El agente Wilkins

El segundo viernes de octubre, Ron Wilkins apareció en Lark House buscando a Irina Bazili. Era un agente del FBI, afroamericano, de sesenta y cinco años, corpulento, con el cabello gris y manos expresivas. Sorprendida, Irina le preguntó cómo había dado con ella y Wilkins le recordó que estar bien informado era indispensable en su trabajo. No se habían visto en tres años, pero solían hablar por teléfono. Wilkins la llamaba de vez en cuando para saber de ella. «Estoy bien, no se preocupe. El pasado quedó atrás, ya ni me acuerdo de todo eso», era la invariable respuesta de la muchacha, pero los dos sabían que no era cierto. Cuando Irina lo conoció, Wilkins parecía a punto de reventar el traje con sus músculos de levantador de pesas; once años más tarde los músculos se habían transformado en grasa, pero seguía dando la misma impresión de solidez y energía de su juventud. Le contó que era abuelo y le mostró la fotografía de su nieto, un niño de dos años mucho más claro de piel que el abuelo. «El padre es holandés», dijo Wilkins a modo de explicación, aunque Irina no había preguntado. Agregó que estaba en edad de jubilarse, de hecho era prácticamente un requisito en la Agencia, pero él estaba atornillado en su silla. No podía retirarse, seguía persiguiendo el crimen al cual había dedicado la mayor parte de su vida profesional.

El agente llegó a Lark House a media mañana. Se sentaron en un banco de madera en el jardín a tomar el café aguado, que siempre estaba disponible en la biblioteca y a nadie le gustaba. Un vapor tenue se elevaba de la tierra humedecida por el rocío de la noche y el aire empezaba a entibiarse en el pálido sol de otoño. Podían hablar en paz, estaban solos. Algunos residentes ya estaban en sus clases matinales, pero la mayoría se levantaba tarde. Sólo Víctor Vikashev, el jefe de los jardineros, un ruso con aspecto de guerrero tártaro, que trabajaba en Lark House desde hacía diecinueve años, canturreaba en el huerto, y Cathy pasó velozmente en su silla eléctrica rumbo a la clínica del dolor.

—Te tengo buenas noticias, Elisabeta —le anunció Wilkins a Irina.

—Nadie me ha llamado Elisabeta desde hace años.

—Por supuesto. Perdona.

—Acuérdese que ahora soy Irina Bazili. Usted mismo me ayudó a escoger este nombre.

—Cuéntame, niña. ¿Cómo va tu vida? ¿Estás en terapia?

—Seamos realistas, agente Wilkins. ¿Sabe cuánto gano? No me alcanza para pagar a un psicólogo. El condado paga sólo tres sesiones y ya las he gastado, pero, como puede ver, no me he suicidado. Hago una vida normal, trabajo y pienso tomar clases por internet. Quiero estudiar masaje terapéutico; es una buena profesión para alguien con manos fuertes como yo.

—¿Tienes supervisión médica?

—Sí. Estoy tomando un antidepresivo.

—¿Dónde vives?

—En Berkeley, en una habitación de buen tamaño y barata.

—Este empleo te conviene, Irina. Aquí tienes tranquilidad, nadie te molesta, estás segura. Me han hablado muy bien de ti. Tuve una conversación con el director y dijo que eres su mejor empleada. ¿Tienes novio?

—Tenía, pero se murió.

—¡Qué dices! ¡Jesús! Era lo que te faltaba, niña, lo siento mucho. ¿Cómo murió?

—De viejo, me parece; tenía más de noventa años. Pero aquí hay otros señores de edad dispuestos a convertirse en mis novios.

A Wilkins no le hizo gracia. Estuvieron un rato callados, soplando y sorbiendo el café de los vasos de papel. Irina se sintió súbitamente agobiada de tristeza y soledad, como si los pensamientos de ese buen hombre la hubieran invadido, mezclándose con los suyos, y se le cerró la garganta. Respondiendo a una comunicación telepática, Ron Wilkins le puso un brazo en los hombros y la atrajo sobre su grueso pecho. Olía a una colonia dulzona, incongruente en un hombrón como él. Ella sintió el calor de estufa que emanaba Wilkins, la áspera textura de su chaquetón contra la mejilla, el peso reconfortante de su brazo, y descansó un par de minutos, abrigada, aspirando su olor a cortesana, mientras él le daba palmaditas en la espalda, como habría hecho con su nieto para consolarlo.

—¿Cuáles son esas noticias que me trae? —le preguntó Irina, cuando se recuperó un poco.

—Compensación, Irina. Existe una antigua ley, de la que nadie se acuerda, que da derecho a recibir compensación a las víctimas como tú. Con eso podrías pagar tu terapia, que en realidad necesitas, tus estudios y, si tenemos suerte, incluso podrías dar la entrada para un pequeño apartamento.

—Eso es en teoría, señor Wilkins.

—Hay algunas personas que ya han recibido compensación.

Le explicó que aunque su caso no era reciente, un buen abogado podía probar que ella había sufrido graves daños como consecuencia de lo ocurrido, padecía de síndrome postraumático, necesitaba ayuda psicológica y medicamentos. Irina le recordó que el culpable carecía de bienes que pudieran ser confiscados para compensarla.

—Han arrestado a otros hombres de la red, Irina. Hombres con poder y dinero.

—Esos hombres no me han hecho nada. Hay un solo culpable, señor Wilkins.

—Escúchame, niña. Has tenido que cambiar tu identidad y tu residencia, perdiste a tu madre, a tus compañeros de escuela y al resto de la gente que conocías, vives prácticamente escondida en otro estado. Lo que pasó no pertenece al pasado, se puede decir que sigue sucediendo y que hay muchos culpables.

—Así pensaba antes, señor Wilkins, pero decidí que no voy a ser víctima para siempre, he pasado página. Ahora soy Irina Bazili y tengo otra vida.

—Me apena recordártelo, pero sigues siendo una víctima. Algunos de los acusados estarían satisfechos de pagarte una indemnización para librarse del escándalo. ¿Me autorizas para dar tu nombre a un abogado especializado en esto?

—No. ¿Para qué revolverlo?

—Piénsalo, niña. Piénsalo muy bien y llámame a este número —le dijo el agente, dándole su tarjeta.

Irina acompañó a Ron Wilkins a la salida y guardó la tarjeta sin intención de usarla; se las había arreglado sola, no necesitaba ese dinero, que consideraba inmundo y significaba soportar de nuevo los mismos interrogatorios y firmar declaraciones con los detalles más escabrosos; no quería avivar las brasas del pasado en los tribunales, era mayor de edad y ningún juez la evitaría enfrentarse a los acusados. ¿Y la prensa? La horrorizaba que se enteraran las personas que le importaban, sus pocos amigos, las viejecitas de Lark House, Alma y sobre todo Seth Belasco.

A las seis de la tarde Cathy llamó a Irina por el celular y la invitó a tomar té en la biblioteca. Se instalaron en un rincón apartado, cerca de la ventana y lejos del paso de gente. A Cathy no le gustaba el té en condones, como llamaba a las bolsitas de Lark House, y tenía su propia tetera, tazas de porcelana y una reserva inagotable de té suelto de una marca francesa y galletas mantecadas. Irina fue a la cocina a echar agua hirviendo a la tetera y no trató de ayudar a Cathy con el resto de los preparativos, porque ese ritual era importante para ella y lo cumplía a pesar de los movimientos espasmódicos de los brazos. No podía llevarse la delicada taza a los labios, debía usar una de plástico y una pajilla, pero disfrutaba viendo la taza heredada de su abuela en manos de su invitada.

—¿Quién era ese hombre negro que te abrazó en el jardín esta mañana? —le preguntó Cathy, después de que hubieron comentado el último episodio de un serial de televisión sobre mujeres en prisión, que las dos seguían rigurosamente.

—Sólo un amigo que no veía hace tiempo… —balbuceó Irina, sirviéndole más té, para disimular el sobresalto.

—No te creo, Irina. Hace tiempo que te estoy observando y sé que algo te está royendo por dentro.

—¿A mí? ¡Son ideas suyas, Cathy! Ya se lo dije, es sólo un amigo.

—Ron Wilkins. Me dieron su nombre en la recepción. Fui a preguntar quién había venido a verte, porque me pareció que ese hombre te ha alterado.

Los años de inmovilidad y el esfuerzo tremendo de sobrevivir habían reducido de tamaño a Cathy, que parecía una niña en la voluminosa silla eléctrica, pero irradiaba una gran fortaleza, suavizada por la bondad que siempre tuvo y que el accidente había multiplicado. Su permanente sonrisa y su cabello muy corto le daban un aire travieso, que contrastaba con su sabiduría de monje milenario. El sufrimiento físico la había liberado de las cargas inevitables de la personalidad y le había tallado el espíritu como un diamante. Los derrames en el cerebro no afectaron su intelecto, pero tal como ella decía, le cambiaron el alambrado y como consecuencia se le despertó la intuición y podía ver lo invisible.

—Acércate, Irina —le dijo.

Las manos de Cathy, pequeñas, frías, con los dedos deformados por las roturas, se aferraron al brazo de la muchacha.

—¿Sabes qué es lo que más ayuda en la desgracia, Irina? Hablar. Nadie puede andar por el mundo solo. ¿Por qué crees que monté la clínica del dolor? Porque el dolor compartido es más llevadero. La clínica sirve a los pacientes, pero más me sirve a mí. Todos tenemos demonios en los rincones oscuros del alma, pero si los sacamos a la luz, los demonios se achican, se debilitan, se callan y al fin nos dejan en paz.

Irina trató de desprenderse de esos dedos como tenazas, pero no lo logró. Los ojos grises de Cathy se clavaron largamente en los suyos con tanta compasión y afecto, que ella no pudo rechazarla. Se hincó en el suelo, apoyó la cabeza en las rodillas nudosas de Cathy y se dejó acariciar por sus manos agarrotadas. Nadie la había tocado así desde que se separó de sus abuelos.

Cathy le dijo que la tarea más importante en la vida era limpiar los propios actos, comprometerse totalmente con la realidad, poner toda la energía en el presente y hacerlo ahora, inmediatamente. No se puede esperar, eso lo había aprendido ella desde el accidente. En su condición tenía tiempo para completar sus pensamientos, para conocerse mejor. Ser, estar, amar la luz del sol, la gente, los pájaros. El dolor iba y venía, las náuseas iban y venían, los desarreglos intestinales iban y venían, pero por alguna razón eso no la absorbía mucho tiempo. En cambio, estaba lúcida para gozar cada gota de agua en la ducha, la sensación de manos amigas lavándole el pelo con champú, el frío delicioso de una limonada en un día de verano. No pensaba en el futuro, sólo en este día.

—Lo que intento decirte, Irina, es que no debes seguir anclada al pasado y asustada por el futuro. Tienes una sola vida, pero si la vives bien, es suficiente. Lo único real es ahora, este día. ¿Qué esperas para empezar a ser feliz? Cada día cuenta. ¡No lo sabré yo!

—La felicidad no es para todo el mundo, Cathy.

—Claro que sí. Todos nacemos felices. Por el camino se nos ensucia la vida, pero podemos limpiarla. La felicidad no es exuberante ni bulliciosa, como el placer o la alegría. Es silenciosa, tranquila, suave, es un estado interno de satisfacción que empieza por amarse a sí mismo. Tú deberías quererte como te quiero yo y como te quieren todos los que te conocen, especialmente el nieto de Alma.

—Seth no me conoce.

—No es culpa suya, el pobre lleva años tratando de acercarse a ti, eso lo puede ver cualquiera. Si no lo ha logrado es porque tú te escondes. Háblame de ese Wilkins, Irina.

Irina Bazili tenía una historia oficial de su pasado, que había construido con ayuda de Ron Wilkins y que usaba para responder a la curiosidad ajena, cuando era imposible evitarla. Contenía la verdad, pero no toda la verdad, sólo la parte tolerable. A los quince años los tribunales le habían asignado una psicóloga, que la trató por varios meses, hasta que ella se negó a seguir hablando de lo ocurrido y decidió adoptar otro nombre, irse a otro estado y cambiar de residencia tantas veces como fuese necesario empezar de nuevo. La psicóloga le había repetido que los traumas no desaparecen por desdeñarlos; son una Medusa persistente que espera en la sombra y en la primera ocasión ataca con su cabellera de serpientes. En vez de dar la batalla, Irina escapó; desde entonces su existencia había sido una continua huida, hasta que llegó a Lark House. Se refugiaba en su trabajo y los mundos virtuales de los videojuegos y las novelas de fantasía, en las que ella no era Irina Bazili, sino una valiente heroína con poderes mágicos; pero la aparición de Wilkins desmoronó una vez más ese frágil universo quimérico. Sus pesadillas del pasado eran como polvo asentado en el camino, bastaba el menor soplo para levantarlo en torbellinos. Rendida, comprendió que sólo Catherine Hope, con su escudo de oro, podía ayudarla.

Tenía diez años en 1997, cuando sus abuelos recibieron la carta de Radmila que cambió su destino. Su madre había visto un programa de televisión sobre tráfico sexual y se enteró de que países como Moldavia abastecían de carne joven a los emiratos árabes y los burdeles de Europa. Recordó con escalofríos el tiempo que pasó en manos de chulos brutales en Turquía y, decidida a evitar que su hija sufriera la misma suerte, convenció a su marido, el técnico americano que conoció en Italia y se la llevó a Texas, que ayudara a la niña a emigrar a Estados Unidos. Irina tendría lo que quisiera, la mejor educación, hamburguesas y papas fritas, helados, incluso irían a Disneyworld, prometía la carta. Los abuelos le dijeron a Irina que no se lo contara a nadie, para evitar la envidia y el mal de ojo que suele castigar a los jactanciosos, mientras hacían los trámites para conseguir la visa. Esa gestión duró dos años. Cuando por fin llegaron los pasajes y el pasaporte, Irina había cumplido doce años, pero parecía un chico malnutrido de ocho, porque era baja, muy delgada, con el cabello blanco e indómito. De tanto soñar con América, fue adquiriendo consciencia de la miseria y la fealdad que la rodeaban, que antes no había notado, porque no tenía con qué comparar. Su aldea parecía haber sido víctima de un bombardeo, la mitad de las viviendas estaban tapiadas o en ruinas, jaurías de perros hambrientos vagaban por las calles de tierra, gallinas sueltas escarbaban en la basura y los viejos se sentaban en los umbrales de sus chamizos fumando tabaco negro en silencio, porque ya todo estaba dicho. En ese par de años Irina se despidió uno a uno de los árboles, los cerros, la tierra y el cielo, que según los abuelos eran los mismos de la época del comunismo y seguirían siéndolo para siempre. Se despidió silenciosamente de los vecinos y los chicos de la escuela, se despidió del burro, la cabra, los gatos y el perro que la acompañaron en la infancia. Por último, se despidió de Costea y Petruta.

Los abuelos prepararon una caja de cartón amarrada con cordeles con la ropa de Irina y una imagen nueva de santa Parescheva, que compraron en un mercado de santos del pueblo más cercano. Tal vez los tres sospechaban que no volverían a verse. A partir de entonces, Irina tomó la costumbre, estuviera donde estuviese, aunque fuera por una sola noche, de montar un altarcillo donde ponía a la santa y la única fotografía que tenía de sus abuelos. Retocada a mano, fue tomada el día de su casamiento, con sus trajes tradicionales, Petruta con falda bordada y toca de encaje, Costea con calzones hasta la rodilla, chaquetilla corta y una faja ancha en la cintura, rígidos como palitroques, irreconocibles, porque todavía el trabajo no les había partido las espaldas. No pasaba un día sin que Irina les rezara, porque eran más milagrosos que santa Parescheva, eran sus ángeles guardianes, como le había dicho a Alma.

De algún modo la niña llegó sola de Chisinau a Dallas. Había viajado sólo una vez antes, en tren con su abuela, a visitar a Costea en el hospital de la ciudad más cercana, cuando lo operaron de la vesícula. Jamás había visto un avión de cerca, sólo en el aire, y todo el inglés que sabía eran las canciones de moda, que había memorizado de oído sin entender el significado. La compañía aérea le colgó al cuello un sobre de plástico con su identificación, su pasaporte y su pasaje. Irina no comió ni bebió durante las once horas de viaje porque no sabía que la comida del avión era gratis y la asistente de vuelo no se lo aclaró, y tampoco durante las cuatro horas que pasó, sin dinero, en el aeropuerto de Dallas. La puerta de entrada al sueño americano fue ese enorme y confuso lugar. Su madre y su padrastro se habían equivocado con la hora de llegada del avión, según dijeron cuando finalmente acudieron a buscarla. Irina no los conocía, pero ellos vieron a una niñita muy rubia sentada en un banco con una caja de cartón a los pies y la identificaron, porque tenían su fotografía. De ese encuentro, Irina sólo recordaría que ambos hedían a alcohol, ese olor agrio que conocía bien porque sus abuelos y el resto de los habitantes de su aldea ahogaban sus desilusiones en vino casero.

Radmila y Jim Robyns, su marido, condujeron a la recién llegada a su casa, que a ella le pareció lujosa, aunque era una vivienda ordinaria de madera, muy descuidada, en un barrio obrero al sur de la ciudad. Su madre había hecho un amago de decorar uno de los dos cuartos con cojines en forma de corazón y un oso de peluche con el hilo de un globo rosado atado a una pata. Le aconsejó a Irina que se plantara frente al televisor el mayor número de horas que pudiera aguantar; era la mejor forma de aprender inglés y así lo había hecho ella. A las cuarenta y ocho horas la inscribió en una escuela pública, con mayoría de alumnos negros e hispanos, razas que la niña nunca había visto. Irina tardó un mes en aprender unas frases en inglés, pero tenía buen oído y pronto pudo seguir las clases. En un año llegaría a hablarlo sin acento.

Jim Robyns era electricista y pertenecía al sindicato, cobraba el máximo posible por hora y estaba protegido en caso de accidentes y otros sinsabores, pero no siempre tenía empleo. Los contratos se asignaban por turno, de acuerdo a una lista de los miembros, empezando por quien la encabezaba, luego le tocaba al segundo de la lista, al tercero y así sucesivamente. Quien terminaba un contrato era colocado al final y a veces esperaba meses antes de que volvieran a llamarlo, a menos que tuviera buenas relaciones con los jefes del sindicato. Radmila trabajaba en la sección de ropa infantil de una tienda; tardaba hora y cuarto en bus para llegar y otro tanto para volver. Cuando Jim Robyns estaba empleado, lo veían muy poco, porque él aprovechaba para trabajar hasta la extenuación; le pagaban doble o triple por las horas extraordinarias. En esos períodos no bebía ni se drogaba, porque en un descuido podía electrocutarse, pero en las largas temporadas de ocio se empapaba de licor y usaba tantas drogas mezcladas, que resultaba sorprendente que pudiera ponerse de pie. «Mi Jim tiene la resistencia de toro, nada lo tumba», decía Radmila, orgullosa. Ella lo acompañaba en las parrandas hasta donde le daba el cuerpo, pero no tenía la misma capacidad y pronto se desplomaba.

Desde los primeros días en América, el padrastro le hizo comprender a Irina sus reglas, como las llamaba. Su madre no lo supo, o fingió no saberlo, hasta dos años más tarde, cuando llegó a su puerta Ron Wilkins y le mostró su placa del FBI.