Samuel Mendel

Alma y Samuel Mendel se encontraron en París, en la primavera de 1967. Para Alma era la penúltima etapa de un viaje de dos meses en Kioto, donde practicó pintura sumi-e, tinta de obsidiana sobre papel blanco, bajo la estricta dirección de un maestro de caligrafía, que la obligaba a repetir el mismo trazo mil veces, hasta conseguir la combinación perfecta de ligereza y fuerza; entonces podía pasar a otro movimiento. Había ido a Japón varias veces. El país la fascinaba, sobre todo Kioto y algunas aldeas de las montañas, donde encontraba huellas de Ichimei por todas partes. Los trazos libres y fluidos del sumi-e, con el pincel vertical, le permitían expresarse con gran economía y originalidad; nada de detalles, sólo lo esencial, un estilo que Vera Neumann ya había desarrollado en pájaros, mariposas, flores y dibujos abstractos. Para entonces Vera tenía una industria internacional, vendía millones, empleaba a cientos de artistas, existían galerías de arte con su nombre y veinte mil tiendas alrededor del mundo que ofrecían sus líneas de ropa de moda y objetos de decoración y uso doméstico; pero esa producción masiva no era el objetivo de Alma. Ella seguía fiel a su opción por la exclusividad. Después de dos meses de pinceladas negras, estaba preparándose para volver a San Francisco a experimentar con color.

Para su hermano Samuel, era la primera vez que volvía a París desde la guerra. En su pesado equipaje, ella llevaba un baúl con los rollos de sus dibujos y centenares de negativos de caligrafía y pintura para sacar ideas. El equipaje de Samuel era mínimo. Venía de Israel, con pantalón de camuflaje y chamarra de cuero, botas del ejército y una mochila liviana con dos mudas de ropa interior. A los cuarenta y cinco años seguía viviendo como soldado, con la cabeza afeitada y la piel curtida como suela de zapato por el sol. Para los hermanos ese encuentro sería una romería al pasado. Con el tiempo y una tupida correspondencia habían ido cultivando la amistad, los dos eran inspirados para escribir. Alma tenía el entrenamiento de su juventud, cuando se volcaba por entero en sus diarios. Samuel, parco de palabra y desconfiado en persona, podía ser locuaz y amable por escrito.

En París alquilaron un coche y Samuel la llevó al pueblo donde murió la primera vez, guiado por Alma, que no había olvidado el camino hecho con sus tíos en los años cincuenta. Desde entonces Europa se había levantado de las cenizas y le costó reconocer el lugar, que antes era una aglomeración de ruinas, escombros y casas humilladas, y ahora estaba reconstruido, rodeado de viñedos y campos de lavanda, resplandeciente en la más luminosa estación del año. Incluso el cementerio gozaba de prosperidad. Había lápidas y ángeles de mármol, cruces y rejas de hierro, árboles sombríos, gorriones, palomas, silencio. La cuidadora, una joven amistosa, los guió por angostos senderos entre las tumbas buscando la placa colocada por los Belasco muchos años antes. Estaba intacta: Samuel Mendel, 1922-1944, piloto de la Real Fuerza Aérea de Gran Bretaña. Debajo había otra placa más pequeña, también de bronce: Muerto en combate por Francia y la libertad. Samuel se quitó la boina y se rascó la cabeza, divertido.

—El metal parece recién pulido —observó.

—Mi abuelo lo limpia y mantiene las tumbas de los soldados. Él puso la segunda placa. Mi abuelo estuvo en la Resistencia, ¿sabe?

—¡No me diga! ¿Cómo se llama?

—Clotaire Martinaux.

—Lamento no haberle conocido —dijo Samuel.

—¿Usted también estuvo en la Resistencia?

—Sí, por un tiempo.

—Entonces tiene que venir a nuestra casa a tomarse una copa, mi abuelo estará feliz de verlo, señor…

—Samuel Mendel.

La joven vaciló un momento, se acercó a leer de nuevo el nombre de la placa y se volvió extrañada.

—Sí, soy yo. No estoy completamente muerto, como puede ver —dijo Samuel.

Terminaron los cuatro instalados en la cocina de una casa cercana, bebiendo Pernaud y comiendo baguette con salchichón. Clotaire Martinaux, bajo y rechoncho, con una risa estrepitosa y olor a ajo, los abrazó estrechamente, contento de responder al interrogatorio de Samuel, llamándolo mon frère y llenándole el vaso una y otra vez. No era uno de los héroes fabricados después del Armisticio, como Samuel pudo comprobar. Había oído hablar del avión inglés derribado en su pueblo, del rescate de uno de los tripulantes y conocía a dos de los hombres que lo escondieron y los nombres de los otros. Escuchó la historia de Samuel secándose los ojos y sonándose la nariz con el mismo pañuelo que se ataba al cuello y que usaba para limpiarse el sudor de la frente y la grasa de las manos. «Mi abuelo siempre fue muy llorón», comentó la nieta a modo de explicación.

Samuel le contó a su anfitrión que su nombre en la Resistencia judía era Jean Valjean y que pasó meses con la mente confundida por el traumatismo en la cabeza que sufrió al caer del avión, pero que poco a poco comenzó a recuperar algunos de sus recuerdos. Tenía imágenes borrosas de una casa grande y empleadas con delantales negros y tocas blancas, pero ninguna de su familia. Pensaba que si algo quedaba en pie al concluir la guerra, iría a buscar sus raíces en Polonia, porque de allí era la lengua en que sumaba, restaba, maldecía y soñaba; en alguna parte de ese país debía de existir esa casa grabada en su mente.

—Tenía que esperar que acabara la guerra para averiguar mi propio nombre y la suerte de mi familia. En 1944 ya se vislumbraba la derrota de los alemanes, ¿se acuerda, monsieur Martineaux? La situación empezó a darse la vuelta inesperadamente en el Frente del Este, donde los británicos y los americanos menos lo suponían. Creían que el Ejército Rojo se componía de bandas de campesinos indisciplinados, mal nutridos y mal armados, incapaces de hacerle frente a Hitler.

—Me acuerdo muy bien, mon frère —dijo Martineaux—. Después de la batalla de Stalingrado el mito de que Hitler era invencible empezó a resquebrajarse y pudimos tener alguna esperanza. Hay que reconocerlo, fueron los rusos quienes le quebraron la moral y el espinazo a los alemanes en 1943.

—La derrota de Stalingrado los obligó a replegarse hasta Berlín —agregó Samuel.

—Después vino el desembarco de los aliados en Normandía, en junio de 1944, y dos meses después la liberación de París. ¡Ah! ¡Qué día inolvidable!

—Yo caí prisionero. Mi grupo fue diezmado por las SS y mis camaradas que quedaron con vida fueron ejecutados de un tiro en la nuca apenas se rindieron. Yo escapé por casualidad, andaba buscando comida. Mejor dicho, andaba rondando las fincas de los alrededores a ver a qué podía echar mano. Comíamos hasta perros y gatos, lo que hubiera.

Le contó lo que fueron esos meses, los peores de la guerra para él. Solo, desorientado, famélico, sin contacto con la Resistencia, vivió de noche, alimentándose de tierra agusanada y comida robada, hasta que lo apresaron a fines de septiembre. Pasó los cuatro meses siguientes en trabajos forzados, primero en Monowitz y después en Auschwitz-Birkenau, donde ya habían perecido un millón doscientos mil hombres, mujeres y niños. En enero, ante el avance inminente de los rusos, los nazis recibieron órdenes de deshacerse de las evidencias de lo ocurrido allí. Evacuaron a los detenidos en una marcha por la nieve, sin alimentos ni abrigo, rumbo a Alemania. Los que quedaron atrás, porque estaban demasiado débiles, iban a ser ejecutados, pero en la prisa por huir de los rusos, los SS no alcanzaron a destruir todo y dejaron vivos a siete mil prisioneros. Él estaba entre ellos.

—No creo que los rusos llegaran con el propósito de liberarnos —explicó Samuel—. El Frente Ucraniano pasaba cerca y abrió los portones del campo. Los que todavía podíamos movernos, salimos arrastrándonos. Nadie nos detuvo. Nadie nos ayudó. Nadie nos ofreció un pedazo de pan. Nos echaban de todas partes.

—Lo sé, mon frère. Aquí en Francia nadie ayudaba a los judíos, se lo digo con mucha vergüenza. Pero piense que eran tiempos terribles, todos pasamos hambre y en esas circunstancias se pierde la humanidad.

—Tampoco los sionistas de Palestina querían a los supervivientes de los campos de concentración, éramos el residuo inservible de la guerra —dijo Samuel.

Le explicó que los sionistas buscaban gente joven, fuerte, sana; guerreros corajudos para hacer frente a los árabes y trabajadores obstinados para labrar ese terreno árido. Pero una de las pocas cosas de su vida anterior que él recordaba era volar y eso le facilitó la inmigración. Se convirtió en soldado, piloto y espía. Acompañó como escolta a David Ben Gurión durante la creación del Estado de Israel, en 1948, y un año más tarde se convirtió en uno de los primeros agentes del Mosad.

Los hermanos pasaron la noche en un hostal del pueblo y al día siguiente regresaron a París a tomar un avión a Varsovia. En Polonia buscaron inútilmente las huellas de sus padres; sólo encontraron sus nombres en una lista de la Agencia Judía de las víctimas de Treblinka. Y juntos recorrieron los restos de Auschwitz, donde Samuel intentaba reconciliarse con el pasado, pero fue un peregrinaje a sus más horrendas pesadillas, que sólo renovó su certeza de que los seres humanos son las bestias más crueles del planeta.

—Los alemanes no son una raza de psicópatas, Alma. Son gente normal, como tú y como yo, pero cualquiera con fanatismo, poder e impunidad puede transformarse en una bestia, como los SS en Auschwitz —le dijo a su hermana.

—¿Crees que, dada la oportunidad, tú también te comportarías como una bestia, Samuel?

—No es que lo crea, Alma, lo sé. He sido militar toda mi vida. He hecho la guerra. He interrogado a prisioneros, a muchos prisioneros. Pero supongo que no quieres conocer los detalles.