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El capitán Follenbee, con semblante algo huraño, fue a ver a Cimon la noche siguiente al regreso de Fawkes.
—Esto no marcha, doctor Cimon —dijo—. Mis hombres están nerviosos, muy nerviosos.
Las persianas de las portillas estaban levantadas. Hacía seis horas que LaGrange I se había puesto y la luz rojiza de LaGrange II, que al ponerse se volvía carmesí bañaba la cara del capitán, tiñendo de rojo su corto cabello gris.
Cimon, cuya actitud hacia la tripulación en general y el capitán en particular era siempre de refrenada impaciencia, dijo:
—¿Qué sucede, capitán?
—Ya llevamos aquí dos semanas, según tiempo terrestre. Sin embargo, nadie sale sin traje. A la vuelta, todos son sometidos a la irradiación. ¿Qué le pasa a la atmósfera? —No le pasa nada.
—Entonces, ¿por qué no podemos respirarla? —Capitán, no soy yo quien lo tiene que decidir.
El rubor que teñía la cara del capitán se hizo verdadero. —Las órdenes que poseo — dijo— estipulan que no tengo que quedarme aquí si la seguridad de la nave corriese peligro. Y una tripulación asustada y levantisca compromete la seguridad de la nave.
—¿No es usted capaz de meter en cintura a sus hombres? —Dentro de límites razonables.
—No comprendo qué les preocupa tanto. Estamos en un nuevo planeta y es natural que seamos cautelosos. ¿No son capaces de entender esto?
—Sí, pero creen que dos semanas es demasiado. Esto les hace suponer que les ocultamos algo, lo cual es verdad, como usted sabe. Además, es necesario darles un permiso de superficie. Tienen derecho a ello. Aunque sólo sea en un pedrusco desnudo de un kilómetro de diámetro. Esto al menos les permitirá abandonar la nave y evadirse un poco de la rutina. No podemos negárselo.
—Deme hasta mañana —dijo Cimon con desdén.