¡Sí!

Cuando Porus hubo terminado, Final corrió locamente a llamar a los impresores para que retrasaran la publicación del próximo número de la RPG durante dos semanas.

Furo Santin, director del departamento de matemáticas de la Universidad de Arturo, dirigió una larga y penetrante mirada a su colega de Sirio.

—¡No, no, está usted equivocado! Sus ecuaciones eran válidas. Yo mismo las comprobé.

—Matemáticamente, sí —replicó el sirio de cara redonda—. Pero psicológicamente no tienen sentido. Santin se dio una palmada en la ancha frente.

—¡Sentido! ¡Mira cómo habla un matemático! Gran espacio, hombre, ¿qué tienen que ver las matemáticas con el sentido? Las matemáticas son una herramienta, y mientras pueda manipularse para que dé respuestas convenientes y haga predicciones correctas, no se requiere un sentido real. Lo digo por Porus… la mayoría de los psicólogos no saben bastantes matemáticas como para manejar eficientemente una regla de cálculo, pero él sabe lo que se trae entre manos. El otro asintió dubitativamente.

—Supongo que sí. Supongo que sí. Pero esto de usar cantidades imaginarias en ecuaciones psicológicas amplía muy poco mi fe en la ciencia.

Se estremeció…

El salón de recreo de los graduados superiores del edificio de psicología estaba abarrotado y hervía de actividad. El rumor de la solución de Porus al ahora ya clásico problema del calamar se había extendido con rapidez, y las conversaciones no trataban de otra cosa.

En el centro del grupo más numeroso se encontraba Lor Haridin. Era joven y acababa de adquirir el rango superior. Pero como ayudante de Porus era, dadas las circunstancias, el dueño de la situación.

—Mirad, muchachos, de qué se trata exactamente, no lo sé. Éste es el secreto del viejo. Todo lo que puedo deciros es que tengo una idea general de cómo lo ha resuelto.

Los otros se acercaron aún más.

—Me han dicho que tuvo que hacer una anotación matemática nueva para el calamar —dijo uno—, como aquella vez en que tuvimos problemas con los humanoides de Sol.

Lor Haridin movió la cabeza.

—¡Peor! No me imagino cómo se le ocurrió. Fue una idea genial o una pesadilla, pero en cualquier caso introdujo cantidades imaginarias… la raíz cuadrada de menos uno. Hubo un espantoso silencio y después alguien dijo:

—¡No me lo creo!

—¡Es verdad! —Fue la complaciente respuesta.

—Pero no tiene sentido. ¿Qué puede representar la raíz cuadrada de menos uno, psicológicamente hablando? Pues significaría… —Hizo unos rápidos cálculos mentales, igual que la mayoría de los demás— ¡que las sinapsis nerviosas estaban unidas en nada menos que cuatro dimensiones!

—Claro —intervino otro—. Supongo que si hoy estimulas al calamar, reaccionaría ayer. Esto es lo que significaría un número imaginario. ¡Cometa de gas! Esto es lo que creo.

—Por eso no eres un hombre como Porus —dijo Haridin—. ¿Crees que le importa cuántos números imaginarios hay en los pasos intermedios si todos cuadran en la solución final? Lo único que le interesa es que le dan el signo deseado en la respuesta, una respuesta que explicará este asunto del sueño. En cuanto a su significado físico, ¿qué importancia tiene? Al fin y al cabo, las matemáticas no son más que una herramienta.

Los otros reflexionaron en silencio y se maravillaron.

Tan Porus se hallaba en su camarote a bordo de la nave interestelar más nueva y lujosa, y contemplaba con felicidad al joven que tenía delante. Estaba de un sorprendente buen humor y, quizá por primera vez en su vida, no le importaba ser entrevistado por los sagaces y eficaces empleados de la Éter Press.

El periodista de la Éter que estaba a su lado reflexionaba en silencio sobre la afabilidad del científico. Por amarga experiencia, sabía que los científicos, en general, detestaban a los periodistas… y que los psicólogos, en particular, consideraban divertido practicar psicología aplicada con ellos e inducir reacciones mortalmente divertidas… para otros.

Se acordaba de la vez en que aquel anciano de Canopo le había convencido de que la vida arbórea era la mejor que existía. Habían sido necesarios veinte hombres para hacerle bajar de las copas de los árboles y un experto psicólogo para restituirle a la normalidad.

Pero aquí estaba el mayor de todos ellos, Tan Porus, contestando preguntas como un ser humano normal.

—Lo que ahora me gustaría saber, profesor —dijo el periodista— es de qué se trata esta cantidad imaginaria. Es decir —añadió apresuradamente—, no la explicación matemática, sobre esto confiamos en su palabra, sino una idea general que los humanoides normales puedan comprender. Por ejemplo, he oído decir que el calamar tiene una mente de cuatro dimensiones.

Porus gruñó:

—¡Oh, Rigel! ¡Disparates de cuatro dimensiones! Si quiere que le diga la verdad, ese número imaginario que he usado, y parece haber gustado tanto al público, probablemente no indica nada más que una anormalidad en el sistema nervioso del calamar; pero cuál, no lo sé. Es verdad que los métodos generales de ecología y microfisiología no han encontrado nada anormal. Sin duda, la solución descansa en la física atómica del cerebro de la criatura, pero aquí no tengo esperanzas. —Hubo una sombra de desprecio en su voz—. Los físicos atómicos están mucho más atrasados que los psicólogos para esperar que se pongan al día a estas alturas.

El periodista usaba furiosamente su bolígrafo. El titular del día siguiente se le aparecía con claridad: ¡Notable psicólogo ataca a los físicos atómicos!

Y también el titular del segundo día: ¡Indignados físicos denuncian a notable psicólogo!

El periodista levantó la vista con vivacidad.

—Dígame, profesor, ya sabe que los humanoides de la galaxia se interesan mucho por la vida privada de los científicos. Espero que no le importará que le haga unas cuantas preguntas sobre su viaje de regreso a Rigel IV.

—Adelante —dijo Porus con afabilidad—. Dígales que es la primera vez que voy a casa en dos años. Ya tengo ganas de llegar. Arturo es demasiado amarillo para mis ojos y los muebles que tienen aquí son excesivamente grandes.

—¿No es verdad que tiene una esposa en casa? Porus tosió.

—Humm, sí. La mujercita más dulce de toda la galaxia. Tengo ganas de verla.

Escríbalo, El periodista lo apuntó.

—¿Cómo es que no la trajo con usted a Arturo?

El rostro del rigeliano perdió algo de su afabilidad.

—Me gusta estar solo cuando trabajo. Las mujeres están muy bien… en su lugar. Además, mi idea de unas vacaciones es estar completamente solo. No lo escriba.

El periodista no lo apuntó. Contempló el pequeño cuerpo del otro con abierta admiración.

—Dígame, profesor, ¿cómo se las arregló para que se quedara en casa? Me gustaría que me confiara el secreto. ¡Podría emplearlo!

Porus se echó a reír.

—Se lo diré, hijo. ¡Cuando se es un buen psicólogo, se es el dueño de su propio hogar!

Con un gesto, dio la entrevista por terminada y entonces asió repentinamente al otro por el brazo. Sus ojos verdes le penetraron con agudeza.

—Y escuche, hijo, esta última observación no es para que se publique, ya lo sabe.

El periodista palideció y retrocedió unos pasos.

—¡No, señor; no, señor! En nuestra profesión existe un proverbio que dice: «Nunca juegues con un psicólogo, o te dejará en ridículo».

—¡Muy bien! Ya sabe que puedo cumplirlo al pie de la letra, en caso necesario.

A quince billones de kilómetros de distancia, Porus se imaginaba la pura órbita blanca de Rigel, y algo se contrajo en su corazón.

Reacción de tipo B… nostalgia; reflejo condicionado por la asociación de Rigel con felices recuerdos de juventud…

Palabras, frases, ecuaciones, se sucedieron en su inteligente cerebro, pero se sintió feliz a pesar de ellas. Y en un momento, el hombre triunfó sobre el psicólogo y Porus abandonó el análisis por la superior alegría de la felicidad indiscriminada.

Se levantó en pleno período de sueño, dos noches antes de aterrizar, para echar una ojeada a Hanlon, cuarto planeta de Rigel, su mundo de origen. En algún lugar de aquel mundo, en las costas de un mar tranquilo, había una pequeña casa de dos pisos. Una pequeña casa, no aquellas estructuras gigantescas que sólo convenían a los arturianos y otros grandes humanoides.

Era verano y la casa estaría bañada por la nacarada luz de Rigel, y tras el chillón resplandor amarillo-rojizo de Arturo, eso sería un gran descanso.

Y —casi gritó de alegría— la primera noche insistiría en atiborrarse de tryptex asado. Hacía dos años que no lo tomaba, y su esposa era la mejor cocinera de tryptex de todo el sistema.

Se sobresaltó un poco al pensar en su esposa. Había sido un truco sucio obligarla a permanecer en casa durante los últimos dos años, pero había sido necesario. Había pasado todo un día calculando sus reacciones cuando le viera tras dos años de ausencia, y no eran nada agradables.

Nina Porus era una mujer de emociones sin domar, y él tendría que actuar con rapidez y eficiencia.

La localizó rápidamente entre la multitud. Sonrió. Era agradable verla, a pesar de que sus ecuaciones predijeran una larga y seria tormenta. Volvió a repasar su discurso inicial y realizó un cambio en el último minuto.

Y entonces ella le vio. Le hizo frenéticas señas con la mano y salió de entre el gentío. Se encontró sobre Porus antes de que éste pudiera darse cuenta y, mientras se abrazaban cariñosamente, le heló la sorpresa.

¡Aquélla no era la reacción prevista! ¡Había algún error!

Ella le conducía con pericia a través de la nube de periodistas hacia el estratocoche, hablando rápidamente durante el camino.

—Tan Porus, creía que no viviría lo bastante para volver a verte. Es fantástico volver a tenerte conmigo; no tienes ni idea de lo estupendo que es. Aquí todo sigue igual, claro, pero no es lo mismo sin ti.

Los ojos de Porus se nublaron. Este discurso no era nada característico de Nina. Para los sensibles oídos de un psicólogo, sonaba como el desvarío de un maníaco. Ni siquiera tuvo la suficiente presencia de espíritu como para gruñir en los intervalos adecuados.

Nina Porus charlaba alegremente y el único aspecto normal de su conversación era su facultad para mantener un diálogo con suave eficiencia.

—Y, naturalmente, querido, he preparado un tryptex entero, bien asado y acompañado de sarnees. Y, ah, sí, respecto a aquel asunto del año pasado con el nuevo planeta… la Tierra, ¿verdad que se llama así? Me sentí muy orgullosa de ti cuando me enteré. Dije…

Y prosiguió, hasta que su voz degeneró en una insensata aglomeración de sonidos.

¿Dónde estaban sus lágrimas? ¿Dónde habían quedado los reproches, las amenazas, la apasionada compasión de sí misma?

Tan Porus se animó con un gran esfuerzo a la hora de cenar. Contempló fijamente el gran plato de humeante tryptex que tenía delante con una extraña falta de apetito y dijo:

—Esto me recuerda una ocasión en que cené con el presidente delegado en Arturo…

Entró en detalles, extendiéndose sobre la alegría y el desenfreno del acontecimiento. Se puso lírico recordando la diversión que le proporcionó; hizo hincapié, sin ninguna sutileza, en el hecho de que no había echado a faltar a su esposa; y, finalmente, en un estallido de desesperación, mencionó la presencia de un sorprendente número de mujeres rigelianas en el sistema arturiano.

Y mientras tanto, su mujer siguió sonriendo.

—Estupendo, querido —había dicho—. Me alegro mucho de que te hayas divertido. Tómate el tryptex.

Pero Porus no se tomó el tryptex. Tan sólo pensar en comer le daba náuseas. Con una prolongada mirada de consternación a su esposa, se levantó con toda la dignidad que pudo y se encaminó hacia la intimidad de su habitación.

Rompió las ecuaciones con furia y se desplomó en un sillón. Ardía de ira, pues evidentemente algo le había sucedido a Nina. ¡Algo horrible! Ni siquiera su interés por otro hombre —y por un momento se le ocurrió esta idea como una posible explicación— hubiera causado tal revolución en su carácter.

Se mesó el cabello. Existía otro factor oculto más sorprendente que aquél, pero no tenía ni idea de cuál podía ser. En aquel momento Tan Porus hubiera dado la suma total de sus posesiones terrenales por que su mujer entrara e intentara —aunque sólo fuera una vez— arrancarle el cuero cabelludo, como antes.

Y abajo, en el comedor, Nina Porus no pudo evitar que un destello de astucia brillara en sus ojos.

Lor Haridin dejó la pluma y dijo:

—¡Adelante!

La puerta se abrió, y su amigo, Eblo Ranin, entró, limpió una esquina de la mesa y se sentó.

—Haridin, tengo una idea. —Su voz era un insólito susurro de culpabilidad.

Haridin le contempló sospechosamente.

—¿Como aquella vez —dijo— que preparaste una estúpida trampa para el viejo Obel?

Ranin se estremeció. Había pasado dos días escondido en el pozo de ventilación tras aquel brillante trabajo.

—No, ésta es buena. Escucha. Porus te dejó a cargo del calamar, ¿verdad?

—Oh, ya veo adonde quieres ir a parar. Pero no te servirá de nada. Yo puedo alimentar al calamar, pero nada más. Si tan sólo le pusiera las manos encima para inducir un tropismo de cambio de color, el jefe cogería una pataleta.

—¡Al espacio con él! De cualquier forma, está a muchos parsecs de aquí. —Ranin extrajo un viejo ejemplar de la RPG de dos meses atrás y pasó la hoja de la portada—. ¿Has seguido los experimentos de Livell en Procyon U? Ya sabes… campos magnéticos aplicados con y sin radiación ultravioleta.

—No entra en mi especialidad —gruñó Haridin—. He oído hablar de ello, pero nada más. ¿Qué pasa con eso?

—Bueno, es una reacción de tipo E la que produce, lo creas o no, un fuerte efecto fimbal en prácticamente todos los casos, en especial en los invertebrados superiores.

—¡Humm!

—Si pudiéramos experimentarlo en ese calamar, podríamos…

—¡No, no, no, no! —Haridin sacudió la cabeza con violencia—. Porus me mataría. —Escucha, tonto… Porus no puede decirte lo que hay que hacer con el calamar. Es Frían Obel el que tiene la última palabra. El es el director del consejo de psicología, no Porus. Todo lo que has de hacer es solicitar su aprobación, y la tendrás. Entre nosotros, desde aquel asunto sobre Homo Sol el año pasado, no puede ver a Porus.

Haridin cedió.

—Solicítala tú. Ranin tosió.

—No. En realidad, creo preferible no hacerlo. Tiene la sospecha de que fui yo quien preparó esa trampa, y prefiero no cruzarme en su camino.

—Humm. Bueno…, ¡de acuerdo!

Lor Haridin tenía el aspecto de no haber dormido bien durante una semana, lo que demuestra que a veces las apariencias no engañan. Eblo Ranin le contempló con paciente amabilidad y suspiró.

—¿Quieres hacer el favor de sentarte? Santin dijo que hoy tendría los resultados finales, ¿verdad?

—Lo sé, lo sé, pero es humillante. He pasado siete años estudiando matemáticas superiores. ¡Y ahora cometo una estúpida equivocación y ni siquiera puedo encontrarla!

—Quizá no la encuentras porque no existe.

—No seas tonto. El resultado es imposible. Tiene que ser imposible. Tiene que serlo. —Arrugó la amplia frente—. Oh, ya no sé qué pensar.

Siguió concentrándose en el intento de gastar el pelillo de la alfombra y meditó amargamente. De pronto se enderezó.

—Son esas integrales de tiempo. No se puede trabajar con ellas, te lo digo. Las contemplas sobre una mesa, te pasas media hora para encontrar la entrada apropiada, y te dan diecisiete resultados posibles. Tienes que escoger el que tiene sentido, y, ¡Arturo me ayude!, ¡o lo tienen todos, o ninguno! Tropiezas con ocho de ellos, tal como nos ha ocurrido en este problema, y tenemos bastantes permutaciones para el resto de nuestra vida.

Se encendió la luz de señales intermitentes, y Haridin corrió hacia la puerta.

Arrancó el paquete de manos del mensajero y abrió la envoltura con impaciente frenesí.

Buscó la última página y leyó la nota final de Santin:

«Sus cálculos son correctos. Felicidades… ¡y que esto no haga perder la cabeza a Porus! Es mejor que se ponga en contacto con él inmediatamente».

Ranin lo leyó por encima del hombro de su amigo y durante un largo minuto los dos se miraron fijamente.

—Tenía razón —murmuró Haridin, con los ojos hinchados—. Hemos encontrado algo en lo que el número imaginario no cuadra. ¡Hemos conseguido una reacción predicha que incluye una cantidad imaginaria!

El otro tragó saliva y se repuso de su asombro con un gran esfuerzo.

—¿Cómo lo interpretas?

—¡Gran espacio! ¿Cómo puedo saberlo? Tenemos que avisar a Porus, eso es todo.

Ranin chasqueó los dedos y agarró al otro por los hombros.

—Oh, no, no lo haremos. Ésta es nuestra gran oportunidad. Si llegamos a resolverlo, conseguiremos el éxito de nuestra vida. —La excitación le hizo tartamudear—. ¡Arturo! Cualquier psicólogo vendería dos veces su vida por tener la oportunidad que se nos ha presentado.

El calamar draconiano nadaba plácidamente, sin asustarse por los enormes solenoides que rodeaban su tanque. La masa de cables enredados, los conductores de corriente, las lámparas de vapor de mercurio que había encima no significaban nada para él.

Mordisqueaba tranquilamente las hojas del helecho marino que le rodeaba y estaba en paz con el mundo.

No así los dos jóvenes psicólogos. Eblo Ranin revisaba los complicados aparatos en un esfuerzo de último minuto por comprobarlo todo. Lor Haridin le ayudaba a intervalos mientras se mordía las uñas.

—Todo dispuesto —dijo Ranin, y se enjugó la húmeda frente con cansancio—. ¡Conectémosla!

La lámpara de vapor de mercurio se puso en marcha y Haridin cerró las cortinas de la ventana. En la fría luz infrarroja, dos rostros de tinte verduzco contemplaban minuciosamente al calamar. Éste se movía con inquietud, mientras su cálido rosa se transformaba en un negro opaco bajo la luz de mercurio.

—Conecta la electricidad —dijo Haridin con voz ronca. Se oyó un clic, y eso fue todo.

—¿No hay reacción? —inquirió Ranin, medio para sí. Y después sostuvo el aliento mientras el otro se acercaba más.

—Algo le ocurre al calamar. Da la impresión de que brilla un poco…, ¿o son mis ojos?

El brillo se hizo perceptible y después pareció desprenderse del cuerpo del animal y adoptar una forma esférica. Transcurrieron largos minutos.

—Está emitiendo una especie de radiación, campo, fuerza, como quieras llamarlo, y parece existir una expansión con tiempo.

No hubo respuesta, y tampoco la esperaba. Volvieron a aguardar y observar.

Y entonces Ranin emitió un sonido ahogado y agarró fuertemente a Haridin por el codo. —¡Cometas crujientes! ¿Qué hace?

La brillante esfera globular o lo que fuera había sacado un seudópodo. Una pequeña proyección brillante tocó la oscilante rama del helecho marino, ¡y en aquel lugar las hojas se volvieron marrones y se marchitaron!

—¡Corta la corriente!

La corriente fue desconectada; la lámpara de vapor de mercurio fue apagada; las sombras se desvanecieron y los dos se miraron con nerviosismo.

—¿Qué ha sido? Haridin movió la cabeza.

—No lo sé. Era algo definitivamente de locos. Nunca he visto nada parecido.

—Nunca habías visto un número imaginario en una ecuación reactiva, ¿verdad? En realidad, no creo que ese campo expansivo fuera alguna forma de energía conocida…

Se quedó sin respiración tras exhalar un largo silbido y se apartó lentamente del tanque que contenía el calamar. El molusco estaba inmóvil, pero a su alrededor la mitad del helecho colgaba seco y marchito.

Haridin se sobresaltó. Corrió las cortinas y, en las tinieblas, el globo de brillante neblina aumentó de tamaño hasta ocupar medio tanque. Pequeños tentáculos curvados de luz se deslizaron hasta el helecho restante y un filamento atravesó el cristal y se arrastró por la mesa.

El miedo que Ranin sentía hizo que su voz pareciera un sonido apenas inteligible.

—Es una reacción retardada. ¿No lo analizaste por el teorema de Wilbon?

—¿Cómo podía hacerlo? —El corazón del otro latía locamente y sus labios resecos luchaban por formar las palabras—. El teorema de Wilbon no tenía sentido con un número imaginario en la ecuación. Lo dejé.

Ranin se puso en acción con febril energía. Salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con un diminuto animal parecido a una ardilla que no dejaba de chillar, procedente de su propio laboratorio. Lo dejó caer en el camino del filamento luminoso que avanzaba por la mesa, y lo aguantó allí con una regla métrica.

El brillante filamento osciló, pareció que sentía la presencia de vida de alguna horrible manera, y arremetió contra él. El pequeño roedor dio un solo chillido, un penetrante alarido de infinita tortura, y se relajó. Al cabo de dos segundos era una caricatura arrugada y marchita de su forma anterior.

Ranin blasfemó y soltó la regla con un repentino grito, pues el filamento luminoso —algo mas brillante y algo más grueso— había empezado a trepar por la madera en dirección a él.

—Vamos —dijo Haridin—, ¡acabemos con esto! —Abrió un cajón y extrajo la pistola de tonita con un baño de cromo que había dentro. Su delgado y agudo rayo de luz púrpura se dirigió hacía el calamar y explotó con brillante y silenciosa furia contra el borde de la esfera de fuerza. El psicólogo disparó una y otra vez, y después comprimió el gatillo para formar un chorro púrpura continuo que sólo cesó cuando la energía falló.

Y la brillante esfera permaneció intacta. Rodeó todo el tanque. Los helechos eran pardas masas de muerte.

—Recurramos al consejo —gritó Ranin—. ¡Escapa completamente a nuestro control!

No hubo ninguna confusión —los humanoides en general no están sujetos al pánico, aparte de los medio genios y medio humanoides habitantes de los planetas de Sol—, y la evacuación de los terrenos de la Universidad se llevó a cabo con serenidad.

—Un loco —dijo el anciano Mir Deana, el mejor físico de Arturo U— puede formular más preguntas de las que mil sabios son capaces de contestar.

—¿Qué quiere decir con eso? —interrogó vivamente Frían Obel. Su piel verde, propia de los habitantes de Vega, se oscureció de cólera.

—Sólo esto. Análogamente, un psicólogo loco puede provocar un desastre tan grande que ni un millar de físicos son capaces de aclararlo.

Obel contuvo peligrosamente el aliento. Tenía su propia opinión sobre Haridin y Ranin, pero ningún físico de pocas luces podría…

La rolliza figura de Qual Wynn, el presidente de la Universidad, se les reunió corriendo. Llegó sin aliento y habló entrecortadamente.

—Me he puesto en comunicación con el Congreso Galáctico y están disponiéndolo todo para evacuar Erón, en caso necesario —su voz adquirió una nota suplicante—. ¿Se puede hacer alguna cosa?

Mir Deana suspiró.

—¡Nada… todavía! Todo lo que sabemos es esto: el calamar está emitiendo una especie de campo radiactivo pseudoviviente, que no es de carácter electromagnético. Su avance no puede ser detenido por nada de lo que hemos intentado. Ninguna de nuestras armas lo afecta, pues, dentro del campo, los ordinarios atributos de espacio-tiempo aparentemente no son válidos.

El presidente movió la cabeza con preocupación.

—¡Malo, malo! Sin embargo, ¿ha llamado a Porus? —Parecía como si se agarrara a un clavo ardiendo.

—Sí —gruñó Frían Obel—. El es el único que realmente conoce al calamar. Si él no puede ayudarnos, nadie podrá hacerlo. —Desvió la mirada hacia el brillante blanco de los edificios universitarios, donde la hierba de medio campus no era más que rastrojos de color pardo, y los árboles, ruinas marchitas.

—¿Cree usted —preguntó el presidente, volviéndose de nuevo a Deana— que el campo puede extenderse hasta el espacio interplanetario?

—¡Nova ardiente, no sé qué creer! —explotó Deana, y se alejó displicentemente.

Tan Porus estaba sumido en una profunda apatía. No se percataba de los brillantes destellos de color que tenía encima. No oía el sonido de las melodiosas notas que llenaban el auditorio.

Sólo sabía una cosa: había sido persuadido a asistir al concierto. Odiaba los conciertos por encima de todo, y a lo largo de veinte años de vida matrimonial los había evitado con una habilidad y desenvoltura propios del mejor de todos los psicólogos. Y ahora…

Fue arrancado de su estupor por unos repentinos sonidos discordantes que provenían de la parte posterior.

Los acomodadores se apresuraron a acudir a la salida donde tenía lugar el desorden, hubo una protesta general por parte de los hombres uniformados y después una voz estridente gritó:

—Vengo directamente del Congreso Galáctico de Erón, Arturo, para un asunto urgente.

¿Está Tan Porus entre los espectadores?

Tan Porus saltó del asiento.

Arrancó la comunicación de manos del mensajero y devoró su contenido. A la segunda frase, su alegría le abandonó. Cuando hubo terminado, alzó una cara en la que sólo sus penetrantes ojos parecían tener vida.

—¿Cuándo podemos salir?

—La nave ya nos está esperando.

—Vamos, pues.

Dio un paso hacia adelante y se detuvo. Había una mano en su codo.

—¿Dónde vas? —preguntó Nina Porus. Su voz escondía una gran resolución.

Tan Porus se sofocó. Preveía lo que iba a ocurrir.

—Cariño, debo ir inmediatamente a Erón. El destino de un mundo, quizá de toda la galaxia, está en juego. No sabes lo importante que es. Te diré… —¡Muy bien, ve! Y yo iré contigo.

El consejo de psicología vaciló como un solo hombre y después contempló dubitativamente el gráfico a gran escala que tenían delante.

—Con franqueza, caballeros —dijo Tan Porus—. Yo no estoy muy seguro de ello, pero… bueno, todos han visto mis resultados y también los han comprobado. Y es el único estímulo que producirá una reacción destructora.

Frían Obel se pasó los dedos sobre la barbilla con nerviosismo.

—Sí, las matemáticas son claras. Incrementar la actividad del hidrógeno-ión más allá del pH3 establecería una integral de Demane y eso… Pero escuche, Porus, no estamos tratando con espacio-tiempo. Es posible que los cálculos no den resultado…, quizá nada dé resultado.

—Es nuestra única posibilidad. Si tratáramos con espacio-tiempo normal, podríamos limitarnos a echar dentro bastante ácido para matar al maldito calamar o freírlo con una tonita. En este caso, no tenemos otra elección que arriesgarnos con…

Airadas voces le interrumpieron:

—¡Déjeme entrar, digo! ¡No me importa que se estén celebrando diez conferencias a la vez!

La puerta se abrió de par en par y la corpulenta figura de Qual Wynn hizo su entrada. Avistó a Porus y se dirigió hacia él.

—Porus, le aseguro que me estoy volviendo loco. El Parlamento sostiene que yo, como presidente de la Universidad, soy responsable de todo esto, y ahora Deana dice que… —tartamudeó hasta callarse y Mir Deana, que se encontraba, muy sereno, detrás de él, prosiguió la explicación.

—En este momento, el campo cubre más de mil quinientos kilómetros cuadrados y su velocidad aumenta continuamente. Ya no parece existir ninguna duda de que se extenderá hasta el espacio interplanetario si así lo desea, y también al interestelar, si tiene tiempo.

—¿Lo oyen? ¿Lo oyen? —Wynn casi bailaba de ansiedad—. ¿Pueden hacer algo? ¡Les digo que la galaxia está perdida, perdida!

—Oh, no se quite la túnica —gruñó Porus— y deje que nosotros nos ocupemos de esto —se volvió a Deana—. ¿No realizaron sus compañeros físicos algunas torpes investigaciones sobre la velocidad de penetración del campo a través de diversas sustancias?

Deana asintió rígidamente.

—En general, la penetración varía en sentido inverso a la densidad. El osmio, el iridio y el platino son los que mejor lo detienen. El plomo y el oro son bastante buenos.

—¡Perfecto! ¡Eso lo detendrá! Así pues, lo que necesitaré es un traje chapado de osmio con un casco de plomo y vidrio. Y que tanto el traje como el casco sean buenos y gruesos.

Qual Wynn parecía horrorizado.

—¡Un chapado de osmio! ¡Osmio! Por la gran nebulosa, piense en el gasto.

—En eso estoy pensando —dijo Porus con frialdad.

—Pero lo cargarán a la Universidad; lo… —Se recobró con dificultad cuando las sombrías miradas de los psicólogos reunidos se posaron sobre él—. ¿Cuándo lo necesita? —murmuró débilmente.

—¿Es cierto que piensa ir usted mismo?

—¿Por qué no? —preguntó Porus, desembarazándose del traje.

Mir Deana dijo:

—El casco de plomo y vidrio no resistirá el campo más de una hora, y probablemente tendrá penetraciones parciales en mucho menos tiempo. No sé si podrá usted hacerlo.

—Yo me preocuparé de eso. —Hizo una pausa y después prosiguió inciertamente—: Estaré listo en pocos minutos. Primero me gustaría hablar con mi esposa… a solas.

La entrevista fue muy corta. Fue una de las pocas ocasiones en que Tan Porus olvidó que era psicólogo, y habló con el corazón, sin detenerse a considerar la natural reacción de su interlocutora.

Sólo sabía una cosa —por instinto más que por psicología— y era que su mujer no se desesperaría ni se pondría sentimental delante de él; y en eso tuvo razón. Sólo en los pocos segundos finales bajó los ojos y le tembló la voz. Sacó un pañuelo de su ancha manga y corrió hacia la puerta.

El psicólogo contempló su marcha y después se detuvo a recoger el librito que se había caído cuando ella sacó el pañuelo. Sin mirarlo, lo metió en el bolsillo interior de su túnica. Sonrió torcidamente.

—¡Un talismán! —dijo.

La reluciente nave individual de Tan Porus penetraba en el «campo mortífero». El húmedo aspecto de desolación le impresionó en seguida.

Se encogió de hombros. «¡Imaginaciones! Ahora no debo ponerme nervioso».

Había un resplandor de lo más vago —un destello que se sentía más que se veía— en el aire de su alrededor. Y después invadió la misma nave. Levantando los ojos, el rigeliano vio que los cinco pájaros eronianos que había llevado consigo yacían muertos en el suelo de su jaula, convertidos en una confusa masa de plumas sucias.

«El “campo mortífero” ha entrado», murmuró. Había pasado a través del casco de acero de la nave.

El crucero aterrizó con torpeza sobre el amplio campo de atletismo de la Universidad, y Tan Porus, con el extraño aspecto que le confería el voluminoso traje de osmio, descendió de él. Examinó los deprimentes alrededores. Desde los pardos rastrojos debajo de sus pies hasta la velada neblina que ocultaba el azul normal del cielo, todo parecía… muerto. Entró en el edificio de psicología. Su laboratorio estaba a oscuras; las cortinas seguían cerradas. Las separó y estudió el tanque del calamar. La bomba del agua seguía funcionando, pues el tanque estaba lleno. Sin embargo, esto era lo único normal. De lo que una vez había sido un helecho marino, sólo quedaban unos cuantos filamentos rotos en estado de putrefacción. El mismo calamar yacía inerte sobre el suelo del tanque.

Tan Porus suspiró. Se sentía cansado y aturdido. Tenía la mente oscura e imprecisa. Durante largos minutos, contempló lo que le rodeaba sin verlo.

Después, con un esfuerzo, alzó la botella que llevaba y miró la etiqueta: «Ácido clorhídrico. Sol. 12 molar».

Gruñó vagamente para sí: «Doscientos ce. Sólo echarlo dentro. Eso disminuirá el pH…, si la actividad de hidrógeno-ion significa algo en este caso».

Estaba manipulando el tapón de la botella, y —súbitamente— empezó a reír. Se sintió igual que la única vez que había estado borracho en su vida.

Sacudió las telarañas que se juntaban en su cerebro. «Sólo dispongo de pocos minutos para hacer…, ¿para hacer qué? No lo sé. Pero algo. Echar esto dentro. Echarlo dentro. ¡Echarlo! ¡Echarlo! ¡Echarlo de golpe!» Murmuraba para sí una insípida canción popular mientras el ácido caía a borbotones en el tanque abierto.

Tan Porus se sintió satisfecho de sí mismo y se echó a reír. Removió el agua con fuerza y volvió a reírse. Seguía cantando aquella canción.

Y entonces se percató de un sutil cambio en lo que le rodeaba. Lo buscó torpemente y cesó de cantar. Y de pronto se dio cuenta de ello con la sensación repentina de una ducha de agua fría. ¡El resplandor de la atmósfera había desaparecido!

Con un rápido movimiento, se desató el casco y lo lanzó lejos. Aspiró profundas bocanadas de aire, un poco mohoso, pero inofensivo.

Había acidificado el agua del tanque, destruyendo el campo en su punto de origen. ¡Las matemáticas puras de la psicología se apuntaban otra victoria!

Se desembarazó de su traje de osmio y se desperezó. La presión que tenía sobre el pecho le recordó algo. Extrayendo el librito que se le había caído a su esposa, dijo: «¡El talismán ha tenido éxito!», y sonrió indulgentemente ante su propia extravagancia.

Se le heló la sonrisa en los labios al ver por vez primera el título del libro.

El título era Curso medio de psicología aplicada. Volumen 5.

Fue como si algo grande y pesado se hubiera caído súbitamente sobre la cabeza de Porus y le hubiera ayudado a comprenderlo. Nina había estudiado psicología aplicada a lo largo de dos años enteros.

Éste era el factor que faltaba. Podía tenerlo en cuenta. Tendría que usar integrales de tiempo triples, pero… Accionó el interruptor del comunicador y esperó a que se estableciera contacto.

—¡Hola! ¡Aquí Porus! ¡Vengan, todos ustedes! ¡El campo mortífero ha desaparecido! He vencido al calamar —cortó la comunicación y añadió triunfalmente—:…¡Y a mi esposa!

Cosa extraña —o quizá no tan extraña—, era la última hazaña la que le causaba más satisfacción.

Para mí, el mayor interés de El número imaginario reside en el hecho de que presagia la «psicohistoria», que iba a tener un papel tan importante en la serie Fundación. Fue en este relato y en su predecesor, Homo Sol, donde por primera vez traté la psicología como una ciencia matemáticamente refinada.

Ya era hora de que realizara otra tentativa con Unknown, y así lo hice con un relato titulado El roble, que, si no recuerdo mal, era algo acerca de un roble que servía de oráculo y pronunciaba ambiguas profecías. Lo sometí a Campbell el 16 de julio de 1940 y fue rápidamente rechazado.

Uno de los inconvenientes de escribir para Unknown era que la revista era única en su género. Si Unknown rechazaba un relato, no había ningún otro sitio donde presentarlo. Era posible tratar de hacerlo en Weird Tales, una revista más antigua que cualquiera de ciencia-ficción, pero se caracterizaba por sus decrépitos cuentos de horror pasados de moda y además pagaba muy poco. No estaba realmente interesado en entrar a formar parte de ella. (Y, además, rechazaron tanto Vivo antes de nacer como Él roble cuando se los presenté).

Con todo, el 29 de julio de 1940 fue un momento crucial de mi carrera, aunque, naturalmente, no pude decirlo. Hasta entonces había escrito veintidós relatos en veinticinco meses. De ellos había vendido (o iba a vender) trece, mientras que los nueve restantes no pudieron venderse de ninguna manera y ya no existen. El récord no era deprimente, pero tampoco magnífico… digamos que era mediocre.

No obstante, aparte de dos relatos muy cortos que constituyeron casos especiales, nunca volví a escribir un relato de ciencia-ficción que no pudiera vender. Había encontrado la línea.

Pero no la línea de Campbell. En agosto escribí Herencia y la presenté a Campbell el 15 de ese mismo mes, siendo rechazada dos semanas más tarde. Afortunadamente, Pohl me la arrancó en seguida de las manos.