Apenas mi familia se organizó en las nuevas rutinas y mi padre se sintió más fuerte, se iniciaron los arreglos de la cabaña. Con la ayuda de los Morales y sus amigos ya no se veía en ruinas, pero todavía faltaban algunas comodidades esenciales. Mi padre instaló un primitivo sistema de luz eléctrica, levantó una casucha para el excusado y entre él y yo limpiamos el terreno de piedras y malezas para que mi madre plantara la huerta de vegetales y flores que siempre había deseado. Construyó también una pequeña bodega en el borde mismo del barranco donde terminaba la propiedad, para guardar sus herramientas y el equipo de viaje, no perdía la ilusión de volver algún día a sus travesías en otro camión. Después me ordenó hacer un hoyo; afirmaba que de acuerdo a un filósofo griego antes de morir todo hombre debe procrear un hijo, escribir un libro, construir una casa y plantar un árbol y él ya había cumplido con los tres primeros requisitos. Cavé donde me indicó sin ningún entusiasmo, pues no deseaba contribuir a su muerte, pero no me atreví a negarme ni a dejar la labor a medias. «En una ocasión, cuando yo viajaba en el plano astral fui conducido a una habitación muy grande, como una fábrica, explicaba Charles Reeves a sus oyentes. Allí vi muchas máquinas interesantes, algunas no estaban terminadas y otras eran absurdas, los principios mecánicos estaban equivocados y nunca funcionarían bien. Le pregunté a un Logi a quién pertenecían. Éstas son tus obras incompletas, me explicó. Recordé que en mi juventud tuve la ambición de convertirme en inventor. Esas máquinas grotescas eran productos de aquel tiempo y desde entonces estaban almacenadas allí esperando que yo dispusiera de ellas. Los pensamientos toman forma, mientras más definida una idea, más concreta es la forma. No se deben dejar ideas ni proyectos inacabados, deben ser destruidos, porque si no se malgasta energía que estaría mejor empleada en otro asunto. Hay que pensar de manera constructiva, pero cuidadosa». Yo había escuchado este cuento a menudo, me fastidiaba esa obsesión por completar todo y por dar a cada objeto y a cada pensamiento un lugar preciso, porque a juzgar por lo que veía a mi alrededor, el mundo era un puro desorden.
Mi padre salió temprano y regresó con Pedro Morales en la camioneta cargando un sauce de buen tamaño. Entre los dos lo arrastraron a duras penas y lo plantaron en el hoyo. Durante varios días observé al árbol y a mi padre, esperando que en cualquier instante el primero se secara o el segundo cayera fulminado, pero como nada de eso ocurrió, supuse que los antiguos filósofos eran unos pelafustanes. El temor de quedar huérfano me venía a la mente con frecuencia. En sueños Charles Reeves se me aparecía como un crujiente esqueleto de ropajes oscuros con una gruesa serpiente enrollada a los pies, y despierto lo recordaba reducido a una piltrafa, tal como lo vi en el hospital. La idea de la muerte me aterrorizaba. Desde que nos instalamos en la ciudad me perseguía un presentimiento de peligro, las normas conocidas se me descalabraron, hasta las palabras perdieron sus significados habituales y tuve que aprender nuevos códigos, otros gestos, una lengua extraña de erres y jotas sonoras. Los caminos sin fin y los vastos paisajes fueron reemplazados por un hacinamiento de callejuelas ruidosas, sucias, malolientes, pero también fascinantes, donde las aventuras salían a cada paso. Imposible resistir la atracción de las calles; en ellas transcurría la existencia, eran escenario de peleas, amores y negocios. Me embelesaba con la música latina y la costumbre de contar historias. La gente hablaba de sus vidas en tono de leyenda. Creo que aprendí español sólo para no perder palabra de aquellos cuentos. Mi lugar preferido era la cocina de Inmaculada Morales entre las fragancias de las ollas y los afanes de la familia. No me cansaba de ese circo eterno, pero también sentía la secreta necesidad de recuperar el silencio de la naturaleza en la cual me criaron, buscaba árboles, caminaba horas para subir a una pequeña colina donde por unos minutos volvía a sentir el placer de existir en mi propia piel. El resto del tiempo mi cuerpo resultaba un estorbo; debía protegerlo de amenazas permanentes, me pesaban como lastres mi pelo claro, el color de mi piel y mis ojos, mi esqueleto de pájaro. Dice Inmaculada Morales que yo era un niño alegre, lleno de fuerza y energía, con un tremendo gusto por la vida, pero no me recuerdo así; en el ghetto experimenté la desazón de ser diferente, no me integraba, deseaba ser como los otros, diluirme en la multitud, volverme invisible y así moverme tranquilo por las calles o jugar en el patio de la escuela, libre de las pandillas de muchachos morenos que descargaban en mí las agresiones que ellos mismos recibían de los blancos apenas asomaban las narices fuera de su barrio.
Cuando mi padre salió del hospital reiniciamos en apariencia una vida normal, pero el equilibrio de la familia estaba roto. También pesaba en el ambiente la ausencia de Olga y echaba de menos su baúl de tesoros, sus utensilios de nigromante, sus vestidos escandalosos, su risa descarada, sus cuentos, su infatigable diligencia, la casa sin ella era como una mesa coja. Mis padres cubrieron el asunto de silencio y no me atreví a pedir explicaciones. Mi mamá se tornaba por momentos más silenciosa y apartada, mientras mi padre, quien siempre tuvo buen dominio sobre su carácter, se volvió rabioso, impredecible, violento. Es culpa de la operación, la química de su Cuerpo Físico está alterada, por eso su aura se ha oscurecido, pero pronto estará bien, lo justificaba mi mamá en la jerga del Plan Infinito, pero sin la menor convicción en su tono. Nunca me sentí cómodo con ella, ese ser descolorido y amable era muy diferente a las madres de otros niños. Las decisiones, los permisos y los castigos provenían siempre de mi padre; el consuelo y la risa de Olga, las confidencias eran con Judy. A mi madre sólo me unían libros y cuadernos escolares, música y la afición por observar las constelaciones del cielo. Jamás me tocaba, me acostumbré a su distancia física y a su temperamento reservado.
Un día perdí a Judy, entonces experimenté el pánico de la soledad absoluta que no logré superar hasta varias décadas más tarde cuando un amor inesperado revocó esa especie de maldición. Judy había sido una niña abierta y simpática, que me protegía, me mandaba, me llevaba prendido de sus faldas. Por las noches me deslizaba en su cama y ella me contaba cuentos o me inventaba sueños con instrucciones precisas sobre cómo soñarlos. Las formas de mi hermana dormida, su calor y el ritmo de su respiración acompañaron la primera parte de mi infancia; encogido a su lado olvidaba el miedo, junto a ella nada podía hacerme daño. Una noche de abril, cuando Judy iba a cumplir nueve años y yo tenía siete, esperé que todo estuviera en silencio y salí de mi saco de dormir para introducirme en el suyo, como siempre hacía, pero me encontré ante una resistencia feroz. Tapada hasta la barbilla y con las manos engarfiadas sujetando su saco, me zampó que no me quería, que nunca más me dejaría dormir con ella, que se acabaron los cuentos, los sueños inventados y todo lo demás y que yo estaba muy grande para esas tonterías.
—¿Qué te pasa, Judy? —le supliqué espantado, no tanto por sus palabras como por el rencor en su voz.
—¡Ándate al carajo y no vuelvas a tocarme en los días de tu vida! —y rompió a llorar con la cara vuelta a la pared.
Me senté a su lado en el suelo sin saber qué decir, mucho más triste por su llanto que por el rechazo. Un buen rato después me levanté en puntillas y abrí la puerta a Oliver; a partir de ese día dormí abrazado a mi perro. En los meses siguientes tuve la sensación de que existía un misterio en mi casa del cual yo estaba excluido; un secreto entre mi padre y mi hermana, o tal vez entre ellos y mi madre, o entre todos y Olga. Presentí que era mejor ignorar la verdad y no traté de averiguarla. El ambiente estaba tan cargado que procuraba ausentarme de la casa lo más posible, visitaba a Olga o a los Morales, daba largas caminatas por los campos cercanos, me alejaba varias millas y regresaba al anochecer; me escondía en la pequeña bodega, entre herramientas y bultos, y lloraba durante horas sin saber por qué. Nadie me hizo preguntas.
La imagen de mi padre comenzó a borrarse y fue reemplazada por la de un desconocido, un hombre injusto y rabioso, que mientras acariciaba a Judy a mí me golpeaba al menor pretexto y me empujaba de su lado, vete a jugar fuera, los muchachos deben hacerse fuertes en la calle, me gruñía. Ninguna semejanza había entre el pulcro y carismático predicador de antes y aquel anciano asqueroso que pasaba el día escuchando la radio en un sillón, a medio vestir y sin afeitarse. Para entonces ya no pintaba y tampoco podía dedicarse al Plan Infinito; la situación en la casa desmejoró a ojos vista y nuevamente Inmaculada Morales se hizo presente con sus picantes comistrajos, su sonrisa generosa y su buen ojo para captar las necesidades ajenas. Olga me daba dinero con instrucciones de ponerlo con disimulo en la cartera de mi madre. Esta inusitada forma de ingresos se mantuvo por muchos años, sin que mi madre hiciera jamás el menor comentario, como si no percibiera esa multiplicación misteriosa, de billetes.
Olga tenía el talento de marcar su entorno con su sello extravagante. Era un pájaro migratorio y aventurero, pero donde se detenía, aunque fuera por unas horas, lograba crear la ilusión de un nido permanente. Poseía pocos bienes, pero sabía distribuirlos a su alrededor de tal modo que si el espacio era pequeño se contenían en un baúl y si era más grande se esponjaban hasta llenarlo. Bajo una carpa en cualquier recodo del camino, en una choza o en la cárcel, donde fue a parar más tarde, ella era reina en su palacio. Cuando se separó de los Reeves consiguió una habitación alquilada a un precio módico, un cuchitril algo sórdido con la pátina melancólica del resto del barrio, pero logró realzarlo con colores propios, trasformándolo en poco tiempo en punto de referencia para quienes solicitaban una dirección: tres cuadras para adelante, doble a la derecha y donde vea una casa pintarrajeada le da a la izquierda, y ya está. La escalera de acceso y las dos ventanas fueron decoradas en su estilo, colgajos de conchas y cristales llamaban a los pasantes con su sonajera de campanas, luces multicolores evocaban una Navidad interrumpida y su nombre en letras cursivas coronaba aquella extraña pagoda. Los dueños de la propiedad se cansaron de exigir un poco de discreción y por último se resignaron a los chirimbolos en el edificio. A poco nadie en varias millas a la redonda ignoraba dónde vivía Olga. Puertas adentro la vivienda presentaba un aspecto igualmente estrafalario, con una cortina separó la habitación en dos partes, una para atender a su clientela y otra donde puso su cama y su ropa colgada de clavos en la pared. Aprovechando sus dotes artísticas y la caja de pinturas al óleo de los tiempos de su empresa con Charles Reeves, cubrió las paredes de signos del Zodiaco y palabras en alfabeto cirílico, que producían gran impresión en los visitantes. Compró un mobiliario de segunda mano y en un pase de imaginación lo convirtió en divanes orientales; en estanterías se alineaban estatuillas de santos y magos, potiches con sus pócimas, velas y amuletos; del techo colgaban atados de hierbas secas y resultaba difícil desplazarse entre las mesas enanas donde atesoraba pebeteros con incienso de dudosa calidad, comprado en las tiendas de los pakistanos. Esa fragancia dulzona luchaba eternamente con la de plantas y pócimas medicinales, esencias para el amor y cirios de ensalmo. Cubrió las lámparas de chales con flecos, tiró por el suelo una apolillada piel de cebra y cerca de la ventana reinaba orondo un gran Buda de yeso dorado. En aquella cueva se las ingeniaba para cocinar, vivir y ejercer su oficio, todo en un espacio mínimo que por arte de fantasía se acomodaba a sus necesidades y caprichos. Concluida la decoración de su casa echó a correr la voz de que hay mujeres capaces de desviar el curso de las desgracias y ver en la oscuridad del alma y ella era una de ésas. Luego se sentó a esperar, pero no por mucho porque la gente ya estaba enterada de la curación de la almacenera barbuda y pronto los clientes se apiñaban para contratar sus servicios.
Gregory visitaba a Olga a cada rato. Al término de las clases salía escapando, perseguido por la patota de Martínez, un muchacho algo mayor que todavía estaba en segundo grado, no había aprendido a leer y no le entraba el inglés en el cerebro, pero ya tenía el cuerpo y la actitud de un matón. Oliver aguardaba ladrando junto al quiosco de periódicos en un valiente afán de detener a los enemigos y dar ventaja a su amo, para después seguirlo como flecha a su destino final. Para despistar a Martínez el niño solía desviarse a casa de Olga.
Sus visitas a la adivina eran una fiesta. En cierta ocasión se deslizó bajo la cama sin que ella lo viera y desde su escondite presenció una de sus extraordinarias consultas. El dueño del bar «Los tres Amigos», mujeriego y vanidoso con bigotillo de actor de cine y un faja elástica para contenerse la barriga, se presentó turbado donde la hechicera en busca de alivio para un mal secreto. Ella lo recibió envuelta en una túnica de astróloga en el cuarto apenas iluminado por bombillos rojos y perfumado de incienso. El hombre se sentó ante la mesa redonda donde ella atendía a sus clientes, y contó con titubeantes preámbulos y rogando la mayor discreción, que sufría de un ardor constante en los genitales.
—A ver, muéstremelo —ordenó Olga y procedió a examinarlo largamente con una linterna de bolsillo y una lupa, mientras Gregory se mordía las manos para no estallar de risa bajo la cama.
—Me hice los remedios que me recetaron en el hospital, pero nada. Hace cuatro meses que me estoy muriendo, doña.
—Hay enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma —diagnosticó la maga volviendo a su trono a la cabecera de la mesa—. Ésta es una enfermedad del alma, por eso no se cura con medicinas normales. Por donde pecas, pagas.
—¿Ah?
—Usted le ha dado mal uso a su órgano. A veces las faltas se pagan con pestes y otras con picazón moral —explicó Olga, que estaba al tanto de todos los chismes del barrio, conocía la mala reputación del cliente y la semana anterior le había vendido polvos para la fidelidad a la desconsolada esposa del tabernero—. Puedo ayudarlo, pero le advierto que cada consulta le costará cinco dólares y que no va a ser muy agradable. Al ojo puedo calcular que necesitará cinco sesiones por lo menos.
—Si con eso me voy a mejorar…
—Tiene que pagarme quince dólares al empezar. Así nos aseguramos de que no se arrepienta por el camino; mire que una vez comenzado el ensalmo debe terminarse o si no se le seca el miembro y le queda como un ciruela pasa ¿me entiende?
—Cómo no, doñita, usted manda —accedió aterrorizado el galán.
—Quítese todo para abajo, puede dejarse la camisa —ordenó ella antes de desaparecer tras el biombo a preparar los elementos necesarios para la curación.
Colocó al hombre de pie al centro del cuarto, lo rodeó con un círculo de velas encendidas, le echó unos polvos blancos en la cabeza, al tiempo que recitaba una letanía en lengua desconocida, enseguida untó la zona afectada con algo que Gregory no pudo ver, pero sin duda era de gran efectividad, porque a los pocos segundos el infeliz daba saltos de mono y gritaba a todo pulmón.
—No se me salga del circulo —indicó Olga mientras esperaba calmadamente a que se le pasara la picazón.
—¡Ay qué chingadera, madrecita! Esto es peor que salsa de chile piquín… —gimió el paciente cuando recuperó la respiración.
—Si no duele no cura —determinó ella, conocedora de los beneficios del castigo para quitar la culpa, lavar la conciencia y aliviar las enfermedades nerviosas—. Ahora le voy a poner algo fresquecito —y lo pintó a brochazos con tintura azul de metileno, luego le ató una cinta rosada y le ordenó regresar a la semana siguiente sin quitarse la cinta por ningún motivo y echarse la tintura todas las mañanas.
—Pero cómo voy a… bueno, usted me entiende, con ese lazo ahí…
—Tendrá que portarse como un santo no más. Esto le pasó por andar de picaflor ¿por qué no se conforma con su esposa? Esa pobre mujer tiene ganado el cielo, usted no la merece —y con esa última recomendación de buena conducta lo despachó.
Gregory le apostó un dólar a Juan José y a Carmen Morales que el dueño del bar tenía el pirulo azul decorado con una cinta de cumpleaños. Los muchachos pasaron una mañana trepados al techo de «Los Tres Amigos» espiando el baño por un agujero hasta comprobar con sus propios ojos el fenómeno.
Poco después todo el barrio sabía el cuento y desde entonces el tabernero debió soportar el apodo de Pito-de-lirio, que había de acompañarlo hasta su tumba.
Como Olga no siempre le abría la puerta porque solía estar ocupada con algún cliente, Gregory se sentaba en la escalera a hacer un inventario de los nuevos adornos de la fachada, maravillado del talento de la mujer para renovarse cada día. En algunas ocasiones ella se asomaba, apenas cubierta por una bata, con el pelo revuelto como una maraña de algas rojas, y le daba galletas o una moneda; no puedo verte hoy, Greg, tengo trabajo, regresa mañana, le decía con un beso fugaz en la mejilla. El chico partía frustrado, pero comprendía que ella tenía deberes ineludibles. Los clientes eran de muchos tipos: desesperados en busca de mejorar su fortuna, mujeres preñadas dispuestas a utilizar cualquier recurso para derrotar a la naturaleza, enfermos desalentados por la medicina tradicional, amantes despechados y ansiosos de venganza, solitarios atormentados por el silencio y gente ordinaria que sólo quería un masaje, un fetiche, una lectura de la palma de las manos o té de flores orientales para el dolor de cabeza. Para cada uno Olga disponía de una dosis de magia e ilusión, sin detenerse a considerar la legitimidad de sus métodos, porque en ese barrio nadie entendía y ni daba importancia a las leyes de los gringos.
La adivina no tuvo hijos propios y adoptó en su corazón a los de Charles Reeves. No se ofendió con los desaires de Judy, porque sabía que apenas la niña la necesitara estaría de nuevo a su lado, y agradeció calladamente la fidelidad de Gregory, a quien premiaba con mimos y regalos. Por él se enteraba del destino de los Reeves. Muchas veces el chiquillo le preguntó por qué no visitaba la casa, pero sólo obtuvo respuestas vagas. En una de aquellas oportunidades en que la adivina no pudo recibirlo, creyó escuchar la voz de su padre a través de la puerta y el corazón casi le revienta en el pecho; se vio de pie al borde de un abismo sin fondo, a punto de destapar una caja de horrores. Disparó corriendo, sin deseos de averiguar lo que temía, pero la curiosidad pudo más y a medio camino volvió para esconderse en la calle a esperar que saliera el cliente de Olga. Cayó la noche sin que la puerta se abriera y por fin debió regresar a su casa. Al llegar encontró a Charles Reeves leyendo el periódico en su sillón de mimbre.
¿Cuánto vivió mi padre en realidad? ¿Cuándo empezó a morirse? En los meses finales ya no era él, su cuerpo había cambiado tanto que era difícil reconocerlo y su espíritu tampoco estaba allí. Un soplo maléfico animaba a ese viejo que seguía llamándose Charles Reeves, pero no era mi padre. Por eso yo no tengo malos recuerdos. Judy, en cambio, está llena de odio. Hemos hablado de esto y no coincidimos en los hechos ni en los personajes, como si cada uno fuera protagonista de un cuento diferente. Vivíamos juntos en la misma casa al mismo tiempo, sin embargo su memoria no registró lo mismo que la mía. Mi hermana no comprende por qué sigo aferrado a la imagen de un padre sabio y a una época dichosa acampando al aire libre bajo la cúpula profunda de un cielo lleno de estrellas o cazando patos agazapado entre unos juncos al amanecer. Jura que las cosas nunca fueron así; que siempre hubo violencia en nuestra familia, que Charles Reeves fue un charlatán de poca monta, un vendedor de mentiras, un degenerado que murió de puro vicioso y no nos dejó nada bueno. Me acusa de haber bloqueado el pasado; dice que prefiero ignorar sus vicios; debe ser verdad porque no sabía que fuera alcohólico y lleno de maldad, como ella sostiene. ¿No te acuerdas cómo te azotaba por cualquier tontería con un cinturón de cuero?, me repite Judy. Sí, pero no le guardo rencor por eso, en aquellos tiempos a todos los muchachos les pegaban, era parte de la educación. A Judy la trataba mejor, no se acostumbraba golpear tanto a las niñas, parece. Además yo era muy inquieto y testarudo; mi madre nunca pudo doblegarme, por eso intentó deshacerse de mí en más de una ocasión. Poco antes de morir, en uno de esos raros encuentros en que pudimos hablar sin herirnos, me aseguró que no lo hizo por falta de cariño; siempre me quiso mucho, dijo, pero no podía mantener a dos niños y naturalmente prefirió quedarse con mi hermana, que era más dócil, en cambio a mí no era capaz de controlarme. A veces sueño con el patio del orfelinato. Judy era mucho mejor que yo, de eso no hay duda, una chiquilla mansa y simpática, siempre estaba dispuesta a obedecer y tenía esa coquetería natural de las niñas bonitas. Así fue como hasta los trece o catorce años, después se transformó.
Lo primero fue el olor a almendras. Volvió solapadamente, casi imperceptible al principio, una ráfaga tenue que pasaba sin dejar rastros, tan leve que me resultaba imposible determinar si la había sentido en realidad o si era sólo el recuerdo de la visita al hospital, cuando operaron a mi padre, Después fue el ruido. El cambio más notable fue ese ruido. Antes. en los tiempos de los viajes en el camión, el silencio era parte de la vida, cada sonido tenía su espacio preciso. En la ruta sólo se escuchaba el motor del vehículo y a veces la voz de mi madre leyendo; al acampar percibíamos el crepitar de la leña en el fuego, el cucharón en la olla, las lecciones escolares, breves diálogos, la risa de mi hermana jugando con Olga, el ladrido de Oliver. En la noche el silencio era tan denso que el graznido de una lechuza o el aullar de un coyote parecían escandalosos. De acuerdo a mi padre, tal como cada cosa tiene su lugar, cada sonido tiene su momento. Se indignaba cuando alguien interrumpía en la conversación; en sus sermones se debía retener el aire, porque hasta una tos involuntaria provocaba su mirada de hielo. Al final, todo se desordenó en la mente de Charles Reeves. En sus peregrinaciones astrales debe haber encontrado no sólo aquel hangar lleno de artefactos malogrados y de inventos demenciales, sino también cuartos atiborrados de olores, sabores, gestos y palabras sin sentido, otros llenos a reventar de intenciones disparatadas y uno donde los ruidos del descalabro retumbaban como el repique de una monstruosa campana de hierro. No me refiero a los sonidos del barrio; el tráfico en la calle, los gritos de la gente, las máquinas de los obreros construyendo la gasolinera, sino a esa confusión que marcó sus últimos meses. La radio, que antes sólo se encendía para escuchar noticias de la guerra y música clásica, atronaba ahora día y noche con toda suerte de mensajes inútiles, juegos de pelota y canciones vulgares. Por encima de ese estrépito mi padre reclamaba a gritos por nimiedades, daba órdenes contradictorias, nos llamaba a cada rato, leía en alta voz sus propios sermones o pasajes de la Biblia, tosía, escupía sin cesar y se soplaba la nariz con un alboroto injustificado, martillaba clavos en las paredes y jugaba con sus herramientas como si estuviera arreglando algún desperfecto, pero en realidad esos frenéticos quehaceres no tenían un fin preciso. Hasta dormido era ruidoso. Ese hombre, antes tan pulcro en sus modales y en sus hábitos, se dormía de pronto en la mesa, con la boca llena de comida, sacudido por un ronquido profundo, jadeando y murmurando perdido en el laberinto de quién sabe qué desvaríos lujuriosos. Basta, Charles, lo despertaba mi madre azorada cuando lo sorprendía manoseándose el sexo en sueños; es la fiebre, niños; agregaba para tranquilizamos. Mi padre deliraba, no hay duda, la fiebre lo atacaba a mansalva en cualquier momento del día, pero durante la noche no tenía descanso, amanecía empapado de transpiración. Mi madre lavaba las sábanas cada mañana, no sólo por el sudor de la agonía, también por las manchas de sangre y pus de los forúnculos. En sus piernas crecían abscesos purulentos, que él trataba con árnica y compresas de agua calientes. Desde que comenzó su enfermedad mi madre no dormía en su cama, pasaba la noche recostada en un sillón cubierta con un chal.
Hacia el final, cuando mi padre ya no podía levantarse, Judy se negaba a entrar a su cuarto, no quería verlo, y ninguna amenaza o recompensa lograban acercarla al enfermo; entonces yo pude aproximarme poco a poco, primero a observarlo desde el umbral y después a sentarme en el borde de la cama. Estaba demacrado, la piel verdosa pegada a los huesos, los ojos hundidos en las órbitas, sólo el rumor asmático de su respiración indicaba que aún vivía. Tocaba su mano, él abría los párpados y su mirada no me reconocía. A ratos le bajaba la fiebre y parecía resucitar de una larga muerte, bebía un poco de té, pedía que encendieran la radio, se levantaba y daba unos pasos vacilantes. Una mañana salió medio desnudo al patio a ver el sauce y me mostró las ramas tiernas; está creciendo y vivirá para llorarme, dijo. Ese día, al regresar de la escuela, Judy y yo vimos desde lejos la ambulancia en el callejón de nuestra casa. Yo corrí, pero mi hermana se sentó en la acera, abrazada a su bolsón de libros. Ya se habían juntado algunos curiosos en el patio, Inmaculada Morales estaba en el porche ayudando a dos enfermeros a pasar una camilla a través del umbral demasiado estrecho. Entré a la casa y me aferré al vestido de mi madre, pero me rechazó descompuesta, como si tuviera náuseas, En ese momento sentí una bocanada intensa de olor a almendras y un anciano escuálido apareció de pie, en la puerta del cuarto; llevaba sólo una camiseta, iba descalzo, revuelto el poco cabello que aún le quedaba en la cabeza, los ojos llameantes por la locura de la fiebre, y un hilo de saliva escurriendo por las comisuras de la boca. Con la mano izquierda se apoyaba en la pared, con la derecha se masturbaba.
—¡Basta, Charles, deja eso! —le ordenó mi madre—. Basta, por favor basta —suplicó ocultando la cara entre las manos.
Inmaculada Morales abrazó a mí madre mientras los enfermeros cogían a mi padre, lo sacaban al porche y lo colocaban en la camilla cubierto con una sábana y atado con dos correas, Lanzaba maldiciones y terribles palabrotas, un lenguaje que hasta entonces yo nunca le había oído, Lo acompañé a la ambulancia, pero mi madre no me permitió ir con ellos; el vehículo se alejó aullando en una nube de polvo; Inmaculada Morales cerró la puerta de la casa, me cogió de la mano, llamó a Oliver con un silbido y echó a andar. Por el camino encontramos a Judy, que seguía inmóvil en el mismo sitio, sonriendo de una extraña manera.
—Vamos, niños, les compraré algodones de azúcar —dijo Inmaculada Morales, aguantando las lágrimas.
Ésa fue la última vez que vi a mi padre con vida; horas después murió en el hospital, derrotado por incontenibles hemorragias internas.
Esa noche dormimos con Judy en casa de los amigos mexicanos, Pedro Morales estuvo ausente, acompañaba a mi madre en los trámites de la muerte. Antes de sentarnos a cenar, Inmaculada nos llevó aparte a mi hermana y a mí y nos explicó lo mejor que pudo que ya no debíamos preocuparnos, el Cuerpo Físico de nuestro padre había dejado de sufrir y su Cuerpo Mental había volado al plano astral, donde seguramente se había reunido con los Logi y los Maestros Funcionarios, a los cuales pertenecía.
—Es decir, se fue al cielo con los ángeles —agregó suavemente, mucho más cómoda con los términos de su fe católica que con los del Plan Infinito.
Judy y yo nos quedamos con los niños Morales, que dormían de dos o tres por cama, todos en la misma habitación; Inmaculada permitió entrar a Oliver que estaba mal acostumbrado y si se quedaba afuera armaba un escándalo de gemidos. Yo empezaba a cabecear, agotado por emociones contradictorias, cuando oí en la oscuridad la voz de Carmen susurrando que le hiciera un hueco y sentí su cuerpo pequeño y tibio deslizarse a mi lado. Abre la boca y cierra los ojos, me dijo, y sentí que me ponía un dedo en los labios, un dedo untado con algo viscoso y dulce, que chupé como un caramelo. Era leche condensada. Me incorporé un poco y metí también el dedo en el tarro para darle a ella y así estuvimos lamiéndonos y chupándonos, hasta que se terminó el dulce. Después me dormí tranquilo, empalagado de azúcar, con la cara y las manos pegajosas, abrazado a ella, con Oliver a los pies, acompañado por la respiración y el calor de los otros niños y el ronquido de la abuela chiflada atada con una larga cuerda a la cintura de Inmaculada Morales, en el cuarto contiguo.
La muerte del padre desquició a la familia; en poco tiempo se perdió el rumbo y cada uno debió navegar solo. Para Nora la viudez fue una traición, se consideró abandonada en un medio bárbaro, con dos hijos y sin recursos, pero al mismo tiempo sintió un inconfesable alivio, porque en los últimos tiempos su compañero no era el mismo hombre que había amado y la convivencia con él se había convertido en un martirio. Sin embargo, poco después del funeral comenzó a olvidar su decrepitud final y a acariciar recuerdos anteriores, imaginaba que estaban unidos por un hilo invisible, como aquel del cual colgaba la naranja del Plan Infinito; esa imagen le devolvió la seguridad de antaño, cuando su marido reinaba sobre el destino de la familia con su firmeza de Maestro. Nora se rindió a la languidez de su temperamento, se acentuó el letargo iniciado por el horror de la guerra, un deterioro de la voluntad que creció solapadamente y se manifestó en toda su magnitud al enviudar. Nunca hablaba del difunto en pasado, aludía a su ausencia en términos vagos, como si hubiera partido a un prolongado viaje astral, y más tarde, cuando comenzó a comunicarse con él en sueños, se refería al asunto con el tono de quien comenta una conversación telefónica. Sus hijos, avergonzados, no querían oír hablar de esos delirios, temiendo que la condujeran a la locura. Se quedó sola. Era extranjera en ese medio, apenas mascullaba un poco de español y se veía muy diferente a las demás mujeres. La amistad con Olga había terminado, con sus hijos se relacionaba apenas, no intimó con Inmaculada Morales o con alguna otra persona del barrio, era amable, pero la gente la evitaba porque parecía extraña; nadie quería oír sus desvaríos de óperas o del Plan Infinito. La costumbre de la dependencia estaba tan arraigada en ella que al perder a Charles Reeves quedó como aturdida. Realizó algunos intentos de ganarse el sustento con dactilografía y costura, pero nada le resultó. Tampoco pudo traducir del hebreo o del ruso, como pretendió, porque nadie necesitaba esos servicios en el barrio y la perspectiva de aventurarse al centro de la ciudad para buscar trabajo la aterrorizaba. No se inquietó demasiado por mantener a sus hijos porque no los consideraba completamente suyos; tenía la teoría de que las criaturas pertenecen a la especie en general y a nadie en particular. Se sentó en el porche de su casa a mirar el sauce, inmóvil durante horas, con una expresión ausente y apacible en su hermoso rostro eslavo, que ya comenzaba a decolorarse. En los años siguientes desaparecieron sus pecas, se desdibujaron sus facciones y toda ella pareció borrarse de a poco. En la vejez llegó a ser tan tenue que costaba recordarla y como a nadie se le ocurrió tomarle fotografías, después de su muerte Gregory llegó a temer que tal vez su madre no había existido nunca. Pedro Morales trató de convencer a Nora de que se ocupara en algo, recortó avisos de diversos empleos y la acompañó en las primeras entrevistas, hasta que se convenció de su incapacidad para enfrentar los problemas reales. Tres meses más tarde, cuando la situación se tornó insostenible, la llevó a las oficinas de la Beneficencia Social para conseguirle ayuda como indigente, agradecido de que su maestro Charles Reeves no estuviera vivo para presenciar semejante humillación. El cheque de la caridad pública, apenas suficiente para cubrir los gastos mínimos, fue el único ingreso seguro de la familia por muchos años; el resto provino del trabajo de los hijos, de los billetes que Olga mandaba colocar en la cartera de Nora y de la ayuda discreta de los Morales. Surgió un comprador para la boa y el pobre animal acabó expuesto a las miradas de los curiosos en un teatro de mala reputación, junto a unas coristas livianas de ropas, un ventrílocuo obsceno y diversos números artísticos de poca monta que divertían a los embrutecidos espectadores. Allí sobrevivió algunos años, alimentada con ratas y ardillas vivas y los desperdicios que echaban en la jaula sólo para verla abrir sus fauces de bestia aburrida; creció y engordó hasta adquirir aspecto terrorífico, aunque no se alteró la mansedumbre de su carácter.
Los chicos Reeves sobrevivieron solos, cada uno en su estilo. Judy se empleó en una panadería, donde trabajaba cuatro horas diarias después de la escuela, y por las noches solía cuidar niños o limpiar oficinas. Era muy buena estudiante; aprendió a imitar cualquier tipo de caligrafía, y por una suma razonable hacía las tareas de otros alumnos. Mantuvo ese negocio clandestino sin ser sorprendida, mientras seguía portándose como una muchacha ejemplar, siempre sonriente y dócil, sin revelar jamás los demonios de su alma, hasta que los primeros síntomas de la pubertad le trastornaron el carácter. Cuando le brotaron dos firmes cerezas en los senos, se le marcó la cintura y sus facciones de bebé se afinaron, todo cambió para ella. En ese barrio de gente morena y más bien baja, su color de oro y sus proporciones de walkiria llamaban de tal manera la atención que le era imposible pasar inadvertida. Siempre había sido bonita, pero cuando cruzó el umbral de la infancia y los hombres de todas las edades y condiciones comenzaron a asediarla, esa niña dulce se transformó en un animal rabioso. Sentía las miradas de deseo como una violación, llegaba a menudo a su casa gritando maldiciones, golpeando las puertas, a veces llorando de impotencia porque en la calle la silbaban o le hacían gestos procaces. Desarrolló un lenguaje de filibustero para replicar a los piropos y si alguien intentaba tocarla se defendía con un largo alfiler de sombrero, que siempre llevaba al alcance de la mano como una daga, y que no tenía el menor escrúpulo en clavárselo a su admirador en la parte más vulnerable. En la escuela arremetía contra los varones por sus miradas maliciosas y contra sus compañeras por rencores de raza y por los celos que inevitablemente provocaba. Gregory vio varias veces a su hermana en esas extrañas riñas de muchachas —revolcones, arañazos, tirones de pelo, insultos— tan diferentes a las peleas de los hombres, por lo general breves, silenciosas y contundentes. Las mujeres buscaban humillar a su enemiga, los hombres parecían dispuestos a matar o morir. Judy no necesitaba ayuda para defenderse, con la práctica se convirtió en un verdadero luchador. Mientras otras jóvenes de su edad ensayaban los primeros maquillajes, practicaban besos franceses y contaban el tiempo que les faltaba para ponerse tacones altos, ella se cortó el cabello como un presidiario, se vistió con ropa de hombre y devoraba con ansias las sobras de masa y de dulce de la panadería. Se le llenó la cara de granos y cuando entró a la secundaria había aumentado tanto de peso que nada quedaba de la delicada muñeca de porcelana que fue en la infancia; parecía un león marino, como ella misma decía buscando denigrarse.
A los siete años Gregory se lanzó a la calle. No estaba unido a su madre por sentimentalismos, sino apenas por algunas rutinas compartidas y por una tradición de honor sacada de cuentos edificantes sobre hijos abnegados que reciben recompensa y de ingratos que van a parar al horno de una bruja. Le tenía lástima, estaba seguro de que sin Judy y él, Nora moriría de inanición sentada en el sillón de mimbre contemplando el vacío. Ninguno de los dos niños consideraba la indolencia de su madre como un vicio, sino como una enfermedad del espíritu, tal vez su Cuerpo Mental había partido en busca del padre y se había perdido en el laberinto de algún plano cósmico, o se había quedado rezagado en uno de esos vastos espacios repletos de máquinas estrafalarias y de almas desconcertadas. La intimidad con Judy había desaparecido y cuando Gregory se cansó de buscar caminos de encuentro con ella, reemplazó a su hermana por Carmen Morales, con quien compartía el cariño brusco, las peleas y la lealtad de los buenos compinches. Era travieso e inquieto, en la escuela se portaba pésimo y se le iba la mitad del tiempo cumpliendo diversos castigos, desde pararse de cara al rincón con orejas de burro, hasta soportar los palmetazos en el trasero propinados por la directora. En su casa actuaba como pensionista, llegaba a dormir lo más tarde posible, prefería ir donde los Morales o a visitar a Olga. El resto de su vida transcurría en la jungla del barrio, que llegó a conocer hasta en sus últimos secretos. Lo llamaban el Gringo y a pesar de los rencores de raza, muchos lo querían porque era alegre y servicial. Contaba con varios amigos: el cocinero de la taquería, quien siempre tenía algún plato sabroso para ofrecerle, la dueña del almacén, donde leía las revistas de historietas sin pagar, el acomodador del cine, quien de vez en cuando lo introducía por la puerta trasera y le permitía ver la película. Hasta Pito-de-Lirio, quien jamás sospechó su intervención en el apodo, solía ofrecerle una gaseosa de vez en cuando en el bar «Los Tres Amigos». Tratando de aprender español perdió buena parte del inglés y terminó hablando mal los dos idiomas. Por un tiempo se puso tartamudo y la directora llamó a Nora Reeves para recomendarle que colocara a su hijo en la escuela para retardados de las monjas del barrio; pero intervino su maestra, Miss June, quien se comprometió a ayudarlo con las tareas. Los estudios le interesaban poco, su mundo eran las calles, allí aprendía mucho más. El barrio era una ciudadela dentro de la ciudad, un ghetto tosco y pobre, nacido por impulso espontáneo en torno a la zona industrial, donde los inmigrantes ilegales podían emplearse sin que nadie les hiciera preguntas. El aire estaba infectado por el olor de la fábrica de cauchos; en días de semana se sumaban el humo del tráfico y de las cocinerías y se formaba una nube espesa flotando sobre las casas como un manto visible. Los viernes y los sábados resultaba peligroso aventurarse al oscurecer, cuando pululaban los borrachos y los drogados prontos a estallar en batallas mortales. Por las noches se oían disputas de parejas, gritos de mujeres, llantos de niños, riñas de hombres, a veces balazos y sirenas de la policía. En el día las calles hervían de actividad, mientras en las esquinas languidecían hombres sin trabajo, ociosos, bebiendo, molestando a las mujeres, jugando dados y esperando que se cumplieran las horas con un fatalismo de cinco siglos a la espalda. Las tiendas exhibían los mismos productos baratos de cualquier pueblo mexicano, los restaurantes servían platos típicos y los bares tequila y cerveza; en el salón de baile se tocaba música latina y en las celebraciones no faltaban las bandas de mariachis con sus enormes sombreros y trajes de luces cantándole a la honra y al despecho. Gregory, que los conocía a todos y no se perdía ninguna fiesta, entraba a la saga de los músicos como la mascota del grupo; los acompañaba en el canto y lanzaba el inevitable ayayay de las rancheras como un experto, provocando entusiasmo en el público que no había visto a un gringo con tales aptitudes. Saludaba a medio mundo por su nombre y gracias a su expresión de angelote se ganó la confianza de mucha gente. Se sentía mejor que en su casa en el laberinto de callejuelas y pasajes, en los sitios baldíos y en los edificios abandonados, donde jugaba con los hermanos Morales y media docena de otros niños de su edad, evitando siempre el encuentro con las pandillas mayores. Tal como ocurría con los jóvenes negros, orientales o blancos pobres en otros puntos de la ciudad, para los hispanos el barrio era más importante que la familia, era su territorio inviolable. Cada pandilla se identificaba por su lenguaje de signos, sus colores, su graffiti en los muros. De lejos todas parecían iguales, muchachos desarrapados, agresivos, incapaces de articular un pensamiento; de cerca eran diferentes, cada una con sus ritos y su intrincado lenguaje simbólico de gestos. Para Gregory el aprendizaje de los códigos fue asunto de primera necesidad, podía distinguir a los miembros de las diferentes bandas por el tipo de chaquetas o de gorras, por los signos de las manos con los cuales se enviaban mensajes o se provocaban para la guerra; le bastaba ver el color de una letra solitaria en la pared para saber quiénes la habían trazado y qué significaba. El graffiti marcaba los límites y cualquiera que se aventurara en el ámbito ajeno por ignorancia o por atrevimiento lo pagaba caro. Por eso debía dar largos rodeos en cada una de sus salidas. La única banda de niños de la escuela primaria era la de Martínez, que se entrenaba para pertenecer un día a «Los Carniceros», la más temible pandilla del barrio. Sus miembros se identificaban por el color morado y la letra C, su bebida era tequila con refresco de uva, por el color, y su saludo la mano derecha engarfiada tapando la boca y la nariz. En guerra eterna contra otros grupos y con la policía, tenía como único propósito dar un sentido de identidad a los jóvenes, la mayoría de los cuales había abandonado la escuela, carecía de trabajo y vivían en la calle o en cuartos comunitarios. Los pandilleros estaban fichados por múltiples ingresos a la cárcel por raterías, tráfico de marihuana, borracheras, asaltos y robos de coches. Unos pocos andaban armados con pistolas artesanales fabricadas con un pedazo de cañería, un mango de madera y un detonante, pero en general usaban cuchillos, cadenas, navajas y garrotes, lo que no impedía que en cada batalla callejera la ambulancia se llevara a dos o tres en estado grave. Las pandillas representaban la mayor amenaza para Gregory, nunca podría incorporarse a ninguna, aquello también era una cuestión de raza, y enfrentarlas constituía un acto de locura. No se trataba de adquirir fama de valiente, sino de sobrevivir, pero tampoco podía pasar por un cobarde, porque se ensañarían con él. Bastaron algunas palizas para hacerle comprender que los héroes solitarios sólo triunfan en las películas, que debía aprender a negociar con astucia, no llamar la atención, conocer al enemigo para sacar ventaja de sus debilidades y eludir peleas, porque tal como decía el pragmático Padre Larraguibel, Dios ayuda a los buenos cuando son más que los malos.
La casa de los Morales se convirtió en el verdadero hogar de Gregory adonde llegaba en calidad de hijo en cualquier momento. En el tumulto de muchachos era uno más y la misma Inmaculada se preguntaba distraída cómo le había salido un niño rubio. En esa tribu nadie se quejaba de soledad o de aburrimiento; todo se compartía, desde las angustias asistenciales hasta el único baño, y lo intrascendental se discutía a gritos, pero los asuntos importantes se mantenían en estricto secreto familiar de acuerdo a un milenario código de honor.
La autoridad del padre no se cuestionaba; los pantalones los llevo yo, rugía Pedro Morales cada vez que alguien le movía el piso bajo los pies, pero en el fondo, Inmaculada era el verdadero jefe de la familia. Nadie se dirigía directamente al padre y preferían pasar por la burocracia materna. Ella no contradecía a su marido ante testigos, pero se las arreglaba para salirse con la suya. La primera vez que el hijo mayor apareció vestido de pachuco, Pedro Morales le dio una tunda de correazos y lo echó de la casa. El muchacho estaba harto de trabajar el doble que cualquier americano por la mitad del pago y vagaba gran parte del día con sus compinches por boliches y bares de mala muerte, sin más dinero en los bolsillos que el ganado en apuestas y el que su madre le pasaba a escondidas. Para evitar discusiones con su mujer, Pedro Morales hizo la vista gorda mientras pudo, pero cuando se presentó ante sus ojos emperifollado como un chulo y con una lágrima tatuada en una mejilla, lo molió a golpes. Esa noche, cuando los demás estaban ya en la cama, se escuchó por horas el murmullo de la voz de Inmaculada ablandando la resistencia de su marido. Al día siguiente Pedro salió a buscar a su hijo, lo encontró parado en una esquina piropeando a las mujeres que pasaban, lo cogió del cuello y se lo llevó a su garaje; le quitó a tirones su atuendo de pachuco, le puso un pantalón engrasado y lo obligó a trabajar de sol a sol durante varios años, hasta convertirlo en el mejor mecánico de los alrededores y dejarlo instalado por su cuenta en un taller propio. Cuando Pedro Morales cumplió medio siglo, su hijo casado, con tres niños y una casa propia en los suburbios, se hizo quitar la lágrima de la mejilla como regalo de cumpleaños para su padre; la cicatriz fue el único recuerdo que quedó de su época de rebeldía. Inmaculada pasaba la existencia atendiendo como una esclava a los hombres de su familia, de niña debió hacerlo con su padre y hermanos y más tarde lo hizo con su marido y sus hijos. Se levantaba al alba para cocinar un desayuno contundente a Pedro, quien debía abrir el taller muy temprano; nunca sirvió en su mesa tortillas añejas, pues habría desacreditado su dignidad. El resto del día se le iba en mil tareas ingratas incluyendo la preparación de tres comidas completas y diferentes, convencida de que los hombres necesitan alimentarse con platos enormes y siempre variados.
Jamás se le ocurrió pedir ayuda a sus hijos, cuatro fornidos hombronazos, para raspar los pisos, sacudir los colchones o lavar la tosca ropa del taller, tiesa de aceite de motor, que refregaba a mano. A las dos niñas, en cambio, les exigía que sirvieran a los varones porque lo consideraba su obligación. Dios quiso que naciéramos mujeres; mala suerte; estamos destinadas al trabajo y al dolor, decía en tono pragmático, sin asomo de autocompasión.
Ya en esos años Carmen Morales era un bálsamo para las asperezas de la existencia de Gregory Reeves y una luz en sus momentos de aturdimiento, tal como lo sería siempre en el futuro. La niña parecía una comadreja inquieta, infatigable y hábil, con un tremendo sentido práctico que le permitía evadir las severas tradiciones familiares sin enfrentarse con su padre quien tenía ideas muy claras sobre la posición de las mujeres: calladas y en la casa; y no vacilaba en propinar una zurra a cualquier sublevado incluyendo sus dos hijas. Carmen era su preferida, pero no ambicionaba para ella un destino diferente al de las niñas sumisas de su aldea en Zacatecas; en cambio trabajaba sin respiro para educar a sus cuatro hijos varones, en quienes había puesto esperanzas desproporcionadas, y deseaba verlos elevados muy por encima de sus humildes abuelos y de sí mismo. Con una tenacidad inagotable, a punta de sermones, castigos y buen ejemplo, mantuvo a la familia unida y logró salvar a sus muchachos del alcohol y la delincuencia, obligarlos a terminar la secundaria y encaminarlos en diversos oficios. Con excepción de Juan José, que murió en Vietnam, todos tuvieron cierto éxito. Al final de sus días Pedro Morales, rodeado de nietos que no hablaban palabra de castellano, se felicitaba por su descendencia, orgulloso de ser el tronco de esa tribu, aunque bromeaba diciendo que ninguno llegó a millonario ni se hizo famoso. Carmen estuvo a punto de lograrlo, pero a ella nunca le reconoció mérito en público; eso habría sido una capitulación de sus principios de macho. Envió a las dos niñas a la escuela porque era obligatorio y no se trataba de dejarlas sumidas en la ignorancia, pero no esperaba que tomaran en serio los estudios sino que aprendieran oficios domésticos, ayudaran a su madre y cuidaran su virginidad hasta el día del matrimonio, única meta para una joven decente.
—Yo no pienso casarme, quiero trabajar en un circo con fieras amaestradas y un trapecio bien alto para columpiarme de cabeza y mostrarle a todo el mundo los calzones —susurraba secretamente Carmen a Gregory.
—Mis hijas serán buenas madres y esposas o irán al convento —alardeaba Pedro Morales cada vez que alguien venía con el cuento de una muchacha soltera que quedaba preñada antes de terminar la secundaria.
—¡Que encuentren un buen marido, San Antonio bendito! —clamaba Inmaculada Morales, colgando la estatua del santo patas arriba para obligarlo a escuchar sus modestas súplicas. Para ella era evidente que ninguna de sus hijas tenía vocación de monja y no deseaba imaginar la tragedia de verlas comportarse como esas perdidas que retozaban sin casarse y dejaban un desperdicio de condones en el cementerio.
Pero todo eso fue mucho después. En los tiempos de la escuela primaria, cuando Carmen y Gregory sellaron su pacto de hermandad todavía esas cuestiones no se planteaban y nadie esgrimió argumentos de virtud para impedirles jugar sin vigilancia. Tanto se acostumbraron a verlos juntos que después, cuando los amigos estaban en plena pubertad, los Morales confiaban en Gregory más que en sus propios hijos para acompañar a Carmen. Cuando la muchacha pedía permiso para ir a una fiesta la primera pregunta era si él iba también, en cuyo caso los padres se sentían seguros. Lo acogieron sin reservas desde el primer día y en los años futuros hicieron oídos sordos a las murmuraciones inevitables de las vecinas, convencidos, contra toda lógica y experiencia, de la pureza de sentimientos de los muchachos. Trece años más tarde, cuando Gregory dejó para siempre esa ciudad, la única nostalgia que nunca lo abandonó fue la del hogar de los Morales.
La caja de lustrar de Gregory contenía betún negro, café, amarillo y rojo oscuro, pero faltaban cera neutra para el cuero gris o azul, también de moda, y tinta para repasar las peladuras. Se había propuesto juntar dinero para completar sus materiales de trabajo, pero le fallaba la determinación apenas aparecía una nueva película. El cine era su adicción secreta, en la oscuridad era uno más del montón de chiquillos ruidosos, no se perdía función de la sala del barrio, donde pasaban películas mexicanas, y los sábados iba con Juan José y Carmen al centro de la ciudad a ver las seriales americanas.
El espectáculo terminaba con el protagonista atado de pies y manos en un galpón lleno de dinamita al cual el villano había encendido una mecha; en el momento culminante la pantalla se volvía negra y una voz invitaba a ver la continuación el próximo sábado. A veces Gregory se sentía tan desdichado que deseaba morir, pero postergaba el suicidio hasta la semana siguiente; imposible abandonar este mundo sin saber cómo diablos su héroe escapaba de la trampa. Y siempre se salvaba; en verdad era asombroso que pudiera arrastrarse entre las llamas y salir ileso, con el sombrero puesto y la ropa limpia. La película transportaba a Gregory a otra dimensión y por un par de horas se convertía en El Zorro o el Llanero Solitario, y todos sus sueños se cumplían; por arte de magia el bueno se recuperaba de machucones y heridas, se soltaba de las amarras y los cepos, triunfaba sobre sus enemigos por sus propios méritos y se quedaba con la chica, los dos besándose en primer plano mientras a su espalda brillaba el sol o la luna y una orquesta de cuerdas y vientos dejaba oír su música lánguida. No había que preocuparse; el cine no era como su barrio; en las películas sólo cabían sorpresas agradables y el malo era siempre vencido por el bueno y pagaba sus crímenes con la muerte o la prisión. A veces se arrepentía y después de una inevitable humillación reconocía sus errores, se alejaba escoltado por una música de escarmiento, por lo general trompetas y timbales. Gregory sentía que la vida era hermosa y América la tierra de los libres y el hogar de los bravos, donde alguien como él podía convertirse en presidente; todo era cuestión de mantener el corazón puro, amar a Dios y a su madre, ser eternamente fiel a una sola novia, respetar las leyes, defender a los desvalidos y despreciar el dinero, porque los héroes nunca esperan recompensa. Sus incertidumbres se esfumaban en ese formidable universo en blanco y negro. Salía del teatro reconciliado con la vida, pletórico de amables intenciones que le duraban un par de minutos, cuando el impacto de la calle le devolvía el sentido de la realidad. Olga se encargó de informarle que las películas se hacían en Hollywood a poca distancia de su propia casa y que todo era una monumental mentira; lo único cierto eran los bailes y cantos de las comedias musicales y lo demás eran trucos de la cámara; pero el chiquillo no permitió que esa revelación lo perturbara.
Trabajaba lejos de su casa, en una zona de oficinas, bares y pequeños comercios. Su radio de acción eran cinco cuadras que recorría en ambas direcciones ofreciendo sus modesto servicios, la vista fija en el suelo, observando los zapatos de la gente, tan gastados y deformes como los de sus vecinos latinos. Allí tampoco usaban calzado nuevo, excepto algunos pandilleros y traficantes con mocasines de charol, botas con remaches de plata o calzado de dos colores muy difíciles de lustrar. Adivinaba la cara de las personas por la forma de caminar y por los zapatos; los hispanos usaban rojos con tacón, los negros y mulatos preferían amarillos puntiagudos, los chinos eran de pies pequeños, los blancos tenían las puntas levantadas y los tacos gastados. Lustrar le resultaba fácil; lo más arduo era conseguir clientes dispuestos a pagar diez céntimos y perder cinco minutos en el aspecto de su calzado. ¡Bien lustrado, bien recibido!, pregonaba hasta desgañitarse, pero pocos le hacían caso. Con suerte hacía cincuenta céntimos en una tarde, el equivalente a un pito de marihuana. Las pocas veces que fumó yerba calculó que no valía la pena lustrar tantas horas para financiar esa porquería que le dejaba el estómago revuelto y la cabeza resonando como un tambor, pero en público fingía que lo elevaba al cielo, como aseguraban los demás, para no pasar por tonto. Para los mexicanos, que la habían visto crecer como maleza en los campos de su país, era sólo un pasto, pero para los gringos fumarla era signo de hombría. Por imitación y para impresionar a las rubias, los muchachos del barrio la usaban a destajo. Dado su escaso éxito con la marihuana y para darse aires, Gregory se acostumbró a lucir un cigarrillo pegado en los labios, copiando a los villanos del cine. Tenía tanta práctica que podía conversar y masticar chicle sin perder el cigarro. Cuando necesitaba posar de macho delante de los amigos sacaba una pipa de manufactura casera y la llenaba con una mezcla de su invención: restos de cigarros recogidos en la calle, algo de aserrín y aspirina molida, que según el rumor popular hacía volar tanto como cualquier droga conocida. Los sábados trabajaba todo el día y por lo general ganaba algo más de un dólar, que entregaba casi completo a su madre, dejando sólo diez céntimos para el cine de la semana y a veces otros cinco para la caja de los misioneros en la China. Si juntaba cinco dólares, el Padre le entregaba un certificado de adopción de una niña china, pero la gracia era reunir diez, lo cual le daba derecho a un niño. Que el Señor te bendiga, decía el cura cuando Gregory llegaba con sus cinco centavos para la alcancía, y en una ocasión Dios no sólo lo bendijo, también lo premió con una billetera con quince dólares que puso en el cementerio para que la encontrara. Ése era el lugar preferido de las parejas clandestinas al atardecer, allí se escondían entre las tumbas para retozar a gusto espiadas por los niños del barrio que no se perdían el espectáculo tumultuoso de aquellos escarceos de amor. Ay, qué miedo. Aquí andan penando, lloriqueaban las mujeres, confundiendo las risas sofocadas de los mirones con susurros de ánimas, pero igual se dejaban levantar los vestidos para rodar entre lápidas y cruces. Nuestro cementerio es el mejor de la ciudad, mucho más bonito que el de los millonarios y las actrices de Hollywood, que sólo tiene pasto y árboles; parece una cancha de golf y no un camposanto; ¿dónde se ha visto que los difuntos no tengan ni una estatua para acompañarlos? —opinaba Inmaculada Morales—. Aunque en realidad sólo los ricos podían pagar los mausoleos y los ángeles de piedra, los inmigrantes apenas alcanzaban financiar una lápida con una inscripción sencilla.
En noviembre, para la celebración del Día de los Muertos, los mexicanos visitaban a los parientes fallecidos que no habían podido mandar de vuelta a sus pueblos, llevándoles música, flores de papel y dulces. Desde la madrugada se escuchaban las rancheras, las guitarras y los brindis, y al anochecer todos estaban achispados, incluyendo a las almas del purgatorio a quienes escanciaban tequila en la tierra. Los niños Reeves iban al camposanto con Olga, quien les compraba calaveras y esqueletos de azúcar para comer sobre la tumba de su padre. Nora se quedaba en casa, decía que no le gustaban esas fiestas paganas, buen pretexto para parranda y vicio; pero Gregory sospechaba que la verdadera razón era su deseo de evitar el encuentro con Olga, o tal vez negaba que su marido estuviera enterrado. Para ella Charles Reeves se encontraba en otro ámbito ocupado del Plan Infinito. La billetera con los quince dólares estaba disimulada debajo de unos arbustos. Gregory andaba buscando arañas de agujero; en esa época todavía le atraían más las maravillosas trampas para cazar insectos tejidas por las arañas y sus bolsas con un centenar de minúsculas crías, que los torpes sacudones y los incomprensibles gemidos de las parejas. También recogía unos globos de goma blanca, que quedaban por allí y al inflarlos tomaban la forma de largas salchichas.
Vio la cartera al inclinarse sobre un agujero y sintió una estampida en el corazón y en las sienes, nunca había encontrado nada de valor y no supo si se trataba de una dádiva celestial o una tentación del diablo. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que estaba solo, la cogió apresuradamente y corrió a ocultarse tras un mausoleo para revisar su tesoro. La abrió con manos temblorosas y extrajo tres flamantes billetes de cinco dólares, más dinero del que había visto junto en toda su existencia. Pensó en el Padre Larraguibel, quien le diría que el Señor los colocó allí para ponerlo a prueba y comprobar si se quedaba con el botín o lo depositaba en la caja de las Misiones para adoptar de un tirón a dos niños. No había nadie tan rico en la escuela como para pagar por un chino de cada sexo, eso lo convertiría en una celebridad; sin embargo decidió que una bicicleta era mucho más práctica que dos remotas criaturas orientales a quienes de todos modos jamás conocería. Tenía echado el ojo a la bicicleta desde hacía meses, un vecino de Olga se la había ofrecido por veinte dólares, un precio exorbitante, pero esperaba que ante los billetes se tentaría. Era un aparato primitivo y en estado calamitoso, pero aún en condiciones de rodar. Pertenecía a un indio envilecido por una vida de tráficos inconfesables, a quien Gregory temía porque con diversos pretextos lo llevaba a un garaje donde intentaba meterle la mano dentro de los pantalones, así es que le pidió a Olga que lo acompañara.
—No muestres la plata, no abras la boca y déjame a mí hacer el trabajo —le indicó ella. Tan bien regateó que por doce dólares y un amuleto contra el mal de ojo obtuvo la bicicleta—. Los tres que sobraron se los das a tu madre ¿me oíste? —le ordenó al despedirse.
Partió pedaleando entusiasmado por la mitad de la calle y no vio a un camión de refresco que venía en sentido contrario. Se estrelló de frente. El impacto no lo despachurró por milagro, pero de la bicicleta quedaron apenas unos pedazos de hierro torcidos y las astillas de las ruedas. El chofer del camión se bajó maldiciendo, lo cogió de la camisa, lo puso de pie, lo sacudió como un plumero y enseguida lo mandó a su casa con un dólar de consuelo.
—¡Agradece que no te meto preso por andar con la boca abierta en la vía pública, chiquillo condenado! —masculló el hombre, más asustado que su víctima.
—Jamás he visto a nadie más tonto que tú, debiste cobrarle dos dólares por lo menos —lo increpó Judy al saberlo.
—Esto te pasa por desobediente, te he dicho mil veces que no te metas en el cementerio, dinero mal habido no tiene buen fin —diagnosticó Nora Reeves mientras le echaba whisky en las peladuras de rodillas y codos.
—Jesús bendito, menos mal que estás con vida —lo abrazó Inmaculada Morales.
Conseguir dinero se convirtió en una obsesión para Gregory. Estaba dispuesto a hacer cualquier trabajo, incluso pelar los granos de maíz para hacer tortillas, un tedioso proceso que le despellejaba las manos y cuyo olor lo dejaba con náuseas por varias horas. Después optó por robar, pero nunca se le ocurrió robar plata; eso era una aventura, un deporte, no una forma de ganarse la vida. De noche se metía por un hueco a través de la cerca de la escuela, se trepaba al techo del quiosco de golosinas, levantaba una plancha de zinc y se deslizaba adentro para sacar helados; se tomaba dos o tres y le llevaba otro a Carmen. Esas excursiones nocturnas le producían una mezcla de exaltación y culpa; las rígidas normas de honestidad impuestas por su madre le martillaban la cabeza, se sentía perverso no tanto por desafiarla sino porque la dueña del quiosco era una vieja bonachona que lo distinguía entre los demás niños y siempre estaba dispuesta a regalarle un dulce. Una noche la mujer regresó a buscar algo, abrió la puerta, encendió la luz antes que él alcanzara a huir y lo sorprendió con la evidencia del delito en la mano. Quedó paralizado, mientras ella gimoteaba ¡cómo puedes hacerme esto a mí, que he sido tan buena contigo! Gregory se echó a llorar pidiéndole perdón y jurando pagar todo lo que le había robado. ¡Cómo! ¿Ésta no es la primera vez? Y el otro debió confesar que le debía más de seis dólares en helados. A partir de ese día sólo se le acercaba para cancelar su deuda que pagó de a poco. Aunque la mujer lo perdonó, no volvió a sentirse cómodo en su presencia. Fue menos afortunado en la tienda de deshechos del Ejército, donde robaba despojos de guerra que no le servían para nada. En la bodega de las herramientas juntaba sus tesoros dentro de un saco: cantimploras, botones, gorras y hasta un par de enormes botas que se llevó escondidas en el bolsón de la escuela, sin sospechar que el dueño de la tienda lo tenía en la mira. Una tarde sustrajo una linterna, se la metió bajo la camisa y ya iba por la puerta cuando llegó el carro de la policía. Fue imposible escapar, se lo llevaron al retén y lo colocaron en una celda, desde donde pudo ver la feroz golpiza que le propinaron a un muchacho moreno. Esperó su turno, aterrorizado; sin embargo lo trataron bien, se limitaron a registrar sus datos, darle una reprimenda y obligarlo a devolver lo que ocultaba en su casa. Fueron a buscar a Nora Reeves, a pesar de que les imploró casi histérico que no lo hicieran, porque le partirían el corazón. Ella se presentó con su vestido azul de cuello de encaje, como una aparición escapada de un retrato antiguo, firmó el libro, oyó los cargos en silencio y del mismo modo salió seguida por su hijo. Agradece que eres blanco, Greg, si fueras del color de mis hijos te habrían dado duro, le dijo Inmaculada Morales cuando se enteró. Nora estaba tan avergonzada que enmudeció por varias semanas y cuando habló fue para decirle que se lavara y se pusiera su único traje, el del funeral de su padre, que ya le quedaba bastante estrecho, porque iban a una diligencia importante.
Se lo llevó al orfelinato de las monjas, para rogar a la madre superiora que lo aceptara, porque se sentía incapaz de sacar adelante a ese hijo de mala índole. De pie detrás de su madre, con los ojos clavados en sus propios zapatos, mascullando no voy a llorar, no voy a llorar, mientras las lágrimas le caían a raudales. Gregory se juró que si lo dejaban allí se treparía a la torre de la Iglesia y se lanzaría de cabeza. No fue necesario, porque las monjas lo rechazaron, había demasiadas criaturas huérfanas a quienes recoger y él tenía familia, vivía en una casa propia y recibía ayuda de la Beneficencia Social, no calificaba para el orfelinato. Cuatro días después su madre puso sus cosas en una bolsa y lo llevó en bus fuera de la ciudad, a casa de unos granjeros dispuestos a adoptarlo. Se despidió de su hijo con un beso triste en la frente, asegurándole que le escribiría, y se fue sin mirar hacia atrás. Esa noche Gregory se sentó a cenar con su nueva familia, sin decir palabra y sin levantar los ojos, pensando en que nadie le daría de comer a Oliver, que nunca más vería a Carmen Morales y que había dejado su cortaplumas en la bodega.
—Nuestro único hijo se murió hace once años —dijo el granjero—. Nosotros somos gente de Dios, gente de trabajo. Aquí no tendrás tiempo para divertirte, la escuela, la iglesia y ayudarme en el campo. Eso es todo. Pero la comida es buena y si te portas bien recibirás buen trato.
—Mañana te haré flan de leche —dijo la mujer—. Debes estar cansado, seguro quieres acostarte. Te mostraré tu cuarto, era el de nuestro hijo, no hemos cambiado nada desde que se fue.
Por primera vez Gregory disponía de una habitación propia y una cama; hasta entonces había usado un saco de dormir. Era un cuarto pequeño con una ventana abierta hacia el horizonte de campos cultivados, amueblado con lo indispensable. Las paredes lucían fotos de veteranos jugadores de béisbol y de antiguos aviones de guerra, muy diferentes a los que aparecían en los modernos documentales del cine. Pasó revista sin atreverse a tocar nada, acordándose de su padre, de la boa, de los collares para la invisibilidad de Olga y de la cocina de Inmaculada, de Carmen Morales y del empalagoso sabor de la leche condensada, mientras le crecía dentro del pecho una terrible bola de hielo. Sentado sobre la cama, con la bolsa de sus modestas pertenencias sobre las rodillas, esperó que la casa estuviera dormida, luego salió silenciosamente, cerrando con cuidado la puerta. Los perros ladraron, pero los ignoró. Echó a andar en dirección a la ciudad, por el mismo camino por donde había llegado en el bus y que retuvo como un mapa en su mente. Caminó toda la noche y temprano en la mañana se presentó ante la puerta de su casa extenuado. Oliver lo recibió con ruidosa alegría y Nora Reeves apareció en el umbral, tomó el atado de ropa de su hijo y estiró la otra mano para hacerle una caricia, pero el gesto se detuvo en el aire.
—Trata de crecer pronto —fue todo lo que dijo.
Esa tarde a Gregory se le ocurrió torear al tren.
Corro colina arriba seguido por Oliver, buscando los árboles, jadeando, las ramas me arañan las piernas, me caigo y me rompo la rodilla, mierda, grito mierda y dejo que el perro me lama la sangre; casi no veo dónde pongo los pies, pero sigo corriendo hasta mi refugio verde, donde siempre me escondo. No necesito ver las marcas en los troncos para encontrar mi camino, he estado tantas veces allí que puedo llegar a ciegas, conozco cada eucalipto, cada mata de moras salvajes, cada peñasco. Levanto una rama y aparece la entrada, un estrecho túnel bajo un arbusto espinudo, debe haber sido una madriguera de zorros, justo el ancho de mi cuerpo; si me arrastro con los codos, deslizándome con cuidado y calculando bien la curva, con la cara entre los brazos, puedo pasar sin clavarme; afuera Oliver espera que lo llame; conoce la rutina. Ha llovido en la semana y el suelo está blando, hace frío, pero tengo fiebre por todo el cuerpo desde hace horas, desde la mañana en el cuarto de las escobas en la escuela, un fuego que nunca terminará, estoy seguro. Algo me sujeta por atrás y me sale un grito, son sólo las espinas de las ramas en mi chaleco. Así me cogió Martínez, por la espalda, todavía siento la punta del cuchillo en el cuello, pero parece que ya no me sale sangre, si te mueves te mato pinche gringo hijo de la chingada, y no pude defenderme, lo único que hice fue llorar y maldecir mientras me lo hacía. Ahora corre a contárselo a la Miss June y ahí mismo le corto la cara a tu hermana y ya sabes lo que te hago a ti, me dijo después, mientras se acomodaba los pantalones. Se fue riéndose. Si los demás se enteran estoy jodido, me llamarán maricón para el resto de mi vida. ¡Nadie tiene que saberlo jamás! ¿Y si Martínez lo cuenta? ¡Quiero matarlo! Tengo las manos, la ropa y la cara manchadas de barro, mi madre se pondrá furiosa, más vale que se me ocurra alguna disculpa: me atropelló un auto o me agarró la pandilla de nuevo, pero entonces me acuerdo que no será necesario inventar ninguna mentira porque voy a morir y cuando encuentren mi cuerpo no le importará la mugre, así lo espero; estará desesperada, no pensará en mis maldades, sólo en mi lado bueno, que lavo los platos y le doy casi todo lo que gano lustrando, y por fin se dará cuenta de que soy un buen hijo y lamentará no haber sido más cariñosa conmigo, haber querido regalarme a las monjas y a los granjeros y no haberme hecho huevos al desayuno ni una sola vez, y no es que eso sea tan difícil, doña Inmaculada los hace a ojos cerrados, hasta un retardado puede freír un par de huevos, se arrepentirá pero será tarde porque yo estaré muerto. Habrá un acto en la escuela, me rendirán homenaje como a Zárate, que se ahogó en el mar, dirán que yo era el mejor compañero y tenía un gran futuro; pondrán a los alumnos en fila y los obligarán a pasar delante de mi ataúd para besarme en la frente, los más chicos se echarán a llorar y las niñas seguro se desmayan, las mujeres no aguantan ver sangre, todas chillarán menos Carmen, que abrazará mi cadáver sin asco. Ojalá en el funeral no se le ocurra a la Miss June leer la carta que le escribí, híjole, para qué hice eso, nunca más podré mirarla a la cara, es tan chula, parece un hada o una actriz de cine. Si ella supiera las cosas que se me ocurren en la clase, ella allá adelante, explicando las sumas en el pizarrón y yo en mi pupitre mirándola como un cretino, con la cabeza en las nubes ¡quién puede pensar en números con ella! Pienso, por ejemplo, que me decía te voy a ayudar en las tareas, Greg, porque tus notas son un desastre, entonces yo me quedaba después de clases, los demás se iban y estábamos solos en el edificio, y sin que yo le dijera nada como que se volvía loca y se acostaba en el suelo y yo hacía pipí entre sus piernas. Nunca, en todos los días de mi vida le voy a confesar al Padre estas porquerías que se me ocurren, soy un degenerado, un inmundo. ¡Mira que escribirle esa carta de despedida a Miss June! Hay que ser bien pendejo.
Bueno, al menos no tendré que soportar la vergüenza de volver a verla, estaré completamente muerto cuando ella la lea. Y Carmen, pobre Carmen… por lo único que me da pena de morirme es porque no volveré a verla. Si supiera lo que me hizo Martínez me acompañaría para morirse aquí conmigo; pero no se lo puedo decir a nadie, mucho menos a ella.
Esto es lo más terrible que me ha pasado en toda mi vida, es la maldad más grande que me ha hecho el desgraciado de Martínez, peor que en la Primera Comunión, cuando me obligó a comer un pedazo de pan antes de comulgar, para que al tragarme la hostia me partiera un rayo y me fuera de cabeza al infierno; pero no me pasó nada, no sentí ninguna cosa porque el pecado no fue mío, sino suyo, y quien hervirá en las pailas de Satanás será él y no yo, por inducirme al pecado, lo cual es más grave que el pecado mismo, como nos explicó el Padre Larraguibel cuando nos contó lo de Adán y Eva. Esa vez tuve que escribir quinientas veces no debo blasfemar porque le dije al cura que el pecado era de Dios, puesto que le había colocado la manzana en el Jardín del Edén sabiendo que Adán se la iba a comer de todos modos, y si eso no era inducir al pecado ¿qué era? Peor que cuando Martínez me desnudó en el gimnasio y me escondió la ropa, si no llega la señora de la limpieza y me ayuda habría pasado la noche en la ducha y al otro día toda la escuela me habría visto en pelotas. Peor que cuando anunció a gritos en el patio que me había visto en el baño jugando al doctor con Ernestina Pereda. Lo odio, desde el fondo de mi alma lo odio, ojalá se muera, pero no de enfermedad, sino que alguien lo mate, pero primero le corte el pito, para que el cabrón de Martínez me las pague todas, lo odio, lo odio.
Ya estoy en mi guarida. Le silbo a Oliver y lo oigo arrastrarse por el túnel, lo abrazo y se queda quieto, acezando, con la lengua afuera, me mira con sus ojos de miel y comprende; es el único que conoce todos mis secretos. Oliver es un perro bastante feo, Judy lo detesta, es mezcla de varias razas y salió con una cola gorda y larga como bate de béisbol. Además es mañoso, se come la ropa, se revuelca en la caca de otros perros y después se echa en las camas, le gustan las peleas y a veces llega todo mordido, pero es caliente y cuando no se ha metido en porquerías huele rico. Meto la nariz en su cuello, por encima tiene el pelo duro y corto, junto a la piel encuentro una pelusa suave, como de algodón, y allí me gusta olisquearlo, no hay nada mejor que el olor a perro. Se ha puesto el sol y está lleno de sombras, hace frío, es una de esas raras tardes invernales, y a pesar de que estoy ardiendo puedo sentir que se me hielan las orejas y las manos, una sensación limpia. Decido no rebanarme el pescuezo con mi cortaplumas, como tenía planeado; me voy a morir de frío, me voy a helar de a poco durante la noche y mañana estaré tieso, una muerte lenta pero más tranquila que el tren. Ésa fue la primera idea, pero siempre que corro delante del tren me acobardo y en el último instante pego el salto y me salvo por un pelo. No sé cuántas veces lo he intentado y no me decido a morir así, debe doler mucho, y además me repugna ese desparrame de tripas, no quiero que me recojan con una pala ni que algún gracioso guarde mis dedos de recuerdo. Empujo a Oliver para que no me abrigue, o no me congelaré nunca, escarbo un poco el suelo para acomodarme y me tiendo de espalda. Permanezco inmóvil, con ese dolor allí —maldito Martínez maricón desgraciado— y la cabeza llena de pensamientos, de visiones, de palabras, pero después de un rato muy largo se me terminan las lágrimas y empiezo a respirar como siempre y entonces percibo la tierra blanda y fresca acogiéndome como el abrazo de doña Inmaculada, me hundo, me abandono y pienso en el planeta, redondo, flotando sin gravedad en el abismo negro del cosmos, girando y girando, y también en las estrellas de la Vía Láctea y en cómo será el fin del mundo, cuando todo explote y salgan las partículas disparadas como los fuegos artificiales del 4 de Julio y siento que yo soy parte de la tierra, estoy hecho del mismo material, cuando me muera me desintegraré, me volveré puras migajas como un queque y seré parte del suelo y crecerán árboles de mi cuerpo. Se me ocurre que no estoy solo en el universo, que ni siquiera soy algo especial, debo ser apenas un trozo de barro, tal vez no tengo un alma propia, de repente existe una sola alma grande para todos los seres vivientes, incluso Oliver, y no hay cielo, infierno ni purgatorio, deben ser pamplinas del Padre, que de puro viejo tiene la mente aturdida, y los Logi y los Maestros de mi papá tampoco existen y la única que anda más o menos cerca de la verdad es mi mamá con su religión Bahai, aunque ella se enreda con unas chingaderas que están buenas para Persia, pero cómo las vamos a usar aquí. La idea de ser una partícula me gusta, ser un grano de arena cósmica. Dice Miss June que el rabo errante de los cometas está formado por polvo estelar, millares de piedrecillas que reflejan la luz. Me invade una calma profunda, se me olvidan Martínez, el miedo, el dolor y el cuarto de las escobas, estoy en paz, me elevo y me voy volando con los ojos abiertos hacia el vacío sideral, me voy volando, volando con Oliver.
Desde pequeña Carmen Morales tuvo la misma habilidad manual que la caracterizó el resto de su vida, cualquier objeto entre sus dedos perdía la forma original y se transformaba. Podía fabricar collares con fideos de sopa, soldados con tubos de papel higiénico, juguetes con carretes de hilo y cajas de fósforo. Un día, jugando con tres manzanas, descubrió que podía mantenerlas todas en el aire sin ninguna dificultad, pronto hacía malabarismo con cinco huevos y de eso pasó naturalmente a objetos más exóticos.
—Lustrando zapatos se suda mucho y se gana poco, Greg. Aprende alguna gracia y trabajamos juntos. Yo necesito un socio —le ofreció a su amigo.
Después de innumerables huevos reventados quedó en evidencia la torpeza de Gregory. No logró dominar ningún truco interesante, fuera de mover las orejas y comer moscas vivas, pero tocaba la armónica con buen oído. Oliver resultó más talentoso, le enseñaron a caminar en dos patas con un sombrero en el hocico y a sacar papeles de una caja. Al comienzo se los tragaba, pero después aprendió a pasarlos con delicadeza al cliente. Carmen y Gregory prepararon cuidadosamente los detalles del espectáculo y partieron lo más lejos posible para escapar de las miradas de sus amigos y vecinos, pues sabían que si el asunto llegaba a oídos de Pedro o Inmaculada Morales nadie los salvaría de una buena paliza, como la que se llevaron cuando tuvieron la idea de pedir limosna por el barrio. La chica fabricó una falda con pañuelos multicolores y un bonete con plumas de gallina, y consiguió prestadas las botas amarillas de Olga. Gregory sustrajo el sombrero de copa y el corbatín de mariposa que su padre usaba para predicar y que Nora preservaba como reliquias. Solicitaron ayuda de Olga para la redacción de los papeles de la suerte, asegurándole que se trataba de un juego para la fiesta de fin de curso; ella les lanzó una de sus miradas más penetrantes, pero no pidió explicaciones y procedió a dictarles una retahíla de profecías al estilo de las galletas chinas de la fortuna. Completaron su equipo con huevos, velas y cinco cuchillos de cocina escondidos en una bolsa, porque no podían salir con ese cargamento de sus casas sin levantar sospechas. A Oliver le dieron un baño de manguera y le ataron una cinta en el cogote con intención de atenuar en algo su aspecto de fiera. Se instalaron en una esquina bien alejada del barrio, vistieron sus ropas de juglares y enseguida iniciaron el acto. Pronto se congregó una pequeña multitud alrededor del par de niños y el perro. Carmen, con su diminuta figura, sus trapos estrafalarios y su increíble habilidad para lanzar al aire velas encendidas y cuchillos afilados, resultaba una atracción irresistible, mientras Gregory se perdía en las canciones de su armónica. En una pausa de la malabarista el muchacho abandonó la música e invitó a los presentes a probar suerte. Por una módica suma el perro escogía un papelillo doblado y se lo pasaba al cliente, algo baboseado, es cierto, pero perfectamente legible. En un par de horas los chiquillos juntaron tanto dinero como un obrero en una jornada completa de trabajo en cualquiera de las fábricas de los alrededores. Cuando comenzó a oscurecer se quitaron los disfraces, guardaron sus bártulos, se repartieron las utilidades y regresaron a sus casas después de jurar que ni bajo tortura revelarían el asunto. Carmen enterró su botín en una caja en el patio y Gregory lo entregó de a poco en su casa, para evitar preguntas incómodas, guardándose una parte para el cine.
—Si aquí ganamos tanto, imagínate cuánto podemos hacer en la plaza Pershing. Nos haríamos millonarios. Ahí va mucha gente a oír a los locos y también están los ricos que entran y salen del hotel —dijo Carmen.
Tamaño atrevimiento no había pasado por la mente de Gregory, para quien existía una frontera invisible que no sobrepasaban las personas de su condición: al otro lado el mundo era diferente, los hombres caminaban de prisa porque tenían trabajo y proyectos urgentes, las mujeres paseaban con guantes, las tiendas eran lujosas y los automóviles relucientes. Había estado allí un par de veces, acompañando a su madre a tramitar papeles, pero no se le habría ocurrido aventurarse solo. Carmen le reveló en un instante las posibilidades del mercado: llevaba tres años lustrando zapatos por diez céntimos entre los más pobres de los pobres, sin pensar que pocas cuadras más lejos podía cobrar el triple y conseguir más clientela. Pero enseguida descartó la idea asustado.
—Estás loca.
—¿Porqué eres tan pajarón, Gregory? Apuesto que no conoces el hotel.
—¿El hotel? ¿Has entrado al hotel?
—Claro. Es como un palacio, con dibujos en los techos y en las puertas, cortinas con pompones, y unas lámparas que ni te cuento, parecen barcos llenos de luces. En las alfombras se hunden los pies, como en la playa, y todo el mundo se viste elegante y sirven té con pasteles.
—¿Tomaste té en el hotel?
—Bueno, no exactamente, pero he visto las bandejas. Hay que entrar sin mirar a nadie, como si la mamá nos estuviera esperando en una mesa ¿entiendes?
—¿Y si te pillan?
—Nunca hay que confesar nada. Por principio. Si alguien te dice algo tú te haces el niño rico, levantas la nariz y contestas una grosería. Un día te voy a llevar. En todo caso, por ahí es el mejor lugar para trabajar.
—No podemos ir con Oliver en el tranvía —alegó débilmente Gregory.
—Caminaremos —replicó ella.
A partir de ese día fueron a la plaza Pershing cada vez que Carmen Morales lograba escapar a la vigilancia materna. Atraían más público que los predicadores encaramados en sus cajones hablando con pasión inútil de cosas que a nadie le importaban. Sin las pruebas de malabarismo el espectáculo carecía de novedad, de modo que si su amiga no podía acompañarlo, Gregory volvía a su rutina de lustrar, aunque ahora lo hacía en las calles del distrito comercial. Los niños estaban unidos por la necesidad mutua y el secreto compartido, además de muchas otras complicidades.
A los dieciséis años Gregory estaba en la secundaria con Juan José Morales, Carmen estudiaba un curso más abajo y Martínez había abandonado la escuela y formaba parte de la banda de «Los Carniceros». Reeves no lo tenía cerca y mientras pudiera evitarlo se sentía a salvo. Para entonces se había atenuado la rebeldía que antes lo mantenía en permanente movimiento, pero otras angustias silenciosas lo martirizaban. En la secundaria había una mayoría de alumnos blancos, ya no se sentía señalado con el dedo ni debía disparar corriendo apenas tocaran la campana para eludir a sus enemigos. La educación obligatoria no siempre se cumplía entre los pobres y menos entre los latinos, que apenas finalizada la primaria debían ganarse la vida en un empleo. Su padre había inculcado a Gregory la ambición de estudiar, que él nunca pudo satisfacer porque desde los trece años recorría los campos de Australia esquilando ovejas. Su madre también le alimentaba la idea de adquirir una profesión para que no se partiera la espalda en los oficios más humildes, saca la cuenta, hijo, un tercio de las horas de tu vida se gastarán durmiendo, un tercio trasladándote de un lado para otro y cumpliendo rutinas, y el tercio más interesante se te irá trabajando, por eso es mejor hacerlo en algo que te guste, decía. La única ocasión en que habló de dejar la escuela para buscar trabajo, Olga le vio la suerte en las barajas y le salió la carta de la Ley.
—Ni se te ocurra. Serás bandido o policía y en ambos casos es mejor tener estudios —determinó.
—No quiero ser ninguna de las dos cosas.
—Esta carta dice claramente que estarás metido con la ley.
—¿No dice si voy a ser rico?
—A veces rico y a veces pobre.
—Pero llegaré a ser alguien importante ¿verdad?
—En la vida no se llega a ninguna parte, Gregory. Se vive no más.
Con Carmen Morales aprendieron a bailar los ritmos americanos y llegaron a ser tan expertos en pasos ornamentales que la gente hacía rueda para aplaudirlos en sus exhibiciones de jitter bug y rock’n roll. Ella volaba con las piernas en el aire y cuando estaba a punto de estrellarse de cabeza, él le daba una vuelta imposible por encima del hombro, se la pasaba entre las piernas arrastrándola por el suelo y de un tirón la dejaba de pie sana y salva, todo esto sin perder el ritmo ni los dientes. Gregory ahorró durante meses para comprarse una chaqueta de cuero negro y trató de cultivar un rizo sobre los ojos, pero como ningún exceso de gomina lograba evitar el triste aspecto de fleco de su pelo, optó por un peinado corto hacia atrás, más cómodo pero menos adecuado a la imagen de rebelde que hacía temblar de temor y de gusto a las chicas. Carmen tampoco se parecía a las protagonistas de las películas para adolescentes, rubia, virtuosa y algo tonta, por quien suspiraban los muchachos y a quien intentaban inútilmente imitar las morenas y rechonchas niñas mexicanas que se decoloraban el pelo con agua oxigenada. Ella era pura pólvora. Los fines de semana los dos amigos se emperifollaban con sus mejores ropas, él siempre con su chaqueta de cuero negro aunque hiciera un calor de infierno, ella con pantalones ajustados que escondía en una bolsa y se colocaba en un baño público, porque si su padre los hubiera visto se los arrancaba del cuerpo, y partían a los salones donde ya los conocían y no pagaban la entrada, porque eran la mejor atracción de la noche. Bailaban incansables sin consumir siquiera un refresco porque no podían pagarlo. Carmen se había convertido en una intrépida joven de melena negra y rostro simpático con cejas y labios gruesos, era de risa fácil y curvas firmes, con los senos demasiado grandes para su estatura y su edad, protuberancias que detestaba como una deformación, pero Gregory los observaba crecer calculando que cada día estaban más llenos. Al bailar la zarandeaba sólo para ver aquellos pechos de cortesana desafiar las leyes de la gravedad y de la decencia, pero al comprobar que no era el único en admirarlos, sentía una rabia sorda. Su amiga no lo atraía con un deseo concreto, la sola idea lo habría horrorizado como pecado de incesto. La consideraba tan hermana suya como Judy, sin embargo a veces sus buenas intenciones se tambaleaban bajo la traición de sus hormonas, que lo mantenían en permanente estado de emergencia. El Padre Larraguibel se encargó de llenarle la cabeza de apocalípticos pronósticos respecto a las consecuencias de pensar con malicia en mujeres y de tocarse el cuerpo. Amenazaba a los lascivos con rayos fulminantes, aseguraba que salían pelos en la palma de las manos, aparecían granos purulentos, el pene se gangrenaba y finalmente el culpable moría en medio de atroces sufrimientos, amén de irse de cabeza al infierno, en caso de morir sin confesión. El muchacho dudaba del rayo divino y de los pelos en la palma de las manos, pero estaba seguro de que los otros males eran ciertos, los había visto en su padre, recordaba cómo se llenó de pústulas y cómo se murió por manosearse. Ni pensar tampoco en buscar consuelo entre las niñas de la escuela o del barrio, que para él estaban fuera de los límites alcanzables, ni recurrir a prostitutas, que le parecían casi tan temibles como Martínez. Andaba desesperado de amor, encendido por un calor brutal e incomprensible, asustado del tambor de su corazón, de la miel pegajosa en su saco de dormir, de los sueños turbulentos y de las sorpresas de su cuerpo; se le estiraban los huesos, le aparecían músculos, le crecían vellos y se le cocinaba la sangre en una calentura pertinaz. Bastaba un estímulo insignificante para estallar en un placer súbito, que lo dejaba consternado y medio desvanecido. El roce de una mujer en la calle, la vista de una pierna femenina, una escena del cine, una frase en un libro, hasta el trémulo asiento del tranvía, todo lo excitaba. Además de estudiar debía trabajar, sin embargo el cansancio no anulaba el deseo insondable de hundir un pantano, de perderse en el pecado, de padecer otra vez ese goce y esa muerte siempre demasiado breves. Los deportes y el baile lo ayudaban a liberar energía, pero se requería algo más drástico para acallar el bullicio de sus instintos. Tal como en la infancia se enamoró como un demente de Miss June, en la adolescencia padecía unos súbitos arrebatos pasionales por muchachas inaccesibles por lo general mayores, a quienes no se atrevía a acercarse y se conformaba con adorar a la distancia. Un año más tarde alcanzó de un tirón su tamaño y peso definitivos, pero a los dieciséis era todavía un adolescente delgado, con las rodillas y las orejas demasiado grandes, algo patético, aunque se podía adivinar su buena pasta.
—Si te escapas de ser bandido o policía, serás actor de cine y las mujeres te adorarán —le prometía Olga para consolarlo cuando lo veía sufrir en el cilicio de su propia piel.
Fue ella quien lo rescató finalmente de los incandescentes suplicios de la castidad. Desde que Martínez lo acorraló en el cuarto de las escobas en la escuela primaria, lo asediaban dudas inconfesables respecto a su virilidad. No había vuelto a explorar a Ernestina Pereda ni a ninguna otra chica con el pretexto de jugar al médico y sus conocimientos sobre ese lado misterioso de la existencia eran vagos y contradictorios. Las migajas de información obtenidas a hurtadillas en la biblioteca sólo contribuían a desconcertarlo más, porque se estrellaban contra la experiencia de la calle, las chirigotas de los hermanos Morales y otros amigos, las prédicas del Padre, las revelaciones del cine y los sobresaltos de sus fantasías. Se encerró en la soledad, negando con terca determinación las perturbaciones de su corazón y el desasosiego de su cuerpo, tratando de imitar a los castos caballeros de la Tabla Redonda o a los héroes del Lejano Oeste, pero a cada instante el ímpetu de su naturaleza lo traicionaba. Ese dolor sordo y esa confusión sin nombre lo doblegaron por un tiempo eterno, hasta que ya no pudo seguir soportando aquel martirio y si Olga no acude en su socorro habría terminado medio loco. La mujer lo vio nacer, había estado presente en todos los momentos importantes de su infancia, lo conocía como a un hijo, nada referente al muchacho escapaba a sus ojos y lo que no deducía por simple sentido común, lo adivinaba mediante su talento de nigromante, que en buenas cuentas consistía en el conocimiento del alma ajena, buen ojo para observar y el estado de desfachatez para improvisar consejos y profecías. En todo caso, no se requerían dotes de clarividencia para ver el estado de desamparo de Gregory. En aquella época Olga estaba en la cuarentena de su vida, las redondeces de la juventud se habían convertido en grasa y los trastrueques de su vocación gitana le habían marchitado la piel, pero mantenía su gracia y su estilo, el follaje de crines rojizos, el rumor de sus faldas y la risa vehemente. Todavía vivía en el mismo lugar, pero ya no ocupaba sólo una habitación, había comprado la propiedad para convertirla en su templo particular, donde disponía de un cuarto para las medicinas, el agua magnetizada y toda clase de hierbas, otro para masajes terapéuticos y abortos y una sala de buen tamaño para sesiones de espiritismo, magia y adivinación. A Gregory lo recibía siempre en la pieza encima del garaje. Ese día lo encontró demacrado y volvió a conmoverla esa ruda compasión que en los últimos tiempos era su sentimiento primordial hacia él.
—¿De quién estás enamorado ahora? —se rió.
—Quiero irme de este lugar de mierda —masculló Gregory con la cabeza entre las manos, derrotado por ese enemigo en el bajo vientre.
—¿Adónde piensas irte?
—A cualquier parte; al carajo; no me importa. Aquí no pasa nada, no se puede respirar, siento que me estoy ahogando.
—No es el barrio, eres tú. Te estás ahogando en tu propio pellejo.
La adivina sacó del armario una botella de whisky, le escanció un buen chorro en el vaso y otro para ella, esperó que lo bebiera y le sirvió más. El muchacho no estaba acostumbrado al licor fuerte, hacía calor, las ventanas estaban cerradas y el aroma de incienso, hierbas medicinales y patchulí espesaba el aire. Aspiró el olor de Olga con un estremecimiento. En un instante de inspiración caritativa, la mujerona se le aproximó por detrás y lo envolvió en sus brazos, sus senos ya tristes se aplastaron contra su espalda, sus dedos cubiertos de baratijas desabotonaron a ciegas su camisa, mientras él se convertía en piedra, paralizado por la sorpresa y el miedo, pero entonces ella comenzó a besarlo en el cuello, a meterle la lengua en las orejas, a susurrarle palabras en ruso, a explorarlo con sus manos expertas, a tocarlo allí donde nadie lo había tocado nunca, hasta que él se abandonó con un sollozo, precipitándose por un acantilado sin fondo, sacudido de pavor y de anticipada dicha, y sin saber lo que hacía ni por qué lo hacía se volvió hacia ella, desesperado, rompiéndole la ropa en la urgencia, asaltándola como un animal en celo, rodando con ella por el suelo, pateando para quitarse los pantalones, abriéndose camino entre las enaguas, penetrándola en un impulso de desolación y desplomándose enseguida con un grito, a tiempo que se vaciaba a borbotones, como si una arteria se le hubiera reventado en las entrañas. Olga lo dejó descansar un rato sobre su pecho, rascándole la espalda, como muchas veces lo había hecho cuando era niño, y apenas calculó que le empezaban los remordimientos se levantó y fue a cerrar las cortinas. Enseguida procedió a quitarse reposadamente la blusa rota y la falda arrugada.
—Ahora te enseñaré lo que nos gusta a las mujeres —le dijo con una sonrisa nueva—. Lo primero es no apurarse, hijo…
—Necesito saber algo Olga, júrame que me vas a decir la verdad.
—¿Qué quieres saber?
—Mi padre y tú… quiero decir, ustedes…
—Eso no te incumbe, no tiene nada que ver contigo.
—Tengo que saberlo… ustedes eran amantes ¿verdad?
—No, Gregory. Te lo diré una sola vez: no, no éramos amantes. No me vuelvas a tocar el tema, porque si lo haces no te veré nunca más, ¿me has entendido?
Gregory tenía tanta necesidad de creerle que no hizo más preguntas.
A partir de esa tarde el mundo cambió de color para él, visitaba a Olga casi todos los días y, como un alumno esforzado, aprendió lo que ella tuvo a bien revelarle, hurgó en sus escondrijos, se atrevió a decir en murmullos todas las obscenidades posibles y descubrió maravillado que no estaba completamente solo en el universo y que ya no tenía ningunas ganas de morirse. Tal como se le esponjó el alma, se le desarrolló el cuerpo y en pocas semanas dejó de parecer un chiquillo y se fijó en su rostro una expresión de hombre contento. Cuando Olga se dio cuenta que de puro agradecido se estaba enamorando, lo zarandeó furiosa y lo obligó a mirarla desnuda y hacer un inventario meticuloso de su gordura, sus canas y arrugas, su fatiga de tantos años de andar a palos con el destino, y lo amenazó solemnemente con echarlo de su lado si persistía en ideas torcidas. Le hizo ver con claridad los límites de su relación y agregó que se diera con una piedra en el pecho, porque tenía una suerte brutal, no encontraría otra mujer que le ofreciera sexo gratis y seguro, le planchara las camisas, le metiera plata en los bolsillos y no le exigiera nada a cambio, que todavía era un mocoso y cuando dejara de serlo ella estaría convertida en una anciana, que se concentrara en estudiar, a ver si lograba salir del hoyo donde había crecido y convertirse en alguien, que vivía en la tierra de las oportunidades y si no las aprovechaba era un imbécil sin remedio.
Sus notas mejoraron, hizo nuevos amigos, empezó a colaborar en el periódico de la escuela y pronto se encontró escribiendo artículos encendidos y encabezando mítines de alumnos por diversas causas, algunas burocráticas, como el horario de deportes, y otras de principios, como la discriminación contra negros y latinos. Lo heredaste de tu padre, suspiraba Nora algo preocupada, porque no quería verlo convertido en predicador. Apaciguado por Olga pudo tomar el gusto a la lectura, aprovechaba todo momento libre para ir a la biblioteca municipal, donde hizo amistad con Cyrus, un viejo ascensorista. El hombre movía los controles con una mano y con la otra sostenía un libro, tan absorto que el ascensor funcionaba a su antojo, como una máquina desquiciada. Sólo levantaba los ojos cuando llegaba Gregory, entonces por unos segundos se iluminaba su anémica cara de profeta y una sonrisa leve cambiaba el rictus huraño de su boca, pero dominaba el gesto de inmediato y lo saludaba con un gruñido para dejar muy en claro que sólo los unía una cierta afinidad intelectual.
El muchacho aparecía por lo general a media tarde, después de la escuela, y se quedaba sólo una media hora, porque debía trabajar. El anciano lo aguardaba desde temprano y a medida que se acercaba la hora se sorprendía mirando el reloj, siempre en guardia para dominar afectos innecesarios, pero si fallaba era como si no hubiera salido el sol.
Se hicieron buenos amigos. A Reeves le gustaba pasar los sábados en su compañía, lo visitaba en el sórdido cuarto de la pensión donde vivía, otras veces salían de paseo al cine, y al caer la tarde se despedía para ir con Carmen a los salones de baile. Tiempo después Cyrus lo citó en un parque con el pretexto de discutir filosofía y compartir una merienda. Lo esperaba con una cesta donde asomaba un pan y el cuello de una botella, lo condujo del brazo a un sitio aislado, donde nadie pudiera escucharlos, y allí le anunció en susurros que estaba dispuesto a revelarle un secreto de vida y muerte. Después de hacerlo jurar que jamás lo traicionaría, le confesó solemne su afiliación al Partido Comunista. El muchacho no tenía claro el significado de tal confidencia, a pesar de que estaban en plena época de la caza de brujas desencadenada contra las ideas liberales, pero imaginó que debía ser algo contagioso y de tan mala reputación como las enfermedades venéreas. Hizo algunas indagaciones que sólo contribuyeron a oscurecer más el panorama. Su madre le ofreció una respuesta vaga sobre Rusia y la masacre de una cierta familia real en un palacio de invierno, todo tan distante que le resultó imposible relacionarlo con su lugar y su tiempo. Cuando lo mencionó donde los Morales, Inmaculada se persignó espantada, Pedro le prohibió decir groserías en su casa y lo previno contra el desatino de meterse en asuntos que no eran de su incumbencia. La política es un vicio, la gente honesta y trabajadora no la necesita para nada —determinó—. El Padre Larraguibel, cuya inclinación hacia lo tremebundo aumentaba con los años, acusó a los comunistas de ser el anti-Cristo en persona y enemigos naturales de los Estados Unidos. Aseguró que hablar a uno de ellos constituía una automática traición a la cultura cristiana y a la patria, puesto que todo lo dicho era de inmediato remitido a Moscú para fines diabólicos. Cuidado, puedes verte en líos con la autoridad y acabar en la silla eléctrica, en cuyo caso bien merecido lo tendrías, por ser tan pendejo, los rojos son ateos, bolcheviques y mala gente, no tienen nada que hacer en este país; que se vayan a Rusia si eso es lo que les gusta —concluyó con un puñetazo sobre la mesa que hizo saltar su taza de café con brandy—. Gregory comprendió que Cyrus le había dado la mayor prueba de amistad al contarle su secreto y a cambio se dispuso a no defraudarlo en el camino intelectual recién emprendido. El hombre, cultivó en él la pasión por ciertos autores y cada vez que Gregory formulaba una pregunta, lo mandaba a buscar la información por sí mismo, así aprendió a usar enciclopedias, diccionarios y otros recursos de la biblioteca. Si todo lo demás falla, revisa los periódicos antiguos, le aconsejó. Ante sus ojos se abrió un vasto horizonte, por primera vez le pareció posible salir del barrio, no estaba condenado a permanecer allí enterrado por el resto de sus días, el mundo era enorme, se le despertó la curiosidad y el deseo de vivir las aventuras que antes le bastaba ver en el cine. Cuando estaba libre de la escuela y del trabajo permanecía horas con su maestro, subiendo y bajando en el ascensor, hasta que lo vencía el mareo y salía a trastabillones a respirar aire puro.
En las noches cenaba con los Morales y de paso ayudaba a Carmen en sus tareas, porque era pésima alumna, luego iba donde Olga y llegaba a su casa cuando Judy y su madre estaban dormidas. A veces, durante los fines de semana, buscaba la compañía de Nora para comentar sus lecturas, pero su relación se enfriaba día a día y no volvieron a disfrutar las conversaciones de los tiempos del camión bohemio, cuando ella le contaba argumentos de óperas y le descifraba los misterios del firmamento en las noches estrelladas. Con su hermana tenía muy poco en común y habría debido ser muy distraído para no percibir su firme hostilidad. En esos años la cabaña se había vuelto a deteriorar, las maderas crujían y se llovía el techo, pero el terreno se había valorizado con el avance de la ciudad en esa dirección. Pedro Morales sugirió vender la propiedad y que los Reeves se instalaran en un apartamento pequeño, donde los gastos serían menores y la manutención más fácil, pero Nora temía que su marido se perdiera en el traslado.
—Los muertos necesitan un hogar fijo, no pueden estar mudándose de un lado para otro. También las casas necesitan un muerto y un nacimiento. Un día nacerán aquí mis nietos —decía.
Aparte de Olga, con quien compartía la prodigiosa intimidad de los amantes impúdicos, Carmen Morales era la persona más cercana a Gregory. Una vez que Olga le tranquilizó los instintos, pudo contemplar las prominencias de su amiga sin sufrir incómodos descalabros. Deseaba para ella un destino menos sórdido que el de las mujeres de su barrio, maltratadas por los maridos, abatidas por los hijos y pobres de solemnidad, creía que con un poco de ayuda podría terminar la escuela y estudiar un oficio. Trató de iniciarla en la lectura, pero ella se aburría en la biblioteca, detestaba los estudios y no demostraba el menor interés en las noticias de los periódicos.
—Si leo más de media página me duele la cabeza. Mejor lees tú y me cuentas… —se disculpaba cuando la acorralaba entre un libro y la pared.
—Es porque tiene los pechos grandes. A más senos, menos cerebro, es una ley de la naturaleza, por eso las desdichadas mujeres son como son —le explicó Cyrus a Gregory.
—¡Ese viejo es un cretino! —estalló Carmen cuando lo supo, y a partir de ese día usaba sostenes con rellenos por simple espíritu de desafío, con tan espectaculares resultados que nadie en el vecindario dejó de comentar lo bien que se estaba desarrollando la menor de los Morales.
No sólo sus senos llamaban la atención, había dejado atrás su aspecto de ratón diligente y se estaba convirtiendo en una muchacha explosiva en torno a quien revoloteaban los pretendientes, pero sin atreverse a cruzar la delicada frontera del honor, porque al otro lado estaban Pedro Morales y sus cuatro hijos, todos macizos, determinados y celosos. En apariencia no era distinta a otras chicas de su edad, le gustaban las fiestas, escribía pensamientos románticos y versos copiados en un diario de vida, se enamoraba de los actores de cine y coqueteaba con cuanto muchacho se encontraba a su alcance, siempre que lograra eludir la vigilancia de su familia y de Gregory, posesionado del papel de caballero andante. Sin embargo, a diferencia de otras jóvenes, poseía una turbulenta imaginación que más tarde la salvaría de una existencia banal.
Un jueves, a la salida de la escuela, Gregory y Carmen se encontraron en la calle frente a Martínez y tres de sus pandilleros. El flujo de jóvenes que salía del edificio se detuvo un instante y luego se desvió para evitarlos, no fueran a considerarlo una provocación, pero Martínez había visto a la muchacha el sábado anterior en un salón de baile y la estaba esperando con la soberbia de quien se sabe más fuerte. Ella se detuvo en seco y lo mismo hicieron los otros alumnos a su alrededor, que percibieron la amenaza en el aire y fueron incapaces de reaccionar; Martínez había crecido mucho para su edad, era un gigante insolente con bigotillo de galán, algunos tatuajes a la vista, vestido de pachuco, el pelo pegado de pomada en dos copetes levantados, pantalones con pliegues en la cintura, zapatos con remaches de metal en las puntas, chaqueta de cuero y camisa morada.
—Ándale, chulita, dame un beso… —dio un par de pasos y tomó a Carmen por la barbilla.
De un manotazo ella lo apartó y los ojos del otro se achicaron al tamaño de dos rayas. Gregory cogió a su amiga del brazo y trató de sacarla de aquella encerrona cobarde, pero la pandilla bloqueaba el paso y no había a quién recurrir; en la calle se había abierto un terrible vacío, los otros muchachos retrocedieron a distancia prudente en un amplio semicírculo y al centro sólo quedaron ellos y los agresores.
—A ti te conozco, hijo de la chingada —se burló Martínez empujando ligeramente a Gregory, y agregó para sus secuaces—: Éste es el pinche gringo maricón que les conté.
Sin soltar a Carmen, Gregory volvió a intentar una maniobra de escape, pero Martínez avanzó amenazante y entonces comprendió que había llegado el momento tan temido, ya no era posible evadir aquella amenaza que siempre estuvo acechándolo. Respiró profundo, tratando de controlar su terror, obligándose a pensar, calculando que se encontraba solo, porque ninguno de sus camaradas acudiría en su defensa y que los otros eran cuatro y seguro tenían cuchillos o manoplas. El odio le volvió como una oleada caliente, desde el fondo del vientre hacia la garganta, los recuerdos acudieron en tropel, aturdiéndolo, y por un momento perdió la visión y el entendimiento y se hundió en un lodazal oscuro. La voz de Carmen lo devolvió a la calle.
—No me toques, cabrón —y se defendía de las manos de Martínez mientras los otros se reían.
Gregory empujó a Carmen a un lado y se enfrentó con su enemigo, las caras a pocos centímetros, los puños listos, los ojos llenos de rencor, jadeando.
—¿Qué es lo que quieres, gringo puto…? ¿Tienes ganas de que te culee de nuevo o prefieres tirar chingazos conmigo? —musitó Martínez con voz lenta y suave, como si le hablara de amor.
—¡Chinga tu madre! Cuatro de tus matones contra uno solo y desarmado es bien fácil —replicó Gregory.
—¡Ja!, órale, pues, carnales. Esto será entre los dos solos —ordenó Martínez a los suyos.
—No quiero una pelea de chavos. Lo que yo quiero es un duelo a muerte —masculló Gregory con los dientes apretados.
—¿Qué chingadera es ésa?
—Lo que oíste, pocho desgraciado —y Gregory levantó la voz para que todos en la calle pudieran escucharlo—. Dentro de tres días, detrás de la fábrica de cauchos, a las siete de la tarde.
Martínez lanzó unas miradas a su alrededor, sin comprender muy bien de qué se trataba y los pandilleros se encogieron de hombros, todavía burlones, mientras el círculo de curiosos se cerraba un poco, porque nadie quería perder palabra de lo que estaba sucediendo.
—¿Cuchillo, garrote, cadena o pistola? —preguntó Martínez incrédulo.
—El tren —replicó Gregory.
—¿Y qué hay con el chingado tren?
—Vamos a ver quién tiene más huevos.
Y Gregory cogió a Carmen de la mano y se alejó por la calle, dándole la espalda con el fingido desprecio de un torero por la bestia que aún no ha derrotado, caminando de prisa, para que nadie oyera el retumbar de su corazón.
Hacía varios años que yo corría contra el tren, primero con la intención de morirme y después nada más que para tomarle el gusto a la vida. Pasaba rugiendo cuatro veces al día como un dragón en estampida, alborotando el viento y el silencio. Lo esperaba siempre en el mismo lugar, un terreno baldío y plano, donde en algunas temporadas se acumulaban chatarra y basura y en otras, cuando lo limpiaban, iban los niños a jugar a la pelota. Primero me llegaba el pitazo lejano y el rumor de las máquinas, después lo veía aparecer, un formidable culebrón de hierro y ruido. Mi desafío era calcular el momento exacto para cruzar la línea delante de la locomotora, aguardar hasta el último instante, tenerlo casi encima, correr entonces como un desesperado y alcanzar el otro lado de un salto. La vida dependía del menor error, una leve vacilación, un tropiezo en el riel, la destreza de mis piernas y mi sangre fría. Podía distinguir los diferentes trenes por el estrépito de las máquinas, sabía que el primero de la mañana era el más lento y el de las siete quince el más veloz. Me sentía bastante seguro, pero como no lo había toreado en un buen tiempo, fui a ensayar con cada uno que pasó en los días siguientes, acompañado por Carmen y Juan José, para medir los resultados. La primera vez que me vieron hacerlo se les cayó el cronómetro de las manos y Carmen se puso a gritar sin control, por suerte no la oí hasta después que pasó la máquina, porque seguro habría titubeado y ahora no estaría contando el cuento. Descubrimos el mejor lugar para la carrera, allí donde los rieles se veían con claridad; quitamos las piedras y marcamos la distancia con una raya en el suelo, acortándola en cada intento, hasta que no fue posible reducirla más, el tren me rozaba la espalda. En la tarde era más difícil porque a esa hora estaba casi oscuro y las luces de la locomotora encandilaban. Supongo que Martínez también se ejercitó en otra parte, donde nadie lo vio y su orgullo desmesurado quedó a salvo; delante de sus compinches no podía demostrar la menor preocupación por el duelo, debía aparentar desprecio absoluto por el peligro, a lo mero macho. Yo contaba con ello para sacarle ventaja, porque durante mis años en la jungla del barrio aprendí a aceptar con humildad el miedo, ese incendio en el estómago que a veces me atormentaba durante varios días seguidos.
El domingo señalado ya se había corrido la voz en la escuela y a las seis y media había una hilera de automóviles, motos y bicicletas estacionados en el sitio baldío y una cincuentena de mis compañeros, sentados en el suelo cerca de las líneas esperaban el comienzo del espectáculo. La fábrica de cauchos estaba cerrada, pero en el aire todavía flotaba el olor nauseabundo de la goma caliente. Había un ambiente de fiesta, algunos habían llevado meriendas, unos cuantos bebían whisky y ginebra disimulados en botellas de refresco, varios cargaban cámaras fotográficas. Carmen evitó la algazara, se mantuvo apartada de los demás, rezando. Me había rogado que no lo hiciera, es preferible pasar por cobarde que perder la vida en un suspiro, después de todo Martínez no me hizo nada, este duelo es una aberración, un pecado, Dios nos va a castigar a todos, me suplicó. Le expliqué que esto nada tenía que ver con el incidente en la calle; no era ella la causante sino sólo el pretexto, se trataba de deudas muy antiguas imposibles de contar, cosas de hombres. Me colgó al cuello un pequeño rectángulo de trapo bordado.
—Es el escapulario de la Virgen de Guadalupe que mi madre traía puesto cuando vino de Zacatecas. Es muy milagroso…
A las siete en punto aparecieron cuatro destartalados automóviles, pintarrajeados con el color morado de «Los Carniceros», acarreando a la pandilla, que acudió a respaldar a Martínez. Pasaron entre nosotros haciendo el saludo de la mano engarfiada ante la cara y tocándose el sexo, en gesto de provocación. Imaginé que si las cosas no resultaban bien se armaría un tremendo lío y mi grupo de amigos, aunque más numeroso, no era en ningún caso un adversario temible para ellos, habituados a dar guerra y armados. Tuve que mirar dos veces para distinguir a Martínez, porque todos parecían iguales. Los mismos peinados a la gomina, chaquetas, adornos y balanceos provocativos al caminar. No había renunciado a su ropa de chulo, ni siquiera a sus zapatos de tacón alto, en cambio yo vestía con comodidad —en ese tiempo sólo podía comprar ropa de segunda mano en el bazar de la iglesia— y me había puesto zapatillas de gimnasia. Revisé mis ventajas: yo era más rápido y liviano, en realidad en una carrera mano a mano no podía ganarme, pero esto era un desafío a la muerte y en el último instante contaba más el atrevimiento que la destreza. En la escuela primaria él era buen atleta, en cambio yo siempre fui mediocre en los deportes, pero traté de no pensar en ello.
—A las siete quince en punto pasa el expreso. Corremos al mismo tiempo separados por tres pasos largos para que no puedas empujarme, cabrón, yo más cerca del tren, te doy ese regalito si quieres —grité para que todos escucharan.
—No necesito ventaja, pinche gringo mariposa.
—Elige entonces: corres más cerca del tren o partes más atrás.
—Salgo más atrás.
Con un palo marqué dos rayas en el suelo, mientras tres pandilleros y algunos de mis compañeros, encabezados por Juan José Morales, cruzaban el riel para controlar el duelo desde el otro lado.
—¿Tan cerca? ¿Tienes miedo, maricón? —se burló desdeñoso Martínez. Había calculado su reacción, borré las rayas con el pie y las tracé de nuevo más atrás. Juan José Morales y un pandillero midieron los pasos de separación y en ese momento escuchamos el pitazo del tren. Todos los espectadores se adelantaron, la pandilla a la izquierda, en un bloque compacto, mis compañeros a la derecha. Carmen me dio una última mirada animosa, pero la vi descompuesta. Nos colocamos en las marcas, toqué el escapulario disimuladamente y luego cerré por completo la mente a todo lo que me rodeaba, concentrándome en mí mismo y en esa mole de hierro que se precipitaba, contando los segundos, el cuerpo tenso, atento al estrépito que crecía, yo solo frente al tren, como tantas veces antes había estado. Tres, dos, uno ¡ahora!, y sin tener conciencia de lo que hacía sentí un bramido salvaje en las entrañas, las piernas salieron disparadas por impulso autónomo, un corrientazo formidable me recorrió por completo, los músculos estallaron en el esfuerzo y el pavor me cegó con un velo de sangre. El clamor del tren y mi propio alarido se me metieron bajo la piel, invadiéndome enteramente, me convertí en un solo terrible rugido. Vislumbré las luces inmensas que se me venían encima, me ardió la piel con el calor de los motores y del aire partido en dos por esa gigantesca flecha, las chispas de las ruedas metálicas contra los rieles me dieron en la cara. Hubo un instante que duró un milenio, una fracción de tiempo congelada para siempre, y quedé suspendido en un abismo inconmensurable, flotando delante de la locomotora, un pájaro petrificado en pleno vuelo, cada partícula del cuerpo extendida en el último salto hacía adelante, la mente detenida en la certeza de la muerte.
No sé lo que ocurrió enseguida. Sólo recuerdo que desperté rodando al otro lado de los rieles con náuseas, extenuado, aspirando a todo pulmón el olor a metal caliente, aturdido por el fragor furioso de la enorme bestia que pasaba y pasaba, larguísima, interminable, y cuando acabó por fin de alejarse, sentí un silencio anormal, un vacío absoluto, y la oscuridad me envolvió entero. Un siglo después Carmen y Juan José me tomaron de los brazos para ponerme de pie.
—Levántate. Gregory, vámonos de aquí antes que llegue la policía…
Y entonces tuve un chispazo de lucidez y alcancé a ver en la penumbra de la tarde cómo los muchachos escapaban corriendo hacia la carretera, cómo salían disparados los coches morados de los pandilleros, cómo no quedaba un alma en el lugar más que Carmen, Juan José y yo, salpicado de sangre, y los pedazos de Martínez repartidos por todos lados.