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—Me parece que ya empieza a sentirse algo mejor, el pobrecillo —comentó la azafata. —Nunca había hecho estas cosas —insistió Laura, llorosa—. Nunca. —Yo diría que tiene un poco de cólico.

—Quizás está demasiado arropado —insinuó la señora Ellis. —Es posible —dijo la azafata—. Aquí hace bastante calor. Laura deslió al niño y le levantó la camisita, mostrando un vientre hinchado, rosado y bulboso. Walter seguía gimoteando. —¿Quiere que lo cambie? —dijo la azafata—. Está muy mojado.

—Se lo agradeceré.

Casi todos los pasajeros más próximos habían vuelto a sus asientos. Los más distantes dejaron de estirar el cuello.

El señor Ellis se quedó en el pasillo con su esposa. —¿Qué es eso? —dijo.

Laura y la azafata estaban demasiado ocupadas para prestarle atención, y la señora Ellis no le hizo caso, como de costumbre.

El señor Ellis ya estaba acostumbrado a que su mujer no le hiciese caso. Su observación había sido más bien para sí. Inclinándose, trató de alcanzar la caja que había bajo el asiento.

Su esposa siguió su acción con una mirada de impaciencia. —Vamos, George —le dijo—, deja tranquilo el equipaje de los demás pasajeros. Siéntate. ¿No ves que molestas aquí? El señor Ellis se enderezó, confuso.

Laura, con ojos aún rojos y llorosos, dijo:

—Eso no es mío. Ni siquiera sabía que estuviese bajo el asiento. La azafata, apartando la mirada del niño llorón, preguntó: —¿Qué es?

El señor Ellis se encogió de hombros. —Es una caja.

Dijo su esposa:

—¿Y para qué la quieres?

El señor Ellis trató de hallar una razón. ¿Para qué la quería? Se limitó a murmurar: —Era simple curiosidad.

—¡Miren! —exclamó la azafata—. El niño ya está arreglado y seco, y estoy segura de que dentro de dos minutos estará tan contento como antes. ¡Hum! ¿No es verdad, ricura?

Pero la ricura seguía lloriqueando. Cuando le acercaron el biberón de nuevo, apartó la cabeza con brusquedad.

La azafata dijo:

—Permita que lo caliente un poco. Tomó el biberón y se alejó por el pasillo.

El señor Ellis adoptó una decisión. Con gesto decidido, levantó la caja del suelo y la colocó sobre el brazo de su asiento, haciendo caso omiso del ceño de su esposa.

—No hago nada malo dijo—. Sólo la miro. ¿De qué estará hecha?

Y la golpeó con los nudillos. Ninguno de los restantes pasajeros le prestaba la menor atención. Tampoco parecía interesarles la caja. Hubiérase dicho que algo había anulado su curiosidad. Incluso la señora Ellis, enfrascada en una conversación con Laura, le volvía la espalda.

El señor Ellis dio la vuelta a la caja y encontró el orificio. Sabía que tenía que tener un orificio. Era lo bastante grande para permitirle introducir un dedo, aunque no había ningún motivo, desde luego, para que quisiese meter un dedo en una caja que acababa de encontrar.

Cuidadosamente, introdujo el dedo. Tocó un botón negro y sintió deseos de oprimirlo. Lo oprimió.

La caja tembló, saltó de sus manos y atravesó el brazo de la butaca.

Él pudo entreverla cuando atravesaba el piso y éste quedó luego liso y compacto como antes. El señor Ellis extendió lentamente las manos y se contempló las palmas. Luego, poniéndose a gatas, palpó el suelo.

La azafata, que en aquel momento volvía con el biberón, le preguntó cortésmente:

—¿Ha perdido usted algo, señor?

La señora Ellis, apercibiéndose de la extraña postura de su marido, exclamó: —¡George!

El señor Ellis se puso trabajosamente en pie. Estaba congestionado y desconcertado. Empezó a decir:

—Esa caja... me resbaló de las manos y cayó... —¿Qué caja, señor? —le preguntó la azafata.

—¿Quiere darme el biberón, señorita? El niño ya ha dejado de llorar —dijo Laura. —Desde luego. Aquí lo tiene.

Walter abrió la boca con avidez, aceptando la tetilla. Por la leche ascendieron burbujitas y el niño la tragó con un gorgoteo satisfecho. Laura, radiante, levantó la mirada.

—Ya está bien. Muchas gracias, señorita. Y a usted también, señora Ellis. Por un momento, casi me ha parecido que no era mi cielín.

—Ya está bien, ¿eh? —comentó la señora Ellis—. Tal vez era un poco de mareo. Siéntate, George.

La azafata dijo: —Llámeme si me necesita. —Gracias. Lo haré —respondió Laura. El señor Ellis murmuró:

—La caja... —y se interrumpió.

¿Qué caja? No recordaba ninguna caja.

Pero en el avión había una mente que pudo seguir el negro cubo cuando cayó en una parábola, sin tener en cuenta el viento ni la resistencia del aire, pues atravesaba las moléculas de gas que encontraba en su camino.

Allá abajo, el atolón era un minúsculo punto en una enorme diana. En otro tiempo, durante la guerra, poseyó una pista de aterrizaje y unos barracones militares. Los barracones se habían hundido, la pista de aterrizaje estaba cubierta de maleza y en el atolón no vivía nadie.

El cubo chocó contra la copa de una palmera sin que ni una sola hoja se moviese. Atravesó el tronco y la roca madrepórica. Se hundió en el cuerpo del planeta sin levantar ni una nubecilla de polvo que delatase su penetración.

A seis metros bajo la superficie del suelo, el cubo alcanzó su equilibrio y se detuvo, íntimamente mezclado con los átomos de la roca, pero conservando su identidad.

Esto fue todo. Después de aquella noche vino el día. Llovió,

se alzó el viento y las olas del Pacífico se rompieron espumeantes sobre los arrecifes de coral. Nada había sucedido.

Ni nada sucedería... durante diez años.