SEGUNDA PARTE

Tanto se repitió de boca en boca el duelo del tren, adornado hasta alcanzar proporciones fantásticas, que Gregory Reeves pasó a ser un héroe entre sus compañeros. Algo fundamental cambió en su carácter entonces, creció de golpe y perdió esa especie de candor angélico, causante de tantos sinsabores y palizas, adquirió seguridad y por primera vez en años se sintió bien en su piel, ya no deseaba ser moreno como los demás del barrio, empezaba a evaluar las ventajas de no serlo. En la escuela secundaria había cerca de cuatro mil alumnos provenientes de diferentes sectores de la ciudad, casi todos blancos de clase media. Las muchachas usaban el pelo recogido en cola de caballo, no decían malas palabras ni se pintaban las uñas, frecuentaban la iglesia y algunas ya tenían aire de inamovibles matronas, como sus madres. No perdían ocasión de besarse con el novio de turno en la última fila del cine o en el asiento trasero de un coche, pero no lo comentaban. Ellas soñaban con un diamante en el anular y entretanto los muchachos aprovechaban su libertad mientras pudieran, antes de que el rayo fulminante del amor los domesticara. Vivían su última oportunidad de relajo, de juegos y deportes bruscos, de aturdirse de alcohol y velocidad, un período de travesuras viriles, algunas inocuas como robarse el busto de Lincoln de la oficina del rector, y otras no tanto, como atrapar a un negro, un mexicano o un homosexual para embadurnarlo de excremento. Se burlaban del romanticismo, pero lo utilizaban para conseguir pareja. Entre ellos hablaban de sexo sin parar, pero muy pocos tenían ocasión de practicarlo. Por pudor Gregory Reeves nunca mencionó a Olga entre sus amigos. En la escuela se sentía a sus anchas, ya no estaba segregado por su color, nadie conocía su casa ni su familia, se ignoraba que su madre recibía un cheque de la Beneficencia Social. Era de los más pobres, pero siempre tenía algo de dinero en el bolsillo porque trabajaba, podía invitar a una chica al cine, no le faltaba para una ronda de cervezas o una apuesta y en el último año la bonanza le alcanzó para un automóvil bastante machucado, pero con un buen motor. La escasez sólo se percibía en los pantalones brillosos, las camisas gastadas y la falta de tiempo libre. Parecía mayor, era delgado, ágil y tan fuerte como lo había sido su padre, se creía guapo y actuaba como si lo fuera. En los años siguientes sacó provecho a la leyenda de Martínez y su conocimiento de las dos culturas en las cuales había crecido. Las extravagancias intelectuales de su familia y su amistad con el ascensorista de la biblioteca le desarrollaron la curiosidad; en un lugar donde los hombres apenas leían la página deportiva de los periódicos y las mujeres preferían los chismes de artistas de Hollywood, él había leído por orden alfabético a los más notables pensadores desde Aristóteles hasta Zoroastro. Tenía una visión del mundo deformada, pero en cualquier caso más amplia que la de los demás estudiantes y de varios profesores. Cada nueva idea lo deslumbraba, creía haber descubierto algo único y sentía el deber de revelarlo al resto de la humanidad, pero pronto se dio cuenta de que la exhibición de conocimientos caía como una patada de mula entre sus compañeros. Con ellos se cuidaba, pero ante las muchachas no podía evitar la tentación de lucirse como un funámbulo de la palabra. Las infatigables discusiones con Cyrus le enseñaron a defender sus ideas con pasión, su maestro le desbarataba todo intento de marearlo a punta de elocuencia, más fundamento y menos retórica, hijo, le decía, pero Gregory comprobó que sus trucos de orador funcionaban bien con otras personas. Sabía colocarse siempre a la cabeza del grupo, los otros se acostumbraron a abrirle paso y como la modestia no era una de sus virtudes, naturalmente se imaginó lanzado en una carrera política.

—No es mala idea. De aquí a unos años el socialismo habrá triunfado en el mundo y podrás ser el primer senador comunista de este país lo entusiasmaba Cyrus en cuchicheos secretos en la bodega de la biblioteca, donde por años había intentado, sin grandes resultados, sembrar en la mente de su discípulo su encendida pasión por Marx y Lenin. A Reeves esas teorías le resultaban incuestionables desde el punto de vista de la justicia y la lógica, pero intuía que no tenían la menor posibilidad de triunfar, por lo menos en su mitad del planeta.

Por otra parte, la idea de hacer fortuna le parecía más seductora que la de compartir la pobreza por igual, pero jamás se habría atrevido a confesar tan mezquinos pensamientos.

—No estoy seguro de que quiero ser comunista —se defendía con prudencia.

—¿Y qué vas a ser entonces, hijo?

—Demócrata, por ejemplo…

—No hay ninguna diferencia entre demócratas y republicanos ¿cuántas veces tengo que explicártelo? En fin, si quieres llegar al Senado debes empezar ahora mismo. Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Tienes que ser presidente de los estudiantes.

—Estás loco, Cyrus, soy el más pobre de la clase y hablo inglés como un chicano. ¿Quién votaría por mí? No soy ni gringo ni latino, no represento a nadie.

—Por eso mismo puedes representarlos a todos —y el viejo le prestó El Príncipe, y otras obras de Nicolás Maquiavelo para que aprendiera sobre la naturaleza humana. A las tres semanas de lectura superficial Gregory Reeves regresó bastante confundido.

—Esto no me sirve de nada, Cyrus. ¿Qué relación hay entre los italianos del siglo XV y los atorrantes de mí escuela?

—¿Es todo lo que me puedes decir de Maquiavelo? No has entendido nada, eres un ignorante. No mereces ser secretario de un preescolar, mucho menos presidente de los alumnos de la secundaria.

El muchacho volvió a meter la nariz en los libracos, esta vez con mayor dedicación, y poco a poco el rayo iluminador del estadista florentino atravesó cinco siglos de historia, la distancia de medio mundo, las barreras culturales y las brumas de un cerebro juvenil para revelarle el arte del poder. Tomó notas en un cuaderno que tituló modestamente «Yo Presidente» y que resultó profético, porque gracias a las estrategias de Maquiavelo, a los consejos de su maestro y a las manipulaciones de inspiración propia logró ser elegido por una abrumadora mayoría. Ése fue el primer año sin problemas raciales en la escuela, porque alumnos y profesores trabajaron al unísono, convencidos por Reeves de que navegaban en el mismo bote y a nadie le convenía remar en direcciones contrarias. También organizó el primer baile en calcetines, ante el escándalo de la Junta Directiva, que lo consideró el paso definitivo hacia una orgía romana, pero nada pecaminoso ocurrió, fue una fiesta inocente donde sólo los zapatos se quitaron los participantes. El nuevo presidente estaba decidido a dejar un recuerdo imborrable en los anales de la institución y a iniciarse en el camino hacia la Casa Blanca, pero la tarea resultó más ardua de lo calculado. Además de las responsabilidades del cargo ayudaba en la cocina de una taquería hasta muy entrada la noche, los fines de semana reparaba cauchos en el garaje de Pedro Morales y los veranos partía de bracero a recoger fruta en los campos. Su existencia transcurría tan ocupada que se salvó del alcohol, las drogas, las apuestas en el juego y las competencias de velocidad en las que varios de sus amigos dejaron buena parte de su inocencia, cuando no la salud y hasta la vida.

Las muchachas se convirtieron en su idea fija, manifestada a veces como un aturdimiento feliz capaz de hacerlo olvidar hasta su propio nombre, pero en general era sólo un martirio de sopa caliente en las venas y de obscenidades comunes en la mente. Con delicadeza, porque le tenía mucho cariño, pero con determinación irrevocable, Olga lo desterró de su cama con el pretexto de que ya era hora de buscar otros consuelos. Se sentía muy vieja para esos trotes, dijo, pero en realidad se había enamorado de un camionero, diez años más joven que ella, quien solía visitarla entre viaje y viaje. Esa matrona de indómito espíritu acabó zurciéndole las calcetas y aguantándole las mañas durante varios años a un amante de mala catadura, hasta que en una de sus travesías el hombre se desvió del camino para seguir a otro amor y nunca más regresó. Por otra parte, los encuentros entre Olga y Gregory habían perdido el atractivo de la novedad y el encanto de lo inconfesable, habían degenerado en una discreta gimnasia entre una abuela y su nieto. Olga fue reemplazada por Ernestina Pereda, compañera de Gregory en la primaria que ahora trabajaba en un restaurante. Con ella imaginaba el amor, ilusión que se disipaba a los pocos minutos, dejándole un sabor de culpa. Posiblemente era el único amante de Ernestina con tales escrúpulos, pero para derrotarlos habría tenido que traicionar su naturaleza romántica y los principios de caballerosidad aprendidos de su madre y de sus lecturas, no deseaba aprovecharse de ella, como tantos otros, pero tampoco era capaz de mentirle amor. Aún no se perfilaban en el horizonte los cambios en las costumbres que convertirían el sexo en un saludable ejercicio sin riesgo de embarazo ni obstáculo de culpa. Ernestina Pereda era uno de esos seres destinados a explorar el abismo de los sentidos, pero le tocó nacer quince años demasiado pronto cuando las mujeres debían escoger entre la decencia y el placer y ella no tenía valor para renunciar a ninguno de los dos. Desde que podía acordarse vivió deslumbrada por las posibilidades de su cuerpo, a los siete años había convertido el baño de la escuela en su primer laboratorio y a sus compañeros en conejillos de indias, con los que investigó, hizo experimentos y llegó a sorprendentes conclusiones. Gregory no escapó a semejante afán científico, los dos se escabullían a la sórdida intimidad del baño para explorarse con la mejor buena voluntad, juego que habría continuado indefinidamente si la brutalidad de Martínez y su banda no lo hubiera cortado en seco.

En un recreo se treparon en un cajón para espiarlos, los descubrieron jugando al doctor y armaron tal escándalo de burlas, que Gregory cayó enfermo de vergüenza por una semana y no volvió a intentar esas diversiones hasta que Olga lo rescató de su turbación. Para entonces Ernestina Pereda había tenido innumerables experiencias, no quedaba muchacho en el barrio que no hiciera alarde de conocerla, algunos con justificada razón, pero muchos por simple fanfarronada. Gregory procuraba no pensar en tal promiscuidad, sus encuentros carecían de artificios sentimentales, pero siempre contaron con una elemental cortesía. El amor se le presentaba a cada rato en forma de pasiones efímeras por algunas chicas de los alrededores, con quienes no podía practicar las piruetas de perdición del repertorio de Olga ni los caracoleos frenéticos de Ernestina Pereda. No tenía dificultad en conseguir mujeres, pero nunca se sentía suficientemente amado, el afecto que recibía era apenas un reflejo deslucido de la pasión total en que se consumía. Le gustaban delgadas y altas, pero cedía sin oponer mayor resistencia ante cualquier tentación del sexo opuesto, aunque fuera más bien rechoncha, como era el caso de las latinas del barrio. Sólo a Carmen descartaba como inspiración de sus desvaríos eróticos, a ella la consideraba su compinche y sus atributos femeninos no alteraban en nada su prístina camaradería. Sin embargo eran de temperamentos diferentes y poco a poco se había creado un abismo intelectual entre ambos. Con ella compartía confidencias, bailes y cine, pero resultaba inútil comentarle sus lecturas o las inquietudes sociales y metafísicas sembradas en su corazón por Cyrus. Cuando excursionaba por esos senderos su amiga no se daba el trabajo de halagarlo con fingido interés, lo congelaba con una mirada de hielo y le ordenaba dejarse de pendejadas. Con otras mujeres no tenía mejor acogida, las atraía al comienzo por su prestigio de salvaje y de buen bailarín, pero pronto se cansaban de sus apremios y partían comentando que era un pedante lleno de aires, incapaz de tener las manos quietas, cuidado con aceptarle un paseo a solas en su cacharro, primero te aburre con una jerigonza de candidato y luego intenta sacarte el sostén, pero aun así a Reeves no le faltaban aventuras amorosas. Juan José Morales opinaba que no valía la pena intentar comprender a las mujeres, eran objetos de lujuria y perdición, como aseguraban el cancionero latino y el Padre Larraguibel cuando se inflamaba de celo católico. Para los machos del barrio había sólo dos clases de mujeres, unas como Ernestina Pereda y otras intocables destinadas a la maternidad y el hogar, pero de ninguna había que enamorarse, eso convierte al hombre en esclavo, cuando no en cornudo. Gregory jamás se conformó con esas premisas y en los treinta años siguientes persiguió sin tregua la quimera del amor perfecto, tropezando incontables veces, cayendo y volviendo a levantarse, en una interminable carrera de obstáculos, hasta que renunció a la búsqueda y aprendió a vivir en soledad. Y entonces, por una de esas irónicas sorpresas de la existencia, encontró el amor cuando ya no pensaba hallarlo. Pero ésa es otra historia.

Las aspiraciones senatoriales de Gregory Reeves terminaron abruptamente al día siguiente de su graduación de la secundaria, cuando Judy le preguntó qué pensaba hacer con su destino porque ya era hora de salir de la casa de su madre, donde los tres vivían bastante incómodos.

—Hace tiempo que deberías vivir en otro lado, aquí no cabemos, estamos muy incómodos.

—Está bien, buscaré dónde irme —replicó Gregory con una mezcla de tristeza por esa brusca manera de ser expulsado de la familia y de alivio por salir de un hogar donde nunca se sintió querido.

—Debemos arreglarle los dientes a mamá, no podemos postergarlo más.

—¿Hay algo ahorrado?

—No alcanza. Faltan trescientos dólares. Y además le prometimos un televisor para Navidad.

Judy había pasado por una adolescencia infeliz y se había convertido en una mujer devastada por una indignación sorda. Su rostro todavía era de una belleza sorprendente y su cabello, aunque cortado a tijeretazos, tenía el mismo color oro blanco de la primera infancia. Perniciosas capas de grasa se le habían asentado en el esqueleto, pero no la deformaban del todo porque aún era muy joven; a pesar de la obesidad se adivinaban las formas originales de su cuerpo y en las escasas ocasiones en que dejaba de detestarse a sí misma y se reía, recuperaba su encanto. Había tenido algunos amores con hombres blancos que encontraba en su trabajo o en otros barrios, sus vecinos hispanos habían abandonado hacia mucho tiempo la cacería, convencidos de que era una presa inalcanzable. Ella se encargaba de espantar a los esforzados pretendientes con sus arrebatos de altanería o sus largos silencios.

—Esta pobre niña nunca se casará, está visto que odia a los hombres —diagnosticó Olga.

—Mientras no adelgace está fregada —apuntó Gregory.

—El peso no tiene nada que ver, Gregory. No se quedará solterona por gorda, sino porque tiene ganas de serlo, de pura rabia.

Por una vez a Olga le falló la clarividencia. A pesar de su aspecto, Judy se casó tres veces y tuvo incontables enamorados, algunos de los cuales perdieron la paz del alma persiguiendo un amor que ella no pudo o no quiso dar. Tuvo varios hijos de diferentes maridos y adoptó otras criaturas, a quienes crió con cariño. Esa ternura natural, que marcó los primeros años de la vida de Gregory y que intentó muchas veces recuperar a lo largo de la tormentosa relación con su hermana, permaneció congelada en el alma de Judy hasta que pudo encauzarla hacia los afanes de la maternidad. Los hijos propios y ajenos la ayudaron a superar la parálisis emocional de su juventud y a sobrellevar con fortaleza el trágico secreto oculto en su pasado. En esa época había abandonado la escuela y trabajaba en una fábrica de ropa, la situación de la familia era precaria, sus aportes y los de Gregory no alcanzaban. Después de un año limpiando casas en sus horas libres, con las manos despellejadas y la certidumbre de que por ese camino no llegaría a ninguna parte, decidió emplearse a tiempo completo como obrera. Junto a otras mujeres mal pagadas y mal tratadas cosía en un sucucho oscuro y sin ventilación, donde paseaban orondas las cucarachas. En ese oficio las leyes se violaban con impunidad y las trabajadoras eran explotadas por patrones sin escrúpulos. Regresaba a casa con paquetes de telas y pasaba buena parte de la noche ante la máquina de coser de su madre. Le pagaban las horas extras al mismo precio de las normales, pero necesitaba el dinero y ante el menor reclamo la ponían en la puerta sin más trámites: había muchos desesperados esperando turno.

Por su parte Gregory también estaba habituado al trabajo y había contribuido al presupuesto de la casa desde los siete años. Con sus ahorros hizo algunos cambios, cambió la antigua nevera por una moderna, la cocina a queroseno por una de gas y el gramófono por un tocadiscos eléctrico para que su madre escuchara su música favorita. No lo asustaba la idea de vivir solo. Su amigo Cyrus y Olga procuraron convencerlo de que en vez de emplearse para sobrevivir buscara la forma de pagarse la universidad, pero esa alternativa no se planteaba entre los muchachos de su medio, sobre sus cabezas había un techo invisible que los mantenía mirando el suelo. Al terminar la escuela Gregory se encontró de golpe limitado otra vez por el chato horizonte del barrio. Durante once años había hecho lo posible por ser aceptado como uno más del vecindario y a pesar de su color casi lo consigue. Aunque no pudo ponerlo en palabras, tal vez la verdadera razón para convertirse en obrero fue su deseo de pertenecer al ambiente donde le tocó crecer, la idea de elevarse por encima de los demás a través del estudio le pareció una traición. En los años felices de la secundaria tuvo la breve ilusión de escapar a su suerte, pero en el fondo había asumido su condición de marginal y a la hora de enfrentarse al futuro lo aplastó el peso de la realidad. Alquiló un cuarto y allí se instaló con sus pocas pertenencias en cajas, los libros prestados por Cyrus y con Oliver por única compañía. El perro estaba muy viejo y medio ciego, había perdido varios dientes y buena parte del pelo y apenas podía con su pesado esqueleto de bestia bastarda; pero seguía siendo un amigo discreto y fiel. Pocas semanas trabajando como lomo mojado le bastaron a Reeves para comprender que el sueño americano no alcanzaba para todos. Cuando regresaba a su cuarto en la noche y se echaba extenuado sobre la cama a mirar el techo, sacaba la cuenta de su desesperanza y se sentía preso en un cepo. Pasó el verano en una empresa de transporte donde debía echarse bultos pesados a la espalda, le salieron músculos donde no sabía que los hubiera y estaba adquiriendo la tosca catadura de un gladiador, cuando un accidente lo obligó a cambiar de rumbo. Subían entre dos un refrigerador sostenido por cinchas que cada uno llevaba al hombro, hacía un calor sofocante, el hueco de la escalera era estrecho y en cada peldaño el peso descansaba por completo en un lado del cuerpo. De pronto, en la pierna derecha sintió una ardiente descarga eléctrica, tuvo que echar mano de toda su voluntad para no soltar la carga, que hubiera aplastado a su compañero. Se le escapó un bramido seguido por una retahíla de maldiciones y cuando pudo asentar el refrigerador y mirarse vio un árbol morado de grueso tronco y ramificaciones, se le habían reventado las venas y en pocos minutos se le deformó la pierna. Fue a dar al hospital, donde después de examinarlo le aconsejaron reposo absoluto y le advirtieron que las venas dañadas tomarían el aspecto de varices, sólo la cirugía podría eliminarlas. Su empleador le pagó una semana y Reeves pasó la convalecencia en su cuarto, sudando bajo el ventilador, con el consuelo de la lealtad de Oliver, algunos masajes terapéuticos de Olga y los platos criollos preparados por Inmaculada Morales. Los libros de Cyrus, la música clásica y las visitas de algunos amigos fueron su entretención. Carmen aparecía por su cuarto muy seguido y le contaba con detalle las películas en cartelera; tenía el don de narrar y al oírla le parecía encontrarse frente a la pantalla. Juan José Morales, quien también había cumplido dieciocho años, pasó a despedirse antes de enrolarse en las Fuerzas Armadas y le dejó de recuerdo su álbum de fotografías de mujeres desnudas, que prefirió no examinar para evitar mayores suplicios, bastante tenía con la canícula, la inmovilidad y el fastidio. Cyrus iba a verlo a diario y le comentaba las noticias en un tono sepulcral, la humanidad estaba al borde de una catástrofe, la guerra fría ponía en peligro al planeta, existían demasiadas bombas atómicas listas para ser activadas y demasiados generales arrogantes dispuestos a hacerlo; en cualquier momento alguien apretaría el botón fatídico, reventaría el mundo en una hoguera final y todo se iría definitivamente al carajo.

—Se ha perdido la ética, vivimos en un mundo de valores mezquinos, de placeres sin alegría y de acciones sin sentido.

—¡Vaya, Cyrus! ¿No me has prevenido muchas veces contra el pesimismo burgués? —replicaba burlón su discípulo.

Su madre se materializaba de pronto, discreta y tenue. Le llevaba unas galletas y un hueso para Oliver, se sentaba junto a la puerta en el borde de la silla y conversaba con la mayor formalidad de los mismos temas de siempre: historia, recuerdos del padre, música. Cada día parecía más etérea y borrosa. Los sábados escuchaban juntos el programa de ópera de la radio y Nora, conmovida hasta las lágrimas, comentaba que ésas eran voces de seres sobrenaturales, los humanos no podían alcanzar tal perfección. Con sus habituales buenas maneras miraba de lejos el montón de libros junto a la cama y preguntaba cortésmente qué estaba leyendo.

—Filosofía, mamá.

—No me gustan los filósofos, Greg, están contra Dios. Tratan de racionalizar la Creación, que es un acto de amor y de magia. Para entender la vida es más útil la fe que la filosofía.

—A usted le gustarían esos libros, mamá.

—Si, supongo que sí. Hay que leer mucho, Greg. Con conocimiento y sabiduría sería posible derrotar al mal en la tierra.

—Estos libros dicen con otras palabras lo mismo que usted me ha enseñado, que hay una sola humanidad, que nadie debe poseer la tierra porque pertenece a todos, que un día habrá justicia e igualdad entre los hombres.

—¿Y ésos no son libros religiosos?

—Todo lo contrario, no son libros sobre dioses, sino sobre hombres. Hablan de economía, de política, de historia…

—Ojalá no sean libros comunistas, hijo.

Al despedirse le dejaba un folleto sobre su fe Bahai o sobre algún novedoso guía espiritual de los tantos que brotaban por esos lados, y partía con un gesto suave de la mano, sin tocar a su hijo. Su paso por el cuarto era tan ligero que Gregory quedaba con la duda de si realmente había estado allí o si esa señora de cabello color niebla y vestido antiguo había sido sólo una broma de su imaginación. Sentía por ella un cariño doloroso, le parecía una criatura seráfica, intocada por la maldad, fina y delicada como las apariciones de los cuentos.

En algunos momentos lo agobiaba la ira contra ella, quería arrancarla a sacudones de su persistente duermevela, gritarle que abriera los ojos de una vez y lo mirara de frente, míreme, madre, aquí estoy ¿no me ve?, pero en general deseaba sólo acercarse, tocarla, reírse con ella y contarle sus secretos.

Una tarde Pedro Morales cerró el garaje temprano para ir a verlo. Desde la muerte de Charles Reeves había asumido tácitamente la tarea de velar por la familia de su maestro.

—Éste es un accidente del trabajo. Deben darte una indemnización —le explicó.

—Me dijeron que no tengo derecho a nada, don Pedro.

—Tu patrón tiene un seguro ¿no?

—El patrón dijo que él no es el patrón y que nosotros no somos sus empleados, somos contratistas independientes. Nos pagan en efectivo, nos echan en cualquier momento y no estamos asegurados. Usted sabe cómo son las cosas.

—Eso es ilegal. Un abogado puede ayudarte, hijo.

Pero Reeves no tenía dinero para abogados y lo desanimó la idea de empantanarse por años en engorrosos trámites. Apenas pudo ponerse de pie consiguió un trabajo menos esforzado, aunque no más agradable, en una fábrica de muebles, donde el fino polvo de aserrín que flotaba en el ambiente y los efluvios de cola de pegar, barniz y disolvente mantenían a los trabajadores en permanente estado de ofuscación. Durante varios meses hizo patas de sillas, todas exactamente iguales. El accidente de la pierna lo puso sobre aviso y tantas veces enfrentó al capataz reclamando derechos escritos en los contratos e ignorados en la práctica, que terminaron por calificarlo de revoltoso incurable y lo despidieron. De allí dio bote por diferentes empleos y de todos salía en mala forma a las pocas semanas.

—¿Para qué alborotas tanto, Greg? No estás en la secundaria, ya no eres el presidente de nada. Si te pagan lo tuyo no reclames. Quédate tranquilo —le aconsejaba Olga sin esperanza de ser escuchada.

—Haces bien, hijo, hay que tener solidaridad de clase. En la unión está la fuerza —exclamaba Cyrus, apuntando a una invisible bandera roja con un índice tembleque—. El trabajo eleva al hombre, y todos los trabajos son igualmente dignos y debieran recibir la misma paga, pero no todos los hombres tienen las mismas habilidades. Tú no sirves para esto, Greg, es un esfuerzo inútil, no te conduce a ninguna parte, es como echarle arena al mar.

—¿Por qué no te dedicas al arte, mejor? Tu padre era artista ¿no? —le aconsejaba Carmen.

—Y se murió en la miseria dejándonos a cargo de la beneficencia pública. No gracias, estoy harto de ser pobre. La pobreza es una mierda.

—Nadie se hace rico de obrero en una fábrica. Además tú no sabes obedecer órdenes y te aburres pronto. Para lo único que sirves es para ser tu propio jefe —insistía su amiga, quien aplicaba los mismos principios para ella.

La joven ya no tenía edad para malabarismos callejeros vestida de trapos multicolores, pero tampoco quería ganarse la vida en un empleo, le producía horror la idea de pasar el día encerrada en una oficina o en un galpón ante una máquina de coser, ganaba algún dinero haciendo artesanías para vender en tiendas de regalos y ferias ambulantes. Como Judy y muchas otras muchachas del barrio, tampoco había terminado la secundaria; no tenía preparación pero le sobraba inventiva y en secreto contaba con la complicidad de su padre para escapar del martirio de un trabajo rutinario. A Pedro Morales le flaqueaba la voluntad ante esa chica extravagante y le permitía algunas licencias que no toleró en otros hijos.

En la fábrica de latas el trabajo era sencillo, pero cualquier distracción podía costar un par de dedos. La máquina a cargo de Gregory Reeves sellaba el interminable desfile de tarros que pasaba en una correa transportadora. El ruido era enloquecedor, un clamor de palancas y de láminas metálicas, un rugido de selladoras y de ruedas dentadas, un chirriar de hierros mal aceitados, un tronar de martillos, un rasguñar de cuchillas, un cloqueteo de rodillos. Gregory, provisto de bolas de cera en las orejas, apenas soportaba el estrépito en su cabeza; se sentía dentro de un escandaloso campanario, el ruido lo dejaba exhausto, al salir a la calle estaba tan aturdido que no se percataba del bullicio del tráfico y por un buen rato le parecía encontrarse sumido en un silencio de fondo de mar. Lo único importante era la producción y cada obrero estaba obligado a llegar al límite de sus fuerzas y a menudo cruzarlo a tientas, si deseaba mantener el empleo. Los lunes los hombres llegaban lánguidos por la resaca de las parrandas de fin de semana y apenas lograban mantenerse despiertos. Al sonar el silbato de la tarde el ruido cesaba de pronto y por algunos minutos Gregory perdía asidero y creía flotar en el vacío. Los trabajadores se lavaban en los grifos del patio, se cambiaban de ropa y salían en tropel rumbo a los bares. Al principio intentó acompañarlos, inmerso en el humo saturado de tequila barata y cerveza negra, riéndose de los chistes groseros y cantando rancheras desafinadas, más aburrido que alegre; podía imaginar por algunos momentos que tenía amigos, pero apenas salía al aire libre y se le despejaban un poco las brumas del bar, comprendía que se estaba consolando con engañifas de despechado. Nada tenía en común con los demás, los mexicanos desconfiaban de él, tal como hacían de todos los gringos. Pronto renunció a esa camaradería ilusoria y de la fábrica partía a su cuarto, donde se encerraba a leer y a escuchar música. Para ganar la confianza de los otros obreros se colocaba a la cabeza de las protestas; era el primero en armar guerra cuando alguien se accidentaba o se cometía un atropello, pero en la práctica resultaba difícil difundir las ideas de Cyrus sobre justicia social, porque no contaba con el apoyo de los supuestos beneficiados.

—Quieren seguridad, Cyrus. Tienen miedo. Cada uno se ocupa de lo suyo, a nadie le importan los demás.

—Se puede vencer el temor, Gregory. Debes enseñarles a sacrificar los intereses individuales por causas comunes.

—En la vida real parece que cada uno defiende su palo del gallinero. Vivimos en una sociedad muy egoísta.

—Debes hablarles, Greg. El hombre es el único animal que se guía por una ética y que puede ir más allá del instinto. Si no fuera así todavía estaríamos en la Edad de Piedra. Éste es un momento crucial de la historia, si nos salvamos de un cataclismo atómico los elementos están dados para el nacimiento del Hombre Nuevo —explicaba incansable el ascensorista en su elaborada jerga.

—Ojalá tengas razón, pero me temo que el Hombre Nuevo nacerá en otra parte, Cyrus, no por estos lados. En este barrio nadie piensa en saltos biológicos, sino en sobrevivir.

Así era, ninguno deseaba llamar la atención. Los hispanos, ilegales en su mayoría, habían llegado al norte venciendo incontables obstáculos y no tenían la menor intención de provocar nuevas desgracias con martingalas políticas que podían atraer a los temibles agentes de la «Migra». El capataz de la fábrica, un hombronazo de barba roja, había observado a Reeves durante meses. No lo había despedido porque era uno de los pacientes admiradores de Judy, soñaba con desnudarla algún día para recorrer sus carnes generosas, y por un tiempo pensó ablandarle el corazón sirviéndose de su hermano. No dejaba pasar ocasión de tomarse unos tragos con Gregory, siempre a la espera de ser correspondido con una invitación a casa de los Reeves. No quiero verlo por aquí, gruñó Judy cuando su hermano se lo insinuó, sin imaginar que el pelirrojo ganaría la partida a punta de tenacidad y con el tiempo llegaría a ser su primer marido. Cierta vez el hombre sorprendió a Gregory repartiendo unas hojas mal escritas en español y quiso saber de qué diablos se trataba.

—Son artículos de la Ley del Trabajo —replicó desafiante.

—¿Qué pendejada es ésa?

—Las condiciones de este galpón son insalubres y nos deben muchas horas extraordinarias.

—Ven a la oficina, Reeves.

Una vez a solas le ofreció asiento y un trago de una botella de ginebra que guardaba en el botiquín de primeros auxilios. Durante un momento muy largo lo observó en silencio, buscando la forma de explicarle sus razones. Era de pocas palabras y jamás se hubiera tomado esa molestia si Judy no estuviera de por medio.

—Aquí puedes llegar lejos, hombre. Tal como veo la cosa, puedes ser capataz en menos de cinco años. Tienes educación y sabes mandar.

—Y también soy blanco, ¿verdad? —apuntó Reeves.

—También. Hasta en eso tienes suerte.

—Por lo visto ninguno de mis compañeros saldrá nunca de la correa transportadora…

—Esos indios pulguientos son mala gente, Reeves. Pelean, roban, no se puede confiar en ellos. Además son tontos, no entienden nada, no aprenden inglés, son flojos.

—No sabes lo que dices. Tienen más habilidad y sentido del honor que tú y yo. Has vivido en este barrio toda tu vida y no sabes una palabra de español, en cambio cualquiera de ellos aprende inglés en pocas semanas. Tampoco son flojos, trabajan más que cualquier blanco por la mitad del pago.

—¿Qué te importa esa gentuza? No tienes nada que ver con ellos, eres diferente. Créeme, serás capataz y quién sabe si un día serás dueño de tu propia fábrica, tienes buena pasta, debes pensar en tu futuro. Te ayudaré, pero no quiero peloteras. No te conviene. Por otra parte estos indios no se quejan de nada, están de lo más contentos.

—Pregúntales, a ver cuán contentos están…

—Si no les gusta que se vayan a su país, nadie les pidió que vinieran aquí.

Reeves había oído esa frase muchas veces y salió de la oficina indignado. En el patio donde los obreros se lavaban vio el tarro de basura lleno a rebasar con sus panfletos, lo volteó de una patada y partió maldiciendo.

Para pasar el mal rato se fue al cine a ver dos películas de horror, después se comió una hamburguesa de pie en un mesón y a medianoche volvió caminando a su pieza. Entretanto la rabia se le había transformado en un angustioso sentimiento de impotencia. Al llegar encontró un mensaje en su puerta: Cyrus estaba en el hospital.

El anciano ascensorista agonizó dos días sin más compañía que Gregory Reeves. No tenía familia y no quiso avisar a ninguno de sus amigos porque consideraba la muerte como un asunto privado. Detestaba los sentimentalismos y advirtió a Gregory que a la primera lágrima mejor se iba, porque no estaba dispuesto a pasar los últimos momentos en esta tierra consolando a un llorón. Lo había llamado, explicó, porque le quedaban algunas cosas por enseñarle y no deseaba partir con el remordimiento de una tarea inconclusa. En esos días su corazón se fue apagando con rapidez, pasaba muchas horas concentrado en el fatigoso proceso de despedirse de la vida y desprenderse de su cuerpo. A ratos disponía de fuerzas para hablar y tuvo suficiente lucidez para prevenir a su discípulo una vez más sobre los peligros del individualismo y dictarle una lista de autores ineludibles con instrucciones de leerlos en el orden señalado. Luego le entregó la llave de una casilla de la estación de trenes y con muchas pausas para sujetar el aliento le dio sus disposiciones finales.

—Ahí encontrarás ochocientos diez dólares en billetes. Nadie sabe que los tengo, el hospital no podrá reclamarlos para pagar mis gastos. La caridad pública o la biblioteca se harán cargo de mi funeral; no me echarán a la basura, estoy seguro. Ese dinero es para ti, hijo, para que vayas a la universidad. Se puede empezar por abajo, pero es mucho mejor empezar por arriba y sin un diploma te costará mucho salir de este agujero. Mientras más alto te encuentres, más podrás hacer por cambiar las cosas de este condenado capitalismo ¿me entiendes?

—Cyrus…

—No me interrumpas, se me van las fuerzas. ¿Para qué te he llenado el cerebro de lectura durante tantos años? ¡Para que lo uses! Cuando uno se gana el sustento en lo que no le gusta se siente como un esclavo, cuando uno lo hace en lo que ama se siente como un príncipe. Coge el dinero y te vas lejos de esta ciudad ¿me has oído? Tuviste buenas notas en la escuela, te admitirán sin problemas en cualquier universidad. Júrame que lo harás.

—Pero…

—¡Júramelo!

—Te juro que lo intentaré…

—No me basta. Júrame que lo harás.

—Está bien, lo haré. —Y Gregory Reeves tuvo que salir al pasillo para que su amigo no lo viera llorar. Como un zarpazo le había vuelto un miedo antiguo. Después de ver a Martínez destrozado en la línea del tren creyó que había superado su obsesión con la muerte y en verdad no pensó en ella por años, pero al sentir en el aire del cuarto de Cyrus ese tenue aroma de almendras amargas, el terror le volvió con la misma intensidad de su infancia. Se preguntó por qué ese olor le producía náuseas, pero no pudo recordarlo. Esa noche Cyrus murió con discreción y dignidad, tal como había vivido, acompañado del hombre a quien consideraba su hijo. Poco antes del fin sacaron al moribundo de la sala común y lo trasladaron a un cuarto privado. Advertido por Carmen Morales el Padre Larraguibel se presentó a ofrecer los consuelos de su fe, pero el enfermo ya estaba inconsciente y Gregory consideró una falta de respeto molestar a Cyrus, agnóstico irrestricto, con aspersiones de agua bendita y latinazgos.

—Esto no puede hacerle mal y quién sabe si le haga bien —razonó el cura.

—Lo siento Padre, a Cyrus no le gustaría, usted perdone.

—No te toca a ti decidir, muchacho —replicó el otro, categórico, y sin más dilaciones lo apartó de un empujón, extrajo de su maletín la estola de su autoridad y el óleo santo de la extremaunción y procedió a cumplir su cometido aprovechando que el enfermo no estaba en condición de defenderse.

La muerte fue tranquila y pasaron varios minutos antes de que Gregory se diera cuenta de lo ocurrido. Se quedó un largo rato sentado junto al cuerpo de su amigo hablándole por primera vez, agradeciéndole lo que debía agradecer, pidiéndole que no lo abandonara y velara por él desde el cielo de los incrédulos, mira qué tonto soy, Cyrus, pedirte esto justamente a ti, que si no crees en Dios menos debes creer en los ángeles de la guarda. A la mañana siguiente sacó el modesto tesoro de la casilla y le agregó algunos ahorros propios para financiar un solemne funeral con música de órgano y profusión de gardenias, al cual invitó al personal de la biblioteca y a otras personas que desconocían la existencia de Cyrus y asistieron sólo porque se los pidió, como su madre, Judy y la tribu de los Morales, incluyendo a la abuela chiflada, quien se acercaba a los cien años y aún era capaz de regocijarse con un sepelio ajeno, feliz de no ser ella quien iba en el ataúd. El día del entierro amaneció un sol radiante, hacía calor y Gregory sudaba en su traje oscuro alquilado. Al marchar tras el féretro por el sendero del cementerio se despedía calladamente de su viejo maestro, de la primera etapa de su vida, de esa ciudad y de los amigos. Una semana más tarde tomó el tren a Berkeley. Llevaba noventa dólares en el bolsillo y muy pocos buenos recuerdos.

Salté del tren con la anticipación de quien abre un cuaderno en blanco; mi vida empezaba de nuevo. Había oído tanto de aquella ciudad profana, subversiva, y visionaria, donde convivían los lunáticos junto a los Premios Nobel, que me pareció sentir el aire cargado de energía, aletazos de un viento contagioso sacudiéndome de encima veinte años de rutinas, fatiga y asfixia. Ya no daba más, Cyrus tenía razón, se me estaba pudriendo el alma. Vi una hilera de luces amarillas en la niebla lunar, un andén algo desportillado, sombras de viajeros silenciosos cargando maletas y bultos, oí los ladridos de un perro. Había una impalpable humedad fría y un extraño olor, mezcla de hierros de la locomotora y tufillo de café. Era una estación tristona como muchas, pero eso no derrotó mi entusiasmo, me eché el saco de lona a la espalda y partí dando brincos de mocoso y gritando a pleno pulmón que ésa era la primera noche de todos los demás días estupendos de mi fantástica vida. Nadie se volteó a mirarme, como si aquel arrebato de súbita demencia fuera de lo más normal, y así era en verdad, como comprobé a la mañana siguiente apenas salí del hostal de jóvenes y puse los pies en la calle para emprender la aventura de inscribirme en la universidad, conseguir un empleo y encontrar un lugar donde vivir. Era otro planeta. A mí, que había crecido en una especie de ghetto, la atmósfera cosmopolita y libertaria de Berkeley me emborrachó. En un muro estaba escrito a brochazos con pintura verde: todo se tolera menos la intolerancia. Los años que pasé allí fueron intensos y espléndidos, todavía cuando voy de visita, cosa que hago a menudo, siento que pertenezco a esa ciudad. Cuando llegué, al comienzo de la década de los sesenta, no era ni sombra del circo indescriptible que llegó a ser en la época en que me fui al otro lado de la bahía, pero ya era extravagante, cuna de movimientos radicales y atrevidas formas de rebelión. Me tocó asistir a la transformación del gusano en capullo al insecto de grandes alas multicolores que alborotó a una generación. De los cuatro puntos cardinales llegaban jóvenes tras ideas nuevas que aún no tenían nombre, pero se percibían en el aire como pulsaciones de un tambor en sordina. Era la Meca de los peregrinos sin dios, el otro extremo del continente, donde se iba escapando de viejas desilusiones o en busca de alguna utopía, la esencia misma de California, el alma de este vasto territorio iluminado y sin memoria, una Torre de Babel de blancos, asiáticos, negros, algunos latinos, niños, viejos, jóvenes, sobre todo jóvenes: No confíes en nadie mayor de treinta. Estaba de moda ser pobre, o al menos aparentar serlo, y siguió estándolo en las décadas futuras, cuando el país entero se abandonó a la embriaguez de la codicia y del éxito. Sus habitantes me parecieron todos algo andrajosos, con frecuencia el mendigo de la esquina tenía un aspecto menos lamentable que el pasante generoso que le daba una limosna. Yo observaba con curiosidad de provinciano. En mi barrio de Los Ángeles no había un solo hippie, los machos mexicanos lo habrían destrozado, y aunque había visto algunos en la playa, en el centro o por televisión, nada era comparable a ese espectáculo. En torno a la universidad los herederos de los Beatles se habían tomado las calles con sus melenas, barbas y patillas, flores, collares, túnicas de la India, bluyines pintarrajeados y sandalias de fraile. El olor de la marihuana se mezclaba con el del tráfico, incienso, café y oleadas de especias de las cocinerías orientales. En la universidad todavía se usaba el pelo corto y la ropa convencional, pero creo que ya se vislumbraban los cambios que un par de años más tarde acabarían con esa prudente monotonía. En los jardines los estudiantes se quitaban los zapatos y las camisas para tomar sol, como anticipo de la época cercana en que hombres y mujeres se desnudarían por completo festejando la revolución del amor comunitario. Jóvenes para siempre, decía el graffiti de un muro, y cada hora el despiadado carillón del Campanile nos recordaba el paso inexorable del tiempo.

Me había tocado ver de cerca varios rostros del racismo, soy de los pocos blancos que lo ha sufrido en carne propia. Cuando la hija mayor de los Morales se lamentó de sus pómulos indígenas y su color canela, su padre la cogió por un brazo, la arrastró ante un espejo y le ordenó que se mirara bien mirada y agradeciera a la Santísima Virgen de Guadalupe no ser una negra cochina. En esa ocasión pensé que a don Pedro Morales le había servido de muy poco el diploma del Plan Infinito colgado en la pared certificando la superioridad de su alma; en el fondo tenía los mismos prejuicios de otros latinos que detestan a negros y asiáticos.

A la universidad no entraban hispanos en ese tiempo, todos eran blancos excepto unos pocos descendientes de los inmigrantes chinos. Tampoco había negros en las salas de clases, apenas unos cuantos en los equipos deportivos. Se veían muy pocos en oficinas, tiendas y restaurantes, en cambio atestaban cárceles y hospitales. Es cierto que había segregación, pero los negros no tenían la condición de extranjeros, tan humillante para mis amigos latinos, al menos ellos caminaban sobre su propio suelo y muchos empezaban a hacerlo con grandes trancos ruidosos.

Recorrí las oficinas tratando de ubicarme en el laberinto del campus, calculando cuánto dinero necesitaba para sobrevivir y cómo conseguir un empleo. Me mandaban de una ventanilla a otra en trámites circulares que se pillaban la cola, la burocracia me aplastó, nadie tenía idea de nada, los recién llegados éramos considerados una molestia inevitable de la cual procuraban sacudirse. No supe si a todos nos trataban como basura para curtirnos el ánimo o si solamente yo andaba tan perdido; llegué a sospechar que me discriminaban por mi acento chicano. De vez en cuando algún estudiante de buena voluntad, sobreviviente de otros obstáculos, me soplaba alguna información para guiarme en la dirección correcta, sin esa ayuda habría pasado un mes dándome vueltas como un pánfilo. En los dormitorios no había vacantes y no me interesaban las fraternidades, son antros conservadores y clasistas donde un tipo como yo no tiene cabida. Un muchacho con quien me topé varias veces durante las engorrosas diligencias de esos días, me dijo que había conseguido un cuarto de alquiler y estaba dispuesto a compartirlo conmigo. Se llamaba Timothy Duane y, según supe después, era considerado por las chicas el hombre más buen mozo de la Universidad. Cuando Carmen lo conoció, muchos años más tarde, dijo que parecía una estatua griega.

De griego no tiene nada, es un irlandés de ojos claros y pelo negro, igual a tantos. Me contó que su abuelo escapó de Dublín a comienzos del siglo perseguido por la justicia inglesa, llegó a Nueva York con una mano por delante y otra por detrás y en pocos años dedicado a oscuros negocios hizo una fortuna. En la vejez se convirtió en benefactor de las artes y nadie se acordó de sus comienzos algo turbios; al morir le dejó a su descendencia un montón de dinero y un buen nombre. Timothy se crió interno en colegios católicos para niños ricos, donde aprendió algunos deportes y le cultivaron un oprimente sentido de culpa que, de todos modos, estoy seguro que ya traía desde la cuna. En el fondo de su alma deseaba ser actor, pero su padre consideraba que sólo había dos profesiones respetables: médico o abogado; todo lo demás era burumballa para truhanes y con mayor razón lo relacionado con el teatro, que a sus ojos era cosa de homosexuales y pervertidos. Distraía la mitad de sus impuestos con la fundación para las artes inventada por el abuelo Duane, pero eso no le desarrolló simpatía por los artistas. Se mantuvo autoritario y en buena salud durante casi un siglo, privando a la humanidad de la figura perfecta de su hijo en la pantalla sobre un escenario. Timothy se convirtió en un médico que detesta su profesión y asegura que se dedicó a la patología porque al menos a los muertos no tiene necesidad de escucharles sus quejas ni consolarlos. Al renunciar a sus sueños histriónicos y cambiar las tablas por heladas salas de disección, se convirtió en un solitario atormentado por tenaces demonios. Muchas mujeres lo han perseguido, pero todos sus amores fracasaron por el camino dejándole un reconcomio de pesadumbre y desconfianza, hasta que tarde en su vida, cuando había perdido la risa, la esperanza y buena parte de su apostura, apareció alguien que lo salvó de sí mismo. Pero me estoy adelantando, eso ocurrió mucho después. En la época en que lo conocí engañaba a su padre con la promesa de estudiar leyes o medicina, mientras a escondidas se dedicaba al teatro, su verdadera pasión. Había llegado esa semana a la ciudad y todavía estaba en la fase exploratoria, pero a diferencia de mí, contaba con experiencia en el mundo de la educación para blancos, tenía el respaldo de un padre rico y una actitud que le abría las puertas. Por su aplomo parecía el dueño de la universidad. Aquí se estudia poco, pero se aprende mucho; abre los ojos y cierra la boca, me aconsejó.

Yo aún andaba como espirituado. Su cuarto resultó ser el ático de una casa vieja, una sola pieza con techos de catedral y dos claraboyas por donde se vislumbraba la torre del Campanile. Me demostró que también se podían ver otras cosas; trepándonos en una silla, divisábamos el baño de un dormitorio, donde cada mañana desfilaban hileras de muchachas en ropa interior camino a las duchas. Al descubrir poco después que las observábamos, varias se paseaban desnudas. En la habitación había muy pocos muebles, apenas dos camas, una mesa grande y una repisa para libros. Tendimos un trozo de cañería entre dos vigas para colgar la ropa y lo demás fue a parar a unas cajas de cartón en el suelo. El resto de la casa estaba ocupado por dos mujeres encantadoras, Joan y Susan, que con el tiempo se convirtieron en muy buenas amigas mías. Tenían una amplia cocina donde preparaban las recetas de un libro que pensaban escribir; el aroma de sus guisos me hacía agua la boca, gracias a ellas aprendí a cocinar. Poco después serían famosas, no tanto por su talento culinario o por el libro que jamás llegó a publicarse, sino porque pusieron de moda la idea de quemar el sostén en protestas públicas. Ese gesto, producto de un arrebato de inspiración cuando les negaron la entrada a un bar para hombres solos y captado casualmente por la máquina fotográfica de un turista japonés, salió en el noticiario de televisión, fue imitado por otras mujeres y pronto se convirtió en la contraseña de las feministas del mundo. La casa resultó ideal, estaba a un paso de la universidad y era muy cómoda. Además me gustaba su aire señorial; comparada con los otros sitios donde había vivido parecía un palacio. Años después albergaría a una de las más célebres comunidades hippies de la ciudad, veintitantas personas en amable promiscuidad bajo el mismo techo, y el jardín se convertiría en una enmalezada plantación de marihuana, pero para entonces yo me había mudado a otra parte.

Tim me obligó a desprenderme de mis camisas, dijo que parecía un pájaro tropical con esa moda del sur de California; en Berkeley nadie se vestía así, no podía salir a protestar con esa facha. Me explicó que si no protestábamos no éramos nadie y no conseguíamos mujeres. Yo había notado los letreros y afiches anunciando diversas causas: hambrunas, dictaduras y revoluciones en puntos del planeta imposibles de ubicar en un mapa, derechos de las minorías, de las mujeres, los bosques y las especies en peligro, paz y fraternidad. No se podía avanzar una cuadra sin poner la firma en algún manifiesto ni tomarse un café sin donar veinticinco céntimos a una colecta para algún fin tan altruista como distante. El tiempo del estudio era mínimo comparado con el dedicado a reclamar por los males ajenos, denunciar al gobierno, los militares, la política exterior, los abusos raciales, los crímenes ecológicos y las injusticias sempiternas. Esa preocupación obsesiva por los asuntos del mundo, aun los más disparatados, fue una revelación. Cyrus me había sembrado por años preguntas en la mente, pero hasta entonces me parecían material de libros y de ejercicios intelectuales sin aplicación práctica en la existencia cotidiana, cosas que sólo podía discutir con él porque el resto de los mortales resultaba impermeable a tales temas. Ahora compartía esas inquietudes con los amigos; nos sentíamos parte de una compleja red donde cada acción repercutía con imprevisibles consecuencias en el destino futuro de la humanidad. Según mis compinches de los cafés había una revolución en marcha que nadie podría detener, nuestras teorías y costumbres serían pronto universalmente imitadas, teníamos la responsabilidad histórica de estar al lado de los buenos, y los buenos eran, por supuesto, los extremistas. Nada debía quedar en pie, era necesario allanar el terreno para la nueva sociedad. Escuché por primera vez la palabra política en susurros en el ascensor de la biblioteca y sabía que ser llamado liberal o radical era un insulto apenas menos ofensivo que comunista. Ahora estaba en la única ciudad de los Estados Unidos donde esto era al revés, allí lo único peor que ser conservador, era ser neutral o indiferente. Una semana más tarde me encontraba instalado en el desván con mi amigo Duane, asistía regularmente a clases y había conseguido dos trabajos para mantenerme a flote. El estudio no me pesaba, todavía esa universidad no se convertía en el terrible colador de cerebros que llegó a ser después, me pareció como la escuela secundaria, pero más desordenada. Había obligación de asistir a cursos militares por dos años. Me divertía tanto en los ejercicios y en los campamentos de verano, y me gustaba tanto el uniforme, que lo hice por cuatro y obtuve grado de oficial. Al inscribirme me hicieron firmar una declaración jurada de que no era comunista. Mientras colocaba mi firma al pie del documento sentí la mirada irónica de Cyrus en mi nuca tan vívidamente, que me volví para saludarlo.

El capataz de la fábrica de latas soñaba cada noche con Judy Reeves y despierto lo perseguía sin tregua la visión de esa mujer. No era uno de aquellos hombres obsesionados por las gordas, ni siquiera había notado que ella lo fuera. A sus ojos era perfecta, no le faltaba ni le sobraba nada, y si alguien le hubiera dicho que tenía prácticamente el doble de su peso normal se hubiera sorprendido de veras.

No se fijaba en el tamaño de sus defectos, sino en la calidad de sus virtudes, amaba sus senos redondos y su trasero ampuloso y le gustaba que fueran grandes, Así había más para coger a dos manos. Lo deslumbraba la piel de bebé, las manos dañadas por la costura y los quehaceres de la casa, pero de noble forma, la radiante sonrisa que había vislumbrado en un par de ocasiones y su cabello fino y tan rubio como hilos de plata. La determinación de la joven para rechazarlo sólo aumentaba su deseo. Buscaba oportunidades para acercarse a pesar de la arrogancia con que ella lo ignoraba una y otra vez. Recién lavado, con camisa limpia y rociado con agua de colonia para disipar el ácido olor de la fábrica, se apostaba cada tarde en la parada del bus a esperar que su amada regresara del trabajo, le tendía la mano para ayudarla a bajar del vehículo y no se molestaba cuando ella prefería descender a trastabillones antes que apoyarse en él. Caminaba a su lado hablándole en un tono cotidiano, como si fueran íntimos amigos, sin desanimarse por el taimado silencio de Judy; le contaba pormenores de su jornada, noticias de personas desconocidas para ella y resultados del béisbol. La acompañaba hasta la puerta de su casa, la invitaba a cenar —seguro de su negativa silenciosa— y se despedía con la promesa de verla al día siguiente en el mismo sitio. Este paciente asedio se mantuvo sin variaciones durante dos meses.

—¿Quién es ese hombre que viene todos los días? —preguntó Nora Reeves por fin.

—Nadie, mamá.

—¿Cómo se llama?

—No le he preguntado, ni me interesa.

Al día siguiente Nora aguardó atisbando por la ventana y antes que Judy alcanzara a cerrar la puerta en las narices del gigante pelirrojo, le salió al encuentro y lo invitó a tomar una cerveza, a pesar de la mirada asesina de su hija. Sentado en la minúscula sala en una silla demasiado frágil para su enorme corpachón, el pretendiente permaneció callado apretándose las manos para hacer sonar los nudillos mientras Nora lo observaba sin disimulo desde el sillón de mimbre.

Judy había desaparecido en el dormitorio y a través de las delgadas paredes se oían sus furiosos resoplidos.

—Permítame agradecerle sus finas atenciones con mi hija —dijo Nora Reeves.

—Ajá —replicó el hombre, incapaz de discurrir una respuesta más laboriosa, porque no estaba acostumbrado a ese lenguaje rebuscado.

—Usted parece buena persona.

—Ajá…

—¿Lo es?

—¿Qué?

—Si acaso es usted buena persona.

—No sé, señora.

—¿Cómo se llama?

—Jim Morgan.

—Yo me llamo Nora y mi marido es Charles Reeves, Maestro Funcionario y Doctor en Ciencias Divinas, seguramente usted ha oído hablar de él, es muy conocido…

Judy, que escuchaba la conversación desde el otro cuarto, no aguantó más y entró como un tifón a la sala, enfrentando a su tímido admirador con los brazos en jarra.

—¡Qué diablos quieres de mí! ¡Por qué no me dejas en paz!

—No puedo… creo, que me estoy enamorando, en verdad lo siento… —balbuceó el desdichado galán, la cara tan encendida como su pelo.

—¡Está bien, si la única forma de librarme de esta pesadilla es acostándome contigo, vamos de una vez!

Nora Reeves lanzó una exclamación de espanto y se levantó con tal sobresaltó que el sillón se volcó; su hija nunca había usado ese vocabulario en su presencia. Morgan también se puso de pie, se despidió con un gesto de Nora, se encasquetó su gorra y salió.

—Veo que me equivoqué contigo. Lo que yo quiero es matrimonio —le dijo secamente desde el umbral.

Al bajar del bus al otro día Judy no encontró a nadie dispuesto a tenderle la mano para ayudarla. Suspiró aliviada y echó a andar con su lento bamboleo de fragata observando el quehacer de la calle, las gentes en sus afanes, los gatos escarbando en los basureros, los niños morenos correteando en juegos de vaqueros y bandidos. El camino se le hizo largo y cuando llegó a su casa la alegría se le había disipado y en su lugar sentía un áspero despecho. Esa noche no pudo dormir; se retorcía entre las sábanas como una ballena varada en la marea baja, desesperada. Se levantó al amanecer, se comió dos plátanos, una taza de chocolate, tres huevos fritos con tocino y ocho tostadas untadas con mantequilla y mermelada. Su madre la encontró en el porche con bigotes de chocolate y yema de huevo y dos hilos de lágrimas cayéndole por las mejillas.

—Anoche vino tu padre de nuevo. Manda decir que entierres hígados de pollo a los pies del sauce.

—No me hables de él, mamá.

—Es por las hormigas. Dice que así se irán de la casa.

Ese día Judy no fue a trabajar y en cambio fue a visitar a Olga. La adivina la miró de pies a cabeza, evaluando los rollos, las piernas hinchadas, la respiración jadeante, el horrible vestido cosido de prisa en una tela ordinaria, la tremenda desolación en los ojos absolutamente azules de la muchacha y no tuvo necesidad de su bola de cristal para improvisar un consejo.

—¿Qué es lo que más te gustaría tener, Judy?

—Hijos —replicó ella sin vacilar.

—Para eso necesitas un hombre. Y ya que estás en eso, es mejor que sea un marido.

La joven se dirigió a la pastelería de la esquina y devoró tres pasteles de mil hojas y dos vasos de sidra de manzana, de allí partió a la peluquería, donde no había puesto jamás los pies, y en las tres horas siguientes una mexicana chaparrita y simpática le hizo una permanente, le pintó las uñas de las manos y de los pies de un rosa fulminante y le depiló las piernas con cera, mientras ella se comía un kilo de bombones con paciente determinación. Luego tomó el bus al centro con la intención de comprar un vestido en la única tienda para gordas que había entonces en el estado de California. Consiguió una falda celeste y un blusón floreado que disimulaban un poco su volumen y resaltaban la frescura infantil de su piel y sus ojos. Así ataviada a las cinco de la tarde se apostó de brazos cruzados y con una tremebunda expresión en la puerta de la fábrica donde trabajaba su enamorado. Sonó el silbato, vio salir al tropel de obreros latinos y veinte minutos más tarde apareció el capataz sin afeitarse, sudado y con una camiseta grasienta. Al verla se detuvo boquiabierto.

—¿Cómo dijiste que te llamabas? —le preguntó Judy con un vozarrón poco amable para ocultar su vergüenza.

—Jim. Jim Morgan… Te ves muy bonita.

—¿Todavía quieres casarte conmigo?

—¡Claro que sí!

El Padre Larraguibel celebró la ceremonia en la parroquia de Lourdes, a pesar de que Judy era bahai como su madre y Jim pertenecía a la Iglesia de los Santos Apóstoles, pero sus amigos eran católicos y en ese barrio el único matrimonio válido era con los ritos del Vaticano. Gregory viajó especialmente para conducir a su hermana del brazo al altar. Pedro Morales financió la fiesta, mientras Inmaculada, sus hijas y amigas pasaron dos días cocinando platos mexicanos y fabricando galletas de boda. El novio se encargó del licor y de la música, armaron una parranda en el medio de la calle con el mejor grupo de mariachis y más de cien invitados que bailaron toda la noche los ritmos latinos. Nora Reeves fabricó para su hija un primoroso vestido de novia con tantos vuelos de organdí que de lejos parecía un velero de piratas y de cerca la cuna de un príncipe heredero. Jim Morgan tenía algunos ahorros y pudo instalar a su mujer en una casa pequeña, pero cómoda, y comprarle un juego de dormitorio nuevo con una cama de medidas especiales capaz de contenerlos a ambos y de resistir los encontronazos de rinoceronte con que se amaron de buena fe la primera semana. El viernes siguiente el marido no llegó a dormir a la casa. Su esposa lo esperó hasta el domingo, cuando apareció tan embriagado que no podía recordar dónde había estado ni con quién.

Judy cogió una botella de leche y se la partió en la cabeza. A otro más débil el golpe tal vez lo habría matado, pero a Jim Morgan apenas le fracturó la frente y, lejos de apabullarlo, lo puso en un frenético estado de excitación. Se secó la sangre de los ojos con la manga, se lanzó encima de Judy y a pesar de sus furiosos pataleos esa noche gestaron al primer hijo, un rozagante niño que pesó cinco kilos al nacer. Judy Reeves, iluminada por una felicidad que jamás imaginó posible, se lo puso al pecho, determinada a dar a esa criatura el amor que ella nunca tuvo. Había descubierto su vocación de madre.

Para Carmen Morales la partida de Gregory fue una ofensa personal. En el fondo de su corazón siempre supo que él no pertenecía al barrio y tarde o temprano emprendería otros rumbos, pero suponía que cuando llegara ese momento partirían juntos, tal vez a correr aventuras con un circo ambulante, como tantas veces habían planeado. No podía imaginar su existencia sin él. Desde que podía recordar lo había visto casi a diario, nada grande o pequeño le había sucedido nunca sin compartirlo con su amigo. Él le reveló los misterios de la infancia, que Santa Claus no existía y los bebés no crecían en repollos ni los traía la cigüeña de París, fue el primero en enterarse de la novedad cuando ella descubrió a los once años una mancha roja en sus calzones. Estaba más cerca suyo que de su propia madre o de sus hermanos, habían crecido juntos, se contaban incluso aquellas cosas vedadas por el pudor en el cual la habían educado. Como Gregory, ella también se enamoraba a cada rato con pasiones fulminantes y de corto aliento, pero a diferencia de él, estaba atada por las tradiciones patriarcales de su familia y de su ambiente. Su apasionada naturaleza se estrellaba contra el doble código moral que convertía a las mujeres en prisioneras y en cambio otorgaba licencia de caza a los hombres. Debía cuidar su reputación porque cualquier sombra podía desencadenar una tragedia; su padre y sus hermanos la vigilaban celosamente, dispuestos a defender el honor de la casa, mientras al mismo tiempo intentaban hacer con otras mujeres lo que jamás les permitirían a las de su misma sangre. Carmen tenía un espíritu indómito, pero en ese tiempo todavía estaba enredada en las telarañas del qué dirán. Temía sobre todo a su padre, luego al explosivo cura Larraguibel y a Dios, en este orden, y finalmente a las malas lenguas, capaces de destrozarle el futuro. Como tantas otras muchachas de su generación, fue criada con el axioma de que el matrimonio y la maternidad eran el más perfecto destino —se casaron tuvieron muchos hijos y fueron muy felices— pero a su alrededor no había un solo ejemplo de dicha doméstica, ni siquiera sus padres, que permanecían juntos porque no podían imaginar otra alternativa, pero estaban lejos de imitar a las románticas parejas del cine. Nunca los había visto hacerse una caricia y se rumoreaba que Pedro Morales tenía un hijo con otra mujer. No, no era eso lo que deseaba para sí misma. Seguía soñando, como en la niñez, con una vida diferente y aventurera, pero no tenía el coraje de romper con su ambiente y salir de allí. Sabía que a sus espaldas corrían muchos chismes ¿qué se ha creído la menor de los Morales?, no tiene un trabajo fijo, anda sola de noche, se pinta demasiado los ojos ¿no es una pulsera eso que lleva en un tobillo?, sale demasiado con Gregory Reeves, después de todo no son parientes, los Morales debieran ocuparse más de su hija, ya está en edad de casarse, pero no le será fácil conseguir marido con esos modales de gringa suelta. Sin embargo a Carmen no le habían faltado vehementes candidatos al matrimonio. La primera proposición la recibió a los quince años recién cumplidos y a los diecinueve ya había tenido cinco pretendientes desesperados por casarse; de todos ellos se había enamorado con una pasión quimérica y se había fastidiado al cabo de pocas semanas, apenas empezaban las inevitables rutinas. En la época en que Reeves se fue tenía su primer novio americano, Tom Clayton, todos los demás habían sido latinos del vecindario. Se trataba de un periodista irónico e intenso que la deslumbró con su conocimiento del mundo y sus estupendas teorías sobre el amor libre y la igualdad entre los sexos, temas que ella jamás se atrevería a sugerir en su casa, pero que había discutido extensamente con Gregory.

—Pura palabrería, lo que quiere es acostarse contigo y después salir corriendo —determinó su amigo.

—¡Eres el eslabón perdido; más atrasado que mi papá!

—¿Te ha hablado de casarse?

—El matrimonio mata el amor.

—¡Y qué no lo mata. Carmen, por Dios!

—No me interesa entrar a la iglesia vestida de blanco, Greg. Yo soy diferente.

—Dilo de una vez, ya te acostaste con él…

—No. todavía no —y después de una pausa llena de suspiros—. ¿Qué se siente? Cuéntame qué se siente…

—Como un corrientazo de electricidad, nada más. La verdad es que el sexo está sobrevalorizado, muchas ilusiones y al final siempre se queda uno medio frustrado.

—Mentiroso. Si fuera así no andarías jadeando detrás de todas las mujeres.

—Justamente ahí está la trampa, Carmen. Uno siempre cree que con otra será mejor.

Gregory se fue en septiembre y en enero del año siguiente Tom Clayton partió a Washington con la intención de incorporarse al equipo de prensa del presidente más carismático del siglo, cuya política de ideas ampulosas le fascinaba. Deseaba palpar el poder y participar en los sobresaltos de la historia, sentía que en el oeste no había futuro para un periodista ambicioso, estaba demasiado lejos del corazón del imperio, como le dijo a Carmen. La dejó en lágrimas, porque para entonces estaba enamorada por primera vez; comparados con el sentimiento que ahora la sacudía, todos los demás habían sido amoríos insignificantes. Por teléfono y en breves notas salpicadas de horrores gramaticales, contó a Gregory día a día los pormenores de su romántico suplicio, reprochándole no sólo que la hubiera dejado sola en semejante momento, sino que le hubiera mentido respecto al corrientazo eléctrico, porque de haber sabido cómo era el asunto en realidad, no se habría demorado tanto en incorporarlo a su vida.

—Lástima que estés tan lejos, Greg. No tengo con quién desahogarme.

—Aquí la gente es más moderna, todos se acuestan con todos y después lo comentan.

—Si se enteran mis padres me matan.

Los Morales lo supieron tres meses más tarde, cuando llegó la policía a interrogarlos. Tom Clayton no contestó las cartas de Carmen ni dio señales de vida hasta que varias semanas más tarde ella logró atraparlo por teléfono a una hora intempestiva de la madrugada, para anunciarle, con la voz quebrada de terror, que estaba embarazada.

El hombre fue amable, pero terminante: ése no era su problema, intentaba dedicarse al periodismo político y debía pensar en su carrera; no era cosa de regresar en ese momento y por otra parte nunca había mencionado la palabra matrimonio, era partidario de las relaciones espontáneas y suponía que ella compartía sus ideas ¿no lo habían discutido así muchas veces? En todo caso no intentaba perjudicarla, asumía su responsabilidad y al día siguiente pondría un cheque en el correo para resolver de la manera habitual ese pequeño inconveniente. Carmen abandonó la central de teléfonos y caminó como una sonámbula hasta una cafetería, donde se desmoronó en una silla, totalmente descompuesta. Allí estuvo con la vista clavada en su taza hasta que le anunciaron la hora de cerrar el local. Más tarde, tendida sobre su cama con un dolor sordo en las sienes, decidió que lo más importante era guardar el secreto o arruinaría su vida irremisiblemente. En los días siguientes estuvo varias veces a punto de marcar el número de Gregory, pero tampoco a él deseaba confiarle su desgracia. Ésa era su hora de la verdad y quiso enfrentarla sola; una cosa era desafiar al mundo con vagas fanfarronerías feministas y otra muy distinta ser madre soltera en ese medio. Sacó las cuentas de que su familia no volvería a dirigirle la palabra, la expulsarían de la casa, de su clan y hasta del barrio, sus padres y hermanos morirían de bochorno, le tocaría hacerse cargo sin ayuda de una criatura, mantenerla y criarla, trabajar en cualquier oficio para sobrevivir, las mujeres la repudiarían y los hombres la tratarían como a una prostituta. Pensó que el niño cargaría también con el peso insoportable del anatema. No tenía valor para tan larga batalla, pero tampoco lo tenía para tomar una resolución. En esa incertidumbre se debatió un tiempo interminable, disimulando las náuseas que la agobiaban por las mañanas y la somnolencia que la volteaba en las tardes, eludiendo a su familia y comunicándose el mínimo con Gregory, hasta que un día no pudo abotonarse la falda y comprendió la urgencia de actuar pronto. Llamó otra vez a Tom Clayton, pero le indicaron que estaba de viaje y no sabían cuándo regresaría. Entonces se fue a la Iglesia de Lourdes, rogando que el párroco vasco no apareciera, se arrodilló ante el altar, como tantas veces había hecho en su vida, y por primera vez se dirigió a la Virgen para hablarle de mujer a mujer. Desde hacía años cultivaba calladas dudas sobre la religión, la misa del domingo se había convertido sólo en un rito social para ella, pero en ese instante de temor tuvo necesidad de reencontrarse con los consuelos de su fe. La estatua de la Madona con sus ropajes de seda y su aureola de perlas no le ofreció ayuda, el rostro de yeso miraba el vacío con sus ojos de vidrio pintado. Carmen le explicó sus razones para cometer el pecado que estaba planeando, le pidió benevolencia y bendición y de allí se fue directamente a la casa de Olga.

—No debiste esperar tanto —dijo la maga después de palparla con sus manos expertas—. En las primeras semanas no hay problema, pero ahora…

—Ahora también. Tenes que hacerlo.

—Es muy arriesgado.

—No importa. Por favor, ayúdame… —y se echó a llorar desesperada en los brazos de la adivina.

Olga había visto crecer a Carmen, los Morales eran como su propia familia, y había vivido en ese barrio lo suficiente para saber lo que esperaba a la muchacha apenas empezara a notársele la barriga. La citó para la noche siguiente, preparó sus instrumentos y sus hierbas medicinales y le sacó brillo a su Buda, porque en esta ocasión las dos iban a necesitar de mucha suerte. Carmen anunció en su casa que se iría con una amiga a la playa por un par de días y se trasladó donde Olga. Nada quedaba del alegre desenfado de la joven, el miedo al dolor inmediato anulaba los demás temores, no podía pensar en los riesgos ni en las consecuencias posibles, lo único que deseaba era dormir profundamente y despertar libre de esa pesadilla. Pero a pesar de las pócimas de Olga y la media botella de whisky que se bebió al seco no perdió el sentido del presente y ningún sueño piadoso la ayudó en ese trance; tuvo que soportarlo atada por las muñecas y los tobillos a la mesa de la cocina, con un trapo metido en la boca para que sus quejidos no se oyeran en la calle, hasta que no pudo más y le hizo señas que prefería cualquier cosa antes que ese martirio, pero la curandera le contestó que ya era tarde para arrepentirse, debían llegar hasta el final de aquella tarea brutal. Después Carmen se quedó acurrucada como una criatura, con una bolsa de hielo en el vientre, llorando a mares, hasta que el cansancio la venció; le hicieron efecto los calmantes y el alcohol y pudo dormir. Treinta horas después, cuando aún no despertaba y parecía perdida en delirios de otro mundo, mientras un hilo de sangre, tenue pero constante manchaba las sábanas, Olga supo que por una vez le había fallado su estrella de la buena fortuna. Intentó bajarle la fiebre y detener la hemorragia con todos los recursos de su ingenioso repertorio, pero la chica empeoraba por momentos, era evidente que se le estaba escapando la vida. Olga se vio atrapada, podía morir bajo su techo y en ese caso ella estaba perdida: por otra parte no podía ponerla en la calle ni avisar a su familia. Mientras le sostenía la cabeza para obligarla a beber agua, le pareció que murmuraba el nombre de Gregory y enseguida comprendió que era el único a quien podía pedir ayuda. Cuando lo llamó, él dormía. Ven ahora mismo, le dijo, y por el tono de su voz Gregory adivinó la urgencia del mensaje y no hizo preguntas, tomó el primer avión de la mañana y pocas horas después tenía a su amiga en los brazos y la llevaba en un taxi al hospital más cercano, maldiciendo porque en esas horribles semanas no había confiado en él, por qué me excluiste, yo debí acompañarte, te lo dije, Carmen, Tom Clayton es un desalmado hijo de puta, pero no todos son iguales, no todos se acuestan y se van, como dice tu padre, te juro que hay mejores que Clayton, por qué no me dejaste ayudarte antes, tal vez el bebé habría vivido, no debiste hacer esto sola, para qué somos amigos, para qué somos hermanos si no es para ayudarnos, qué chingada vida, Carmen, no te vayas a morir, por favor no te mueras.

Mientras los cirujanos operaban, la policía, advertida por el hospital de las condiciones en que llegó la paciente, intentaba sonsacarle información a Gregory Reeves.

—Hagamos un trato —ofreció el oficial exasperado después de tres horas de inútil interrogatorio—. Me dices quién le hizo el aborto y te dejo ir de inmediato, ni siquiera quedas fichado. No más preguntas, nada, quedas totalmente libre.

—No sé quién lo hizo, se lo he dicho cien veces. Ni siquiera vivo aquí, tomé el avión de la mañana, vea mi pasaje. Mi amiga me llamó y yo la traje al hospital, es todo lo que sé.

—¿Eres el padre de la criatura?

—No. No he visto a Carmen Morales desde hace más de ocho meses.

—¿Dónde la recogiste?

—Me esperaba en el aeropuerto.

—¡Eso es imposible, no puede caminar! Dime dónde la recogiste y te dejo ir. De lo contrario vas preso por cómplice y por encubridor.

—Eso tendrá que probarlo.

Y volvía a repetirse una vez más el mismo ciclo de preguntas, respuestas, amenazas y evasivas. Por último los policías lo soltaron y fueron a la casa de los Morales a interrogar a la familia. Así se enteraron Pedro e Inmaculada de lo sucedido, y aunque sospecharon de Olga no lo dijeron, en parte porque adivinaron la buena intención de ayudar a su hija y en parte porque en el barrio mexicano la delación era un crimen inconcebible.

—Dios la ha castigado; así no tengo que castigarla yo —dijo Pedro Morales con voz ronca cuando se enteró del grave estado en que se encontraba su hija.

Gregory Reeves se quedó junto a su amiga hasta que pasó el peligro. Durmió sentado en una silla a su lado durante tres noches, despertando a cada rato para vigilar la respiración de la enferma. El cuarto día en la madrugada Carmen amaneció sin fiebre.

—Tengo hambre —anunció.

—¡Gracias a Dios! —sonrió él y sacó de una bolsa una lata de leche condensada. Se bebieron el pegajoso dulce a lentos sorbos, tomados de la mano, como tantas veces lo hicieron de niños.

Entretanto Olga cogió su maleta y se fue a Puerto Rico, lo más lejos que pudo, anunciando por el barrio que partía a jugar a los casinos de Las Vegas porque el espíritu de un indio se le había aparecido para soplarle al oído una martingala de barajas. Pedro Morales se puso una cinta negra en el brazo, en la calle dijo que se le había muerto un pariente, en la casa hizo saber que su hija no había existido jamás y prohibió que se mencionara su nombre. Inmaculada prometió a la Virgen rezar un rosario diario por el resto de su existencia para que perdonara a Carmen el pecado cometido, cogió el dinero que tenía escondido bajo una tabla del piso y se fue a verla a espaldas de su marido. La encontró sentada en una silla mirando por la ventana el muro de ladrillos del edificio del frente, vestida con la túnica de tosca tela verde del hospital. La vio tan desdichada que se guardó sus reproches y sus lágrimas y simplemente la rodeó con sus brazos. Carmen escondió la cara en el pecho de su madre y se dejó mecer por largo rato, aspirando ese olor a ropa limpia y cocinería que la había acompañado toda su infancia.

—Aquí tienes mis ahorros, hija. Es mejor que partas por un tiempo, hasta que de tanto echarte de menos se le ablande el corazón a tu padre. Escríbeme, pero no a la casa, sino a la de Nora Reeves. Es la persona más discreta que conozco. Cuídate mucho y que Dios te ayude…

—Dios se ha olvidado que yo existo, mamá.

—No digas eso ni en broma —la atajó Inmaculada—. Pase lo que pase Dios te quiere y yo también, hija. Los dos estaremos siempre a tu lado ¿has entendido?

—Sí. mamá.

Gregory Reeves vio a Samantha Ernst por primera vez en una cancha de tenis donde jugaba mientras él podaba los arbustos vecinos del parque. Uno de sus empleos era el servicio de comedor en un pabellón de mujeres que había frente a su casa. Dos cocineras preparaban los alimentos y Gregory dirigía un equipo de cinco estudiantes para servir las mesas y lavar los platos, posición muy envidiada porque le daba libre acceso al edificio y a las estudiantes. En sus horas libres trabajaba como jardinero. Aparte de cortar el césped y arrancar malezas, nada sabía de plantas cuando comenzó pero tenía un buen maestro, un rumano de nombre Balcescu, de aspecto bárbaro y corazón blando, que se afeitaba la cabeza y sacaba lustre a su cráneo con un paño de fieltro, chapuceaba una vertiginosa mezcolanza de idiomas y amaba a las plantas tanto como a sí mismo. En su país fue guardia fronterizo, pero apenas se le presentó la ocasión escapó aprovechando su conocimiento del terreno y después de mucho deambular entró a los Estados Unidos a pie por Canadá, sin dinero, sin papeles y con sólo dos palabras en inglés: dinero y libertad. Convencido de que de eso se trataba América, hizo pocos esfuerzos por ampliar su vocabulario y se las arreglaba a base de mímica.

Con él Gregory aprendió a luchar contra gusanos, moscas blancas, caracoles, hormigas y otras bestias enemigas de la vegetación, a fertilizar, hacer injertos y trasplantes. Más que una tarea, esas horas al aire libre eran un divertido pasatiempo, sobre todo porque debía descifrar las instrucciones de su jefe mediante un permanente ejercicio de intuición. Ese día podaba el cerco cuando se fijó en una de las jugadoras de tenis, se quedó observándola un buen rato, no tanto por el aspecto de la muchacha, que en reposo no le hubiera llamado la atención, como por su precisión de atleta. Tenía músculos tensos, piernas veloces, un rostro alargado de huesos nobles, el cabello corto y ese bronceado un poco terroso de quienes han estado siempre al sol. Gregory se sintió atraído por su agilidad de animal sano; esperó que terminara el partido y se plantó a la salida a esperarla. No sabía qué decirle y cuando ella pasó por su lado con la raqueta al hombro y la piel brillante de sudor, todavía no se le ocurría ninguna frase memorable y se quedó mudo. La siguió a cierta distancia y la vio entrar a un ostentoso coche deportivo. Esa noche se lo contó a Timothy Duane en un tono de estudiada indiferencia.

—No serás tan cretino de enamorarte, Greg.

—Claro que no. Me gusta, nada más.

—¿No vive en el dormitorio?

—No creo, nunca la he visto allí.

—Mala suerte. Por una vez te habría servido la llave…

—No parece estudiante, tiene un convertible rojo.

—Debe ser la mujer de algún magnate…

—No creo que sea casada.

—Entonces es puta.

—¿Dónde has visto que las putas jueguen tenis, Tim? Trabajan de noche y duermen de día. No sé cómo hablarle a una muchacha como ésta… es muy diferente a las de mi medio.

—No le hables. Juega tenis con ella.

—Jamás he tenido una raqueta en las manos.

—¡No puedo creerlo! ¿Qué has hecho toda tu vida?

—Trabajar.

—¿Qué diablos sabes hacer, Greg?

—Bailar.

—Entonces invítala a bailar.

—No me atrevo.

—¿Quieres que yo le hable?

—¡Ni te acerques! —exclamó Gregory, poco dispuesto a competir con su amigo ante los ojos de nadie y menos los de esa mujer.

Al día siguiente estuvo un buen rato espiándola mientras fingía ocuparse de los arbustos y cuando ella pasó por su lado hizo un gesto para detenerla, pero de nuevo lo venció la timidez. La escena se repitió hasta que por fin Balcescu se fijó que las plantas habían sido podadas hasta la raíz y decidió intervenir antes que el resto del parque sufriera igual suerte. El rumano se metió en la cancha, interrumpió el partido con una retahíla de palabras en lengua de Transilvania y como la aterrorizada muchacha no obedeció sus perentorios gestos en dirección al admirador que observaba atónito al otro lado de la reja, la cogió de un brazo y la arrastró mascullando algo respecto al dinero y a la libertad, para mayor confusión de la jugadora.

Y así fue cómo Gregory Reeves se encontró cara a cara con Samantha Ernst, quien por escapar de Balcescu se aferró a él, y terminaron tomando un café con el beneplácito del pintoresco maestro jardinero. Se sentaron en una de las desvencijadas mesas de la cafetería más frecuentada de la ciudad, un sucucho en perpetua decadencia, atestado de gente, donde varias generaciones de estudiantes han escrito miles de poemas y discutido todas las teorías posibles y otras parejas como ellos iniciaron el cauteloso proceso de conocerse. Gregory intentó deslumbrarla con su repertorio de temas literarios, pero ante su aire distraído, pronto abandonó esa táctica y optó por tantear en busca de un terreno común. La joven tampoco se entusiasmó con los derechos civiles o la revolución cubana, parecía no tener opiniones sobre nada, pero Gregory confundió su actitud pasiva con profundidad de espíritu y no soltó la presa.

Fuera de la cancha deportiva Samantha Ernst no ofrecía demasiado interés, pero en todo caso bastante más que las jóvenes de la escuela secundaria o del barrio latino. Deseaba dedicarse a la arqueología, le gustaba la idea de explorar lugares exóticos en busca de civilizaciones milenarias, al aire libre y en pantalones cortos, pero cuando averiguó las exigencias de la profesión renunció a sus propósitos. No tenía pasta para la meticulosa clasificación de huesos roídos y pedazos de cántaros inservibles. Comenzó entonces un tiempo de indecisión que abarcaría diversos aspectos de su existencia. Había crecido en la hermosa casa con dos piscinas de un productor de películas en Hollywood; su padre se casó cuatro veces y vivía rodeado de ninfas recién salidas del cascarón a quienes prometía un fulminante estrellato a cambio de pequeños favores personales. Su madre, una aristócrata de Virginia con orgullo de reina y buenos modales de institutriz, soportó estoicamente los devaneos de su marido con el consuelo de un arsenal de drogas y las tarjetas de crédito, hasta que un día se miró en el espejo y no distinguió su propia imagen, borrada por el desgaste de la soledad. La encontraron flotando en espuma rosada en la bañera de mármol donde se abrió las venas. Samantha, que para entonces tenía dieciséis años, logró pasar inadvertida en el tumulto de hermanastros, ex esposas, novias de turno, sirvientes, amistades y perros de raza de la mansión paterna. Siguió nadando y jugando tenis con la misma tenacidad de siempre, sin nostalgias inútiles y sin juzgar a su madre. No la echaba de menos, no había tenido con ella ninguna intimidad, y tal vez la habría olvidado del todo a no ser por recurrentes pesadillas de espuma rosada. Llegó a Berkeley, como tantos otros, atraída por su reputación libertaria, estaba harta de las buenas maneras burguesas impuestas por su madre y las fiestas de efebos y doncellas de su padre. Su automóvil llamaba la atención entre los vapuleados cacharros de otros estudiantes y su casa era un refugio bohemio encerrado entre árboles y gigantescos helechos con una vista soberbia de la bahía, cuyo alquiler pagaba su padre. A Gregory Reeves lo deslumbró el refinamiento de la joven; no conocía a nadie capaz de comer con seis cubiertos y distinguir la autenticidad de un chaleco de cachemira o de una alfombra persa a la primera mirada, excepto Timothy Duane, pero él se burlaba de todo, especialmente de los chalecos de cachemira y las alfombras persas. La primera vez que la invitó a bailar apareció radiante con un vestido amarillo escotado y un collar de perlas. Sintiéndose ridículo en el traje prestado por Duane, comprendió que debía llevarla a un sitio mucho más caro de lo presupuestado. Samantha bailaba mal, seguía la música con atención y contaba los pasos, dos, uno, dos, uno, rígida como una escoba en los brazos de su compañero, bebía jugo de fruta, hablaba poco y tenía un aire distante y frío que Gregory imaginó cargado de misterio. Puso su testarudez al servicio de ese amor y se convenció de que los gustos comunes o la pasión no eran requisitos indispensables para formar una familia. Y ésa era exactamente su intención, aunque todavía no se atrevía a admitirlo en su fuero interno y mucho menos ponerlo en palabras. Toda su vida había deseado pertenecer a un verdadero hogar, como el de los Morales, y tan enamorado estaba de aquel sueño doméstico, que decidió realizarlo con la primera mujer a su alcance, sin investigar si ella tenía el mismo plan.

Reeves se graduó con mención en literatura, su buen amigo Cyrus debe haberlo celebrado en el otro mundo, e ingresó a la Escuela de Leyes en San Francisco. La idea de convertirse en abogado se le ocurrió por contradecir a Timothy Duane, quien consideraba que lo más próximo a un abogado es un bucanero, y luego lo sedujo. Apenas tomó la decisión llamó por teléfono a Olga para decirle que se había equivocado en sus pronósticos respecto a él, no sería bandido ni policía, si podía evitarlo. La hechicera, que había regresado de Puerto Rico hacía un buen tiempo con nuevos conocimientos adivinatorios y medicinales, le contestó que ella había acertado medio a medio, como siempre, porque trabajaría con la ley y además los abogados eran sólo ladrones con licencia. Una de las razones de Reeves para continuar los estudios fue evitar el servicio militar mientras pudiera.

La guerra de Vietnam, que antes parecía un conflicto minúsculo y lejano, había tomado un giro alarmante y ya no le resultaba divertido lucir el uniforme de oficial de reserva ni ejercitarse en juegos bélicos durante los fines de semana. Una postergación de tres o cuatro años, mientras recibía su título, podría salvarlo de ir al frente.

—No me explico la feroz resistencia de esos enanos orientales. ¿Cómo no se han enterado todavía que somos el poder militar más abrumador de la historia? Estamos ganando, por supuesto. Sus bajas son tantas, según los cálculos oficiales, que no quedan enemigos vivos, los que disparan del otro lado son fantasmas —se burlaba Timothy Duane.

Aquello que para Duane era un sarcasmo, para muchos otros constituía una verdad, estaban convencidos de que bastaba un último esfuerzo y esos seres ilusorios serían vencidos para siempre o eliminados de la faz del planeta. Así lo aseguraban los generales por televisión, mientras a sus espaldas las cámaras mostraban las hileras de bolsas con cuerpos de soldados americanos esperando en las pistas de aterrizaje. Himnos, banderas y desfiles en las ciudades de la patria. Fragor, polvareda y confusión en el sudeste asiático. Callado registro de los nombres de los muertos, ninguna lista de los mutilados en cuerpo o en alma. En las protestas callejeras los jóvenes pacifistas quemaban banderas y tarjetas de reclutamiento. Traidores, rojos cobardes, si no les gusta América váyanse, no los queremos, les gritaban sus contrincantes. La policía sofocaba las revueltas a palos y a veces a tiros. Paz y amor, hermano, canturreaban entretanto los hippies ofreciendo flores a quienes los apuntaban con rifles y danzando en ronda tomados de las manos, con los ojos perdidos en un paraíso de marihuana, sonriendo siempre con esa chocante felicidad que nadie podía perdonarles. Gregory vacilaba. Lo atraía la aventura de la guerra, pero sentía una desconfianza instintiva contra el entusiasmo bélico. Dementes, todos dementes, suspiraba Timothy Duane, a salvo del servicio militar mediante una docena de dudosos certificados médicos que probaban una infancia de padecimientos.

Después de un largo período de amistad la pasión inicial de Gregory por Samantha se convirtió en amor, la desconfianza de ella se disipó y la relación se acomodó en las rutinas y los ritos de los novios eternos. Compartían el cine y excursiones al aire libre, conciertos y teatro, se sentaban juntos a estudiar bajo los árboles, otras veces se reunían a la salida de clases en San Francisco y paseaban como turistas de la mano por el barrio chino. Los planes de Reeves eran tan burgueses que no se atrevía a comentarlos ni con Samantha, construirían una casa con un jardín de rosas y mientras él ganaba el pan como abogado ella cocinaba tartas y criaría niños, todo correcto y decente. El recuerdo de su hogar en el camión trashumante, cuando su padre estaba sano, perduraba en su memoria como el único tiempo feliz de su existencia. Imaginaba que si pudiera reproducir esa pequeña tribu volvería a sentirse seguro y tranquilo; soñaba con sentarse a la cabecera de una larga mesa con sus hijos y amigos, como había visto tantas veces a los Morales. Pensaba en ellos a menudo, porque a pesar de las pobrezas y limitaciones del medio donde tuvieron que vivir, eran el mejor ejemplo a su alcance. En aquellos tiempos de comunidades hippies y comida rápida su secreta ilusión de patriarca era sospechosa y más valía no mencionarla en alta voz.

La realidad cambiaba a un ritmo aterrador, cada día había menos espacio para mesas familiares, el mundo rodaba velozmente, las cosas andaban patas arriba, la vida se había vuelto una pura pelotera y ni siquiera el cine, único terreno seguro de antaño, ofrecía el menor consuelo. Los vaqueros, los indios, los enamorados castos y los bravos soldados en sus pulcros uniformes sólo aparecían por televisión en películas antiguas interrumpidas cada diez minutos por avisos comerciales de desodorante y cerveza, pero en el santuario de las salas de cine, donde antes se refugiaba en busca de una efímera tranquilidad, ahora había muchas probabilidades de recibir un golpe bajo. John Wayne, el héroe duro, valiente y solitario a quien intentaba emular sin ningún éxito, había retrocedido ante el avance de las películas de vanguardia. Cautivo en su sillón de espectador soportaba a guerreros japoneses haciéndose el harakiri en pantalla gigante, lesbianas suecas en acción y extraterrestres sádicos apoderándose del planeta. Ni en los melodramas podía relajarse porque ya no terminaban con besos y violines sino en depresión o suicidio.

En las vacaciones se separaban durante semanas, Samantha se iba a visitar a su padre y él distribuía su tiempo entre los obligados campamentos militares y la labor política, difundiendo junto a otros estudiantes los postulados de los derechos civiles. Imposible dos realidades más diferentes: los rudos entrenamientos militares, donde blancos y negros eran aparentemente iguales bajo las órdenes del sargento, y las arriesgadas misiones por los estados del sur, donde trabajaba con las comunidades negras prácticamente en secreto para eludir a los grupos de matones blancos dispuestos a impedir cualquier idea de justicia racial. Para entonces los Panteras Negras con sus boinas, su malévola retórica y sus marchas marciales producían espanto y fascinación. Negros de arrogante negritud, negros vestidos de negro con negros lentes y una expresión provocadora ocupaban el ancho de la acera al pasar, codo a codo con sus mujeres, negras atrevidas marchando con los senos enhiestos apuntando al frente, ya no cedían el paso a los blancos, ya no miraban al suelo ni bajaban la voz. Los tímidos y humillados de antes ahora desafiaban.

Al fin del verano los novios se reencontraban sin urgencia, pero con sincera alegría, como dos buenos camaradas. Rara vez discutían, no hablaban de temas conflictivos, pero tampoco se aburrían, el silencio les quedaba cómodo. Gregory no le pedía opinión a Samantha ni le contaba sus actividades, porque ella parecía no escucharlo, el esfuerzo de comunicar sus ideas la abrumaba. Nada la entusiasmaba, salvo el deporte y algunas novedades traídas del Oriente, como danzas giratorias de los derviches y técnicas de meditación trascendental. En ese aspecto había mucho donde elegir, porque la ciudad ofrecía una infinidad de cursos maratónicos para quienes desearan adquirir la laboriosa sabiduría de los grandes místicos de la India en un cómodo fin de semana. Reeves se había criado entre Logi y Maestros Funcionarios, había visto a su madre desprenderse de la realidad y huir por derroteros espirituales, y conocía las brujerías de Olga, no es raro que se burlara de esas disciplinas. Samantha lamentaba su escasa sensibilidad, pero no se ofendía ni intentaba cambiarlo; la tarea habría sido agotadora. Su energía era muy limitada, tal vez era simplemente perezosa como sus gatos, pero en ese lugar y en esos tiempos resultaba fácil confundir su temperamento abúlico con la paz budista tan en boga. Carecía de bríos incluso para el amor, pero Gregory se obstinaba en llamar timidez a la frialdad y ponía su perseverante imaginación al servicio de aquel desabrido amor, inventando virtudes donde no las había. Aprendió a usar una raqueta de tenis para acompañar a su novia en su única pasión, aunque detestaba ese juego porque jamás lograba ganarle y como se trataba de un enfrentamiento entre sólo dos contrincantes no había modo de diluir la derrota entre otros miembros del mismo equipo. Ella, en cambio, no intentó aprender ninguna de las cosas que a él lo atraían. En la única ocasión en que asistieron a la ópera se durmió en el segundo acto y cada vez que salían a bailar terminaban de mal humor porque era incapaz de relajarse o de vibrar con la música. Lo mismo le ocurría cuando hacían el amor. Se abrazaban a diferente ritmo y les quedaba un sensación de vacío, pero ninguno de los dos vio en esos desencuentros una advertencia para el futuro y le echaron la culpa al temor del embarazo. Ella objetaba todos los contraceptivos, unos por poco estéticos o incómodos y otros porque no estaba dispuesta a interferir con el delicado equilibrio de sus hormonas. Cuidaba su cuerpo en forma obsesiva, hacía gimnasia por horas, bebía dos litros de agua al día y se daba baños de sol desnuda. Mientras Gregory aprendía a cocinar con sus amigas Joan y Susan y leía el Kamasutra y cuanto manual erótico caía en sus manos, ella mordisqueaba vegetales crudos y defendía la castidad como medida higiénica para el organismo y disciplina del alma.

Reeves perdió el deslumbramiento inicial por la universidad en la misma medida en que perdió el acento chicano. Al graduarse concluyó, como tantos otros, que había obtenido más conocimientos en la calle que en las aulas. La educación universitaria intentaba adaptar a los estudiantes a una existencia productiva y dócil, proyecto que se estrellaba contra la creciente rebelión de los jóvenes. Los profesores no se daban por aludidos de ese terremoto; enfrascados en sus pequeñas rivalidades y su burocracia no percibían la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Durante ese tiempo Gregory no tuvo maestros dignos de ser recordados, ninguno como Cyrus que lo obligara a revisar sus ideas y aventurarse en la exploración intelectual a pesar de que muchos eran celebridades científicas o humanistas. Las horas se le iban en investigaciones inútiles, memorizando datos y escribiendo disertaciones que nadie revisaba. Sus románticas ideas sobre la vida de estudiante fueron barridas por una rutina sin sentido. No quería abandonar esa ciudad extravagante, a pesar de que por razones prácticas habría sido preferible vivir en San Francisco. La República Popular de Berkeley se le había metido bajo la piel, le gustaba perderse en esas calles donde pululaban swamis en túnicas de algodón, mujeres con aires de espíritus renacentistas, sabios sin asidero en la tierra, revolucionarios sin revolución, músicos callejeros, predicadores, locos, vendedores de chucherías, artesanos, policías y criminales. El estilo de la India predominaba entre los jóvenes, que deseaban alejarse lo más posible de sus padres burgueses. Se comerciaba de cuanto hay por calles y plazas: drogas, camisetas, discos, libros usados, adornos de pacotilla. El tráfico era un bochinche de autobuses cubiertos de graffiti, bicicletas, antiguos «Cadillacs» verde limón y rosa sandía y coches decrépitos de una empresa de taxis baratos para la gente normal y gratuitos para la gente especial, como vagabundos y manifestantes de alguna protesta.

Para ganarse la vida, Gregory cuidaba niños después de las horas de clases, que recogía en la escuela y entretenía durante unas horas por la tarde, hasta que los padres regresaban a sus hogares. Al comienzo sólo contaba con cinco criaturas, pero pronto aumentó el número y pudo dejar su empleo de mozo en el pabellón de muchachas y de jardinero con Balcescu, compró un pequeño bus y contrató un par de ayudantes. Ganaba más dinero que cualquiera de sus compañeros y vista desde afuera la tarea era simpática, pero en la práctica resultaba agotadora. Los niños eran como de arena, todos iguales a la distancia, escurridizos cuando intentaba ponerles límites y pegajosos cuando quería sacudírselos de encima, pero les tomó cariño y en los fines de semana los echaba de menos. Uno de los chiquillos tenía talento para desaparecer; hacía tantos esfuerzos por pasar desapercibido que por lo mismo sería el único inolvidable en los años venideros. Una tarde se perdió. Antes de partir, Gregory siempre contaba a los chicos, pero en esa ocasión iba atrasado y no lo hizo. Su recorrido habitual lo condujo a la casa del chiquillo y al llegar se dio cuenta aterrado de que no estaba en el bus. Dio vuelta y enfiló como un celaje de regreso al parque, donde llegó cuando ya oscurecía. Corrió llamándolo a todo pulmón, mientras dentro del vehículo los demás lloriqueaban cansados, y por último voló a un teléfono a pedir socorro. Quince minutos más tarde había un destacamento de policías con linternas y perros, varios voluntarios, una ambulancia que esperaba por si acaso, dos periodistas, un fotógrafo y medio centenar de vecinos y curiosos observando detrás de los cordones.

—Debe avisar a los padres —decidió el oficial.

—¡Dios mío! ¿Cómo se los voy a decir?

—Vamos, lo acompaño. Estas cosas pasan, a mí me ha tocado ver de todo. Después aparecen los cadáveres, mejor no describirlos, algunos violados… torturados… Nunca faltan pervertidos. Yo los mandaría a todos a la silla eléctrica.

A Reeves le flaquearon las rodillas, sentía náuseas. Al llegar se abrió la puerta y apareció en el umbral el mocoso perdido con la cara embadurnada de mantequilla de maní. Se había aburrido y prefirió irse a la casa a ver televisión, dijo. Su madre aún no había regresado del trabajo y no sospechaba que a su hijo lo daban por desaparecido. Desde ese día Gregory le amarró a su huidizo cliente una cuerda en la cintura, tal como hacía Inmaculada Morales con su madre loca; eso evitó nuevos problemas y desanimó cualquier idea de independencia en los otros niños. Excelente idea, ¿qué importa si después tienen que pagar un psiquiatra para que les quite el complejo de perro faldero?, comentó Carmen cuando se lo contó por teléfono.

Joan y Susan se mudaron a una antigua mansión bastante deteriorada, pero aún firme en sus pilares, donde inauguraron un restaurante vegetariano y macrobiótico que con los años sería el mejor de la ciudad. En su lugar se instaló en la casa una colonia de hippies que comenzó a crecer y multiplicarse a un ritmo veloz. Primero fueron dos parejas con sus niños, pero pronto la tribu aumentó, las puertas permanecían abiertas para quienes desearan llegar a ese oasis de drogas, modestas artesanías, yoga, música oriental, amor libre y olla común. Timothy Duane no soportó el revoltijo, la confusión y la mugre y alquiló un departamento en San Francisco, donde estudiaba medicina. Ofreció compartirlo, pero Reeves no se decidía a dejar el ático, a pesar de que también estudiaba en la ciudad y estaba harto con los hippies. Le molestaba encontrar extraños en su pieza, detestaba la música monótona de tamboriles, pitos y flautas, y montaba en cólera cuando desaparecían sus objetos personales. Paz y amor, hermano, le sonreían con mansedumbre los llamados Hijos de las Flores cuando bajaba convertido en una fiera a reclamar sus camisas. Casi siempre regresaba con la cola entre las piernas al último rincón privado de su cuarto, sin el botín y sintiéndose como un podrido capitalista. Berkeley se había convertido en un centro de drogas y de rebelión, cada día aparecían nuevos nómadas en busca del paraíso, llegaban en motos ruidosas, cacharros desvencijados y buses adaptados como viviendas provisorias, acampaban en los parques públicos, copulaban dulcemente en las calles, se alimentaban de aire, música y yerba. El olor de la marihuana anulaba los demás aromas. Eran dos las revoluciones en marcha, una de los hippies que intentaban cambiar las leyes del universo con oraciones en sánscrito, flores y besos, y otra de los iconoclastas que pretendían cambiar las leyes del país con protestas, gritos y piedras. La segunda se avenía más al carácter de Gregory, pero no le quedaba tiempo para esas actividades y se le agotó el entusiasmo por las revueltas callejeras cuando comprendió que se habían convertido en un modo de vida, una especie de sufrido pasatiempo. Dejó de sentirse culpable cuando se quedaba estudiando en vez de provocar a la policía; consideraba más útil su silencioso trabajo casa por casa entre los negros del Sur durante los veranos. Cuando no había manifestaciones en apoyo a los derechos civiles, las había contra la guerra de Vietnam, rara vez pasaba un día sin algún altercado público. La policía usaba tácticas y equipos de combate para mantener un simulacro de orden. Se organizó una contraofensiva destinada a preservar los valores de los Padres de la Patria entre aquellos horrorizados con la promiscuidad, la revoltura y el desprecio por la propiedad privada. Se elevó un coro de voces en defensa del sagrado American Way Of Life. ¡Están demoliendo los fundamentos de la civilización cristiana occidental! ¡Este país acabará convertido en una Sodoma comunista y psicodélica, es lo que quieren estos desgraciados! ¡Los negros y los hippies mandarán el sistema al carajo!, parodiaba Timothy Duane a su padre y a otros señorones del Club. No eran los únicos en colocar a todos los disidentes en el mismo paquete; en esa simplificación solía caer también la prensa, a pesar de que bastaba una mirada superficial para ver las enormes diferencias. Los derechos civiles se fortalecían en la misma medida en que los hippies se desintegraban. La revolución contra el racismo avanzaba rotunda e inevitable, pero la de las flores era un sueño. Los hippies, embarcados en un viaje prodigioso con callampas alucinógenas, yerba, sexo y rock, poca cuenta se daban de sus propias debilidades y de la fuerza de sus enemigos, creían que la humanidad había entrado en una etapa superior y nada volvería a ser como antes. No debemos subestimar la estupidez humana, unos cuantos chiflados se dan besos y se tatúan el pecho con palomas, pero te aseguro que de ellos no quedará ni rastro, se los devorará la historia, aseguraba Duane. En las prolongadas conversaciones nocturnas de los dos amigos, él ponía siempre la nota escéptica, convencido de que la mediocridad derrotaría finalmente a los grandes ideales y por lo tanto no valía la pena entusiasmarse con la Era de Acuario ni con ninguna otra. Sostenía que era una pérdida de tiempo perder los veranos inscribiendo negros en los registros electorales, porque no se darían la molestia de votar o lo harían por los republicanos, sin embargo cada vez que se trataba de juntar fondos para las campañas de los derechos civiles, se las arreglaba para sacar un cheque de tres ceros a su madre. Defendía el feminismo como un magnífico invento porque lo liberaba de pagar la parte de la dama en una cita y de paso podía llevarla gratis a la cama, pero en la vida real no aprovechaba esas ventajas. Tenía una actitud cínica que chocaba y divertía a Gregory.

Libertad y dinero, dinero y libertad, profetizaba enigmático Balcescu, quien para entonces había adquirido un vocabulario algo más extenso en inglés, se había dejado crecer una coleta de mandarín en su cráneo afeitado, vestía como un campesino feudal ruso y enseñaba en el parque su propia filosofía a un grupo de seguidores. Duane atribuía el éxito del maestro jardinero a que nadie entendía de qué diablos estaba hablando y a su extraordinaria pericia para cultivar marihuana en tinas de baño y hongos mágicos en maceteros dentro de los armarios. El rumano tenía en su garaje una pequeña fábrica de ácido lisérgico, negocio floreciente que en poco tiempo lo convertiría en hombre rico. Aunque Gregory no trabajaba con él desde hacía años, habían mantenido una buena amistad basada en el amor por las rosas y los placeres de la comida. Balcescu tenía un instinto natural para inventar platos a base de ajo que nombraba de manera impronunciable y hacía pasar como típicos de su país. También le enseñó a cultivar rosas en barriles con ruedas, para que pudiera llevarlas consigo en caso de mudarse de casa o de emigrar.

—¡No pienso emigrar! —se reía Gregory.

—Nunca se sabe. Falta libertad, falta dinero ¿qué se hace? Emigrar —suspiraba el otro con patética expresión de nostalgia.

Samantha Ernst estudiaba literatura en los ratos libres, después de hacer su gimnasia y deportes. No había trabajado nunca y nunca lo haría. Ese año su padre se arruinó con una película millonaria sobre el Imperio de Bizancio que fue un fiasco monumental y destruyó en poco tiempo su propio imperio. Como todos sus hermanastros y madrastras, quienes hasta entonces habían disfrutado de la generosidad del productor de cine, Samantha debió arreglárselas sola, sin embargo no alcanzó a pasar necesidades porque Gregory Reeves estaba allí. Habían planeado el matrimonio para cuando él terminara sus estudios y consiguiera un trabajo seguro, pero la ruina del magnate precipitó las cosas y debieron adelantar la boda un par de años. Se casaron en una ceremonia tan privada que pareció secreta, con Timothy Duane y el instructor de tenis como únicos testigos, y luego dieron la noticia por teléfono a los parientes y amigos. Nora y Judy Reeves veían a Gregory una vez al año para el Día de Gracia, se sentían muy lejos de él y no les sorprendió no ser invitadas a la ceremonia, pero los Morales se ofendieron profundamente y dejaron de hablarle por un tiempo al «hijo gringo», como lo llamaban, hasta que el nacimiento de Margaret les ablandó el corazón y terminaron por perdonarlo. Gregory se trasladó a la casa de Samantha con sus pertenencias, incluidos los barriles de rosas, dispuesto a cumplir su sueño de una familia feliz. La vida de casados no resultó tan idílica como había imaginado, en realidad el matrimonio no resolvió ninguno de los problemas del noviazgo, sólo agregó otros, pero no se dejó apabullar y supuso que las cosas mejorarían cuando se recibiera de abogado, tuviera un trabajo normal y menos presiones. Su empresa de cuidar niños daba suficiente para ofrecer una existencia cómoda a su mujer, pero él no gozaba nada de ese bienestar. Su horario había degenerado en una verdadera carrera de obstáculos. Se levantaba al amanecer para hacer sus tareas, demoraba una hora en llegar a clases y otra en regresar, trabajaba por la tarde. Llevaba a los niños a museos, parques y espectáculos, y mientras los vigilaba con un ojo, con el otro estudiaba. Una vez por semana iba a la lavandería automática y al mercado, muchas noches ganaba unos dólares ayudando a Joan y Susan en el restaurante. Al fin de la jornada aparecía en su casa extenuado, se preparaba un trozo de carne a la parrilla, comía solo y seguía estudiando. A Samantha le repugnaba la vista de la carne cruda y el olor a asado, prefería no estar allí a la hora de la cena. Tampoco coincidían sus horarios, ella dormía hasta el mediodía y comenzaba sus actividades en la tarde; siempre tenía alguna clase por la noche: tambores africanos, yoga, danzas de Cambodia. Mientras su marido volaba cumpliendo con una infinidad de obligaciones, ella parecía siempre confundida, como si la mera existencia fuera una prueba titánica para su evasiva naturaleza. Con la convivencia no aumentó su interés por los juegos de amor y en la cama siguió tan indiferente como antes, con el agravante de que ahora tenían más oportunidades de estar juntos y menos pretextos para la frialdad. Gregory intentó practicar los consejos de sus manuales, a pesar de que se sentía bastante ridículo en el ejercicio de maromas eróticas que Samantha no apreciaba para nada. Ante los escasos resultados de sus esfuerzos supuso que las mujeres no sienten gran entusiasmo por ese asunto, salvo Ernestina Pereda, que constituía una feliz excepción. Ignoró las incontables publicaciones probando lo contrario y mientras el mundo occidental descubría la torrentosa libido femenina, él se dispuso a reemplazar la pasión por la paciencia, aunque no renunció del todo a la idea de conducir a Samantha poco a poco hacia los pecaminosos jardines de la lujuria, como llamaba Timothy Duane, con su atormentada conciencia católica, a la pura y simple diligencia sexual.

Cuando Samantha descubrió que estaba embarazada se desmoralizó por completo. Sintió que su cuerpo bronceado y sin un gramo de grasa, se había convertido en un asqueroso recipiente donde crecía un ávido guarisapo imposible de reconocer como algo suyo. En las primeras semanas se agotó haciendo los más violentos ejercicios de su repertorio con la inconsciente esperanza de librarse de aquella perniciosa servidumbre, pero luego la venció la fatiga y acabó tendida en la cama mirando el techo, desesperada y furiosa con Gregory, quien parecía encantado con la idea de un descendiente y a sus quejas respondía con consuelos sentimentales, lo menos apropiado en esas circunstancias, como se lo dijo muchas veces. Es culpa tuya; sólo culpa tuya, le reprochaba, yo no quiero hijos, al menos todavía, eres tú quien habla todo el tiempo de formar una familia, mira qué ideas se te ocurren, y de tanto hablar de semejante estupidez ahora resultó, maldito seas. No podía entender ese golpe de mala suerte, creía ser estéril, porque en tantos años sin tomar precauciones no había pasado sobresaltos. Si no lo deseo nunca ocurrirá, porfiaba como una niña consentida incapaz de tolerar una imposición desagradable. Le daban ataques de náuseas, más por repugnancia de sí misma y rechazo de la criatura que por su estado. Su marido compró un libro sobre comida naturista y pidió ayuda a Joan y Susan para hacerle platos saludables, esfuerzo inútil, porque ella apenas toleraba un trozo de apio o de manzana. Tres meses después, cuando notó cambios en la cintura y en los senos, se abandonó a su suerte con una especie de rabia urgente. Su desgano se convirtió en voracidad y contra todos sus principios vegetarianos devoraba metódicamente grasientas chuletas de cerdo y salchichones que Gregory preparaba por la tarde y ella mordisqueaba fríos a lo largo del día. Una noche cenaron con un grupo de amigos en un restaurante español, donde descubrió la especialidad del día, callos a la madrileña, un revoltijo de tripas con la consistencia de toalla remojada en salsa de tomate.

Fue tantas veces a horas intempestivas a pedir el mismo plato, que el cocinero se entusiasmó con ella y le regalaba tiestos de plástico rebosantes de su insalubre guiso. Engordó, se le cubrió la piel de ronchas y terminó por deprimirse del todo; se sentía enferma y culpable, envenenada por alimentos putrefactos y cadáveres de animales, pero que no podía dejar de devorar, como un castigo. Dormía demasiado y el resto del tiempo veía televisión echada en la cama, con sus gatos. Reeves, alérgico a los pelos de esos animales, se trasladó a otro cuarto sin perder el buen humor ni la paciencia, ya se le pasará, son antojos de embarazada, sonreía. Samantha detestaba las labores domésticas pero al menos antes mantenía una cierta decencia en la casa, durante esos meses su relativa organización casera se transformó en caos. Gregory procuraba poner algo de orden, pero por mucho que limpiara, el olor de los gatos encerrados y de callos a la madrileña impregnaba el ambiente. Ese año vino la moda de los alumbramientos naturales acuáticos, una original combinación de ejercicios respiratorios, bálsamos, meditación oriental y agua común y corriente. Era necesario entrenarse con tiempo para dar a luz dentro de una bañera, sostenida por el padre de la criatura y acompañada por los amigos y quien quisiera participar, para que el recién nacido entrara al mundo sin el trauma de abandonar el ambiente líquido, tibio y silencioso del vientre materno para aterrizar de súbito en el terror de un pabellón de obstetricia, bajo inexorables focos y rodeado de instrumentos quirúrgicos. La idea no era mala, pero en la práctica resultaba algo complicada. Samantha se había negado a tocar el tema del parto, fiel a su teoría de que si algo no lo deseaba jamás ocurriría, pero hacia el séptimo mes no tuvo más remedio que enfrentarse con la realidad, porque dentro de un plazo fijo el bebé iba a nacer y ella tendría una intervención inevitable en el evento. Parir en una bañera de agua tibia, a media luz con un par de comadronas beatíficas, le pareció menos temible que hacerlo sobre una mesa de hospital en manos de un hombre con delantal y la cara embozada para que nadie lo reconociera; sin embargo, no estaba de acuerdo en convertir aquello en una reunión social a pesar de la promesa de las comadronas naturalistas de que no debería ocuparse de nada; el costo del alumbramiento incluía las bebidas, la marihuana, la música y las fotos. Si nos casamos en privado, no pienso parir en público y tampoco quiero que me retraten con las piernas abiertas, decidió Samantha, poniendo fin al dilema. Se levantó finalmente de la cama y comenzó a ir con su marido a las clases, donde vio a otras mujeres en su mismo estado y descubrió que la maternidad no es necesariamente una desgracia. Sorprendida, notó que las demás lucían sus barrigas con orgullo y hasta parecían contentas. Eso tuvo un efecto terapéutico; recuperó en parte el respeto por su cuerpo y decidió cuidarse; no renunció a los callos a la madrileña, pero agregó también verduras y frutas a su dieta, y daba largas caminatas y se frotaba la piel con aceite de almendras y loción de salvia y yerbabuena, compró ropa para la criatura, y por unas semanas reapareció su antigua personalidad. Los extensos preparativos para el alumbramiento incluyeron la instalación de una enorme tinaja de madera en la sala, que en principio podían alquilar, pero los convencieron de los beneficios de comprarla. Después del alumbramiento podían ocuparla para otros fines, les dijeron, ya que también empezaban a ponerse de moda los baños comunitarios entre amigos, todos desnudos remojándose en agua caliente. El artefacto resultó inútil, porque cinco semanas antes de la fecha prevista Samantha dio a luz una hija a quien llamaron Margaret, como la abuela materna muerta en espuma rosada. Gregory llegó a la casa por la tarde y encontró a su mujer sentada en el charco de sus aguas anmióticas, tan desconcertada que no se le había ocurrido pedir ayuda y ni siquiera recordaba la respiración de foca aprendida en los cursos del parto acuático. La montó en el bus que usaba para su trabajo y disparó al hospital, donde debieron practicar una cesárea para salvar a la recién nacida. Margaret no entró al mundo en una tina de madera arrullada por cánticos sedantes y nubes de incienso, como estaba previsto, se inició en la vida dentro de una incubadora, como un patético pez solitario en un acuario. Dos días más tarde, cuando la madre daba sus primeros pasos tentativos por el pasillo del hospital, el padre se acordó de llamar a las comadronas espirituales, a los parientes y a los amigos para contarles la noticia. Lamentó no tener a su lado a Carmen, la única persona con quien habría deseado compartir los apuros de esos momentos.

Para Margaret Ernst el viento del desastre comenzó a soplar el mismo día de su nacimiento, cuando su aristocrática madre la puso en manos de una enfermera y se desentendió de ella para siempre, y se convirtió en un huracán que la lanzó fuera de la realidad al momento de dar a luz a su hija. Mucho más tarde confesaría a su analista con la mayor sinceridad que esa criatura diminuta respirando con dificultad dentro de una caja de vidrio, sólo le inspiraba rechazo. Secretamente agradeció no tener leche para amamantarla y tal vez en lo más profundo de su corazón deseó que desapareciera para no verse obligada a cargarla en brazos. Lo aprendido en los cursos no le sirvió de nada, le resultaba imposible considerar a Margaret una niña más entre las miles nacidas en el planeta el mismo día y a la misma hora, nunca pudo aceptarla. Tampoco se resignó a la idea de que estaba unida a ese gusano por ineludibles responsabilidades. Se miró en el espejo y vio un largo costurón atravesado en su vientre, antes liso y bronceado, ahora un pellejo flojo lleno de estrías, y lloró sin consuelo por la belleza perdida. Su marido intentó acercarse para ayudarla, pero cada vez lo apartó con virulencia demencial. Ya se acostumbrará, es muy reciente, está desconcertada, pensaba Gregory, pero al cabo de tres semanas, cuando dieron de alta a la niña en el hospital y la madre todavía no dejaba de examinarse en el espejo y lamentarse, tuvo que pedir auxilio a su hermana. Tal vez su madre hubiera sido la persona más indicada en aquel trance, pero Samantha no soportaba a su suegra, nunca pudo apreciar ninguna de sus virtudes, la consideraba una viejuca estrafalaria capaz de sacar de sus casillas a una tortuga. También pensó en Olga, que tanto disfrutaba de los alumbramientos y los bebés, pero comprendió que si su mujer no toleraba a Nora, menos podría sufrir a Olga.

—Te necesito, Judy, Samantha está deprimida y enferma y yo no sé nada de niños, por favor ven —clamó Gregory en el teléfono.

—Pediré permiso en el trabajo el viernes y pasaré el fin de semana con ustedes, no puedo hacer más —replicó ella.

Harta de las parrandas de Jim Morgan, el gigante pelirrojo con quien tuvo dos hijos, Judy se divorció y regresó a vivir con su madre en la misma cabaña de siempre. Nora cuidaba a los dos nietos, uno de los cuales todavía andaba en brazos, mientras Judy mantenía a la familia. Jim Morgan amaba a su mujer y la amaría hasta el fin de sus días, a pesar de que ella se había convertido en una arpía que lo perseguía por la casa a gritos, se apostaba en la puerta de la fábrica a insultarlo delante de sus obreros y recorría los bares buscándolo para armarle escándalo. Cuando lo echó definitivamente de la casa y entabló demanda de divorcio, el hombre sintió que se le terminaba la vida y se abandonó en una borrachera sin memoria de la cual despertó entre rejas. No podía explicar cómo ocurrió la desgracia, ni siquiera recordaba al hombre que mató. Algunos testigos dijeron que fue un accidente y Morgan nunca tuvo intención de liquidarlo, le dio un golpe insignificante y el infeliz se fue para el otro mundo, pero las circunstancias no beneficiaban al acusado. La víctima estaba a todas luces sobrio y era un alfeñique peso pluma que cuando empezó el altercado se encontraba en una esquina con una campanita en la mano pidiendo limosna para el Ejército de Salvación. Desde su celda Jim Morgan no pudo ayudar con los gastos de los hijos y Judy se alegró de que así fuera, convencida de que mientras menos contacto tuvieran los niños con un padre criminal mejor sería para ellos, pero como no le alcanzaba para mantener la casa sola, volvió con su madre. Gregory fue a buscar a su hermana al aeropuerto y se espantó al ver cuánto había engordado. No pudo disimular la mala impresión y ella lo notó.

—No me digas nada, ya sé lo que estás pensando.

—¡Ponte a dieta, Judy!

—Decirlo es de lo más fácil, la prueba es que lo he hecho tantas veces. Ya he bajado como dos mil libras en total.

La mujer se trepó con dificultad al bus de Gregory y partieron en busca de Margaret al hospital. Les entregaron un pequeño bulto cubierto por un chal, tan liviano que lo abrieron para verificar su contenido. Entre la lana descubrieron una minúscula criatura durmiendo plácida. Judy acercó la cara a su sobrina y empezó a besarla y olisquearla como una perra con su cachorro, transfigurada por una ternura que Gregory no le había visto en décadas, pero no había olvidado. Todo el camino se fue hablándole y acariciándola, mientras su hermano la observaba de reojo, sorprendido al ver que Judy se transformaba, las capas de grasa que la deformaban desaparecieron revelando la radiante belleza oculta en su interior. Al llegar a la casa encontró a los gatos metidos en la cuna y a Samantha parada de cabeza en su cuarto, buscando alivio a la zozobra emocional con acrobacias de fakir. Gregory procedió a sacudir los pelos de los animales para instalar al bebé, mientras Judy, cansada por el viaje y las horas de pie, sacó de un empujón a su cuñada del nirvana y la devolvió a la posición cabeza arriba y a los groseros afanes de la realidad.

—Ven que te explico cómo se prepara un biberón y cómo se cambian los pañales —le ordenó.

—Tendrás que explicárselo a Greg, yo no sirvo para esas cosas —balbuceó Samantha retrocediendo.

—Más vale que él no se acerque demasiado a la niña, no vaya a salir con las mismas chingaderas de mi padre —gruñó Judy de muy mal humor.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Gregory con la recién nacida en brazos.

—Sabes muy bien de qué estoy hablando. No soy retardada ¿crees que no me he dado cuenta de que siempre andas rodeado de criaturas?

—¡Es mi trabajo!

—Claro, es tu trabajo. De todos los trabajos posibles tenías que escoger ése. Por algo será. Apuesto que cuidas niñitas también ¿no? Los hombres son todos unos pervertidos.

Gregory depositó a Margaret sobre la cama, cogió a su hermana de un ala y la arrastró a la cocina, cerrando la puerta a su espalda.

—¡Ahora me vas a explicar qué carajo estás diciendo!

—Tienes una sorprendente capacidad de hacerte el tonto, Gregory. No Puedo creer que no lo sepas…

—¡No!

Y entonces Judy derramó el veneno que había soportado en silencio desde aquella noche en la cual no le permitió dormir junto a ella, hacía más de veinte años; el pesado secreto guardado celosamente con la sospecha de que no era en verdad un enigma y todos lo sabían, el recóndito tema de sus malos sueños y sus rencores, la vergüenza inconfesable que ahora se atrevía a exponer sólo para proteger a su sobrina, la pobre inocente, como dijo, para evitar que se repita el mismo pecado de incesto en la familia, porque esas cosas se llevan en la sangre, son maldiciones genéticas y la única herencia de Charles Reeves, ese crápula que en mala hora nos trajo al mundo, es la sucia maldad de su lujuria, y si necesitas más detalles puedo contártelos, porque nada se me ha olvidado, todo lo tengo grabado a fuego en la memoria, si quieres te cuento cómo me llevaba a la bodega con diferentes pretextos y me hacía desabrocharlo y me lo ponía en las manos y me decía que ése era mi muñeco, mi caramelo, que le diera así y así, más fuerte, hasta que…

—¡Basta! —gritó Gregory con las manos en los oídos.

Cada lunes por la mañana Gregory Reeves llamaba por teléfono a Carmen Morales, costumbre que ha mantenido hasta el día de hoy. Después del aborto que casi le cuesta la vida, su amiga se despidió de su madre y desapareció sin dejar rastro. En casa de los Morales su nombre fue borrado, pero nadie la olvidó, sobre todo su padre, que la soñaba calladamente, pero por orgullo jamás admitió que se estaba muriendo de pena por la hija ausente. La joven no volvió a comunicarse con su familia, pero dos meses más tarde Gregory recibió una tarjeta de México con un número y una pequeña flor dibujada, la inconfundible firma de Carmen. Fue el único que tuvo noticias suyas en ese tiempo, por él se enteraba Inmaculada Morales de los pasos de su hija. En las breves conversaciones de los lunes los dos amigos se ponían al día sobre sus vidas y planes. Las voces les llegaban desfiguradas por interferencias y por la ansiedad propia de las comunicaciones de larga distancia, les costaba reconocerse en esas frases interrumpidas y a ambos se les empezaba a borrar la cara del otro, eran dos ciegos con las manos extendidas en la oscuridad. Carmen se había instalado en un cuarto de mala muerte en los extramuros de la capital de México y trabajaba en un taller de orfebrería. Perdía tantas horas trasladándose en autobús de un extremo a otro de esa inmensa ciudad desesperada, que no le quedaba tiempo para otras actividades. No tenía amigos ni amores. La desilusión provocada por Tom Clayton destruyó su ingenua tendencia a enamorarse al primer vistazo y por otra parte en ese medio resultaba muy difícil hallar un compañero que entendiera y aceptara su carácter independiente. El machismo de su padre y sus hermanos era suave comparado con el que ahora soportaba y por prudencia se conformó a la soledad, como a un mal menor. La desafortunada intervención de Olga y la operación posterior la privaron de la capacidad de tener hijos, eso la hizo más libre pero también más triste. Vivía en la tácita frontera donde termina la ciudad oficial y empieza el mundo inadmisible de los marginales. El edificio era un pasillo angosto con dos hileras de cuartos a los lados, un par de grifos, un lavadero al centro y baños comunes al fondo, siempre tan sucios que procuraba evitarlos. Ese lugar era más violento que el ghetto donde se había criado, la gente debía luchar por su pequeño espacio, abundaban rencores y escaseaban esperanzas, estaba en un país de pesadilla ignorado por los turistas, un laberinto terrible en torno a la hermosa ciudad fundada por los aztecas, un enorme conglomerado de viviendas míseras y calles sin pavimento y sin luz, inundadas de basura, que se extendía hacia una periferia sin término. Deambulaba entre indios humillados y mestizos indigentes, niños desnudos y perros hambrientos, mujeres dobladas por el peso de los hijos y el trabajo, hombres ociosos y resignados a la mala suerte, con las manos en las cachas de los puñales listos para defender la dignidad y la hombría eternamente amenazadas. Ya no contaba con la protección de su familia y muy pronto comprendió que allí una mujer joven y sola era como un conejo rodeado de perros perdigueros. No salía de noche, dormía con una tranca en la puerta, otra en la ventana y un cuchillo de carnicero bajo la almohada. Cuando iba a lavar su ropa encontraba a otras mujeres que la miraban con desconfianza porque era diferente. La llamaban «gringa» a pesar de haberles explicado mil veces que su familia era de Zacatecas. Con los hombres no hablaba. A veces compraba caramelos y se sentaba en el callejón a esperar que se acercaran los niños, eran sus pocos momentos alegres. En el taller de orfebrería trabajaban unos indios herméticos, de manos mágicas, quienes rara vez le dirigían la palabra, pero le enseñaron los secretos de su arte. A ella se le pasaban las horas sin sentirlas, absorta en el laborioso proceso de moldear la cera, vaciar los metales, tallar, pulir, engarzar las piedras y montar cada minúscula pieza. Por las noches diseñaba aretes, anillos y pulseras en su cuarto, al principio los fabricaba de latón con trozos de vidrio para practicar y después, cuando pudo ahorrar algo, en plata con piedras semipreciosas. En sus ratos libres las vendía de puerta en puerta, cuidando que sus patrones no se enteraran de esa modesta competencia.

El nacimiento de su hija sumió a Samantha Ernst en una discreta pero feroz depresión; no tuvo arrebatos escandalosos ni grandes cambios aparentes en su conducta, pero no volvió a ser la misma. Siguió levantándose a mediodía, viendo televisión y tomando sol como una lagartija, sin oponer resistencia a la realidad, pero tampoco participando en ella. Comía muy poco, estaba siempre somnolienta y sólo resucitaba en la cancha deportiva, mientras Margaret vegetaba en un coche a la sombra, tan abandonada que a los ocho meses todavía no era capaz de sentarse y apenas sonreía. Su madre sólo la tocaba para cambiarle pañales y colocarle el biberón en la boca. En las noches Gregory la bañaba y a veces la mecía un rato, procurando hacerlo siempre en presencia de Samantha. Quería mucho a la niña y cuando la cogía en brazos sentía una dolorosa ternura, un deseo abrumador de protegerla, pero no era capaz de mimarla como deseaba. La confesión de su hermana erguía una muralla china entre su hija y él. Tampoco se sentía cómodo con los chicos que cuidaba en su trabajo y se sorprendía examinándose en busca de cualquier detalle revelador de una supuesta índole licenciosa heredada de su padre. Al comparar a Margaret con otras criaturas de su edad la encontraba atrasada en su desarrollo; sin duda algo andaba mal, pero no quiso compartir las dudas con su mujer para no asustarla y alejarla aún más del bebé. Le hacía pruebas a ver si oía bien, tal vez era sorda y por eso parecía tan quieta, pero cuando golpeaba las manos cerca de la cuna ella se sobresaltaba. Pensaba que Samantha no se había dado cuenta, pero un día ella le preguntó cómo se sabe cuando un niño es retardado y entonces pudieron hablar por primera vez de sus temores. Después de examinar a Margaret por dentro y por fuera, en el hospital diagnosticaron que estaba sana, simplemente necesitaba un poco de aliciente, era como un animal dentro de una caja, privado de sus sentidos. Los padres tomaron un curso de estimulación precoz donde aprendieron a acariciar a su hija, hablarle en gorgojeos, señalarle poco a poco el mundo circundante y otras elementales destrezas que cualquier miserable orangután nace sabiendo y que ellos tuvieron que aprender con un manual de instrucciones. Los resultados fueron evidentes a las pocas semanas, cuando la niña comenzó a arrastrarse por el suelo y un año más tarde pronunció sus dos primeras palabras, que no fueron papá ni mamá, sino gato y tenis.

Gregory estudiaba para los exámenes finales, horas, días, meses metido en los libros y agradeciendo al cielo su buena memoria, lo único que funcionaba bien mientras lo demás a su alrededor parecía deteriorarse irremisiblemente en un rápido proceso de descomposición. La guerra de Vietnam, lejos de terminar, como había calculado, adquiría proporciones de catástrofe. Junto con el alivio de recibirse finalmente de abogado estaba la inevitable pesadilla de ir al frente, porque tenía un contrato con las Fuerzas Armadas y no podía seguir posponiendo el servicio. Su familia era el principal motivo de angustia; su relación con Samantha daba tumbos y una separación sin duda acabaría de romperla, además temía dejar a Margaret, que crecía llena de rarezas. Su hija existía en forma tan solapada y misteriosa que a veces Samantha la olvidaba y cuando Gregory llegaba en la noche descubría que no había comido desde el desayuno. No jugaba con otros chicos, se entretenía por horas mirando telenovelas, nunca tenía apetito, se lavaba en forma obsesiva, sucia, sucia, decía a cada rato, arrastrando un taburete junto al lavatorio para jabonarse las manos largamente. Se orinaba en la cama y lloraba con desesperación cuando despertaba con las sábanas mojadas. Era muy bonita y seguiría siéndolo, a pesar de las agresiones que cometería contra su cuerpo, poseía la gracia noble de su abuela de Virginia y el exótico rostro eslavo de Nora Reeves, tal como se la ve en una fotografía tomada en el barco de refugiados que la trajo de Odesa. Mientras Margaret vivía en la sombra de los muebles y escondida en los rincones, sus padres, demasiado ocupados en sus propios asuntos y engañados por su apariencia de niña buena, no fueron capaces de ver los demonios que se gestaban en su alma.

Se vivían tiempos de grandes alteraciones y de sorpresas continuas. La novedad del amor libre, después de tantos siglos de mantenerlo en cautiverio, se regó con rapidez y lo que comenzó como otra fantasía de los hippies se convirtió en el juego predilecto de los burgueses. Asombrado, Gregory vio cómo las mismas personas que poco antes defendían las ideas más puritanas ahora practicaban el libertinaje en pequeñas orgías de índole doméstica. Cuando estaba soltero resultaba casi imposible conseguir una muchacha dispuesta a hacer el amor sin una promesa matrimonial, el placer sin culpa y sin miedo era impensable antes de las píldoras anticonceptivas. Tenía la impresión de haber pasado los primeros diez años de su juventud dedicado a conseguir mujeres, todo el empeño y la imaginación se le iban en esa agobiante cacería, por lo general en vano. De pronto las cosas se dieron vuelta y en cuestión de un par de años la castidad dejó de ser una virtud para convertirse en un defecto del cual había que curarse antes de que los vecinos se enteraran. Fue un viraje tan brusco que Gregory, enfrascado en sus problemas, no tuvo tiempo de adaptarse a los dramáticos cambios, la revolución le llegó tarde. A pesar de su fracaso con Samantha, no se le pasó por la mente la idea de aprovechar las insinuaciones de algunas audaces compañeras de estudios o madres de los niños que cuidaba.

Un sábado de primavera los Reeves fueron invitados a cenar en casa de unos amigos. Ya no era costumbre sentarse a la mesa, la comida esperaba en la cocina y cada comensal se servía en platos de cartón y se acomodaba como mejor pudiera equilibrando un vaso lleno, un plato chorreado de salsa, un pan, una servilleta y a veces hasta un cigarrillo. Se bebía demasiado y se fumaba marihuana. Gregory había tenido un día pesado, se sentía cansado y se preguntaba si no estaría mejor en su casa que ocupado en despedazar un pollo sobre sus rodillas sin echárselo encima. Después de los postres se inició una maniobra colectiva, la gente se quitó la ropa y se metió en una gran bañera de agua caliente instalada en el jardín a la luz de la luna. La moda de los partos acuáticos pasó sin grandes consecuencias, pero a muchas familias les quedó de recuerdo una tina monumental.

Los Reeves aún tenían la suya en la sala y servía de corral para Margaret y depósito donde iba a parar lo que recogían del suelo y se destinaba al olvido. Otros más audaces convirtieron los artefactos en centro de atracción, inspirados en la idea de los baños comunitarios del Japón, hasta que la industria nacional puso en el mercado grandes tinajas especiales para tal fin. Gregory no se sintió tentado de salir recién comido a enfriarse al patio, pero le pareció de mal gusto quedarse vestido cuando los demás estaban en cueros, no fueran a pensar que tenía algo de qué avergonzarse. Se quitó la ropa, observando de reojo a Samantha y extrañado de la naturalidad de su mujer para exhibirse. No tenía pudores, se sentía orgulloso de su cuerpo y a menudo circulaba desnudo en su casa, pero esa exposición pública lo puso un poco nervioso, en cambio los otros participantes de la reunión parecían tan a gusto como cualquier aborigen del Amazonas.

Las mujeres procuraban mantenerse dentro del agua, pero los hombres aprovechaban cualquier pretexto para lucirse, los más arrogantes ofrecían el espectáculo de su desnudez mientras servían tragos, encendían pitos o cambiaban los discos, algunos incluso se ponían en cuclillas al borde de la bañera a pocos centímetros de la cara de una esposa ajena. Gregory comprendió que no era la primera vez que sus amigos se encontraban en esa situación y se sintió traicionado, como si todos compartieran un secreto del cual había sido excluido a propósito. Sospechó que Samantha había estado antes en fiestas parecidas y no había considerado necesario contárselo. Procuró no mirar a las mujeres, pero los ojos se le iban a los senos perfectos de la madre de la dueña de casa, una matrona de casi sesenta años, en quien no se había fijado hasta que aparecieron flotando en el agua esos atributos inesperados en una persona de su edad. En su inquieto destino Reeves habría de pasearse por tantas geografías femeninas que le sería imposible recordarlas todas, pero nunca olvidaría los senos de esa abuela. Entretanto Samantha, con los párpados cerrados y la cabeza echada hacia atrás, más relajada y contenta de lo que su marido nunca la había visto, canturreaba a sus anchas, con un vaso de vino blanco en una mano y la otra perdida bajo el agua, a su parecer demasiado cerca de las piernas de Timothy Duane. En el camino de regreso a casa él trató de hablar del tema, pero ella se durmió en el automóvil. Al día siguiente, ante una taza de café humeante en la cocina iluminada por el sol, la fiesta nudista parecía un sueño lejano y ninguno de los dos la mencionó. A partir de esa noche Samantha aprovechaba toda oportunidad de experimentar nuevas sensaciones en grupo, en cambio en la privacidad de la cama matrimonial seguía siendo tan fría como antes. ¿Por qué privarse? No hay que restar sino sumar experiencias a la vida, de cada encuentro uno sale enriquecido y tiene, por lo tanto, más para ofrecer a su pareja, el amor alcanza para muchos, el placer es un pozo inagotable del que se puede beber hasta la saciedad, aseguraban los profetas del matrimonio abierto. Gregory sospechaba que había alguna trampa en esos razonamientos, pero no se atrevía a manifestar sus dudas por temor a parecer un troglodita. Se sentía como un forastero en ese medio, la promiscuidad no acababa de convencerlo y al ver la aceptación entusiasta de todos sus amigos imaginó que le pesaba su pasado del barrio y por eso no lograba adaptarse. No quería admitir cuánto le molestaba que otros hombres manosearan a Samantha con el pretexto de hacerle masajes desintoxicantes, activar sus puntos holísticos o estimular el crecimiento espiritual mediante la comunión de los cuerpos. Ella lo confundía, creía que le ocultaba aspectos de su personalidad y mantenía una existencia secreta, nunca mostraba su verdadero rostro sino una sucesión de máscaras. Le parecía perverso acariciar a otra mujer delante de la suya, pero tampoco deseaba quedarse atrás. Cada semana los sexólogos de moda descubrían nuevas zonas erógenas y por lo visto había que explorarlas todas para no pasar por ignorante; en su mesa de noche se acumulaban manuales esperando turno para ser estudiados. En una oportunidad se atrevió a objetar un método de encuentro con el Yo y despertar de la Conciencia mediante la masturbación colectiva y Samantha lo acusó de ser un bárbaro, un alma incipiente y primitiva.

—¡No sé qué tiene que ver la calidad de mi alma con el hecho perfectamente natural de que no me guste ver los dedos de otros hombres entre tus piernas!

—Típico de una cultura subdesarrollada y foránea —anotó ella sorbiendo impasible su jugo de apio.

—¿Cómo? —preguntó desconcertado.

—Eres como esos latinos entre los cuales te criaste. Nunca debiste salir de ese barrio.

Gregory pensó en Pedro e Inmaculada Morales y trató de imaginarlos en pelotas en una bañera de agua caliente con sus vecinos escarbándose mutuamente el Yo y la Conciencia. La sola idea le desinfló la rabia y se echó a reír a carcajadas. El lunes siguiente se lo comentó por teléfono a Carmen y a través de miles de kilómetros de distancia oyó la risa incontrolable de su amiga; ninguno de esos modernismos había llegado al ghetto de Los Ángeles y mucho menos a México, donde ella vivía.

—Locos, todos locos —opinó Carmen—. Ni muerta me muestro en cueros delante de maridos ajenos. No sabría dónde poner los ojos, Greg. Por otra parte, si algunos hombres me dan manotazos vestida, imagínate cómo sería si me desnudo.

—¡Qué india eres, mujer! Aquí nadie te miraría.

—¿Y entonces para qué lo hacen?

No me sentía cómodo en ninguna parte; el barrio donde crecí pertenecía al pasado y no había logrado plantar raíces en otro lado. De mi familia quedaba poco, mi mujer y mi hija estaban tan distantes de mí como antes lo estuvieron mi madre y Judy. También los amigos me hacían falta. Carmen se encontraba en otro planeta, no contaba mucho con Timothy porque se aburría con Samantha y creo que nos evitaba; hasta el mismo Balcescu, tan parecido a una caricatura que era casi impermeable al cambio, había dado un vuelco para convertirse en la imagen de un santón. Vivía rodeado de acólitas que veneraban el aire que exhalaba, y de tanto mirarse reflejado en el espejo de esos ojos adoradores, el estrafalario rumano acabó tomándose en serio. Junto con perder el sentido del humor, desapareció también su interés por inventar platillos exóticos o cultivar rosas, de modo que no nos quedó mucho en común. Joan y Susan conservaban su encanto y el delicioso olor de hierbas y especias que les impregnaba la piel, pero se habían puesto inaccesibles, vivían dedicadas a sus luchas feministas y a la química culinaria de sus recetas vegetarianas, eran expertas en disfrazar el tofu para que supiera a pastel de riñones. En la Escuela de Leyes no hice nuevas amistades, los estudiantes competíamos en un medio feroz, cada uno absorto en sus proyectos y ambiciones, estudiábamos sin descanso. No me quedaba ánimo para mítines y hasta las inquietudes políticas e intelectuales habían pasado a último plano. Habría sido difícil explicarle a Cyrus que por allí el único problema con la izquierda es que nadie quería ser de derecha. Al regresar a mi casa por la tarde sentía un cansancio visceral, por el camino imaginaba la posibilidad de tomar un desvío y perderme en el horizonte, como hacía mi padre cuando recorríamos el país sin rumbo ni meta. El caos de la casa me ponía nervioso, y no es que yo sea fanático del orden, ni mucho menos. Supongo que estaba agotado por los estudios y el trabajo, seguramente no me comportaba como un buen marido y por eso Samantha ponía tan poco de su parte. A ratos parecíamos contrincantes más que aliados. En esas circunstancias uno se ciega y no vislumbra salida al callejón donde se encuentra metido, parece que uno estará siempre en la misma moledora de carne, que no hay escapatoria. Cuando tengas tu diploma todo será diferente, me consolaba Carmen a la distancia, pero yo sabía que ésa no era la única causa de mi malestar. Veía fielmente una serie de televisión sobre un astuto abogado quien se jugaba la reputación y a veces la vida por salvar de la cárcel a un inocente o castigar a un culpable. No me perdía capítulo con la esperanza de que el personaje me devolviera el entusiasmo por las leyes y me redimiera del inmenso fastidio que me provocaba esa profesión. Aún no comenzaba a ejercerla y ya estaba desilusionado. El futuro se presentaba muy diferente a la aventura imaginada en mi juventud, el último esfuerzo por terminar la carrera me aburría tanto que empecé a hablar de abandonar los estudios y dedicarme a otra cosa. El aburrimiento es rabia sin entusiasmo, me aseguró Timothy Duane. Según él, yo estaba enojado con el mundo y conmigo mismo y no era para menos, mi destino nunca fue un lecho de rosas. Me aconsejaba desprenderme de complicaciones, empezando por mi matrimonio con Samantha, que le parecía un error evidente. Me negaba a admitirlo, sin embargo llegó un momento en que al menos en ese aspecto tuve que darle razón. Fue en una fiesta como tantas otras a las cuales íbamos en esa época, en una casa como todas, muebles desvencijados, tapices indígenas cubriendo las manchas del sofá, afiches de Ho Chi Min y del Che Guevara junto a los mantras bordados de la India, las mismas parejas de amigos, los hombres sin calcetines y las mujeres sin sostén, la comida fría y pedazos de queso más y más rancios a medida que transcurrían las horas, demasiados tragos, cigarrillos y marihuana de tan mala calidad que el humo espantaba a los mosquitos. También las mismas conversaciones interminables sobre los últimos seminarios del grito primario, donde cada cual aullaba hasta desgañitarse para liberar la agresión, o del regreso al útero, donde los participantes sin ropa se colocaban en posición fetal y se chupaban el dedo. Nunca entendí esas terapias ni me presté para experimentarlas, me reventaba hablar del tema, estaba cansado de oír los múltiples cambios trascendentales en las vidas de cada uno de mis conocidos.

Me instalé en la terraza a beber solo. Admito que cada día tomaba más. Había desistido de los licores fuertes porque me alborotaban las alergias y empezaba a ahogarme con las mucosas inflamadas y una terrible opresión en el pecho. Pronto descubrí que el vino me producía los mismos síntomas, pero podía consumir más cantidad antes de sentirme realmente enfermo. Horas antes había tenido una discusión a gritos con Samantha y empezaba a sospechar que nuestro matrimonio rodaba hacia un abismo.

Entraba al garaje con el automóvil, cuando vi venir a un vecino con Margaret de la mano, mi hija tenía poco más de dos años. Creo que es suya, la encontré vagando a un par de millas de aquí, para llegar tan lejos debe haber caminado desde la mañana, dijo el hombre sin disimular su reproche y su desprecio. Abracé a la niña espantado. Me latían las sienes y casi no podía hablar cuando enfrenté a mi mujer para preguntarle dónde estaba cuando Margaret salió de la casa, cómo no se dio cuenta de su ausencia en tantas horas. Me respondió con los brazos en jarra, tan furiosa como yo, alegando que el vecino era un desgraciado y la odiaba porque los gatos se comieron su canario, que no me debía explicaciones, después de todo ella no me preguntaba dónde estaba yo todo el día, Margaret era muy independiente para su edad y no estaba dispuesta a vigilarla como un carcelero ni mantenerla amarrada con una cuerda, como hacía yo con los niños que cuidaba, y siguió rezongando hasta que no aguanté más y me fui de la pieza con un portazo. Después me di una larga ducha fría para quitarme de la imaginación las diversas fatalidades que podrían haberle ocurrido a Margaret en esas dos malditas millas, pero no fue suficiente porque en la fiesta seguía amostazado contra Samantha. Me fui a la terraza con un vaso de vino y me desmoroné en una silla, de mal humor, algo mareado y harto con la monótona música de Katmandú que llegaba desde la sala.

Saqué la cuenta del tiempo perdido en esa fastidiosa reunión; dentro de una semana debía presentar los exámenes finales y cada minuto de estudio era precioso. En eso llegó Timothy Duane y al verme acercó otra silla y se instaló a mi lado. Teníamos pocas oportunidades de estar solos. Noté que había perdido peso en los últimos años y sus rasgos se habían marcado a cincel, ya no tenía ese aire de inocencia que a pesar de sus fanfarronadas, era uno de sus encantos cuando nos conocimos. Sacó del bolsillo un tubo de vidrio, se echó cocaína en el dorso de la mano y lo aspiró ruidosamente, luego me ofreció, pero yo no puedo usarla, me mata, la única vez que la probé sentí que me clavaban un puñal helado entre los ojos, el dolor de cabeza me duró tres días y del paraíso prometido ni me acuerdo. Tim me dijo que entráramos porque estaban organizando un juego, pero yo no tenía el menor interés en ver de nuevo a todo el mundo en pelotas.

—Esto es distinto. Vamos a intercambiar esposas —insistió.

—Tú no tienes, que yo sepa.

—Traje a una amiga.

—Tiene facha de puta tu amiga.

—Lo es —se rió, arrastrándome a la sala.

Los hombres se habían reunido alrededor de la mesa del comedor, pregunté por las mujeres y me informaron que esperaban en los automóviles. Parecían nerviosos, se palmoteaban las espaldas, hacían bromas de doble sentido y las celebraban con grandes risotadas. Explicaron las normas: prohibido echar pie atrás, nada de arrepentirse ni de intentar cambios. Apagaron la luz, pusieron sus llaves sobre una bandeja, alguien las revolvió y cada participante tomó una al azar.

A pesar de la nebulosa del alcohol y del desconcierto, que me impidió precipitarme sobre la bandeja como los demás, cuando encendieron la luz vi claramente mi llavero en manos de un dentista algo barrigón y pedante, considerado una pequeña celebridad porque sacaba muelas con agujas chinas clavadas en los pies como única anestesia. Tomé el último llavero, deseando coger al dentista por la ropa y reventarle la cara con uno de aquellos certeros puñetazos que me había enseñado el Padre Larraguibel en el patio de la Iglesia de Lourdes, pero me detuvo el temor de hacer el ridículo. Los otros salieron rumbo a los carros entre carcajadas y bromas, y yo partí a la cocina a poner la cabeza bajo un chorro de agua fría para sacudirme el aturdimiento. Me serví los restos de café de un termo y me senté en un taburete a evocar los tiempos en que la vida era más sencilla y cualquiera entendía las reglas. Poco después me encontró en el mismo sitio la compañera que me había tocado en suerte, una rubia pecosa y simpática, madre de tres niños y profesora de matemáticas en una escuela primaria, la última persona con quien se me hubiera ocurrido practicar el adulterio. Te estoy esperando desde hace un buen rato, me dijo con una sonrisa tímida.

Traté de explicarle que no me sentía bien, pero creyó que la rechazaba porque no me gustaba; pareció encogerse en el umbral de la puerta como una niña pillada en falta. Le sonreí lo mejor que pude y se acercó, me tomó de la mano, me ayudó a ponerme de pie y me llevó al automóvil con una mezcla de delicado pudor y de firmeza que me desarmó. Manejó hasta su casa. Encontramos a sus hijos dormidos frente a la televisión y los llevamos en brazos a sus camas.

Mi amiga les puso piyamas, los besó en la frente, les acomodó las cobijas y se quedó con ellos hasta que volvieron a dormirse. Después fuimos al dormitorio, donde la fotografía del marido vestido con toga de graduación presidía sobre la cómoda. Ella anunció qué se pondría algo más cómodo y desapareció en el baño, mientras yo abría la cama sintiéndome como un imbécil porque no podía quitarme a Samantha y el dentista de la mente y preguntándome por qué diablos no era capaz de participar en esos juegos con el desenfado de los demás, por qué me daban tanta rabia. La rubia volvió sin maquillaje y cepillándose el pelo, vestida con una bata acolchada color helado de fresa, perfecta para una madre que madruga para preparar el desayuno de su familia, pero muy poco adecuada a las circunstancias. No había ninguna coquetería en sus gestos, como si fuéramos un viejo matrimonio en las últimas rutinas antes de ir a la cama después de una jornada de trabajo.

Se sentó sobre mis rodillas y procedió a desabotonarme la camisa. Tenía una acogedora sonrisa, la nariz respingada y un fresco aroma de jabón y pasta dentífrica, pero no me provocaba ninguna excitación. Le dije que me perdonara, que había tomado mucho y me molestaba la alergia.

—La verdad es que no sé para qué vine. No me gustan estos juegos, no me gustan nada y creo que a Samantha tampoco —le confesé por último.

—¿Qué dices? —y se echó a reír encantada—. Tu mujer se acuesta con varios de tus amigos y dicen que con algunas de tus amigas ¿por qué no te diviertes tú también un poco?

Aquéllos no fueron buenos tiempos para mí. Mi vida ha sido una suma de tropiezos, pero ahora, a los cincuenta años, cuando miro hacia atrás y saco la cuenta de los esfuerzos y las desgracias, creo que ese período fue el peor porque algo fundamental se me torció en el alma y ya no volví a ser el mismo. Supongo que tarde o temprano se pierde el candor. Tal vez es mejor, porque no se puede andar por el mundo como un ingenuo, en carne viva y sin defensas. Me crié peleando en la calle. Debí endurecerme mucho antes, pero no fue así. Ahora, cuando ya le he dado la vuelta al dolor varias veces y puedo leer mi destino como un mapa lleno de errores, cuando no tengo ninguna lástima de mí mismo y soy capaz de revisar mi existencia sin sentimentalismos porque he encontrado cierta paz, sólo lamento la pérdida de la inocencia. Echo de menos el idealismo de la juventud, la época en que todavía existía para mí una nítida línea divisoria entre el bien y el mal y creía que es posible actuar siempre de acuerdo a principios inamovibles. No era una postura práctica ni realista, ya lo sé, pero había una limpia pasión en esa intransigencia que todavía me conmueve cuando la encuentro en otros. No puedo decir en qué momento comencé a cambiar y me convertí en el hombre duro que soy ahora. Sería fácil atribuirlo todo a la guerra, pero en verdad el deterioro empezó antes. O bien podría decir que el oficio de abogado requiere una buena dosis de cinismo, no conozco a ninguno que se libre de ello, pero ésa también es una respuesta incompleta. Carmen dice que no me preocupe, que por mucho cinismo que tenga nunca será suficiente para vivir en este mundo y por lo demás estas dudas son pura majadería de mi parte; a pesar de las apariencias sigo siendo el mismo animalote rudo y combativo pero de corazón manso que ella adoptó como hermano hace mucho tiempo, pero yo me conozco bien y sé cómo soy por dentro.

Colegas, mujeres, amigos y clientes me han traicionado, pero ninguna traición me ha dolido tanto como la de Samantha, porque no la esperaba. A partir de entonces siempre desconfío, ya no me sorprendo cuando alguien me falla.

Esa noche no volví a mi casa. Le quité la bata de helado de fresa a la maestra de matemáticas y rodamos en su cama matrimonial. No debe guardar un buen recuerdo de mí, seguro esperaba un amante imaginativo y experto y se encontró con alguien dispuesto a salir del paso lo antes posible. Luego me vestí y me fui caminando al apartamento de Joan y Susan, donde llegué a las tres de la mañana extenuado y con rastros evidentes de haber bebido. Me colgué del timbre por varios minutos, hasta que aparecieron en camisa de dormir y descalzas. Me acogieron sin hacer preguntas, como si estuvieran habituadas a recibir visitas a esa hora. Mientras una me preparaba una taza de camomilla, la otra improvisó una cama en el sofá de la sala. Algo deben haber echado a la camomilla, porque desperté doce horas más tarde con el sol en la cara y el perro de mis amigas echado a los pies. Creo que en esas horas de sueño terminó mi juventud. Cuando me levanté tenía en la mente y el corazón las resoluciones que guiarían mi vida en los años futuros, aunque en ese momento lo ignoraba. Ahora, que puedo ver el pasado con cierta perspectiva, me doy cuenta de que en ese instante empecé a ser la persona que fui por mucho tiempo, un hombre arrogante, frívolo y codicioso que siempre detesté y de quien me ha costado tanto desprenderme.

Me quedé con mis amigas cinco días sin comunicarme con Samantha. Se turnaron para acompañarme y escuchar con paciencia el recuento mil veces repetido de mis nostalgias, desesperanzas y quejas. El viernes me presenté a los exámenes finales sin angustia, porque no tenía ilusión, el título de abogado no me interesaba, en verdad sentía una profunda indiferencia por el futuro. Un par de meses más tarde me avisaron al otro lado del mundo que obtuve el diploma al primer intento, lo cual rara vez ocurre en esta torcida profesión.

Del examen fui directamente a la oficina de reclutamiento de las Fuerzas Armadas. Debí entrenar durante dieciséis semanas, pero la guerra estaba en su apogeo y se había reducido el curso a doce.

En algunos aspectos esos tres meses fueron peores que la guerra misma, pero salí de allí con noventa kilos de músculos, la resistencia de un camello y totalmente embrutecido, listo para destrozar a mi propia sombra si me lo hubieran ordenado.

Dos días antes de embarcarme la computadora me seleccionó para el Instituto de Idiomas en Monterrey. Supongo que haberme criado en el barrio mexicano y estar acostumbrado al ruso de mi madre y al italiano de sus óperas me entrenó el oído. Estuve casi dos meses en un paraíso de costas abruptas con focas tomando sol sobre las rocas, casas victorianas y atardeceres de tarjeta postal, estudiando vietnamita a tiempo completo con profesores que se rotaban cada hora y con la amenaza de que si no aprendía pronto sería juzgado por traición a la patria. Al final del curso chapuceaba ese idioma mejor que la mayoría de mis compañeros.

Partí a Vietnam acariciando la secreta fantasía de morir para no tener que enfrentar los trabajos y las pesadumbres de la existencia. Pero morir es mucho más difícil que seguir viviendo.