Alma, Nathaniel e Ichimei

Tan grande era la casa de Sea Cliff y tan ocupados estaban siempre sus habitantes, que los juegos de los niños pasaban inadvertidos. Si a alguien le llamaba la atención que Nathaniel se entretuviera tantas horas con una chica mucho menor, la curiosidad se esfumaba al momento porque había otros asuntos a los cuales atender. Alma había superado el poco amor que le tuvo a las muñecas y aprendió a jugar al scrabble con un diccionario y al ajedrez con pura determinación, ya que la estrategia nunca fue su fuerte. Por su parte, Nathaniel se había aburrido de coleccionar sellos y acampar con los boy scouts. Ambos participaban en las obras teatrales de sólo dos o tres personajes, que él escribía e inmediatamente montaban en el desván. La falta de público nunca fue un inconveniente, porque el proceso era mucho más entretenido que el resultado y no buscaban aplausos: el placer consistía en pelear por el guión y ensayar los papeles. Ropa vieja, cortinas descartadas, muebles desvencijados y bártulos en varios estados de desintegración constituían la materia prima de disfraces, accesorios y efectos especiales, el resto lo suplían con imaginación. Ichimei, que entraba en la casa de los Belasco sin necesidad de invitación, también formaba parte de la compañía teatral en papeles secundarios, porque era pésimo actor. Compensaba la falta de talento con su portentosa memoria y su facilidad para el dibujo; podía recitar sin tropiezos largos parlamentos inspirados en las novelas predilectas de Nathaniel, desde Drácula hasta El conde de Montecristo, y era el encargado de pintar los telones. Esa camaradería, que logró sacar a Alma del estado de orfandad y abandono en que se sumergió al principio, no duró mucho.

Al año siguiente, Nathaniel ingresó en la secundaria en un colegio de chicos copiado del modelo británico. De un día a otro le cambió la vida. Junto con ponerse pantalón largo debió enfrentarse a la infinita brutalidad de los muchachos que se inician en la tarea de ser hombres. No estaba listo para eso: parecía un chiquillo de diez años, en vez de los catorce que había cumplido, aún no sufría el bombardeo despiadado de las hormonas, era introvertido, cauteloso y, para su desgracia, dado a la lectura y pésimo para los deportes. Nunca llegaría a tener la jactancia, la crueldad y la chabacanería de los otros chicos, y como no era así por naturaleza, procuraba en vano fingirlo; sudaba con olor a miedo. El primer miércoles de clase volvió a casa con un ojo amoratado y la camisa manchada de sangre de la nariz. Se negó a responder a las preguntas de su madre y a Alma le dijo que había chocado contra el asta de la bandera. Esa noche se orinó en la cama, por primera vez desde que podía recordar. Horrorizado, escondió las sábanas mojadas en el tiro de la chimenea y no fueron descubiertas hasta fines de septiembre, cuando al encender fuego se llenó la casa de humo. Lillian tampoco había logrado que su hijo explicara la desaparición de las sábanas, pero imaginó la causa y decidió cortar por lo sano. Se presentó ante el director de la escuela, un escocés de pelo colorado y nariz de bebedor, quien la recibió detrás de una mesa propia de un regimiento, rodeado de paredes cubiertas por paneles de madera oscura, vigilado por el retrato del rey Jorge VI. El pelirrojo informó a Lillian de que la violencia en su justa medida se consideraba parte esencial del método didáctico de la escuela; por eso se fomentaban los deportes rudos, las peleas de los estudiantes se resolvían con guantes de boxeo en un ring y la indisciplina se corregía con varillazos en el trasero, impartidos por él mismo. Los hombres se formaban a golpes. Así había sido siempre, y cuanto antes aprendiera Nathaniel Belasco a hacerse respetar, mejor para él. Agregó que la intervención de Lillian ponía en ridículo a su hijo, pero por tratarse de un alumno nuevo, él haría una excepción y lo olvidaría. Lillian se fue resoplando a la oficina de su marido, en la calle Montgomery, donde irrumpió con brusquedad, pero tampoco allí encontró apoyo.

—No te metas en esto, Lillian. Todos los muchachos pasan por esos ritos de iniciación y casi todos sobreviven —le dijo Isaac.

—¿A ti también te pegaban?

—Por supuesto. Y ya ves que el resultado no es tan malo.

Los cuatro años de la escuela secundaria habrían sido un tormento interminable para Nathaniel si no hubiera contado con la ayuda de quien menos esperaba: ese fin de semana, al verlo cubierto de arañazos y golpes, Ichimei se lo llevó a la pérgola del jardín y le hizo una eficaz demostración de las artes marciales, que había practicado desde que pudo mantenerse sobre las dos piernas. Le puso una pala en las manos y le ordenó que intentara partirle la cabeza. Nathaniel creyó que bromeaba y enarboló la pala en el aire como un paraguas. Fueron necesarios varios intentos para que entendiera las instrucciones y se lanzara en serio contra Ichimei. No supo cómo perdió la pala, pero salió volando y aterrizó de espaldas en el piso de baldosas italianas de la pérgola, ante la mirada atónita de Alma, que observaba de cerca. Así se enteró Nathaniel de que el impasible Takao Fukuda les enseñaba una mezcla de judo y karate a sus hijos y a otros chicos de la colonia japonesa, en un garaje alquilado de la calle Pine. Se lo contó a su padre, quien había oído hablar vagamente sobre esos deportes, que empezaban a conocerse en California. Isaac Belasco fue a la calle Pine sin muchas esperanzas de que Fukuda pudiera ayudar a su hijo, pero el jardinero le explicó que justamente la belleza de las artes marciales era que no se requería fuerza física, sino concentración y destreza para utilizar el peso y el impulso del contrincante para derribarlo. Nathaniel empezó sus clases. El chofer lo llevaba tres noches por semana al garaje, donde se batía primero con Ichimei y los niños pequeños y después con Charles, James y otros muchachos mayores. Anduvo varios meses con el esqueleto desarticulado hasta que aprendió a caer sin lastimarse. Le perdió el miedo a las peleas. Nunca llegaría a pasar del nivel de principiante, pero eso era más de lo que sabían los mayores de la escuela. Pronto dejaron de zurrarle, porque al primero que se le acercaba con mala cara lo disuadía con cuatro gritos guturales y una exagerada coreografía de posturas marciales. Isaac Belasco nunca preguntó sobre el resultado de las clases, igual que antes no se había dado por enterado de las palizas que recibía su hijo, pero algo debía de haber averiguado, porque un día se presentó en la calle Pine con un camión y cuatro obreros para instalar suelo de madera en el garaje. Takao Fukuda lo recibió con una serie de reverencias formales y tampoco hizo comentarios.

La marcha de Nathaniel al colegio puso término a las representaciones teatrales en el desván. Además de las tareas académicas y del esfuerzo sostenido de defenderse, el muchacho andaba ocupado con angustias metafísicas y una estudiada pesadumbre, que su madre procuraba remediar con cucharadas de aceite de hígado de bacalao. Apenas había tiempo para algunas partidas de scrabble y ajedrez si Alma lograba atraparlo al vuelo antes de que se encerrara en su cuarto a aporrear una guitarra. Estaba descubriendo el jazz y los blues, pero despreciaba los bailes de moda, porque se habría paralizado de vergüenza en una pista, donde quedaría en evidencia su ineptitud para el ritmo, herencia de todos los Belasco. Presenciaba, con una mezcla de sarcasmo y envidia, las demostraciones de lindy hop con que Alma e Ichimei pretendían animarlo. Los niños poseían dos discos rayados y un fonógrafo que Lillian había dado de baja por inservible, Alma había rescatado de la basura e Ichimei había desmontado y compuesto con sus delicados dedos verdes y su paciente intuición.

La escuela secundaria, que tan malos comienzos tuvo para Nathaniel, siguió siendo un martirio en los años siguientes. Sus compañeros se cansaron de hacerle encerronas para pegarle, pero lo sometieron a cuatro años de burlas y aislamiento; no le perdonaban su curiosidad intelectual, sus buenas notas y su torpeza física. Nunca superó la sensación de haber nacido en el lugar y el tiempo equivocados. Tenía que participar en deportes, pilar de la educación inglesa, y sufría la repetida humillación de ser el último en llegar a la meta corriendo y de que nadie lo quisiera en su equipo. A los quince años pegó un estirón desde los pies hasta las orejas; tuvieron que comprarle zapatos nuevos y alargar la vuelta de los pantalones cada dos meses. De ser el más petiso de su clase alcanzó una estatura normal, le crecieron las piernas, los brazos y la nariz, se le adivinaban las costillas bajo la camisa y en su cuello flaco la manzana de Adán parecía un tumor; le dio por andar con bufanda hasta en verano. Odiaba su perfil de buitre desplumado y procuraba colocarse en los rincones para ser visto de frente. Se salvó de las espinillas en la cara, que plagaban a sus enemigos, pero no de los complejos propios de la edad. No podía imaginar que en menos de tres años tendría un cuerpo proporcionado, se le habrían ordenado las facciones y llegaría a ser tan guapo como un actor de cine romántico. Se sentía feo, desgraciado y solo; empezó a darle vueltas a la idea de suicidarse, como le confesó a Alma en uno de sus peores momentos de autocrítica. «Eso sería un desperdicio, Nat. Es mejor que termines la escuela, estudies medicina y te vayas a la India a cuidar leprosos. Yo te acompaño», replicó ella, sin mucha simpatía, porque comparados con la situación de su familia, los problemas existenciales de su primo eran de risa.

La diferencia de edad entre ambos se notaba poco, porque Alma se había desarrollado temprano y su tendencia a la soledad la había hecho parecer de más edad. Mientras él vivía en el limbo de una adolescencia que parecía eterna, a ella se le había acentuado la seriedad y la fortaleza que le impuso su padre y que ella cultivaba como virtudes esenciales. Se sentía abandonada por su primo y por la vida. Podía adivinar la intensa repulsión contra sí mismo que Nathaniel había desarrollado al entrar al colegio, porque en menor medida ella también la sufría, pero a diferencia del muchacho, ella no se permitía el vicio de estudiarse en el espejo buscando defectos ni de lamentarse por su suerte. Tenía otras preocupaciones.

En Europa la guerra se había desatado como un huracán apocalíptico, que ella sólo veía en difuso blanco y negro en los noticiarios del cine: escenas entrecortadas de batallas, rostros de soldados cubiertos del hollín imborrable de la pólvora y la muerte, aviones regando la tierra con bombas que caían con absurda elegancia, explosiones de fuego y humo, rugientes multitudes dando vivas a Hitler en Alemania. Ya no recordaba bien su país, la casa donde creció ni el idioma de su infancia, pero su familia estaba siempre presente en sus añoranzas. Mantenía sobre su mesita de noche un retrato de su hermano y la última fotografía de sus padres, en el muelle de Danzig, y los besaba antes de dormirse. Las imágenes de la guerra la perseguían de día, se le aparecían en sueños y no le daban derecho a comportarse como la chiquilla que era. Cuando Nathaniel cedió al engaño de creerse un genio incomprendido, Ichimei se convirtió en su único confidente. El niño había crecido poco en estatura y ella lo sobrepasaba media cabeza, pero era sabio y siempre encontraba la manera de distraerla cuando la asaltaban las imágenes horripilantes de la guerra. Ichimei se las arreglaba para llegar a casa de los Belasco en tranvía, en bicicleta o en la camioneta de la jardinería, si conseguía que su padre o sus hermanos lo llevaran; después Lillian lo devolvía a su casa con su chofer. Si pasaban dos o tres días sin verse, los niños se escabullían de noche para hablar por teléfono en susurros. Hasta los comentarios más triviales adquirían una profundidad trascendental en esas llamadas a hurtadillas. A ninguno de los dos se le ocurrió pedir permiso para hacerlas; creían que el aparato se gastaba con el uso y lógicamente no podía estar a disposición de ellos.

Los Belasco vivían pendientes de las noticias de Europa, cada vez más confusas y alarmantes. En Varsovia, ocupada por los alemanes, había cuatrocientos mil judíos hacinados en un gueto de tres kilómetros cuadrados y medio. Sabían, porque Samuel Mendel les había informado por telegrama desde Londres, que los padres de Alma estaban entre ellos. De nada les sirvió a los Mendel su dinero; en los primeros tiempos de la ocupación perdieron sus bienes en Polonia y el acceso a sus cuentas en Suiza, tuvieron que abandonar la mansión familiar, confiscada y convertida en oficinas de los nazis y sus colaboradores, y quedaron reducidos a la misma condición de inconcebible miseria del resto de los habitantes del gueto. Entonces descubrieron que no tenían un solo amigo entre su propia gente. Fue todo lo que Isaac Belasco logró averiguar. Resultaba imposible comunicarse con ellos y ninguna de sus gestiones para rescatarlos dio resultados. Isaac usó sus conexiones con políticos influyentes, incluyendo un par de senadores en Washington y el secretario de Guerra, de quien había sido compañero en Harvard, pero le respondieron con vagas promesas que no cumplieron, porque tenían entre manos asuntos mucho más urgentes que una misión de socorro en el infierno de Varsovia. Los americanos observaban los acontecimientos en un compás de espera; todavía imaginaban que esa guerra al otro lado del Atlántico no les incumbía, a pesar de la sutil propaganda del gobierno de Roosevelt para influir en el público en contra de los alemanes. Tras el alto muro que marcaba la frontera del gueto de Varsovia, los judíos sobrevivían en extremos de hambre y terror. Se hablaba de deportaciones masivas, de hombres, mujeres y niños arreados hacia trenes de carga que desaparecían en la noche, de la voluntad de los nazis de exterminar a los judíos y a otros indeseables, las cámaras de gas, los hornos crematorios y otras atrocidades imposibles de confirmar y, por lo tanto, difíciles de creer para los americanos.