LA AMENAZA DE CALIXTO
—¡Maldito Júpiter! —gruñó Ambrose Whitefield malhumoradamente, y yo me mostré conforme con él.
—He estado en la órbita del satélite joviano —dije— quince años y he oído pronunciar estas dos palabras más de un millón de veces. Probablemente es la maldición más sincera de todo el sistema solar.
Acabábamos de ser relevados de nuestro turno en los mandos de la nave de exploración Ceres y bajamos los dos niveles hasta nuestra habitación con pasos lentos.
—Maldito Júpiter… y mil veces maldito —insistió Whitefield de mal talante—. Es demasiado grande para el sistema. ¡Sigue ahí detrás de nosotros y tira, tira y tira! Hemos de tener los átomos disparando todo el camino. Debemos comprobar nuestra trayectoria completamente todas las horas. ¡Sin descansar, sin parar el motor, sin tranquilidad! Sólo un trabajo de lo más horrible.
Tenía la frente perlada de gotas de sudor y se las limpió con el dorso de la mano. Era un hombre joven, de apenas treinta años, y en sus ojos podía verse que estaba nervioso, e incluso un poco asustado.
Y no era Júpiter lo que le preocupaba, a pesar de su imprecación. Júpiter era la menor de nuestras preocupaciones. ¡Era Calixto! Era aquella pequeña luna que despedía un fulgor azul pálido sobre nuestras visiplacas, lo que hacia sudar a Whitefield y lo que ya me había quitado el sueño durante cuatro noches. ¡Calixto! ¡Nuestro punto de destino!
Incluso el viejo Mac Steeden, veterano de bigote gris que, en su juventud, había navegado con el gran Peewee Wilson en persona, realizaba sus obligaciones con mirada ausente. Cuatro días de viaje —y diez días más frente a nosotros— y el pánico había hecho su aparición.
Todos éramos bastante valientes en el curso normal de los acontecimientos. Los ocho del Ceres nos habíamos enfrentado con las purpúreas Lectrónicas y los peligrosos Disintos de piratas y rebeldes y con los ambientes hostiles de media docena de mundos. Pero se necesitaba más que un valor corriente para enfrentarse con lo desconocido; para enfrentarse con Calixto, «el mundo misterioso» del sistema solar.
Se sabía una cosa acerca de Calixto… un siniestro y único hecho. Durante un periodo de veinticinco años, habían aterrizado siete naves, progresivamente mejor equipadas… y nunca se había sabido nada más de ellas. Los suplementos dominicales atribuían al satélite cualquier especie de habitantes, desde superdinosaurios hasta fantasmas invisibles de la cuarta dimensión, pero esto no resolvió el misterio.
Nuestra nave era la octava y, sin duda, mucho mejor que cualquiera de las que nos precedieron. Éramos los primeros en llevar el recién descubierto casco de berilotungsteno, el doble de resistente que el viejo recubrimiento de acero. Poseíamos un armamento superpesado y los últimos motores de propulsión atómica.
Aun así, nuestra nave no era más que la octava, y todos sin excepción lo sabíamos.
Whitefield entró silenciosamente en nuestra habitación y se desplomó en su litera. Tenía los puños cerrados debajo de la barbilla y sus nudillos estaban blancos. Me pareció que se hallaba próximo al límite de sus fuerzas. Era un caso que requería una gran diplomacia.
—Lo que necesitamos —dije— es una buena bebida muy cargada.
—Lo que necesitamos —contestó ásperamente—, es una gran cantidad de bebida buena y cargada.
—Bien, ¿qué nos lo impide?
Me miró con recelo.
—Sabes que no hay ni una gota de licor a bordo de esta nave. ¡Va contra las reglas! — Espumosa agua verde de Jabra —dije lentamente, dejando que las palabras salieran despacio de mi boca—. Envejecida bajo los desiertos de Marte. Espeso jugo esmeralda. ¡Botellas llenas! ¡Cajas llenas!
—¿Dónde?
—Yo sé dónde. ¿Qué te parece? Unas cuantas copas, sólo unas cuantas, nos animarán.
Sus ojos centellearon un momento, y luego volvieron a apagarse.
—¿Y si el capitán nos descubre? Es muy rígido en cuestión de disciplina, y en un viaje como éste podría costarnos el puesto.
Yo parpadeé y sonreí.
—Es la reserva del propio capitán. No puede castigarnos sin destruirse él mismo… el viejo hipócrita. Es el capitán mejor que ha existido, pero le encanta el agua esmeralda.
Whitefield me miró larga y fijamente.
—De acuerdo. Muéstrame el camino.
Nos descolgamos hasta el cuarto de provisiones que, naturalmente, estaba desierto. El capitán y Steeden se encontraban en los controles; Brock y Charney se hallaban en los motores; y Harrigan y Tuley roncaban en su habitación.
Moviéndome lo más silenciosamente posible, gracias a una adquirida costumbre, separé varias cajas de comida y abrí un panel oculto cerca del suelo. Metí la mano y saqué una polvorienta botella, que, en la escasa claridad, despidió un centelleo verde mar.
—Siéntate —dije— y ponte cómodo. —Cogí dos copas pequeñas y las llené.
Whitefield bebió lentamente y con grandes muestras de satisfacción. Vació la segunda copa de un solo trago.
—¿Por qué te presentaste voluntario para este viaje, Whitey? —pregunté—. Eres un poco joven para una cosa así.
Agitó la mano.
—Ya sabes lo que ocurre. Las cosas se vuelven monótonas después de un tiempo. Me dediqué a la zoología al salir de la Universidad —un gran campo desde los viajes interplanetarios— y tuve un cómodo cargo en Ganímedes. Sin embargo, era monótono; me moría de aburrimiento. Así que me enrolé siguiendo un impulso, y después me presenté voluntario para este viaje. —Suspiró tristemente—. Estoy un poco arrepentido de haberlo hecho.
—No hay que tomarlo así muchacho. Yo tengo experiencia y lo sé. Cuando te domina el pánico, estás acabado. Al fin y al cabo, dentro de dos meses estaremos de vuelta en Ganímedes.
—No estoy asustado, si eso es lo que crees —exclamó airadamente—. Es que…, es que… —Hubo una larga pausa en la que con el ceño fruncido miró su tercera copa llena—. Bueno, es sólo que estoy cansado de intentar imaginarme lo que nos espera. Mi mente trabaja excesivamente y tengo los nervios destrozados.
—Claro, claro —le consolé—. No te culpo. Supongo que a todos nos ocurre lo mismo. Pero has de tener cuidado. Recuerdo que en un viaje Marte-Titán tuvimos…
Whitefield interrumpió una de mis historias favoritas —y yo las contaba mejor que cualquiera de las fuerzas armadas— con un golpe en las costillas que me cortó la respiración.
Dejó cuidadosamente su Jabra.
—Dime, Jenkins —tartamudeó—, ¿acaso he tragado bastante licor como para imaginarme cosas?
—Eso depende de lo que te imagines.
—Juraría que he visto algo que se movía entre la pila de cajas vacías de aquel rincón.
—Es una mala señal —dije mientras bebía otro trago—. Los nervios te afectan la vista y ahora vuelven a dominarte. Deben ser fantasmas, o la amenaza de Calixto que nos vigila con anticipación.
—Te digo que lo he visto. Allí hay algo vivo.
Se inclinó hacia mí —tenía los nervios desatados— y durante un momento, en aquella luz escasa y llena de sombras, incluso yo me estremecí.
—Estás loco —dije en voz alta, y el eco me tranquilizó un poco. Dejé mi copa vacía y me puse en pie con algo de inseguridad—. Acerquémonos y echemos una ojeada.
Whitefield me imitó y juntos empezamos a mover los ligeros cubículos de aluminio hacia uno y otro lado. No estábamos completamente sobrios e hicimos mucho ruido. Por el rabillo del ojo, vi a Whitefield tratando de mover la caja que había junto a la pared.
—Ésta no está vacía —gruñó, mientras la alzaba ligeramente del suelo.
Murmurando algo entre dientes, hizo saltar la tapa y miró al interior. Durante medio segundo permaneció inmóvil y después se alejó, retrocediendo lentamente. Tropezó con algo y cayó sentado, mientras seguía mirando fijamente la caja.
Contemplé sus acciones con asombro, y luego di un rápido vistazo a la caja en cuestión. El vistazo se convirtió en una larga mirada, y emití un ronco alarido que resonó en cada una de las cuatro paredes.
Un muchacho asomaba la cabeza fuera de la caja; un joven pelirrojo de cara sucia que no tendría más de trece años.
—Hola —dijo el muchacho mientras saltaba por la abertura. Ninguno de nosotros dos encontró fuerza suficiente para contestarle, así que prosiguió—: Me alegro de que me hayan encontrado. Me ha dado un calambre en un hombro al tratar de acurrucarme ahí dentro.
Whitefield tragó saliva.
—¡Buen Dios! ¡Un muchacho de polizón! ¡Y en un viaje a Calixto!
—Y no podemos regresar —recordé con voz quebrada— sin destrozarnos nosotros mismos. La órbita del satélite es veneno.
—Mira —Whitefield se volvió hacia el muchacho con súbita beligerancia—. ¿Quién eres, jovenzuelo, y qué estás haciendo aquí?
El muchacho titubeó.
—Me llamo Stanley Fields —contestó, un poco atemorizado—. Soy de Nuevo Chicago, de Ganímedes. Me he escapado al espacio, como hacen en los libros. —Hizo una pausa y después preguntó animadamente—: ¿Cree que lucharemos con piratas en este viaje, señor?
No había duda de que el muchacho estaba lleno a rebosar de Astronautas a diez centavos. Yo solía leerlos cuando era jovencito.
—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Whitefield, severamente.
—Oh, sólo tengo un tío. Supongo que no le importará mucho —había superado su primitiva inquietud y seguía sonriéndonos.
—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —dijo Whitefield, mirándome con completa impotencia.
Yo me encogí de hombros.
—Llevarlo al capitán. Dejar que él se preocupe.
—¿Y cómo lo tomará? —Del modo que prefiera. No es culpa nuestra. Además, no se puede hacer absolutamente nada.
Y agarrando un brazo cada uno, nos alejamos, llevando al muchacho entre nosotros.
El capitán Bartlett es un competente oficial y pertenece al tipo impasible que sólo muy raramente muestra alguna emoción. Pero en esas pocas ocasiones en que lo hace, es como un volcán de Mercurio en plena erupción… y no has vivido hasta ver uno de ellos.
Era un caso comprometido. El viaje a un satélite siempre es agotador. La imagen de Calixto frente a nosotros era más intensa para él que para cualquier miembro de la tripulación. Y ahora había aquel polizón.
¡Era intolerable! Durante media hora, el capitán descargó salva tras salva de las peores maldiciones. Empezó con el Sol y agotó la lista de planetas, satélites, asteroides, cometas, y de los mismísimos meteoros. Estaba empezando con las estrellas fijas más cercanas; cuando se desplomó a causa de un completo agotamiento nervioso. Estaba tan excitado que no se le ocurrió preguntarnos lo que hacíamos en el almacén, y Whitefield y yo estuvimos debidamente agradecidos.
Pero el capitán Bartlett no es tonto. Una vez hubo eliminado de su sistema la tensión nerviosa, vio claramente que lo que no puede curarse ha de soportarse.
—Que alguien se lo lleve y lo lave —gruñó con agotamiento— y que no se ponga ante mi vista por ahora. —Entonces, dulcificándose un poco, me atrajo hacia él—. No le asusten diciéndole adónde vamos. Se ha metido en un mal sitio, el pobre muchacho.
Cuando salimos, el viejo tramposo de corazón blando se disponía a enviar un mensaje urgente a Ganímedes para tratar de ponerse en comunicación con el tío del muchacho.
Naturalmente, entonces no lo sabíamos, pero aquel muchacho fue un enviado de Dios… un verdadero regalo de la diosa Fortuna. Desvió nuestros pensamientos de Calixto. Nos proporcionó algo más en qué pensar. La tensión, que al término de cuatro días casi había alcanzado su punto límite, cesó por completo.
Había algo refrescante en la natural alegría del chico, en su radiante ingenuidad Paseaba por la nave preguntando las cosas más absurdas. Insistía en esperar piratas en cualquier momento. Y, sobre todo, seguía mirándonos a todos y cada uno de nosotros como héroes de Astronautas a diez centavos.
Como es natural, esto último halagaba nuestro ego y nos daba nuevos bríos Competíamos entre nosotros en jactancia y en narrar aventuras imaginarias, y el viejo Mac Steeden, que a los ojos de Stanley era un semidiós, batió todos los récords de caprichosas y fantásticas mentiras.
Recuerdo, particularmente, la conversación que tuvimos el séptimo día de viaje. Ya habíamos llegado a mitad de camino y debíamos iniciar una cautelosa reducción de la velocidad. Todos nosotros (excepto Harrigan y Tuley, que se hallaban en los motores) estábamos sentados en la cabina de mando. Whitefield, sin perder de vista el computador, iniciaba la maniobra, y, como de costumbre, hablaba de zoología.
—Es una cosa parecida a una babosa pequeña —decía—, que no se ha encontrado más que en Europa. Se llama el Carolus Europis, pero siempre nos referimos a él como el Gusano Magnético. Tiene unos quince centímetros de longitud y es de un color gris pizarra… lo más desagradable que os podáis imaginar.
»Pasamos seis meses estudiando ese gusano y nunca había visto al viejo Mornikoff tan excitado como entonces. Veréis, mata por medio de cierta clase de campo magnético. Pones el Gusano Magnético en un extremo de la habitación y una oruga, por ejemplo, en el otro. Esperas unos cinco minutos y la oruga se enrosca y muere.
»Y lo más curioso es esto. No matará a una rana… demasiado grande; pero si coges a esa rana y la rodeas de una banda de hierro, ese Gusano Magnético la mata con toda facilidad. Por eso sabemos que es con una especie de campo magnético como lo hace… la presencia de hierro cuadruplica su fuerza.
Esta historia nos impresionó a todos. Se oyó la profunda voz de bajo de Joe Brock:
—Me alegro de que esos bichos no tengan más que diez centímetros de longitud, si lo que dices es verdad.
Mac Steeden se desperezó y después se atusó el bigote gris con exagerada indiferencia.
—Dices que ese gusano es extraño. No es nada comparado con las dos cosas que yo he visto en mis épocas…
Movió la cabeza con lentitud y remembranza, y comprendimos que estaba a punto de contar un cuento largo y horrible. Alguien lanzó un gemido sordo, pero Stanley se entusiasmó al ver que el viejo veterano estaba en vena de contar historias.
Steeden se fijó en los centelleantes ojos del muchacho, y se dirigió al él.
—Me encontraba con Peewee Wilson cuando ocurrió… Has oído hablar de Peewee Wilson, ¿verdad?
—Oh, sí —los ojos de Stanley revelaban claramente su adoración por el héroe—. He leído libros acerca de él. Fue el mejor astronauta que ha habido jamás.
—Puedes apostar todo el radio de Titán a que lo era, muchacho. No era más alto que tú, y no pesaba mucho más de cincuenta kilos, pero valía cinco veces su pesó en diablos de Venus en cualquier lucha. Y él y yo éramos inseparables. Nunca iba a ningún sitio si yo no estaba con él. Cuando las cosas se ponían difíciles siempre recurría a mí.
Suspiró lúgubremente.
—Estuve con él hasta el final. No fue más que una pierna rota lo que me impidió acompañarle en su último viaje…
Se interrumpió súbitamente y nos invadió un silencio tenso. El rostro de Whitefield se volvió blanco, la boca del capitán se torció en una extraña mueca, y yo sentí que el corazón me descendía, hasta las plantas de los pies.
Nadie habló, pero los seis pensamos lo mismo. El último viaje de Peewee Wilson había sido a Calixto. Fue el segundo… y no regresó. La nuestra era la octava expedición.
Stanley nos contempló uno a uno con asombro, pero todos evitamos su mirada.
El capitán Bartlett fue el que se recobró primero.
—Dígame, Steeden, usted tiene un viejo traje espacial de Peewee Wilson, ¿verdad? —Su voz era tranquila y reposada, pero vi que le costaba un gran esfuerzo mantenerla así.
Steeden levantó la vista con los ojos brillantes. Había estado mascando las puntas de su bigote (siempre lo hacía cuando estaba nervioso) y ahora le colgaban de forma descuidada.
—Desde luego, capitán. Me lo dio él mismo, vaya si lo hizo. Fue antes del ’23 cuando los nuevos trajes de acero acababan de salir. Peewee ya no necesitaba su viejo artefacto de vitri-caucho, así que me lo dio… y lo conservo desde entonces. Me da buena suerte.
—Bueno, estaba pensando que podríamos arreglar ese viejo traje para el muchacho. No le irá bien ningún otro y necesita uno.
Los apagados ojos del veterano se endurecieron y sacudió vigorosamente la cabeza.
—No señor, capitán. Nadie toca ese viejo traje. El mismo Peewee me lo dio. ¡Con sus propias manos! Es…, es sagrado, eso es lo que es.
Los demás nos pusimos inmediatamente de parte del capitán, pero la obstinación de Steeden persistió y aumentó. Repetía inexpresivamente una y otra vez: «Ese traje se quedará donde está». Y recalcaba la afirmación con un golpe de su nudoso puño.
Estábamos a punto de darnos por vencidos, cuando Stanley, que hasta entonces había guardado discretamente silencio, intervino en la discusión.
—Por favor, señor Steeden —la voz le temblaba ligeramente. Por favor, déjemelo.
—Tendré mucho cuidado con él. Apuesto a que si Peewee Wilson viviera accedería a prestármelo —sus ojos azules se empañaron y el labio inferior le tembló un poco. El muchacho era un actor perfecto.
Steeden parecía irresoluto y empezó a masticar su bigote de nuevo.
—Bueno… oh, diablos, todos os habéis confabulado contra mí. Que el muchacho lo use, pero ¡no esperéis que yo lo arregle! Vosotros podéis perder horas de sueño… Yo me lavo las manos.
Y así el capitán Bartlett mató dos pájaros de un tiro. Desvió nuestros pensamientos de Calixto en un momento en que la moral de la tripulación era muy baja y nos proporcionó algo en que pensar durante el resto del viaje… pues renovar aquella vieja reliquia suponía casi una semana de trabajo.
Trabajamos en aquella antigualla con una concentración totalmente desproporcionada respecto a la importancia de la tarea. Con esta insignificancia, nos olvidamos del orbe creciente de Calixto. Soldamos hasta la última grieta y cámara de aire de aquel venerable traje. Arreglamos el interior con una tupida red de alambre de aluminio. Restauramos la pequeña unidad calorífica e instalamos nuevos depósitos de oxígeno y tungsteno.
Incluso el capitán nos ayudaba de vez en cuando, y Steeden, después del primer día, a pesar de su diatriba del principio, se dedicó a la tarea con todo su empeño.
Lo acabamos el día antes del previsto para el aterrizaje, y Stanley, cuando se lo probó, resplandecía de orgullo, mientras Steeden le contemplaba, sonriendo y retorciéndose el bigote
Y a medida que los días pasaban, el círculo azul pálido que era Calixto aumentaba de tamaño sobre la visiplaca hasta ocupar la mayor parte del cielo. El último día fue inquietante. Realizamos abstraídamente nuestras tareas, y de un modo deliberado evitamos mirar el cruel e inclemente satélite que teníamos delante.
Nos lanzamos… en una espiral larga y gradualmente contráctil. Por medio de esta maniobra, el capitán había esperado lograr algún conocimiento preliminar de la naturaleza del satélite y sus eventuales habitantes, pero la información que conseguimos fue casi totalmente negativa. El gran porcentaje de dióxido de carbono, presente en la delgada y fría atmósfera era compatible con la vida de las plantas, así que la vegetación era abundante y diversa. Sin embargo, el índice del tres por ciento de oxígeno parecía excluir la posibilidad de cualquier clase de vida animal, excepto las especies más simples, y primitivas. Tampoco había ninguna evidencia de ciudades o estructuras artificiales de cualquier clase.
Dimos cinco vueltas alrededor de Calixto antes de divisar un gran lago, cuya forma recordaba la cabeza de un caballo. Descendimos suavemente en dirección hacia él, pues el último mensaje de la segunda expedición —la de Peewee Wilson— habló de aterrizar cerca de dicho lago.
Todavía nos hallábamos a unos ochocientos metros del suelo, cuando localizamos el brillante ovoide de metal que era el Fobos, y cuando al fin nos posamos suavemente sobre el verde rastrojo de vegetación, no nos separaban más de quinientos metros de la desafortunada embarcación.
—Es extraño —murmuró el capitán, cuando todos nos hubimos congregado en la cabina de mandos, en espera de nuevas órdenes—, parece que no hay ninguna señal de violencia.
¡Era cierto! El Fobos estaba allí, al parecer intacto. Su anticuado casco de acero brillaba bajo la luz amarillenta de un convexo Júpiter, pues el escaso oxígeno de la atmósfera no podía llegar a oxidar su resistente exterior.
El capitán salió de su ensimismamiento y se volvió hacia Charney, que estaba en la radio.
—¿Ganímedes ha contestado?
—Sí, señor. Nos desean buena suerte. —Lo dijo con sencillez, pero un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
No se movió ni un solo músculo del rostro del capitán.
—¿Ha intentado establecer comunicación con el Fobos?
—No contestan, señor.
—Tres de nosotros investigarán el Fobos. Algunas respuestas, por lo menos, deben estar allí.
—¡Palillos de cerillas! —gruñó Brock, con impasibilidad.
El capitán asintió gravemente.
Puso ocho cerillas en la palma de su mano, rompió tres por la mitad, y extendió el brazo hacia nosotros, sin decir ni una palabra.
Charney dio un paso adelante y cogió el primero. Estaba rota y se dirigió lentamente hacia el perchero del traje espacial. Tuley le siguió y tras él Harrigan y Whitefield. Después yo, y saqué la segunda cerilla rota. Sonreí y seguí a Charney, y al cabo de treinta segundos, el viejo Steeden en persona se reunió con nosotros.
—La nave les respaldará, muchachos —dijo el capitán tranquilamente, mientras nos estrechaba la mano—. Si ocurre algo peligroso, echen a correr. Nada de heroísmos ahora, no podemos permitirnos el lujo de perder hombres.
Inspeccionamos nuestras Lectrónicas de bolsillo y salimos. No sabíamos con exactitud lo que debíamos esperar y no estábamos seguros de que nuestros primeros pasos sobre suelo de Calixto no pudieran ser los últimos, pero ninguno de nosotros vaciló un solo instante. En los Astronautas a diez centavos, el valor es una mercancía muy barata, pero es mucho más cara en la vida real. Recuerdo con considerable orgullo los firmes pasos con los que los tres abandonamos la protección del Ceres.
Miré hacia atrás una sola vez y distinguí el rostro de Stanley pegado al grueso vidrio de la portilla. Incluso a distancia, su nerviosismo era evidente. ¡Pobre chico! Durante los últimos dos días había estado convencido de que nos hallábamos en camino hacia una ciudadela de piratas y casi se moría de impaciencia porque la lucha empezara. Naturalmente, ninguno de nosotros se cuidó de desilusionarle.
El casco exterior del Fobos se levantaba ante nosotros y nos dominaba con su presencia. La gigantesca embarcación reposaba sobre la hierba verde oscura, silenciosa como la muerte. Una de las siete que lo habían intentado y habían fracasado. Y la nuestra era la octava.
Charney rompió el inquieto silencio.
—¿Qué son esas manchas blancas del casco?
Levantó un dedo forrado de metal y lo paseó por la plancha de acero. Lo retiró y contempló la blanda pulpa de color blanco que lo cubría. Con un involuntario estremecimiento de repugnancia, se lo limpió restregándolo en la gruesa hierba del suelo.
—¿Qué creéis que es?
Toda la nave, excepto la parte cercana al suelo estaba recubierta de una fina capa de la pulposa sustancia. Parecía espuma seca… parecía…
Dije:
—Es como fango que una babosa gigante hubiera dejado tras salir del lago y deslizarse sobre la nave.
Naturalmente, no hice tal afirmación en serio, pero los otros dos lanzaron una apresurada mirada a la superficie lisa como un espejo del lago en la que se reflejaba con claridad la imagen de Júpiter. Charney sacó su Lectrónica de mano.
—¡Aquí! —gritó repentinamente Steeden, cuya voz sonaba ronca y metálica a través de la radio—. Es inútil seguir hablando. Hemos de encontrar algún medio de entrar en la nave; debe haber una grieta en alguna parte del casco. Tú irás hacia la derecha, Charney, y tú, Jenkins, hacia la izquierda. Yo intentaré llegar arriba de alguna forma.
Mirando cuidadosamente el casco redondeado, retrocedió y dio un salto. En Calixto, desde luego, sólo pesaba diez kilos o menos, con traje y todo, así que se elevó unos diez o doce metros. Golpeó ligeramente el casco, y cuando empezaba a deslizarse hacia abajo, se agarró a la cabeza de un remache y gateó hasta la parte superior.
En ese momento yo hice un gesto de despedida a Charney, y me alejé.
—¿Todo va bien? —La voz del capitán sonó tenuemente junto a mi oído.
—Todo bien —repuse con aspereza— hasta ahora. —Y mientras lo decía, el Ceres desapareció detrás del saliente convexo del fallecido Fobos y me encontré completamente solo en la misteriosa luna.
A partir de entonces proseguí mi ronda en silencio. La «piel» de la nave espacial no estaba rota, a excepción de las oscuras portillas, las más bajas de las cuales se hallaban muy por encima de mi cabeza. Una o dos veces me pareció ver a Steeden gateando como un mono sobre la superficie del casco, pero quizá no fue más que una ilusión.
Al final llegué a la proa, que aparecía bañada por la clara luz de Júpiter. Allí, la hilera inferior de portillas estaba lo bastante baja como para ver el interior, y mientras pasaba de una a otra, me dio la impresión de que estaba contemplando una nave llena de espectros, pues en aquella luz fantasmal todos los objetos parecían sombras oscilantes.
La última ventana de la línea resultó ser de un interés irresistible. En el rectángulo amarillo de la luz de Júpiter estampada en el suelo, yacía lo que quedaba de un hombre. Su ropa le cubría con holgura y la camisa estaba levantada, como si las costillas le hubieran hecho adoptar esta posición. En el espacio entre el cuello abierto de la camisa y el casco de ingeniero, se veía un sonriente cráneo sin ojos. El casco, reposando oblicuamente sobre la calavera, parecía añadir el último refinamiento de horror a la escena.
Un grito penetrante hizo que mi corazón latiera con fuerza. Era Steeden, que lanzaba exclamaciones irreverentes desde algún lugar de la parte superior de la nave. Casi en seguida, vi su torpe cuerpo recubierto de acero que resbalaba y se deslizaba por el costado de la nave.
Corrimos hacia él con largos y flotantes saltos y nos hizo señales de que le siguiéramos, mientras avanzaba delante nuestro, hacia el lago. En la misma orilla, se detuvo y se inclinó sobre un objeto medio enterrado. En dos saltos estuvimos junto a él, y vimos que el objeto era un hombre vestido con un traje espacial, tendido boca abajo. Estaba recubierto por una gruesa capa de la misma sustancia viscosa que había en el Fobos.
—Lo he visto desde encima de la nave —dijo Steeden, sin aliento, mientras daba la vuelta a la figura.
Lo que vimos nos hizo lanzar a los tres un grito simultáneo. A través de la visera de vidrio, se distinguía un semblante de leproso. Las facciones estaban putrefactas, caídas a pedazos, como si la descomposición hubiera empezado y cesado a causa de la limitada provisión de aire. Aquí y allí aparecían pedazos de hueso gris. Era la escena más repulsiva que he presenciado en mi vida, a pesar de que he visto muchas similares.
—¡Dios mío! —La voz de Charney era casi un sollozo—. Sólo se murieron y descompusieron.
Expliqué a Steeden que había visto un esqueleto vestido a través de la portilla.
—Maldita sea, esto es un rompecabezas —gruñó Steeden—, y la solución ha de estar dentro del Fobos. —Hubo un silencio momentáneo—. Os diré lo que haremos. Uno de nosotros puede regresar y pedir al capitán que desmonte el Desintegrador. Debe ser lo bastante ligero como para manejarlo en Calixto y, a baja intensidad, podemos conseguir la precisión suficiente para practicar un agujero sin hacer que explote toda la nave. Ve tú, Jenkins. Charney y yo intentaremos encontrar otros pobres diablos.
Me dirigí hacia el Ceres sin necesidad de que me lo repitieran, cubriendo la distancia con enormes saltos. Ya había recorrido tres cuartas partes del camino cuando un fuerte grito, que sonó metálicamente junto a mi oído, me hizo parar en seco. Di media vuelta con desaliento y quedé petrificado ante la escena que se desarrollaba frente a mis ojos.
La superficie del lago se había convertido en espuma hirviente, y de ella salían las partes delanteras de lo que parecían ser orugas gigantes. Llegaron serpenteando a la orilla, con sus cuerpos de un color gris oscuro chorreando fango y agua. Tenían un metro de longitud, unos treinta centímetros de ancho, y su método de locomoción era lento y reptante. A excepción de una protuberancia alargada en su extremo anterior, cuya punta era de un tenue color rojo, carecían de rasgos característicos.
Mientras yo las miraba, su número aumentaba, hasta que la orilla se convirtió en una compacta masa de nauseabunda carne gris.
Charney y Steeden corrían hacia el Ceres, pero no habían cubierto la mitad de la distancia cuando dieron un traspié, y su carrera se convirtió en un tambaleo a ciegas. Incluso eso cesó, y casi al mismo tiempo cayeron de rodillas.
La voz de Charney sonó débilmente junto a mi oído:
—¡Ve a buscar ayuda! Me duele muchísimo la cabeza. ¡No puedo moverme! Me… —Ahora los dos estaban inmóviles en el suelo.
Mi primer impulso fue dirigirme hacia ellos, pero una súbita y aguda punzada justo encima de las sienes me hizo tambalear, y por un momento me sentí desconcertado.
Entonces oí un repentino grito sobrenatural de Whitefield.
—¡Vuelve a la nave, Jenkins! ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Me volví para obedecer, pues el dolor se había trocado en continuo e irresistible sufrimiento. Avancé zigzagueando y haciendo eses hacia la esclusa abierta, y creo que estaba a punto de desmayarme cuando me caí en ella. Después de eso, lo único que puedo recordar es una gran confusión.
Mi siguiente impresión clara fue de la cabina de mandos del Ceres. Alguien me había quitado el traje, y al mirar a mí alrededor con desaliento presencié una escena de la mayor confusión. Mi cerebro todavía estaba algo embotado y vi doble la imagen del capitán Bartlett cuando éste se inclinó sobre mí.
—¿Sabe lo que eran esas malditas criaturas? —señaló hacia las orugas gigantes del exterior.
Moví la cabeza mudamente.
—Son los bisabuelos del Gusano Magnético del que nos habló Whitefield en una ocasión. ¿Se acuerda del Gusano Magnético?
Yo asentí.
—El que mata por medio de un campo magnético reforzado por hierro a su alrededor.
—Maldita sea, sí —gritó Whitefield, interrumpiéndonos repentinamente—. Podría jurarlo. Si no fuera por la afortunada casualidad de que nuestro casco es de berilotungsteno y no de acero —como el Fobos y el resto—, a estas alturas todos estaríamos inconscientes y muertos dentro de poco.
Así que ésa es la amenaza de Calixto —mi voz se alzó con súbita consternación—. Pero ¿qué hay de Charney y Steeden?
—Están perdidos —murmuró el capitán sombríamente—. Inconscientes… quizá muertos. Esos inmundos gusanos se dirigen hacia ellos y no podemos hacer nada para evitarlo —fue contando los obstáculos con los dedos—. No podemos ir a rescatarlos con el traje espacial sin firmar nuestra propia muerte… Los trajes espaciales son de acero, y nadie puede sobrevivir ahí fuera sin uno. No tenemos armas con un rayo lo bastante fino como para destruir a los gusanos sin abrasar también a Charney y Steeden. Había pensado en acercar el Ceres y recogerlos rápidamente, pero no se puede manejar una astronave en superficies planetarias como ésta… No, sin hacerse pedazos. Nosotros…
—Abreviando —interrumpí sordamente—, tenemos que permanecer aquí y ver cómo se mueren.
Él asintió y yo me alejé con amargura.
Sentí un ligero estirón de mi manga, y cuando me volví, encontré los dilatados ojos azules de Stanley mirándome fijamente. Con la excitación, me había olvidado de él, y ahora le contemplé con mal humor.
—¿Qué hay? —pregunté con brusquedad.
—Señor Jenkins —sus ojos estaban enrojecidos, y creo que hubiera preferido piratas que Gusanos Magnéticos—. Señor Jenkins, quizá pudiera ir yo a rescatar al señor Charney y al señor Steeden.
Suspiré, y di media vuelta para alejarme.
—Pero, señor Jenkins, yo podría. Oí lo que decía el señor Whitefield, y mi traje espacial no es de acero. Es de vitri-caucho.
—El muchacho tiene razón —susurró Whitefield con lentitud, cuando Stanley repitió su oferta a los hombres congregados—. El campo sin reforzar no nos afecta, eso es evidente. No correrá ningún peligro con un traje de vitri-caucho.
—¡Pero ese traje está destrozado! —objetó el capitán—. En realidad nunca tuve la intención de que el muchacho lo utilizara. —Se le veía vacilar y su comportamiento era evidentemente irresoluto.
—No podemos abandonar a Neal y Mac ahí fuera sin intentarlo, capitán —dijo Brock impasiblemente.
El capitán se decidió de pronto y se convirtió en un torbellino de actividad. El mismo entró en el perchero de los trajes espaciales, en busca de la deteriorada reliquia, y ayudó a Stanley a ponérsela.
—Primero trae a Steeden —dijo el capitán, mientras aseguraba el último cierre—. Es más viejo y tiene menos resistencia al campo. Que tengas buena suerte, muchacho, y si lo consigues, regresa inmediatamente. Inmediatamente, ¿me oyes?
Stanley se tambaleó al dar el primer paso, pero la vida en Ganímedes le había acostumbrado a las gravedades por debajo de lo normal y se recuperó con rapidez. No dio muestras de vacilación mientras saltaba hacia las dos figuras tendidas, lo cual nos animó. Evidentemente, el campo magnético aún no le afectaba.
Ahora tenía uno de los cuerpos sobre los hombros y se disponía a regresar a la nave a un paso ligeramente más lento. Al desembarazarse de su carga en la esclusa, agitó el brazo frente a la ventana donde estábamos y nosotros le respondimos del mismo modo.
Apenas se había alejado, cuando tuvimos a Steeden dentro. Le quitamos el traje y lo estiramos, macilento y pálido como estaba, sobre el diván.
El capitán acercó un oído a su pecho y de repente se echó a reír con súbito alivio.
—El viejo excéntrico sigue en plena forma.
Al oír aquello nos arremolinamos a su alrededor con alegría, impacientes por colocar un dedo sobre su muñeca y asegurarnos de que seguía con vida. Su cara se crispó, y cuando una voz baja y confusa murmuró súbitamente: «Así se lo dije a Peewee, se lo dije…», nuestras últimas dudas se desvanecieron.
Fue un repentino y agudo grito de Whitefield lo que nos atrajo de nuevo a la ventana.
—Algo malo le ocurre al muchacho.
Stanley se encontraba a medio camino de regreso hacia la nave con su segunda carga, pero ahora se tambaleaba… avanzando irregularmente.
—No puede ser —susurró Whitefield, con voz ronca—. No puede ser. ¡El campo no puede haberle afectado!
—¡Dios mío! —El capitán se mesaba el cabello con violencia—, esa maldita antigualla no tiene radio. No puede decirnos qué ocurre. —De repente hizo ademán de alejarse—. Me voy a buscarle. Con campo o sin campo, me voy a buscarle.
—Espere, capitán —dijo Tuley, agarrándole por el brazo—, aún puede lograrlo.
Stanley corría de nuevo, pero de forma curiosa, en zigzag, revelando claramente que no sabía adónde iba. Resbaló dos o tres veces y se cayó, pero cada vez logró ponerse en pie de nuevo. Por último, tropezó contra el casco de la nave, y buscó frenéticamente a tientas la esclusa abierta. Nosotros gritamos y rezamos y sudamos, pero no podíamos ayudar en nada.
Y entonces desapareció. Había tropezado con la esclusa y se había caído dentro.
Los tuvimos dentro en un tiempo récord, y los despojamos de sus trajes. Charney estaba vivo, lo supimos a la primera mirada, y, enseguida le abandonamos muy poco ceremoniosamente por Stanley. El color azul de su rostro, la lengua hinchada, el reguero de sangre fresca que corría de la nariz a la barbilla nos contaron su propia historia.
—El traje se ha agrietado —dijo Harrigan.
—Apártense de él —ordenó el capitán—, denle aire.
Aguardamos. Finalmente, un débil gemido del muchacho nos indicó que recuperaba el conocimiento y todos sonreímos a la vez.
—Un muchachito valiente —dijo el capitán—. Ha recorrido los últimos cien metros gracias a su temple y nada más —y repitió—: Un muchachito valiente. Conseguirá una medalla por esto, aunque tenga que darle la mía.
Calixto no era más que una pequeña bola azul en el televisor —un mundo cualquiera desprovisto de todo misterio—. Stanley Fields, capitán honorario de la gran nave Ceres, le hizo gestos de burla, sacando la lengua al mismo tiempo. Un gesto muy poco elegante, pero que simbolizaba el triunfo del Hombre sobre el hostil sistema solar.
Ahora que releo la historia (es la primera vez que lo hago desde que fue publicada) me divierte ver que el nombre de mi joven polizón es Stanley. Es el nombre de mi hermano pequeño, que sólo contaba nueve años cuando escribí el relato (el mismo hermano pequeño que protagonizó mi ensayo de la escuela superior de muchachos, y que ahora es subdirector del Newsday de Long Island). No sé por qué es necesario emplear «nombres reales», pero me parece que casi todos los escritores noveles lo hacen.
Observarán que no hay chicas en el relato. En realidad no es nada extraño. A los dieciocho años yo estaba muy ocupado con mis estudios de la Universidad, trabajando en la pastelería de mi padre y ocupándome de repartir periódicos a domicilio mañana y tarde, así que nunca había tenido tiempo de salir con una chica. No sabía absolutamente nada sobre chicas (excepto la biología que aprendí en libros y de otra fuente, mejor informada que son los muchachos).
Eventualmente tuve compromisos y eventualmente introduje chicas en mis relatos; pero la primera impresión tuvo su efecto. Hasta el momento actual, el elemento romántico de mis relatos es mínimo y el elemento sexual, casi nulo.
Por otro lado, me pregunto si la explicación anterior sobre la carencia de sexo en mis relatos no está demasiado simplificada. Al fin y al cabo, yo también soy abstemio y sin embargo, observo que mis personajes beben agua de Jabra marciana (sea lo que eso fuere).
Mis conocimientos sobre astrología eran bastante respetables, pero me dejé influir demasiado por las convenciones comunes de la ciencia ficción de aquella época. Entonces, todos los mundos eran similares a la Tierra y estaban deshabitados, así que doté a Calixto de una atmósfera que sólo contenía una pequeña cantidad de oxígeno libre. También lo doté de agua corriente, y vida animal y vegetal. Todo esto es, naturalmente, por completo inverosímil, y las pruebas que tenemos nos inducen a creer que Calixto es un mundo sin aire y sin agua, igual que nuestra Luna (y, desde luego, yo lo sabía ya entonces).
Retrocedamos a mi tercera historia, ahora…
El 30 de julio de 1938, después de sólo ocho días del segundo rechazo de Campbell, había finalizado mi tercer relato, Abandonados cerca de Vesta. Sin embargo, pensé que no era conveniente ver a Campbell más de una vez al mes, pues consideré que, de lo contrario, abusaría de su hospitalidad. Por lo tanto, guardé el manuscrito y me puse a escribir otros relatos. A final de mes tenía dos más: Este planeta irracional y Un anillo alrededor del sol.
Mis primeros tres relatos, incluido Abandonados cerca de Vesta, fueron mecanografiados con una máquina de escribir Underwood n.nº 5, vieja, pero perfectamente utilizable, que mi padre me había conseguido en 1936 por diez dólares. Sin embargo, cuando hube presentado mi segundo relato a Campbell, mi padre juzgó que mi deseo de ser escritor iba en serio, y considerando que mi fracaso para vender era improcedente y, en cualquier caso, temporal, se dispuso a comprarme una máquina de escribir completamente nueva.
El 10 de agosto de 1938, entró en casa una Smith-Corona portátil, y fue con esta nueva máquina de escribir con la que mecanografié mi cuarto y quinto relatos.
De los tres, el que me pareció más flojo fue Este planeta irracional, así que no lo ofrecí a Campbell. Lo envié directamente a Thrilling Wonder Stories el 26 de agosto, y no fue rechazado hasta el 24 de setiembre. Campbell me había mal acostumbrado, y las cuatro semanas que mediaron entre el envío y el rechazo me consternaron. Incluso acudí, durante el intervalo, a pedir una explicación… sin saber que una simple demora de cuatro semanas era realmente breve para cualquiera, excepto Campbell.
Pero, por lo menos, el rechazo, cuando llegó, estaba mecanografiado y no era una forma impresa. Lo que es más, incluía la frase: «Lo intentará de nuevo, ¿verdad?» Eso me animó. Quizá había sobrestimado el relato. Lo sometí a Campbell, y lo rechazó al cabo de seis días. A continuación lo rechazaron otras cinco revistas. No logré venderlo, y Este planeta irracional tampoco existe en la actualidad. Ni siquiera recuerdo el tema, aunque estoy totalmente seguro de que el planeta del título era la misma Tierra. (El único otro dato que tengo sobre él es que era muy corto, sólo contenía tres mil palabras. De hecho, la mayoría de relatos de esos primeros eran cortos. El más largo fue el primero, Tirabuzón cósmico).
A los otros dos relatos escritos el mismo mes les aguardaba un destino mejor, aunque al principio no lo pareció. El 30 de agosto de 1938 visité a Campbell por tercera vez y le entregué Abandonados cerca de Vesta y Un anillo alrededor del sol… y ambos me fueron devueltos el 8 de septiembre.
Al día siguiente envié Abandonados cerca de Vesta, que consideré el mejor de los dos, a Amazing Stories. No supe nada de él hasta al cabo de un mes y medio, pero esta vez la espera valió la pena El 21 de octubre de 1938 llegó una carta de aceptación de Raymond A. Palmer, que entonces era director de Amazing, y que desde aquella época ha alcanzado un gran renombre como la figura principal en cuestión de Platillos volantes y otras formas de ocultismo. Hasta ahora no he conocido personalmente al señor Palmer.
Era mi primera aceptación, cuatro meses justos después de mi primera visita a John Campbell. Para entonces ya había escrito seis relatos y recibido nueve rechazos de diversas revistas. El cheque, de 64 dólares (un centavo por palabra), llegó el 31 de octubre, y éste fue el primer dinero que gané en mi vida como escritor profesional.
He guardado esta primera carta de aceptación, de Palmer, durante muchos años, enmarcada y colgada en la pared de mi habitación. Pero con las vicisitudes de la vida también ha desaparecido y confieso que lo lamento.
El relato apareció en el ejemplar de Amazing Stories de marzo de 1939, que llegó a los quioscos el 10 de enero de 1939, justo ocho días después de mi decimonoveno cumpleaños. Era la primera ocasión en que yo publicaba profesionalmente; y todavía conservo un ejemplar intacto de aquel número de la revista. No guardé ninguno en aquel tiempo (mi sentido de la importancia histórica, como ya he explicado, es deficiente), sino que extraje mi relato para encuadernar y descarté el resto. Normalmente, no me importa hacerlo y siempre lo he hecho así (el espacio es limitado, incluso en el mejor de los apartamentos, cuando se es tan prolífico como yo), pero un día me arrepentí de no haber conservado aquel ejemplar intacto. El conocido aficionado a la ciencia ficción Forrest J. Ackerman oyó que lo lamentaba y me envió amablemente un ejemplar en excelente estado.
Este ejemplar, por cierto, contiene un pequeño pasquín autobiográfico escrito por mí antes de los veinte años. Al volver a leerlo, años más tarde, se reveló como algo exquisitamente desconcertante.
Abandonados cerca de Vesta no está incluido aquí, puesto que apareció en Misterios de Asimov. (Esto no significa que fuera un misterio. La razón de su inclusión en aquella serie particular está explicada allí. Bien, adelante, compren el libro y satisfagan su curiosidad).
En cuanto a Un anillo alrededor del sol, fue rechazado por Thrilling Wonder Stories, pero luego, el 5 de febrero de 1939, fue aceptado por Future Fiction, una de las nuevas revistas de ciencia ficción que estaban surgiendo.
Apareció en el segundo número de la revista que, sin embargo, no llegó a los quioscos hasta casi un año después de la venta. El pago (teóricamente por su publicación, y no por su aceptación tal como era el procedimiento más civilizado de Campbell) se retrasó más todavía y además, era por la cantidad de sólo medio centavo por palabra, así que el cheque se elevó únicamente a veinticinco dólares. Astonishing Stories tampoco pagaba más de medio centavo por palabra en aquel tiempo, pero La amenaza de Calixto fue el relato más largo —6500 palabras— así que me produjo una ganancia de 32.50 dólares.
Sin embargo, me consideré bien pagado. Sabía muy bien que en la todavía temprana historia de las revistas de ciencia ficción, el pago de un cuarto de centavo por palabra era lo usual, y no por publicación sino (como se murmuraba) tras entablar un pleito. Además, aquéllos eran tiempos de escasez, y para mí veinticinco dólares significaban algo así como cinco meses de dinero de bolsillo (sin bromear).
En aquella época, el director de Future Fiction era Charles D. Hornig. Ocasionalmente acudí a su oficina para preguntar cuándo aparecería un relato, o cuándo me enviarían el cheque, pero no recuerdo haberlo encontrado nunca en ella. De hecho, que yo sepa, todavía no le conozco.