Viernes, Santa Ana

El sol bordea la tapia, dora las piedras de las ruinas del castillo. El ortigal del patio es una masa de color de esmeralda; los pocos árboles de la carretera linean su verde sombrío entre el azul del cielo y el rojal. La palangana, sobre el cajón, moviliza reflejos en la pared en sombra; reflejos juega el agua en el abrevadero, sobre el vástago de la fuente. Por los huecos de la fachada que limita el patio, el cielo toma proximidad e intimidad; por las grandes ventanas de la fachada del palacio que limita la plaza del pueblo, el azul se hace remoto. Vuelan la abeja y la cigüeña. Despierta Micaela y la campana pequeña de la iglesia, a media torre —las del campanario las arrancó viento de guerra—, voltea rápida, alegre, fresca.

Fachadas de casas en ruinas. Fachadas solas, teatrales. Fachadas al campo. Orografía de ruinas. Gritos de la miseria. Y el espectro de la grandeza, el palacio, únicamente fachada y unos cobijos, para carros y bestias, parásitos de la piedra noble. Recuerdo, muro de recuerdo, del hogaño triunfal.

Frutos: chato liso, picotazos de viruela, mirada loca. José: casta del Ebro, pálido, jas de pulmón podrido. Albina —la cana engaña, el diente miente, la arruga no hay duda—, la barriga hinchada y el quebranto mucho. Adoración, donde siempre nace una esperanza. Y los hijos.

La tormenta del día anterior había barrido la carretera de polvo y excrementos. El agua se estancó en una depresión del terreno. Los cerdos hozaban en la lama. Las gallinas dejaban las medias estrellas de sus rastros por la onda larga del barro, que se iba endureciendo en los bordes. La cigüeña había pasado tres veces su sombra por el charco, avizoradora, cazadora, hermosa, al amanecer. La cigüeña desde su alcázar dominaba la ruina, el pueblo, el campo, el horizonte aburrido. La cigüeña fingía un sueño, una calma de nubecilla, desde su nido feudal.

María, la madre de Sebastián, dormía aún.

Sebastián y su hermano Juan salieron a la carretera.

—¿Habrá ranas en la poza? —preguntó Juan.

—¿Te acuerdas de cuando te llevé al bar de don Ricardo y comiste ancas de rana? —dijo Sebastián.

Venía a la memoria de Sebastián el plácido recuerdo de una mañana. Don Ricardo había invitado a Juan; lo mismo hicieron los amigos de Sebastián. «Que salga tan fino como tú —dijo don Ricardo—, que casta no le falta». Seguramente no le faltaba casta a Juan.

—¿Te acuerdas cuando nos íbamos a bañar a la alberca?

—Cuando mataste el sarapé y yo chaqueteé. Me recuerdo.

Llegaba a la memoria de Sebastián aquella tarde de verano en la alberca, bañándose desnudos los dos hermanos. Y luego la caza de la culebra, que se refugió en un mato y soplaba rabiada y herida de las piedras. «Juan, tráete un basto. Juan, jindón, acércate». Y cuando la mató la cogió por la cola y se la tiró a Juan, que corrió miedoso.

—¿Aún no les has quitado el canguelo?

—Dan el mal. Un día iba en el mayo del tío Manuel y se me puso una delante. Se alzaba como los gallos. Me tiró el mayo. Un sarapé largo como un ramal.

—¿A que no te acuerdas de cuando el viejo compró un burro y lo montaste solo por primera vez?

—Tenía el trupo blanco y unas tetinas negras y duras.

Buen recuerdo tenía Sebastián. Había llegado el padre con la alegría de unos duros en el bolsillo. Aquella noche se bebió él solo una botella de anís. Se emborrachó y nada más. Todos estuvieron contentos. Al día siguiente…

Al día siguiente Sebastián recordaba que el padre se zurró con un pariente en una era. No había sido cuestión de dinero, sino de decires. El pariente era esquilador. Tenía un tijerón empalmado. El padre le dio un chaquetazo en la mano y el tijerón saltó. El padre ni movió los pies. Le dio un chaquetazo en la cara y lo tiró al suelo. «¿Ves —dijo—, ves como si fuera como tú y tu gente te mataba ahora? Coge tu herramienta y vete. Anda, vete a decirle a tu gente que voy a hacer con todos lo mismo. Coge camino». El viejo tenía temple.

Se la guardaron. Como no podían con él, se la guardaron. Cuando enfermó y se acabó el dinero, la madre fue a pedir a los parientes. «¡Ay! Echarle una mano, echarle una mano por la Virgen». «Que la pida él, que es quien lo necesita», le respondieron. Pero el padre no pidió nada. Sebastián estaba de permiso militar. «Agárrame la mano, María, que lo veo todo negro, que me acabo». La madre lo tenía cogido de la mano y el padre no lo sentía. «María, María, abre la puerta, que me ahogo». Luego se quedó con los ojos abiertos, respirando como después de una carrera. Luego dejó de respirar.

—¿Tú te acuerdas bien del bato? —dijo Sebastián.

—Bien no me acuerdo.

—Cuando el bato te diquelaba; pregúntale a la vieja cuando te diquelaba…

Un grillo de la vera de la carretera daba su canto mecánico, monosílabo, amarillo.

—Si lo sacas de su cueva, Juan, se lo damos a Micaela.

—Le dan asco.

Juan comenzó a hablar sobre cosas confusas. Sebastián fingía prestar atención. Sebastián pensaba en sí mismo. Pensaba que cuando se levantase la madre le iba a hablar. O mejor lo dejaría para más tarde, porque antes quería probar la dulzura del recuerdo en común. Antes quería oírla hablar del tiempo pasado, quería retornar de su palabra a los caminos de Extremadura y de Toledo, a las lejanas y fieles horas que habían pasado blancas y vacías, pero que ahora, su solo recuerdo las llenaba de cosas íntimas, amigas, serenadoras.

Juan seguía hablando.

—Cuando me di el cate…, la chola…, el mengue ciego y el chucho negro…, el sol negro…, la tía tiñosa…, la calentura…, el mengue trajelaba bichas…, el chucho se trajelaba el rabo…, un sangrón…

María, la madre de Sebastián, hablaba con las otras mujeres. En el patio crecía un rumor colmenero de voces y labores.

—Me sonaba la chola…, la jeró del mengue tenía la rosca los curas…, el chucho me meó el trupo…

—¿Qué estás contando, Juan?

—Cuando me di un cate de un árbol pegado a la alberca.

Sebastián volvió a sus pensamientos. Había que tener la suerte negra que él había tenido. Había que sentir la tranquilidad de los demás para saber que el propio corazón es un animalillo rebelde que muerde en el pecho sin descanso. Había que ver los largos, desiertos caminos donde el hombre es libre para darse cuenta de que uno no anda camino, porque en la huida no hay camino, sino rastro.

Sebastián recordaba los rostros, los gestos del confín de la memoria. A los diez años, cuando el abuelo le miraba al ojo, con el aire brujo, y le decía riendo: «Sebastián, tú serás famoso». El gesto del abuelo, la boca apretada, alta la ceja, pensando un remedio o un negocio. El respeto del padre para aquel ser roto por los riñones, surcado de años, con la piel del color del cuero viejo. Lo recordaba cercano. Pensó que desde que murió no había vuelto a su recuerdo. Ni siquiera había recordado sus bromas agrias. La broma de la moneda albando y la mano llagada. El consejo: «Sebastián, un gitano mira, no confía. Así irás aprendiendo». Y cuando fue a morir que hizo que lo lavaran antes, porque tenía en la cabeza la música loca de que la buena muerte llega al cuerpo limpio y la mala, dolorosa, al sucio.

Años de niñez, jugando, regateando, persiguiendo, aprendiendo y llorando. Años de Navalmoral y de Talavera, que en la distancia del tiempo transcurrían monótonos e iguales, trasladando la misma anécdota de uno a otro. Años de sueño y de hambre.

Micaela buscaba a Sebastián. Salió a la carretera. Juan contaba una historia de peleas. Micaela se apoyó contra Sebastián, que acarició sus hombros agudos, su cabeza greñuda, su cuello largo y talloso.

—… salieron al cholí los churres del pueblo, que los mandaba el cabo fulao, que se le decía…, por jugar a los prohibidos…, por…

Sebastián apretó a Micaela contra su cuerpo. Luego la madre llamó desde el patio a Juan y Micaela. Frutos salió gritando a la carretera:

—¿Lo ves tú, Sebastián, lo ves tú?…

—¿Qué te pasa, Frutos?

—Me voy a jiñar en la madre que los parió a todos. Está uno para que todavía le revuelvan, está uno para que le busquen…

Sebastián sabía que los arranques de Frutos eran parte de los comienzos del día. Se levantaba malhumorado, bronco, ciscándose en toda su memoria y conocimiento. Se calmaba al aguardiente y empezaba a ser tratable por los vasos de la media mañana. Sebastián le dejaba hablar sin interrumpirle. Había que capear el mal genio, durmiendo el oído en el sonido de las palabras.

Sebastián recordaba los despertares de su padre, silenciosos y hostiles. El padre alguna vez los explicaba: «Es que se viene del sueño como de la muerte y hay que irse dando cuenta, poco a poco, a lo largo del día, de que se vive. Se viene y se va al sueño, que es como la muerte. Uno no puede estar alegre cuando se despierta ni cuando se va a sornar».

—¿Quieres una truja, Sebas?

—No.

—¿Tú sabes lo que tiene que aguantar uno, tú sabes?… Hasta que un día me dé un viento largo y me dé el piro bien dao. Me tiro a lo que sea. En la cárcel iba a estar más tranquilo que aquí.

Sebastián oía a su madre hacer las pequeñas recomendaciones del orden, de las labores familiares. Oía las palabras, que le llenaban de una vaga melancolía. Había pasado mucho tiempo sin oírlas. Encontraba en ellas un camino de retorno.

—Micaela, trae un viaje de la fuente.

Muchas veces, a la edad de Micaela, había hecho los viajes con cubos a la fuente pública a coger agua. En torno a la fuente, las mujeres y los niños se agolpaban, gritaban, discutían. La tierra estaba encharcada. Al volver a la casa, con el movimiento de los cubos se derramaba el agua. Los pantalones se le pegaban, mojados, a las piernas. Le dolían las manos y había aprendido alguna historia de la vecindad.

—Sebastián, me voy a tomar el gote, para quitarme el despertar.

—Bueno, Frutos. Echa la pañí de muerto.

—¿Tú no vienes?

—No.

Sebastián prestaba atención a las conversaciones de las mujeres en el patio. Micaela salió con dos cubos, pendientes de los brazos.

En la fuente de la pared recordaba Sebastián haber estado a coger botellas de agua para el abuelo. Le enviaban a la fuente de la pared, cuya agua tenía en opinión del abuelo virtudes casi milagrosas. «Siempre que puedas, Sebastián, date un trago del agua de la fuente de la pared, te limpiará los malos jugos de los adentros, te limpiará los untos de los grumos que les salen con el tiempo, te limpiará la riñonada y harás, cuando los tengas que hacer, hijos fuertes». El abuelo bebía golosamente el agua de la fuente de la pared, que era un cañito en un tapial pequeño entre un musgo verde y negro, sobre una piedra surcada por el paso del agua. Sebastián recordaba el tiempo del agua de la fuente de la pared, con la nostalgia agria de la fortuna perdida.

José holgaba y doñeaba. Gustaba de enroscar las palabras en el tema escabroso. Se divertía dándoselas de pícaro y ensanchaba, sin querer, los conocimientos de la chiquillería en los balanceos de la paria. José tosía largo y cuando le daba el suspiro final comentaba:

—El invierno me da mulé. Antes de la primavera estoy de puerto donde no habla nadie.

Macabro, torcido y extraño, se dejaba cuidar. Brindaba la hebra a Sebastián.

—Cuídate, Sebas, que no sabes lo que es tener salud. Cuídate, Sebas, que te lo dice uno que da las boqueadas de pie antes de espicharla.

Las mujeres lo mimaban con brusquedad. Albina decía:

—Estás con el mismo sermón desde las quintas. Tú nos entierras a todos.

La tos de José quebraba el ánimo.

—¿No os lo digo?

Los chavales se quedaban en suspenso mirando un momento a su padre. Volvían a sus juegos.

Si José se sentía con ánimos, amargaba el día a la familia. Se echaba en un rincón y suspiraba.

—Llevarse los chavales, que me dan las ducas al verlos. Llevárselos por vuestros muertos.

Se ponía muy malo y su mujer o Albina salían a comprar un trozo de hígado, que lo cocían y cuyo caldo tomaba.

Sebastián le animaba:

—Tienes un galope todavía, José. No te pierdas en los pensamientos negros. Baja por el invierno a una ribera.

—Se pone peor —decía su mujer—; la humedad le changa.

José se estiraba delante de Sebastián.

—Esto es muy malo, Sebas; esto hace falta tener mucho valor para aguantarlo.

—Tú lo tienes, José.

—Si no lo tuviera…

Juan se había ortigado las piernas y se frotaba con tierra. Los hijos de José y de Frutos le hacían corro.

—Date saliva.

—Tierra es mejor.

—Date meaos.

Sebastián volvió a la carretera. Aquella vida familiar le producía el espanto del porvenir. Faltaría él y todo seguiría igual. Juan tendría un recuerdo del hermano aún menor del que él tenía del padre. Micaela se haría mujer y cuidaría de un José o de un Frutos de entre aquellos chiquillos y pariría chiquillos que el tiempo haría mayores y para los que él sería una historia lejana, si algo era.

Sebastián vio acercarse a Micaela, cargada con los cubos de agua. Sebastián miró hacia la plaza del pueblo, donde la tierra estaba cercada del dolor de las ruinas. Pensó en las ruinas. Pensó en el tiempo futuro. Y se hizo más profunda su tristeza.

José dormía de bruces sobre el colchón, el pecho mojado de sudor, la respiración fatigosa, las piernas abiertas, las negras alpargatas mostrando las suelas gastadas. Frutos tenía el medio sueño de la siesta. A ratos abría un ojo neblinoso, giraba el cuerpo, recogía una pierna para volver a estirarla.

Las mujeres trajinaban en silencio. Si sonaba un cacharro, había un instante de atención con los rostros vueltos a los que dormían. Si la ronda runruneante de un insecto se hacía insistente por encima de las cabezas de los durmientes, cualquiera de las dos mujeres, ayudándose con un trapo, procuraba espantarlo.

Oleó el agua sucia del cubo cuando Albina salió con él al patio. Lo vertió lentamente en el reguero que se perdía tras la vivienda. En otro momento lo habría vaciado con violencia y el agua, al golpear en la tierra, hubiera dado un ruido flatoso o un trallazo. Pero preservaban el sueño de los hombres. Frutos y José no se enterarían de la delicada, cuidadosa guarda.

Los chiquillos, tras la vivienda, se hacían el chitó cuando alguno levantaba la voz. «Padre duerme, padre duerme». Y había en sus voces, plenas de cautela, un temeroso respeto a los mayores.

Sebastián estaba sentado con su madre en el patio. La madre de Sebastián frotaba sus morenas manos por la falda negra. Peleaba descuidadamente con la crencha aceitosa, que se le escapaba de la horquilla. El pecho, cansado, se le hacía bulto informe bajo el vestido y la media toquilla, prendida con un imperdible. Entre las alpargatas sucias y el faldón asomaban las piernas desnudas, morenas y roñadas.

Sebastián arrancaba, con la uña larga del dedo meñique, trocitos de la pintura de la esfera del reloj.

—Madre, estuve en Alcalá, donde el tío —Sebastián hizo una pausa—. Buscándote.

La madre detuvo el movimiento de fricción de las manos. Gordezuelas, amables, apalomadas, reposaban sobre las rodillas.

—¿Hablaste con Manuel?

—Me dijo que os habíais venido a Cogolludo, y aquí me vine.

La madre temía preguntar. Se esforzó:

—¿Te faltó, Manuel?

—Mala muerte tenga, madre —dijo Sebastián con la voz apagada, mirando al suelo—. Mala muerte tenga quien echa a los suyos.

—La jaca vieja no olvida las malquerencias, hijo. Manuel y tu padre pisaban los mismos charcos. Ninguno me escuchó. Nada he podido hacer, nada. Tu padre…

La imagen del padre volvía a Sebastián.

—¡Lo que yo he sufrido, lo que yo he sufrido! —dijo la madre.

Los dos callaron. La madre repitió:

—¡Hijo, lo que yo he sufrido!

Sebastián cruzó las manos. Habló:

—Mal día el que te fuiste de Talavera.

La voz de la madre se hizo un susurro, humilde y dulce:

—Los pobres tenemos que ir donde nos lleva el hambre. Si tú, hijo, hubieras querido…

Sebastián sentía la garra airada del corazón.

—Sí, madre.

—Nunca nos hubiéramos marchado.

—Sí, madre.

—Pero Micaela y Juan…

La voz de la madre tenía un vago acento de reproche:

—Manuel nos ha dado de comer. Hemos comido del pan de Manuel. Ha sido bueno con nosotros.

Calló la madre. Sebastián perdía la mirada en la tierra.

El sol de la tarde palidecía el azul. El planeo espectacular de la cigüeña se iba reduciendo en sus giros hasta llegar al vórtice de caza. Revolaban las moscas en la oscuridad de la vivienda, apartadas a manotazos por las mujeres. Frutos encogía la zanca. Y el sueño, el movimiento, la palabra eran pesados y tensos.

Sebastián miró a su madre.

—Madre, voy huido.

La voz de la madre tenía un hueco y poderoso sonido de cisterna.

—¡Ay, Sebastián! ¿Qué has hecho?

—Vengo con sangre, vengo de muerte.

La madre se cubrió el rostro con las manos.

—¡Ay, Sebastián, qué desgracia!

Sebastián hablaba rápida, confusa, nerviosamente.

—He matado a un guardia. Estaba bebido. Me persiguen, madre. He venido donde tú has venido. Si me cogen, me matarán. Por eso fui a Alcalá.

Sebastián bajó la voz. Cogió una mano de su madre.

—Lo maté, madre, sin saberlo. Tiré sin deseo de tirar. He corrido el campo, he sufrido mucho.

—Sebastián, ¡qué desgracia! ¡Qué mal viento te ha traído! ¡Dios mío, Santa María!

—Madre, me cogerán, me cogerán.

La madre ahogó un sollozo. Se desasió de Sebastián y se cubrió la cara. Lloraba, jadeando levemente. Lloraba con una levedad de lluvia mansa.

La madre levantó el rostro, húmedo de las lágrimas.

—Dios nos ampare, hijo; ¿qué se puede hacer? Tanta desgracia… Pero ¿cómo ha podido ser, Sebastián, cómo pudiste hacerlo?

Con la cabeza baja, los brazos cruzados, la crencha suelta, volvió a llorar. Sebastián le acarició la cabeza.

—Madre, ¿qué puedo hacer?

La madre lloró un rato en silencio. Sebastián la acariciaba. La madre levantó la cabeza. Tenía los ojos empañados y tristes.

—Tienes que irte, Sebastián. Tienes que marchar de aquí.

En Sebastián renacían el miedo y el desamparo. Buscaba cobijo.

—No, madre, no me digas que me vaya.

—Tienes que marchar. Aquí te cogerán. Aquí están Juan y Micaela y todos los demás. Si te cogen aquí, ellos también pagarán por ti. Tú no puedes hacerles daño, hijo. Tienes que irte. Tú no puedes hacer daño a tus hermanos, a todos estos.

Sebastián sentía que el miedo se iba apoderando de su madre.

—¿Dónde voy a ir, madre?

—¡Dios mío, qué desgracia!

—Tengo miedo, madre.

—Tienes que irte. Tienes que marcharte. Vendrán por ti. Nos cogerán a todos.

—Me cogerán, pero deja que me quede.

—Tienes que irte. ¡Dios mío! Vendrán esta tarde. Nos llevarán a todos.

Sebastián se puso en pie.

—No tengo nada.

La madre tenía la voz grave, casi dura.

—Hijo mío, aquí nos conocen. Si no es esta tarde, mañana vendrán los guardias a preguntar quién eres. Estarán enterados. No te puedes quedar. Te llevarán.

Sebastián miró las profundidades de la vivienda, miró el ortigal del patio, miró el cielo azul. Dijo:

—Sí, madre. Me iré ahora mismo.

Sebastián quedó solo en el patio. La madre desapareció en la vivienda. Hubo un murmullo de voces. Luego se hizo el silencio.

Sebastián estaba en el patio rodeado de su familia. Frutos y José le miraban con miedo. Las mujeres lloraban.

—Me iré ahora mismo.

La madre le dio un pañuelo.

—Toma, Sebastián; era de tu padre. Doblado va el dinero que tengo.

—No, madre.

—Tómalo, hijo, te servirá.

Sebastián guardó el pañuelo en su chaqueta. Frutos y José bajaron la vista.

Sebastián dijo:

—No les digáis nada de esto a Micaela y Juan.

Sebastián tendió la mano a los hombres.

—Deséame suerte, Frutos.

Frutos apretó la mano de Sebastián.

—Suerte, Sebastián.

—Deséame suerte, José.

José estrechó la mano de Sebastián.

—Suerte, Sebastián.

Las mujeres se abrazaron a él.

—Adiós, Albina. Adiós, Adoración.

Sebastián apartó un poco a su madre. La abrazó y la besó.

—Adiós, madre.

—Sebastián, hijo, Sebastián…

Adoración y Albina se llevaron dentro a la madre de Sebastián. Por la carretera sin sombra, bajo las miradas de Frutos y José, iba la sombra de Sebastián Vázquez.

Sin meta, sin finalidad, el hombre se vacía de sí mismo. Sin meta, sin finalidad, camina Sebastián Vázquez por la carretera que pasa por el molino viejo, que lleva hacia el peligro. Sebastián piensa en su madre. Siente su propia soledad. Solo por fin frente a la sangre y a la muerte. Y en la orilla del miedo los amigos, los parientes, la madre. Está sereno. Recuerda al abuelo: «Poco mal espanta y mucho, amansa». Siente la sangre correr obediente por sus venas. Siente el corazón amansado, golpear suavemente el ritmo de su vida.

La carretera va ascendiendo lentamente y el paisaje de ayer vuelve con una ligazón de amargura. Cuando se es capaz de pensar en el miedo, cuando se puede reflexionar sobre el miedo, éste deja de existir. Porque el miedo no admite el pensamiento. Sebastián no encuentra los cauces de la sangre del clan, donde el miedo se ha hecho impetuosa vida y lo ha invadido todo.

Recuerda la voz de Cabeda, dulce y grave en el consejo, en la muestra de la vida. Recuerda el viejo y manso corazón de Cabeda. Veinte años de cárcel. La pérdida de veinte años de existencia. Pero él ¿tendrá siquiera ocasión de perder veinte años? Él, lo sentía profundamente, jugaba su vida, que a medida del tiempo iba perdiendo valor hasta que llegara a ser algo que no admitía cambio con nada.

Sebastián se acercaba al molino viejo. Pensaba que nada dejaba tras él. Que todo estaba ya aclarado. Los amigos, la familia, la madre habían sido tachados por el miedo. Sebastián descubre la vaga imagen de Lupe, que va acrecentándose. ¿Y Lupe? Lupe es la última oportunidad del pensamiento. Lupe es la última oportunidad del corazón. Volver a Talavera, volver al punto de partida, transformado, siendo otro quizá. Reencontrar a Lupe, cuyo corazón es fiel y valeroso. Refugiarse en Lupe, sin temer ser rechazado. Saber que Lupe era la única cosa que le quedaba en el mundo de los afectos totales y decírselo.

Condicionales de la suerte.

«Si no hubiera bebido —pensaba Sebastián—, si me hubiera dado por quedarme con Lupe, si el guardia no hubiera muerto de mi mano… Si todo hubiera seguido como antes del principio, estaría tal vez ciego para las cosas, ciego para la vida. Sin darme cuenta de las realidades tristes de los afectos y del miedo. Seguiría maltratando la vida de Lupe. Pero no he de volver a Talavera. Ya es tarde. Ya no hay remedio. Volvería a hacer daño a lo único por lo que podía volver. No, Lupe ya no es más que un recuerdo, tiene que ser solamente un recuerdo para que todo se cumpla».

Bajo los árboles, tendida en la yerba seca, cercano al molino, Sebastián siente el futuro blanco y vacío. Las sensaciones de miedo han desaparecido. Los torbellinos donde el pensamiento es polvo oscuro y sin fijación. Donde la sangre es tinte de crepúsculo y la muerte una garra negra que aprieta la vida hasta hacerla estremecerse en golpes de agonía.

La mirada pícara del abuelo, la mirada negra del padre, la mirada serena de Cabeda, la mirada de pájaro libre de Roque. Armonía del recuerdo.

—Sebastián, tienes que cambiar de vida.

—Así me va bien.

—Sebastián, cambia. Acabarás mal. Deja a esa mujer.

—Eso es cosa mía.

—Mira que todo se paga.

—Se pagará.

Estaba pagando un alto precio. Ya lo único que no podía dejar era el recuerdo de la mujer. Ya estaba con él hasta siempre. Ya la tendría hasta la muerte.

—Sebastián, trabaja, o nos tendremos que marchar donde Manuel.

—Vives, ¿no?

—Sebastián, nos iremos.

—Aquí estáis bien.

—Micaela y Juan…

—Aquí estáis bien.

—Nos iremos donde Manuel. Tienes que trabajar, defendernos.

—Aquí estáis bien, madre.

Pero se habían marchado, por temor, como lo habían dejado por miedo. No, no podía arrastrar a todos a su destino. Habían tenido razón, pero él cumplía con su suerte.

Cuando disparó contra el guardia y huyó tenía miedo, pero también las misteriosas seguridades de la sangre. Creía que los amigos, la familia, la madre le ayudarían. Burlaba la muerte desde aquellos cobijos. Se sentía acompañado. Ahora no tenía miedo y estaba solo, sereno, solamente con los recelos de la animalidad, atento a la carretera, atento al rumor, atento al aviso del olfato.

Roque podía hacer sus humildes viajes pagando con sus habilidades, hiriéndose el estómago, sufriendo el calor y el frío. Roque podía decir que soñaba.

—Roque, me voy contigo.

—Tú no puedes venir, Sebastián.

—Tengo que irme contigo. Te ayudaré en las ferias. Hablaré a la gente.

—Tú no puedes venir. Tú tienes otras cosas que hacer.

—Ya no tengo nada.

—Pero no puedes venir. No te gustaría. Acabarías dejándome en cualquier camino.

—No te dejaría.

—Tú no eres del camino.

Sebastián no era del camino.

—Aquí estoy, señor Cabeda.

—¿Ya has vuelto? Te esperaba.

—Veinte años.

—Es un buen precio. ¿Y los tuyos?

—Ya no viven.

—¿Tenías mujer?

—Tenía.

—¿Murió?

—No sé.

Pero no eran veinte años, veinte años y ciento veinte pesetas. Estaba seguro de que acabaría de otra manera, en la que ahora no quería pensar.

Sebastián cortó la yerba que ayuda a pensar y mordisqueó su tallo seco. Había mentido la sangre. Con el único que pudiera haberse ido por los caminos, con el único con el que se hubiera podido explicar, era con su padre.

—Ya, Sebastián. Es una desgracia, pero todo tiene su arreglo.

—Padre, vengo de sangre.

—Ya, hijo, tienes que marchar.

—No puedo.

—Iremos juntos.

Irían juntos tal vez después de que sucediese el crepúsculo. Cuando los guardias lo vieran correr por el campo, sin buscar refugio, y le tiraran a muerte.

Recuerdos, creaciones del recuerdo, pensamientos, amargura del clan, nostalgia de las manos lejanas de Lupe. Los sentidos gobernando en su centinela la sombra de Sebastián bajo los árboles. El lejano rumor de las palabras amigas de otro tiempo.

—Aquí tienes un amigo de verdad para lo que quieras.

—Ya lo sé, Sebas, ya lo sé.

La insistencia del vino. La pistola pequeña que el tiempo agiganta y fantasma. La lejana taberna del Tripa y la luz del amanecer, luz de aguardiente aguado. El camión y la soñarrera de Larios.

—Que no se diga.

El Maño, cuya cara supone la tranquilidad más peligrosa porque en ella se ve el arrebato de violencia, casi la locura.

—Ponnos otras.

Aquella pelea sin sentido, sólo porque hay que probar, porque es como una tentación el cuello del Maño, y él nunca se ha resistido a las tentaciones. Porque Sebastián creía que no temía ni a los hombres, ni a la vida, ni al mundo.

—Date, date.

Disparos. Huir por los sembrados, por los alcores bravos, hacia la sierra, buscando ya el refugio de la sangre.

Todo había pasado velozmente y estaba cercano, pero parecían haber transcurrido años. Tenía que contar los días: lunes de muerte, martes de temor, miércoles de serenidad, jueves de tristeza, viernes de la sangre. ¿Cuántos días podría contar todavía?

La urraca vuela a su nido. Las hormigas no rompen el ritmo del trabajo. La abeja hiere delicadamente la flor del mato. El alacrán es devorado por su hembra, porque su destino es de devorado.

Baja el sol hacia el horizonte. Las sombras se alargan. Se amora la pared del molino. Rojea la carretera.

Sebastián está cansado. No tiene meta, no tiene finalidad. Lo mismo da estar bajo los árboles que en el camino.

El pañuelo del padre guarda el dinero de la madre. Tiene dinero, poco dinero, para la vida. Pero ¿acaso lo va a necesitar?

La moneda albando del abuelo. Su risa de truhán sabio. El duro chulo del padre con la mano poderosa apretando su mano de niño. Guarda el dinero. Pero el dinero es para los que tienen que luchar con el hambre y él no siente ahora hambre y no sabe si pasará un momento de hambre.

—Sebastián, vámonos a la alberca.

—No puedo, Juan.

—Anda, Sebas, cogemos lagartijos para guardarlos en botellas.

—No puedo, Juan.

Los hermanos pequeños en los que el cariño es asombro. La frialdad de Anuncia, seca, amarga, rodeada de sus hijos. Aquella casa de Talavera que recordaba con fidelidad, pero que apenas había vivido íntimamente, porque él vivía en la calle, en la aventura y el aburrimiento cotidiano de la calle.

Enturbiaban la mente los blandos, sinuosos, olvidados recuerdos de la niñez.

—Sebastián, siéntate aquí.

Y Sebastián, obediente, debilitado por el cariño, se refugiaba entre los brazos de la madre.

—Duérmete, Sebastián.

Y Sebastián cerraba los ojos y sentía un suave romperse de su fuerza, un relajamiento gustoso.

La madre cantaba la nana del niño de Belén, que Sebastián oía con los ojillos cerrados esperando el sueño, aunque aquello era mejor que el sueño.

La voz del padre le devolvía la energía, la fuerza y saltaba del regazo, nervioso y alegre como un perrillo. Pero el padre apenas le miraba, apenas le posaba su mano en la cabeza un momento, porque la preocupación le embargaba.

Y cuando el abuelo fue a la casa a quedarse y morir en ella, Sebastián regateaba entre sus piernas, escuchando la cadena de sus palabras. Retornaban las palabras de la lejanía.

—Sebastián, la vida del perro es más vida que la del viejo. Los huesos se le quiebran al viejo si corre, y si no corre se le duermen.

Pero el abuelo corría, se movía, hablaba y trabajaba. Tenía que oírle todavía.

—Sebastián, a burro flojo, arriero loco.

Y recordaba de él que para cada cosa, para cada suceso tenía un decir, un refrán.

Sebastián volvía a su soledad. No había aún roto totalmente la unión con la familia. Debería perderse en la lejanía sin volver la mirada atrás. Marcharse de la vista del pueblo, donde quedaban la madre y los hermanos, el miedo y el asombro.

Una falta de deseo, una pereza de entrega, le impedían moverse. Otra vez Lupe, ya para no pensarla.

—Sebastián, quédate por lo que más quieras.

La onda vaga del peligro presentido.

—Sebastián, quédate.

Pero Sebastián se había ido con los amigos. La triste figura del Langó arrastrando su cojera y su dignidad ofendida saliendo de la taberna del trueno, de la madrugada de ebrios, de la voz del dueño poniendo orden doméstico en el establecimiento.

—Sebastián, a veces pienso que es mejor no tratarte… Y te olvidas de la amistad y sólo quieres hacer…

El Langó tenía razón. Ahora ¿qué esperaba? Pero no había llegado a conocerse, no había recapitulado su vida más que acompañado por la mala suerte. Podía haber dicho:

—Sí, Buenaventura, hay que perdonarme. Tú ya sabes cómo soy yo.

Pasaba el tiempo. Se doraba el crepúsculo, que luego enrojecería, que por fin se haría una raya verde, que iría oscureciendo hasta desaparecer. Sebastián miró hacia el molino. Pensó que ya no se movería de allí hasta la mañana siguiente. Que a la mañana siguiente volvería a huir, pero que necesitaba organizar su pensamiento para el porvenir.

Antes de oscurecer, Sebastián entró en el molino. Las sombras moradas del fin de la tarde se hacían densidad de oscuro en las rinconadas. Todavía podía leer en el islote de cal: Por aquí pasó…, con su Maruja. Sebastián se sentó en la paja molida; con un palito, débilmente, trazó en la cal su caligrafía: «Aquí estuvo Sebastián Vázquez». Pensó en Lupe. Iba tan con él, que hubiera podido añadir: con su Lupe. Pero Sebastián no añadió el nombre. El nombre de Lupe lo dibujó en el suelo, apartando con el pie los excrementos del ganado.

Sebastián se echó sobre la paja. No había viento. Por las tablas del techo se veía una sola estrella. Sebastián cerró los ojos. Oía los rumores del anochecer en el campo. Oía silbar el lechuzo loco que no encuentra la hembra. Oía el latir tranquilo de su corazón.

Fue llegando el sueño.