La espada de los Fukuda

Su agonía duró semanas. Con los pulmones carcomidos por el cáncer, respirando entre estertores como un pez fuera del agua, a Takao Fukuda le costaba morir. Apenas podía hablar y estaba tan débil que sus intentos de comunicarse por escrito eran inútiles, porque sus manos hinchadas y temblorosas no podían trazar los delicados caracteres japoneses. Se negaba a comer y al primer descuido de su familia o de las enfermeras se arrancaba la sonda del alimento. Pronto se sumió en un sopor pesado, pero Ichimei, que se turnaba con su madre y su hermana para acompañarlo en el hospital, sabía que estaba consciente y angustiado. Le acomodaba las almohadas para mantenerlo semierguido, le secaba el sudor, le frotaba la piel escamada con loción, le ponía trocitos de hielo en la lengua, le hablaba de plantas y jardines. En uno de esos momentos de intimidad, se fijó en que los labios de su padre se movían repetidamente modulando algo que parecía el nombre de una marca de cigarrillos, pero la idea de que en esas circunstancias todavía quisiera fumar resultaba tan descabellada, que la descartó. Pasó la tarde tratando de descifrar lo que Takao intentaba transmitirle. «¿Kemi Morita? ¿Es eso lo que dice, papá? ¿Quiere verla?», le preguntó finalmente. Takao asintió con la poca energía que le quedaba. Era la líder espiritual de Oomoto, una mujer con reputación de hablar con los espíritus, a quien Ichimei conocía, porque viajaba a menudo para reunirse con las pequeñas comunidades de su religión.

—Papá quiere que llamemos a Kemi Morita —le dijo Ichimei a Megumi.

—Vive en Los Ángeles, Ichimei.

—¿Cuántos ahorros nos quedan? Podríamos comprarle el pasaje.

Cuando Kemi Morita llegó, Takao ya no se movía ni abría los ojos. El único signo de vida era el ronroneo del respirador; estaba suspendido en el limbo, esperando. Megumi consiguió que una compañera de la fábrica le prestara su automóvil y fue a recoger a la sacerdotisa al aeropuerto. La mujer parecía un niño de diez años con pijama blanco. Su pelo canoso, sus hombros encorvados y la forma en que arrastraba los pies, contrastaban con su cara lisa, sin arrugas, una máscara de serenidad color bronce.

Kemi Morita se aproximó a pasitos cortos a la cama y le tomó la mano; Takao entreabrió los párpados y tardó un poco en reconocer a su maestra espiritual. Entonces un gesto casi imperceptible animó su rostro estragado. Ichimei, Megumi y Heideko retrocedieron hasta el fondo de la habitación, mientras Kemi murmuraba una larga oración o un poema en un japonés arcaico. Después pegó la oreja a la boca del moribundo. Al cabo de largos minutos, Kemi besó a Takao en la frente y se volvió hacia la familia.

—Aquí están la madre, el padre y los abuelos de Takao. Han venido de muy lejos a guiarlo al Otro Lado —dijo en japonés, señalando los pies de la cama—. Takao está listo para irse, pero antes debe darle un mensaje a Ichimei. Éste es el mensaje: «La katana de los Fukuda está enterrada en un jardín sobre el mar. No puede quedar allí. Ichimei, debes recuperarla y ponerla donde corresponde, en el altar de los antepasados de nuestra familia».

Ichimei recibió el mensaje con una profunda inclinación, llevándose las manos juntas a la frente. No recordaba claramente la noche en que enterraron la espada de los Fukuda, los años habían desdibujado la escena, pero Heideko y Megumi sabían cuál era ese jardín sobre el mar.

—Takao también pide un último cigarrillo —agregó Kemi Morita antes de retirarse.

Al regresar de Boston, Alma comprobó que durante los años de su ausencia la familia Belasco había cambiado más de lo que reflejaban las cartas. Los primeros días se sintió de sobra, como una visita de paso, preguntándose cuál era su lugar en esa familia y qué diablos iba a hacer con su vida. San Francisco le parecía provinciano; para hacerse un nombre con su pintura tendría que irse a Nueva York, donde estaría entre artistas de renombre y más cerca de la influencia de Europa.

Habían nacido tres nietos Belasco, un niño de tres meses de Martha, y las mellizas de Sarah, que por un error de las leyes de la genética habían salido con aspecto de escandinavas. Nathaniel estaba a cargo de la firma de su padre, vivía solo en un penthouse con vistas sobre la bahía y llenaba sus horas libres navegando por la bahía en su velero. Era de pocas palabras y de pocos amigos. A los veintisiete años seguía resistiéndose a la campaña agresiva de su madre para conseguirle una esposa conveniente. Sobraban candidatas, porque Nathaniel provenía de una buena familia, tenía dinero y aspecto de galán, era el mensch que su padre deseaba y a quien todas las chicas casamenteras de la colonia judía le tenían puesto el ojo encima. La tía Lillian había cambiado poco, seguía siendo la mujer bondadosa y activa de siempre, pero se le había acentuado la sordera, hablaba a gritos y tenía la cabeza llena de canas, que no se teñía porque no deseaba verse más joven, sino lo contrario. A su marido le habían caído dos décadas encima de sopetón y los pocos años que los separaban en edad parecían haberse triplicado. Isaac había sufrido un ataque al corazón y, aunque se repuso, estaba debilitado. Iba un par de horas diarias a la oficina por disciplina, pero había delegado el trabajo en Nathaniel; dejó por completo la vida social, que nunca le había atraído, leía mucho, se deleitaba con el paisaje del mar y la bahía en la pérgola de su jardín, cultivaba almácigos en el invernadero, estudiaba textos de leyes y de plantas. Se había reblandecido y las más nimias emociones le humedecían los ojos. Lillian llevaba una punzada de miedo clavada en el estómago. «Júrame que no te vas a morir antes que yo, Isaac», le exigía en esos momentos en que a él le faltaba el aliento y se arrastraba a la cama para desplomarse tan pálido como las sábanas, con los huesos paralizados. Lillian nada sabía de cocina, siempre había contado con un chef, pero desde que su marido empezó a decaer, ella misma le preparaba sopas infalibles con las recetas que su madre le había legado, anotadas a mano en un cuaderno. Lo había obligado a ver a una docena de médicos, lo acompañaba a las consultas para evitar que les ocultara sus males y le administraba los medicamentos. Además usaba recursos esotéricos. Invocaba a Dios, no sólo al amanecer y al atardecer, como se debía, sino a toda hora: Shemá Ysrael, Adonai Eloeinu, Adonai Ejad. Por protección, Isaac dormía con un ojo de vidrio turco y una mano de Fátima de latón pintado colgados del respaldo de la cama; había siempre una vela encendida sobre su cómoda, junto a una Biblia hebrea, otra cristiana y un frasco de agua bendita, que una de las empleadas de la casa había traído de la capilla de San Judas.

—¿Qué es esto? —preguntó Isaac el día en que apareció un esqueleto con sombrero sobre su mesa de noche.

—El barón Samedi. Me lo mandaron de Nueva Orleans. Es la deidad de la muerte y también de la salud —le informó Lillian.

El primer impulso de Isaac fue eliminar de un manotazo los fetiches que habían invadido su habitación, pero pudo más el amor por su mujer. Nada le costaba hacer la vista gorda si eso servía para auxiliar a Lillian, que estaba deslizándose inexorablemente por la pendiente del pánico. No podía ofrecerle otro consuelo. Estaba pasmado ante su propio deterioro físico, porque había sido fuerte y saludable y se creía indestructible. Una fatiga espantosa le corroía los huesos y sólo su voluntad de elefante le permitía cumplir con las responsabilidades que se había impuesto. Entre ellas estaba la de permanecer vivo para no defraudar a su mujer.

La llegada de Alma le trajo un soplo de energía. No era dado a demostraciones sentimentales, pero la mala salud lo había vuelto vulnerable y debía cuidarse mucho para que el torrente de ternura que llevaba por dentro no se le desbordara. Sólo Lillian, en los momentos de intimidad, atisbaba ese lado de la personalidad de su marido. Su hijo Nathaniel era el báculo en que se apoyaba Isaac, su mejor amigo, socio y confidente, pero nunca había tenido necesidad de decírselo; ambos lo daban por sentado y puesto en palabras los habría abochornado. A Martha y Sarah las trataba con el afecto de un patriarca benévolo, pero en secreto le había confesado a Lillian que sus hijas no le gustaban, las encontraba mezquinas. A Lillian tampoco le gustaban demasiado, pero no lo admitía por ningún motivo. A los nietos, Isaac los celebraba de lejos. «Vamos a esperar que crezcan un poco, todavía no son personas», decía en tono de broma, a modo de excusa, pero en el fondo así lo sentía. Por Alma, sin embargo, siempre tuvo debilidad.

Cuando esa sobrina llegó de Polonia a vivir a Sea Cliff en 1939, Isaac le tomó tanto cariño que más tarde llegó a sentir una alegría culpable por la desaparición de sus padres, porque le daba oportunidad de reemplazarlos en el corazón de la chiquilla. No se propuso formarla, como a sus propios hijos, sólo protegerla, y eso le dio libertad para quererla. Le dejó a Lillian la tarea de atender sus necesidades de muchacha, mientras él se divertía desafiándola intelectualmente y compartiendo con ella sus pasiones por la botánica y la geografía. Precisamente un día que le estaba enseñando a Alma sus libros sobre jardines se le ocurrió crear la Fundación Belasco. Pasaron meses barajando juntos diferentes posibilidades, antes de que la idea se concretara, y fue a la niña, que entonces tenía trece años, a quien se le ocurrió plantar jardines en los barrios más pobres de la ciudad. Isaac la admiraba; observaba fascinado la evolución de su mente, comprendía su soledad y se conmovía cuando ella se le acercaba buscando compañía. La niña se sentaba a su lado, con una mano sobre su rodilla, a ver la televisión o estudiar libros de jardinería, y el peso y calor de esa mano pequeña eran un regalo precioso para él. A su vez, él le acariciaba la cabeza cuando pasaba por su lado, siempre que nadie estuviera presente, y compraba golosinas para dejarle debajo de la almohada. La joven mujer que volvió de Boston, con melena de corte geométrico, labios rojos y pisando fuerte, no era la Alma timorata de antes, que dormía abrazada al gato porque le daba miedo dormir sola, pero una vez superada la mutua incomodidad, recuperaron la delicada relación que habían compartido por más de una década.

—¿Te acuerdas de los Fukuda? —le preguntó Isaac a su sobrina, a los pocos días.

—¡Cómo no me voy a acordar! —exclamó Alma, sobresaltada.

—Ayer me llamó uno de los hijos.

—¿Ichimei?

—Sí. Es el menor, ¿verdad? Me preguntó si podía venir a verme, tiene que hablar conmigo. Están viviendo en Arizona.

—Tío, Ichimei es mi amigo y no lo he visto desde que internaron a la familia. ¿Puedo asistir a esa entrevista, por favor?

—Me dio a entender que se trata de algo privado.

—¿Cuándo vendrá?

—Yo te avisaré, Alma.

Quince días más tarde Ichimei se presentó en la casa de Sea Cliff, con un traje oscuro ordinario y corbata negra. Alma estaba esperándolo con el corazón al galope y antes de que alcanzara a tocar el timbre le abrió la puerta y se le echó a los brazos. Seguía siendo más alta que él y casi lo derribó con el impacto. Ichimei, desconcertado, porque le sorprendió verla y porque las demostraciones de afecto en público son mal vistas por los japoneses, no supo cómo responder a tanta efusividad, pero ella no le dio tiempo a pensarlo; lo tomó de la mano y lo arrastró al interior de la casa repitiendo su nombre, con los ojos húmedos, y apenas cruzaron el umbral lo besó de lleno en la boca. Isaac Belasco estaba en la biblioteca, en su sillón favorito, con Neko, el gato de Ichimei, que ya tenía dieciséis años, en las rodillas. Podía ver la escena y, conmocionado, se escondió detrás del periódico, hasta que finalmente Alma condujo a Ichimei a su presencia. La joven los dejó solos y cerró la puerta.

Ichimei le contó a Isaac Belasco en pocas palabras la suerte que había corrido su familia, que éste ya conocía, porque desde la llamada telefónica había investigado lo más posible sobre los Fukuda. No sólo conocía el fin de Takao y Charles, la deportación de James y la pobreza en que se encontraban la viuda y los dos hijos que quedaban, sino que había tomado algunas medidas al respecto. La única novedad que le dio Ichimei fue el mensaje de Takao respecto a la espada.

—Lamento mucho el fallecimiento de Takao. Fue mi amigo y maestro. También lamento lo de Charles y James. Nadie ha tocado el sitio donde está la katana de tu familia, Ichimei. Puedes llevártela cuando quieras, pero fue enterrada con una ceremonia y creo que a tu padre le gustaría que fuera desenterrada con igual solemnidad.

—Cierto, señor. Por el momento no tengo dónde colocarla. ¿Podría dejarla aquí? No será por mucho tiempo más, espero.

—Esa espada honra esta casa, Ichimei. ¿Tienes prisa en retirarla?

—Su lugar es en el altar de mis antepasados, pero por el momento no tenemos casa ni altar. Mi madre, mi hermana y yo vivimos en una pensión.

—¿Cuántos años tienes, Ichimei?

—Veintidós.

—Eres mayor de edad, jefe de tu familia. A ti te corresponde hacerte cargo del negocio que tuve con tu padre.

Isaac Belasco procedió a explicarle al estupefacto Ichimei que en 1941 había formado una sociedad con Takao Fukuda para un vivero de flores y plantas decorativas. La guerra impidió que la sociedad echara a andar, pero ninguno de los dos le puso fin al compromiso de palabra que habían adquirido, de modo que seguía en pie. Existía un terreno apropiado en Martínez, al este de la bahía de San Francisco, que él había comprado a muy buen precio. Se trataba de dos hectáreas de tierra plana, fértil y bien regada, con una casa modesta, pero decente, donde los Fukuda podrían vivir hasta que consiguieran algo mejor. Ichimei tendría que trabajar muy duramente para sacar adelante el negocio, tal como había sido el acuerdo con Takao.

—La tierra ya la tenemos, Ichimei. Voy a invertir el capital inicial para preparar el terreno y plantar, el resto te corresponde a ti. Con las ventas irás pagando tu parte como puedas, sin prisa ni intereses. Cuando llegue el momento, pondremos la sociedad a tu nombre. Por ahora el terreno pertenece a la Sociedad Belasco, Fukuda e Hijos.

No le dijo que la sociedad y la compra de la tierra se habían realizado hacía menos de una semana. Eso lo descubriría Ichimei cuatro años más tarde, cuando fue a transferir el negocio a su nombre.

Los Fukuda regresaron a California y se instalaron en Martínez, a cuarenta y cinco minutos de San Francisco. Ichimei, Megumi y Heideko, trabajando de sol a sol, obtuvieron la primera cosecha de flores. Comprobaron que la tierra y el clima eran los mejores que se podía desear, sólo faltaba colocar el producto en el mercado. Heideko había demostrado tener más agallas y músculos que cualquier otro miembro de su familia. En Topaz desarrolló espíritu combativo y de organización; en Arizona sacó adelante a su familia, porque Takao apenas podía respirar entre cigarrillos y ataques de tos. Había querido a su marido con la feroz lealtad de quien no cuestiona su destino de esposa, pero enviudar fue una liberación para ella. Cuando regresó con sus hijos a California y se encontró con dos hectáreas de posibilidades, se puso al frente de la empresa sin vacilar. Al principio Megumi tuvo que obedecerle y coger pala y rastrillo para trabajar en el campo, pero tenía la mente puesta en un futuro muy alejado de la agricultura. Ichimei amaba la botánica y poseía una voluntad férrea para el trabajo pesado, pero carecía de sentido práctico y ojo para el dinero. Era idealista, soñador, inclinado al dibujo y la poesía, con más aptitud para la meditación que para el comercio. No fue a vender su espectacular cosecha de flores en San Francisco hasta que su madre lo mandó a lavarse la tierra de las uñas, ponerse traje, camisa blanca y corbata de color —nada de luto—, cargar la camioneta e ir a la ciudad.

Megumi había hecho una lista de las floristerías más elegantes y Heideko, con ella en la mano, las visitó una por una. Ella se quedaba en el vehículo, porque era consciente de su aspecto de campesina japonesa y su pésimo inglés, mientras Ichimei, con las orejas coloradas de vergüenza, ofrecía su mercadería. Todo lo relacionado con dinero lo ponía incómodo. Según Megumi, su hermano no estaba hecho para vivir en América, era discreto, austero, pasivo y humilde; si de él dependiera, andaría cubierto con un taparrabo y mendigando su alimento con una escudilla, como los santones y profetas de la India.

Esa noche, Heideko e Ichimei volvieron de San Francisco con la camioneta vacía. «Primera y última vez que te acompaño, hijo. Eres responsable de esta familia. No podemos comer flores, tienes que aprender a venderlas», le dijo Heideko. Ichimei trató de delegar ese papel en su hermana, pero Megumi ya estaba con un pie en la puerta. Se dieron cuenta de lo fácil que era obtener un buen precio por las flores y calcularon que podrían pagar la tierra en cuatro o cinco años, siempre que vivieran con el mínimo y no ocurriera una desgracia. Además, después de ver la cosecha, Isaac Belasco les prometió que obtendría un contrato con el hotel Fairmont para el mantenimiento de los espectaculares ramos de flores frescas del hall de recepción y los salones, que daban fama al establecimiento.

Por fin la familia empezaba a despegar, después de trece años de mala suerte; entonces Megumi anunció que había cumplido treinta años y era hora de iniciar su propio camino. En esos años Boyd Anderson se había casado y divorciado, era padre de dos niños y había vuelto a rogarle a Megumi que se fuera a Hawái, donde él prosperaba con su taller de mecánica y una flotilla de camiones. «Olvídate de Hawái, si quieres estar conmigo, tendrá que ser en San Francisco», le respondió ella. Había decidido estudiar enfermería. En Topaz había atendido varios partos y cada vez que recibía a una criatura recién nacida sentía la misma sensación de éxtasis, lo más parecido a una revelación divina que podía imaginar. Hacía poco que este aspecto de la obstetricia, dominado por médicos y cirujanos, comenzaba a delegarse en las matronas y ella quería estar en la vanguardia de la profesión. La aceptaron en un programa de enfermería y salud femenina, que tenía la ventaja de ser gratis. Durante los tres años siguientes Boyd Anderson siguió cortejándola con parsimonia desde la distancia, convencido de que una vez que ella obtuviera su diploma, se casaría con él y se iría a Hawái.