Los Fukuda

Takao Fukuda había vivido en Estados Unidos desde los veinte años sin deseos de adaptarse. Como muchos Isei, inmigrantes japoneses de primera generación, no deseaba fundirse en el crisol americano, como hacían otras razas llegadas de los cuatro puntos cardinales. Estaba orgulloso de su cultura y su lengua, que mantenía intactas y procuraba inútilmente transmitirlas a sus descendientes, seducidos por la grandiosidad de América. Admiraba muchos aspectos de esa tierra inmensa donde el horizonte se confundía con el cielo, pero no podía evitar un sentimiento de superioridad, que jamás dejaba traslucir fuera de su hogar, porque habría sido una imperdonable falta de cortesía hacia el país que lo había acogido. Con los años iba cayendo inexorablemente en los engaños de la nostalgia, se le iban desdibujando las razones por las cuales abandonó Japón y terminó idealizando las mismas enmohecidas costumbres que lo impulsaron a emigrar. Le chocaban la prepotencia y el materialismo de los americanos, que a sus ojos no eran expansión de carácter y sentido práctico, sino vulgaridad; sufría al constatar cómo sus hijos imitaban los valores individualistas y la conducta ruda de los blancos. Sus cuatro hijos habían nacido en California, pero tenían sangre japonesa por parte de padre y madre, nada justificaba la indiferencia hacia sus antepasados y falta de respeto por las jerarquías. Ignoraban el lugar que a cada uno le correspondía por destino; se habían contagiado de la ambición insensata de los americanos, para quienes nada parecía imposible. Takao sabía que también en los detalles prosaicos sus hijos lo traicionaban: bebían cerveza hasta perder la cabeza, mascaban goma como rumiantes y bailaban los agitados ritmos de moda con el cabello engrasado y zapatos de dos colores. Seguramente Charles y James buscaban rincones oscuros donde manosear a muchachas de moral dudosa, pero confiaba en que Megumi no cometería semejantes indecencias. Su hija copiaba la moda ridícula de las chicas americanas y leía a escondidas las revistas de romances y gentuza del cine, que él le había prohibido, pero era buena alumna y, al menos en apariencia, era respetuosa. Takao sólo podía controlar a Ichimei, pero pronto el chiquillo se le escaparía de las manos y se transformaría en un extraño, como sus hermanos. Ése era el precio de vivir en América.

En 1912, Takao Fukuda había dejado a su familia y emigrado por razones metafísicas, pero ese factor había ido perdiendo importancia en sus evocaciones y a menudo se preguntaba por qué había tomado esa decisión tan drástica. Japón se había abierto a la influencia extranjera y ya había muchos hombres jóvenes que se iban a otras partes buscando oportunidades, pero entre los Fukuda se consideraba el abandono de la patria como una traición irreparable. Provenían de una tradición militar, habían vertido su sangre por el emperador durante siglos. Takao, por ser el único varón entre los cuatro niños que sobrevivieron a las pestes y accidentes de la infancia, era depositario del honor de la familia, responsable de sus padres y hermanas, y encargado de venerar a sus antepasados en el altar doméstico y en cada festividad religiosa. Sin embargo, a los quince años descubrió el Oomoto, el camino de los dioses, una nueva religión derivada del sintoísmo, que estaba tomando vuelo en Japón, y sintió que por fin había encontrado un mapa que guiara sus pasos en la vida. Según sus líderes espirituales, casi siempre mujeres, puede haber muchos dioses, pero todos son esencialmente el mismo y no importa con qué nombres o rituales se les honre; dioses, religiones, profetas y mensajeros a lo largo de la historia provienen de la misma fuente: el Dios Supremo del Universo, el Espíritu Único, que impregna todo lo existente. Con ayuda de los seres humanos, Dios intenta purificar y reconstruir la armonía del universo y cuando esa tarea concluya, Dios, la humanidad y la naturaleza coexistirán amablemente en la tierra y en el ámbito espiritual. Takao se entregó de lleno a su fe. Oomoto predicaba la paz, alcanzable sólo a través de la virtud personal, y el joven comprendió que su destino no podía ser una carrera militar, como correspondía a los hombres de su estirpe. Irse lejos le pareció la única salida, porque quedarse y renunciar a las armas sería visto como imperdonable cobardía, la peor afrenta que podía hacerle a su familia. Trató de explicárselo a su padre y sólo consiguió romperle el corazón, pero expuso sus razones con tal fervor, que éste terminó por aceptar que perdería a su hijo. Los jóvenes que se iban no regresaban más. El deshonor se lava con sangre. La muerte por la propia mano sería preferible, le dijo su padre, pero esa alternativa contradecía los principios de Oomoto.

Takao llegó a la costa de California con dos mudas de ropa, un retrato de sus padres coloreado a mano y la espada de samurái que había estado en su familia por siete generaciones. Su padre se la entregó en el momento de la despedida, porque no podía dársela a ninguna de sus hijas, y aunque el joven nunca fuera a usarla, le pertenecía según el orden natural de las cosas. Esa katana era el único tesoro que poseían los Fukuda, del mejor acero plegado y vuelto a plegar dieciséis veces por antiguos artesanos, con mango labrado de plata y bronce, en una vaina de madera decorada con laca roja y lámina de oro. Takao viajó con su katana envuelta en sacos para protegerla, pero su forma alargada y curva era inconfundible. Los hombres que convivieron con él en la cala del barco durante la fatigosa travesía lo trataron con la debida deferencia, porque el arma probaba que provenía de un linaje glorioso.

Al desembarcar recibió ayuda inmediata de la minúscula comunidad Oomoto de San Francisco y a los pocos días obtuvo empleo de jardinero con un compatriota. Lejos de la mirada reprobatoria de su padre, para quien un soldado no se ensucia las manos con tierra, sólo con sangre, se dedicó a aprender el oficio con determinación y en poco tiempo se hizo un buen nombre entre los Isei que vivían de la agricultura. Era incansable en el trabajo, vivía frugal y virtuosamente, como exigía su religión, y en diez años ahorró los ochocientos dólares reglamentarios para encargar una esposa a Japón. La casamentera le ofreció tres candidatas y él se quedó con la primera, porque le gustó el nombre. Se llamaba Heideko. Takao fue a esperarla al muelle con su único traje, de tercera mano y con brillos en los codos y en las posaderas, pero de buena factura, con los zapatos lustrados y un sombrero panamá, que compró en Chinatown. La novia migratoria resultó ser una campesina diez años menor que él, sólida de cuerpo, plácida de rostro, firme de temperamento y atrevida de lengua, mucho menos sumisa de lo que la casamentera le había anunciado, como comprobó desde el primer momento. Una vez recuperado de la sorpresa, a Takao esa fortaleza de carácter le pareció una ventaja.

Heideko llegó a California con muy pocas ilusiones. En el barco, donde compartió el reducido espacio que le asignaron con una docena de muchachas de su misma condición, había escuchado historias desgarradoras de vírgenes inocentes como ella, que desafiaban los peligros del océano para casarse con jóvenes pudientes en América, pero en el muelle las esperaban viejos pobretones, o en el peor de los casos, chulos que las vendían a los prostíbulos o como esclavas en fábricas clandestinas. No fue su caso, porque Takao Fukuda le había enviado un retrato reciente y no la engañó sobre su situación; le hizo saber que sólo podía ofrecerle una vida de esfuerzo y trabajo, pero honorable y menos penosa que la de su aldea de Japón. Tuvieron cuatro hijos, Charles, Megumi y James; años más tarde, cuando Heideko creía que había perdido la fertilidad, les llegó Ichimei en 1932, prematuro y tan débil, que lo dieron por perdido y no tuvo nombre en sus primeros meses. Su madre lo fortaleció como pudo con infusiones de hierbas, sesiones de acupuntura y agua fría, hasta que milagrosamente empezó a dar muestras de que iba a sobrevivir. Entonces le dieron un nombre japonés, a diferencia de sus hermanos, que recibieron nombres anglos, fáciles de pronunciar en América. Lo llamaron Ichimei, que quiere decir: vida, luz, brillo o estrella, según el kanji o ideograma que se use para escribirlo. Desde los tres años el niño nadaba como congrio, primero en piscinas locales y después en las aguas heladas de la bahía de San Francisco. Su padre le templó el carácter con el trabajo físico, el amor a las plantas y las artes marciales.

En la época en que nació Ichimei, la familia Fukuda sorteaba a duras penas los peores años de la Depresión. Arrendaban tierra en los alrededores de San Francisco, donde cultivaban vegetales y árboles frutales para abastecer mercados locales. Takao redondeaba sus ingresos trabajando para los Belasco, la primera familia que le dio empleo cuando él se independizó del compatriota que lo inició en la jardinería. Su buena reputación le sirvió para que Isaac Belasco lo llamara para hacer el jardín de una propiedad que había adquirido en Sea Cliff, donde pensaba construir una casa para albergar a sus descendientes por cien años, como dijo en broma al arquitecto, sin imaginar que iba a resultar cierto. A su bufete de abogado nunca le faltaban ingresos, porque representaba a la Compañía Occidental de Trenes y Navegación de California; Isaac era de los pocos hombres de empresa que no sufrió durante la crisis económica. Tenía su dinero en oro y lo invirtió en botes de pesca, un aserradero, talleres mecánicos, una lavandería y otros negocios similares. Lo hizo pensando en emplear a algunos de los desesperados que hacían cola por un plato de sopa en los comedores de caridad, para aliviarles la miseria, pero su propósito altruista le aportó inesperados beneficios. Mientras edificaban la casa de acuerdo a los caprichos desordenados de su mujer, Isaac compartía con Takao su sueño de reproducir la naturaleza de otras latitudes en una colina de peñascos expuesta a la niebla y el viento. En el proceso de trasladar al papel esa visión desquiciada, Isaac Belasco y Takao Fukuda desarrollaron una respetuosa relación. Juntos leyeron los catálogos, seleccionaron y encargaron a otros continentes los árboles y las plantas, que llegaron envueltos en sacos mojados con su tierra original adherida a las raíces; juntos descifraron las instrucciones del manual y armaron el invernadero de cristal traído de Londres, pieza a pieza, como un rompecabezas; y juntos habrían de mantener vivo aquel ecléctico jardín del Edén.

La indiferencia de Isaac Belasco por la vida social y por la mayoría de los asuntos familiares, que delegaba por completo en manos de Lillian, se compensaba con una pasión irrefrenable por la botánica. No fumaba ni bebía, carecía de vicios conocidos o tentaciones irresistibles; era incapaz de apreciar la música o la buena mesa y si Lillian se lo hubiera permitido, se habría alimentado con el mismo pan grueso y sopa de pobre de los desempleados de la Depresión, de pie en la cocina. Un hombre así resultaba inmune a la corrupción y la vanidad. Lo suyo eran la inquietud intelectual, la pasión para defender a sus clientes mediante artilugios de litigante y la debilidad secreta de ayudar a los necesitados; pero ninguno de esos placeres se comparaban con el de la jardinería. Un tercio de su biblioteca estaba destinado a la botánica. Su ceremoniosa amistad con Takao Fukuda, basada en mutua admiración y amor por la naturaleza, llegó a ser fundamental para su tranquilidad de espíritu, el bálsamo necesario para sus frustraciones con la ley. En su jardín, Isaac Belasco se transformaba en humilde aprendiz del maestro japonés, quien le revelaba los secretos del mundo vegetal, que a menudo los libros de botánica no aclaraban. Lillian adoraba a su marido y lo cuidaba con diligencia de enamorada, pero nunca lo deseaba tanto como al verlo desde el balcón, trabajando codo a codo con el jardinero. Con mono de trabajo, botas y sombrero de paja, sudando a pleno sol o mojado por la llovizna, Isaac rejuvenecía y a los ojos de Lillian volvía a ser el novio apasionado que la había seducido a los diecinueve años o el recién casado que la asaltaba en la escalera, antes de llegar a la cama.

Dos años después de que Alma llegara a vivir a su casa, Isaac Belasco se asoció con Takao Fukuda para establecer un vivero de flores y plantas decorativas, con el sueño de convertirlo en el mejor de California. Lo primero sería comprar unas parcelas a nombre de Isaac, como una forma de hacerle el quite a la ley promulgada en 1913, que impedía a los Isei obtener ciudadanía, poseer tierra o comprar propiedades. Para Fukuda se trataba de una oportunidad única y para Belasco de una inversión prudente, como otras que había hecho durante los años dramáticos de la Depresión. Nunca le interesaron los vaivenes de la Bolsa de Valores, prefería invertir en fuentes de trabajo. Ambos hombres se asociaron en el entendido de que cuando Charles, el hijo mayor de Takao, alcanzara la mayoría de edad y los Fukuda pudieran comprarle su parte a Belasco, al precio del momento, traspasarían el criadero a nombre de Charles y darían por terminada la sociedad. Charles, por ser nacido en Estados Unidos, era ciudadano americano. Fue un acuerdo de caballeros sellado con un simple apretón de manos.

Al jardín de los Belasco no llegaban ecos de la campaña de difamación contra los japoneses, a quienes la propaganda acusaba de competir deslealmente con los agricultores y pescadores americanos, amenazar la virtud de las mujeres blancas con su insaciable lujuria y corromper a la sociedad con sus costumbres orientales y anticristianas. Alma no supo de esos prejuicios hasta dos años más tarde de su llegada a San Francisco, cuando de la noche a la mañana los Fukuda se convirtieron en peligro amarillo. Para entonces ella e Ichimei eran amigos inseparables.

El ataque por sorpresa del Imperio del Japón a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, destruyó dieciocho buques de la flota, dejó un saldo de dos mil quinientos muertos y mil heridos y cambió en menos de veinticuatro horas la mentalidad aislacionista de los estadounidenses. El presidente Roosevelt declaró la guerra a Japón y pocos días después Hitler y Mussolini, aliados con el Imperio del Sol Naciente, se la declararon a Estados Unidos. El país se movilizó para participar en esa guerra, que ensangrentaba a Europa desde hacía dieciocho meses. La reacción masiva de terror que provocó el ataque de Japón entre los americanos fue avivada por una campaña histérica de prensa, advirtiendo sobre la inminente invasión de los «amarillos» en la costa del Pacífico. Se exacerbó un odio que ya existía desde hacía más de un siglo hacia los asiáticos. Japoneses que habían vivido muchos años en el país, sus hijos y nietos, pasaron a ser sospechosos de espionaje y de colaborar con el enemigo. Las redadas y detenciones comenzaron pronto. Bastaba un radio de onda corta en un bote, único medio de comunicación de los pescadores con tierra, para detener al dueño. La dinamita empleada por los campesinos para arrancar troncos y rocas de los potreros de sembradío se consideraba prueba de terrorismo. Confiscaron desde escopetas de perdigones hasta cuchillos de cocina y herramientas de trabajo; también binoculares, cámaras fotográficas, estatuillas religiosas, quimonos ceremoniales o documentos en otra lengua. Dos meses después Roosevelt firmó la orden de evacuar por razones de seguridad militar, a toda persona de origen japonés de la costa del Pacífico —California, Oregón, Washington—, donde las tropas amarillas podían llevar a cabo la temida invasión. También se declararon zonas militares Arizona, Idaho, Montana, Nevada y Utah. El ejército contaba con tres semanas para construir los refugios necesarios.

En marzo San Francisco amaneció tapizado con avisos de evacuación de la población japonesa, cuyo significado Takao y Heideko no comprendieron, pero su hijo Charles se lo explicó. De partida, no podían salir de un radio de ocho kilómetros de sus casas sin un permiso especial y debían ceñirse al toque de queda nocturno, desde las ocho de la tarde hasta las seis de la mañana. Las autoridades comenzaron a allanar casas y confiscar bienes, arrestaron a los hombres influyentes que podrían incitar a la traición, jefes de comunidades, directores de empresas, profesores, pastores religiosos, y se los llevaron con destino desconocido; atrás quedaron mujeres y niños despavoridos. Los japoneses tuvieron que vender deprisa y a precio de ganga lo que poseían y cerrar sus locales comerciales. Pronto descubrieron que sus cuentas bancarias habían sido bloqueadas; estaban arruinados. El vivero de Takao Fukuda e Isaac Belasco no alcanzó a hacerse realidad.

En agosto habían desplazado a más de ciento veinte mil hombres, mujeres y niños; estaban arrancando a ancianos de hospitales, bebés de orfanatos y enfermos mentales de asilos para internarlos en diez campos de concentración en zonas aisladas del interior, mientras en las ciudades quedaban barrios fantasmagóricos de calles desoladas y casas vacías, donde vagaban las mascotas abandonadas y los espíritus confusos de los antepasados llegados a América con los inmigrantes. La medida estaba destinada a proteger la costa del Pacífico, tanto como a los japoneses, que podían ser víctimas de la ira del resto de la población; era una solución temporal y se cumpliría de forma humanitaria. Ése era el discurso oficial, pero el lenguaje del odio ya se había extendido. «Una víbora es siempre una víbora, dondequiera que ponga sus huevos. Un japonés americano nacido de padres japoneses, formado en las tradiciones japonesas, viviendo en un ambiente trasplantado de Japón, inevitablemente y con las más raras excepciones crece como japonés y no como americano. Todos son enemigos». Bastaba tener un bisabuelo nacido en Japón para entrar en la categoría de víbora.

Apenas Isaac Belasco supo de la evacuación, se presentó donde Takao a ofrecerle ayuda y asegurarle que su ausencia sería breve; porque la evacuación era anticonstitucional y violaba los principios de la democracia. El socio japonés respondió con una inclinación desde la cintura, profundamente conmovido por la amistad de ese hombre, porque en esas semanas su familia había sufrido insultos, desprecios y agresiones de otros blancos. Shikata ga nai, qué le vamos a hacer, respondió Takao. Era el lema de su gente en la adversidad. Ante la insistencia de Belasco se atrevió a pedirle un favor particular: que le permitiera enterrar la espada de los Fukuda en el jardín de Sea Cliff. Había logrado esconderla de los agentes que le allanaron la casa, pero no estaba en lugar seguro. La espada representaba el coraje de sus antepasados y la sangre vertida por el Emperador, no podía quedar expuesta a ninguna forma de deshonor.

Esa misma noche los Fukuda, vestidos con quimonos blancos de la religión Oomoto, fueron a Sea Cliff, donde Isaac y su hijo Nathaniel los recibieron de traje oscuro, con los yarmulkes que usaban en las raras ocasiones en que iban a la sinagoga. Ichimei traía a su gato en un canasto tapado con un paño y se lo entregó a Alma para que se lo cuidara por un tiempo.

—¿Cómo se llama? —le preguntó la niña.

—Neko. En japonés quiere decir gato.

Lillian, acompañada de sus hijas, sirvió té a Heideko y Megumi en uno de los salones del primer piso, mientras Alma, sin comprender lo que sucedía, pero consciente de la solemnidad del momento, seguía a los hombres escabulléndose entre las sombras de los árboles, con el canasto del gato en los brazos. Desfilaron cerro abajo por las terrazas del jardín, alumbrándose con lámparas de parafina, hasta el sitio frente al mar, donde habían preparado una zanja. Delante iba Takao con la espada en los brazos, envuelta en seda blanca, seguido por su primogénito, Charles, con el estuche metálico que habían mandado hacer para protegerla; James e Ichimei iban detrás y cerraban el cortejo Isaac y Nathaniel Belasco. Takao, con lágrimas que no intentaba disimular, rezó durante varios minutos, enseguida colocó el arma en el estuche sostenido por su hijo mayor y se postró de rodillas, con la frente en la tierra, mientras Charles y James bajaban la katana al hueco e Ichimei le esparcía encima puñados de tierra. Después cubrieron el enterramiento y allanaron el suelo con palas. «Mañana plantaré crisantemos blancos para marcar el sitio», dijo Isaac Belasco con la voz ronca de emoción, ayudando a Takao a ponerse de pie.

Alma no se atrevió a correr hasta Ichimei porque adivinó que existía una razón imperiosa para excluir a las mujeres de esa ceremonia. Esperó a que los hombres volvieran a la casa para atrapar a Ichimei y arrastrarlo a un rincón encubierto. El chico le explicó que no volvería el sábado siguiente ni ningún otro día por algún tiempo, tal vez varias semanas o meses, y que tampoco podrían hablar por teléfono. «¿Por qué? ¿Por qué?», le gritó Alma, sacudiéndolo, pero Ichimei no pudo responderle. Él tampoco sabía por qué debían partir ni adónde.