TERCERA PARTE
Gente. La guerra es gente. La primera palabra que me viene a la mente cuando pienso en ella es gente: nosotros, mis amigos, mis hermanos, todos unidos en la misma fraternidad desesperada. Mis compañeros, y los otros, esos hombres y mujeres pequeños, de rostros indescifrables, a quienes debo odiar, pero no puedo, porque en las últimas semanas he aprendido a conocer. Aquí todo es en blanco o negro, no hay medias tintas ni ambigüedades, se acabó la manipulación, la hipocresía, el engaño. Vida o muerte, matas o mueres. Nosotros somos los buenos y ellos son los malos, sin esa certeza estamos jodidos y en cierta forma ese desvarío es refrescante, es una de las virtudes de la guerra.
A este agujero llega de todo, negros escapando de la miseria, campesinos pobres que todavía creen en el sueño americano, algunos latinos afiebrados por una rabia de siglos, aspirantes a héroes, psicópatas, y otros como yo, que andan escapando de fracasos o de culpas, pero en combate somos iguales, no importa el pasado, una bala es la gran experiencia democrática. Debemos probar cada día que no somos hombres, somos guerreros, resistir, soportar el dolor y la incomodidad, no quejarse nunca, matar, apretar los dientes y no pensar, no averigües, obedece, para eso nos domaron como a los caballos, nos entrenaron a punta de patadas, insultos y humillaciones.
No somos individuos, en este trágico teatro de la violencia somos máquinas al servicio de la chingada patria. Uno hace cualquier cosa por sobrevivir, me siento bien cuando he matado porque al menos por esta vez estoy vivo. Acepto la demencia y no intento explicarla, simplemente me aferro a mi arma y disparo. No pensar, para no confundirse y vacilar; si lo haces mueres, es la ley inequívoca de la guerra.
El enemigo no tiene cara, no es humano, es un animal, un monstruo, un demonio, si pudiera creerlo en el fondo del corazón sería más sencillo, pero Cyrus me enseñó a cuestionarlo todo, me obligó a llamar las cosas por sus nombres: matar, asesinar. Vine para sacudirme la indiferencia y sumergirme en algo apasionante, vine con una actitud cínica, dispuesto a coleccionar experiencias temerarias para darle sentido a mi vida. Vine por culpa de Hemingway, en busca de la hombría, del mito del macho, de una definición de masculinidad, orgulloso de los músculos y la resistencia adquirida en los entrenamientos, dispuesto a probar mi valor, porque en el fondo siempre sospeché que soy cobarde, y a probar mi fortaleza, porque estaba harto de que me traicionaran los sentimientos.
Un rito de iniciación tardío. A los 28 años nadie viene a esta perdición.
Los primeros cuatro meses fueron como un juego fatídico, una apuesta constante contra mí mismo, me observaba desde cierta distancia y me juzgaba con ironía, me acosaba el pasado y buscaba los extremos del riesgo, el dolor, el cansancio, el embrutecimiento, y entonces, cuando alcanzaba el límite, no lo podía soportar. Las drogas ayudan. Pero de pronto un día desperté sintiéndome vivo, esencialmente vivo, más vivo de lo que nunca antes había estado, enamorado de esta hoguera que es la existencia. Comprendí que soy muy mortal, una cáscara de huevo, una insignificancia que en un instante se hace polvo y no queda ni el recuerdo. Cuando llegan los nuevos contingentes voy a mirar a los hombres, los examino con cuidado, he desarrollado un sexto sentido para leer las señales, sé quiénes morirán y quiénes tal vez no. Los más valentones y atrevidos morirán primero porque se creen invencibles, a ésos los mata la soberbia. Los más asustados morirán también porque se paralizan o se trastornan, disparan a ciegas y pueden darle a un compañero, no conviene tenerlos cerca, traen mala suerte, no los quiero en mi pelotón. Los mejores se mantienen tranquilos, no corren riesgos inútiles, no tratan de ganar ni de llamar la atención, tienen una tremenda voluntad de vida. Me gustan los latinos, son callados y hoscos por fuera, como dinamita por dentro, explosivos, mortíferos, no les asusta la muerte. No sólo son bravos, también son buenos camaradas.
Trago a puñados las píldoras de anfetaminas, todas juntas, un garrotazo en el estómago, el gusto amargo en la boca, hablo tan rápido que no sé lo que digo, al poco rato no puedo hablar, masco chicle para no mascarme la lengua, después me aturdo de alcohol y somníferos para poder dormir un poco. Sueño con ríos de sangre, marejadas de gasolina en llamas, heridas abiertas, labios de mujer, vulvas, pilas de muertos, cabezas decapitadas, niños ardiendo en napalm, esas repugnantes fotografías que coleccionan los soldados, todo en rojo, sólo rojo.
He aprendido a dormir en fragmentos, cinco o diez minutos cada vez que puedo, tirado en cualquier parte, envuelto en mi poncho de plástico, siempre con los sentidos alerta. Se me ha desarrollado el oído, puedo escuchar las patas de un insecto arrastrándose por la tierra, y se me ha afinado el olfato; puedo oler a los guerrilleros a varios metros de distancia, comen salsa de pescado y cuando están asustados y transpiran el olor se reparte. ¿A qué olemos nosotros? A loción de afeitar, supongo, porque la bebemos como si fuera whisky, tiene cuarenta por ciento de alcohol. Cuando logro dormir un par de horas sin pesadillas quedo como nuevo, pero no siempre se puede. Si no estoy de guardia o en alguna misión, paso la noche en el campamento tiritando bajo un toldo ensopado de lluvia en una tienda fétida a orines, botas, humedad, restos de raciones descompuestas, sudor, escuchando las carreras diligentes de las ratas y las rutinas de los hombres, con mosquitos hasta en la boca. A veces despierto llorando como un imbécil; cómo se reiría de mí Juan José, cuántas veces me llevó a un rincón en el patio de la escuela para que los demás no me vieran llorar, cállate, gringo maricón, los hombres no lloran, me sacudía furioso y, como las amenazas lejos de resolver el problema lo empeoraban, optaba por suplicarme que por favor me callara, por lo que más quieras, mano, antes que nos agarren a patadas a los dos por mujercitas. Para empezar a funcionar tomo aspirinas con café, frío, por supuesto, me fumo la primera yerba del día y antes de partir me zampo las anfetaminas.
Echo de menos una comida caliente, una ducha, una cerveza helada, estoy harto de estas raciones que nos lanzan desde el aire en paquetes azules y amarillos, frijoles con cochino y ensalada de fruta. Aquí vuelvo a ser como un niño, es una extraña sensación, no hay responsabilidades con uno mismo, no hay interrogantes, sólo obedecer, aunque en verdad me cuesta bastante, sirvo para dar órdenes, pero no para obedecerlas a ciegas, nunca seré un buen militar.
Es fácil pasar desapercibido, borrarse como una sombra. A menos que uno cometa una estupidez descomunal los días transcurren uno detrás de otro con la única meta de sobrevivir, esta tremenda maquinaria invencible se hace cargo de todo, los de arriba toman las decisiones y se supone que saben hacerlo, no tengo preocupaciones, puedo desaparecer en las filas, soy igual a los demás, soy un número sin cara, sin pasado y sin futuro. Es como volverse loco, uno flota en un limbo de tiempo eterno y de espacios torcidos, nadie puede pedirme cuenta de nada, basta con cumplir mi trabajo y en lo demás puedo hacer lo que me dé la gana.
Nada más peligroso que sentirse superior, te quedas solo como un ombligo, me previno Juan José a través del humo de un pito de marihuana empapado en opio ese día en la playa. Cierto, lo único que te salva es la obstinada fraternidad de los soldados.
Siento una lástima furiosa, ganas de llorar por el dolor acumulado, el propio y el ajeno, de coger una ametralladora y salir a matar, no aguanto las ganas de gritar hasta que reviente el universo entero, tengo un bramido inacabable atravesado en la garganta. Estás loco, mano, en la guerra no hay piedad.
Nos encontramos con Juan José en la playa en un par de días de permiso, un milagro que entre medio millón de combatientes estuviéramos en el mismo lugar al mismo tiempo. Nos estrechamos sin poder creer en tamaña casualidad, qué fantástica suerte venir a vernos aquí, mano, y nos palmoteábamos y reíamos, felices, olvidando por un momento dónde estábamos y para qué. Tratamos de ponernos al día del pasado, tarea imposible porque no nos veíamos desde hacía diez años, desde que él entró a las Fuerzas Armadas y andaba pavoneándose en su uniforme, mientras yo me había convertido en obrero de dólar cincuenta la hora.
Cada uno partió a lo suyo, él a su destino de soldado y yo a trabajar de lomo mojado por un año, hasta que Cyrus me obligó a salir del barrio. No pienso seguir en el pinche garaje de mi padre, hermano, me dijo Juan José en esa ocasión, mi viejo es un negrero, la milicia es lo mejor que puedo hacer, sirvo en esa chingadera hasta los treinta y ocho o cuarenta años, luego me jubilo con una buena pensión y el mundo es mío, mano, ¿qué otra cosa puedo hacer con mi color de piel y mi cara de indio?, y además a las mujeres les encantan los uniformes. Nos reíamos como locos en la playa.
—¿Te acuerdas cuando nos robábamos los cigarros de Pito-de-Lirio y el vino de misa del cura Larraguibel?, ¿y de las peleas con bosta de caballo?, ¿y cuando afeitamos a Oliver y le echamos mercurocromo y lo llevamos a la escuela con el cuento de que tenía peste bubónica?, ¿qué mierda es la peste bubónica, mano?, con ese cariño brusco y disimulado, esa rudeza salpicada de palabrotas y de buenas intenciones con que nos tratábamos desde niños. Me contó que se había enamorado de una muchacha vietnamita y al mostrarme la fotografía que guardaba en un sobre de plástico en su billetera se puso serio y le cambió la voz. Era una de esas instantáneas de mala calidad, con demasiada exposición, donde el rostro de la mujer parecía una luna pálida enmarcada por la sombra del cabello. Me llamaron la atención los ojos, pero el resto me pareció igual a tantas otras caras asiáticas que he visto en estos meses.
—Se llama Thui —me dijo.
—Es un nombre de duende.
—Significa agua.
Yo había oído rumores de mi amigo, los soldados hablan, corren chismes en susurros. Me confirmó lo que circulaba secretamente: una misión difícil, el oficial a cargo del pelotón era nuevo, se vieron rodeados, comenzó el fuego, cayeron cinco y el oficial ordenó retirarse sin llevarse a los heridos. Mira qué cabrón, mano, cómo íbamos a dejarlos allí, imagínate que fueras tú, yo no te abandonaría en manos del enemigo, eso fue lo que traté de explicarle, pero el hijo de su chingada madre estaba histérico, mano, sacó la pistola, nos amenazó, gritaba y movía los brazos sin control. Yo no esperé que se calmara, no había tiempo, le disparé a quemarropa. Cayó sin darse cuenta. Nos batimos en retirada cargando a los nuestros, como debe ser, mano. Los salvamos a todos menos a uno, que no tenía vuelta, se le habían vaciado las tripas. Pobre chavo, se sujetaba los intestinos con las manos y me miraba desesperado, no me dejes vivo, Buena Estrella no me dejes, suplicó… Y tuve que darle un tiro en la sien, que Dios me perdone. Maldita chingadera ésta, mano.
Los cuerpos debieran estar en bolsas con su nombre en una etiqueta, pero no siempre se cumplen las formalidades, falta tiempo o faltan bolsas, los cogen de las muñecas y los tobillos y los tiran dentro de los helicópteros, o los amarran como paquetes, envueltos en sus ponchos, cubiertos de moscas; en unas cuantas horas los cadáveres están hinchados, deformes, comidos por las larvas, hirviendo en el caldo de la descomposición.
Los helicópteros son pájaros de hacer viento, aterrizan en un tornado levantando el polvo, los desperdicios y el barro inmundo a treinta metros a la redonda. Cuando los muertos han estado muchas horas esperando en el calor o la lluvia, salen trozos de carne en el remolino y si estás cerca te pueden dar en la cara. En la montaña me negué a subir los cuerpos. Ayudé a los heridos, pero después me volví de piedra y nadie se atrevió a darme órdenes, parece que yo estaba más allá de la vida y de la muerte, desquiciado. Crisis nerviosa, brote psicótico, no me acuerdo el nombre que le dieron.
Lavan los helicópteros con manguera, pero el olor no desaparece. Tampoco el eco de los gritos, los muertos jamás se van del todo. No estoy llorando, es la maldita alergia o el humo, vaya uno a saber, ando siempre con los ojos irritados, uno vive respirando porquería. Cada vez doy gracias por no ser yo uno de los que viajan en bolsas de plástico, o peor aún, uno de los otros, los que llevan el pecho abierto como una fruta reventada, muñones rojos donde tenían los brazos o las piernas, pero todavía viven y tal vez sigan haciéndolo por muchos años, perseguidos siempre por los malos recuerdos. Gracias por estar aún vivo, gracias Dios mío, gritaba en inglés, allá en la montaña, ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, agregaba en español, pero nadie me escuchaba, ni yo mismo me podía oír entre el fuego de la batalla y los aullidos de los heridos, chingada-madre-de-Dios sácame vivo de aquí, clamaba con el escapulario de la Virgen de Guadalupe al cuello, un trapito negro y duro por la sangre seca de Juan José. Me lo dio un capellán varias semanas después que mataron a mi hermano. Le tocó cerrarle los ojos, me dijo que ya tenía el color gris de los fantasmas cuando se quitó el escapulario y le pidió que me lo entregara para darme suerte, a ver si yo salía con vida de aquí. ¿Cuáles fueron sus últimas palabras?, fue lo único que se me ocurrió preguntarle al capellán. Sujéteme, padre, que me estoy cayendo, sujéteme porque allá abajo está muy oscuro, fue lo último que dijiste, mano, y yo no estaba allí para oírte ni para sujetarte firme y arrebatarte a la muerte a tirones, ¡mierda, maldita mierda! ¡De qué te sirvió el escapulario, mano!
Uno pierde la fe aquí, pero se pone supersticioso y empieza a ver signos fatídicos por todas partes: los martes son de mala suerte, hace justo siete días que no pasa nada, es la calma antes de la tormenta; los aviones siempre caen de a tres y hoy ya cayeron dos… Vivirás hasta viejo, Greg, tendrás tiempo de cometer muchos errores, de arrepentirte de algunos y de sufrir como un condenado, no será una vida fácil, pero te garantizo que será larga, así está escrito en las líneas de tu mano y en los naipes del Tarot, me juró Olga, pero puede haberlo inventado, ella no sabe nada, es una charlatana peor que mi padre, peor que todos los adivinos y vendedores de amuletos de este condenado país. A Juan José Morales le dijo lo mismo y se lo creyó, hay que ver qué pendejo eras, mano. Estaba seguro de su buena suerte, por lo mismo no se cuidaba, su confianza era tan contagiosa que dos tipos de su pelotón hacían lo posible por no despegarse de su lado, convencidos de que junto a él estaban a salvo. Ahora ninguno de los tres puede ir donde Olga a reclamarle nada.
La jungla está llena de rumores, de chillidos de animales, de patas, de roces, de murmullos, en cambio el bosque es silencioso, un silencio opaco. Supongo que desde el aire todo parece purificado por el fuego, limpio, pero abajo es el infierno. Con el tiempo uno se acostumbra: la peor perversión, lo más obsceno de la guerra, es que a uno le parece normal. Al principio estuve ofuscado, después eufórico, pero siempre con la conciencia dormida. Ahora, en la aldea, volví a pensar. En la batalla no hay que pensar, uno se transforma en una máquina de estropicio y muerte. Nadie quiere a los tipos educados, críticos, con conciencia, sólo sirven los machos reventados de testosterona, los negros analfabetos, los bandidos latinos, los criminales que sacan de las prisiones para traerlos, los tipos como yo son un lastre. Después de cada misión, me palpitan los músculos, no puedo controlar las manos, tengo los dientes apretados y un tic en la cara, es como una sonrisa demente, muchos la tienen igual, después se pasa, dicen. En estos meses me he acostumbrado a los huesos empapados, los pies en carne viva dentro de las botas, los dedos agarrotados en el arma, esa sensación constante de estar rodeado de sombras, de esperar el tiro de gracia que vendrá en cualquier instante de cualquier lado, contando los pasos que faltan para alcanzar aquel arbusto, los minutos para llegar al río, las horas para cumplir este turno, los días para completar mi tiempo y regresar a casa. Contando los segundos de vida y sacando la cuenta que con mucha suerte la próxima ráfaga de metralla matará a un compañero, no a mí. Y preguntándome qué mierda hago aquí, sin querer admitir ni en lo más profundo de lo profundo la extraña fascinación de la violencia, este vértigo de la guerra.
Aquella madrugada en la montaña cuando empezó a aclarar, vimos que sólo nueve quedábamos vivos, los muertos y los heridos no se podían contar. Habíamos peleado toda la noche. Con la primera luz de la mañana llegaron los bombarderos y rociaron las laderas, obligando a los guerrilleros a retirarse, y después aterrizaron los helicópteros. El ruido de los motores fue música para mí, los latidos del corazón de mi madre cuando aún no nacía, tic-tac-tic-tac, vida. Oremos, dice el capellán metodista y los otros cantan Aleluya mientras yo canto Oh, Susana; confiésate, hijo, me dice el capellán católico y yo le digo que se vaya a confesar a la chingada madre que lo parió, pero luego me arrepiento, no vaya a ser que me caiga un rayo, como decía el Padre Larraguibel, y me pille en pecado mortal. No temas, Dios está contigo. En el sermón del domingo leyeron la historia de Job. Agobiado por las desgracias con que lo prueba el Señor, Job dice «lo que temo, eso me llega, lo que me atemoriza, eso me coge, no tengo descanso; se ha adueñado de mí la turbación». No pienses cosas feas, mano, porque ocurren, no hay que llamar a la mala muerte con el pensamiento, me aconsejaba Juan José Morales, siempre riéndose. Buena Estrella, lo llamaban a Juan José, Buena Estrella Morales.
Y el humo, claro. Tengo la mente en brumas. Humo de tabaco, de yerba, de haschich y de cuanta porquería fumo, neblina de los amaneceres fríos en las montañas y del vapor quemante de los valles al mediodía, polución de los motores y polvo, humareda fétida de napalm, de fósforo, de los incontables explosivos y del incendio sin principio ni fin que está convirtiendo este país en un desierto cruzado de negras cicatrices. Toda clase de humo de todos colores. Desde arriba deben parecer nubes y a veces lo son, aquí abajo es parte del miedo. No podemos detenernos ni un instante, nadie puede, si nos movemos tenemos la ilusión de burlar a la muerte, corremos como ratas envenenadas. El enemigo, en cambio, está quieto, no malgasta angustia, espera calladamente, tiene varias generaciones de entrenamiento para el dolor, imposible descifrar la expresión inmutable de esas caras. Estos cabrones no sienten nada, son como sapos de laboratorio, me dijo un Marine que se especializa en arrancar confesiones. Nosotros nos movilizamos enloquecidos por vivir y en el camino nos encontramos cara a cara con la muerte. Ellos se arrastran silenciosos en sus túneles, se mimetizan con el follaje, desaparecen en un instante, tienen ojos para ver de noche. Nunca estamos a salvo. Saca la cuenta, me dijo Juan José Morales, ¿cuántos hombres han venido a esta chingadera y cuántas son las bajas? El porcentaje es insignificante, mano, vamos a salir enteros, no te preocupes. Supongo que tenía razón y la mayoría de nosotros vivirá para contarlo, pero aquí sólo pensamos en los muertos y en las historias atroces de los sobrevivientes. Sí, muchos salen ilesos en apariencia, pero ninguno vuelve a ser el de antes, quedamos marcados para siempre, pero a quién le importa, de cualquier modo somos basura, ésta es una guerra de negros y de blancos pobres, muchachos del campo, de los pueblos pequeños, de los barrios más míseros, los señoritos no están en las primeras filas, sus padres se las arreglan para mantenerlos en casa o sus tíos coroneles los mandan a terreno seguro. Mi madre sostiene que la más grave perversidad es el racismo, Cyrus decía que es la injusticia de clases, los dos tienen razón, supongo, ni a la hora de ir a la guerra somos iguales. No se aceptan mexicanos ni perros, anunciaban no hace tanto en algunos restaurantes; sólo para blancos, estaba escrito en los baños públicos; aquí, en cambio, los de color son bienvenidos, muy bienvenidos, pero detrás de la aparente camaradería arde el rencor de raza, blancos con blancos, negros con negros, latinos con latinos, asiáticos con asiáticos, cada uno con su lenguaje, su música, sus ritos, sus supersticiones. En los campamentos los barrios tienen fronteras inviolables, yo no me atrevería a meterme en el de los negros sin ir invitado, igual que en el ghetto donde me crié, nada ha cambiado. Cada uno tiene su cuento pero yo no quiero oírlo, tampoco quiero amigos, no puedo darme el lujo de tomarle cariño a alguien y después verlo morir, como Juan José, o ese pobre chico de Kansas allá en la montaña, sólo deseo cumplir con mi trabajo, hacer mi tiempo y salir con vida. Rezo por una herida grave para que me devuelvan a casa, pero no tanto como para quedar inválido. Que al menos no me den en las bolas, decía en cada vuelo un piloto de helicóptero, un alegre mulato de Alabama que regresó a su pueblo cargado de medallas y en una silla de ruedas. Eso nunca me pasará a mí, lo de las medallas, decía yo, y me dieron una porque me volví loco, soy un héroe de guerra, tengo una pinche estrella de plata, no era mi intención hacer nada más allá del deber, siempre he dicho que es preferible vivir como un cobarde que morir como un tonto, pero por una de esas ironías ridículas ahora soy un chingado héroe. Primera lección del barrio: no hay mérito alguno en el heroísmo, sólo en la sobrevivencia. Ay, Juan José, ¿cómo no lo sabías si tú mismo me lo enseñaste cuando éramos un par de chavos moquillentos? Y ahora cómo les explico a tus padres y a tus hermanos, cómo diablos puedo mirar a la cara a tu madre y a Carmen, cómo les digo la verdad, tendré que mentirles, hermano, y seguiré mintiéndoles siempre porque no tengo cara para decirles que te pulverizaron medio cuerpo y que esas condecoraciones ganadas a punta de coraje, que seguro le habrán entregado a tu madre para colgar en la pared de la sala, son sólo estrellas de latón pintado y a la hora de morir gritando nada significan.
Conozco la violencia, es una fiera desquiciada, inútil razonar con ella, hay que tratar de engañarla. Envidio a los pilotos, arriba desapareces con más elegancia, te caes como una piedra o explotas en un millón de fragmentos, sin tiempo ni para rezar, como Martínez cuando lo cogió el tren, pachuco cabrón, ya ni siquiera lo odio, en cambio aquí abajo con la infantería te pueden despachar de mil maneras, ensartado en los palos afilados de una trampa, decapitado de un machetazo, reventado por una granada o una mina, partido en dos por una ráfaga de metralla, convertido en una antorcha, y eso sin contar todas las muertes ingeniosas en caso de caer prisionero. Cavar un hoyo en la tierra y esconderme allí hasta que esto termine, refugiarme en una madriguera, como hacía con Oliver cuando era chico. ¿Por qué no me tocó un trabajo de escritorio?, hay muchos tipos que pasan la guerra debajo de un ventilador; si hubiera sido más astuto no estaría aquí, habría hecho el servicio cuando me salí de la secundaria, por ejemplo, en vez de partirme los huesos como el más bajo de los peones, en ese tiempo nadie hablaba de guerra todavía. Y ahora aquí estoy como un cretino, a una edad en que nadie viene a esta perdición, me siento como el abuelo de estos jodidos niños en uniforme de camuflaje. No me interesa terminar con los huesos carcomidos bajo una cruz del cementerio militar, uno más entre miles iguales, prefiero morir de viejo en los brazos de Carmen. Vaya, no había pensado en Carmen en mucho tiempo. ¿Por qué dije Carmen y no dije Samantha? ¿Por qué me vino este destello a la mente? En su última carta me anunció otro pretendiente, chino o japonés parece que dijo, no lo nombra ¿quién será esta vez? Tiene verdadero talento para escoger lo que menos le conviene, debe ser un comeflor harapiento y melenudo; también en Europa los hay por montones.
En la última foto que me mandó, aparece de pie ante la catedral de Barcelona vestida de bailadora flamenca o algo por el estilo, no soy ningún puritano, pero me acordé de Pedro Morales y le escribí diciéndole que ya no tiene edad para esas chiquilladas, que se quite esos trapos y se ponga un sostén, en fin, qué me importa, es cosa suya, que se joda por tonta. Carmen… me gustaría oírte la voz, Carmen. Temo haberme desquiciado por completo, haber perdido la noción del bien y del mal, de la decencia. Me he acostumbrado tanto a la infamia que no puedo imaginar la realidad sin ella. Trato de recordar cómo se divierten los amigos, cómo se comparte un desayuno familiar, cómo se le habla a una mujer en una primera cita, pero todo eso se esfumó y creo que no volverá nunca más. El pasado es un torbellino de ráfagas borrosas, los concursos de baile con Carmen, mi madre en su sillón de mimbre escuchando la ópera, el duelo con Martínez que me convirtió en un pinche héroe de la escuela, carajo, hay que ver las tonterías que uno hace a esa edad, ninguna muchacha se me resistía y cuando compré el Buick me rogaban, yo era más pobre que ratón de sacristía, pero conseguí ese destartalado cacharro, al volante me sentía como un jeque y en el asiento de atrás cometí no sé cuántos desvaríos pecaminosos. No pasábamos de los manoseos, por supuesto, uno atacaba y la chica se defendía sin entusiasmo, no debía colaborar con su propia seducción aunque se muriera de ganas, unas calenturas que más parecían peleas de gatos y nos dejaban a ambos extenuados, acabar afuera, no sea cosa de embarazarla, si te acuestas con ella te tienes que casar, eres un caballero ¿no?, sólo Ernestina Pereda lo hacía con todos, bendita Ernestina Pereda, Dios te guarde santa Ernestina, a ti te gustaba a rabiar, pero después llorabas y había que jurarte guardar el secreto, un secreto a voces, todos lo sabíamos y nos aprovechábamos de tu ardor y tu generosidad, si no hubiera sido por ti se me habría emponzoñado la sangre de tantas obsesiones.
Aquí las mujeres son como niñas impúberes, diminutas, unos montoncitos de huesos, no tienen pechos ni vellos por ninguna parte y están siempre tristes, suscitan más compasión que ganas de acostarse, lo único abundante es el cabello largo, esas melenas lisas y oscuras con fulgores azules. Lo hice con una chica en un cuarto lleno de gente, la familia comía en un rincón y un niño lloraba dentro de una caja de suministros del ejército, nosotros en la cama, separados del resto por una cortina raída, ella me recitaba una retahíla de obscenidades en inglés aprendida de memoria, seguro hay un manual para porquerías, el Alto Mando piensa en cada detalle, si hay manuales para el uso de las letrinas, por qué no harían otro para entrenar prostitutas, mal que mal se trata de los buenos muchachos, el corazón de la patria, ¿no? Cállate, desgraciada, le rogué, pero no me entendió o no le dio la gana callarse y su familia hablaba al otro lado de la cortina y el bebé seguía llorando. Recordé de pronto algo que vi a los cinco años en un pueblo polvoriento del sur, dos hombres violando a una negrita, dos gigantes estrujando a una infeliz criatura tan flaca y tan pequeña como la que estaba conmigo, y me sentí como uno de ellos, enorme y satánico, y las ganas se me fueron, me desinflé por completo, no sé por qué me acordé en ese momento de algo ocurrido hace, más de veinte años al otro lado del planeta.
Leo Galupi, ese bellaco encantador, me llevó a ver a la Abuela, una de las curiosidades de por aquí, una mujer inmemorial cruzada de arrugas que se arrastra bajo las mesas del bar ofreciendo sus servicios, es una maestra, dicen, después de pasar por sus mandíbulas de chimpancé uno se pone exigente: se le dan diez dólares y no hay que ocuparse de nada, ella se encarga de todo, después hasta te limpia y te sube el cierre, va por turnos agasajando a cada uno de los parroquianos, afanada bajo la mesa, mientras los demás siguen bebiendo y jugando naipes y contando chistes vulgares. Yo no pude, me venció la repugnancia o la lástima. La Abuela tiene el pelo casi blanco, una anciana nada venerable con bíceps de Charles Atlas y unos cuantos dientes afilados como serrucho, en cualquier momento hará lo que todos tememos, arrancarle a alguno el pito de un violento tarascón, ese riesgo es parte del juego, cada cliente teme que justo cuando le toque a él la vieja se decida y ¡zas!
Aquí en la aldea he vuelto a sentirme como un hombre. Me invitan por turnos, un día en cada casa, cocinan para mí y la familia se instala a mi alrededor para verme comer, todos sonrientes, orgullosos de alimentarme aunque no alcance para ellos. Y yo he aprendido a aceptar lo que me ofrecen y agradecerlo sin exageraciones, para no ofenderlos. Nada más difícil que recibir con sencillez, ya no lo recordaba, desde los tiempos en casa de los Morales no me habían dado sin esperar algo a cambio, para mí ha sido una lección de cariño y de humildad, es imposible pasar por la vida sin deberle nada a nadie. A veces uno de los hombres me toma de la mano, como una novia, y también he aprendido a no retirar la mía. Al principio me avergonzaba, los hombres no se tocan, los hombres no lloran, los hombres no se conmueven, los hombres, los hombres… ¿Cuánto hacía que alguien me tocaba por pura simpatía, por amistad? No debo ablandarme, abrirme, confiar, si te descuidas, mueres.
No pensar, lo más importante es no ponerse a cavilar, si uno imagina la muerte, sucede, es como una premonición, pero no puedo dejar de hacerlo, tengo la cabeza llena de visiones de muerte, de palabras de muerte. Quiero pensar en la vida…
A finales de febrero la compañía se encontraba en la cima de una montaña con órdenes de defender el lugar a cualquier costo. En la investigación posterior no quedó clara la razón por la cual los hombres debían resistir como lo hicieron, pero la burocracia y el tiempo se encargaron de tapar el asunto con un manto de olvido.
Aquí vamos a morir todos, le dijo temblando un muchacho de Kansas a Gregory Reeves. No era su bautizo de fuego, llevaba meses en el frente, pero tuvo la corazonada certera del final y calculó que apenas tuvo tiempo de tomarle el gusto a la vida, había cumplido veinte años hacía menos de una semana. No vas a morir, no hables de eso, lo sacudió Reeves. Los soldados aguardaron, cavando trincheras y amontonando sacos de tierra y piedras para formar una barricada, no tanto por la esperanza de protegerse, sino para distraer el miedo y mantenerse ocupados, pero de todos modos la espera se hizo eterna, tensos, angustiados, las armas empuñadas, consumiéndose de frío después de la puesta de sol y de calor en el día. El ataque se produjo de noche y desde el primer momento supieron que estaban ante un enemigo diez veces más numeroso y que no había escapatoria. Pocas horas después el campamento era un enclave desesperado donde un puñado de hombres aún se mantenía disparando, rodeados por los cuerpos de más de cien compañeros desparramados en las laderas. En el fulgor anaranjado de una explosión Gregory Reeves alcanzó a ver al soldado de Kansas que volaba por el aire al otro lado de la barricada y sin saber lo que hacía ni por qué, saltó por encima de los sacos y se arrastró hacia él en un infierno de fuego cruzado, de fulgurantes estallidos y de humareda irrespirable. Alcanzó a sostenerlo en sus brazos llamándolo por su nombre, no te preocupes, estoy aquí, no ha pasado nada, y sintió las manos aferradas a su ropa y su voz quebrada por los estertores de la agonía, y el olor del miedo, de la sangre y de la carne desgarrada, y en otro chispazo de otro estruendo le vio la muerte en los ojos y en el color de la piel y alcanzó a ver también que le faltaban las piernas, para abajo era un charco negruzco. No pasa nada, te llevaré al otro lado, en un rato vendrán los helicópteros y pronto estaremos tomando cerveza y celebrando, ánimo. No me dejes solo, por favor no me dejes solo, y Reeves sintió que a los dos los envolvían las tinieblas y quiso salvarlo de la desesperación, pero se le fue entre las manos como arena, se le desmigajó, se le hizo humo, y cuando tuvo el peso de la cabeza del hombre en su pecho y las manos lo soltaron y el último espasmo de sangre caliente le bañó el cuello, supo que algo se le había roto por dentro en un millón de fragmentos, un espejo pulverizado. Con cuidado colocó a su compañero en el suelo y enseguida lanzó su arma lejos. Entonces el sonido terrible de una inmensa campana, repicó dentro de él y un alarido metálico le salió de las entrañas y sacudió la noche y por un instante venció el fragor de los explosivos, congeló el tiempo y detuvo la marcha del mundo. Y siguió gritando y gritando hasta que no le quedó más aire ni más grito. Por fin se disipó el eco de la campana, pero el tiempo continuó alterado y a partir de ese instante hasta el amanecer todo sucedió en una sola imagen inmóvil e inmutable, una fotografía en blanco, negro y rojo en la cual los acontecimientos de la noche quedaron fijos para siempre. Él no está en ese sangriento mural. Se busca entre los cadáveres y los heridos, entre los sacos de tierra y en los surcos de las trincheras, pero no se encuentra. Ha desaparecido de su propia memoria. Uno de los hombres rescatados contó después que lo vio arrojar el arma y aullar de pie, con los dos brazos levantados, como si clamara por la próxima ráfaga de balas, y cuando vació ese largo bramido de los pulmones se volvió hacia él, que estaba a dos metros de distancia desangrándose sin dolor, lo cargó atravesado en su espalda y así caminó, sin cuidarse del fuego que zumbaba a su alrededor, en línea recta hacia la cumbre, donde cuatro manos se tendieron para recibir al herido. Gregory Reeves volvió atrás en busca de otro compañero caído y luego otro más y durante el resto de esa noche aciaga los transportó bajo la metralla cerrada, con la certeza de que mientras estuviera haciéndolo nada podía ocurrirle, era invulnerable.
En su vida jamás había tenido antes y nunca tendría después esa sensación de poder absoluto. Al amanecer llegó ayuda. Los helicópteros se llevaron primero a los heridos, después a los nueve sobrevivientes y finalmente descargaron las bolsas de plástico para echar a los muertos. De los hombres que salvaron, ocho estaban extenuados de tensión y terror, temblando tanto en sus ropas ensopadas que no podían sostener el frasco en la mano para tomarse un trago de whisky, pero cuando los depositaron horas más tarde en la playa para que en tres días de diversión y relajo se recuperaran del horror, ya podían hablar de lo sucedido y contaron los detalles.
Inmundos y excitados hasta la demencia, todos juntos, codo a codo, una familia de bandoleros desesperados, se abalanzaron como animales sobre las cervezas heladas y las hamburguesas calientes que no habían visto en meses, y cuando alguien quiso explicarles las normas armaron una camorra que por poco degenera en otra matanza. Cuando llegó la policía militar y les vieron las caras y supieron por lo que habían pasado, les quitaron las armas y los dejaron sueltos, a ver si un poco de agua salada y arena los devolvían al mundo de los vivos. El noveno sobreviviente, Gregory Reeves, fue el último en subir a un helicóptero, después de ayudar a los demás. Permaneció mudo y rígido en su asiento, con la vista fija al frente, surcos de profunda fatiga marcados en la cara, sin un rasguño y totalmente cubierto de sangre ajena. Tenía los nervios hechos añicos.
No pudieron enviarlo a la playa, le pusieron una inyección y despertó dos días más tarde en un hospital de campaña, atado a la cama para que no se hiciera daño en el tumulto de las pesadillas. Le anunciaron que salvó la vida de once compañeros y por sus actos de extremo valor le habían otorgado una de las más altas condecoraciones. De acuerdo con los supersticiosos códigos de la guerra, los nueve sobrevivientes intactos de la masacre habían escamoteado el cuerpo a la muerte, pero ya estaban señalados. Juntos no tenían la menor posibilidad de escapar una segunda vez, pero separados tal vez podían continuar engañando al destino. Los enviaron a diferentes compañías, con el tácito acuerdo de que no se pondrían en contacto por un tiempo. Por otra parte, ninguno lo deseaba, a la euforia de haber sido rescatados siguió el terror de no poder explicarse por qué fueron los únicos afortunados entre más de cien hombres.
Dos de los heridos se recuperaron en pocas semanas y Gregory Reeves se cruzó con ellos en un par de ocasiones. No le dirigieron la palabra, fingieron no reconocerlo porque la deuda era demasiado grande, no podían pagarla y eso les creaba un sentimiento de vergüenza.
Habían pasado varios meses desde que Reeves puso los pies en Vietnam, cuando por fin sus superiores recordaron que hablaba la lengua nativa y el Servicio de Inteligencia lo envió a una aldea de las montañas, como enlace con las guerrillas aliadas. Su misión oficial era enseñar inglés en la escuela, pero ningún lugareño tenía la menor duda sobre la verdadera naturaleza de su trabajo, de modo que ni él mismo se dio la molestia de fingir. El primer día de clases llegó con su ametralladora en una mano y un maletín con libros en la otra, cruzó la sala sin mirar hacia los lados, depositó el portadocumentos sobre la mesa y se volvió hacia sus alumnos. Veinte hombres de diferentes edades, doblados en una profunda reverencia, lo saludaban.
No se inclinaban ante él, sino ante el maestro, por el respeto ancestral de ese pueblo ante el conocimiento. Sintió un golpe de sangre en la cara, en ningún momento de la guerra había sentido tanta responsabilidad como entonces. Lentamente se quitó el arma del hombro y caminó hasta la pared, para colgarla de una percha, luego regresó al pizarrón y se inclinó a su vez para saludar a los alumnos, agradeciendo calladamente sus doce años de escuela y siete de universidad. El curso de inglés que en principio era sólo una pantalla para recopilar información, desde el primer día se convirtió en un deber apremiante para él, la única forma de retribuir en algo a los aldeanos lo mucho que de ellos recibía.
Se alojaba en una casa modesta, pero fresca y cómoda, que había pertenecido a un funcionario del gobierno francés, una de las pocas en varias millas a la redonda que disponía de una letrina al fondo del patio. Las carreras de gatos y ratones en el techo terminaron por resultarle tan familiares que cuando por momentos se callaban en la noche, despertaba sobresaltado. Disponía de mucho tiempo para preparar sus clases, en verdad había muy poco que hacer, la misión militar era cosa de broma, la guerrilla aliada resultó ser una sombra impredecible. Los esporádicos contactos eran surrealistas y sus informes terminaron por convertirse en ejercicios de adivinación. Se comunicaba diariamente por radio con su batallón, pero rara vez podía ofrecer novedades. Estaba en plena zona de combate, sin embargo a ratos la guerra daba la impresión de ser un cuento de otra parte. Caminaba entre las casas con sus techos de paja, pisando el barro y los excrementos de cerdo, saludando a cada uno por su nombre, ayudando a los campesinos a mover los pesados arados de madera tirados por búfalos para preparar los plantíos de arroz, a las mujeres que iban con su recua de niños a buscar agua en grandes cántaros, a los chiquillos a encumbrar cometas y hacer pelotas de trapo. En las noches vibraban los cantos de las madres meciendo a sus criaturas y las voces de los hombres en su idioma de trinos y murmullos. Esos sonidos marcaban el ritmo de las horas, eran la música del pueblo. También volvió a escuchar su propia música por primera vez en una eternidad, se instalaba con sus cintas de conciertos y durante algunas horas imaginaba que la guerra era sólo un mal sueño.
Le parecía haber nacido entre esa gente tolerante y dulce, capaz sin embargo de empuñar un arma y dejar la piel por defender su tierra.
Al poco tiempo hablaba el idioma con fluidez, aunque con un acento áspero que provocaba alegres risotadas; pero nunca en la sala de clase. Aquellos que lo trataban con familiaridad cuando lo invitaban a comer, lo saludaban con zalemas en la escuela. Jugaba naipes con un grupo de hombres por las noches y la norma era lanzarse pullas en verdaderos duelos verbales de humor sarcástico, en los cuales llevaba todas las de perder, porque en lo que se demoraba en traducir el chiste los demás ya estaban en otra cosa. Debía ser cuidadoso en el trato, había un límite incierto entre las bromas habituales y un protocolo inviolable impuesto por el respeto y las buenas maneras. En apariencia se comportaban como iguales, pero había un complejo y sutil sistema de jerarquías, cada cual velaba por su honor con orgullosa determinación. Eran hospitalarios y amistosos, así como las puertas de las casas estaban siempre abiertas para Reeves, del mismo modo llegaban visitantes a la suya sin previo aviso y se quedaban horas y horas en amena charla. La habilidad para contar historias constituía el rasgo más apreciado, había entre ellos un anciano narrador capaz de arrastrar al auditorio por el cielo o el infierno, de conmover a los hombres más bravos con sus cuentos sentimentales, sus complicados relatos de doncellas en peligro y de hijos en desgracia. Cuando callaba todos quedaban en silencio por un largo momento y enseguida el mismo viejo lanzaba la primera risotada burlándose de sus oyentes, embaucados como niños por la magia de sus palabras.
Reeves se sentía rodeado de amigos, un miembro más de una vasta familia. Pronto dejó de percibirse a sí mismo como un gigante blanco, olvidó las diferencias de tamaño, cultura, raza, lengua y propósitos, y se abandonó al placer de ser como todos. Una noche se sorprendió mirando la bóveda negra del cielo y sonriendo ante la evidencia de que allí, en ese remoto villorrio asiático, era el único lugar donde se había sentido aceptado como parte de una comunidad en casi treinta años de vida.
Escribió a Timothy Duane pidiéndole una lista de materiales para sus clases porque sus textos eran infantiles y anticuados, y se puso en contacto con una escuela secundaria en San Francisco para que sus estudiantes intercambiaran cartas con los muchachos americanos. Sus alumnos contaron sus vidas en un par de páginas escritas en su laborioso inglés y semanas más tarde recibieron una bolsa con las respuestas de los Estados Unidos. Esa tarde hubo una fiesta para celebrar el acontecimiento. Entre otras cosas Timothy Duane mandó una máscara para ilustrar la tradición anual de Halloween, de goma con facciones de gorila, pelos verdes, dentadura de tiburón y unas orejas en punta que se movían como gelatina. Reeves se la colocó, se cubrió el cuerpo con una sábana y salió dando saltos por la calle con una antorcha encendida en cada mano sin imaginar el terrorífico efecto de su broma. Se armó un alboroto comparable al provocado por un ataque aéreo, mujeres y niños escaparon hacia la selva con una ensordecedora gritadera y los hombres que lograron sobreponerse al espanto se organizaron para atacar al monstruo a palos. El gorila debió correr por su vida, enredado en la sábana, mientras procuraba arrancarse el disfraz a tirones. Logró identificarse justo a tiempo, pero no antes de recibir unos cuantos piedrazos.
La máscara se convirtió en el trofeo más apreciado por la gente, los curiosos hacían fila para admirarla de cerca y tocarla con un dedo vacilante. Reeves pensó darla de premio al mejor alumno de su curso, pero ante semejante estímulo muchos sacaron la nota máxima, de modo que optó por entregar aquel tesoro a la comunidad. El rostro de King Kong terminó en la Casa Municipal, junto a una bandera ensangrentada, un botiquín de primeros auxilios, una radio emisora y otras reliquias. En retribución le regalaron al maestro de inglés un pequeño dragón de madera, símbolo de prosperidad y buena suerte, que comparado con el monstruo de goma parecía un querubín.
La ilusoria tranquilidad de esos meses en el villorrio terminó para Reeves antes de lo previsto. Los primeros síntomas fueron similares a los de una disentería, culpó al agua contaminada y a las extrañas comidas, y se limitó a pedir un medicamento por radio. Le enviaron una caja con varios frascos y una hoja impresa con instrucciones. Empezó a hervir el agua, trató de rechazar las invitaciones sin ser ofensivo y se administró los remedios metódicamente. Por unos días se sintió mejor, pero luego regresó el malestar con mayor fuerza. Pensó que era la resaca del mal anterior y no se preocupó, dispuesto a matar el virus con indiferencia, no era cosa de lloriquear como una vieja, los hombres no se quejan, mano, pero empeoraba a ojos vista, bajó de peso, no podía con sus huesos, le costaba un esfuerzo descomunal levantarse de la cama y fijar la vista en las letras para preparar sus clases o revisar las tareas de sus alumnos. Se quedaba con la tiza en la mano, sin ánimo para mover el brazo, mirando la negra superficie del pizarrón con aire atontado, sin saber qué significaban las patas de gallina escritas por él mismo ni qué era ese calor abrasante consumiéndolo por dentro. Is this pencil red?, no, this pencil is blue, y no lograba recordar de cuál lápiz se trataba ni a quién le podía importar un cuerno que fuera rojo o azul. En menos de dos meses perdió dieciocho kilos y cuando alguien comentó que se estaba reduciendo de tamaño y poniéndose color de calabaza, replicó con una sonrisa débil que un buen espía debía mimetizarse en el ambiente. Para entonces ya nadie en el pueblo hacía misterio de sus mensajes en clave y él mismo se permitía chistes al respecto. La gente consideraba su presencia como una inevitable consecuencia de la guerra, no se trataba de algo personal, si no era Reeves, sería otro, no había escapatoria. De los incontables extranjeros que habían desfilado por allí, amigos o enemigos, ése era el único con el cual se sentían cómodos, le habían tomado cariño.
A veces aparecía un chiquillo a soplarle al oído que se avecinaba una noche de tormenta y sería conveniente mantener las luces apagadas, cerrar bien las puertas y no salir por ningún motivo. Por lo general el clima no parecía alterado, Reeves atisbaba la herradura lívida de la luna por una rendija de la ventana, escuchaba los gritos de pájaros nocturnos y hacía oídos sordos a otros tráficos en las callejuelas del villorrio. No informaba sobre esos episodios, sus superiores no entenderían que para sobrevivir la gente no podía más que doblegarse ante los más fuertes, de uno y otro lado. Una palabra suya sobre esas extrañas noches de silenciosas diligencias y una expedición punitiva acabaría con sus amigos y dejaría el pueblo reducido a un montón de chozas calcinadas, tragedia que de ningún modo cambiaría los planes de los guerrilleros. La falta de noticias pareció sospechosa en su batallón y fueron a recogerlo para hacerle algunas preguntas personalmente.
Camino a la base se desmayó en el jeep y al llegar tuvieron que bajarlo entre dos hombres y arrastrarlo hasta una silla a la sombra. Le pasaron un botellón de agua que se bebió entero sin un respiro y enseguida vomitó. Los exámenes de sangre descartaron los males habituales y el médico, temiendo una infección contagiosa, lo mandó por avión directamente a un hospital de Hawai.
La experiencia del hospital fue decisiva para Gregory Reeves, porque tuvo ocasión de pensar en el futuro, lujo que hasta entonces desconocía. Rara vez había dispuesto de tanto tiempo sin actividad, se encontraba en una burbuja flotando en el vacío, las horas se le hacían eternas. En los meses de batalla había afinado los sentidos y ahora, en el relativo silencio de su cama de enfermo, se sobresaltaba cuando un termómetro caía sobre una bandeja metálica o se cerraba una puerta. Le molestaba el olor de comida, le daba náuseas el de medicamentos, y le producía arcadas incontrolables el de una herida.
El roce de las sábanas era un suplicio para su piel y la comida sabía a arena en su boca. Lo alimentaron con sueros durante varios días y luego la paciencia de una enfermera, que le daba papillas de recién nacido a cucharadas, le devolvió el apetito. Los primeros días se concentró en sí mismo, los cinco sentidos puestos al servicio de sanarse, pendiente de los altibajos de sus males y las reacciones de su organismo, pero cuando se sintió mejor pudo mirar a su alrededor. Al desintoxicarse de las drogas con las cuales había funcionado desde el comienzo del servicio, se le despejó la neblina de la mente y una despiadada lucidez le permitió verse a sí mismo. Tendido de espaldas, con los ojos clavados en el ventilador del techo, pensaba que le tocó nacer entre los de abajo y hasta ese momento su vida había sido sólo trabajo y escasez. Logró salir del arrabal donde se crió y convertirse en abogado, más de lo obtenido por cualquiera de sus compañeros de infancia, pero no se libró del estigma de la pobreza.
Su matrimonio no alivió esa sensación; los melindres y la abulia de su mujer que antes le producían curiosidad, ahora lo molestaban. Timothy Duane decía que el mundo se dividía en abejas reinas destinadas al placer y en obreras cuya misión era mantener a las primeras. La gente como Samantha y Timothy habían recibido todo antes de nacer, eran seres sin preocupaciones, siempre había alguien dispuesto a pagar sus cuentas, si la herencia no bastaba. Malditos sean, mascullaba al compararse con ellos. Juro que le quebraré la mano a la suerte, se repetía, procurando no pensar en que su suerte podría conducirlo al cementerio. No, eso no puede pasar, me quedan menos de dos meses, jamás me enviarán otra vez al frente, se consolaba. Sentía simpatía por los otros pacientes, perdedores, como él, pero le molestaban sus gemidos, sus lentos paseos arrastrando las zapatillas sobre el linóleo, sus mezquindades y miserias. Escuchaba esas mínimas conversaciones y quejas pensando que eran desechables, sólo un número en las listas administrativas, nada importante, bien podían desaparecer mañana y no quedaría ni rastro de su paso por el mundo.
¿Y yo? ¿Me recordaría alguien? Nadie, no tengo mujer, ni hija que me lloren, tampoco mi madre. ¿Y Carmen? Todavía estará afligida por su hermano, adoraba a Juan José, el único que se mantuvo en contacto cuando los demás la repudiaron. Cuidado otra vez, ahora me estoy poniendo sentimental. La verdad es que me importa un carajo ser recordado, lo que quiero es ser rico, tener poder. Mi padre lo tenía en el mundo de marginales donde se movía, era capaz de hipnotizar a una sala repleta y dejar a la gente convencida de que era el representante de la Suprema Inteligencia; nos hizo creer a todos que conocía los planes y reglamentos del universo, pero igual murió amarrado a una cama echando espumarajos de sangre por la boca y pus por veinte cráteres en la piel, loco de atar. Sé lo que estás murmurando, Cyrus, que sólo cuenta el poder moral. Tú eras buen ejemplo de eso, pero pasaste años encerrado en un ascensor sin aire ni luz, leyendo a hurtadillas y supongo que todavía anda tu ánima escarbando libracos. ¿De qué te sirvió ser tan buen hombre? A mí me diste mucho, no puedo negarlo, pero tú no tenías nada, vivías miserable y solo. Pedro Morales es otro hombre justo. Cuando yo era un chiquillo creía que era poderoso, temía su vozarrón de patriarca y su rostro pétreo de indio con dientes de oro. Pobre Pedro Morales, incapaz de matar una mosca, otra víctima en esta chingada sociedad; dicen que desde la partida de Carmen está acabado, ha envejecido y ahora se le suma la muerte de Juan José. Yo tendré el verdadero poder del dinero y del prestigio, ese que nunca vi en mi barrio, nadie me mirará para abajo ni me levantará la voz. Tu ánima en pena debe estar revolcándose con mi cinismo, Cyrus, trata de entender, el mundo es de los fuertes y ya estoy harto de andar en las filas de los débiles. Basta. Lo primero es curarme, no puedo levantar los brazos para pasarme un peine, me cuesta respirar y siento el cerebro a punto de hervir y eso nada tiene que ver con esta condenada enfermedad, viene de antes, me están consumiendo las alergias. No probaré más las drogas, me están matando, a lo más un poco de marihuana para soportar el día, pero nada de pastillas ni de inyectarme porquerías, debo regresar al mundo de los sanos. No seré otro veterano en silla de ruedas, alcohólico, drogado y vencido, ya hay muchos de ellos. Seré rico, carajo. Los pensamientos se atropellaban en su mente, cerraba los ojos y veía una espiral de imágenes girando y girando, los abría y en la superficie gris del techo se proyectaban sus recuerdos. Le costaba mucho dormir, en la noche se quedaba despierto en la oscuridad, luchando por pasar el aire a los pulmones.
Identificaron la infección, le administraron antibióticos y en tres semanas estaba en pie. Había recuperado peso pero nunca más tendría la fortaleza de antes y terminó por comprender que la musculatura nada tenía que ver con la hombría. Se atenuaron los efectos de la alergia, cedió el dolor de cabeza, ya no respiraba a borbotones ni tenía los ojos inyectados en sangre, pero aún se sentía débil y el menor esfuerzo le nublaba la vista. Incrédulo, un día escuchó al médico darlo de alta y recibió órdenes de regresar al frente. No imaginó que volvería a empuñar un arma, esperaba cumplir las semanas de servicio que le faltaban en alguna misión burocrática o de vuelta en la aldea. Lo llevaron a Saigón con dos días de permiso y órdenes terminantes de aprovechar esas cuarenta y ocho horas para acabar de afirmarse en las piernas. Aprovechó esas horas para buscar a Thui, la novia de Juan José Morales. Mediante algunas indagaciones de su amigo Leo Galupi, para quien el mundo carecía de secretos, logró ubicarla por teléfono y se dieron cita en un modesto restaurante. Gregory la esperaba angustiado, no tenía idea de cómo suavizar el golpe para darle la noticia de lo ocurrido.
Thui anunció que se vestiría de azul con un collar de cuentas blancas, para que la reconociera. Reeves la vio entrar al local y antes de acercarse se tomó unos segundos para examinarla a la distancia y domar los latidos precipitados de su corazón. La mujer no era bonita, tenía la piel sin luz, como si estuviera enferma, la nariz aplastada y las piernas cortas, lo único notable eran los ojos muy separados y oblicuos, dos perfectas almendras negras. Le tendió una mano pequeña, que desapareció en la de él, y lo saludó en un murmullo sin mirarlo a la cara. Se sentaron ante una mesa con cubierta de plástico, ella esperaba impasible con las manos sobre la falda y la vista baja, mientras él examinaba el menú con una dedicación absurda preguntándose por qué diablos la había llamado, ahora estaba en un lío y lo único que deseaba era escapar de allí. El mozo les trajo cervezas y un plato con un picadillo difícil de identificar, pero sin duda mortífero para un convaleciente de infección intestinal. El silencio se volvió incómodo, Gregory se palpaba el escapulario de la Virgen de Guadalupe bajo la camisa. Por fin Thui levantó los ojos y lo miró sin ninguna expresión.
—Ya lo sé —le dijo en su inglés machucado.
—¿Qué? —y de inmediato lamentó haberlo preguntado.
—Lo de Juan José. Ya lo sé.
—Lo siento. No sé qué decirle, soy muy torpe para estas cosas… sé que ustedes se querían mucho. También yo le tenía cariño —balbuceó Gregory y la tristeza le cortó el discurso y sintió el alma llena de lágrimas imposibles de verter, mientras golpeaba la mesa con el puño.
—¿Qué puedo hacer por usted? —quiso saber ella.
—Soy yo quien debe preguntarlo. Justamente por eso la llamé. Discúlpeme, debo parecerle un entrometido… ¿Juan José le habló de mí?
—Me habló de su familia y de su país. ¿Usted es su hermano, no?
—Digamos que sí. También me habló de usted, Thui, me dijo que estaba enamorado por primera vez en su vida, que usted era una persona muy dulce y cuando terminara la guerra se casarían y se la llevaría a América.
—Sí.
—¿Necesita algo? A Juan José le gustaría que yo…
—Nada, gracias.
—¿Dinero?
—No.
Se quedaron sin más que decirse por un buen rato y por último ella anunció que debía regresar a su trabajo y se puso de pie. Su cabeza apenas sobrepasaba unos cuantos centímetros la de Gregory, que aún estaba sentado. Le colocó su mano de niña en el hombro y sonrió, una sonrisa tenue y algo traviesa que acentuaba su aire de duende.
—No se preocupe, Juan José me dejó todo lo que necesito —dijo.
Miedo. Terror. Me estoy asfixiando de miedo, algo que no sentí en los meses anteriores, esto es nuevo. Antes estaba programado para esta chingadera, sabía qué hacer, no me fallaba el cuerpo, estaba siempre alerta, tenso, un verdadero soldado. Ahora soy un pobre tipo enfermo, crispado de impotencia, una bolsa de trapos. Muchos mueren en los últimos días de servicio porque se relajan o se asustan. Tengo miedo de morir en un instante, sin tiempo de despedirme de la luz, y otro miedo peor, el de morir lentamente. Miedo de la sangre, de mi propia sangre escapando en un manantial; del dolor, de sobrevivir mutilado, de volverme loco, de la sífilis y de otras pestes que nos contagian, de caer prisionero y terminar torturado dentro de una jaula de monos, que me trague la jungla, de dormirme y soñar, de acostumbrarme a matar, a la violencia, a las drogas, a la mugre, a las putas, a la obediencia estúpida, a los gritos. Y que después —si hay un después— no pueda andar por la calle como una persona normal y acabe violando ancianas en los parques o apuntando con un rifle a los niños en el patio de una escuela. Miedo de todo lo que me espera. Valiente es quien se mantiene sereno ante el peligro, me lo subrayaste en el libro, Cyrus, me decías que no fuera pusilánime, que el hombre noble no se desalienta y que vence al temor, pero esto es diferente, éstos no son peligros ilusorios, no son sombras ni monstruos de mi imaginación, es fuego de fin de mundo, Cyrus. Y rabia. Debiera sentir odio, pero a pesar de los entrenamientos, de la propaganda y de lo que veo y me cuentan, no puedo sentir el odio necesario; culpa de mi madre, tal vez, que me llenó la cabeza de prédicas Bahai, o culpa de mis amigos en la aldea, que me enseñaron a ver las similitudes y olvidar las diferencias. Nada de odio, pero sí mucha rabia, una ira tenaz contra todos, contra el enemigo, esos cabrones moviéndose bajo tierra como topos y multiplicándose a la misma velocidad en que los exterminamos, iguales en apariencia a los hombres y mujeres que me invitaban a comer a sus casas en la aldea. Rabia contra cada uno de los corruptos bastardos que se hacen ricos con esta guerra, contra los políticos y los generales, sus mapas y sus computadoras, su café caliente, sus mortíferos errores y su infinita soberbia; contra los burócratas y sus listas de bajas, números en largas columnas, bolsas de plástico en interminables hileras; contra los que se quedaron en sus casas y queman sus tarjetas de conscripción y también contra los que agitan banderas y nos aplauden cuando aparecemos en la pantalla del televisor y tampoco saben por qué nos estamos matando. Carne de cañón o heroicos defensores de la libertad, nos llaman los hijos de puta, ninguno puede pronunciar los nombres de los lugares donde nosotros caemos, pero todos opinan, todos tienen sus ideas al respecto. ¡Ideas! Es lo que menos falta hace aquí, malditas ideas. Y rabia contra estas cataratas de agua, esta lluvia que todo lo ensopa y lo pudre, este clima de otro planeta donde nos congelamos y hervimos alternativamente, contra este país arrasado y su jungla desafiante. Estamos ganando, por supuesto, así me dice siempre Leo Galupi, el rey del mercado negro, que cumplió sus dos años y luego regresó a quedarse y no piensa marcharse nunca porque esta chingadera le encanta y además se está haciendo millonario vendiéndonos a nosotros marfiles de contrabando y a los otros nuestros calcetines y desodorantes. En cada escaramuza salimos vencedores, según Galupi, no sé por qué entonces tenemos esta sensación de derrota. El bien siempre triunfa, como en el cine, y nosotros somos los buenos ¿no? Controlamos el cielo y el mar, podemos reducir este país a cenizas y dejar en el mapa un solo cráter, un solo inmenso crematorio donde nada crecerá durante un millón de años, es cuestión de apretar el famoso botón, más fácil que en Hiroshima ¿se acuerda todavía, mamá, o ya se le olvidó? No ha vuelto a mencionarlo hace años, vieja ¿de qué habla ahora con el fantasma de mi padre? Esas bombas están pasadas de moda, tenemos otras que matan más y mejor, qué le parece, ¿eh? Pero las guerras no se ganan en el aire ni en el agua, se ganan sobre la tierra, palmo a palmo, hombre a hombre. Extrema brutalidad. Por qué no lanzamos un ataque nuclear a ver si podemos volver a casa de una vez por todas, dicen los Marines a la segunda cerveza. No quiero estar en estos alrededores cuando lo hagamos. No debo pensar en los amigos desaparecidos, los reventados, los caseríos en llamas, las masas de refugiados, los monjes ardiendo en gasolina; tampoco en Juan José Morales o el pobre muchacho de Kansas, ni acordarme de mi hija cada vez que veo una de estas criaturas llenas de cicatrices, ciegas, quemadas. En lo único que debo pensar es en salir con vida de aquí, no hay lugar para sentimentalismos, salir con vida, sólo eso.
No puedo mirar a nadie a los ojos, estamos señalados por la muerte, me espantan los ojos vacíos de estos chicos de dieciocho años, todos con un negro abismo en la mirada.
Nos rodean, conocen nuestras mínimas intenciones, escuchan nuestros susurros, nos huelen, nos siguen, nos vigilan, esperan. Ellos no tienen alternativa: ganar o morir, no se preguntan qué mierda hacen aquí, han nacido en este suelo desde hace miles de años y pelean desde hace por lo menos cien. El chiquillo que nos vende fruta, la mujer sin orejas que nos guía a los burdeles, el anciano que quema la basura, todos son enemigos. O tal vez ninguno lo es. Durante tres meses en la aldea volví a ser un hombre, no un guerrero, un hombre, pero ahora soy otra vez un animal acosado. ¿Y si fuera una pesadilla? Una pesadilla… pronto despertaré en un desierto limpio, de la mano de mi padre, mirando el atardecer. Aquí los cielos son formidables, es lo único que la guerra aún no ha devastado. Los amaneceres son largos y el sol se mueve lentamente, naranja, púrpura, amarillo, el sol es un disco enorme de oro puro.
Nunca pensé que me enviarían de vuelta a este infierno, me queda sólo un mes, menos de un mes, exactamente veinticinco días. No quiero morir ahora, sería un final estúpido, no es posible haber sobrevivido a las pateaduras de los pandilleros del barrio, a las carreras contra un tren en marcha, a la masacre de la montaña y trece meses bajo el fuego para terminar sin pena ni gloria en una bolsa, exterminado en el último momento, como un idiota, No puede ser. Tal vez Olga tiene razón, tal vez soy diferente a los demás y por eso salí sano y salvo de la montaña; soy invencible e inmortal. Eso cree todo el mundo, si no fuera así no podríamos seguir peleando, también Juan José se sintió inmortal. Suerte, karma, destino… Cuidado con esas palabras, las estoy empleando demasiado, no existe nada de eso, son patrañas de mi padre y de Olga para embaucar ignorantes. El destino se lo forja uno a golpes y trabajos, yo haré con mi existencia lo que me dé la gana… siempre que salga vivo y pueda volver a casa. ¿Y acaso eso no es suerte? El regreso no depende de mí, nada que haga o deje de hacer puede asegurarme que no perderé las piernas o los brazos o la vida en estos veinticinco días.
Inmaculada Morales comprendió que su marido estaba mal antes de su primer ataque, lo conocía bien y notó los cambios que él no percibía. Pedro gozaba de espléndida salud, como único medicamento de confianza usaba esencia de eucalipto para frotarse la espalda adolorida por exceso de trabajo y la única vez que le administraron anestesia fue para cambiarle los dientes sanos por otros de oro. No se conocía su edad exacta, había encargado su certificado de nacimiento a un falsificador en Tijuana, cuando llegó el momento de legalizar sus papeles de inmigración, y escogió la fecha al azar. Su mujer le calculaba más o menos cincuenta y cinco para la época en que Carmen se fue de la casa. Después de eso Pedro Morales no volvió a ser el mismo, se convirtió en un hombre taciturno, de expresión hierática, con quien la convivencia era difícil. Los hijos jamás cuestionaron su autoridad, no se les habría ocurrido desafiarlo o pedirle explicaciones. Tiempo después, cuando los mayores se casaron y le dieron nietos, se suavizó un poco su carácter, al ver a los niños balbuceando en media lengua y arrastrándose como cucarachas a sus pies sonreía como en los buenos tiempos. Inmaculada nunca pudo hablarle de Carmen. Lo intentó una vez y él estuvo a punto de golpearla; ¡mira lo que me obligas a hacer, mujer!, rugió al sorprenderse con el brazo alzado en el aire. A diferencia de tantos otros hombres del barrio, consideraba una cobardía pegarle a su compañera; con las hijas es muy diferente, decía, porque debía educarlas. A pesar de su anticuada severidad, Inmaculada adivinaba cuánta falta le hacía Carmen y se le ocurrió una forma para mantenerlo informado. Inició con Gregory Reeves una esporádica correspondencia en la cual el único tema era la muchacha ausente. Ella le enviaba tarjetas postales con flores y palomas para darle noticias de la familia, y su «hijo gringo» respondía comentando su última conversación telefónica con Carmen, así supo de los pormenores de la vida de su hija, su estadía en México, su viaje a Europa, sus amores, su trabajo.
Dejaba las tarjetas olvidadas donde el padre podía leerlas sin poner a prueba su orgullo ofendido. En esos años las costumbres cambiaron drásticamente y el tropezón de Carmen pasó a ser cosa de cada día, costaba mucho seguir recriminándola como si fuera un engendro de Satanás. Los embarazos fuera del matrimonio eran tema preferido de películas, seriales de televisión y novelas, en la vida real las actrices famosas tenían hijos sin que se supiera la identidad del padre, las feministas predicaban el derecho al aborto y los hippies copulaban en parques públicos a la vista de quien quisiera observarlos, de manera que ni siquiera el severo Padre Larraguibel entendía la intransigencia de Pedro Morales.
Ese miércoles aciago, dos jóvenes oficiales se presentaron a casa de la familia Morales; un par de muchachos asustados que intentaban ocultar su desazón tras la absurda rigidez de los soldados y la formalidad de un discurso muchas veces repetido. Traían la noticia de la muerte de Juan José. Habría un servicio religioso y si la familia estaba de acuerdo, el cuerpo sería sepultado dentro de una semana en el cementerio militar, dijeron, y entregaron a los padres las condecoraciones ganadas por su hijo en acciones heroicas más allá del deber.
En la noche Pedro Morales sufrió el tercer ataque. Sintió una repentina debilidad en los huesos, como si el cuerpo se le hubiera puesto de cera blanda y se desplomó exangüe a los pies de su mujer, quien no pudo levantarlo para ponerlo en la cama ni se atrevió a dejarlo solo para pedir ayuda. Cuando Inmaculada vio que no respiraba le lanzó agua fría a la cara, pero el remedio no tuvo efecto alguno, entonces se acordó de un programa de televisión y procedió a darle aire boca a boca y a golpearle el pecho con los puños. Un minuto después su marido despertó mojado como un pato y apenas se le pasó el mareo bebió dos vasos de tequila y devoró medio pastel de manzana. Se negó a ir al hospital, seguro de que eran sólo nervios, el malestar se le pasaría durmiendo, dijo, y así fue. Al día siguiente se levantó temprano como de costumbre, abrió el taller y después de dar órdenes a los mecánicos, partió a comprar un traje negro para el funeral de su hijo. Del desmayo no le quedó más secuela que un fuerte dolor en las costillas que su mujer le había machucado a puñetazos.
Ante la imposibilidad de llevarlo al médico, Inmaculada decidió consultar a Olga, con quien se había reconciliado después del trágico accidente de Carmen, porque comprendió que la curandera sólo quiso ayudarla. Conocía su larga experiencia, no se hubiera arriesgado a practicar un aborto tardío si no se hubiera tratado de la muchacha, a quien quería como a una sobrina. Las cosas habían salido mal, pero pensaba que no fue culpa suya sino la voluntad de Dios.
Olga ya sabía de la muerte de Juan José y se preparaba, como todo el barrio, para asistir a la misa del Padre Larraguibel. Las dos mujeres se abrazaron largamente y después se sentaron a tomar café y comentar los desvanecimientos de Pedro Morales.
—No es el mismo de siempre. Se está adelgazando. Toma litros de limonada, ya debe tener huecos en la panza de tanto limón. No tiene fuerzas ni para regañarme, con decirle que algunos días no va al taller.
—¿Algo más?
—Llora dormido.
—Don Pedro es muy macho, por eso no puede llorar despierto. Tiene el corazón lleno de lágrimas por la muerte de su hijo, es normal que se le salgan dormido.
—Esto empezó antes de lo de Juan José, que Dios lo tenga en Su Santo Seno.
—Una de dos: o se le ha descompuesto la sangre o lo que tiene es congoja.
—Yo creo que está muy enfermo. Así fue con mi madre ¿se acuerda de ella?
Olga la recordaba bien, hizo historia cuando salió por televisión al cumplir ciento cinco años. La abuela chiflada, que normalmente era una persona alegre, despertó una mañana bañada en llanto y no hubo forma de consolarla, se iba a morir y le daba lástima irse sola, le agradaba la compañía de su familia. Creía que aún se encontraba en su aldea en Zacatecas, nunca se enteró que había vivido treinta años en los Estados Unidos, sus nietos eran chicanos y más allá de los límites de su barrio se hablaba inglés. Planchó su mejor vestido porque pretendía ser enterrada con decencia, y se hizo conducir al camposanto para ubicar la tumba de sus antepasados. Los muchachos Morales habían encargado a toda prisa una lápida con los nombres de los padres de la señora y la colocaron estratégicamente para que pudiera verla con sus propios ojos. ¡Cómo se reproducen los muertos!, fue su único comentario al ver el tamaño del cementerio del condado.
En las próximas semanas siguió llorando su propia partida por anticipado, hasta consumirse como una vela y quedarse sin luz.
—Voy a darle jarabe de la Magdalena, es muy bueno en estos casos. Si don Pedro no mejora habrá que llevarlo a un médico —recomendó Olga—. Disculpe la intromisión, doñita, pero hacer el amor es saludable para el cuerpo y para el espíritu. Yo le recomiendo que sea cariñosa con él.
Inmaculada se sonrojó. Ése era un tema que jamás podría discutir con nadie.
—En su lugar yo también llamaría a Carmen para que vuelva. Ha pasado mucho tiempo y su padre la necesita. Es hora de hacer las paces.
—Mi marido no me lo perdonaría, doña Olga.
—Don Pedro acaba de perder un hijo ¿no le parece que sería un buen consuelo que resucitara la niña que considera muerta? Carmen siempre fue su favorita.
Inmaculada se llevó el jarabe de la Magdalena para no pecar de mal agradecida. No tenía demasiada fe en los brebajes de la adivina, pero confiaba a ciegas en su buen criterio como consejera. Cuando llegó a su casa tiró el frasco a la basura y buscó en la caja de lata donde guardaba las postales de Gregory Reeves hasta que encontró la última dirección de su hija.
Carmen Morales vivió cuatro años en ciudad de México. Los dos primeros fueron de tanta soledad y penurias que le tomó gusto a la lectura, lo que nunca imaginó posible. Al principio Gregory le enviaba novelas en inglés, pero luego se inscribió en una biblioteca pública y comenzó a leer en español. Allí conoció a un antropólogo veinte años mayor, quien la inició en el estudio de otras culturas y en el respeto por su herencia indígena. Tan fascinado estaba él con el escote de la muchacha como ella lo estaba por los conocimientos de su nuevo amigo.
En un comienzo Carmen se horrorizó del pasado de violencia y sangre de ese continente, no encontraba nada admirable en unos sacerdotes cubiertos de sangre seca ocupados en arrancar el corazón de las víctimas de sus sacrificios, pero el antropólogo le hizo ver el significado de aquellos rituales, le contó antiguas leyendas, le enseñó a descifrar jeroglíficos, la llevó a museos y le mostró tantos libros de arte, mantos de plumas, tapicerías, bajorrelieves y esculturas, que acabó apreciando esa estética feroz.
Su mayor interés eran los diseños y colores de telas, pinturas, cerámicas y ornamentos, se entretenía horas interpretándolos en un cuaderno de dibujo para aplicarlos en sus joyas.
De tanto andar juntos observando momias y escalofriantes estatuas aztecas, el antropólogo y su pupila se convirtieron en amantes. Él le pidió que vivieran juntos para compartir amores y gastos, ella dejó el cuartucho pestilente donde había sobrevivido hasta entonces y se trasladó al apartamento de su enamorado en pleno centro de la ciudad.
La contaminación del aire era alarmante, a veces los pájaros caían muertos del cielo, pero al menos disponía de un baño con agua caliente y una habitación asoleada donde instaló su taller de orfebrería. Creyó haber encontrado la felicidad e imaginó que podría adquirir sabiduría por contacto físico, estaba ávida de aprender, vivía en permanente estado de admiración y sorpresa ante su amante, cada migaja de conocimiento que él esparcía caía en terreno fértil. A cambio de las magníficas lecciones del antropólogo estaba dispuesta a servirlo, lavar la ropa, limpiar la casa, preparar la comida y hasta cortarle las uñas y la melena, amén de entregarle todo lo que ganaba vendiendo sus adornos de plata a las turistas. El hombre no sólo sabía de indios fantasmagóricos y cementerios de cántaros apolillados, también era experto en películas, libros, restaurantes; decidía la forma en que ella debía vestirse, hablar, hacer el amor y hasta pensar.
A la joven la sumisión le duró mucho más de lo esperado en una persona de su temperamento; durante casi dos años le obedeció con reverencias, soportó no sólo que tuviera otras mujeres y la informara con profusión de detalles escabrosos «porque entre nosotros no debe haber secretos», sino también que la abofeteara cuando de tarde en tarde se tomaba unas copas de más.
Después de cada escena de violencia su erudito compañero llegaba a la casa con flores y se echaba a llorar en su regazo suplicando comprensión —el demonio se había apoderado de él— y juraba que jamás lo volvería a hacer. Pero ella no olvidaba, y entretanto absorbía información como una esponja. Le daba vergüenza admitir esas golpizas, se sentía humillada y a ratos creía merecerlas, tal vez eso era normal, ¿no le había pegado su padre muchas veces? Finalmente un día se atrevió a decírselo a Gregory Reeves en una de sus secretas conversaciones telefónicas de los lunes, su amigo puso un grito en el cielo, la trató de estúpida, la espantó con unas estadísticas de su invención y la convenció de que el antropólogo no cambiaría, por el contrario, el abuso iría en aumento hasta alcanzar quién sabe qué extremos.
Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pecho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.
Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.
Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos artesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del malabarismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.
Después de recorrer desde Oslo hasta Atenas con su equipaje a la espalda y casi sin dinero, consideró que bastaba de vagabunderías, había llegado la hora de sentar cabeza. Estaba convencida de que la única ocupación adecuada para ella era la joyería, pero en ese campo había una competencia despiadada. Para sobresalir no bastaban diseños originales; antes que nada debía descubrir los secretos del oficio. Barcelona era el lugar ideal para ello. Se inscribió en diversos cursos donde aprendió técnicas milenarias y poco a poco nació su estilo único, combinación de sólida artesanía antigua y un atrevido sello gitano con toques de África, Latinoamérica y también algo de la India, tan en boga en esa década. Fue siempre la alumna más original de la clase, sus creaciones se vendían tan rápido que no daba abasto con los pedidos.
Todo marchaba mejor de lo esperado hasta que se le atravesó un joven japonés, algo menor que ella y orfebre también. Carmen había logrado colocar sus joyas en tiendas de prestigio, en cambio él ofrecía las suyas con poco éxito en las ramblas, diferencia que lo humillaba. Para consolarlo ella volvió a vender en la calle con el pretexto de que allí se encontraba el alma de la ciudad.
Se instalaron juntos en la pensión crepuscular de Carmen. Rápidamente las diferencias culturales pesaron más que la atracción común, pero era tanta la necesidad de compañía que ella ignoró los síntomas. El japonés no renunció a sus costumbres ancestrales, pasaba primero y esperaba ser servido. Se remojaba por horas en la bañera caliente y luego se la cedía. Igual sucedía con la comida, la cama, las herramientas y los materiales de trabajo; en la calle caminaba adelante y ella debía seguirlo un par de pasos atrás. Si había sol, el joven salía a vender y Carmen se quedaba trabajando en el cuarto oscuro, pero si amanecía lloviendo, a ella le tocaba pasar el día al aire libre, porque su amante sufría oportunos dolores reumáticos relacionados con la temperatura ambiental. Al comienzo tales rarezas le parecieron graciosas, cosas de orientales, se dijo con buen humor, pero después de soportarlas por un tiempo se le acabó la paciencia y empezaron los desacuerdos.
El hombre jamás perdía su compostura y a las recriminaciones oponía un largo silencio glacial, ella sentía el vacío a su alrededor como un cerco oprimente, pero no se quejaba porque al menos éste se abstenía de darle bofetones o rociarla con sopa hirviendo. Al final cedía por no quedarse sola y porque su compañero la fascinaba, la atraían su largo pelo negro, su cuerpo pequeño todo músculos, su acento extraño y la precisión de sus movimientos. Se acercaba tímida, le ronroneaba un rato y por lo general lograba ablandarlo; se reconciliaban en la cama, donde él era un experto. Por inercia hubieran permanecido juntos, pero intervino un telegrama de Inmaculada anunciando la enfermedad de Pedro Morales y pidiendo a su hija que por amor a Dios volviera, porque era la única capaz de salvar a su padre, que se consumía de tristeza. Entonces supo cuánto amaba a ese viejo testarudo, cuánto deseaba hundir la cara en el regazo acogedor de su madre y volver a ser, aunque fuera por un instante, la niña mimada de antes. Pensando que el viaje sería sólo por un par de semanas, partió llevándose la ropa indispensable que metió apresuradamente en un bolso. El japonés la acompañó al aeropuerto, le deseó suerte y se despidió con una leve inclinación, nunca la tocaba en público.
De tanto ver la cara de la muerte aprendí el valor de la existencia. Lo único que tenemos es la vida y ninguna es más valiosa que otra. La de Juan José Morales no vale más que la de los hombres que maté, sin embargo los muertos no me pesan, andan conmigo siempre, son mis camaradas. O matas o mueres, así de simple, no es una cuestión moral para mí, las dudas y confusiones son de otra índole.
Soy uno de los afortunados que salió ileso de la guerra. Cuando regresé, me fui del aeropuerto a un motel, no llamé a nadie. San Francisco estaba nublado y soplaba un viento de invierno, como siempre sucede en verano, y decidí esperar que saliera el sol para llamar a Samantha, no sé por qué se me ocurrió que el clima podía hacer más amable nuestro encuentro, la verdad es que nos separamos dispuestos a divorciarnos, no nos escribimos nunca, y el día que la llamé de Hawai fue evidente que no teníamos nada que decimos. Me sentía cansado, sin ánimo para discusiones y reproches, mucho menos para contarle a ella o a nadie mis experiencias de guerra. Quería ver a Margaret, por supuesto, pero tal vez mi hija no me reconocería, a esa edad los niños se olvidan en pocos días y ella no me veía desde hacía meses. Dejé mis cosas en la pieza y salí a buscar una cafetería, me hacía falta el buen café de San Francisco, es el mejor del mundo. Caminé por ese delirio urbano donde rara vez se ve el mar, líneas rectas que suben y bajan, trazadas de acuerdo con un diseño geométrico indiferente a la topografía de once cerros; busqué mis rincones conocidos, pero todo estaba desfigurado por la neblina. Me pareció un lugar extranjero, no identifiqué los edificios y empecé a dar vueltas desorientado en esa ciudad de contradicciones y fragancias, depravada como todos los puertos, y traviesa como una muchacha ligera de cascos.
No me explico el sello de elegancia de San Francisco, mal que mal fue fundada por una manga de aventureros afiebrados por el oro fácil, prostitutas y bandoleros. Un chino me rozó el brazo y salté como si me hubiera picado un alacrán, con los puños apretados, tanteando el arma que no llevaba. El hombre me sonrió, tenga un buen día, me dijo al alejarse, y me quedé paralizado, sintiendo las miradas ajenas, aunque en verdad nadie se fijaba en mí, mientras pasaban los tranvías con su anuncio de campanillazos, escolares, secretarias, los infaltables turistas, trabajadores latinos, comerciantes asiáticos, hippies, prostitutas negras con pelucas platinadas, homosexuales de la mano, todos como actores de una película iluminados por una luz artificial, mientras yo permanecía a este lado de la pantalla, sin entender nada, totalmente marginado, a miles de años de distancia.
Anduve por el barrio italiano, por Chinatown, por las calles de los marineros donde venden licor, drogas y pornografía —ovejas inflables era la última novedad— junto a medallas de San Cristóbal para protegerse de los azares de la navegación. Volví al motel, tomé varios somníferos y no supe de mí hasta veinte horas más tarde, cuando me despertó un sol radiante en la ventana. Cogí el teléfono para comunicarme con Samantha, pero no recordé el número de mi propia casa y después decidí esperar un poco, darme un par de días de soledad para componer un poco el cuerpo y el alma, necesitaba lavarme por dentro y por fuera de tantos pecados y recuerdos atroces. Me sentía contaminado, sucio, muerto de fatiga. Tampoco llamé a los Morales, habría tenido que ir de inmediato a Los Ángeles y me faltaba valor para tanto, no podía hablar todavía de Juan José, mirar a los ojos a Inmaculada y a Pedro y asegurarles que su hijo había muerto por la patria, como un héroe, confesado y sin dolor, casi sin darse cuenta, cuando en verdad se murió aullando y enterraron sólo la mitad de su cuerpo. No podía decirles que sus últimas palabras no fueron un mensaje para ellos, le apretó la mano al capellán y le dijo sujéteme, padre, que me estoy cayendo muy hondo. Nada es como en las películas, ni siquiera la muerte, no morimos limpiamente sino aterrorizados en un charco de sangre y mierda. En el cine nadie muere de verdad, en la guerra nadie vive de verdad. En Vietnam imaginaba que pronto encenderían las luces de la sala y saldría a la calle sin prisa a tomar un café y pronto todo se me habría olvidado. Ahora. cuando he aprendido a vivir con los estragos de la buena memoria, ya no juego a que la vida es como un cuento, la acepto con todo el dolor que trae.
Con mi hermana nos habíamos distanciado mucho; desde que nació Margaret dejamos de vernos, no quise llamarla y tampoco a mi madre, ¿de qué hubiéramos hablado? Se oponía a la guerra, consideraba más decente desertar que matar, toda forma de violencia es vergonzosa y perversa, acuérdate de Gandhi, me decía, no podemos apoyar una cultura de las armas, estamos en este mundo para celebrar la vida y promover la compasión y la justicia. Pobre vieja, desprendida de la realidad vagaba por los ámbitos del Plan Infinito detrás de mi padre, medio mal de la cabeza, pero con una lucidez incuestionable en sus divagaciones. Partí a Vietnam sin despedirme porque no quise herirla, para ella se trataba de un asunto de principios, nada tenía que ver con mi seguridad personal. Supongo que me quería a su manera, pero siempre hubo un abismo entre los dos. ¿Qué me habría aconsejado mi padre? Jamás me hubiera dicho que fuera a prisión o al exilio, me habría invitado a cazar y en el silencio helado del amanecer acechando a los patos me habría dado una palmada en el hombro y nos hubiéramos comprendido sin necesidad de palabras, como a veces nos entendemos entre hombres.
Pasé los tres primeros días encerrado en el motel frente al televisor con varias cajas de cerveza y botellas de whisky; después me fui con un saco de dormir a la playa y pasé dos semanas mirando el mar, fumando yerba y charlando con el fantasma de Juan José. El agua estaba fría, pero igual nadaba hasta sentir la sangre congelada en las venas y el cerebro entumecido, sin recuerdos, en blanco.
El mar de allá es tibio, sobre la arena hormigueaban los soldados; tres días de juegos, cerveza y rock para compensar meses de lucha.
Por dos semanas no hablé una frase completa con nadie, apenas lo suficiente para pedir una pizza o una hamburguesa, creo que en el fondo deseaba regresar a Vietnam porque al menos en el frente tenía camaradas y algo que hacer, aquí estaba sin amigos, solo, no pertenecía a ningún sitio. En la vida civil nadie hablaba el idioma de la guerra no existía un vocabulario para contar las experiencias del campo de batalla, pero de haberlo, de todos modos no había quien deseara escuchar mi historia, no hay interés en las malas noticias. Sólo entre ex combatientes podía sentirme en confianza y hablar de aquellas cosas que jamás le diría a un civil, ellos entenderían por qué uno se cierra al afecto y tiene miedo de acercarse, saben que es mucho más fácil el coraje físico que el emocional, porque también perdieron amigos tan queridos como hermanos y decidieron ahorrarse en el futuro ese dolor insoportable, es mejor no amar a nadie con mucha intensidad.
Sin darme cuenta empecé a rodar por ese abismo donde tantos se pierden, empecé a ver el lado glamoroso a la violencia, a pensar que nunca me sucedería nada tan apasionante, que tal vez el resto de mi existencia sería un desierto gris.
Creo haber descubierto el secreto que explica la permanencia de la guerra. Joan y Susan sostienen que es un invento de los machos viejos para eliminar a los jóvenes porque los odian, los temen, no desean compartir nada con ellos, mujeres, poder, o dinero, saben que tarde o temprano los despojarán, por eso los envían a la muerte, aunque sean sus propios hijos. Para los viejos hay una razón lógica, pero ¿por qué la hacen los jóvenes?, ¿cómo en tantos milenios no se han rebelado contra esas masacres rituales? Tengo una respuesta. Hay algo más que el instinto primordial de combate y el vértigo de la sangre: placer. Lo descubrí en la montaña. No me atrevo a pronunciar esa palabra en alta voz, me traería mala suerte, pero la repito calladamente, placer, placer. El más intenso que se puede experimentar, mucho más que el del sexo, la sed saciada, el primer amor correspondido o la revelación divina, dicen quienes saben de eso.
Esa noche en la montaña estuve a una fracción de segundo de la muerte. La bala pasó rozándome la mejilla y le dio en la mitad de la frente al soldado que estaba detrás de mi. El pánico me paralizó un instante, quedé suspendido en la fascinación de mi propio espanto, luego hubo un desgarro de la conciencia y empecé a disparar frenéticamente, gritando y maldiciendo, incapaz de detenerme o de razonar, mientras zumbaban las balas, ardían los fogonazos y explotaba el mundo en un fragor de cataclismo.
Me envolvió el calor, el humo y el tremendo vacío del oxígeno succionado en cada llamarada, no recuerdo cuánto tiempo duró todo eso ni lo que hice ni por qué lo hice, sólo recuerdo el milagro de encontrarme vivo, la descarga de adrenalina y el dolor en todo el cuerpo, un dolor sensual, un placer atroz, distinto a otros placeres conocidos, mucho más formidable que el más largo orgasmo, un placer que me invadió por completo, volviéndome la sangre de caramelo y los huesos de arena, sumiéndome finalmente en un vacío negro.
Llevaba casi dos semanas en el motel de la playa cuando desperté una noche gritando. En la pesadilla me encontraba solo en la montaña al amanecer, veía los cuerpos a mis pies y las sombras de los guerrilleros trepando hacia mí en la niebla. Se acercaban. Todo era muy lento y silencioso, una película muda. Disparaba mi arma, la sentía recular, me dolían las manos, veía los chispazos, pero no había un solo sonido. Las balas atravesaban a los enemigos sin detenerlos, los guerrilleros eran transparentes, como dibujados sobre un cristal, avanzaban inexorables, me rodeaban. Abría la boca para gritar, pero el horror me había invadido por dentro y no salía mi voz sino trozos de hielo. No pude volver a dormir, atorado con el ruido de mi propio corazón. Me levanté, tomé mi chaqueta y salí a caminar por la playa. Está bien, basta ya de lamentos, anuncié a las gaviotas al amanecer.