PRIMERA PARTE
Iban por los caminos del oeste sin prisa y sin rumbo obligatorio, cambiando la ruta de acuerdo al capricho de un instante, al signo premonitorio de una bandada de pájaros, a la tentación de un nombre desconocido. Los Reeves interrumpían su errático peregrinaje donde los sorprendiera el cansancio o encontraran a alguien dispuesto a comprar su intangible mercadería. Vendían esperanza. Así recorrieron el desierto en una y otra dirección, cruzaron las montañas y una madrugada vieron aparecer el día en una playa del Pacífico. Cuarenta y tantos años más tarde, durante una larga confesión en la que pasó revista a su existencia y sacó la cuenta de sus errores y sus aciertos, Gregory Reeves me describió su recuerdo más antiguo: un niño de cuatro años, él mismo, orinando sobre una colina al atardecer, el horizonte teñido de rojo y ámbar por los últimos rayos del sol, a su espalda los picachos de los cerros y más abajo, una extensa planicie donde su vista se pierde. El liquido caliente se escurre como algo esencial de su cuerpo y de su espíritu, cada gota, al hundirse en la tierra, marca el territorio con su firma. Demora el placer, juega con el chorro, trazando un círculo color topacio sobre el polvo, percibe la paz intacta de la tarde, lo conmueve la inmensidad del mundo con un sentimiento de euforia, porque él es parte de ese paisaje limpio y pleno de maravillas, una inconmensurable geografía a explorar.
A poca distancia lo aguarda su familia. Todo está bien, por primera vez tiene conciencia de la felicidad; es un momento que jamás olvidará. A lo largo de su vida Gregory Reeves sintió en varias ocasiones ese deslumbramiento ante las sorpresas del mundo, esa sensación de pertenecer a un lugar espléndido donde todo es posible y cada cosa, desde lo más sublime hasta lo más horrendo, tiene una razón de ser, nada sucede por azar, nada es inútil, como predicaba a gritos su padre, ardiendo de fervor mesiánico, con una serpiente enroscada a sus pies. Y cada vez que tuvo ese chispazo de comprensión recordaba aquella puesta de sol en la colina. Su niñez fue una época demasiado larga de confusiones y penumbras, excepto esos años viajando con su familia. Su padre, Charles Reeves, guiaba a la pequeña tribu con severidad y reglas claras, todos juntos, cada uno cumpliendo con sus deberes, premio y castigo, causa y efecto, disciplina basada en una escala de valores inmutable. El padre vigilaba como el ojo de Dios. Los viajes determinaban la suerte de los Reeves sin alterarles la estabilidad, porque las rutinas y las normas eran precisas.
Ése fue el único período en que Gregory se sintió seguro. La rabia empezó más tarde, cuando desapareció el padre y la realidad comenzó a deteriorarse de manera irreparable.
El soldado inició la marcha en la mañana con su mochila a la espalda y a media tarde ya estaba arrepentido de no haber tomado el bus.
Partió silbando contento, pero con el paso de las horas le dolía la cintura y la canción se le enredaba con palabrotas. Eran sus primeras vacaciones después de un año de servicio en el Pacífico y regresaba a su pueblo con una cicatriz en el vientre, los resabios de un ataque de malaria y tan pobre como siempre había sido, llevaba la camisa suspendida de una rama para improvisar sombra, sudaba y su piel tenía el brillo de un espejo oscuro.
Pensaba aprovechar cada instante de ese par de semanas de libertad, pasar las noches jugando billar con los amigos y bailando con las chicas que contestaron sus cartas, dormir a pierna suelta, despertar con el olor del café recién colado y de los panqueques de su madre, único plato apetitoso de su cocina, lo demás olía a caucho quemado, pero a quién podía importarle la habilidad culinaria de la mujer más hermosa en cien millas a la redonda, una leyenda viviente con largos huesos de escultura y ojos amarillos de leopardo. Hacía mucho que no pasaba un alma por esas soledades, cuando sintió a su espalda los estertores de un motor y divisó a lo lejos la silueta imprecisa de un camión temblequeando como un esforzado espejismo en la reverberación de la luz. Esperó que se aproximara para pedirle un levantón, pero al tenerlo más cerca cambió de idea, asustado por aquella inusitada aparición, un cacharro pintado de colores insolentes, cargado hasta el tope con una montaña de bártulos, coronado por una jaula con pollos, un perro atado de una cuerda, y sobre el techo un megáfono y un cartel donde se leía en grandes letras El Plan Infinito. Se apartó para dejarlo pasar, lo vio detenerse pocos metros más adelante y por la ventanilla asomó una mujer de pelo color tomate que le hizo señas para llevarlo. No supo si alegrarse; se acercó cauteloso, calculando que seria imposible entrar en la cabina donde viajaban apretados tres adultos y dos niños, y se requería pericia de acróbata para trepar en la parte trasera. Se abrió la puerta y el conductor saltó al camino.
—Charles Reeves —se presentó cortés, pero con inequívoca autoridad.
—Benedict… señor… King Benedict —replicó el joven secándose la frente.
—Vamos un poco incómodos, como ve, pero donde caben cinco caben seis.
El resto de los pasajeros también descendió, la mujer de greñas rojas se alejó en dirección a unos arbustos, seguida por una chiquilla de unos seis años quien para ganar tiempo iba bajándose los calzones, mientras el niño menor le sacaba la lengua al desconocido, medio oculto tras la otra viajera. Charles Reeves desató una escalera del costado del camión, se subió sobre la carga con agilidad y soltó al perro, que se bajó de un brinco temerario y echó a correr por los alrededores olisqueando las matas.
—A los niños les gusta viajar atrás, pero es peligroso, no pueden ir solos. Olga y usted los cuidarán. Pondremos a Oliver delante para que no lo moleste, es todavía un cachorro, pero ya tiene mañas de animal viejo —decidió Charles Reeves, indicándole que subiera.
El soldado lanzó su mochila sobre el cerro de bártulos y se trepó, luego estiró los brazos para recibir al niño menor, que Reeves había alzado sobre su cabeza, un chico flaco, de orejas salidas y una irresistible sonrisa que le llenaba la cara de dientes. Cuando regresaron la mujer y la niña se subieron también atrás, los otros dos entraron a la cabina y poco después el camión se puso en marcha.
—Yo me llamo Olga y éstos son Judy y Gregory —se presentó la de cabello imposible, esponjando sus faldas mientras repartía manzanas y galletas.
—No se siente sobre esa caja, ahí va la boa y no hay que taparle los huecos de ventilación —agregó.
El pequeño Gregory dejó de sacar la lengua apenas se dio cuenta de que el viajero venía de la guerra, entonces una expresión reverente reemplazó las morisquetas burlonas y comenzó a interrogarlo sobre aviones de combate, hasta que lo venció la modorra. El soldado intentó conversar con la pelirroja, pero ella contestaba con monosílabos y no se atrevió a insistir. Se puso a canturrear canciones de su pueblo, mirando de reojo la misteriosa caja, hasta que los demás se durmieron sobre la pila de bultos, entonces pudo observarlos a su antojo. Los niños eran de pelo casi blanco y los ojos tan claros que de perfil parecían ciegos; en cambio la mujer tenía el color aceitunado de algunas razas mediterráneas. Llevaba abiertos los primeros botones de la blusa, gotas de sudor mojaban su escote y descendían como un lento hilo por la hendidura entre los senos. Había levantado un brazo para apoyar la cabeza sobre un cajón, revelando unos vellos oscuros en la axila y una mancha húmeda en la tela. Desvió los ojos, temeroso de ser sorprendido y de que ella interpretara mal su curiosidad; hasta entonces esas personas habían sido amables, demasiado amables, pensó, pero nunca se puede estar seguro con los blancos. Dedujo que los chiquillos eran de la otra pareja, aunque a juzgar por las edades aparentes de los Reeves también podrían ser sus nietos. Pasó revista a la carga y llegó a la conclusión de que esa gente no se estaba mudando de casa, como había supuesto al principio, sino que viajaban en su vivienda permanente. Notó que llevaban un tambor con varios galones de agua y otro con combustible y se preguntó cómo conseguían gasolina, racionada por la guerra desde hacía ya un buen tiempo. Todo estaba dispuesto en un orden meticuloso; de garfios y ganchos colgaban utensilios y herramientas, compartimentos exactos contenían las maletas, nada quedaba suelto. Cada bulto estaba marcado y había varias cajas con libros. Pronto el calor y el vapuleo del viaje lo agotaron y se adormeció recostado contra la jaula de pollos.
Despertó a media tarde al sentir que se detenían. El cuerpo del muchacho sobre sus piernas no pesaba casi nada, pero la inmovilidad le había acalambrado los músculos y sentía la garganta seca. Por unos instantes no supo dónde estaba, echó mano al bolsillo del pantalón en busca de su cantimplora de whisky y se bebió un largo sorbo para aclarar la mente. La mujer y los niños estaban cubiertos de polvo y el sudor les marcaba líneas por las mejillas y el cuello. Charles Reeves se había desviado del camino y se encontraban bajo un grupo de árboles, única sombra en esa desolación, allí acamparían para que se enfriara el motor, pero al día siguiente podría llevarlo hasta su casa, le explicó al soldado, quien para entonces estaba más tranquilo; esa extraña familia empezaba a inspirarle simpatía. Reeves y Olga bajaron algunos bultos del camión y armaron dos gastadas tiendas de campaña, mientras la otra mujer, que se presentó como Nora Reeves, preparaba la comida en un armatoste a queroseno con ayuda de su hija Judy, y el muchacho buscaba palos para una fogata, con el perro tras sus talones.
—¿Vamos a cazar liebres, papá? —suplicó tironeando los pantalones de su padre.
—Hoy no hay tiempo para eso, Greg —replicó Charles Reeves sacando un pollo de la jaula y desnucándolo con un tirón firme del pescuezo.
—No se consigue carne. Guardamos los pollos para ocasiones especiales… —explicó Nora, como pidiendo disculpas.
—¿Hoy es un día especial, mamá? —preguntó Judy.
—Sí. hija, el señor King Benedict es nuestro invitado.
Al atardecer el campamento estaba listo, el ave hervía en una olla y cada uno se dedicaba a lo suyo a la luz de las lámparas de carburo y al calor del fuego: Nora y los muchachos hacían tareas escolares, Charles Reeves hojeaba una manoseada copia del National Geographic y Olga fabricaba collares con cuentas de colores.
—Son para la buena fortuna —le notificó al huésped.
—Y también para la invisibilidad —dijo la niña.
—¿Cómo?
—Si usted empieza a volverse invisible se pone uno de estos collares y todos pueden verlo —aclaró Judy.
—No le haga caso, son cosas de niños —se rió Nora Reeves.
—¡Es verdad, mamá!
—No contradigas a tu madre —la cortó Charles Reeves secamente.
Las mujeres instalaron la mesa, un tablón cubierto con un mantel, platos de loza, vasos de vidrio e impecables servilletas. Aquel despliegue le pareció al soldado poco práctico para un campamento; en su propia casa comían con vajilla de latón, pero se abstuvo de hacer comentarios. Sacó de su bolsa una conserva de carne y se la pasó tímidamente a su anfitrión, no quería aparecer como pagando la cena, pero tampoco podía aprovechar la hospitalidad sin contribuir con algo. Charles Reeves la colocó al centro de la mesa, junto a los frijoles, el arroz, y la fuente con el pollo. Se tomaron de las manos y el padre bendijo la tierra que los acogía y el don de los alimentos. No había bebidas alcohólicas a la vista y el huésped no se atrevió a sacar su frasco de whisky pensando que tal vez los Reeves eran abstemios por motivos religiosos. Le llamó la atención que en su breve oración el padre no nombrara a Dios. Notó que comían con delicadeza, cogiendo los cubiertos con las puntas de los dedos, pero no había nada pretencioso en sus modales. Después de cenar trasladaron los tiestos a una batea con agua para lavarlos al día siguiente, taparon la cocina y le dieron las sobras de los platos a Oliver. Para entonces ya era noche cerrada, la densa oscuridad derrotaba las luces de las lámparas y la familia se instaló alrededor del fuego que iluminaba el centro del campamento. Nora Reeves cogió un libro y leyó en alta voz una enredada historia de egipcios que por lo visto los niños ya conocían porque Gregory la interrumpió.
—No quiero que Aida se muera encerrada en la tumba, mamá.
—Es sólo una ópera, hijo.
—¡No quiero que se muera!
—Esta vez no morirá, Greg —determinó Olga.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo vi en mi bola.
—¿Estás segura?
—Completamente segura.
Nora Reeves se quedó mirando el libro con cierto aire de consternación, como si cambiar el final fuera para ella un inconveniente insuperable.
—¿Qué bola es ésa? —preguntó el soldado.
—La bola de cristal donde Olga ve todo lo que nadie más puede ver —explicó Judy en el tono de quien le habla a un retardado.
—No todo, sólo algunas cosas —aclaró Olga.
—¿Puede ver mi futuro? —pidió Benedict con tal ansiedad que hasta Charles Reeves levantó la mirada de su revista.
—¿Qué quiere saber?
—¿Viviré hasta el fin de la guerra? ¿Volveré entero?
Olga partió al camión y poco después regresó con una esfera de vidrio y un desteñido paño de terciopelo bordado, que colocó sobre la mesa. El hombre sintió un escalofrío supersticioso y se preguntó si acaso habría caído en una secta maldita, como esas que raptaban criaturas para arrancarles el corazón en sus misas satánicas, sobre todo niños negros, como aseguraban las comadres en su pueblo. Judy y Gregory se acercaron curiosos, pero Nora y Charles Reeves volvieron a sus lecturas. Olga indicó al soldado que se sentara al frente, rodeó la bola con sus dedos de uñas mal pintadas, escrutó la esfera por un buen rato, luego tornó las manos de su cliente y examinó con gran atención las palmas claras cruzadas de líneas oscuras.
—Usted vivirá dos veces —dijo al fin.
—¿Cómo dos veces?
—No lo sé. Sólo puedo decirle que vivirá dos veces o dos vidas.
—O sea que no moriré en la guerra.
—Si se muere seguro resucita —dijo Judy.
—¡¿Moriré o no?!
—Supongo que no —dijo Olga.
—Gracias, señora, muchas gracias… —se le iluminó la cara como si ella le hubiera entregado un certificado irrevocable de permanencia en el mundo.
—Bueno, ya es hora de dormir, mañana saldremos temprano —interrumpió Charles Reeves.
Olga ayudó a los niños a ponerse sus piyamas y pronto se retiró con ellos a la carpa más pequeña, seguidos por Oliver. Al poco rato Nora Reeves se asomó a gatas en el umbral para dar una última mirada a sus hijos antes de irse a la cama. Tendido cerca del fuego, King Benedict escuchó sus voces.
—Mamá, ese hombre me da miedo —susurró Judy.
—¿Por qué, hija?
—Porque es negro como un zapato.
—No es el primero que ves, Judy, ya sabes que hay gente de muchos colores y es bueno que así sea. Los blancos somos los menos.
—Yo veo más blancos que negros, mamá.
—Éste es sólo un pedazo del mundo, Judy. En África hay más negros que blancos. En China tienen la piel amarilla. Si nosotros viviéramos al sur de la frontera seríamos unos bichos raros en la calle; la gente quedaría atónita ante tu pelo blanco.
—De todos modos ese hombre me asusta.
—La piel no importa nada. Mírale los ojos. Parece un hombre bueno.
—Tiene los mismos ojos de Oliver —anotó Greg con un bostezo.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial la vida era dura. Los hombres todavía partían al frente con cierto entusiasmo aventurero, pero a las mujeres la propaganda patriótica no les hacía más llevadera la soledad, para ellas Europa era una pesadilla remota, estaban hartas de trabajar para mantener la casa, de criar solas a sus hijos y del racionamiento. No se veía la pobreza generalizada de la década anterior, pero tampoco había prosperidad y aún deambulaban por las carreteras algunos campesinos en busca de nuevas tierras; la basura blanca, como los llamaban para diferenciarlos de otros tan pobres como ellos, pero mucho más humillados: los negros, los indios y los braceros mexicanos. Aunque las únicas posesiones terrenales de los Reeves eran el camión y su contenido, gozaban de mejor situación, parecían menos toscos y desesperados, tenían las manos libres de callos y la piel, aunque curtida por la intemperie, no era una suela seca, como la de los trabajadores de la tierra. Al cruzar las fronteras estatales los policías los trataban sin altanería, porque sabían distinguir los sutiles niveles de la pobreza y en esos viajeros no detectaban asomo de humildad. No los obligaban a descargar el camión y abrir sus bultos, como a los campesinos expulsados de sus propiedades por las tormentas de polvo, las sequías o las máquinas del progreso, ni los provocaban con insultos buscando pretexto para violentarlos, como a los latinos, los negros y los pocos indios sobrevivientes de las masacres y el alcohol; se limitaban a preguntarles adónde se dirigían. Charles Reeves, un sujeto de rostro ascético y mirada ardiente que se imponía por presencia, replicaba que era artista y llevaba sus cuadros a vender a una ciudad cercana. No mencionaba su otra mercancía para no crear confusión y verse obligado a dar largas explicaciones. Había nacido en Australia y después de dar vueltas por medio mundo en buques de contrabandistas y traficantes, desembarcó una noche en San Francisco. De aquí ya no me muevo, decidió, pero su naturaleza errante le impedía permanecer quieto en un lugar determinado, y apenas se le agotaron las sorpresas emprendió la marcha por el resto del país. Su padre, un ladrón de caballos que cumplió condena deportado a Sidney, cultivó en él la pasión por esos animales y por los espacios abiertos; el aire libre se lleva en la sangre, decía. Enamorado de los vastos paisajes y de la leyenda heroica de la conquista del oeste, pintaba tierras inmensas, indios y vaqueros. De su pequeña industria de cuadros y de las adivinanzas de Olga, vivía la familia.
Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, como él mismo se presentaba, había descubierto el significado de la vida en una revelación mística. Contaba que se hallaba solo en el desierto, como Jesús de Nazaret, cuando un Maestro se materializó en forma de víbora y le mordió un tobillo, vean la cicatriz. Agonizó por dos días y cuando sintió el hielo de la muerte subirle del vientre al corazón, su inteligencia se expandió de súbito y ante sus ojos afiebrados apareció el mapa perfecto del universo con sus leyes y secretos. Al despertar estaba curado del veneno y su mente había entrado en un plano superior del cual no pensaba descender. Durante aquel radiante delirio el Maestro le ordenó divulgar La única Verdad del Plan Infinito y él lo hizo con disciplina y dedicación, a pesar de los graves inconvenientes que esa misión representaba, como decía siempre a sus oyentes. Tantas veces repitió la historia que acabó creyéndola y no se acordaba de que adquirió la cicatriz en una caída de bicicleta. Sus sermones y libros aportaban muy poco dinero, apenas suficiente para alquilar el local de las reuniones y publicar sus obras en breves ediciones ordinarias. El predicador no contaminaba su labor espiritual con groseros propósitos comerciales, como era el caso de tantos charlatanes que en esa época recorrían el país aterrorizando a la gente con la ira de Dios para esquilmarla de sus escasos ahorros. Tampoco usaba el infame recurso de amedrentar a la audiencia hasta crear un clima de histeria, incitando a los participantes a expulsar al Maligno mediante espumarajos y revolcones, principalmente porque negaba la existencia de Satanás y esos escándalos le repugnaban. Cobraba un dólar por entrar a sus prédicas y otros dos por salir, porque en la puerta montaban guardia Nora y Olga con una pila de sus libros y nadie osaba pasar por delante sin adquirir un ejemplar. Tres dólares no era una suma exagerada, considerando los beneficios recibidos por los oyentes, que partían reconfortados en la certeza de que sus desgracias eran parte de un diseño divino, tal como sus almas eran partículas de la energía universal, no estaban desamparados, ni el cosmos era un negro espacio donde prevalecía el caos; existía un Gran Espíritu Unificador que le daba sentido a la existencia. Para preparar sus sermones Reeves echaba mano de las briznas de información a su alcance, de su experiencia y su certera intuición, amén de las lecturas de su mujer y de sus propias indagaciones en la Biblia y en el Reader’s Digest.
Durante la Gran Depresión se ganó la vida pintando murales en las oficinas postales; así conoció casi todo el país, desde las tierras húmedas y calientes donde todavía se escuchaban ecos del llanto de los esclavos, hasta las montañas de hielo y los altos bosques; pero siempre volvía al oeste. Le había prometido a su mujer que su peregrinación terminaría en San Francisco, donde arribarían un luminoso día de verano en un futuro hipotético, y allí descargarían el camión por última vez y se instalarían para siempre. Aunque el trabajo de los murales para el correo había terminado hacía mucho, todavía conseguía de vez en cuando pintar un letrero comercial para una tienda o un cuadro alegórico para una parroquia, en cuyo caso los viajeros se detenían por un tiempo en el mismo sitio y los niños tenían oportunidad de hacer amigos. Fanfarroneaban ante otras criaturas enredándose en tantas exageraciones y mentiras que ellos mismos acababan temblando ante la visión pavorosa de osos y coyotes que los asaltaban de noche, indios que los perseguían para arrancarles el cuero cabelludo y bandoleros que su padre combatía a escopetazos.
De las brochas y pinceles de Charles Reeves brotaban con asombrosa facilidad desde una rubia opulenta con una botella de cerveza en la mano, hasta un tremebundo Moisés aferrado a las Tablas de la Ley, pero esos trabajos importantes no eran frecuentes, en general sólo lograba vender modestas telas fabricadas a medias con Olga. Prefería pintar la naturaleza que lo apasionaba, rojas catedrales de roca viva, secas planicies del desierto y costas abruptas, pero nadie compraba lo que podía mirar con sus propios ojos y le recordaba las asperezas de su suerte. ¿Para qué colgar en la pared lo mismo que se divisaba por la ventana? El cliente seleccionaba en el National Geographic el paisaje más próximo a sus fantasías o aquel cuyo colorido hiciera juego con los gastados muebles de su sala. Otros cuatro dólares le daban derecho a un indio o un vaquero, y el resultado era un piel roja emplumado en las gélidas cumbres del Tibet o un par de vaqueros con sombrero de alas y botas de tacón batiéndose en duelo sobre las arenas nacaradas de una playa polinésica. Olga no demoraba mucho en copiar el paisaje de la revista, Reeves hacía la figura humana de memoria en pocos minutos y los clientes pagaban al contado y partían con el óleo aún fresco.
Gregory Reeves hubiera jurado que Olga siempre estuvo con ellos. Mucho más tarde preguntó cuál era su papel en la familia, pero nadie pudo contestarle porque en esos entonces su padre había muerto y del tema no se hablaba. Nora y Olga se conocieron en el barco de refugiados que las trajo de Odesa a través del Atlántico hasta Norteamérica, se perdieron de vista por muchos años y la casualidad las reunió cuando Nora ya estaba casada y la otra había consolidado su vocación de curandera. Entre ellas hablaban en ruso. Eran totalmente diferentes, tan introvertida y tímida la primera como exuberante la segunda. Nora, de huesos largos y movimientos lentos, tenía rostro de gato y peinaba en un moño sus largos cabellos pálidos, no usaba maquillaje ni adornos y siempre parecía recién aseada. En esos viajes polvorientos donde escaseaba el agua para lavarse y resultaba imposible planchar un vestido, ella se las arreglaba para presentarse tan pulcra como el blanco mantel almidonado de su mesa.
Su carácter reservado se acentuó con los años, poco a poco se desprendió de la tierra, elevándose a una dimensión donde nadie pudo darle alcance. Olga, varios años menor, era una morena bien plantada, baja de estatura, con redondos volúmenes, cintura apretada y piernas cortas, pero bien formadas e insolentes. Una mata de pelo salvaje teñido con henna caía sobre sus hombros como una estrafalaria peluca en diversos tonos de bermellón; se colgaba tantos abalorios que parecía un ídolo cubierto de baratijas, aspecto que la ayudaba en sus tareas divinatorias; la bola de vidrio y las cartas del Tarot brotaban como extensiones naturales de sus manos con anillos en todos los dedos. No tenía la menor curiosidad intelectual, sólo leía los crímenes en la prensa amarilla y una que otra novela romántica; también cultivaba la clarividencia con algún estudio sistematizado, porque la consideraba un talento visceral. O se tiene o no se tiene.
Es inútil tratar de adquirirla en los libros, decía. Nada sabía de magia, astrología, cábala y otros temas propios de su oficio, apenas conocía los nombres de los signos zodiacales, pero a la hora de usar su bola de maga o sus naipes marcados resultaba un portento. Lo suyo no era una ciencia oculta, sino arte de fantasía, compuesto en su mayor parte de intuición y astucia. Estaba genuinamente convencida de sus poderes sobrenaturales; hubiera apostado la cabeza en favor de sus profecías y si le fallaban siempre tenía a flor de labios una disculpa razonable, por lo general se trataba de una mala interpretación de sus palabras. Cobraba un dólar por adelantado para adivinar el sexo de los niños en el vientre de la madre. Acostaba a la mujer en el suelo, con la cabeza hacia el norte, le colocaba una moneda en el ombligo y balanceaba sobre su barriga un trozo de plomo atado a un hilo de pescar. Si ese improvisado péndulo se movía en la dirección de las agujas del reloj nacería un niño y al revés una niña. El mismo sistema aplicaba con vacas y yeguas preñadas, apuntando a las ancas del animal. Daba su veredicto, lo escribía en un papel y lo guardaba como prueba contundente. Cierta vez regresaron a un caserío donde habían estado meses antes y una mujer acudió, acompañada por una procesión de curiosos mal dispuestos, a reclamar su dólar.
—Usted me aseguró que iba a tener un niño y mire lo que me salió, otra chiquilla. ¡Y ya tengo tres!
—No puede ser ¿está segura que le pronostiqué un varón?
—¡Claro. Cómo no voy a saber lo que usted me dijo, si para eso le pagué!
—Me entendió mal —replicó Olga terminante.
Se encaramó al camión, hurgó un rato en su baúl y produjo un trozo de papel que mostró a los presentes, donde había una sola palabra escrita: niña. Un hondo suspiro de admiración recorrió a los visitantes, incluyendo a la madre, que se rascó la cabeza, confundida. Olga no tuvo que devolverle el dólar y además fortaleció su reputación de adivina, no le alcanzó la tarde y parte de la noche para atender a la fila de clientes dispuestos a verse la suerte. Entre los amuletos y potiches que ofrecía, lo más solicitado era su «agua magnetizada», milagroso líquido envasado en toscos frascos de vidrio verde. Explicaba que se trataba sólo de agua común, pero dotada de poderes curativos porque estaba impregnada de fluidos psíquicos. Realizaba esta operación en noche de luna llena y, según habían comprobado Judy y Gregory, consistía simplemente en llenar los frascos, taparlos con un corcho y ponerles las etiquetas, pero ella aseguraba que al hacerlo cargaba el agua de fuerza positiva, y así debía ser, porque las botellas se vendían como pan caliente y los usuarios nunca se quejaron de los resultados. Según cómo se empleara prestaba diversos servicios: bebiéndola lavaba los riñones, frotándola aliviaba dolores de artritis y en el peinado mejoraba la concentración mental, pero no tenía efecto en dramas pasionales, como celos, adulterio o involuntaria soltería, en este punto la hechicera era muy clara y así se lo advertía a los compradores.
Tan escrupulosa era en sus recetas como en asuntos de dinero, sostenía que no existe buen remedio gratuito; sin embargo no cobraba por ayudar en un parto, le gustaba traer criaturas a este mundo, nada podía compararse al instante en que aparecía la cabeza del recién nacido en la sangrante abertura de su madre. Ofrecía sus servicios de comadrona en las fincas aisladas y los sectores más pobres de los pueblos, en especial los barrios de negros, donde la idea de dar a luz en un hospital era todavía una novedad. Mientras esperaba junto a la futura madre, cosía pañales y tejía botines para el niño y sólo en esas raras ocasiones se dulcificaba su pintarrajeado rostro de hechicera. Cambiaba el tono de su voz para animar a su paciente durante las horas más difíciles y para cantar la primera canción de cuna a la criatura que había traído al mundo. A los pocos días, cuando madre e hijo habían aprendido a conocerse mutuamente, se reunía con los Reeves, que acampaban cerca. Al despedirse anotaba en un cuaderno el nombre del niño, la lista era extensa y a todos los llamaba sus ahijados. Los nacimientos traen buena suerte, era su brusca explicación por no cobrar sus servicios. Tenía una relación de hermana con Nora y de tía regañona con Judy y Gregory a quienes consideraba sus sobrinos. A Charles Reeves lo trataba como a un socio, con una mezcla de petulancia y buen humor. Nunca se tocaban, parecían no mirarse siquiera, pero actuaban en equipo, no sólo en el negocio de los cuadros, sino en todo lo que hacían juntos. Ambos disponían del dinero y los recursos de la familia, consultaban los mapas y decidían los caminos; salían a cazar, perdiéndose durante horas bosque adentro. Se respetaban y se reían de las mismas cosas, ella era independiente, aventurera y de carácter tan decidido como el predicador; estaba fabricada de su mismo acero, por lo mismo no la impresionaban el carisma ni el talento artístico de ese hombre. Era la reciedumbre masculina de Charles Reeves, que más tarde sería también la característica de su hijo Gregory, lo único que en algunos momentos la subyugaba.
Nora, la mujer de Charles Reeves, era uno de esos seres predestinados al silencio. Sus padres, judíos rusos, le dieron la mejor educación que pudieron costear, se graduó de maestra y aunque dejó su profesión al casarse, se mantenía en forma estudiando historia, geografía y matemáticas para enseñarles a sus hijos, porque resultaba imposible enviarlos a la escuela con la vida de bohemios que llevaban. Durante los viajes leía revistas y libros esotéricos, pero sin la presunción de analizar esas lecturas; se limitaba a entregar la información al Doctor en Ciencias Divinas para que él la utilizara. No le cabía la menor duda de que su marido estaba dotado de poderes psíquicos para ver lo oculto y descubrir la verdad allí donde el resto de las personas sólo encontraban sombras. Se habían conocido cuando ninguno de los dos era muy joven y su relación siempre tuvo un tono educado y maduro. Nora estaba incapacitada para la vida práctica; su mente se perdía en sueños de otro mundo, más preocupada de las posibilidades del espíritu que de las vicisitudes cotidianas. Amaba la música, y los momentos más espléndidos de su anodina existencia fueron unas cuantas óperas a las que asistió en su juventud; atesoraba cada detalle de esos espectáculos, podía cerrar los ojos y escuchar las voces magistrales, conmoverse con las trágicas pasiones de los personajes y apreciar el colorido y las texturas del decorado y el vestuario. Leía partituras imaginando cada escena como parte de su propia vida, y los primeros cuentos que escucharon sus hijos fueron los amores malditos y las muertes inevitables de la lírica universal. En ese ámbito exagerado y romántico se refugiaba cuando las vulgaridades de la realidad la agobiaban. Por su parte Charles Reeves había recorrido todos los mares y se había ganado la subsistencia en diversos oficios; tenía a su haber más aventuras de las que alcanzaba a contar, varios amores fracasados a la espalda y algunos hijos sembrados por aquí y por allá, de quienes nada sabía.
Al verlo arengar a un grupo de atónitos feligreses, Nora se prendó de él. Estaba resignada a su suerte de solterona, como tantas otras mujeres de su generación a quienes el azar no les puso un novio por delante y no tuvieron el coraje de salir a buscarlo, pero ese enamoramiento repentino a edad tardía le dio valor para vencer su natural modestia. El predicador había alquilado una sala cerca de la escuela donde ella enseñaba y distribuía propaganda para su charla cuando ella le echó la primera mirada. La impresionaron su rostro noble y su actitud decidida y por curiosidad fue a escucharlo, anticipando un charlatán como tantos que pasaban por allí sin dejar más rastro que unos papeles descoloridos pegados en los muros, pero se llevó una sorpresa. De pie ante su auditorio, frente a una naranja colgada por un hilo del techo, Reeves explicaba la posición del hombre en el universo y en El Plan Infinito. No amenazaba con castigos ni proponía salvación eterna, se limitaba a ofrecer soluciones prácticas para mejorar la convivencia, aquietar la angustia y preservar los recursos del planeta. Todas las criaturas pueden y deben vivir en armonía, aseguraba, y para probarlo destapaba el cajón de la boa y se la enrollaba en el cuerpo, como una manguera de bombero, ante el asombro de sus oyentes que no habían visto nunca una culebra tan larga ni tan gorda. Esa noche Charles Reeves puso en palabras los sentimientos confusos que a Nora la agobiaban y no sabía expresar. Había descubierto las enseñanzas de Bahai Ullah y adoptado la religión Bahai. Esos conceptos orientales de amorosa tolerancia, de unidad entre los hombres, de búsqueda de la verdad y de rechazo de los prejuicios, se estrellaban contra su rígida formación judía y contra la estrechez provinciana de su medio, pero al oír a Reeves todo le pareció fácil; no había necesidad de calentarse el cerebro con aquellas contradicciones fundamentales puesto que ese hombre conocía las respuestas y podía servirle de guía. Deslumbrada por la elocuencia del discurso no puso atención en las vaguedades del contenido. Se sintió tan conmovida que logró vencer su timidez y acercarse a él cuando lo vio solo, con la intención de preguntarle si estaba enterado de la fe Bahai y en caso de que no lo estuviera, ofrecerle las obras de Shogi Effendi. El Doctor en Ciencias Divinas conocía el efecto excitante de sus sermones sobre algunas mujeres y no vacilaba en hacer uso de tal ventaja. Sin embargo la maestra lo atrajo de manera diferente; había algo límpido en ella, una cualidad transparente que no era sólo inocencia, sino auténtica rectitud, un rasgo luminoso, frío e incontaminado, como el hielo. No sólo deseó tomarla en sus brazos, aunque ése fue su primer impulso al ver su extraño rostro triangular y la piel cubierta de pecas, sino también penetrar en la materia cristalina de esa desconocida y encender las brasas dormidas de su espíritu. Le propuso seguir viaje con él y ella aceptó de inmediato con la sensación de haber sido tomada de la mano de una vez para siempre. En ese momento, cuando imaginó la posibilidad de entregarle su alma, comenzó el proceso de abandono que marcaría su destino. Partió sin despedirse de nadie, con una bolsa de libros como único equipaje. Meses después, cuando descubrió que estaba embarazada, se casaron. Si acaso existía en verdad un fuego potencial bajo su flemática apariencia sólo su marido lo supo. Gregory vivió intrigado por la misma curiosidad que atrajo a Charles Reeves en aquella sala alquilada en un pueblo pobre del medio este, intentó mil veces derribar los muros que aislaban a su madre y tocar sus sentimientos, pero como nunca lo consiguió decidió que en su interior no había nada, estaba vacía y era incapaz de amar a nadie con certeza; a lo más manifestaba una imprecisa simpatía por la humanidad en general.
Nora se acostumbró a depender de su marido, transformándose en una criatura pasiva que cumplía sus funciones por reflejo mientras su alma se evadía de los asuntos materiales. Era tan fuerte la personalidad de ese hombre, que para darle espacio ella se fue borrando del mundo, convirtiéndose en una sombra. Participaba en las rutinas de la convivencia, pero aportaba poco a la energía del pequeño grupo; sólo intervenía en los estudios de los niños y en asuntos de higiene y buena salud. Llegó al país en un barco de inmigrantes, y durante los primeros años, hasta que su familia logró vencer a la mala fortuna, se alimentó poco y mal, esa época de miseria le dejó para siempre el aguijón del hambre en la memoria, tenía la manía de los alimentos nutritivos y las píldoras de vitaminas. A sus hijos les comentaba algunos aspectos de su fe Bahai en el mismo tono empleado para enseñarles a leer o para nombrar las estrellas, sin el menor ánimo de convencerlos, sólo se apasionaba al hablar de música, únicas ocasiones en que acentuaba la voz y el rubor teñía sus mejillas. Más tarde aceptó criar a los niños en la Iglesia Católica, como era usual en el barrio hispano donde les tocó vivir, porque comprendió la necesidad de que Judy y Gregory se integraran al medio. Debían soportar demasiadas diferencias de raza y de costumbres como para mortificarlos además con creencias ignotas como su fe Bahai. Por otra parte, consideraba las religiones básicamente iguales; sólo le preocupaban los valores morales, de cualquier manera Dios se encontraba por encima de la comprensión humana, bastaba saber que el cielo y el infierno eran símbolos de la relación del alma con Dios, la cercanía al Creador conduce a la bondad y al goce apacible, la lejanía produce maldad y sufrimiento. En contraste con su tolerancia religiosa no cedía un ápice en los principios de decencia y cortesía; a sus hijos les lavaba la boca con jabón cuando proferían palabrotas y los dejaba sin comer si usaban mal el tenedor, pero los demás castigos corrían por cuenta del padre, ella se limitaba a acusarlos. Un día sorprendió a Gregory robando un lápiz en una tienda y se lo dijo a su marido, quien obligó al niño a devolverlo y a pedir disculpas y luego le quemó la palma de la mano con la llama de un fósforo, ante la mirada impasible de Nora. Gregory anduvo una semana con la llaga viva, pronto olvidó el motivo del escarmiento y quien se lo había infligido, lo único que guardó en su mente fue la rabia contra su madre. Muchas décadas después, cuando se reconcilió con la imagen de ella, pudo agradecerle calladamente los tres bienes capitales que le dejó: amor por la música, tolerancia y sentido del honor.
Hace un calor implacable, el paisaje está seco, no ha llovido desde el comienzo de los tiempos y el mundo parece cubierto de un fino talco rojizo. Una luz inclemente distorsiona el contorno de las cosas, el horizonte se pierde en la polvareda.
Es uno de esos pueblos sin nombre, igual a tantos otros, una calle larga, una cafetería, una solitaria bomba de gasolina, un retén de policía, los mismos míseros comercios y casas de madera, una escuela en cuyo techo flota una bandera desteñida por el sol. Polvo y más polvo. Mis padres han ido al almacén a comprar las provisiones de la semana, Olga ha quedado a cargo de Judy y de mí. Nadie anda por la calle, las persianas están cerradas, la gente espera que refresque para volver a la vida. Mi hermana y Olga dormitan en un banco en el porche de la tienda, aturdidas por el calor, las moscas las acosan, pero ya no se defienden y dejan que les caminen por la cara.
En el aire flota un aroma inesperado de azúcar tostada. Grandes lagartijas azules y verdes se asolean inmóviles, pero cuando trato de atraparlas huyen a refugiarse bajo las casas. Estoy descalzo y siento la tierra caliente en la planta de los pies. Juego con Oliver, le tiro una gastada pelota de trapo, me la trae, la lanzo de nuevo, y así me alejo del lugar; doblo una esquina y me encuentro en un callejón estrecho, en parte sombreado por los rústicos aleros de las casas. Veo a dos hombres, uno es rollizo y tiene la piel de un rosado encendido, el otro es de pelo amarillo, visten overoles de trabajo, están sudando, tienen las camisas y los cabellos empapados. El gordo mantiene atrapada a una chiquilla negra, no debe tener más de diez o doce años, con una mano le tapa la boca y con el otro brazo la inmoviliza en el aire, ella patea un poco y luego se queda quieta, tiene los ojos enrojecidos por el esfuerzo de respirar a través de la mano que la amordaza. El otro me da la espalda y forcejea con sus pantalones. Ambos están muy serios, concentrados, tensos, jadeando. Silencio, sólo oigo esos resoplidos ajenos y el latido de mi propio corazón. Oliver ha desaparecido, las casas también, sólo quedan ellos suspendidos en el polvo, moviéndose como en cámara lenta, y yo, paralizado.
El de pelo amarillo escupe dos veces en su mano y se acerca, separa las piernas de la niña, dos palillos delgados y oscuros que cuelgan inertes, ahora no puedo verla a ella, aplastada entre los cuerpos macizos de los violadores. Quiero escapar, estoy aterrorizado, pero también deseo mirar, sé que está sucediendo algo fundamental y prohibido, soy partícipe de un violento secreto. Se me va el aliento, trato de llamar a mi padre, abro la boca y la voz no me sale, trago fuego, un alarido me llena por dentro y me ahoga. Debo hacer algo, todo está en mis manos, la decisión justa nos salvará a los dos, a la chica negra y a mí, que me estoy muriendo, pero no se me ocurre nada y tampoco puedo hacer ningún gesto, me he vuelto de piedra.
En ese instante oigo a lo lejos mi nombre, Greg, Greg y aparece Olga en el callejón. Hay una larga pausa, un minuto eterno en el cual nada sucede, todo está quieto. Entonces vibra el aire con el largo grito, el ronco y terrible grito de Olga y enseguida los ladridos de Oliver y la voz de mi hermana como un chillido de rata, y por fin logro sacar la respiración y empiezo a gritar también, desesperado. Sorprendidos, los hombres sueltan a la chica, que toca el suelo y echa a correr como un conejo despavorido. Nos observan, el de pelo amarillo tiene algo morado en la mano, algo que no parece parte de su propio cuerpo, y trata de introducirlo dentro de los pantalones, por último dan media vuelta y se alejan, no están turbados, se ríen y hacen gestos obscenos, no quieres un poco tú también, puta loca, le gritan a Olga, ven que te lo metemos. En la calle queda la braga de la muchacha. Olga nos agarra de la mano a Judy y a mí, llama al perro y caminamos de prisa; no, corremos hacia el camión. El pueblo ha despertado y la gente nos mira.
El Doctor en Ciencias Divinas estaba resignado a difundir sus ideas entre campesinos incultos y trabajadores pobres que no siempre eran capaces de seguir el hilo de su complicado discurso, sin embargo no le faltaban seguidores. Muy pocos asistían a sus prédicas por fe, la mayoría iba por simple curiosidad, por esos lados eran pocas las diversiones y la llegada del Plan Infinito no pasaba inadvertida. Después de armar el campamento salía a buscar un local. Solía conseguirlo gratis si contaba con algunos conocidos, en caso contrario debía alquilar una sala o acondicionar una bodega o un granero. Como no tenía dinero, entregaba en garantía el collar de perlas con broche de diamantes de Nora, única herencia de su madre, con el compromiso de pagar al final de cada función. Entretanto su mujer almidonaba la pechera y el cuello de la camisa de su marido, planchaba su traje negro, reluciente por el mucho uso, lustraba sus zapatos, cepillaba su sombrero de copa y preparaba los libros, mientras Olga y los niños salían a repartir casa por casa unos volantes impresos invitando al «Curso Que Cambiará Su Vida, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, lo Ayudará a Alcanzar la Dicha y Obtener Prosperidad».
Olga bañaba a los niños y les ponía sus ropas de domingo y Nora se vestía con su traje azul con cuello de encaje, severo y pasado de moda, pero aún decente. La guerra había cambiado el aspecto de las mujeres, se usaban las faldas estrechas a la rodilla, chaquetas con hombreras, zapatos de plataforma, moños elaborados, sombreros adornados con plumas y velos. Con su vestido monjil Nora semejaba una pulcra abuelita de comienzos de siglo. Olga tampoco seguía la moda, pero en su caso nadie podía acusarla de mojigatería, parecía más bien un papagayo. Por lo demás en esos pueblos ignoraban refinamientos de ese tipo, la existencia transcurría trabajando de sol a sol; los placeres consistían en unos cuantos tragos de alcohol, todavía clandestino en algunos estados, rodeos, cine, un baile de vez en cuando y seguir por la radio los pormenores de la guerra y del béisbol, Por lo mismo cualquier novedad atraía a los curiosos. Charles Reeves debía competir con los Revivals que pregonaban el nuevo despertar del cristianismo, la vuelta a los principios fundamentales de los doce apóstoles y a la letra exacta de la Biblia, evangelistas que recorrían el país con sus carpas, orquestas, fuegos de artificio, gigantescas cruces iluminadas, coros de hermanos y hermanas ataviados como ángeles y bocinas para pregonar a los cuatro vientos el nombre del Nazareno, exhortando a los pecadores a arrepentirse porque Jesús estaba en camino látigo en mano para azotar a los fariseos del templo, y llamando a combatir las doctrinas de Satanás, como la teoría de la evolución, invento maléfico de Darwin. ¡Sacrilegio! ¡El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios y no de los monos! ¡Compra un bono por Jesús! ¡¡Aleluya, aleluya!!, aullaban los altoparlantes. En las carpas se aglomeraban feligreses en busca de redención y circo, todos cantando, muchos bailando y de vez en cuando alguno contorsionando en los estertores del éxtasis, mientras los baldes de la colecta se llenaban hasta el tope con las dádivas de quienes adquirían boletos para el cielo. Nada tan grandilocuente ofrecía Charles Reeves, pero era mucha su carisma, su poder de convicción y el fuego de su discurso. Imposible ignorarlo. A veces alguien avanzaba hasta la plataforma rogando que lo liberara del dolor o de insoportables remordimientos, entonces Reeves, sin ningún aspaviento de santón, con sencillez pero también con gran autoridad, colocaba sus manos en torno a la cabeza del penitente y se concentraba en aliviarlo. Muchos creían ver chispas en sus palmas y los beneficiados por el tratamiento aseguraban haber sido sacudidos por un corrientazo en el cerebro. A la mayoría del público le bastaba escucharlo una vez para engancharse en el Curso, adquirir sus libros y convertirse en adepto.
—La Creación se rige mediante el Plan Infinito. Nada sucede por azar. Los seres humanos somos parte fundamental de ese plan porque estamos colocados en la escala de la evolución entre los Maestros y el resto de las criaturas, somos intermediarios. Debemos conocer nuestro lugar en el cosmos —comenzaba Charles Reeves galvanizando a su auditorio con su voz profunda, vestido de pies a cabeza en su negro atavío, solemne ante la naranja colgada del techo y con la boa a sus pies como un grueso rollo de cuerda marinera. El animal era totalmente abúlico y salvo alguna provocación directa permanecía siempre inmóvil—. Presten mucha atención, para que comprendan los principios del Plan Infinito, pero si no los entienden no importa, basta con que cumplan mis mandamientos. El universo entero pertenece a la Suprema Inteligencia, que lo creó y es tan inmensa y perfecta que el ser humano jamás podrá conocerla. Por debajo de ella están los Logi, delegados de la luz y encargados de llevar partículas de la Suprema Inteligencia a todas las galaxias. Los Logi se comunican con los Maestros Funcionarios a través de quienes hacen llegar los mensajes y las normas del Plan Infinito a los hombres. El ser humano se compone de Cuerpo Físico, Cuerpo Mental y Alma. Lo más importante es el Alma, que no pertenece a la atmósfera terrestre, sino que opera desde la distancia; no está dentro de nosotros, pero domina nuestra vida.
En este punto, cuando los oyentes, algo aturdidos por su retórica, comenzaban a intercambiar miradas de temor o de burla, Reeves galvanizaba a la audiencia de nuevo señalando la naranja para explicar el aspecto del Alma flotando en el éter, como un borroso ectoplasma que sólo algunos expertos ocultistas podían ver. Para probarlo invitaba a varias personas del público a mirar fijamente la naranja y describir su aspecto. Invariablemente describían una esfera amarilla, es decir, una naranja vulgar, él en cambio, veía el Alma. Enseguida presentaba los Logi que se encontraban en la sala en estado gaseoso y por lo tanto invisible, y explicaba que ellos mantenían en marcha la maquinaria precisa del universo. En cada época y en cada región los Logi elegían Maestros Funcionarios para comunicarse con los hombres y divulgar los propósitos de la Suprema Inteligencia. Él, Charles Reeves, Doctor en Ciencias Divinas, era uno de ellos. Su misión consistía en enseñar las pautas a los simples mortales, y una vez cumplida esa etapa pasaría a formar parte del privilegiado contingente de los Logi. Decía que todo acto y pensamiento humano es importante, porque pesa en el equilibrio perfecto del universo, por lo tanto cada persona es responsable de cumplir los mandamientos del Plan Infinito al pie de la letra. Luego enumeraba las reglas de la sabiduría mínima, mediante las cuales se evitaban errores garrafales, capaces de descalabrar el proyecto de la Suprema Inteligencia. Quienes no captaban todo esto en una sola charla, podían tomar el curso de seis sesiones, donde aprenderían las normas de una buena vida, incluyendo dieta, ejercicios físicos y mentales, sueños dirigidos y diversos sistemas para recargar las baterías energéticas del Cuerpo Físico y el Cuerpo Mental, así se asegurarían un destino decoroso y la paz del Alma después de la muerte.
Charles Reeves era un adelantado para su época. Veinte años más tarde varias de sus ideas serían divulgadas por diversos mentalistas a lo largo y ancho de California, la última frontera, donde llegan los aventureros, los desesperados, los inconformistas, los fugitivos de la justicia, los genios desconocidos, los pecadores impenitentes y los locos sin remedio, y donde proliferan todavía todas las fórmulas posibles para evitar la angustia de vivir. Sin embargo no se puede culpar a Charles Reeves de haber iniciado estos estrafalarios movimientos. Hay algo en ese territorio que alborota los espíritus. O tal vez quienes llegaron a poblar esa región iban tan apurados en busca de fortuna o de olvido fácil, que se les quedó el alma rezagada y todavía la están buscando. Incontables charlatanes se han beneficiado ofreciendo fórmulas mágicas para llenar ese vacío doloroso que deja el espíritu ausente. Cuando Reeves predicaba, muchos ya habían descubierto allí la manera de enriquecerse vendiendo intangibles beneficios para la salud del cuerpo y consuelos para el alma, pero él no era de ésos, tenía a honor su austeridad y decoro y así ganó el respeto de sus seguidores. Olga, en cambio, vislumbró la posibilidad de utilizar a los Logi y a los Maestros Funcionarios en algo más rentable, tal vez adquirir un local y formar una iglesia propia, pero ni Charles ni Nora compartieron jamás esa codiciosa idea, para ellos la divulgación de su verdad era sólo una pesada e inevitable carga moral y en ningún caso un negocio de mercachifles.
Nora Reeves podía señalar el día exacto en que perdió la fe en la bondad humana y comenzaron sus silenciosas dudas sobre el significado de la existencia. Era de esas personas capaces de recordar fechas insignificantes, así es que con mayor razón se le grabaron las dos bombas de proporciones cataclísmicas que pusieron punto final a la guerra con el Japón. En los años venideros se vistió de luto para ese aniversario justamente cuando el resto del país se volcaba en celebraciones. Se agotó su interés hasta por las personas más cercanas, es cierto que el instinto maternal nunca fue su principal característica, pero a partir de ese momento pareció desprenderse por completo de sus dos hijos. También se alejó de su marido sin el menor alboroto, con tanta discreción que no pudo reprocharle nada. Se aisló en un claustro secreto donde se las arregló para permanecer intocada por la realidad hasta el final de sus días; cuarenta y tantos años más tarde murió convertida en princesa de los Urales sin haber participado jamás de la vida. Aquel día se festejaba la derrota final del enemigo de ojos oblicuos y piel amarilla, tal como meses antes se había celebrado la de los alemanes. Era el fin de una larga contienda, los japoneses habían sido vencidos por el arma más contundente de la historia, que mató en pocos minutos ciento treinta mil seres humanos y condenó a una lenta agonía a otros tantos. La noticia de lo ocurrido produjo un silencio de horror en el mundo, pero los vencedores ahogaron las visiones de cadáveres chamuscados y ciudades pulverizadas en una algazara de banderas, desfiles y bandas de música, anticipando el regreso de los combatientes.
—¿Se acuerda de ese soldado negro que recogimos por el camino? ¿Vivirá todavía? ¿Volverá a su casa él también? —preguntó Gregory a su madre antes de ir a ver los fuegos artificiales.
Nora no respondió. Estaban en una ciudad de paso y mientras su familia bailaba con la muchedumbre, ella se quedó sola en la cabina del camión. En los últimos meses las noticias provenientes de Europa habían minado su sistema nervioso y la devastación atómica acabó de sumirla en la incertidumbre. Por la radio no se hablaba de otra cosa, los periódicos y el cine mostraban dantescas imágenes de los campos de concentración. Seguía paso a paso el relato minucioso de las atrocidades cometidas y de los sufrimientos acumulados, pensando que en Europa los trenes no se detenían, llevando implacables su carga a los hornos crematorios, y también calcinados perecían millares en el Japón en nombre de otra ideología. Nunca debí traer hijos a este mundo, murmuraba espantada. Cuando Charles Reeves llegó eufórico con la noticia de la bomba, ella consideró obsceno alegrarse por semejante masacre; también su marido parecía haber perdido el juicio, como los demás.
—Nada volverá a ser como antes, Charles. La humanidad ha cometido algo más grave que el pecado original. Esto es el fin del mundo —comentó descompuesta, pero sin alterar su largo hábito de buenas maneras.
—No digas tonterías. Debemos aplaudir los progresos de la ciencia. Menos mal las bombas no están en manos enemigas, sino en las nuestras. Ahora nadie se atreverá a hacernos frente.
—¡Volverán a usarlas y acabarán con la vida en la tierra!
—Terminó la guerra y se evitaron males peores. Muchos más hubieran sido los muertos si no lanzamos las bombas.
—Pero murieron cientos de miles, Charles.
—Ésos no cuentan, eran todos japoneses —se rió su marido.
Por primera vez Nora dudó de la calidad de su alma y se preguntó si era realmente un Maestro, como decía. Muy tarde en la noche regresó su familia. Gregory venía dormido en brazos de su padre y Judy traía un globo pintado con estrellas y rayas.
—Por fin se terminó la guerra. Ahora tendremos mantequilla, carne y gasolina —anunció Olga radiante agitando los restos de una bandera de papel.
Aunque pasó casi un año entre la depresión de su madre y la agonía de su padre, Gregory recordaría ambos eventos como uno solo; en su memoria ambos hechos estarían siempre relacionados, fue el comienzo del estropicio que acabó con la época feliz de su niñez. Poco después, cuando Nora parecía recuperada y ya no hablaba de los campos de concentración y de, las bombas, se enfermó Charles Reeves. Desde un principio los síntomas fueron alarmantes, pero contaba con su fortaleza y no quiso aceptar la traición de su cuerpo. Se sentía joven, todavía era capaz de cambiar una rueda del camión en pocos minutos o pasar varias horas sobre una escalera pintando un mural sin calambres en la espalda. Cuando se le llenó la boca de sangre lo atribuyó a una espina de pescado que probablemente se le había clavado en la garganta y la segunda vez que le ocurrió no se lo dijo a nadie, compró un frasco de Leche de Magnesia y empezó a tomarla cuando sentía el estómago en llamas. Pronto dejó de comer y subsistía con pan remojado en leche, sopas aguadas y papillas de recién nacido; perdió peso, se le llenaron los ojos de niebla, no podía ver con claridad el camino y Olga debió tomar el volante. La mujer adivinaba cuando el enfermo ya no podía más con los sobresaltos del viaje, entonces se detenía y acampaban. Las horas se hacían muy largas, los niños se entretenían correteando por los alrededores, porque su madre había guardado los cuadernos y ya no les hacía clases. Nora no se había puesto en el caso de que Charles Reeves fuera mortal, no lograba entender por qué se apagaba su energía, que era también la suya. Por muchos años su marido había controlado todos los aspectos de su existencia y la de sus hijos, los reglamentos minuciosos del Plan Infinito, que administraba a su antojo, no dejaban espacio para dudas. A su lado ciertamente no tenían libertad, pero tampoco los asediaban inquietudes o temores. No hay razón para alarmarse, se decía, en verdad Charles nunca tuvo mucho pelo y esas arrugas profundas no son nuevas, se las marcó el sol desde hace tiempo, está más delgado, es cierto, pero se recuperará en pocos días apenas empiece a comer como antes, seguro esto es una indigestión ¿verdad que hoy está mucho mejor?, preguntaba a nadie en particular. Olga observaba sin hacer comentarios. No intentó curar a Reeves con sus bebedizos y cataplasmas, se limitaba a ponerle paños húmedos en la frente para bajarle la fiebre. A medida que el enfermo empeoraba, el miedo entró inexorable en la familia; por primera vez se sintieron a la deriva y percibieron el tamaño de su pobreza y su vulnerabilidad. Nora se encogió como un animal apaleado, incapaz de pensar en alguna solución; buscó consuelo en su fe Bahai y dejó a Olga a cargo de los problemas, incluyendo el cuidado de su marido. Ella no se atrevía a tocar a ese viejo sufriente, era un desconocido, imposible reconocer al hombre que la había seducido con su vitalidad. Se desmoronaron la admiración y la dependencia, bases de su amor, y como no supo construir otras, el respeto se le transformó en repugnancia. Apenas encontró una buena disculpa se instaló en la tienda de los niños y Olga se fue a dormir con Charles Reeves para atenderlo durante la noche, según dijo. Gregory y Judy se acostumbraron a verla casi desnuda en la cama de su padre, pero Nora ignoró la situación, dispuesta a fingir indefinidamente que nada había cambiado.
Por un tiempo se suspendió la divulgación del Plan Infinito, porque el Doctor en Ciencias Divinas carecía de ánimo para dar esperanza a otros, si él mismo comenzaba a perder la suya y a preguntarse en secreto si acaso el espíritu realmente trasciende o basta un dolor de vientre para hacerlo añicos. Tampoco podía dedicarse a pintar. Los viajes continuaron con grandes penurias y sin un propósito determinado, como si buscaran algo que siempre estaba en otra parte. Olga ocupó con naturalidad el lugar del padre y los demás no se preguntaron si era ésa la mejor solución; decidía la ruta, manejaba el camión, se echaba al hombro los bultos más pesados, reparaba el motor cuando daba guerra, cazaba liebres y pájaros y con la misma autoridad impartía órdenes a Nora o propinaba un par de nalgadas a los niños cuando se sublevaban. Evitaba las grandes ciudades por la competencia despiadada y el celo de la policía, salvo que pudiera acampar en zonas industriales o cerca de los muelles, donde siempre encontraba clientes. Dejaba a los Reeves instalados en las carpas, cogía sus bártulos de nigromante y partía a vender sus artes. Para viajar usaba toscos pantalones de obrero, camiseta y gorra; pero para ejercer su oficio de clarividente rescataba de su baúl chillona falda de flores, blusa escotada, ruidosos collares y botas amarillas. Se maquillaba a brochazos, sin el menor cuidado: las mejillas de payaso, la boca roja, los párpados azules, el efecto de esa máscara, esos vestidos y el incendio de su pelo era atemorizante y pocos se atrevían a rechazarla por miedo a que de una morisqueta los convirtiera en estatuas de sal. Abrían la puerta, se encontraban ante esa grotesca aparición con una bola de vidrio en la mano y el estupor los dejaba boquiabiertos, vacilación que ella aprovechaba para introducirse en la casa. Era muy simpática si tenía necesidad de serlo; a menudo regresaba al campamento con un trozo de pastel o carne, regalos de clientes satisfechos no sólo por el futuro prometido en los naipes mágicos, sino sobre todo por el chispazo de buen humor que encendía en el aburrimiento perenne de sus vidas. En ese período de tantas incertidumbres la maga afinó el talento; apremiada por las circunstancias desarrolló fuerzas desconocidas y creció hasta convertirse en ese mujerón formidable que tanta influencia tendría en la juventud de Gregory. Al entrar a una vivienda le bastaba olisquear el aire por unos segundos para impregnarse del clima, sentir las presencias invisibles, captar las huellas de la desgracia, adivinar los sueños, oír los susurros de los muertos y comprender las necesidades de los vivos. Pronto aprendió que las historias se repiten con muy pocos cambios, las personas se parecen mucho, todos sienten amor, odio, codicia, sufrimiento, alegría y temor de la misma manera. Negros, blancos, amarillos, todos iguales bajo la piel, como decía Nora Reeves, la bola de cristal no distinguía razas, sólo dolores. Todos querían escuchar la misma buena fortuna, no porque la creyeran posible, sino porque imaginarla servía de consuelo. Olga descubrió también que hay sólo dos clases de enfermedades: las mortales y las que se curan solas a su debido tiempo. Echaba mano de sus frascos de píldoras de azúcar pintadas de colores diversos, de su bolsa de hierbas y de su caja de amuletos para vender salud a los recuperables, convencida de que si el paciente ponía su mente a trabajar en favor de sanarse, lo más probable es que eso ocurriera. La gente confiaba más en ella que en los gélidos cirujanos de los hospitales.
Sus únicas intervenciones importantes eran casi todas ilegales: abortos, extracciones de muelas, costuras de heridas, pero tenía buen ojo y buena mano, de modo que nunca se metió en un lío serio. Le bastaba una mirada para percibir las señales de la muerte y en tal caso no recetaba en parte por escrúpulo y en parte para no perjudicar su propia reputación de curandera. Su práctica en asuntos de salud no sirvió para ayudar a Charles Reeves, porque estaba demasiado cerca, y si vio síntomas fatídicos no quiso admitirlos.
Por orgullo o por temor el predicador se negó a ver a un médico, dispuesto a vencer el sufrimiento a fuerza de obstinación, pero un día se desmayó y desde entonces el poco mando que le quedaba pasó por completo a manos de Olga. Estaban al este de Los Ángeles, donde se concentraba la población latina, y ella tomó la decisión de conducirlo a un hospital. En esa época la atmósfera de la ciudad ya estaba cargada de cierto tinte mexicano, a pesar de la obsesión únicamente americana de vivir en perfecta salud, belleza y felicidad. Centenares de miles de inmigrantes marcaban el ambiente con su desprecio por el dolor y la muerte, su pobreza, fatalismo y desconfianza, sus violentas pasiones, y también la música, comidas picantes y atrevidos colores. Los hispanos estaban relegados a un ghetto, pero por todas partes flotaba su influencia, no pertenecían a ese país y en apariencia no deseaban pertenecer, pero en secreto aspiraban a que sus hijos se integraran.
Aprendían inglés a medias y lo transformaban en un Spánglish de raíces tan firmes que con el tiempo acabó aceptado como la lengua chicana. Aferrados a su tradición católica y el culto a las ánimas, a un enmohecido sentimiento patriótico y al machismo, no se asimilaban y permanecían relegados por una o dos generaciones a los servicios más humildes. Los americanos los consideraban gente malévola, impredecible, peligrosa y muchos reclamaban que cómo diablos no era posible atajarlos en la frontera, para qué sirve la maldita policía, carajo, pero los empleaban como mano de obra barata, aunque siempre vigilados. Los inmigrantes asumían su papel de marginales con una dosis de soberbia: doblados si, pero partidos nunca, hermano. Olga había frecuentado ese barrio en varias oportunidades y allí se sentía a sus anchas, chapuceaba el español con desfachatez y casi no se notaba que la mitad de su vocabulario se componía de palabras inventadas. Pensó que allí podía ganarse la vida con su arte. Llegaron en el camión hasta la puerta del hospital y mientras Nora y Olga ayudaban a bajar al enfermo, los niños, aterrados, enfrentaban las miradas curiosas de quienes se asomaron a observar aquel extraño carromato con símbolos esotéricos pintados a todo color en la carrocería.
—¿Qué es esto? —inquirió alguien.
—El plan infinito, ¿no lo ve? —replicó Judy señalando el letrero en la parte superior del parabrisas. Nadie preguntó más.
Charles Reeves quedó interno en el hospital, donde pocos días después le quitaron la mitad del estómago y le suturaron los agujeros que tenía en la otra mitad. Entre tanto Nora y Olga se acomodaron temporalmente con los niños, el perro, la boa y sus bultos, en el patio de Pedro Morales, un mexicano generoso que había estudiado años atrás el curso completo de las doctrinas de Charles Reeves y ostentaba en la pared de su casa un diploma acreditándolo como alma superior. El hombre era macizo como un ladrillo, con firmes rasgos de mestizo y una máscara orgullosa que se transformaba en una expresión bonachona cuando estaba de buen humor. En su sonrisa flameaban varios dientes de oro que se había puesto por elegancia después de hacerse arrancar los sanos. No permitió que la familia de su maestro quedara a la deriva —las mujeres no pueden estar sin protección, hay muchos bandidos por estos lados, dijo—, pero no había espacio en su casa para tantos huéspedes, porque tenía seis hijos, una suegra desquiciada y algunos parientes allegados bajo su techo. Ayudó a armar las carpas e instalar la cocina a queroseno de los Reeves en su patio, y se preparó para socorrerlos sin ofender su dignidad. Trataba a Nora de doña con gran deferencia, pero a Olga, a quien consideraba más cercana a su propia condición, la llamaba sólo señorita. Inmaculada Morales, su mujer, permanecía impermeable a las costumbres extranjeras y a diferencia de muchas de sus compatriotas en esa tierra ajena, que andaban maquilladas, equilibrándose en tacones de estilete y con rizos quemados por las permanentes y el agua oxigenada, ella se mantenía fiel a su tradición indígena. Era pequeña, delgada y fuerte, con un rostro plácido y sin arrugas, llevaba el cabello en una trenza que le colgaba a la espalda hasta más abajo de la cintura, usaba delantales sencillos y alpargatas, excepto en las fiestas religiosas cuando lucía un vestido negro y sus aros de oro. Inmaculada representaba el pilar de la casa y el alma de la familia Morales. Cuando se le llenó el patio de visitas no se inmutó, simplemente aumentó la comida con trucos generosos echándole más agua a los frijoles, como decía, y cada tarde invitaba a los Reeves a cenar, órale comadre, venga con los chamacos para que prueben estos burritos, o para que no se pierda el chile, miren que hay mucho, bendito Dios, ofrecía tímida. Algo avergonzados, sus huéspedes se sentaban a la hospitalaria mesa de los Morales.
Varios meses costó a Judy y Gregory comprender las reglas de la vida sedentaria. Se vieron rodeados por una calurosa tribu de chiquillos morenos que hablaban un inglés chapuceado y no tardaron en enseñarles su lengua, comenzando por chingada la palabra más sonora y útil de su vocabulario, aunque no era prudente mencionarla delante de Inmaculada. Con los Morales aprendieron a ubicarse en el laberinto de las calles, a regatear, distinguir de una mirada a los muchachos enemigos, esconderse y escapar. Con ellos iban a jugar al cementerio y a observar de lejos a las prostitutas y de cerca a las víctimas de accidentes fatales. Juan José, de la misma edad de Gregory, tenía un olfato infalible para la desgracia, siempre sabía dónde ocurrían los choques de automóviles, los atropellos, las peleas a navajazos y las muertes. Él se encargó de averiguar en pocos minutos el sitio exacto donde un marido a quien su mujer abandonó por seguir a un vendedor viajero, se suicidó parándose delante del tren, porque no pudo con la vergüenza de ser llamado cornudo. Alguien lo vio fumando calmadamente de pie entre las dos líneas y le gritó que se apartara porque venía la máquina, pero él no se movió. El chisme llegó a oídos de Juan José antes de que ocurriera la tragedia. Los niños Morales y los Reeves fueron los primeros en aparecer en el sitio de la muerte y, una vez superado el espanto inicial, ayudaron a recoger los pedazos, hasta que la policía los sacó de allí. Juan José se guardó un dedo como recuerdo, pero cuando comenzó a ver al difunto por todas partes comprendió que debía desprenderse de su trofeo.
Sin embargo, ya era tarde para devolverlo a los deudos porque los fragmentos del suicida habían sido sepultados hacía días. El muchacho, aterrorizado por el alma en pena, no supo cómo disponer del dedo, lanzarlo a la basura o dárselo a la boa de los Reeves no le pareció una forma respetuosa de reparar el mal. Gregory consultó en secreto a Olga y ella sugirió la solución perfecta: dejarlo discretamente sobre el altar de la iglesia, lugar consagrado donde ningún ánima en su sano juicio podría sentirse ofendida. Allí lo encontró el Padre Larraguibel, a quien todos llamaban simplemente Padre por la dificultad de pronunciar su apellido, un cura vasco de alma atormentada, pero gran sentido práctico, quien lo echó al excusado sin comentarios. Bastantes problemas tenía con sus numerosos feligreses como para perder tiempo indagando el origen de un dedo solitario.
Los hermanos Reeves fueron a la escuela por primera vez en sus vidas. Eran los únicos rubios de ojos azules en una población de inmigrantes latinos donde la regla de sobrevivencia era hablar español y correr rápido. Los alumnos tenían prohibición de usar su lengua nativa, se trataba de aprender inglés para integrarse pronto. Cuando a alguien se le salía una palabra castiza al alcance del oído de la maestra, recibía un par de palmetazos en el trasero. Si a Cristo le bastó el inglés para escribir la Biblia, no se necesita otro idioma en el mundo, era la explicación para tan drástica medida. Por desafío los niños hablaban castellano en toda ocasión posible y quien no lo hacía era calificado de besa-culo, el peor epíteto del repertorio escolar. Judy y Gregory no tardaron en percibir el odio racial y temieron ser convertidos en papilla en cualquier descuido. El primer día de clases Gregory estaba tan asustado que no le salía la voz ni para decir su nombre.
—Tenemos dos nuevos alumnos —sonrió la maestra, encantada de contar con un par de chicos blancos entre tantos morenos—. Quiero que los traten bien, los ayuden a estudiar y a conocer las reglas de esta institución.
—¿Cómo se llaman, queridos?
Gregory se quedó mudo, aferrado al vestido de su hermana. Por fin Judy lo sacó del apuro.
—Yo soy Judy Reeves y éste es el tonto de mi hermano —anunció. Toda la clase, incluyendo a la profesora, se echó a reír. Gregory sintió algo caliente y pegajoso en los pantalones.
—Está bien, vayan a sentarse —les ordenó. Dos minutos más tarde Judy empezó a apretarse la nariz y a mirar a su hermano con expresión poco amable. Gregory fijó la vista en el suelo y trató de imaginar que no estaba allí, que iba en el camión por los caminos, al aire libre, que su padre nunca se había enfermado y esa escuela maldita no existía, era sólo una pesadilla. Pronto el resto de los niños percibió el olor y se armó un jaleo.
—Vamos a ver… ¿quién fue? —preguntó la profesora con esa sonrisa falsa que parecía tener pegada en los dientes—. No hay nada de qué avergonzarse, es un accidente, le puede ocurrir a cualquiera… ¿quién fue?
—¡Yo no me cagué y mi hermano tampoco, lo juro! —gritó Judy desafiante. Un coro de burlas y carcajadas acogió su declaración.
La maestra se acercó a Gregory y le sopló al oído que saliera de la clase, pero él se agarró a dos manos del pupitre, con la cabeza metida entre los hombros y los párpados apretados, rojo de bochorno. La mujer trató de sacarlo de un brazo, primero sin violencia y luego a tirones, pero el niño estaba adherido a su silla con la fuerza de la desesperación.
—¡Váyase a la chingada! —aulló Judy a la profesora en su reciente español—. ¡Esta escuela es una mierda! —agregó en inglés.
La mujer se quedó pasmada de sorpresa y enmudeció la clase.
—¡Chingada. Chingada. Chingada! Vámonos, Greg. —Y los dos hermanos salieron de la sala tomados de la mano, ella con la barbilla en alto y él con la suya pegada al pecho.
Judy se llevó a Gregory a una estación de gasolina, lo escondió entre unos tambores de aceite y se las arregló para lavarle los pantalones con una manguera sin que nadie los viera. Volvieron a la casa en silencio.
—¿Cómo les fue? —preguntó Nora Reeves extrañada de verlos de vuelta tan temprano.
—La maestra dijo que no tenemos que volver. Nosotros somos mucho más inteligentes que los otros alumnos. Esos mocosos ni siquiera hablan como la gente, mamá. ¡No saben inglés!
—¿Qué cuento es ése? —interrumpió Olga— ¿y por qué Gregory tiene la ropa empapada?
De manera que al día siguiente debieron regresar a la escuela, arrastrados de un brazo por Olga, quien los acompañó hasta la sala, los obligó a pedir disculpas a la maestra por los insultos proferidos y de paso advirtió a los demás niños que tuvieran mucho cuidado con molestar a los Reeves. Antes de salir enfrentó a la compacta masa de chiquillos morenos haciendo el gesto de maldecir, ambos puños cerrados y el índice y el meñique apuntando como cuernos. Su aspecto extraño, su acento ruso y aquel gesto tuvieron el poder de aplacar a las fieras, al menos por un tiempo.
Una semana después Gregory cumplió siete años. No lo celebraron; en verdad nadie ce acordó, porque la atención de la familia estaba puesta en el padre. Olga, la única que iba a diario al hospital, trajo la noticia de que Charles Reeves se encontraba por fin fuera de peligro y había sido trasladado a una sala común donde podían visitarlo. Nora e Inmaculada Morales lavaron a los niños hasta sacarles lustre, les pusieron sus mejores ropas, peinaron con gomina a los varones y con cintas en los moños a las niñas. En procesión partieron al hospital con modestos ramos de margaritas del jardín de la casa y una fuente con tacos de pollo y frijoles refritos con queso, preparada por Inmaculada. La sala era tan grande como un hangar, con camas idénticas a ambos lados y un eterno pasillo al centro que recorrieron en puntillas hasta el lugar donde se encontraba el enfermo. El nombre de Charles Reeves escrito en un cartón a los pies de la cama les permitió identificarlo; de otro modo no lo hubieran reconocido. Estaba transformado en un extraño, se había envejecido mil años, tenía la piel color de cera, los ojos hundidos en las órbitas y olía a almendras. Los niños, apretados codo a codo, se quedaron con las flores en las manos, sin saber dónde ponerlas. Inmaculada Morales, ruborizada, cubrió la fuente de tacos con su chal, y Nora Reeves comenzó a temblar. Gregory presintió que algo irreparable había sucedido en su vida.
—Está mucho mejor, pronto podrá comer —dijo Olga acomodando la aguja del suero en la vena del enfermo.
Gregory retrocedió hasta el pasillo, bajó las escaleras a saltos y luego echó a correr hacia la calle. En la puerta del hospital se acurrucó, con la cabeza entre las rodillas, abrazado a sus piernas como un ovillo, repitiendo chingada, chingada, como una letanía.
Al llegar los inmigrantes mexicanos caían en casas de amigos o parientes, donde se hacinaban a menudo varias familias. Las leyes de la hospitalidad eran inviolables, a nadie se negaba techo y comida en los primeros días, pero después cada uno debía valerse solo. Venían de todos los pueblos al sur de la frontera en busca de trabajo, sin más bienes que la ropa puesta, un atado a la espalda y las mejores intenciones de salir adelante en esa Tierra Prometida, donde les habían dicho que el dinero crecía en los árboles y cualquiera bien listo podía convertirse en empresario, con un «Cadillac» propio y una rubia colgada del brazo. No les habían contado, sin embargo, que por cada afortunado cincuenta quedaban por el camino y otros cincuenta regresaban vencidos, que no serían ellos los beneficiados, estaban destinados a abrir paso a los hijos y los nietos nacidos en ese suelo hostil. No sospechaban las penurias del destierro, cómo abusarían de ellos los patrones y los perseguirían las autoridades, cuánto esfuerzo costaría reunir a la familia, traer a los niños y a los viejos, el dolor de decir adiós a los amigos y dejar atrás a sus muertos. Tampoco les advirtieron que pronto perderían sus tradiciones y el corrosivo desgaste de la memoria los dejaría sin recuerdos, ni que serían los más humillados entre los humildes. Pero si lo hubieran sabido, tal vez de todos modos habrían emprendido el viaje al norte. Inmaculada y Pedro Morales se llamaban a sí mismos «alambristas mojados», combinación de «alambre» y de «lomo mojado», como se designaba a los inmigrantes ilegales, y contaban, muertos de la risa, cómo cruzaron la frontera muchas veces, algunas atravesando a nado el Río Grande y otras cortando los alambres del cerco. Habían ido de vacaciones a su tierra en más de una ocasión, entrando y saliendo con hijos de todas las edades y hasta con la abuela, a quien trajeron desde su aldea cuando enviudó y se le descompuso el cerebro. Al cabo de varios años, lograron legalizar sus papeles y sus hijos era ciudadanos americanos. No faltaba un puesto en su mesa para los recién llegados y los niños crecieron oyendo historias de pobres diablos que cruzaban la frontera escondidos como fardos en el doble fondo de un camión, saltaban de trenes en marcha, o se arrastraban bajo tierra por viejas alcantarillas, siempre con el terror de ser sorprendidos por la policía, la temida «Migra», y enviados de vuelta a su país en grillos, después de ser fichados como criminales. Muchos morían baleados por los guardias, también de hambre y de sed, otros se asfixiaban en compartimentos secretos de los vehículos de los «coyotes», cuyo negocio consistía en transportar a los desesperados desde México hasta un pueblo al otro lado. En la época en que Pedro Morales hizo el primer viaje todavía existía entre los latinos el sentimiento de recuperar un territorio que siempre fue suyo. Para ellos violar la frontera no constituía un delito sino una aventura de justicia. Pedro Morales tenía entonces veinte años, acababa de terminar el servicio militar y como no deseaba seguir los pasos del padre y del abuelo, míseros campesinos de una hacienda de Zacatecas, prefirió emprender la marcha hacia el norte. Así llegó a Tijuana, donde esperaba conseguir un contrato como «bracero» para trabajar en el campo, porque los agricultores americanos necesitaban mano de obra barata, pero se encontró sin dinero, no pudo esperar que se cumplieran las formalidades o sobornar a los funcionarios y policías, ni le gustó ese pueblo de paso, donde según él los hombres carecían de honor y las mujeres de respeto. Estaba cansado de ir de acá para allá buscando trabajo y no quiso pedir ayuda ni aceptar caridad. Por fin se decidió a cruzar el cerco para ganado que limitaba la frontera, cortando los alambres con un alicate, y echó a andar en línea recta en dirección al sol, siguiendo las indicaciones de un amigo con más experiencia. Así llegó al sur de California. Los primeros meses lo pasó mal, no le resultó fácil ganarse la vida como le habían dicho. Fue de granja en granja cosechando fruta, frijoles o algodón, durmiendo en los caminos, en las estaciones de trenes, en los cementerios de carros viejos, alimentándose de pan y cerveza, compartiendo penurias con miles de hombres en la misma situación. Los patrones pagaban menos de lo ofrecido y al primer reclamo acudían a la policía, siempre alerta tras los ilegales. Pedro no podía establecerse en ningún sitio por mucho tiempo, la «Migra» andaba pisándole los talones, pero finalmente se quitó el sombrero y los huaraches, adoptó el bluyin y la cachucha y aprendió a chapucear unas cuantas frases en inglés. Apenas se ubicó en la nueva tierra regresó a su pueblo en busca de la novia de infancia. Inmaculada lo esperaba con el traje de boda almidonado.
—Los gringos están todos chiflados, le ponen duraznos a la carne y mermelada a los huevos fritos, mandan los perros a la peluquería, no creen en la Virgen María, los hombres friegan los platos en la casa y las mujeres lavan los automóviles en la calle, con sostén y calzones cortos, se les ve todito, pero si no nos metemos con ellos, se puede vivir de lo mejor —informó Pedro a su prometida.
Se casaron con las ceremonias y fiestas habituales, durmieron la primera noche de esposos en la cama de los padres de la muchacha, prestada para la ocasión, y al día siguiente cogieron el bus rumbo al norte. Pedro llevaba algo de dinero y ya era experto en cruzar la frontera, estaba en mejores condiciones que la primera vez, pero igual iba asustado; no deseaba exponer a su mujer a ningún peligro.
Se contaban historias espeluznantes de robos y matanzas de bandidos, corrupción de la policía mexicana y maltratos de la americana, historias capaces de escarmentar al más macho. Inmaculada, en cambio, marchaba feliz un paso detrás de su marido, con el bulto de sus pertenencias equilibrado en la cabeza, protegida de la mala suerte por el escapulario de la Virgen de Guadalupe, una oración en los labios y los ojos bien abiertos para ver el mundo que se extendía ante ella como un magnífico cofre repleto de sorpresas. No había salido nunca de su aldea y no sospechaba que los caminos podían ser interminables; pero nada logró desanimarla, ni humillaciones ni fatigas ni las trampas de la nostalgia, y cuando por fin se encontró instalada con su hombre en un mísero cuarto de pensión al otro lado del límite, creyó haber atravesado el umbral del cielo. Un año más tarde nació el primer niño, Pedro consiguió un puesto en una fábrica de cauchos en Los Ángeles y tomó un curso nocturno de mecánica. Para ayudar a su marido, Inmaculada se empleó enseguida en una industria de ropa y luego para servicio doméstico, hasta que los embarazos y las criaturas la obligaron a quedarse en la casa. Los Morales eran gente ordenada y sin vicios, estiraban el dinero y aprendieron a utilizar los beneficios de ese país donde ellos siempre serían extranjeros, pero en el cual sus hijos tendrían un lugar. Estaban siempre dispuestos a abrir su puerta para amparar a otros, su casa se convirtió en un pasadero de gente. Hoy por ti, mañana por mí, a veces toca dar y otras recibir, es la ley natural de la vida, decía Inmaculada. Comprobaron que la generosidad tiene efecto multiplicador, no les falló la buena fortuna ni el trabajo, los hijos resultaron sanos y las amistades agradecidas; con el tiempo superaron las pobrezas del comienzo. Cinco años después de llegar a la ciudad Pedro instaló su propio taller de automóviles. Para la época en que los Reeves fueron a vivir en su patio eran la familia más digna del barrio, Inmaculada se había convertido en una madre universal y Pedro era consultado como hombre justo de la comunidad. En ese ambiente, donde a nadie le pasaba por la mente acudir a la policía o la justicia para resolver sus conflictos, él actuaba como árbitro en los malentendidos y juez en las disputas.
Olga tenía razón, al menos en parte. Un mes después de la operación Charles Reeves salió del hospital por sus propios pies, pero su idea de volver a deambular por los caminos resultaba absurda porque era evidente que la convalecencia sería muy larga. El médico ordenó tranquilidad, dieta y control permanente, ni pensar en una vida nómada por un buen tiempo, tal vez años. El dinero de los ahorros se había terminado hacía mucho y la familia le debía una suma respetable a los Morales. Pedro no quiso oír hablar de ese asunto pues tenía con su Maestro una deuda espiritual imposible de pagar. Charles Reeves no era hombre capaz de aceptar caridad, ni siquiera de un buen amigo y discípulo, tampoco podían seguir acampando en el patio de una casa ajena y a pesar de las súplicas de los niños, que veían alejarse para siempre la posibilidad de abandonar la opresión de la escuela, el camión fue vendido luego de quitarle el letrero y el megáfono. Con el dinero recaudado y otro tanto conseguido en préstamos, los Reeves pudieron comprar una cabaña en ruinas en los límites del barrio mexicano.
Los Morales movilizaron a sus parientes para ayudar a reconstruir la choza. Ése fue un fin de semana indeleble para Gregory Reeves, la música y la comida latinas quedarían para siempre unidas en su mente con la idea de amistad. El sábado en la madrugada apareció en el lugar una caravana de diversos vehículos, desde una camioneta manejada por un hombronazo de contagiosa sonrisa, hermano de Inmaculada, hasta una columna de bicicletas en las cuales se trasladaron primos, sobrinos y amigos, todos provistos de herramientas y materiales de construcción. Las mujeres instalaron mesones en el terreno y arremangadas cocinaron para esa multitud. Volaban las cabezas decapitadas de los pollos, se apilaban los trozos de cerdo y vacuno, hervían las mazorcas, los frijoles y las papas, se asaban las tortillas, bailaban los cuchillos picando, partiendo y pelando, relucían al sol las fuentes con fruta y aguardaban en la sombra las de jitomate con cebolla, salsa brava y guacamole. De las ollas escapaban aromas de guisos suculentos, de garrafas y botellas escanciaban el tequila y la cerveza, y de las guitarras brotaban las canciones de la tierra generosa del otro lado de la frontera. Los niños correteaban con los perros entre las mesa, las niñas, muy compuestas, ayudaban en el servicio; un primo retardado de plácido rostro asiático lavaba los platos, la abuela chiflada, sentada bajo un árbol contribuía al coro de rancheras con su voz de jilguero; Olga repartía tacos entre los hombres y mantenía a raya a los chiquillos. Durante todo el fin de semana, hasta muy tarde en la noche, trabajaron alegremente bajo las órdenes de Charles Reeves y Pedro Morales, aserruchando, clavando y soldando. Fue una parranda de sudor y canto y el lunes amaneció la casa con las paredes bien apuntaladas, las ventanas en sus goznes, las planchas de zinc en el techo, y un piso de tablas nuevas. Los mexicanos desarmaron las mesas de la comilona, recogieron sus herramientas, sus guitarras y sus hijos, subieron a sus vehículos y desaparecieron por donde habían llegado, discretamente para que nadie les diera las gracias.
Cuando los Reeves entraron en su nuevo hogar Gregory preguntó si esa casa no se desarmaba, incrédulo ante la firmeza de las paredes.
A los niños ese par de modestas habitaciones les pareció un palacete, nunca antes habían dispuesto de un techo sólido sobre sus cabezas, sólo la tela de una carpa o el cielo. Nora instaló su cocina a queroseno, puso en su cuarto la vieja máquina de escribir y en la sala, en un sitio de honor, su fonógrafo a manivela para escuchar ópera y música clásica; enseguida se dispuso a iniciar una nueva etapa.
Olga, sin muchas explicaciones, decidió separarse de ellos. Al principio se quedó en el patio de los Morales con el pretexto de que la casa de los Reeves estaba muy lejos y hasta allí no llegaría su clientela, y poco después consiguió un cuarto de alquiler en los altos de un garaje, en el otro extremo del barrio, donde colgó un letrero ofreciendo sus servicios de adivina, comadrona y curandera. El rumor de su talento se regó rápidamente y confirmó su reputación cuando hizo desaparecer para siempre la barba y los bigotes de la dueña del almacén. En ese lugar, donde ni los hombres tenían mucho pelo en la cara, la almacenera era blanco de las burlas más crueles hasta que Olga intervino liberándola con una pócima de su invención; la misma que recetaba para curar la sarna. Cuando por fin la barbuda pudo lucir sus mejillas a plena luz del día las malas lenguas dijeron que al menos los pelos le daban un aire interesante; en cambio sin ellos era sólo una señora con cara de pirata. Se corrió la voz de que así como la curandera sanaba con sus ensalmos y ungüentos, igual podía hacer mal con sus brujerías; y la gente le tuvo respeto. Judy y Gregory iban a verla seguido y ella aparecía de vez en cuando a almorzar los domingos donde los Reeves, pero sus visitas se espaciaron y al fin se suspendieron del todo. Poco a poco su nombre dejó de mencionarse en la familia porque al hacerlo el aire se cargaba de tensiones. Judy, distraída con tantas novedades, no la echaba de menos, pero Gregory no perdió contacto con ella.
Charles Reeves volvió a ganarse la vida pintando. A partir de una fotografía podía producir una imagen bastante fiel en el caso de los hombres y muy mejorada en el de las señoras, a quienes les borraba las huellas de la edad, les atenuaba la herencia indígena o africana, les aclaraba la piel y el cabello y las vestía de gala. Apenas se sintió con fuerzas suficientes regresó también a sus prédicas y a escribir sus libros, que él mismo imprimía. A pesar de los obstáculos económicos de la empresa, El Plan Infinito siguió su curso a trastabillones, pero con tenacidad. El público se componía principalmente de obreros y sus familias, muchos de los cuales apenas entendían inglés, pero el predicador aprendió algunas palabras claves en español y cuando le fallaba el vocabulario recurría a un pizarrón donde dibujaba sus ideas. Al comienzo asistían sólo amigos y parientes de los Morales, más interesados en ver de cerca a la boa que en los aspectos filosóficos de la conferencia; pero pronto se supo que el Doctor en Ciencias Divinas era muy elocuente y podía trazar a gran velocidad unas caricaturas de lo más chulas, fíjese, hay que ver cómo las hace, así no más, sin mirar siquiera, y los Morales no tuvieron necesidad de presionar a nadie para llenar la sala. Al enterarse de las precarias condiciones en que vivían sus vecinos, Reeves pasó semanas en la Biblioteca, estudiando las leyes; así pudo ofrecer a sus oyentes, además de apoyo espiritual, consejos para navegar en las aguas desconocidas del sistema. Gracias a él los inmigrantes supieron que a pesar de ser ilegales gozaban de algunos derechos ciudadanos, podían acudir al hospital, enterrar a sus muertos en el cementerio del condado aunque siempre preferían enviarlos a su pueblo de origen y un sinnúmero de otras ventajas que hasta entonces desconocían. En ese barrio El Plan Infinito competía con los oropeles del ceremonial católico, los bombos y platillos del Ejército de Salvación, la novedosa poligamia de los mormones y los ritos de las siete iglesias protestantes del vecindario, incluyendo a los bautistas que se sumergían vestidos en el río, los adventistas que regalaban tarta de limón los domingos y los pentecostales que andaban con las manos levantadas para recibir al Espíritu Santo. Como no era necesario renunciar a la propia religión, porque en el Curso de Charles Reeves se acomodaban todas las doctrinas, el Padre Larraguibel de la Iglesia de Lourdes y los pastores de las otras creencias no pudieron objetar, aunque por una vez estuvieron todos de acuerdo y cada uno desde su púlpito acusó al predicador de ser un charlatán sin fundamento.
Desde el primer encuentro, cuando el camión de los Reeves desembarcó su cargamento en el patio de los Morales, Gregory y Carmen, la hija menor de la familia, se hicieron íntimos amigos. Una mirada les bastó para establecer la complicidad que habría de durarles toda la vida. La niña era un año menor, pero en los aspectos prácticos resultaba mucho más avispada, a ella le tocaría revelarle al otro las claves y los trucos de la sobrevivencia en el barrio. Gregory era alto, delgado, muy rubio, y ella pequeña, rechoncha, color azúcar dorada.
El muchacho había adquirido conocimientos poco usuales, podía lucirse contando argumentos de ópera, describiendo paisajes del National Geographic o recitando versos de Byron: sabía cazar un pato, destripar un pescado y calcular en un instante cuánto recorre un camión en cuarenta y cinco minutos si viaja a treinta millas por hora, todo de escasa utilidad en su nueva situación. Sabía meter una boa en un saco, pero no podía ir a la esquina a comprar pan; no había convivido con otras criaturas ni había entrado a una sala de clases, nada sospechaba de la maldad de los niños ni de las tremendas barreras raciales, porque Nora le había inculcado que las personas son buenas —lo contrario es un vicio de la naturaleza— y todas son iguales. Hasta que fue a la escuela Gregory lo creyó. El color de su piel y su absoluta falta de malicia irritaban a los demás, que le caían encima cuando podían, por lo general en el baño, y lo dejaban medio aturdido a golpes. No siempre inocente, a menudo provocaba los enfrentamientos. Con Juan José y Carmen Morales inventaban bromas pesadas, como quitar con una jeringa el relleno de menta a unos bombones de chocolate, reemplazarlo por la salsa más picante de la cocina de Inmaculada y ofrecerlo a la banda de Martínez como quien fuma una pipa de la paz, para que seamos amigos ¿okey? Después debieron ocultarse por una semana.
Cada día, apenas tocaban la campana de salida, Gregory corría como un celaje hasta su casa, perseguido por una jauría de muchachos dispuestos a liquidarlo. Era de piernas tan veloces que solía detenerse en medio de la carrera para insultar a sus enemigos. Cuando su familia acampaba en el patio de los Morales no pasaba susto, porque la casa quedaba cerca, Juan José lo acompañaba y nadie podía alcanzarlo en un trecho corto, pero cuando se trasladaron a la nueva propiedad la distancia era diez veces mayor y las posibilidades de llegar a la meta a tiempo se reducían en forma alarmante. Cambiaba el recorrido, cogía por diversos atajos y conocía escondites donde solía esperar agazapado hasta que se aburrían de buscarlo. Una vez se deslizó en la parroquia, porque en clase de religión el Padre contó que desde la Edad Media existía la tradición de asilo dentro de las iglesias. Pero la pandilla de Martínez lo persiguió al interior del edificio y después de una escandalosa carrera saltando bancos, lo agarraron frente al altar y procedieron a darle una pateadura ante la mirada, impávida de los santos de bulto bajo sus aureolas de latón dorado. A los gritos acudió el enérgico cura, quien se encargó de quitar a Gregory los enemigos de encima tirándolos de los pelos.
—¡Dios no me salvó! —gritaba el niño más furioso que adolorido señalando al Cristo ensangrentado que precedía el altar.
—¿Cómo que no? ¿Y no llegué yo a ayudarte, mal agradecido? —rugió el párroco.
—¡Demasiado tarde! ¡Mire cómo me tienen! —aullaba señalando sus moretones.
—Dios no tiene tiempo para pendejadas. Ponte de pie y límpiate la nariz —le ordenó el Padre.
—Usted dijo que aquí uno está seguro…
—Claro, siempre que el enemigo sepa que se trata de un lugar sagrado, pero estos atorrantes no sospechan el sacrilegio que han cometido.
—¡Su pinche iglesia no sirve para nada!
—¡Cuidado con lo que dices, mira que te vuelo los dientes, muchacho desgraciado! —lo amenazó con la mano en alto el Padre.
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! —alcanzó a recordarle Reeves y eso tuvo la virtud de aplacar el hervor de la sangre vasca en las venas del sacerdote, que respiró profundo para despejar la ira y trató de hablar en un tono más apropiado a sus santas vestiduras.
—Escucha, hijo, tienes que aprender a defenderte. Ayúdate, que Dios te ayudará, como dice el refrán.
Y a partir de ese día el buen hombre, que en su juventud había sido un campesino pendenciero, se encerraba con Gregory en el patio de la sacristía para enseñarle a boxear sin mayores contemplaciones por las reglas de la caballerosidad. Su primera lección consistió en tres principios inapelables: lo único importante es ganar, el que pega primero pega dos veces y dale directo a las bolas, hijo, y que Dios nos perdone. De todos modos el chico decidió que el templo era menos seguro que el firme regazo de Inmaculada Morales, fortaleció la confianza en sus puños en la misma medida en que tambaleaba su fe en la intervención divina. Desde entonces, si estaba en apuros corría a la casa de sus amigos, saltaba la cerca del patio y se metía a la cocina, donde aguardaba que Judy acudiera en su rescate. Con su hermana podía caminar a salvo porque era la niña más bonita de la escuela; todos los muchachos estaban enamorados de ella y ninguno habría cometido la estupidez de hacerle una barrabasada a Gregory en su presencia. Carmen y Juan José Morales trataban de servir de enlace entre su nuevo amigo y el resto de la chiquillería, pero no siempre lo lograban porque Gregory resultaba extraño, no sólo por su color, sino porque era orgulloso, testarudo y taimado. Tenía la cabeza repleta de cuentos de indios, de animales salvajes, protagonistas de ópera y de teorías de almas en forma de naranjas flotantes y Logi y Maestros Funcionarios, de las cuales ni el Padre ni las profesoras deseaban oír detalles. Además, perdía el control a la menor provocación y se lanzaba de frente, con los ojos cerrados y los puños listos; peleaba a ciegas y casi siempre perdía, era el más golpeado de la escuela. Se reían de él, de su perro —un bastardo de patas cortas y mala catadura— y hasta del aspecto de su madre, que se vestía a la antigua y repartía folletos de la religión Bahai o del Plan Infinito. Pero las peores burlas se centraban en su temperamento sentimental. El resto de los muchachos había interiorizado las lecciones machistas de su medio: los hombres deben ser despiadados, valientes, dominantes, solitarios, rápidos con las armas y superiores a las mujeres en todo sentido. Las dos reglas básicas, aprendidas por los niños en la cuna, son que los hombres no confían jamás en nadie y no lloran por ningún motivo. Pero Gregory escuchaba a la maestra hablar de las focas de Canadá exterminadas a palos por los cazadores de pieles o al Padre referirse a los leprosos de Calcuta y, con los ojos aguados, decidía de inmediato irse al norte a defender a las pobres bestias o al Lejano Oriente de misionero. En cambio lo aturdían a golpes sin arrancarle lágrimas; por soberbio prefería que lo chingaran antes que pedir clemencia, sólo por eso los otros muchachos no lo consideraban maricón perdido. A pesar de todo era un chico alegre, capaz de sacarle música a cualquier instrumento, con una memoria infalible para los chistes, el favorito de las niñas en el recreo.
A cambio de sus lecciones de boxeo el Padre le exigió ayuda en las misas del domingo. Cuando Gregory lo comentó en casa de los Morales tuvo que soportar una andanada de bromas de Juan José y sus hermanos, hasta que Inmaculada los interrumpió para anunciar que por burlarse, su hijo Juan José también sería monaguillo y a mucha honra, bendito Dios. Los dos amigos pasaban horas a regañadientes en la iglesia esparciendo incienso, tocando campanillas y recitando latinazgos, ante la mirada atenta del sacerdote, quien aun en los momentos álgidos los vigilaba con su famoso tercer ojo, ese que la gente decía que tenía en la nuca para ver los pecados ajenos. Al hombre le gustaba que uno de sus ayudantes fuera moreno y el otro rubio; consideraba que esa integración racial sin duda complacía al Creador. Antes de la misa los niños preparaban el altar y después ordenaban la sacristía; al irse recibían un pan de anís de regalo, pero el verdadero premio eran unos sorbos clandestinos del vino ceremonial, un licor añejo, dulce y fuerte como jerez. Una mañana fue tanto el entusiasmo que sin medirse despacharon la botella y se quedaron sin vino para la última misa. Gregory tuvo la inspiración de sustraer unos centavos de la colecta y salir disparado a comprar «Coca-Cola».
La revolvieron para quitarle el gas y enseguida llenaron la vinajera. Durante el oficio estaban hechos unos payasos y ni siquiera las miradas asesinas del sacerdote lograron impedir cuchicheos, carcajadas, tropezones y campanillazos a destiempo. Cuando el Padre levantó el copón para consagrar la «Coca-Cola», los muchachos se sentaron en las gradas del altar porque no se tenían en pie de la risa. Minutos más tarde el sacerdote bebió el líquido con reverencia, absorto en las palabras litúrgicas y al primer sorbo se dio cuenta de que el diablo había metido mano en el Cáliz, a menos que por una vez la consagración hubiera producido un cambio verificable en las moléculas del vino, idea que su sentido práctico descartó de inmediato. Tenía un largo entrenamiento en las vicisitudes de la vida y continuó la misa impertérrito, sin un gesto que revelara lo ocurrido. Terminó el ritual sin prisa, salió dignamente seguido por sus dos monaguillos a trastabillones, y una vez en la sacristía se quitó una de sus pesadas sandalias de suela y procedió a darles una contundente paliza.
Ése fue el primero de muchos años difíciles para Gregory Reeves; fue un tiempo de inseguridad y temores en el cual muchas cosas cambiaron, pero también de travesuras, amistad, sorpresas y descubrimientos.