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Algunos de los hombres tenían ciertas dificultades con los cables que debían ser tendidos con gran precisión. Su colocación geométrica tenía que ser perfecta si se quería que el campo magnetice alcanzase la máxima intensidad. En el espacio, o incluso en una atmósfera, aquello no hubiera importado, pues los cables se hubieran alineado automáticamente una vez dada la corriente.

Pero allí era distinto. Había que abrir una ranura en la superficie del planetoide para alojar el cable. Si éste se alineaba dentro de esta ranura, adoptando la dirección deseada, el resultado sería un impulso rotativo a todo el planetoide, con la consiguiente pérdida de energía, que no podía perderse en absoluto. Cuando existía posibilidad de error, pues, había que excavar nuevas ranuras, cambiar de posición los cables y colocarlos en su nuevo alojamiento, donde quedaban soldados con hielo.

Los hombres realizaban con desgana aquel trabajo rutinario. Fue entonces cuando recibieron la orden:

—¡Todos a los surtidores!

Los chatarreros no se distinguían precisamente por su disciplina. Por tanto, el grupo que se puso a desmontar las toberas de las naves aún intactas, para transportarlas al extremo opuesto del planetoide, colocarlas, y tender los cables de un extremo a otro, estaba formado por hombres que gruñían, murmuraban y rezongaban.

Transcurrieron casi veinticuatro horas antes de que a uno de ellos se le ocurriese levantar la mirada al cielo, y exclamar: —¡Atiza!

Su vecino también levantó la vista y exclamó: —¡Qué me cuelguen!

Después, todos también miraron. Aquello era la cosa más sorprendente de todo el Universo.

—¡Mirad la Sombra!

El planetoide cubría el cielo como una herida infectada. Su tamaño había aumentado el doble, y nadie se había dado cuenta hasta entonces.

Cesó virtualmente todo el trabajo. Todos rodearon a Ted Long, quien les dijo:

—No podemos irnos. No hay suficiente combustible para regresar a Marte, ni el equipo necesario para capturar otro planetoide. Por tanto, tenemos que quedarnos. La Sombra se acerca a nosotros porque las perforaciones han alterado nuestra órbita. El único medio de arreglar esto es seguir perforando. Ya que no podemos seguir en la parte delantera sin poner en peligro a la nave que estamos construyendo, hagámoslo por otro lado.

Todos volvieron a trabajar en las toberas con un terrible frenesí, que aumentaba con ímpetus renovados cada media hora, cuando la Sombra volvía a elevarse sobre el horizonte, cada vez mayor y más amenazadora.

Long no confiaba en la eficacia de aquel trabajo. Aunque las toberas obedeciesen a los mandos a distancia, y el suministro de agua —que dependía de un depósito abierto directamente en el cuerpo helado del planetoide, con proyectores calóricos empotrados que impulsaban el líquido propulsor de las tuberías funcionara a la perfección, no había la menor seguridad de que el cuerpo del planetoide mantuviese su cohesión bajo las enormes presiones a que sería sometido, a pesar del revestimiento protector de cables magnéticos.

—¡Listos! —gritó una voz en el receptor de Long. Este asintió y bajó la palanca del contacto.

La vibración aumentó y el cielo estrellado que vela por la visiplaca tembló. Por el retrovisor vio a lo lejos la espuma deslumbrante de los cristales de hielo que se movían con rapidez.

—¡Está volando! —gritó la voz.

El vuelo continuó. Long no se atrevía a detenerse. Durante seis horas el cuerpo del planetoide, envuelto en vapor, se disipó — en el espacio silbando, burbujeando e hirviendo.

La Sombra estaba ya tan cerca que los hombres miraban como hipnotizados aquella montaría celeste, que sobrepasaba incluso al propio Saturno en grandeza. Sobre la superficie se veían perfectamente las hendiduras y depresiones. Pero, cuando se cruzó con la órbita del planetoide, lo hizo casi a un kilómetro de éste.

Los chorros de vapor cesaron. Entonces Long se inclinó en su asiento y se cubrió los ojos con la mano. Llevaba dos días sin comer. Ahora ya podía hacerlo. No había ningún otro planetoide lo bastante cerca para interrumpir su trabajo, aunque empezara a aproximarse a ellos en aquel preciso instante. Desde la superficie rugosa del planetoide, Swenson dijo: —Mientras veía como se acercaba ese condenado pedrusco, ' me decía: Es imposible. Tenemos que evitar que eso suceda.. —¡Qué diablos! —comentó Rioz—. Estábamos nerviosos. ¿Viste a Jim Davis? Estaba verde. Yo también estaba preocupado. —No se trataba sólo de... morir, ¿sabes? Me puse a pensar... Sé que es una estupidez, pero no pude evitarlo... Estaba pensando en que Dora me advirtió que si yo me hacía matar, ella habría terminado conmigo. ¿No te parece su actitud absurda? —Oye—le dijo Rioz—, tú querías casarte y te casaste. No me cuentes ahora tus problemas.