Ése fue un año difícil para Gregory Reeves. Es el peor de tu destino, ya no tienes que preocuparte porque el futuro será mucho más fácil le aseguró Olga más tarde, cuando trató de convencerlo del poder de los cristales para contrarrestar la mala suerte. Se le juntaron varias desgracias y el frágil equilibrio de su realidad se desmoronó.

Una mañana Mike Tong se presentó descompuesto para anunciarle que debía al banco una suma imposible de pagar y los intereses estaban estrangulando a la firma, además no había terminado con los gastos de su divorcio.

Las mujeres con quienes salía fueron desapareciendo una a una a medida que tuvieron ocasión de conocer a David, ninguna tuvo fortaleza de carácter para compartir al amante con aquella indómita criatura. No era la primera vez que lo acosaban las circunstancias, pero ahora se sumaba el cuidado de su hijo. Madrugaba para alcanzar a arreglar la casa, preparar desayuno, oír las noticias, programar la comida y vestir al niño, lo dejaba en la escuela una vez que las pastillas sedantes le hubieran hecho efecto y manejaba a la ciudad.

Esos cuarenta minutos de viaje eran el único momento de paz del día; al pasar entre las soberbias torres del puente del Golden Gate, como altos campanarios chinos de laca roja, con la bahía a un lado, un espejo oscuro cruzado de veleros de placer y botes de pesca, y la silueta elegante de San Francisco al frente, se acordaba de su padre. El lugar más hermoso del mundo, lo llamaba. Escuchaba música, tratando de mantener la mente en blanco, pero casi nunca era posible, porque la lista de asuntos pendientes resultaba interminable.

Tina fijaba sus citas temprano, así podía recoger a David a las cuatro; se llevaba documentos a la casa con intención de estudiarlos por la tarde, pero no le alcanzaba el tiempo, jamás imaginó que un niño ocupara tanto espacio, hiciera tanto ruido y necesitara tanta atención. Por primera vez tuvo lástima de Shanon y hasta llegó a entender que hubiera desaparecido. Además el chico coleccionaba mascotas y a él le tocaba lavar el tanque de los pescados, alimentar a las ratas, limpiar la jaula de las caturras y pasear al perro, un ovejero amarillo a quien llamaron Oliver en recuerdo del primer amigo de Gregory.

—Eso te pasa por tonto. En primer lugar no debiste comprar ese zoológico —le dijo Carmen.

—Podías haberme advertido antes, ahora no hay nada que hacer.

—Claro que sí, regala al perro, suelta los pájaros y las ratas y echa los pescados a la bahía. Todos saldrán ganando.

Los papeles se acumulaban sobre los cajones que le servían de mesa de noche. Debió renunciar a los viajes y entregar los casos de otras ciudades a sus empleados, quienes no siempre estaban sobrios o sanos y cometían costosos errores. Terminaron los almuerzos de negocios, las partidas de golf, la ópera, las escapadas a bailar con mujeres de su lista y las jaranas con Timothy Duane, ni siquiera podía ir al cine por no dejar al niño solo. Tampoco pudo recurrir a los videos porque David sólo aceptaba películas de monstruos y de extrema violencia; mientras más sangrientas más le gustaban. Asqueado de tantos muertos, torturados, zombis, hombres lobos y pérfidos extraterrestres, Gregory trató de iniciarlo en comedias musicales y dibujos animados, pero se aburrían ambos por igual.

Imposible invitar amigos a su casa, David no soportaba a nadie, consideraba a cualquiera que se aproximara a su padre como una amenaza y le daban escandalosas pataletas de celos que invariablemente precipitaban la huida de las visitas. A veces, si tenía una fiesta o una cita con una conquista interesante, conseguía que alguien vigilara al chiquillo por unas horas, pero siempre al regresar encontraba la casa barrida por un huracán y la cuidadora desolada o al borde de un ataque de nervios. El único con suficiente paciencia y aguante fue King Benedict, quien resultó bien dotado para el papel de niñero y también gozaban con juegos de video y películas de horror, pero vivía demasiado lejos y por otra parte era tan desvalido como el niño.

Al dejarlos solos Gregory partía intranquilo y regresaba apurado, imaginando las innumerables desgracias que podían ocurrir en su ausencia. Los fines de semana los dedicaba completos a su hijo, a limpiar la casa, ir al mercado, reparar los destrozos, cambiar la paja de las ratas y lavar el tanque de los peces, que solían amanecer flotando desvanecidos porque David les echaba de un cuanto hay en el agua. Hasta dormido lo perseguían las deudas impagas, los impuestos atrasados y la posibilidad de verse en un lío sin salida porque no confiaba en sus abogados y él mismo había descuidado a algunos clientes. Para colmo debió suprimir el seguro profesional por falta de fondos, ante el espanto de Mike Tong, quien profetizaba toda suerte de catástrofes financieras y sostenía que trabajar en ese campo sin la protección de un seguro era una actitud suicida. A Reeves no le alcanzaban el dinero, las fuerzas ni las horas, estaba muy cansado, añoraba un poco de soledad y silencio, necesitaba al menos una semana de vacaciones en alguna playa, pero resultaba imposible viajar con David.

—Regálalo a un laboratorio, siempre necesitan niños para hacer experimentos, —le sugirió Timothy Duane, quien tampoco aparecía en casa de su amigo por terror a enfrentarse con el chiquillo.

Gregory sentía la cabeza llena de ruido, como en los peores tiempos de la guerra; el descalabro crecía incontenible a su alrededor, empezó a beber demasiado y sus alergias no le daban tregua, se ahogaba como si tuviera los pulmones llenos de algodón. El alcohol le producía una euforia breve y luego lo sumía en una tristeza larga y al día siguiente amanecía con la piel enrojecida, un zumbido en los oídos y los ojos hinchados.

Por primera vez en su vida sintió que el cuerpo le fallaba; hasta entonces se había burlado del fanatismo californiano por mantenerse en forma, pensaba que la salud es como el color de la piel, algo irrevocable que se trae al nacer, y de lo cual ni siquiera vale la pena hablar. Nunca se había preocupado del colesterol, el azúcar refinado o las grasas saturadas, permanecía indiferente a los alimentos orgánicos y la fibra, también a la manía del aceite bronceador o de correr, a menos que tuviera que llegar pronto a alguna parte. Estaba convencido de que no tendría tiempo para sufrir enfermedades, no moriría de viejo, sino de accidente repentino.

Por primera vez disminuyó su interés por las mujeres; eso le creaba cierta angustia, pero al mismo tiempo se sentía aliviado, por una parte temía perder la virilidad y por otra pensaba que sin esa obsesión su vida hubiera sido más llevadera. Las citas se hicieron menos frecuentes, se redujeron a encuentros apresurados al mediodía, porque en la tarde debía volver con David. La sexualidad, como el hambre o el sueño, era para él un apremio que debía satisfacer de inmediato, no era hombre de largos preámbulos, y su deseo tenía una condición desesperada.

—Me estoy poniendo quisquilloso. Debe ser la edad —comentó a Carmen.

—En buena hora. No entiendo cómo un hombre tan selectivo para la ropa, la música y los libros, que goza en un buen restaurante, compra el mejor vino, viaja en primera y se aloja en hoteles de lujo, puede andar con esas pindongas.

—No exageres, algunas no están nada mal —replicó, pero en el fondo le daba la razón a su amiga, tenía mucho que aprender en ese campo. El único placer en el cual se recreaba sin apuro, con la intención de hacerlo durar, era la música. Durante la noche, cuando no podía dormir y la impaciencia le impedía leer, se echaba en la cama a mirar la oscuridad acompañado por un concierto.

A finales de marzo murió Nora Reeves de una pulmonía. O tal vez se había ido muriendo de a poco desde hacía más de cuarenta años y nadie se dio cuenta. En los últimos años su mente divagaba por caracoleados senderos espirituales y para no perder el rumbo andaba siempre con la invisible naranja del Plan Infinito en la mano. Judy le rogaba que la dejara en casa cuando salían, no fuera la gente a pensar que su madre llevaba la mano estirada para pedir limosna.

Nora se creía de diecisiete años en un palacio blanco donde la visitaba su novio, Charles Reeves, quien aparecía a la hora del té con sombrero de vaquero, una serpiente mansa y una bolsa de herramientas para arreglar los desperfectos del mundo, tal como la había visitado religiosamente todos los jueves desde el día lejano en que se lo llevó la ambulancia para otro mundo. La agonía comenzó con fiebre intermitente y cuando la anciana entró en estado crepuscular, Judy y su marido la trasladaron al hospital. Allí permaneció un par de semanas, tan débil que parecía volatilizarse de a poco, pero Gregory estaba seguro que su madre no agonizaba. Le regaló un equipo de sonido para que escuchara sus discos de ópera, notó que movía levemente los pies bajo las sábanas al ritmo de las notas y algo así como una sonrisa infantil le rozaba la boca, prueba concluyente de que no pensaba marcharse.

—Si todavía se conmueve con la música, es que no se está muriendo.

—No te hagas ilusiones, Greg. No come, no habla, casi no respira.

—Lo hace por joder. Verás que mañana estará bien —replicaba él, aferrado al recuerdo de su madre joven.

Pero una madrugada lo llamaron del hospital y amaneció con su hermana junto a una camilla donde yacía el cuerpo leve de una mujer sin edad. Su madre iba para los ochenta años, pero se había despedido de la existencia hacía mucho, abandonándose a una locura benigna que la ayudó a evadirse por completo de los dolores de la existencia, aunque sin afectar sus modales educados ni la delicadeza de su espíritu.

A medida que avanzaba la decrepitud de su cuerpo, Nora Reeves retrocedía a otro tiempo y a otro lugar, hasta que perdió la cuenta del olvido. Al final de sus días creía ser una princesa de los Urales y deambulaba cantando arias por las albas habitaciones de un lugar encantado.

Desde hacía mucho tiempo sólo reconocía a Judy, a quien, por otra parte, confundía con su abuela y le hablaba en ruso. Regresó a una juventud imaginaria, donde no existían deberes ni sufrimientos, sólo tranquilas diversiones de música y libros. Leía por el placer de comprobar las infinitas variaciones de veinticuatro signos impresos sobre el papel, pero no recordaba las frases ni se daba cuenta del tema; hojeaba con el mismo interés una novela clásica o el manual de instrucciones de un aparato eléctrico.

Con los años se había encogido al tamaño de una muñeca transparente, pero con los cosméticos milagrosos de sus fantasías, o tal vez simplemente con la inocencia de la muerte, recuperó la frescura perdida en tanta vida y al morir se veía tal como Gregory la recordaba cuando era niño y ella le revelaba las constelaciones en el firmamento.

Las semanas de fiebre, el prolongado ayuno y el cabello cortado a mechones por las tijeras de su nieto, que ya no volvió a crecerle, no lograron destruir esa ilusión de belleza. Se le fue el alma con la dulce timidez que le era propia, de la mano de su hija.

La enterraron sin aspavientos ni lágrimas un día de lluvia. Judy puso en una bolsa lo poco que quedó: dos vestidos muy usados, una caja de lata con algunos documentos que probaban su paso por este mundo, dos cuadros pintados por Charles Reeves y su collar de perlas amarillentas por el uso. Gregory se llevó sólo un par de fotografías.

Esa noche, después de bañar a David y luchar con él para que se acostara, Gregory alimentó a las bestias domésticas, echó la ropa sucia en la lavadora, recogió los juguetes regados por todas partes y los tiró dentro de un armario, llevó la basura al garaje, limpió la cocina, devolvió a las estanterías los libros que el niño había usado para fabricar una fortaleza y por fin se encontró solo en la habitación, con su maletín repleto de documentos que debía revisar para el día siguiente.

Puso una sinfonía de Mahler, se sirvió un vaso, de vino blanco y se sentó sobre la cama, único mueble de su pieza. Ya era medianoche y necesitaba por lo menos un par de horas de trabajo para desenmarañar el caso que tenía entre manos, pero no se hallaba con fuerzas para hacerlo. De dos tragos se bebió la copa, se sirvió otra y luego otra más hasta terminar la botella. Echó a correr el agua del baño, se quitó la ropa y se miró en el espejo, el cuello grueso, las espaldas anchas, las piernas firmes. Tan acostumbrado estaba a que su cuerpo le respondiera como una máquina exacta, que no podía imaginarse enfermo.

Las únicas oportunidades en que guardó cama en su vida fueron cuando se le reventaron las venas de la pierna y en aquel hospital de Hawai, pero eran episodios casi olvidados. Ignoraba taimadamente los campanazos de alarma llamándolo al orden, las alergias, el dolor de cabeza, la fatiga, el insomnio.

Se pasó las manos por el pelo y comprobó que no sólo se le estaba poniendo blanco; también se le caía. Recordó a King Benedict, que se pintaba el cráneo con betún negro de zapatos para disimular esa calvicie que lo desconcertaba, porque todavía se creía en plena juventud. Observó su imagen buscando la huella de su madre y la encontró en las manos de dedos largos y en los pies finos, el resto pertenecía a la sólida herencia de su padre.

Margaret tenía las hechuras de su abuela, un rostro de gato con pómulos altos, mirada angélica, suavidad en los gestos. ¿Qué sería de ella? La última vez que la vio fue en la cárcel. De la calle a la cárcel, de la cárcel a la calle, de un desatino en otro, así transcurría su existencia desde que escapó de la casa de Samantha por primera vez. Era muy joven, pero ya había recorrido los círculos del infierno y tenía la actitud aterradora de una cobra dispuesta al ataque. Quería imaginar, contra toda evidencia, que bajo la caparazón de los vicios aún le quedaban resabios de pureza.

Pensó que tal como Nora Reeves se había transfigurado en la muerte, Margaret podría salvarse de la corrupción y por un milagro resucitar entre sus cenizas. Su madre había vegetado varias décadas intocada por las groseras pruebas del mundo y, estaba seguro, se convertiría en niebla dentro de su ataúd, a salvo del diligente oficio de las larvas de la descomposición.

Del mismo modo se preservaría su hija; tal vez el largo calvario que la había conducido tan lejos en un camino degradante, no había destruido aún aquella esencial belleza y bastaba una de esas purgas colosales que recetaba Olga y un buen baño con jabón y cepillo para dejarla limpia, sin una sola huella, sin picaduras de agujas, arañazos, machucones ni llagas, la piel de nuevo luminosa, los dientes sin manchas, el cabello vivo y el corazón lavado de culpa para siempre.

Se sintió un poco mareado, no veía bien. Se introdujo en la tina y se dejó invadir por el bienestar del agua caliente, tratando de relajar los miembros agarrotados por la tensión sin pensar en nada, pero los acontecimientos del día acudieron a su mente en tropel, los trámites de la muerte en el hospital, el breve servicio religioso, el solitario funeral donde la única nota de color fueron los grandes ramos de claveles rojos que compró para acallar la conciencia por no haberse ocupado de su madre en tantos años. Recordó la lluvia, el silencio obstinado y sin lágrimas de Judy, su propia incomodidad, como si la muerte fuera una indiscreción; la única falta de cortesía y de buenas maneras de Nora Reeves.

Durante el viaje al cementerio iba pensando en el trabajo acumulado en la oficina, en que debía arreglar el caso de King Benedict o decidirse a ir a juicio con riesgo de perderlo todo, había perseguido como un perro obstinado cada pista, por insignificante que pareciera, pero no tenía nada concreto a lo cual aferrarse. Sentía especial cariño por su cliente, era como un niño bueno en el envoltorio anacrónico de un cincuentón, pero sobre todo admiraba a Bel Benedict, esa mujer admirable que merecía sacudirse la pobreza de encima. Por ella debía anticipar las maniobras de los otros abogados y derrotarlos en su propio terreno, no gana quien tiene la razón, sino quien pelea mejor, había sido la primera lección del viejo de las orquídeas.

Se odió por distraerse en esas consideraciones en aquel momento, cuando el cadáver de su madre aún no se enfriaba.

Recordó los últimos años de Nora Reeves, reducida a la condición de una niña retardada a quien Judy cuidaba con una solicitud brusca e impaciente, como a una criatura más en su tribu de ocho hijos. Al menos su hermana estaba con ella, en cambio él siempre encontraba disculpas para no verla, se limitaba a pagar las cuentas cuando era necesario, y hacerle una breve visita un par de veces al año. Le angustiaba que no lo reconociera, que su mente no registrara la existencia de un hijo llamado Gregory; se sentía castigado por la amnesia senil de su madre, como si el olvido fuera sólo otro pretexto para borrarlo definitivamente de su corazón. Siempre sospechó que no lo quería y cuando intentó librarse de él colocándolo en el orfelinato o en la casa de los granjeros, no actuó movida por la miseria, sino por la indiferencia.

El agua estaba demasiado caliente, tenía la piel ardiendo y le latían las sienes, pensó que no le vendría mal otro trago, salió de la bañera envuelto en una toalla, fue a la cocina en busca de una botella y de paso apagó la calefacción, porque se estaba sofocando. Atisbó en el cuarto de David y comprobó que dormía tranquilo atravesado en el umbral de su tienda de indio. Se sirvió otro vaso de vino blanco y volvió a sentarse sobre la cama; el disco se había terminado y pudo escuchar el silencio, raro lujo desde que vivía con su hijo.

Su madre acudió de nuevo como un recuerdo persistente, su voz susurrándole, tratando de decirle algo, y se dio cuenta de que no la conocía, era una extraña. En su infancia la había adorado, pero después se alejó y en muchos momentos creyó odiarla, sobre todo en los años más difíciles, cuando se instaló en su sillón de mimbre, resignada a la pobreza y la impotencia, mientras él se buscaba la vida en la calle. Miró las viejas fotografías, amarillentos trozos de un pasado ajeno que en cierta forma era también suyo, y trató de componer, los pedazos de esa anciana suave y obediente. No pudo visualizarla así, en cambio la vio joven, con vestido de cuello de encaje y el pelo recogido en un moño, de pie a la salida de un pueblo polvoriento, y se vio también a sí mismo, un niño delgado, de facciones precisas, ojos azules y boca grande; a su espalda dos hombres forcejeaban con una muchacha negra, él gritaba y ellos se burlaban, pero la chiquilla se soltaba de ese terrible abrazo y aparecía junto a Nora Reeves, quien le ofrecía un folleto del Plan Infinito.

Después la vio caminando a grandes trancos por una ruta solitaria, ella delante y él tratando de alcanzarla, pero mientras más corría, más ancha era la distancia y la figura que perseguía se tomaba más pequeña y más borrosa contra el horizonte; el asfalto estaba ardiente y blando, se le pegaban los pies, jamás le alcanzarían las fuerzas para vencer la fatiga, no podía avanzar, caía, se arrastraba de rodillas, el calor le impedía respirar.

Sintió una tremenda compasión por ese niño, por sí mismo. Madre, la llamó primero con el pensamiento y luego con un desgarrado grito, y entonces las imágenes imprecisas se concentraron, las líneas difusas se perfilaron como firmes trazos de una pluma y Nora Reeves apareció de cuerpo entero, real y presente, y le tendió las manos sonriendo.

Quiso ponerse de pie para abrazarla como no lo había hecho jamás, pero no logró moverse y se quedó en su sitio repitiendo mamá, mientras la habitación se llenaba de una luz incandescente y poco a poco llegaban otros visitantes: Cyrus, Juan José Morales de la mano de Thui Nguyen, el chico de Kansas que murió en sus brazos y otros lívidos soldados; Martínez sin asomo de la antigua insolencia, pero todavía con su atuendo de pachuco, y muchos más que fueron entrando silenciosos y llenaron el cuarto.

Gregory Reeves se sintió bañado por la sonrisa de Nora, que tanto necesitó de niño y en vano buscó de adulto. Permaneció inmóvil en el silencio tranquilo de un tiempo detenido en los relojes, hasta que lentamente desapareció el séquito de los muertos. La última en irse fue su madre que retrocedió flotando y se diluyó en la pared, dejándole la certeza de un cariño que no supo expresar en vida, pero que siempre le tuvo.

Cuando todos partieron y quedó solo, algo estalló en su alma, un dolor terrible clavado en el pecho y repartiéndose desde allí en ondas por el resto de su cuerpo, quemándolo, partiéndolo, rompiéndole los huesos y arrancándole la piel, perdió la capacidad de contenerse, ya no era él mismo sino ese intolerable sufrimiento, esa atormentada medusa de mar desparramándose por la habitación y llenando el espacio, una sola herida sangrante. Trató otra vez de levantarse, pero no pudo mover los brazos, se dobló y cayó de rodillas sin poder respirar, fulminado por una lanza atravesándolo de lado a lado.

Durante varios minutos jadeó desplomado en el suelo, buscando aire, con golpes de tambor en las sienes. Una parte lúcida de su mente registró lo que ocurría y supo que debía pedir ayuda o moriría allí mismo, pero no logró acercarse al teléfono ni le salió la voz para gritar; se encogió como un recién nacido, temblando, tratando de recordar lo que sabía sobre ataques al corazón.

Se preguntó cuánto tardaría en sucumbir y la idea lo aterrorizó por un instante, pero luego imaginó la paz de no existir, de no seguir rodando por el polvo a golpes con la sombra, de no arrastrarse por un camino detrás de esa mujer que se alejaba y, tal como hacía en la infancia cuando se escondía con su perro en la madriguera de zorros, se abandonó a la tentación de no ser.

Muy lentamente el dolor pasó a través suyo llevándose parte de su tremendo cansancio. Tuvo la impresión de haber vivido antes ese momento. Volvió a respirar, tanteándose el pecho para comprobar que algo latía allí adentro, no, no le había reventado aún el corazón.

Se echó a llorar como no lo hacía desde la guerra, un lamento visceral que venía del pasado más distante, tal vez antes de su nacimiento, una vertiente alimentada por las lágrimas reprimidas en los últimos años, un torrente incontenible.

Lloró por el abandono de la infancia, las luchas y derrotas que en vano intentaba transformar en victorias, las deudas impagas y las traiciones soportadas a lo largo de su existencia, la ausencia de su madre y la comprensión tardía de su cariño. Vio a Margaret rodando por un abismo y trató de retenerla, pero se le fue de las manos. Murmuró el nombre de David, tan vulnerable y herido, preguntándose por qué sus hijos estaban señalados por ese estigma de pesadumbre, por qué la existencia era tan difícil para ellos si acaso les había transmitido en los genes una maldición o si ellos tendrían que pagar las culpas de él. Lloró por la suma de sus errores y por ese amor perfecto con el cual soñaba y creía imposible de alcanzar, por su padre muerto hacía tantos siglos y su hermana Judy, presa en los peores recuerdos, por Olga en su oficio de embaucadora inventando el futuro en sus naipes marcados, y sus clientes, no los atorrantes ni los abusadores, sino las víctimas como King Benedict y tantos infelices, negros, latinos, ilegales, pobres, marginales y humillados que acudían a pedir ayuda en esa Corte de los Milagros en que se había convertido su oficina, y siguió sollozando, ahora por los recuerdos de la guerra, los compañeros en bolsas de plástico, Juan José Morales, las muchachas de doce años que se vendían a los soldados, los cien muertos de la montaña…

Y cuando comprendió que en verdad sólo estaba llorando por sí mismo, abrió los ojos y se encontró por fin frente a la bestia y tuvo que mirarle la cara y así supo que ese animal acechando a su espalda, ese soplo que había sentido en la nuca desde siempre, era su propio obstinado terror a la soledad, que lo afligía desde la niñez, cuando se encerraba en la bodega temblando. La angustia lo envolvió en su fatídico abrazo, se le metió por la boca, los oídos, los ojos, por todas partes, y lo ocupó entero mientras murmuraba quiero vivir, quiero vivir…

En ese momento sonó una campanilla, sacudiéndolo de su trance. Tardó una eternidad en reconocer el sonido, darse cuenta dónde se encontraba y verse en el suelo, desnudo, mojado de orina, de vómito y de llanto, borracho, aterrorizado.

El teléfono sonaba como un reclamo urgente desde otra dimensión, hasta que por fin pudo arrastrarse y coger el auricular.

—¿Greg? Soy Tamar. Hoy no me llamaste… Es lunes…

—Ven, Carmen, por favor ven —balbuceó.

Media hora más tarde ella estaba a su lado, después de hacer el viaje desde Berkeley a velocidad prohibida. Le abrió la puerta envuelto en una toalla, descompuesto, y se abrazó a su amiga tratando de explicarle a borbotones dónde le dolía, aquí, en el pecho, la cabeza, la espalda, por todas partes. Carmen lo arropó con una bata, cogió a David medio dormido, los metió a los dos en su automóvil y voló al hospital más cercano donde en pocos minutos tenían a Gregory Reeves en una camilla, conectado a una sonda y una máscara de oxígeno.

—¿Se va a morir mí papá? —preguntó David.

—Sí, si no te duermes —replicó Carmen, feroz.

Se quedó en la sala de espera junto al niño dormido hasta la mañana siguiente, cuando el cardiólogo le avisó que no había peligro; no se trataba de una falla al corazón, sino de un ataque de ansiedad; el paciente podía irse, pero debía ver a su médico, hacerse una serie de exámenes y ojalá consultar a un psiquiatra, porque andaba perdido en desvaríos de loco.

De regreso Carmen ayudó a Gregory a darse una ducha y acostarse, preparó café, vistió a David, le dio desayuno y lo llevó a la escuela. Después llamó a Tina Faibich para explicarle que su jefe no estaba en condiciones de trabajar ese día, volvió junto a su amigo y se sentó a su lado sobre la cama.

Gregory estaba extenuado y aturdido de tranquilizantes, pero ya podía respirar sin angustia y hasta sentía un poco de hambre.

—¿Qué pasó? —quiso saber Carmen.

—Se murió mi madre.

—¡Por qué no me avisaste!

—Fue muy rápido, no quise molestar a nadie, además no podías hacer nada —y empezó a contarle lo sucedido sin orden ni razón, un río de frases inacabadas, recuerdos, imágenes y terrores, toda su vida de tropiezos y soledades, de la mano de esa mujer que era más que su hermana, era su más antiguo y leal amor, su amiga, su camarada, parte íntima de sí mismo, tan cercana y tan diferente a él, Carmen morena y esencial, Carmen valiente y sabia, con quinientos años de tradición indígena y castellana en la sangre y un sólido sentido común anglosajón que le habían servido para andar con paso firme por el mundo.

—¿Te acuerdas cuando éramos chicos y yo corría delante del tren? Me curé de esa idea fija con la muerte y pasé muchos años sin acordarme de ella, pero ahora me han vuelto las mismas ideas y tengo miedo. Estoy atrapado, nunca terminaré de pagar a los bancos, mi hija está perdida en las drogas, durante los próximos quince años estaré lidiando con David. Mi vida es un desastre, soy un fracaso.

—El fracaso y el éxito no existen, Greg, son inventos de los gringos. Se vive no más, lo mejor posible, un poquito cada día, es como un viaje sin meta, lo que cuenta es el camino. Es hora de detenerse ¿por qué tanta agitación? Mi abuela decía que no debemos ser esclavos de la prisa.

—Tu abuela estaba loca, Carmen.

—No siempre, a veces era la más lúcida de la casa.

—Estoy hundido y solo como un perro.

—Tienes que tocar fondo, entonces das una patada y subes a la superficie de nuevo. Las crisis son buenas, son la única forma de crecer y de cambiar.

—Soy esto que ves, nada más. Todo lo he hecho mal empezando por mis hijos. Soy como la torre de Pisa, Carmen, tengo el eje torcido y por eso todo me sale desviado.

—¿Quién te dijo que la vida era fácil? Siempre hay dolor y esfuerzo. Tendrás que enderezar el eje, si es eso lo que se requiere. Mírate, Greg, pareces un estropajo… Deja de lamentarte y levántate de una vez. Te has arreglado para vivir huyendo, pero no se puede correr siempre, en algún momento hay que parar y enfrentarse consigo mismo. Por mucho que corras siempre estás dentro de la misma piel.

Por la mente de Gregory pasó su padre nómada, desplazándose, cruzando fronteras, tratando de alcanzar el horizonte, de llegar al fin del arco iris y encontrar más allá algo que aquí se le negaba. El país ofrece grandes espacios abiertos para escapar, enterrar el pasado, dejar todo y partir de nuevo cuantas veces sea necesario sin cargar con culpas ni nostalgias, siempre se puede cortar las raíces y volver a comenzar, mañana es una hoja en blanco.

Así era su propia historia, nunca quieto, un transeúnte eterno, pero el resultado de ese afán había sido la soledad.

—Te lo he dicho antes, Carmen, me estoy poniendo viejo.

—Nos pasa a todos. Me gustan mis arrugas.

La miró de cerca, por primera vez con detención, notó que ya no era una muchacha y se alegró de que no hiciera nada por disimular las líneas de la cara, huellas de su recorrido, ni las canas que iluminaban su oscura melena. El peso de los senos inclinaba sus hombros y, fiel a su estilo, lucía una falda amplia, sandalias, aros y pulseras, todo eso era Carmen, Tamar. Imaginó que desnuda se vería como un gato mojado y de todos modos le pareció bonita, mucho más que en su infancia, cuando era una niña regordeta y traviesa con frenillos en los dientes, o en la adolescencia, la chica más atractiva de la escuela o, ya mujer, cuando alcanzó su forma definitiva y andaba con un japonés por el barrio gótico de Barcelona. Le sonrió y ella devolvió la sonrisa, se miraron con una tremenda simpatía, con la complicidad compartida desde niños. Gregory la tomó por los hombros y la besó levemente en los labios.

—Te quiero —murmuró, consciente de que sonaba banal, pero era una verdad absoluta—. ¿Crees que resultaríamos como pareja?

—No.

—¿Quieres hacer el amor conmigo?

—Me parece que no. Debo tener un problema de personalidad —rió ella—. Descansa y trata de dormir. Mike Tong recogerá a David en la escuela y vendrá a quedarse contigo por unos días. Yo volveré en la noche, te tengo una sorpresa.

Daisy era la sorpresa, noventa kilos de negra linda y alegre, puro chocolate reluciente, originaria de la República Dominicana, que cruzó medio México a pie y luego atravesó la frontera con otros dieciocho refugiados en el doble fondo de un camión cargado de melones, dispuesta a ganarse el sustento en el Norte. Daisy habría de cambiar las vidas de Gregory y David. Tomó a su cargo al niño sin quejas ni remilgos, con la misma estoica actitud con que había sobrevivido a las miserias de su pasado. No hablaba una palabra de inglés y su patrón tuvo que servirle de intérprete.

El método de criar chiquillos de Daisy dio buenos resultados en David, aunque también es cierto que tal vez el mérito no fue sólo suyo; el muchacho estaba en manos de un costoso equipo de profesores, médicos y psicólogos.

Ella no creía en ninguno de esos modernismos, ni siquiera aprendió a pronunciar la palabra hiperactivo en español. Estaba convencida de que la causa de tanto desbarajuste era más simple: el mocoso estaba poseído por el demonio, cosa bastante común, como aseguraba; ella conocía personalmente a muchas personas que habían corrido igual suerte, pero eso se curaba más fácil que un resfrío común, cualquier buen cristiano podía hacerlo.

Desde el primer día se dedicó a expulsar los íncubos del cuerpo de David mediante una combinación de vudú, oraciones a los santos de su devoción, sabrosos platos de comida caribeña, mucho cariño y algunas sonoras bofetadas que le propinaba a espaldas del padre sin que el afectado se atreviera a delatarla, la perspectiva de vivir sin Daisy le era intolerable. Con paciencia encomiable la mujer se encargó de domesticarlo, si lo veía erizado como un puercoespín a punto de treparse por las paredes, lo envolvía en sus grandes brazos morenos, se lo acomodaba entre sus pechos de madre y le rascaba la cabeza, cantándole en su lengua asoleada hasta calmarlo. La tranquilizadora presencia de Daisy, con su aroma de piña y azúcar, la risa siempre lista, el español sin consonantes y sus interminables historias de santos y de brujos que David no comprendía, pero cuyo ritmo lo arrullaba para dormir, dieron al fin seguridad al niño. Gracias a esa ayuda en los asuntos fundamentales de la existencia cotidiana, Gregory Reeves pudo iniciar el lento y doloroso viaje hacia el interior de sí mismo.

Cada noche, durante un año, Gregory Reeves creyó que se moría. Cuando su hijo estaba dormido, la casa entraba en reposo y se quedaba solo, sentía la cercanía del fin. Cerraba la puerta de su cuarto con llave, para que no lo sorprendiera David si despertaba; no quería asustarlo, y luego se abandonaba al sufrimiento sin oponer resistencia. Era muy diferente a la vaga angustia de antes, a la cual estaba más o menos acostumbrado.

En el día funcionaba con normalidad, se sentía fuerte y activo, tomaba decisiones, manejaba su oficina y su casa, se ocupaba de su hijo y a ratos tenía la fantasía de que todo marchaba bien; pero apenas se encontraba solo en la noche un miedo irracional le caía encima. Se veía prisionero en un cuarto acolchado por todos lados, una celda para locos donde era inútil gritar o golpear paredes, no había eco, rebote ni respuesta, sólo un agobiante vacío. No conocía el nombre para esa pesadilla compuesta de incertidumbre, inquietud, culpa, sensación de abandono y profunda soledad, de modo que terminó por llamarlo simplemente la bestia. Había intentado burlarla por más de cuarenta años, pero finalmente comprendió que nunca lo dejaría en paz, a menos que la derrotara en una contienda frente a frente. Apretar los dientes y resistir, como aquella noche en la montaña, le parecía la única estrategia posible contra ese enemigo implacable que lo atormentaba con una opresión de tenazas en el pecho, un golpeteo de martillos en las sienes, un ardor de leños encendidos en el estómago, una urgencia por echar a correr hacia el horizonte y perderse para siempre, donde nadie ni nada pudiera alcanzarlo, mucho menos sus propios recuerdos.

A veces lo sorprendía el amanecer encogido como un animal acosado, otros se dormía rendido después de varias horas de lucha sorda y despertaba sudando en el tumulto de sueños que no podía recordar. En un par de ocasiones volvió a reventarle una granada dentro del pecho dejándolo sin aire, pero ya conocía los síntomas y se limitaba a esperar que desaparecieran, tratando de mantener a raya la desesperación, para no morirse de verdad.

Había pasado la vida engañándose con trucos de magia, pero había llegado la hora de sufrir sin atenuantes con la esperanza de cruzar el umbral y resucitar sano algún día. Eso le daba fuerzas para seguir adelante: el túnel tenía salida, todo era cuestión de resistir la marcha forzada del viaje hasta llegar al otro lado.

Descartó el alivio del alcohol porque tuvo la corazonada de que cualquier recurso de consuelo retardaría la curación de burro que se había impuesto. Cuando llegaba al límite de sus fuerzas invocaba la visión de su madre, tal como se le apareció después de su muerte, con los brazos extendidos y una sonrisa de bienvenida, que lo calmaba, aunque en el fondo sabía que se aferraba a una ilusión, esa madre afectuosa era una creación de su mente.

Tampoco buscaba mujeres, aunque no permaneció totalmente célibe, de vez en cuando se le cruzaba alguna dispuesta a tomar la iniciativa y al menos por un par de horas podía relajarse, pero no volvió a caer en la trampa de fantasías románticas; había comprendido que nadie podría rescatarlo, que debía salvarse solo.

Rosemary, su antigua amante autora de libros de cocina, solía invitarlo a probar sus novedades culinarias y en algunas ocasiones lo acariciaba por bondad más que por deseo, y terminaban amándose sin pasión, pero con sincera buena voluntad. Mike Tong, todavía aferrado a un ábaco inverosímil a pesar del flamante equipo de computadoras de la oficina, no había logrado explicarle a su jefe todos los misterios de sus grandes libros garrapateados en tinta roja, pero al menos le había sembrado las primeras semillas de prudencia financiera. Debe poner orden en sus cuentas o nos iremos todos a la mierda, le rogaba su contador chino con su sonrisa inmutable y una reverencia cortés, estrujándose las manos de nervios. Por cariño a su jefe y desconocimiento del inglés había terminado usando el mismo vocabulario de Reeves.

Tong tenía razón; no sólo en las cuentas debía poner orden, también en el resto de su vida, que parecía a punto de irse a pique. Su barco hacía agua por tantas partes que los dedos no alcanzaban para tapar los agujeros del naufragio.

Comprobó el valor de la amistad de Timothy Duane y Carmen Morales, que aguantaban durante horas sus taimados silencios y no dejaban pasar una semana sin llamarlo o tratar de verlo a pesar de que su compañía resultaba muy poco divertida.

Estás insoportable, no puedo llevarte a ninguna parte; ¿qué pasa contigo?, te has puesto muy aburrido, se quejaba Timothy Duane, pero él también empezaba a cansarse del desorden. Había abusado mucho de su robusta constitución irlandesa, su cuerpo ya no resistía las bacanales que antes llenaban sus fines de semana de pecados y remordimientos. En vista de que Reeves no hablaba de sus problemas, en parte porque ni él mismo sabía qué diablos le pasaba, Duane tuvo la idea salvadora de llevarlo casi a la fuerza al consultorio de la doctora Ming O’Brien, después de hacerlo jurar que no intentaría seducirla.

La conoció en una conferencia sobre momias, a la que él asistió para ver si existía alguna relación entre los embalsamadores de Egipto antiguo y la patología moderna, y ella para ver qué clase de desquiciado podría interesarse en semejante tema. Se encontraron durante una pausa en la cola para el café. Ella miró de reojo la maltratada estatua del Partenón que encendía una pipa a tres pasos del letrero que prohibía fumar, y Duane se fijó en ella pensando que esa criatura pequeña de cabello negro y ojos sagaces debía tener sangre china en las venas.

En efecto, sus padres eran de Taiwán. A los catorce años la embarcaron rumbo a América a casa de unos compatriotas a quienes escasamente conocían, con una visa de turista e instrucciones precisas de estudiar, salir adelante y no quejarse jamás, porque cualquier cosa que le sucediera siempre sería preferible al destino de una mujer en su tierra natal. Al año de llegar, la muchacha se había adaptado tan bien al temperamento americano que se le ocurrió escribir una carta a un parlamentario enumerando las ventajas de América y pidiéndole de paso una visa de residente. Por una de esas absurdas coincidencias, el político coleccionaba porcelanas Ming; de inmediato le llamó la atención el nombre de la chica y en un arranque de simpatía hizo arreglar sus papeles. El apellido O’Brien provenía de un marido de juventud, con quien Ming convivió diez meses antes de abandonarlo jurando que no volvería a casarse en los días de su vida.

Una segunda mirada reveló a Duane la discreta belleza de la doctora y cuando dejaron de hablar de momias y comenzaron a explorar otros temas, descubrió que por primera vez en muchos años una mujer lo fascinaba. No se quedaron hasta el final de la conferencia, partieron juntos a un restaurante de los muelles y después de la primera botella de vino Timothy Duane se encontró recitándole un monólogo de Brecht. La doctora hablaba poco y observaba mucho. Cuando quiso llevarla a su departamento, Ming se negó amablemente y siguió haciéndolo en los meses sucesivos, situación que mantuvo por mucho tiempo viva la curiosidad del atormentado pretendiente.

Para la época en que por fin comenzaron a vivir juntos, Timothy Duane ya estaba vencido.

—Nunca he visto una mujer con tanta gracia, parece una figura de marfil, y además es entretenida, no me canso de oírla… Creo que le gusto, no entiendo por qué me rechaza.

—Pensé que sólo puedes hacerlo con putas.

—Con ella sería diferente, estoy seguro.

—¿Que cómo lo aguanto, Greg? Con paciencia china… Además me gustan los neuróticos y Tim es el peor de mi carrera —explicaría años más tarde Ming O’Brien a Reeves con un guiño travieso, mientras picaba queso en la cocina del departamento que compartía con Duane. Pero eso fue mucho más tarde.

Después de muchas vacilaciones logré superar la idea de que los hombres no hablan de sus debilidades ni de sus problemas, prejuicio arraigado en mí desde los tiempos del barrio latino, donde ése es uno de los rasgos fundamentales de la virilidad. Me encontré instalado en una oficina donde todo parecía armónico, cuadros, colores y una rosa única y perfecta en un vaso de cristal. Supongo que todo eso invitaba al reposo y las confidencias, pero me sentía incómodo y al poco rato se me empapó la camisa, mientras me preguntaba para qué diantres había seguido el consejo de Timothy.

Siempre me pareció una tontería pagar a un profesional que se beneficia por hora, especialmente si no se pueden medir los resultados. Las circunstancias me han obligado a hacerlo con David, quien no funciona sin ese tipo de ayuda, pero no pensé que podía tocarme a mí. Por otra parte, mi primera impresión de Ming O’Brien fue que pertenecía a otra constelación; nada teníamos en común, me dejé engañar por su cara de muñeca y salté a conclusiones que hoy me avergüenzan. La juzgué incapaz de imaginar siquiera los vendavales de mi destino, qué podía saber ella de la sobrevivencia en un barrio pobre, de mi desventurada hija Margaret, de los incontables problemas de David, enchufado a perpetuidad a un cable de alto voltaje, de mis deudas, mis ex esposas y el rosario de amantes transitorias, de la pelotera con los clientes y abogados de mi firma, un puñado de abusadores, del dolor en el pecho, el insomnio y el miedo de morirme cada noche. Mucho menos sabría de la guerra. Durante años había evitado los grupos de terapia de ex combatientes, me fastidiaba compartir la maldición de los recuerdos y el terror del futuro, no me parecía necesario hablar de ese aspecto de mi pasado, nunca lo hice entre hombres, menos lo haría ahora con esa imperturbable señora.

—Cuénteme algún sueño recurrente —me pidió Ming O’Brien.

Joder, lo que me faltaba es un Freud con faldas, pensé, pero después de una pausa demasiado larga calculé cuánto me costaba cada minuto de silencio y a falta de algo más interesante se me ocurrió mencionarle lo de la montaña. Reconozco que comencé en un tono irónico, sentado pierna arriba, evaluándola con un ojo entrenado en mirar mujeres, he visto muchas y en aquella época todavía les ponía nota en una escala de uno a diez, la doctora no está mal, decidí que merecía más o menos un siete. Sin embargo a medida que contaba la pesadilla fue apoderándose de mí la misma terrible angustia que sentía al soñarla, vi a mis enemigos vestidos de negro avanzando hacia mí, cientos de ellos, sigilosos, amenazadores, transparentes, mis compañeros caídos como brochazos escarlatas en el gris oprimente del paisaje, las veloces luciérnagas de las balas atravesando a los asaltantes sin detenerlos, y creo que empezó a correrme el sudor por la cara, me temblaban las manos de tanto empuñar el arma, lagrimeaba por el esfuerzo de apuntar en la espesa neblina, y jadeaba buscando el aire que se me estaba transformando en arena.

Las manos de Ming O’Brien sacudiéndome por los hombros me devolvieron el sentido de la realidad y me encontré en una habitación apacible frente a una mujer de rasgos orientales que me traspasaba el alma con una mirada inteligente y firme.

—Mire al enemigo, Gregory. Mírelo a la cara y dígame cómo es.

Traté de obedecer, pero no distinguía nada en la niebla, sólo sombras. Ella insistió y entonces, poco a poco, las figuras se hicieron más precisas y pude ver al que tenía más cerca y comprendí aturdido que me estaba mirando en un espejo.

—¡Dios mío… uno de ellos se parece a mí!

—¿Y los otros? ¡Mire a los otros!, ¿cómo son?

—También se parecen a mí… son todos iguales… ¡todos tienen mi cara!

Pasó un rato muy largo, tuve tiempo de secarme la transpiración y recuperar algo de compostura. La doctora me clavó sus ojos negros, dos abismos profundos por donde se fueron los míos, aterrorizados.

—Le ha visto el rostro a su enemigo, ahora puede identificarlo, ya sabe quién es y dónde está. Jamás volverá a atormentarlo esa pesadilla porque ahora su lucha será consciente —me dijo con tal autoridad que no me cupo la menor duda de que así sería.

Poco después salí del consultorio sintiéndome un tanto ridículo porque no controlaba la debilidad en las piernas y no pude despedirme de ella; no me salía la voz.

Regresé un mes más tarde, cuando comprobé que la pesadilla no se había repetido y acepté por fin que necesitaba su ayuda. Ella me estaba esperando.

—No conozco remedios mágicos. Estaré a su lado para ayudarlo a remover los obstáculos más pesados, pero el trabajo tiene que hacerlo usted solo. Es un camino muy largo, puede durar varios años; muchos lo inician, pero muy pocos llegan hasta el final, porque es doloroso. No hay soluciones rápidas ni permanentes, sólo podrá hacer los cambios con esfuerzo y paciencia.

En los cinco años siguientes Ming O’Brien cumplió lo prometido, estuvo allí todos los martes, serena y sabia entre sus tenues grabados y sus flores frescas, dispuesta a escucharme. Cada vez que intentaba escabullirme por alguna vía lateral, ella me obligaba a detenerme y revisar el mapa. Cuando daba con una barrera insalvable, me mostraba la forma de desmontarla pieza por pieza hasta superarla. Con la misma técnica me enseñó a luchar contra mis antiguos demonios, uno a la vez. Me acompañó paso a paso en el viaje hacia el pasado, tan atrás que pude recordar el terror de nacer y aceptar la soledad a la cual estaba destinado desde el instante en que las tijeras de Olga me separaron de mi madre.

Me ayudó a sobrellevar las múltiples formas de abandono sufridas, desde la muerte prematura de mi padre, única fortaleza de mis primeros años, y el escapismo irreparable de mi pobre madre, agobiada por la realidad muy temprano y perdida en derroteros improbables donde no pude seguirla, hasta las traiciones recientes de Samantha, Shanon y de muchas otras personas.

Señaló mis errores, un guión muchas veces repetido a lo largo de mi vida, y me advirtió que debía estar siempre alerta, porque las crisis reaparecen porfiadamente. Con ella pude por fin nombrar el dolor, comprenderlo y manejarlo, sabiendo que siempre estaría presente en una u otra forma, porque es parte de la existencia, y cuando esa idea echó raíces mi angustia disminuyó de manera milagrosa. Desapareció el terror mortal de cada noche y pude estar solo sin temblar de miedo. En su debido tiempo descubrí cuánto me gusta llegar a mi casa, jugar con mi hijo, cocinar para los dos y en la noche, cuando todo se aquieta, leer y escuchar música. Por primera vez pude permanecer en silencio y apreciar el privilegio de la soledad.

Ming O’Brien me sostuvo para que me levantara de las rodillas, hiciera el inventario de mis debilidades y limitaciones, celebrara mi fuerza y aprendiera a desprenderme de las piedras que llevaba en un saco a la espalda. No es todo culpa suya, me dijo en una ocasión, y me eché a reír porque ya Carmen me había dicho antes esa misma frase, parece que tengo tendencia a sentirme culpable… No era yo quien daba drogas a Margaret, era ella quien las tomaba por propia decisión, y sería inútil suplicarle, insultarla, pagar las fianzas de la cárcel, encerrarla en un hospital psiquiátrico o perseguirla con la policía, como había hecho en tantas oportunidades, mi hija había escogido ese purgatorio y estaba más allá de mis afanes y mi cariño.

Debía ayudar a crecer a David, dijo Ming O’Brien, pero sin dedicarle mi existencia completa ni soportar sus caprichos para compensar el amor que no supe dar a Margaret, porque lo estaba convirtiendo en un monstruo. Juntos revisamos línea por línea mi torpe libreta de teléfonos y verifiqué avergonzado que casi todas las amantes de mi larga trayectoria eran del mismo corte y estilo, dependientes e incapaces de retribuir afecto. También vi claro que con las mujeres diferentes, como Carmen o Rosemary, nunca pude establecer una relación sana porque no sabía rendirme ni aceptar la entrega completa de una compañera de verdad, nada sospechaba de la comunión en el amor.

Olga me había enseñado que el sexo es el instrumento y el amor es la música, pero no aprendí la lección a tiempo; vine a saberlo cuando voy camino al medio siglo, pero supongo que más vale tarde que nunca.

Descubrí que no sentía rencor contra mi madre, como creía, y pude recordarla con la buena voluntad que no supimos expresar ninguno de los dos cuando estaba viva. Ya no me importó inventar a una Nora Reeves acorde a mis necesidades, de todos modos uno acomoda el pasado y la memoria está compuesta de muchas fantasías. Se me ocurrió que su invencible espíritu me acompañaba, como lo hace el ángel a propulsión a chorro de Thui Nguyen con su hijo Dai y eso me dio una cierta seguridad.

Dejé de culpar a Samantha y Shanon por nuestros fracasos, mal que mal yo las escogí como compañeras; el problema radicaba principalmente en mí y nacía en las capas profundas de mi personalidad, donde estaba la semilla del abandono más antiguo.

Una a una examiné todas mis relaciones, incluyendo hijos, amigos y empleados, y uno de esos martes tuve la súbita revelación de que toda mi vida me había rodeado de personas débiles con la callada esperanza de que a cambio de cuidarlas obtendría algo de cariño o al menos agradecimiento, pero el resultado había sido desastroso, mientras más daba más rencor recibía. Sólo me apreciaban los fuertes, como Carmen, Timothy, Mike, Tina.

—Nadie agradece ser convertido en un inválido —me explicó Ming O’Brien—. Usted no puede hacerse cargo de otros para siempre, llega un momento que se cansa, y cuando los deja caer, se sienten traicionados y naturalmente lo detestan. Así ha pasado con sus esposas, algunos amigos, varios clientes, casi todos sus empleados y va camino a sucederle con David.

Los primeros cambios fueron los más difíciles, porque apenas empezaron a tambalear los cimientos del edificio torcido que era mi vida, el equilibrio se rompió y todo se vino abajo.

Tina Faibich recibió la llamada ese martes por la tarde, su jefe estaba en conferencia con un par de abogados de la compañía de seguros en el caso de King Benedict y no debía interrumpirlo, pero había tal apremio en la voz del desconocido, que no se atrevió a tramitarlo. Fue una decisión acertada, porque le salvó la vida a Margaret, al menos por un tiempo. Venga de prisa, dijo el hombre, dio la dirección de un motel en Richmond y colgó el teléfono sin identificarse. King Benedict hojeaba una revista de historietas en la antesala cuando vio salir a Gregory Reeves y mientras esperaba el ascensor alcanzó a preguntarle adónde iba tan apurado.

—Por esos lados usted no puede andar solo y menos en un automóvil como el suyo —le aseguró y sin esperar respuesta se le pegó a los talones para acompañarlo.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estacionaron ante una hilera de cuartos desamparados en un callejón de basuras. A medida que se internaban en los vecindarios más pobres de la ciudad fue evidente que Benedict tenía razón, no había un solo blanco a la vista. En los umbrales de las puertas, frente a los bares y en las esquinas se agrupaban jóvenes ociosos que amenazaban con gestos obscenos y gritaban improperios a su paso.

Algunas calles no tenían nombre y Reeves comenzó a dar vueltas perdido, sin atreverse a bajar el vidrio de la ventanilla para preguntar la dirección por miedo a que lo escupieran o le dieran un piedrazo, pero King Benedict no tenía el mismo problema. Lo hizo detenerse, se bajó tranquilo, interrogó a un par de personas y regresó saludando al grupo de muchachones que ya había rodeado el coche haciendo morisquetas y pateando los tapabarros.

Así dieron con Margaret. Golpearon la puerta del cuarto número nueve de un motel insalubre y les abrió un negro fornido, con la cabeza rapada y cinco alfileres atravesados en una oreja, la última persona que a Reeves le hubiera gustado encontrar junto a su hija, pero no tuvo tiempo de examinarlo demasiado porque el hombre lo cogió del brazo con una mano de tenaza y lo guió hacia la cama donde estaba la muchacha.

—Me parece que se está muriendo —dijo.

Era un cliente casual, el primero del día, que por unos cuantos dólares obtuvo un rato con esa chica desgreñada a quien todos conocían en el vecindario y dejaban en paz a pesar de su raza, porque de todos modos ya estaba más allá de las agresiones habituales, había cruzado al otro lado de la aflicción. Pero cuando le arrebató el vestido de un zarpazo apresurado y la levantó para aplastarla sobre el colchón, se encontró con una marioneta desarticulada entre las manos, un pobre esqueleto ardiendo de fiebre. La sacudió un poco con la idea de remecerle la modorra de las drogas, y a ella se le fue la cabeza hacia atrás sin fuerzas para sostenerla sobre el cuello, tenía los ojos en blanco a medio cerrar y un hilo de saliva amarilla le chorreaba de la boca.

Mierda, masculló el hombre y su primer impulso fue dejarla allí tirada y salir disparado antes de que alguien lo viera y después lo acusaran de matarla, pero cuando la soltó sobre la cama le pareció tan patética que no pudo esquivar la compasión y en un espacio de generosidad dentro de la violencia de su propia vida, se inclinó sobre ella llamándola, trató de hacerle beber agua, la palpó por todos lados buscando alguna herida y comprobó que tenía el cuerpo en llamas.

La muchacha vivía temporalmente en esa habitación mugrienta, en el suelo se desparramaban botellas vacías, colillas de cigarros, jeringas, restos de una pizza añeja y cuanta inmundicia es posible imaginar. Sobre la mesa, entre cosméticos abiertos, había un bolso de plástico; lo vació sin saber lo que buscaba y encontró una llave, cigarrillos, una dosis de heroína, una billetera con tres dólares y una tarjeta con el nombre de un abogado.

No se le pasó por la mente llamar a la policía, pero se le ocurrió que por alguna razón ella tenía esa tarjeta y corrió al teléfono público de la esquina para llamar a Reeves, sin sospechar que hablaba con el padre de esa miserable prostituta agónica sobre una cama sin sábanas. Una vez dada la voz de alarma se encaminó a la licorería a tomar una cerveza, dispuesto a olvidar el asunto y rajar de allí si aparecía la policía, pero en un lugar recóndito del alma sintió que la chica lo llamaba y pensó que a nadie le gusta morir solo; nada perdía con acompañarla unos minutos más y de paso echarse al bolsillo los dólares y la droga, que de todos modos ella ya no necesitaba.

Regresó al cuarto número nueve con otra cerveza y un vaso de cartón con hielo, y en el afán de darle de beber, pasarle hielo por la frente y empapar una camiseta para refrescarle el cuerpo con agua fría, olvidó vaciar la cartera y pasó el tiempo que le tomó a Reeves dar con el motel.

—Bueno, ya me voy —dijo, desconcertado al ver a ese hombre blanco con traje gris y corbata, que parecía una broma en ese lugar, pero se quedó en el umbral por curiosidad.

—¿Qué pasó? ¿Dónde hay un teléfono? ¿Quién es usted? —preguntó Reeves mientras se quitaba la chaqueta para arropar a su hija desnuda.

—Yo no tengo nada que ver con esto, ni siquiera la conozco. ¿Y usted, quién es?

—Su padre. Gracias por llamarme —y se le quebró la voz.

—Mierda… Jodida mierda… déjeme ayudarlo.

El negro levantó a Margaret como si fuera una recién nacida y la llevó al automóvil, donde esperaba King Benedict para impedir que lo desvalijaran. Reeves partió a toda velocidad al hospital, sorteando el tráfico a través de una neblina de lágrimas, mientras su hija apenas respiraba ovillada sobre las rodillas de King, quien le canturreaba una de esas antiguas canciones de esclavos con que su madre lo dormía cuando era niño.

Entró a la sala de emergencia con la muchacha en brazos. Dos horas más tarde le permitieron verla por unos minutos en el recinto de terapia intensiva, donde yacía crucificada sobre una camilla, con varías sondas y un respirador conectados al cuerpo. El médico de turno dio el primer informe: una infección generalizada que había afectado el corazón.

El pronóstico era muy pesimista, dijo, tal vez podría salvarse con dosis masivas de antibióticos y un cambio radical de vida. Los exámenes posteriores revelaron que el organismo de Margaret correspondía al de una anciana, sus órganos internos estaban dañados por las drogas, las venas colapsadas por los pinchazos, los dientes sueltos, la piel en escamas, y perdía el cabello a mechones. Goteaba sangre a causa de incontables abortos y enfermedades venéreas.

A pesar de tantas tribulaciones, la niña postrada con los ojos cerrados en la penumbra del cuarto parecía un ángel dormido, sin huellas aparentes de oprobio, con la inocencia intacta. La ilusión no duró mucho; pronto su padre verificó cuán abyecto era el abismo donde había caído.

Procuraron mantener a raya sus adicciones, pero el alma se le iba en espasmos de congoja. Le administraron metadona y le dieron nicotina en goma de mascar, pero igual hubo que atarla para que no bebiera el alcohol para desinfectar heridas ni se robara los barbitúricos. Entretanto Gregory Reeves no lograba comunicarse con Samantha, que andaba en la India tras los pasos de un santón.

Desesperado, acudió a Ming O’Brien solicitando ayuda, aunque en verdad había perdido toda esperanza de arrancar a Margaret de las garras de su maldito destino. Apenas la enferma superó la crisis de muerte de los primeros días, la doctora O’Brien fue a visitarla con regularidad y se encerraba por horas a conversar con ella. En las tardes Gregory Reeves llegaba al hospital y encontraba a su hija desgarrada de lástima por si misma, con expresión enloquecida y un temblor incontrolable en las manos. Se sentaba a su lado, deseando acariciarla, pero sin atreverse a tocarla, y permanecía en silencio escuchando una retahíla de reproches y execrables confesiones.

Así se enteró del tenebroso martirio que su hija había soportado. Trató de averiguar cómo había ido a parar a ese Gólgota, qué rabia impenetrable y qué soledad de tinieblas le habían trastornado la existencia de aquel modo, pero ella misma no lo sabía. A ratos le decía sollozando te quiero papá, pero en un instante después se volvía contra él bramando un odio visceral y culpándolo de toda su desolación.

—Mírame, maldito hijo de puta, mírame —y de un manotazo se quitaba las sábanas y abría las piernas mostrándole el sexo, llorando y riéndose con ferocidad de loca—. ¿Quieres saber cómo me gano la vida mientras tú viajas por Europa y les compras joyas a tus amantes y mi madre medita en la posición del loto? ¿Quieres saber lo que me hacen los borrachos, los mendigos, los maricones, los sifilíticos? Pero no tengo que decírtelo porque tú eres experto en putas, tú nos pagas para que te hagamos las cochinadas que ninguna mujer te haría gratis…

Ming O’Brien trató de enfrentar a Margaret con su propia realidad, para que aceptara la evidencia de que no podía salvarse sola, necesitaba tratamiento a largo plazo, pero era como un juego de engaños en espejos deformantes. La muchacha fingía escucharla y se confesaba asqueada de su vida de desafueros, pero apenas pudo dar los primeros pasos se deslizaba al teléfono del pasillo a pedir a sus contactos que le llevaran heroína al hospital.

En otras ocasiones se abatía por completo, horrorizada de sí misma, empezaba contando detalles de su larga degradación y luego se sumergía en un lodazal de remordimientos. Su padre ofreció pagarle un programa de rehabilitación en una clínica privada y por fin la joven aceptó aparentemente resignada. Ming pasó la mañana moviendo hilos para que la admitieran y Gregory partió a comprar los pasajes para llevarla al día siguiente al sur de California.

Esa noche Margaret sustrajo la ropa de otra enferma y escapó sin dejar rastro.

—La infección no está curada, sólo han desaparecido los síntomas más alarmantes. Si se interrumpen los antibióticos seguramente morirá —anunció el médico en tono neutro. Estaba acostumbrado a toda clase de emergencias y los drogadictos no le inspiraban ninguna simpatía.

—No la busque, Gregory. En algún momento deberá aceptar que no puede hacer nada más por su hija. Tiene que dejarla ir, ella es dueña de su vida —le aconsejó Ming O’Brien al abatido padre.

Entretanto se aproximaba la fecha para el juicio de King Benedict. La compañía de seguros se mantenía firme en negar una indemnización por el accidente objetando que la supuesta amnesia era un embuste. Lo habían sometido a humillantes exámenes médicos y psiquiátricos para probar que no existía ningún daño físico atribuible a la caída, lo interrogaron durante semanas sobre cuanto acontecimiento insignificante ocurrió entre los tiempos de su adolescencia y el año en curso, debió identificar antiguos equipos de béisbol, le preguntaron qué se bailaba en 1941 y qué día estalló la guerra en Europa. También pusieron detectives a espiarlo durante meses con la esperanza de sorprenderlo en el engaño.

De buena fe Benedict trataba de responder los interminables cuestionarios, porque no quería ser considerado un ignorante, pero aparte de algunos hechos que retuvo de sus lecturas diarias en la biblioteca, lo demás estaba oculto en la sosegada niebla de los trechos por vivir.

Nada sabemos del futuro, tal vez ni siquiera existe; ante nuestros ojos sólo tenemos el pasado, le había dicho su madre muchas veces, pero en su caso no podía echar mano del suyo, era una escurridiza sombra donde se perdían cuarenta años de su paso por el mundo.

Para Gregory Reeves, que había vivido atormentado por una memoria rotunda, la tragedia de su cliente resultaba fascinante. Él también lo interrogaba, pero no para atraparlo en mentiras, sino para saber cómo se siente un hombre cuando tiene oportunidad de borrar la vida y hacerla de nuevo.

Conocía a King desde hacía cuatro años y en ese período escuchó sus fantasías de muchacho y sus ambiciones de grandeza, mientras lo veía ir paso a paso por el mismo camino hecho antes, como un sonámbulo preso en un sueño recurrente. King no hizo grandes cambios, como si pisara sobre sus propias huellas, fue a la escuela nocturna para estudiar la secundaria, obtuvo las mismas malas notas de su época de muchacho y por último la dejó a medio camino; un par de años más tarde, para la fecha en que su mente debía alcanzar los diecisiete años, se presentó en varias oficinas de reclutamiento de las Fuerzas Armadas a suplicar que lo admitieran, pero en todas fue rechazado.

Había visto muchas películas de guerra y, obnubilado por las fanfarrias militares, acabó comprándose un uniforme de soldado que usaba para consolarse.

—Dentro de un par de años se casará con una fulana similar a su primera mujer y tendrá dos hijos como mis condenados nietos —comentó Bel Benedict amargamente.

—Me cuesta creer que uno tropieza dos veces con la misma piedra —replicó Gregory Reeves, quien había iniciado un silencioso viaje hacia su pasado y se preguntaba a menudo qué habría sucedido si hubiera hecho esto en vez de aquello.

—No se puede vivir dos veces ni dos destinos diferentes. La vida no tiene borrador —dijo ella.

—Sí podemos, señora Benedict, yo lo estoy intentando. Se puede cambiar el rumbo y enmendar el borrador.

—Lo vivido no tiene arreglo. Puede mejorarse lo que queda por delante, pero el pasado es irreversible.

—¿Quiere decir que es imposible deshacer los errores cometidos? ¿No hay esperanza para mi hija Margaret, por ejemplo, que aún no tiene veinte años?

—Esperanza sí, pero los veinte años perdidos jamás los recuperará.

—Es una idea aterradora… Significa que cada paso forma parte de nuestra historia, cargamos para siempre con todos nuestros deseos, pensamientos y acciones. En otras palabras, somos nuestro pasado. Mi padre predicaba sobre las consecuencias de cada acto y la responsabilidad que nos cabe en el orden espiritual del universo, decía que todo lo que hacemos nos vuelve, tarde o temprano pagamos por el mal y nos beneficiamos por el bien.

—Ese hombre sabía mucho.

—Estaba desquiciado y murió demente. Sus teorías eran una maraña de confusiones, yo nunca las entendí.

—Pero sus valores eran claros, según parece.

—No predicaba con el ejemplo, Bel. Mi hermana dice que era alcohólico y pervertido, que tenía la obsesión de controlar todo y nos arruinó la vida, al menos a ella. Pero era un hombre fuerte, yo me sentía bien a su lado y tengo buenos recuerdos de él.

—Según parece le enseñó a caminar derecho.

—Trató de hacerlo, pero se murió demasiado pronto. Mi camino ha sido muy torcido.

Comentando esto con la doctora Ming O’Brien, terminó contándole de su cliente y ella, quien por lo general escuchaba atentamente y rara vez abría la boca para emitir opiniones, esta vez lo interrumpió para preguntarle detalles. ¿Había estado King Benedict sometido a mucha presión?, ¿cómo había sido su infancia?, ¿era una persona tranquila y equilibrada?, ¿o más bien inestable?, y finalmente le reveló que ese tipo de amnesia era raro, pero había algunos casos registrados.

Sacó un libro de su estante y se lo pasó.

—Dele una mirada a esto. Es probable que en la adolescencia su cliente sufriera un choque emocional muy fuerte o un golpe similar al que recibió en el accidente. Cuando la experiencia se repitió, el impacto del pasado fue insoportable y bloqueó su memoria.

—Aparentemente no hay nada de eso.

—Debe haber algo muy doloroso o amenazante que no quiere recordar. Pregúntele a la madre.

Gregory Reeves pasó la noche en vela leyendo y a la hora del desayuno tenía una idea clara de lo sugerido por Ming O’Brien. Se acordó de aquella ocasión en que King Benedict se desmayó en su oficina al pedirle que identificara fotografías de revistas y la extraña reacción de Bel. Ella esperaba afuera durante la declaración y al oír el barullo corrió a la biblioteca, lo vio en el suelo y se inclinó para socorrerlo, pero en ese momento descubrió la revista abierta sobre la mesa y en un gesto impulsivo tapó la boca con la mano a King. Después no permitió que continuara el interrogatorio, se lo llevó en un taxi y a partir de ese día insistió en estar presente en todas las entrevistas.

Reeves lo atribuyó a preocupación por la salud de su hijo, pero ahora tenía dudas. Excitado con ese resquicio por donde divisaba algo de luz, fue directamente a la casa de los padres de Timothy Duane para hablar con la mujer. Bel estaba en la cocina limpiando los cubiertos de plata cuando el mayordomo anunció la visita, pero no alcanzó a salir a recibirlo, porque su abogado irrumpió en la cocina. Tenemos que hablar, le dijo, cogiéndola de un brazo sin darle tiempo de quitarse el delantal ni de lavarse las manos.

A solas con ella en su oficina le explicó que pronto se jugarían en una sola carta el futuro de su hijo, la victoria dependía de sus argumentos para convencer al jurado que King no estaba fingiendo. Hasta ayer eso le parecía casi imposible, pero con su ayuda hoy podría torcer la dirección del caso. Le repitió la teoría de Ming O’Brien y le rogó que le contara lo ocurrido a King Benedict en la juventud.

—¿Cómo quiere que me acuerde de algo que pasó hace tanto tiempo?

—Estoy seguro de que no necesita hacer un esfuerzo para recordarlo, porque ni por un minuto lo ha olvidado, señora Benedict —replicó él, abriendo el archivo y colocando ante sus ojos la revista que provocara el ataque de su hijo—. ¿Qué significa este rancho?

—Nada.

—¿King y usted han estado en un lugar así?

—Hemos estado en muchas partes, nos movíamos todo el tiempo buscando trabajo. Varías veces cosechamos algodón en sitios como ése.

—¿Cuando King tenía catorce años?

—Tal vez, no me acuerdo.

—Por favor, no haga las cosas más difíciles para mí, porque no tenemos mucho tiempo. Quiero ayudarla, jugamos en el mismo equipo, señora, no soy su enemigo.

Bel Benedict guardó silencio observando la fotografía con expresión de porfiada dignidad, mientras Gregory Reeves la miraba admirado pensando que en su juventud debió ser una beldad y si le hubiera tocado nacer en otra época o en otra circunstancia tal vez se habría casado con un magnate poderoso que llevaría del brazo a esa pantera oscura sin que nadie se atreviera a objetar su raza.

—Bueno, Señor Reeves, estamos en un callejón sin salida —dijo ella por último con un suspiro—. Si me callo la boca, como lo he hecho durante cuarenta años, mi Baby será un viejo desvalido y pobre. Si le digo lo que pasó voy presa y mi hijo se quedará solo.

—Puede haber más de dos alternativas. Si me consulta como abogado, todo lo que diga es confidencial, no saldrá de estas cuatro paredes, le aseguro.

—¿Es decir que usted no puede delatarme?

—No.

—Entonces lo nombro mi abogado, porque voy a necesitar uno de todos modos —decidió después de otra larga pausa—. Fue en defensa propia, como dicen, pero ¿quién iba a creerme? Yo era una pobre negra de paso en la zona más racista de Texas, andaba con mi hijo de un lado a otro ganándome la vida en lo que pudiera encontrar, sólo tenía una maleta con ropa y dos brazos para trabajar. En ese tiempo me sobraban dolores de cabeza. Sin quererlo vivía metida en líos, atraía la desgracia como el papel engomado atrae a las moscas. Nunca duraba mucho en ninguna parte, siempre sucedía algo y debíamos partir otra vez. Me sorprendió que el dueño del rancho me diera empleo, los demás braceros eran hombres y casi todos latinos, gente de paso, pero era época de cosechar el algodón y supuse que necesitaba obreros. No podía alojarme en los dormitorios comunes, a Baby y a mí nos puso en una cabaña cochambrosa en el límite de la propiedad, bastante lejos, donde nos recogía en un camión en la mañana y nos llevaba de vuelta al terminar la jornada. Era un buen trabajo, pero el patrón puso los ojos en mí. Yo ya sabía que tendríamos problemas, pero aguanté todo lo que pude, se lo aseguro. No soy persona quisquillosa, tengo mis prioridades muy claras, lo primero siempre fue dar de comer a mí hijo, ¿qué me importaba acostarme con un hombre? Diez o veinte minutos y ya está, enseguida una se olvida. Pero él era de esos que no pueden hacerlo como todo el mundo, le gustaba la cosa a golpes y si no me veía sangrando no podía hacerlo. Quién lo hubiera dicho, parecía tan buena gente, los obreros lo respetaban, pagaba lo justo, iba a la iglesia los domingos, un modelo de patrón. Le aguanté un par de veces que me chicoteara y me llamara negra cochina y muchas cosas más; no fue el único; yo estaba más o menos acostumbrada, ¿a qué mujer no le han pegado? Ese domingo Baby había ido a jugar béisbol y el hombre llegó en su camioneta a la cabaña; yo estaba sola y le vi en la cara lo que buscaba, además olía a alcohol. No sé muy bien cómo ocurrieron las cosas, señor Reeves, se había quitado el cinturón y me estaba dando duro y creo que yo gritaba, en eso llegó Baby, se puso por el medio y el tipo lo lanzó lejos de un puñetazo. Se golpeó la nuca contra la punta de la mesa. Vi a mi muchacho aturdido en el suelo y no tuve que pensarlo, cogí el bate de béisbol y le di al tipo en la cabeza. Fue un solo golpe, con toda el alma, y lo maté. Cuando Baby abrió los ojos le lavé la herida, tenía un corte profundo, pero no podía llevarlo a un hospital, donde nos hubieran hecho preguntas, le detuve la sangre a punta de agua fría y unos trapos. Eché el cuerpo del patrón en la camioneta, lo cubrí con sacos, luego la escondí lejos de la casa. Esperé la noche y la llevé a unas veinte millas de distancia, fuera de la propiedad, y la lancé por un barranco. Nadie lo supo. Caminé más de cinco horas de vuelta a la cabaña. Me acuerdo que el resto de la noche dormí con la conciencia limpia y al día siguiente estaba en la puerta esperando que me recogieran para ir al trabajo, como si nada hubiera pasado. Con mi hijo jamás hablamos de eso. La policía encontró el cuerpo y creyó que el patrón había bebido más de la cuenta y se volcó en la camioneta. Interrogaron a los braceros, pero si alguno vio algo, no me delató y la cosa no pasó de allí. Poco después partimos con Baby y nunca más hemos puesto los pies en Texas. Imagínese lo que es la vida, señor Reeves, cuarenta años más tarde viene ese fantasma a joderme.

—¿Le ha pesado en la conciencia? —Preguntó Reeves pensando en los muertos que él mismo cargaba.

—Nunca, con el favor de Dios. Ese hombre se buscó su final.

—Mi amiga Carmen, que es una fuente inagotable de sentido común, me dijo en una ocasión que no hay necesidad de confesar lo que nadie pregunta…

—Pero saldrá en el juicio, señor Reeves.

—¿King tiene todavía la cicatriz en la cabeza?

—Sí, le quedó muy fea porque no le pusieron puntos.

—Demostraremos que a los catorce años se partió la cabeza al caer contra una mesa, pero con suerte no tendremos necesidad de mencionar el resto de la historia. Si consigo un experto que relacione el primer golpe con el accidente en la construcción, tal vez podamos arreglar el caso sin ir a juicio, señora Benedict.

En la audiencia de conciliación Ming O’Brien probó que el cuadro de King Benedict correspondía a una amnesia psicogénica y, dada la falta de progresos, probablemente nunca se recuperaría. Explicó que los antecedentes calzaban con las causas habituales de ese trastorno, King tuvo una infancia y juventud atormentadas, sufrió un golpe grave durante la adolescencia, antes del accidente estuvo sometido a fuertes presiones y era de temperamento depresivo. Al caerse el andamio sufrió un trauma similar al anterior y su mente dio un salto atrás y se refugió en el olvido, como defensa contra las pesadumbres que lo agobiaban.

Los abogados de la otra parte hicieron lo posible por desbaratar el diagnóstico, pero se estrellaron contra la firmeza de la doctora, que produjo medio metro de volúmenes con referencias a casos similares.

Por otra parte, los agentes contratados para observarlo sólo obtuvieron fotografías del sospechoso entretenido con un tren eléctrico, leyendo cuentos de aventuras y jugando a la guerra disfrazado de soldado. La juez, una matrona de carácter tan recio como el de Ming O’Brien, se llevó a los demandados aparte y les hizo ver que les convenía pagar sin más alboroto, porque si iban a juicio perderían mucho más.

De acuerdo a mi larga experiencia, dijo, los miembros de cualquier jurado serán benévolos con este pobre hombre y su abnegada madre, tal como lo sería yo si fuera uno de ellos.

Después de dos días de tira y afloja los abogados cedieron. Gregory Reeves celebró el triunfo invitando a Bel, King y su hijo David a Disneyland, donde se perdieron en un mundo fantástico de animales que hablan, luces que derrotan la noche y máquinas que desafían las leyes de la física y los misterios del tiempo. Al regreso ayudó a Bel a comprar una casa modesta en el campo y colocó el resto del dinero del seguro en una cuenta para que King y ella tuvieran una pensión por el resto de sus vidas.

Cuando Dai descuidó su computadora, comenzó a usar loción de afeitar y a examinarse en el espejo con aire desolado; Carmen Morales lo invitó a comer afuera para hablar con él, siguiendo su costumbre de hacer citas de novios para tratar asuntos importantes. La vida se les había complicado y con los años se perdió en parte la cariñosa intimidad que los unió al principio, aunque seguían siendo los mejores amigos.

Dai era un adolescente de aspecto latino, parecido a su padre, pero más intenso y sombrío. Nada heredó del espíritu aventurero de Juan José ni de la explosiva personalidad de Carmen; era un chico introvertido y un poco solemne, demasiado serio para su edad. A los cuatro o cinco años demostró un talento inusitado para las matemáticas y desde entonces fue tratado como un prodigio por todos, menos por su madre adoptiva. Las maestras lo presentaron en diversos programas de televisión y concursos donde aparecía resolviendo de memoria complicadas ecuaciones. Así ganó varios premios, incluso una motocicleta cuando no tenía edad para manejarla. Su temperamento orgulloso iba camino a convertirse en arrogante, pero Carmen lo mantuvo a raya poniéndolo a trabajar en su fábrica durante las vacaciones, para que supiera desde pequeño cuánto cuesta ganarse la vida y tuviera contacto con los obreros.

También cultivó su curiosidad y le abrió la mente a otras culturas. A los quince años Dai había estado en Oriente, en África y en varios países de América del Sur, hablaba algo de español y vietnamita, tenía en la punta de los dedos la contabilidad del negocio de su madre, disponía de una cuenta de ahorros y varias universidades ya le habían ofrecido becas para estudiar en el futuro. Mientras el país entero discutía la crisis de valores entre los jóvenes y el desastre del sistema educativo que había creado una generación de ignorantes y flojos, Dai estudiaba a conciencia, trabajaba y en sus ratos libres exploraba la biblioteca y jugaba con su computadora.

Tenía en su cuarto un pequeño altar con la fotografía trucada por Leo Galupi de su madre y su padre, junto a una cruz de madera, un pequeño Buda de loza y un recorte de una revista con la imagen de la tierra vista desde una nave espacial. No era sociable, prefería estar solo y hasta entonces Carmen fue su única y gran compañera.

Aquel muchacho amable, satisfecho con su vida y cómodo en su piel de lobo solitario, cambió de repente a finales de la primavera. Pasaba horas acicalándose, empezó a vestirse, hablar y moverse como los cantantes de rock, salía a horas intempestivas y realizaba esfuerzos gigantescos para ser aceptado por los muchachos cuya compañía antes despreciaba. Renegó de su pasión por las matemáticas porque deseaba ser uno del montón y eso lo separaba de sus compañeros. Cuando su madre lo vio sufrir pegoteándose el pelo con laca para domar sus negros mechones, poniéndose pasta dentífrica en las espinillas y paseándose ante el teléfono, supo que el tiempo de idílica complicidad con su hijo estaba por terminar y tuvo una crisis de celos que no se atrevió a confesar ni siquiera a Gregory Reeves en las conversaciones de los lunes.

Para entonces había tiendas «Tamar» repartidas por el mundo y contaba con un eficiente equipo de empleados para manejar su negocio mientras ella se limitaba a diseñar líneas nuevas y promover la imagen de la compañía. Compró una casa de madera en medio de grandes árboles en las colinas de Berkeley, donde vivía con su hijo y su madre.

Pedro Morales había muerto hacía algunos años. Cuando presintió el fin se negó a ir al hospital y no quiso que le prolongaran la vida con recursos artificiales; pensó que las cuentas médicas arruinarían a la familia y su mujer quedaría en la calle. Trabajó una vida para sacar adelante a su pequeña tribu y no deseaba perjudicarlos en su última hora. Estaba muy orgulloso de los suyos, sobre todo de Carmen y de su nieto Dai, en quien veía la reencarnación de su hijo Juan José. Se fue al otro mundo sin dejar cabos sueltos, con la sensación de haber cumplido sin apurar al destino.

Inmaculada ayudó a su marido en el último trance y después consoló a los afligidos hijos, nueras y nietos. Al desaparecer el patriarca no se desmembró la familia, porque ella mantuvo bien atados los lazos del afecto y de la ayuda mutua. Después del entierro decidió quedarse con Carmen por un tiempo y en pocas semanas repartió sus pertenencias y vendió la casa.

Durante años había puesto el alma en juntar esos muebles y adornos, testigos de su prosperidad, pero al perder a su marido nada material tenía significado para ella. Uno pasa la primera parte de la vida juntando cosas y la segunda tratando de desprenderse de ellas, decía. Sólo conservó la cama que había compartido con Pedro Morales durante medio siglo, porque en ella deseaba morir un día.

La mujer había cambiado poco, estaba congelada en una edad indefinida, la fortaleza de su raza indígena parecía protegerla del desgaste del cuerpo y las fallas de la memoria, nunca había estado más lúcida, era una vieja firme y diligente, inmune al cansancio, la debilidad o la mala salud.

Se hizo cargo de los asuntos domésticos de Carmen con fervor militante, había criado seis hijos en la estrechez de un barrio pobre y esa casa llena de comodidades no representaba ningún desafío para ella.

Costó mucho impedirle que se partiera la espalda lavando ropa o batiendo huevos; era partidaria de mantener las manos siempre ocupadas, el ocio produce enfermedades, decía para justificarse cuando la encontraban encaramada en una escalera lavando ventanas o a gatas poniendo trampas para los mapaches, que habían formado una colonia en los fundamentos de la casa.

Seguía cocinando manjares mexicanos que sólo Dai y ella saboreaban porque Carmen vivía a dieta, se levantaba al amanecer para regar su huerto de verduras y hierbas aromáticas, limpiar, cocinar y lavar, y era la última en irse a la cama, después de llamar por teléfono a cada uno de sus hijos a diferentes ciudades del país; no era mujer de renunciar a seguir la pista de cerca a sus descendientes.

Tenía muy arraigado el hábito de servidumbre como para modificarlo en la vejez, pero era la primera en burlarse de sus afanes domésticos. Años antes aplaudió secretamente a Carmen cuando regresó de sus viajes convertida en una «gringa liberada», como mascullaba Pedro Morales. Que su hija se ganara la vida mejor que sus hermanos le producía un íntimo deleite; compensaba su propia vida de agachar la cabeza ante los hombres.

Carmen obligó a su madre a usar máquinas modernas, compraba las tortillas en bolsas plásticas y le abrió una cuenta en el banco, que ella trataba con el mismo respeto destinado a su libro de misa.

Inmaculada fue la primera en adivinar que Dai había entrado en la fase del amor no correspondido y se lo transmitió a su hija.

—Cuéntamelo todo —ordenó Carmen al muchacho en el restaurante.

Dai trató de escabullirse, pero lo traicionaron el aire de desamparo y el rubor, era de piel morena y el bochorno le daba un cierto tono de berenjena. Su madre no le dejó escapatoria y a los postres no tuvo más remedio que confesar, atarantado de pastel de chocolate y revolcándose en la silla, que no podía dormir ni estudiar ni pensar ni vivir, se le iban las horas sentado junto al teléfono esperando una llamada que nunca llegaba, y qué hago, mamá, seguro me desprecia porque no soy blanco ni juego fútbol, para qué habré nacido, para qué me fuiste a buscar a Vietnam y me criaste tan distinto a los demás, no conozco los nombres de los grupos de rock y soy el único estúpido que le dice asiáticos a los orientales y afroamericanos a los negros, que se preocupa de los agujeros en la capa de ozono, los mendigos en la calle y la guerra contra Nicaragua. El único políticamente correcto de mi maldita escuela, a nadie le importa un carajo todo eso, mamá, la vida es una mierda, y si Karen no me llama hoy te juro que me subo en la motocicleta y me lanzo barranco abajo porque no puedo vivir sin ella.

Carmen Morales le interrumpió el discurso con una cachetada en la cara, que resonó como un portazo en la esotérica paz del restaurante vegetariano. Nunca lo había golpeado. Dai se llevó una mano a la mejilla, tan sorprendido que la letanía de lamentos se le secó en los labios.

—No vuelvas a hablar de matarte ¿me has entendido?

—¡Es una manera de decir, mamá!

—No quiero oírlo ni en broma. Vas a vivir tu vida entera, aunque te duela. Y ahora dime quién es esa desgraciada que se da el lujo de despreciar a mi hijo.

Se trataba de una compañera de clases que a su vez estaba enamorada, como todas las demás chicas de la escuela, del capitán del equipo de fútbol, con quien Dai ni en sueños podía competir. Al día siguiente Carmen acompañó a su hijo para verla a la salida, y se encontró ante una rubia deslavada con cara de bebé medio oculta tras un globo de goma de mascar. Suspiró aliviada, segura de que Dai se repondría del mal de amor y encontraría rápidamente alguien más interesante, pero aunque no fuera así, de cualquier forma nada se podía hacer; resultaba imposible ahorrarle experiencias o dolores como trató de hacerlo cuando era pequeño.

Después comprendió que su sensación de alivio tenía una causa más profunda que la insignificante personalidad de Karen y la certeza de que Dai no sufriría por ella eternamente. Comenzaba a intuir las ventajas de que su hijo volara solo.

Por primera vez en los trece años que habían estado juntos podía pensar en sí misma como un ser separado e individual, hasta entonces Dai era su prolongación y ella lo era de él, siameses pegados por el corazón, como decía Inmaculada. Esa tarde su madre la encontró sentada en la cocina ante una taza de té de mango, mirando las sombras oscuras de los árboles en la última luz del día.

—¿Te parece que me veo vieja, mamá?

—Más vieja que el año pasado, pero menos que el año próximo, con el favor de Dios —replicó Inmaculada.

—¿Sabes que podría ser abuela? La vida pasa volando.

—A tu edad pasa rápido, hija, una cree que vivirá para siempre. A la edad mía los días se hacen sal y agua, ni cuenta me doy de cómo gasto las horas.

—¿Crees que todavía alguien puede enamorarse de mi?

—Pregunta mejor si acaso puedes enamorarte tú. La felicidad que se vive deriva del amor que se da.

—No dudo de que yo puedo enamorarme.

—Me alegro, porque pronto me moriré y Dai se irá de tu lado, es lo normal. No debes quedarte sola. Me canso de decirte que te cases.

—¿Con quién, mamá?

—Con Gregory, ese muchacho es mejor que todos los novios que te he conocido lo cual no es mucho decir, por supuesto. ¡Hay que ver qué mal ojo tienes para los hombres!

—Gregory es mi hermano, casarnos sería pecado de incesto.

—Lástima. Entonces busca uno de tu edad, no entiendo por qué andas con tipos más jóvenes que tú.

—No es mala idea, vieja… —replicó Carmen con una sonrisa pícara que inquietó un poco a su madre.

Tres semanas más tarde anunció en su casa que partía a Roma a buscar marido. Por medio de un investigador privado ubicó a Leo Galupi en la vasta extensión del universo, tarea que resultó bastante fácil porque su nombre estaba en letras destacadas en la guía de teléfonos de Chicago. Al terminar la guerra regresó a su punto de partida tan pobre como se fue, había perdido el dinero ganado en sus extraños negocios, pero volvió rico en experiencia. Sus años de tráficos en Asia le refinaron el gusto, sabía mucho de arte y tenía buenos contactos, así dio forma a la empresa de sus sueños. Abrió una galería con objetos orientales y tanto fue su éxito que a la vuelta de diez años tenía una sucursal en Nueva York y otra en Roma, donde vivía buena parte del año.

El investigador informó a Carmen que Galupi permanecía soltero y le mostró una serie de fotografías tomadas con teleobjetivo donde aparecía vestido de blanco caminando por la calle, subiendo a un automóvil y sorbiendo helado en las gradas de la Plaza España, el mismo sitio donde ella se había sentado a menudo cuando iba a esa ciudad a visitar las tiendas «Tamar».

Al verlo su corazón dio un salto. En esos años se le habían olvidado sus rasgos, en verdad no había pensado demasiado en él, pero esas imágenes algo desenfocadas le provocaron una oleada de nostalgia; descubrió que su recuerdo permanecía a salvo en un compartimento secreto de la memoria.

Más vale que me ponga en acción, tengo mucho que hacer, decidió.

Fueron días nerviosos preparando un viaje muy diferente a los otros, en cierto sentido se trataba de una misión de vida o muerte, como le dijo a su madre cuando ésta la sorprendió con el contenido de sus armarios en el suelo, probándose vestidos en un huracán de impaciente coquetería. Una vez acomodados los asuntos de la fábrica y la casa, se hizo un examen médico, se tiñó las canas y compró ropa interior de seda. Se observó con despiadada atención en el espejo grande del baño, contó las arrugas y alcanzó a arrepentirse de no haber hecho jamás ejercicio y de los atracones de leche condensada con que burló la dieta a lo largo de los años. Se pellizcó brazos y piernas y comprobó que ya no eran firmes, trató de hundir la barriga, pero allí había un pliegue rebelde, examinó sus manos arruinadas por el trabajo con los metales y los senos que le habían pesado siempre como una carga ajena.

No tenía el mismo cuerpo de la época en que Leo Galupi la conoció, pero decidió que «el inventario» de sus encantos no estaba mal, al menos no hay huellas de varices ni estrías de embarazo, se dijo, sin recordar que no era la madre de Dai y nunca había parido. Con los detalles bajo control fue a almorzar con Gregory Reeves, con quien no quiso hablar antes de sus planes porque temió que la creyera demente. Tímidamente al comienzo y entusiasmada después le contó lo averiguado sobre Leo Galupi y le mostró las fotografías.

Se llevó una sorpresa: su amigo tomó con gran naturalidad el súbito impulso de emprender peregrinaje a Europa para proponer matrimonio a un hombre a quien no había visto por más de una década y con quien nunca había hablado de amor. Le pareció tan congruente con el carácter de Carmen que preguntó por qué no lo había hecho antes.

—Estaba muy ocupada cuidando a Dai, pero mi hijo ya está grande y me necesita menos.

—Puedes llevarte un chasco.

—Lo estudiaré con cuidado antes de firmar nada. Eso no me preocupa… pero tal vez yo no le guste, Greg, estoy harto más vieja.

—Mira las fotografías, mujer. Los años también han pasado para él —dijo Reeves, poniéndoselas por delante, y ella entonces se fijó por primera vez que Leo Galupi tenía menos pelo y más peso.

Se echó a reír contenta y decidió que en vez de escribirle o llamarlo para anunciar su visita, como había pensado, iría simplemente a verlo para desbaratar las engañifas de la imaginación y saber de inmediato si su extravagante proyecto tenía algún asidero.

Carmen Morales se presentó tres días más tarde en la galería de arte en Roma, donde llegó directo del aeropuerto, mientras sus maletas aguardaban en un taxi. Iba rezando para encontrarlo y por una vez sus oraciones dieron el resultado esperado. Cuando entró al local, Leo Galupi, vestido con pantalones y camisa de lino arrugado y sin calcetines, discutía los detalles del próximo catálogo con un joven de ropa tan desplanchada como la suya. Entre tapices de la India, marfiles chinos, maderas talladas de Nepal, porcelanas y bronces del Japón, y un sin fin de objetos exóticos, Carmen parecía parte de la exhibición, con su torbellino de ropas gitanas y el tenue destello de sus joyas de plata envejecida.

Al verla, a él se le cayó el catálogo de las manos y se quedó contemplándola como a una aparición muchas veces soñada. Ella pensó que, tal como temía, ese novio improbable no la había reconocido.

—Soy Tamar… ¿te acuerdas de mí? —y avanzó vacilante.

—¡Cómo no me voy a acordar! —y tomó su mano y la sacudió por varios segundos, hasta que se dio cuenta del absurdo de ese recibimiento y la estrechó en sus brazos.

—Vine a preguntarte si te quieres casar conmigo —le zampó Carmen tartamudeando medio ahogada, porque no era así como lo había planeado, y mientras lo decía se estaba maldiciendo por echarlo todo a perder en la primera frase.

—No sé —fue lo único que se le ocurrió responder a Galupi cuando pudo sacar la voz, y quedaron mirándose maravillados, mientras el joven del catálogo desaparecía sin hacer ruido.

—¿Estás enamorado de alguien? —balbuceó ella, sintiéndose cada vez más idiota, pero incapaz de recordar la estrategia programada hasta en los menores detalles.

—En este momento me parece que no.

—¿Eres homosexual?

—No.

—¿Quieres tomar un café? Estoy un poco cansada, el viaje es largo…

Leo Galupi la condujo a la calle, donde el sol radiante del verano, el bullicio de la gente y el tráfico devolvió a los dos el sentido del presente. Dentro de la galería retrocedían al tiempo de Saigón, estaban de vuelta en la habitación de emperatriz china que él había preparado para ella y donde tantas veces la espiara de noche por las ranuras del biombo para verla dormida. Cuando entonces se despidieron, Galupi sintió la mordedura de la soledad por primera vez en su existencia de trotamundo, pero no quiso admitirla y se la curó con terca indiferencia, sumergiéndose en la prisa de sus negocios y de sus viajes. Con el tiempo desapareció la tentación de escribirle y después se acostumbró al sentimiento dulce y triste que ella le provocaba.

Su recuerdo le servía de protección contra el acicate de otros amores, una especie de seguro contra los enredos románticos. Muy joven había decidido no atarse a nada ni a nadie, no era hombre de familia ni de largos compromisos, se consideraba un solitario, incapaz de soportar el tedio de las rutinas o las exigencias de la vida en pareja.

En varias ocasiones escapó de una relación demasiado intensa explicando a la novia despechada que no podía amarla porque en su destino sólo cabía amor por una mujer llamada Tamar.

Esa coartada, muchas veces repetida, acabó por convertirse en una especie de certeza trágica para él. No examinó en profundidad sus sentimientos porque le gustaba su libertad y Tamar era sólo un fantasma útil al cual recurría si necesitaba deshacerse de un compromiso incómodo. Y entonces, justamente cuando ya se sentía a salvo de sobresaltos del corazón, aparecía ella a cobrar las mentiras que por años había dicho a otras mujeres. Le costaba creer que hubiera entrado a su tienda media hora antes a pedirle de sopetón que se casaran. Ahora la tenía a su lado y no se atrevía a mirarla, mientras sentía los ojos de ella examinándolo sin disimulo.

—Discúlpame, Leo, no pretendo acorralarte, no es así como lo había planeado.

—¿Cómo lo habías planeado?

—Pensaba seducirte, me compré una camisa de dormir de encaje negro.

—No será necesario que te tomes tanto trabajo —rió Galupi—. Te llevaré a mi casa para que te des un baño y duermas un rato, debes estar molida. Después hablaremos.

—Perfecto, eso te da tiempo para pensar —suspiró Carmen sin intención de ironía.

Galupi vivía en una antigua villa dividida en varios apartamentos. El suyo tenía sólo una ventana a la calle, el resto miraba a un pequeño jardín vetusto donde canturreaba el agua de una fuente y crecían enredaderas en torno a estatuas mutiladas y cubiertas por la pátina verde del tiempo. Mucho más tarde, sentados en la terraza saboreando un vaso de vino blanco, mientras admiraban el jardín iluminado por una luna resplandeciente y aspiraban el perfume discreto de jazmines silvestres, se desnudaron el alma. Los dos habían tenido incontables amoríos y tropiezos, habían dado muchas vueltas y practicado casi todos los juegos de engaño que pierden a los enamorados. Fue refrescante hablar de sí mismos y de sus sentimientos sin segundas intenciones ni tácticas, con una honestidad brutal. Se contaron las vidas a grandes rasgos, se dijeron qué deseaban para el futuro y comprobaron que la antigua alquimia que los había atraído antes estaba todavía allí y bastaba un poco de buena voluntad para reanimarla.

—Hasta hace un par de semanas no se me había ocurrido casarme, Leo.

—¿Y por qué pensaste en mí?

—Porque no he podido olvidarte, me gustas y creo que hace un montón de años yo te gustaba un poco también. De todos los hombres que he conocido hay sólo dos a quienes quisiera tener a mi lado cuando estoy triste.

—¿Quién es el otro?

—Gregory Reeves, pero no está listo para el amor y no tengo tiempo para esperarlo.

—¿De qué clase de amor hablas?

—Amor total, nada de medias tintas. Busco un compañero que me quiera mucho, me sea fiel, no mienta, respete mi trabajo y me haga reír. Es mucho pedir, ya lo sé, pero yo ofrezco más o menos lo mismo y además estoy dispuesta a vivir donde tú quieras, siempre que aceptes a mi hijo y a mi madre y pueda viajar a menudo. Soy sana, me mantengo sola y jamás me deprimo.

—Esto parece un contrato.

—Lo es. ¿Tienes hijos?

—No que yo sepa, pero tengo una madre italiana. Eso será un problema, jamás aprueba a las mujeres que le presento.

—No sé cocinar y soy bastante simple en la cama, pero en mi casa dicen que es agradable vivir conmigo, principalmente porque me ven poco, paso muchas horas encerrada en mi taller. No molesto demasiado…

—En cambio yo no soy nada fácil.

—¿Podrás hacer un esfuerzo al menos?

Se besaron por primera vez, al principio tentativamente, luego con curiosidad y pronto con la pasión acumulada en muchos años de distraer con encuentros banales la necesidad de un amor. Leo Galupi condujo a esa novia imponderable a su dormitorio, una habitación alta, adornada con ninfas pintadas en el yeso del techo, una cama grande y cojines de tapicería antigua. A ella le daba vueltas la cabeza, un poco aturdida, y no supo si estaba mareada por el largo viaje o por las copas de vino, pero no intentó averiguarlo, se abandonó a esa languidez, sin ánimo para impresionar a Leo Galupi con su camisa de encaje negro ni con destrezas aprendidas con amantes anteriores. La atrajo su olor a hombre sano, un olor limpio, sin rastro de fragancias artificiales, un poco seco, como el del pan o la madera, y hundió la nariz en el ángulo de su cuello y su hombro, aspirándolo como un perro perdiguero tras un rastro. Los aromas persistían en su memoria más que cualquier otro recuerdo y en ese momento le volvió la imagen de una noche en Saigón, cuando estaban tan cerca que registró la huella de su olor sin saber que permanecería con ella todos esos años.

Comenzó a desabrocharle la camisa, pero se le trancaban los botones en los ojales demasiado estrechos y le pidió, impaciente, que se la quitara. Una música de cuerdas le llegaba de muy lejos, trayendo la milenaria sensualidad de la India a esa habitación romana, bañada por la luna y la vaga fragancia de los jazmines del jardín. Por años había hecho el amor con muchachos vigorosos y ahora tanteaba una espalda algo encorvada y pasaba los dedos por una frente amplia y cabellos finos. Sintió una ternura complaciente por ese hombre ya maduro y por un momento intentó imaginar cuántos caminos y mujeres habría recorrido, pero de inmediato sucumbió al gusto de abrazarlo sin pensar en nada. Sintió sus manos despojándola de la blusa, la amplia falda, las sandalias, y deteniéndose vacilantes en sus pulseras. Nunca se despojaba de ellas, eran su última coraza, pero consideró que había llegado el momento de desnudarse por completo y se sentó en la cama para quitárselas una a una.

Cayeron sobre la alfombra sin ruido. Leo Galupi la recorrió con besos exploratorios y manos sabias, lamió los pezones todavía firmes, el caracol de sus orejas y el interior de los muslos donde la piel palpitaba al contacto, mientras a ella el aire se le iba tornando más denso y jadeaba en el esfuerzo por respirar; una caliente urgencia se apoderaba de su vientre y ondulaba sus caderas y se le escapaba en gemidos, hasta que no pudo esperar más, lo volteó y se le subió encima como una entusiasta amazona para clavarse en él, inmovilizándolo entre sus piernas en el desorden de los almohadones.

La impaciencia o la fatiga la hacían torpe, culebreaba buscándolo pero resbalaba en la humedad del placer y del sudor del verano y por último le dio risa y se desplomó aplastándolo con el regalo de sus pechos, envolviéndolo en el trastorno de su pelo revuelto y dándole instrucciones en español que él no comprendía. Quedaron así abrazados, riéndose, besándose y murmurando tonterías en un rumor de idiomas mezclados, hasta que el deseo pudo más y en una de esas vueltas de cachorros Leo Galupi se abrió paso sin prisa, firmemente, deteniéndose en cada estación del camino para esperarla y conducirla hacia los últimos jardines, donde la dejó explorar a solas hasta que ella sintió que se iba por un abismo de sombras y una explosión feliz le sacudía todo el cuerpo. Después fue el turno de él, mientras ella lo acariciaba agradecida de ese orgasmo absoluto y sin esfuerzo.

Finalmente se durmieron ovillados en un enredo de piernas y brazos. En los días siguientes descubrieron que se divertían juntos, ambos dormían para el mismo lado, ninguno fumaba, les gustaban los mismos libros, películas y comidas, votaban por el mismo partido, se aburrían con los deportes y viajaban regularmente a lugares exóticos.

—No sé si sirvo para marido, Tamar —se disculpó Leo Galupi una tarde en una trattoria de la Via Veneto—. Necesito moverme con libertad, soy un vagabundo.

—Eso es lo que me gusta de ti, yo también lo soy. Pero estamos en una edad en la cual no nos vendría mal algo de tranquilidad.

—La idea me espanta.

—El amor se toma su tiempo… No tienes que contestarme de inmediato, podemos esperar hasta mañana —se rió ella.

—No es nada personal, si alguna vez decido casarme, sólo lo haré contigo, te prometo.

—Eso ya es algo.

—¿Por qué no somos amantes mejor?

—No es lo mismo. Ya no tengo edad para experimentos. Quiero un compromiso a largo plazo, dormir por las noches abrazada a un compañero permanente. ¿Crees que habría cruzado medio mundo para proponerte que fuéramos amantes? Será agradable envejecer de la mano, ya verás —replicó Carmen, rotunda.

—¡Qué horror! —exclamó Galupi, francamente pálido.

La oportunidad de sentarme una vez por semana en la quietud del consultorio de Ming O’Brien para hablar de mí y meditar sobre mis acciones era una experiencia que desconocía. Al comienzo me costó un poco relajarme, pero ella se ganó mi confianza y poco a poco fue abriendo los compartimentos sellados de mi pasado. Por primera vez hablé de aquel día en el cuarto de las escobas, cuando Martínez me violó, y a partir de esa confesión pude explorar los ámbitos más secretos de mi vida. El segundo año fue el peor, de cada sesión salía congestionado de llanto, Ming no mintió cuando me dijo que es un proceso doloroso, varias veces estuve a punto de darme por vencido.

Por suerte no lo hice. Al pasar revista a mi destino durante esos cinco años, comprendí el guión de mi vida y di los pasos necesarios para cambiarlo, con el tiempo aprendí a vigilar mis impulsos y a detenerme en seco cuando estaba a punto de repetir los viejos errores.

Mi vida familiar seguía siendo una pesadilla y no había mucho que pudiera hacer por mejorarla, Margaret estaba fuera de mi alcance, pero me concentré en darle cierta estructura a David.

Hasta entonces había usado el sistema de la máquina tragaperras, como lo llamó Ming; mi hijo siempre se salía con la suya, sólo era cuestión de darle y darle a la palanca de la máquina, seguro de que en algún momento recibiría el premio. Me pedía algo, yo me negaba y él comenzaba a majadear sin descanso hasta romperme los nervios, me ganaba por cansancio y yo cedía.

Ponerle límites no fue fácil porque yo mismo no los tuve de chico, me crié suelto en la calle y pensé que la gente se forma sola, que la experiencia enseña. Pero en mí caso recibí disciplina y valores cuando mí padre estaba vivo, dicen que los primeros cinco o seis años son muy importantes en la formación, además debí arreglármelas solo, siempre tuve que trabajar. Mis hijos, en cambio, crecieron como salvajes, sin cuidados y sin verdadero amor, pero nunca les faltó nada en el orden material. Traté de compensar con dinero la dedicación que no supe darles. Mala idea.

Una de las decisiones más importantes fue aligerar algunas de las cargas que llevaba a cuestas y reorganizar mi oficina. Era imposible modificar la naturaleza de mis empleados, pero podía reemplazarlos, no era mi papel curarlos de sus vicios, pagar por sus faltas o resolver sus problemas. ¿Por qué me rodeaba invariablemente de alcohólicos? ¿Por qué se me pegaba la gente neurótica o débil?

Tuve que revisar ese aspecto de mi personalidad y mantenerme a la defensiva; la oficina costaba más de lo que producía, yo solo ganaba la mayor parte de los ingresos, sin embargo siempre andaba con la billetera vacía y me habían cancelado casi todas las tarjetas de crédito. Mi buen amigo Mike Tong llevaba años de sofoco tratando de cuadrar los números y Tina me advirtió hasta la saciedad que los otros abogados no sólo descuidaban a los clientes, sino que a veces resolvían casos privadamente, sin dejar registro en mi contabilidad, también me cargaban sus gastos personales, teléfonos, cuentas de restaurantes, viajes y hasta regalos para sus amantes.

No le hice caso, andaba demasiado ocupado chapaleando en mi propio caos. Pensaba que nada podía hundirme, que siempre encontraría la forma de resolver los problemas, había vencido otros obstáculos y no sería derrotado por cuentas impagadas y mezquinas raterías, pero finalmente la carga se hizo insoportable. Durante un buen tiempo me debatí en dudas y culpas, hasta que Mike Tong con la precisión de su ábaco y Ming O’Brien con su perseverancia, me ayudaron a despedir uno a uno a los zánganos y cerrar las sucursales en otras ciudades. Conservé a Tina, Mike y una abogada joven, inteligente y leal, también alquilé parte del piso a un par de profesionales para aliviar el presupuesto y así reduje los gastos al mínimo.

Comprobé entonces que el trabajo en pequeña escala me resultaba más rentable y más divertido; tenía todos los hilos en la mano y podía dedicarme a los desafíos de mi profesión en vez de dilapidar energía arreglando una seguidilla abrumadora de entuertos insignificantes. Además tenía mayor contacto con mis clientes, lo que más me gusta de mi trabajo.

En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo, además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.

Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.

—Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas —me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.

Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza.

Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.

—Quiero ver a mi mamá —me dijo un día.

—Se fue lejos y no regresará por el momento. Te echa de menos, pero por su trabajo vive en otra ciudad. Ahora es una modelo muy famosa.

—¿Dónde se fue?

—No sé, pero seguro te escribirá pronto.

—No me quiere, por eso se fue.

—Te quiere mucho, pero la vida es muy complicada, David. No la verás por un tiempo, es todo.

—Yo creo que mi mamá se murió y tú me estás engañando.

—Te doy mi palabra de honor que es la verdad. ¿No viste su foto en la revista?

—Júramelo.

—Te lo juro.

—Júrame también que nunca te volverás a casar.

—No puedo hacer eso, hijo. Ya te dije que la vida es muy complicada.

En los días siguientes estuvo retraído y silencioso, se instalaba por horas en la ventana a mirar el mar, algo inusitado en él, siempre en un torbellino de actividad y de ruido, pero pronto se distrajo con el alborozo de preparar las vacaciones. Le prometí que iríamos a acampar a las montañas, llevaríamos a Oliver y compraría una escopeta para cazar patos. Shanon siguió siendo para su hijo lo que siempre había sido, un dulce espejismo.

La acusación por mal ejercicio de la profesión me cayó encima a finales de ese mismo año y me pareció tan descabellada que no me inquietó en lo más mínimo. Se trataba de uno de mis antiguos clientes, alguien a quien mi firma representó hace varios años. Era alcohólico. Todo comenzó cuando viajaba en un bus interestatal hacia Oregón, había tomado demasiados tragos y a mitad de camino estaba delirando por monstruos que lo perseguían. En la ofuscación sacó un cuchillo y atacó a otros pasajeros, hirió a dos y al tercero no lo mató de milagro, la hoja le cercenó el cuello a milímetros de la yugular. Con ayuda de unos cuantos valientes, el chofer desarmó al atacante, lo obligó a bajar del vehículo y luego voló al hospital más próximo, donde desembarcó a las víctimas encharcadas en sangre. La policía no pudo atrapar al acusado, que se había escondido, pero cuatro días más tarde un camión lo recogió en la carretera. Era invierno, se le habían congelado los pies y hubo que amputárselos. Al salir de la prisión, donde cumplió condena, buscó quién lo representara en una demanda contra la compañía de autobuses por haberlo abandonado en terreno descampado. Mi firma lo tomó; en ese período recibíamos a cualquiera que golpeara las puertas. Tres pasajeros acuchillados son una buena razón para bajar a ese desalmado de mi autobús; mala suerte que se helara cuando se escondió de la policía, bien merecido tiene lo que le pasó, dijo el chofer en su declaración. A pesar de esos antecedentes, pudimos arreglar el caso por una suma respetable, porque al demandado le salía más conveniente pagar una indemnización que ir a juicio. Una vez que el hombre gastó el dinero se dirigió a otro abogado, quien olió en el aire la posibilidad de sacar su tajada acusándome de mala práctica. Yo no tenía seguro y si perdía estaba frito, pero no imaginé jamás que eso sucedería, ningún jurado del mundo daría nada al criminal. Mike Tong no estaba de acuerdo, dijo que si el juicio fuera contra el chofer del bus el jurado sería implacable, cualquiera que se ponga en el papel de los pasajeros y las víctimas votaría contra el acusado, pero ahora se trataba de mí.

—A un lado verían un pobre inválido con muletas y al otro un abogado, con corbata de seda. Tendremos al jurado en contra, Sr. Reeves, la gente detesta a los abogados. Además hay que contratar un defensor ¿de dónde sacaremos para eso? —suspiró mi contador, y por una vez dejó de lado el protocolo con el cual siempre me trataba, me cogió de un brazo, me metió en su cuchitril y me confrontó con la incuestionable realidad de sus libros.

Mike estaba en lo cierto. Tres meses después el jurado decidió que el chofer no debió expulsar al hombre del vehículo y que mi firma había desatendido al cliente transando con la compañía de autobuses en vez de ir a juicio.

Ese veredicto, que produjo cierto estupor en el mundillo de la ley, fue mi condena definitiva. Por años había hecho equilibrio al borde de un acantilado, pero ahora rodaba al abismo. A menos que encuentre el tesoro de Francis Drake enterrado en mi patio no tengo la menor esperanza de pagar esa suma, me burlé incrédulo cuando lo supe, pero muy pronto la gravedad de lo ocurrido no dejó espacio para bromas; en cuestión de horas debía tomar medidas drásticas. Llamé a Tina y a Mike, les agradecí su larga fidelidad y les expliqué que debía declararme en quiebra y cerrar la oficina, pero les prometí que si en el futuro lograba comenzar de nuevo, siempre habría trabajo para ellos. Tina se echó a llorar inconsolable, pero Mike no dejó traslucir la menor emoción en su impasible rostro asiático. Puede contar con nosotros, fue todo lo que dijo y se encerró en su madriguera a ordenar los libros.

Durante las eternas semanas del juicio, estuve junto a mi defensor peleando con ferocidad cada detalle; fue un tiempo de mucha tensión, pero cuando todo terminó acepté el veredicto con una sangre fría de la cual no me sabía capaz. Tuve la sensación de haber pasado antes por situaciones similares, de nuevo me encontraba atrapado en un callejón, como algunas veces lo estuve en el barrio latino. Recordé las carreras desesperadas perseguido por la pandilla de Martínez con la certeza de que si me alcanzaban me matarían, sin embargo todavía estaba vivo. También salí ileso de incontables escaramuzas en Vietnam donde otros dejaron la piel, y sobreviví esa noche en la montaña cuando los dados estaban cargados en mi contra.

Las pateaduras de la escuela y las duras lecciones de la guerra me enseñaron a defenderme y resistir; sabía que no debía ofuscarme ni perder el sentido de las proporciones, comparado con las batallas del pasado lo ocurrido era apenas un tropiezo, mi vida continuaba. Se me pasó por la mente cambiar de rumbo, el oficio de abogado tiene demasiados aspectos oscuros, cuestioné la validez de estar siempre con la espada en la mano, consumiéndome en una agresividad sin sentido. Todavía me hago esta pregunta de vez en cuando, pero no tengo respuesta, supongo que me resulta difícil imaginar una existencia sin lucha.

El domingo ya estaba resignado a cerrar la firma. Entre otras posibilidades contemplé la de partir a algún país latinoamericano, tengo lazos muy fuertes con esa parte del mundo y me gusta hablar español; pensé irme a un pueblo pequeño donde la existencia fuera más simple, donde pudiera hacer algo por la gente y formar parte de la comunidad, como hice en la aldea del Vietnam, pero después me pareció una especie de huida. Carmen y Ming tienen razón, por mucho que uno corra siempre está en su misma piel. También se me ocurrió instalarme en el campo. La semana de vacaciones que pasamos acampando con David, dedicados a cazar patos y pescar, sin más compañía que el perro, fue muy importante para mí y me reveló un aspecto desconocido de mi carácter. En la soledad del paisaje recuperé el silencio de la niñez, ese silencio del alma en la paz de la naturaleza, que perdí cuando se enfermó mi padre y tuvimos que instalarnos en la ciudad. El resto de mí vida estuvo marcado por el ruido, demasiado ruido, y tanto me había acostumbrado a un repique incesante en el cerebro que llegué a olvidar el bienestar del silencio verdadero.

La experiencia de dormir sobre la tierra, sin más luz que las estrellas, me devolvió a la única época realmente dichosa, los viajes con mi familia en el camión. Regresó esa primera imagen de felicidad, yo mismo a los cuatro años orinando sobre una colina bajo la bóveda anaranjada de un cielo soberbio al atardecer. Para medir la vastedad sin fin del espacio reconquistado grité mi nombre junto al lago y el eco de las montañas me lo devolvió purificado. Esos días al aire libre también hicieron un bien enorme a David, su organismo acelerado pareció entrar en una marcha más normal, no tuvimos una sola discusión, regresó a la escuela de buen talante y después pasó más de dos meses sin pataletas.

Estaríamos mucho mejor si abandonáramos este medio, donde las presiones suelen ser insoportables, pero la verdad es que no me veo todavía convertido en agricultor o guardia forestal; para qué me engaño… tal vez más adelante… o nunca. Me gusta la gente, necesito sentirme útil a los demás, no creo que duraría mucho recluido como un ermitaño.

¿Sabes que en ese lugar salvaje supe de ti? Carmen me había regalado tu segunda novela y la leí durante esas vacaciones, sin imaginar que llegaría a conocerte y que te haría esta larga confesión. ¿Cómo podía sospechar entonces que iríamos juntos al barrio latino donde me crié? En más de cuatro décadas no se me había pasado por la mente regresar, si tú no insistes, nunca hubiera visto de nuevo la cabaña, en ruinas pero aún en pie; o el sauce, todavía vigoroso, a pesar del abandono y del basural que ha crecido a su alrededor. Si no me llevas, no habría recuperado el destartalado letrero del Plan Infinito, que me esperaba con la pintura descascarada y la madera medio podrida, pero con su elocuencia intacta. Mira cuánto he andado para llegar hasta aquí y comprobar que no hay un plan infinito, sólo la pelotera de la vida, te dije.

Tal vez cada uno lleva su plan dentro, pero es un mapa borroso y cuesta descifrarlo, por eso damos tantas vueltas y a veces nos perdemos, replicaste.

Di por perdidos el automóvil y la casa, únicos bienes terrenales a mi haber, el resto eran deudas, que ya vería cómo afrontar. En última instancia eso sería problema de los auditores y abogados, que el lunes se lanzarían como pirañas sobre mis despojos. La idea me daba rabia, pero no me asustaba. Me he ganado el pan desde los siete años en toda suerte de oficios, estoy convencido de que nunca me faltará cómo hacerlo. Me preocupaban mis empleados, eso sí. Ellos son mi verdadera familia, pero supuse que Mike y Tina encontrarían otro trabajo sin dificultad y seguramente Carmen se llevaría a Daisy, porque doña Inmaculada ya no está en edad de correr sola con la casa.

Al anochecer caí de visita donde Timothy y Ming a contarles lo que había pasado. Seis meses antes había terminado mi terapia y ahora Ming y yo éramos excelentes amigos, no sólo por la larga relación cultivada en su consultorio, sino porque vivía con Tim, quien se había convertido en otra persona desde que ella entró en su destino a poner orden con recursos de sabiduría. Ming resultó un bálsamo admirable para mi atormentado amigo. En esos cinco años de penosa exploración, di la vuelta completa al perímetro de lo vivido hasta entonces y cuando llegué al final y toqué de nuevo el punto de partida, ella dio por concluida su ayuda. Dijo que desde ese momento comenzaba la parte más importante de mi curación y debía hacerla solo, que yo era como un inválido a quien le han enseñado a caminar y que sólo la práctica laboriosa de cada paso puede dar equilibrio y firmeza. Con mucha paciencia de su parte y esfuerzo de parte mía, logramos despejar la confusión volcánica en que transcurrió la primera mitad de mi destino. De su mano entré al cuarto de las máquinas desquiciadas y los artefactos inacabados, del cual tanto hablaba mi padre, y ordené poco a poco, eliminé basura, pegué trozos, compuse desperfectos y terminé lo inconcluso.

Aún quedaba mucho por limpiar, pero podía hacerlo solo. Sabía que mi viaje por este mundo sería siempre un tapiz surrealista lleno de hilos sueltos, pero al menos logré ver el dibujo.

—Esta vez me jodieron en serio. Se me acabó el crédito en los bancos y no puedo pagar mis deudas. No me queda más remedio que declararme en quiebra —comenté a mis amigos.

—Los aspectos esenciales están a salvo de esta crisis, Greg, sólo hay pérdidas materiales, lo demás está intacto —replicó Ming y tenía razón, como siempre.

—Supongo que deberé empezar de nuevo —mascullé con una extraña sensación de euforia.

La vida es una suma de ironías. Cuando vi desintegrarse a mi familia y eliminé una buena parte de mis relaciones, dejó de molestarme la soledad. Después, al desmoronarse el castillo de naipes de mi oficina y quedar arruinado, experimenté por primera vez verdadera seguridad. Y justo ahora, cuando dejé de buscar una compañera, apareciste tú y me obligaste a plantar los rosales en tierra firme. Me di cuenta de que en el fondo el dinero nunca me interesó tanto como quise creer; los codiciosos propósitos hechos en el hospital de Hawai estaban equivocados y muy dentro de mí siempre lo sospeché. Los triunfos aparentes no me engañaron, la verdad es que siempre me perseguía una vaga sensación de fracaso.

Sin embargo, tardé una eternidad en aceptar que mientras más acumulaba más vulnerable era, porque vivo en un medio donde se machaca el mensaje contrario. Se requiere una tremenda lucidez, como la de Carmen, para no caer en esa trampa. Yo no la tenía, fue necesario hundirme hasta tocar fondo para adquirirla. En el momento del derrumbe, cuando no me quedaba nada, descubrí que no me sentía abatido, sino libre. Comprendí que lo más importante no había sido sobrevivir o tener éxito, como imaginaba antes, sino la búsqueda de mi alma rezagada en los arenales de la infancia. Al encontrarla supe que ese poder, por el cual tan desesperados esfuerzos malgasté, siempre estuvo en mí. Me reconcilié conmigo mismo, me acepté con un poco de benevolencia y entonces tuve mi primer atisbo de paz. Creo que ése fue el instante preciso en que tomé conciencia de quién soy en realidad Y me sentí por fin en control de mi destino.

El lunes llegué a la oficina dispuesto a ocuparme de los últimos detalles y encontré un ramo de rosas rojas sobre mi escritorio y las sonrisas cómplices de Tina Faibich y Mike Tong, que me aguardaban desde temprano.

—No tenemos el tesoro de Francis Drake, pero conseguí crédito —anunció mi contador, estrujándose la corbata, como siempre hace cuando está nervioso.

—¿Qué dices, hombre?

—Me tomé la libertad de llamar a su amiga Carmen Morales a Roma. Nos dará una buena suma. También tengo un tío banquero que está dispuesto a otorgarnos un préstamo. Con eso podemos negociar. Si nos declaramos en quiebra los otros no cobrarán nada, les conviene darnos facilidades y ser pacientes.

—No puedo ofrecer ninguna garantía.

—Entre chinos basta la palabra de honor. Carmen dijo que usted la ha financiado desde que tenían seis años, que no hace más que devolverle la mano.

—¿Más deudas, Mike?

—Ya estamos acostumbrados; ¿qué le hace otra raya al tigre?

—¡Quiere decir que seguimos en la pelea! —sonreí con la certeza de que esta vez sería en mis propios términos.

Lo demás ya lo conoces, porque lo hemos vivido juntos. La noche que nos conocimos me pediste que te contara mí vida. Es larga, te advertí. No importa, tengo mucho tiempo, dijiste, sin saber el lío en que te metías con este plan infinito.