Martes, San Apolinar
Sobre el encinar, a los primeros, delicados y tibios rayos del sol, rondó el azor. Se disparaban en calambradas, breves, tímidas carreras, los conejos. Partían de sus agujeros, tras olfatear prolijamente el aire de la mañana, y de pronto buscaban cueva enloquecidos o se arrecían de miedo al resguardo de un matojo hasta que encontraban fuerzas para huir. Los vuelos de los pájaros eran cortos y apresurados, y rápido, tembloroso, su piar. Únicamente la abubilla se paseaba tranquila moviendo la cabezuela galante y desflecada a un lado y a otro. Rondó el azor mientras Sebastián dormía.
Sebastián despertó con el campo en silencio, alto el sol y crudo el cielo. La primera, leve y alegre hora de la mañana había pasado. Se desató los zapatos, pero no quiso quitárselos a pesar de que tenía hinchados los pies. Sentía la boca muerta, cosida decían los amigos de la infancia cuando comían fruta agria, y un sabor de aceituna verde, mal curada, que le obligó a salivar. Las rodillas las notaba duras, doloridas, del relente de la amanecida, de la humedad nocturna penetrante y tenue. Se puso en pie. Su reloj de pulsera estaba parado. Las agujas marcaban las seis. Se le fue el pensamiento hacia el reloj de la casa de trato, siempre parado. La vida transcurría sin que el reloj marcase las horas, dormido espectador de aquella cachaza triste de las noches iguales en que vivían las mujeres. El reloj, lo había leído alguna vez en un periódico, no se sabe por qué, se para dando la hora del accidente, del ahogado, del muerto de la guerra. El reloj tiene como un alma paralela con su dueño, es como el corazón. No se le ocurría otra comparación. Sí, es como el corazón; como un aviso del corazón, a veces, o como la despedida final en que corazón y reloj se pusieran de acuerdo.
Desde la hora fantasmal e incumplida del reloj del prostíbulo hasta aquella hora de miedo y huida de su reloj, había pasado una vida, su vida, pero el tiempo no. Anchos y amargos día y noche. De las seis a las seis. La burla de las seis en el reloj de pared cuando era la madrugada de otra noche; la burla de las seis al despertar de la noche dormida al pie de una encina, vacío de sí mismo. «El tiempo no pasa, es un reloj parado», pensó, y miró hacia el campo.
En la ladera de un cerro estaba el pueblo, con su diminuta estación de ferrocarril. En la torre de la iglesia había un zigzag de grajos. Por las vertientes de la sierra el sol inmovilizaba masas de color, fortificaba relieves, hacía brotar de la lisura agrupaciones violentas de rocas y de tierra. Sebastián se alisó el pelo revuelto, enredado de yerbecillas y polvo, con un peine. Sebastián, con el medido paso del que se sobrepone al miedo, y el corazón latiendo apresuradamente, como en un penduleo doloroso, caminó hacia el pueblo.
El balasto de la vía bordeaba un senderillo de yerba fresca, con charcos de agua de la manguera del depósito para las máquinas. Al lado del sendero un seto limitaba los terrenos de la estación, defendidos también por un cercado de alambre. Sebastián se sentó junto al seto. Aumentaron sus miedos. No se atrevía a entrar en la estación. Tenía que dar la vuelta al seto. Podía haber una pareja de guardias esperándole. Podía haber simplemente guardias, y lo detendrían. No tendría aspecto de viajero normal. Se pasó la mano por la barba. Debía de estar demacrado, con la barba muy crecida, sucio. Oía murmullo de conversaciones y claras, flotando sobre el ruido de la estación, las voces de unos mozos que descargaban un vagón y hablaban con el dueño de la mercancía.
—Un armario tan grande le habrá costado mucho, ¿eh, don Antonio?
—¿A qué llamas tú mucho, Bonifacio?
La voz de don Antonio tenía un timbre de superioridad.
—No sé, a unos cientos de pesetas, digo yo.
—Si tuvieras de sueldo al mes lo que me ha costado ese armario, no había vino para ti en todo el pueblo.
El mozo se rió. Su compañero dijo:
—Diga usted que sí, don Antonio, que éste con lo que vale esta pieza se moría de indigestión de vino en un año.
La voz del dueño sonó enérgica y preocupada:
—Ten cuidado, que si rompes la luna la hemos hecho.
—Descuide usted.
—Ten cuidado, hombre, que lo vas a rozar todo.
Sebastián se interesó momentáneamente por la operación de descarga. Volvió la cabeza con deseo de ver entre el seto. Una composición mixta de coches de viajeros y de carga le tapaba la estación. Se puso de pie, se arregló el cuello de la camisa, se sacudió los pantalones. Al otro lado del seto, del tren, en la estación, la vida era tranquila. Era como un frente, con un único enemigo: él. Su trinchera en el seto, aquella breve tierra de nadie de las vías, la estación con todos los que podían ser, en cualquier momento, enemigos. La conversación de los mozos y don Antonio se deslizaba por una anécdota.
—Allá en mi pueblo —dijo el compañero de Bonifacio—, la mujer de uno que tenía mucho dinero compró un armario grande, tan grande que no cabía por la puerta de la casa y lo tuvieron que resguardar en una portalina. Un día que el pastor traía las cabras del monte, un chivo entero que llevaba se paró cara al espejo de la luna, vio allí otro macho y la emprendió a turriazos con el armario hasta que lo hizo astillas.
Sebastián dio la vuelta al seto, pasó por delante de la pequeña locomotora; cruzando la vía, subió al andén. El jefe de la estación, quijarudo, estevado, larguimano, cuarentón, gorra roja, daba conversación pícara, entre risas, a dos mujeres jóvenes. En un banco, pobre de asiento y traza, una vieja le quitaba los mocos a un niño pequeño, que pretendía escaparse de la limpieza de nariz, moviendo a un lado y a otro la cabeza y pataleando. Al término de la casa estación, un grupo de campesinos se encapullaban de humo, en la quietud de la espera, fumando sin hablar, mirando el armario sobre el andén y escuchando a don Antonio y los mozos de tren.
—Ya sabéis que hay una botella pagada para vosotros en casa de Moreno.
—Muchas gracias, don Antonio.
—Ahora me ponéis esto junto a la pared hasta que vengan los de casa para llevárselo.
—Sí, don Antonio.
Sebastián avanzó por el andén hasta que llegó a la altura de don Antonio.
—Ten cuidado, Bonifacio, no me lo vayas a poner al solazo y se le quiebre el espejo. No me vayas a jorobar el armario.
—No, don Antonio.
Sebastián dio la vuelta. Se acercó a la vieja y al niño.
—¿Cuándo sale el tren?
La vieja levantó la cabeza.
—No sé, yo estoy esperando a mi hijo. Me ha dicho que él vendría diez minutos antes. Me ha enviado para aquí…
La vieja tenía los ojillos azules, apacibles, humildes. El niño tiró de la chaqueta a Sebastián. La vieja dijo:
—Estate quieto, Segundo; estate quieto. No molestes al señor. Suelta, que te voy a dar unos azotes. ¡Vaya chico este! Estate quieto, Segundo.
El chiquillo era bisojo y feo. Sebastián dio las gracias a la vieja y soltó la mano del niño, suavemente, de su chaqueta. Fue donde el jefe de la estación.
—… y el baile te gusta separado? Pues te gustan unas cosas raras…
—Buenos días. Perdone —dijo Sebastián—. ¿Me quiere usted decir la hora de salida del tren?
El jefe habló distante y malhumorado por la interrupción.
—Dentro de unos quince minutos.
—¿Estará abierta la taquilla?
—Todavía no. Se abre diez minutos antes.
—Muchas gracias.
—… de modo, María, que eres muy especial…
Todavía oyó Sebastián la voz de la mujer.
—Es que usted tiene muy mala intención y ya sé por dónde va…
Sebastián no se atrevió a salir de la estación. Se asomó a uno de los ventanales de la saleta de las taquillas. Delante de la estación se abría una plazuela con un camino orlado de tapias, que llevaba al centro del pueblo. En la fachada de la única casa de la plazuela leyó: «Vinos. Juan Alvarado». Y con letras más pequeñas: «Comidas y camas». Sebastián volvió al andén.
Volvió al andén y caminó hasta el final de la casa estación, a poniente, donde los mozos habían puesto el armario de luna. Se acercó. El espejo estaba cubierto por una manta de algodón sujeta con cuerdas. La curiosidad y la inquietud de saberse demacrado le hicieron aproximarse y correr la manta un poco, rápidamente. Tuvo el tiempo justo para contemplarse con la barba crecida y los ojos hundidos. A sus espaldas sonó la voz de don Antonio.
—¿Qué, amigo, le gusta?
Estuvo a punto de contestar: «Sí, don Antonio».
Se escabulló avergonzado hacia la plazuela. Dudó un instante. Cruzó la plazuela y entró en la casa. («Vinos. Juan Alvarado». Y con letra más pequeña: «Comidas y camas»).
Tras el mostrador estaba un hombre en mangas de camisa, con un cigarrillo entre los labios, quitando el polvo a unas botellas de licores.
—¿Qué se tercia, joven? —preguntó campechano.
Sebastián dudó. Tenía hambre, pero temía que el estómago no le resistiese una comida fuerte. El tabernero le ayudó:
—¿Una copa de aguardiente para matar al gusanillo?
—¿Qué tiene para comer, para hacer un bocadillo?
—Ahora nada más que sardinas en aceite y queso. A mediodía suelo tener cosas de cocina, pero ahora nada más que eso.
—Hágame un bocadillo de queso. Desmigue el pan. Deme un vaso de vino con limón.
—Muy bien.
Sebastián contempló las paredes de la taberna. Había dos carteles de toros de las fiestas de Navalcarnero; anunciaban a unos novilleros modestos y a una señorita rejoneadora. El nombre de uno de los novilleros le sonaba. El tabernero acababa de hacer el bocadillo.
—Aquí tiene usted. ¿Qué, le gustan los carteles? Yo soy de Navalcarnero —dijo con orgullo—. Allí por fiestas se arma la de Dios. Somos gente estirada y el pueblo tiene su quedar bien. Este año no me han enviado los carteles todavía, pero he leído que piensan llevar toreros de verdad. Vamos, usted me entiende, novilleros que sean algo, no desgarramantas. Lo que pasa es que una buena terna cuesta mucho dinero y tienen que torear emparejados. ¿Usted es aficionado?
—Sí.
—Pues ¿para qué explicárselo? Lo sabe tan bien como yo.
Sebastián comía su bocadillo mirando el cartel donde estaba el nombre del novillero.
—¿Usted ha visto torear a ese Jesús Cortés? —preguntó.
—No, no le he visto. Hace dos años toreó. No pude ir al pueblo. Le dio un toro un buen disgusto.
—¿Sí?
—Le cogió por esta parte —se señaló el tabernero la ingle derecha— y le corrió el cuerno hasta cerca del hígado. Lo dejó medio muerto.
Sebastián pidió otro vaso de vino.
—¿Le echo limón?
—No, solo.
Sebastián terminó de comer el bocadillo. Bebió el segundo vaso de vino de un golpe. Pagó. El tabernero, al cobrarle, preguntó:
—¿Va usted al tren?
—Sí.
—Pues no tiene usted prisa. Éstos de vía estrecha salen cuando les da la gana a los maquinistas. Todavía tienen que venir por aquí a refrescar.
Sebastián salió de la taberna. En medio de la plazuela se cruzó con el maquinista y el fogonero, que caminaban discutiendo. La taquilla, en la saleta, estaba abierta. Pidió un billete para Madrid.
Antes de salir al andén, Sebastián contó el dinero que poseía. Setenta y ocho pesetas en total. Tal vez alguna moneda de peseta perdida por algún bolsillo. Setenta y ocho pesetas. Y una ciudad a la espera. Una gran ciudad para un perseguido. En el andén, el jefe de la estación hablaba con uno de los mozos de tren.
—Me compras el extraordinario, el que sale hoy. No se te olvide.
—¿Cómo se me va a olvidar?
La vieja y el niño hablaban con un guardia civil.
—Usted no se preocupe, madre; aquí tiene los billetes. La saldrán a esperar.
Sebastián dio la vuelta y se colocó al estribo de uno de los vagones.
—Tú, Segundo, no le des guerra a la abuela; a ver si te portas como un hombre.
Sebastián tuvo unos momentos de inquietud. Pasaron junto a él el maquinista y el fogonero. Seguían discutiendo. Uno de los dos avisó al jefe.
—Que ya pueden subir, que nos vamos en seguida.
—Daos prisa, calamidades, que éste es el cuento de nunca acabar; hasta que nos echen a todos los perros.
El maquinista y el fogonero volvieron a enzarzarse en su discusión.
Sebastián subió al vagón. Cuatro asientos adelante el guardia civil acomodaba a su madre y a su hijo.
—No tenga usted cuidado, que la saldrán a esperar. Es al lado de la estación, pero la saldrán a esperar.
El nervioso sonido de la campana de la estación fue contestado por el silbido prieto de la locomotora. Todavía en el vagón, el guardia civil hizo una última recomendación a su madre. La besó y besó al chico. Luego saltó al andén. El tren se puso en marcha.
El humo blanco de la máquina se pegaba a las tierras de la siniestra, bajo la sierra. Y la sierra berrenda, cimarrona, encabritada, era jineteada por el sol. A la diestra corría rápida la potrada pía de los desmontes. Pasaba pausado el bayo de las rastrojeras, pegado a la cansada tierra torda del barbecho. Y en los lejos de levante, iluminado el lomo alazano, se perdía el camino, mientras que al poniente el roano del cielo huía a contramarcha del tren, tornándose fatigoso azul.
Sebastián cerró los ojos para no ver la libertad.
Porque el hombre no sólo es presente, buscaba Sebastián en la memoria. Llegaron hasta sus ojos paisajes de recuerdo. Con la madre, con Anuncia, con los hermanos pequeños, en Talavera, y allá en el Navalmoral extremeño, donde se había extinguido su infancia y había comenzado su adolescencia. Aquella muchacha suave como una noche de julio. La intimidad con el hambre. Las largas charlas de los tíos, siempre lejanos, sobre el padre. La compasión de palabra: «Si no te hubieras casado con él», dicho a la madre. La madre tenía los ojos negros, humildes. Miraba como aquella vieja que estaba con su nieto tres asientos adelante. Si le preguntaban, no sabía. Lo único que sabía era que le habían mandado estar allí, o marchar de allí en un tren, o en un autobús, o a pie, con todos los hijos. Si le preguntaban, no tenía respuesta: «Aquí; me han dicho que me esté aquí». Posiblemente estaría sobre la tierra hasta que el padre, que ya estaba muerto, la llamase: «Anda, vente con todos, o vente tú sola». Nadie obedecería al padre excepto la madre. Ella se iría. «Me ha dicho que vaya», diría sencillamente.
El revisor le tocó en el hombro.
Sebastián le dio el billete.
—¿Cuánto tarda en llegar a Madrid?
—Cuatro horas. A la hora de comer estamos en Madrid.
Sebastián se guardó el billete. El sol entraba por la ventanilla, le adormilaba. Salió a la plataforma posterior. El aire de la marcha le quitó la pereza de los párpados, le refrescó la cara. Sacó un cigarrillo de tabaco negro, ya liado. No tenía cerillas y pidió fuego a un campesino sentado sobre un lío de cestas y de sacos.
—¿Me da usted candela, por favor?
El campesino sacó su encendedor y recomendó:
—Póngase a contraire; si no, no podrá encender.
Sebastián le devolvió el encendedor. El tren marcaba un ritmo uniforme, galbanoso. Sebastián dejaba que su cuerpo se moviera a aquel ritmo hasta que golpeaba con las espaldas en las tablas de la pared del vagón y afirmaba las piernas para dejarlas ir de nuevo, debilitándose con el movimiento.
Llevaba el tren un movimiento picado, como de trote de burrillo. Se balanceaba Sebastián y balanceaba su pensamiento hacia los recuerdos de las ferias, entrando al trotecico en los tesos, montado en un asno, tras su padre —crenchas negras, labia negra, ojo negro y tuno de feriante de trampa—, caballero de caballo de mal diente. Las ferias de Castilla la Nueva y de Extremadura: Almagro, Esquivias, Borox, Villarrubia, Navalmoral de la Mata, Casar de Cáceres, Villar del Rey. Recordaba el aguardiente con su cucharada de agua. Los tratos ganados, los perdidos con su cola de blasfemias. La comida abundante y el duro chulo que le ponía en la mano derecha el padre, mientras le decía: «Aprieta». Y luego su mano grande, apretando la suya con el duro en la palma: «Para que aprendas lo que daña tener un duro, chavó, pero no abras la mano porque se te vuela».
Había andado mucho, había aprendido mucho. Todavía tenía que andar y que aprender. Le faltaba poco para llegar a saberlo todo y para andarlo todo. Y Lupe por el pensamiento. Lupe, que no había andado mucho ni sabía apenas. De Ciudad Rodrigo a Talavera, a pudrirse en Talavera o en Plasencia, o en cualquier lugar donde hubiera una Carola y uno como él. Ya lo había dicho él: «Es una chalada y no sirve ni para lo que es, hasta para eso se necesita tener su afición». Pero Lupe…
Recordaba su encuentro. Se había sentido gallo. «Que no, que ésta no baila más que conmigo. Que ¿por qué? Porque quiero». Y Lupe bailó, seguía aún bailando aunque estuviera lejos, aunque no la volviera a ver en la vida. Porque Lupe, estaba seguro, lo quería de verdad. Y si él se hubiese quedado…
Paró el tren frente a una estación pequeña. En el quiosco de la cantina, sentados a una mesa, almorzaban dos hombres, a los que saludaron desde el vagón. Aquella tranquilidad de lo cotidiano le inquietó. Él estaba fuera de aquello, de poder almorzar con un compañero, con Larios, sentado a una mesa de una cantina, haciendo y recibiendo bromas. Él estaba en la naja, perseguido, con el rastro buscado, intentando perderlo por las calles de Madrid. Sebastián miraba a los dos hombres con envidia. Se encontraba cansado, tenía ganas de terminar. Terminar cuando estaba empezando. Se le ocurrió poner su reloj en hora con el de la estación. Pitó el tren y Sebastián entró a sentarse.
Fue contando el tiempo en su reloj. Hubo un instante en que deseó que el viaje se alargase, que no terminara nunca. En cuanto llegara a Madrid tendría, lo sentía en el cuerpo, el miedo de la persecución. Madrid era muy grande pero acabarían cogiéndole. En Madrid encontraría ayuda en los amigos, pero acabarían cogiéndole. En Madrid uno cree perderse en un nubarro de gente, pero acaban cogiéndote. En Madrid… Solamente le faltaba pronunciar las palabras para acompasarlas al ritmo del tren. Decidió que antes de llegar a Madrid se bajaría. Se bajaría en Campamento, para tantear la ciudad, para entrar con paso quedo en la ciudad. Y entrar de noche, porque la noche cobija, porque la noche le da el pajazo hasta al lince y los animales del miedo se le escapan por lo oscuro. Sebastián se sentía abanto; pensaba que estaba moruchao para entrarle a Madrid de largo. Y en Campamento, en los últimos rastrojos, en los primeros desmontes cabileños, marcó su paso de huida hacia la calle del Ruiseñor.
La voz aflautada de la vieja daba sus trémolos en el consejo. Sebastián se paró a preguntar. La vieja hablaba con una mujer grenchuda, de pechos cansados y redonda tripa triste.
—Dale a la niña un cocimiento de magarza. A todas nos ha ocurrido cuando nos hemos hecho mujeres. Que se tienda en una tabla para que los riñones no se le arruguen, que el cocimiento lo tome a sorbos pequeños, que no beba agua para que no se le enfríen los dentros.
Jadeaba las haches en el dejillo andaluz. Estaba sentada a la puerta de una chabola. En pie, junto a ella, la mujer que escuchaba. Un niño hacía el dominguejo hasta que otro más pequeño le empujó y le hizo dar un traspié.
Sebastián preguntó:
—¿Las calles de los pájaros están de este lado, o para la otra carretera?
—Para este lado —dijo la vieja—. Tienes que salir a la vía del tren y, siguiéndola un poco, ella misma te mete entre las casas.
La mujer que se aconsejaba de la vieja precisó:
—Pase ese alto y ya desde ahí todo derecho.
La vieja insistió.
—Es mejor que salgas a la vía.
—Es que por ahí ahorra camino, señora Luciana.
Sebastián saludó:
—… y gracias, abuela.
—Ve con Dios, hijo.
Caminaba por las traviesas de la vía. Huían las lagartijas en una carrera garrapateada y reptante. El balasto y los raíles, calientes del solazo, daban su golpe de horno dificultando la respiración. Las sombras de los postes de conducción eléctrica apenas si eran manchas brevísimas en el mediodía pasado. Zumbaba, revolando bajo, el moscardón, que invita a una siesta a la sombra. El charrasqueo del tranvía lejano, bajando hacia el puente de Segovia, se oía claro en el silencio del suburbio. El claxon de algún automóvil sonaba esponjoso en la tranquilidad desmadejada de la hora. Sebastián, al irse acercando a las casas, percibió un suave rumor de palabras, de ruidos domésticos, de movimientos mecánicos; el rumor de las colectividades en letargo. Sebastián aceleró el paso y entró por las soledades acres de la calle del Ruiseñor.
El colgante de palillos de la barbería matraqueó en suave vaivén. Sebastián, al golpe de penumbra, vaciló. Luego buscó una silla y se sentó. La barbería tenía dos sillones: uno metálico, moderno y aséptico; el otro de madera, antiguo, sobados los brazos. Junto a los grandes espejos había fotografías de artistas de teatro y cine, de las colecciones postales que se venden en las mercerías, en los quioscos y en los carrillos de los barrios populares. Recortes de jugadores de fútbol ocupaban, alrededor del calendario, parte de un paño de pared.
Dos hombres vigorosos, las camisas abiertas bajo las batas blancas, atendían a la clientela mientras conversaban amigablemente. Sentado en el sillón blanco estaba un joven que charlaba de donjuanerías turbias. El del sillón de madera acababa de ser afeitado. Se levantó. El barbero indicó a Sebastián:
—Usted.
Sebastián ocupó el sillón. La voz aguda, a veces silbada, del joven de su izquierda, se le hacía desagradable.
—… a ésa, yo, me vas a decir tú… Mira, Pascual —el movimiento de sus manos se veía en el espejo—, el Fulgencio se ha acostado con ella cuando le ha dado la gana, y el Chuleta y Miguel y todo el barrio.
El peluquero le respondió:
—Nada, lo que tú quieras, pero te aseguro que ninguno del barrio, vamos… No tiene un pelo de tonta, ella ya sabe dónde se maneja, y de eso de que tú también, vamos a dejarlo. Así como si me cuentas que con la Carmen…
—Eso es otra cosa.
—¿Qué otra cosa? Me vas a decir tú que con mirarlas las duermes. Ésa, como cualquier otra, necesita su faena.
El barbero que atendía a Sebastián le preguntó:
—Afeitarse, ¿verdad?
—Y me arregla el pelo.
El barbero cogió de uno de los estantes un frasco azul, de barriga grande y cuello estrecho, que tenía un tapón de pajilla. Le quitó el tapón y bebió un trago. Se pasó la mano por los labios húmedos, y comentó:
—Mucho calor, ¿eh? Vaya verano que nos estamos tragando. Ahí en las chabolas se pasará el gran sofoco…
Esperó la respuesta. Sebastián dijo:
—Yo no vivo en las chabolas. He venido a ver a un amigo, pero no lo encuentro. Vive en esta calle.
—¿Cómo se llama? Aquí nos conocemos todos.
—Francisco Vázquez.
—A ver si va a ser Paco, uno al que le llamamos los de aquí el Chistera.
El barbero conversó con su compañero.
—¿Tú sabes dónde vive el Chistera?
Dejó de arreglar al joven Don Juan.
—El Chistera, cuando estaba con el Antonio, vivía junto a la casa azul a la izquierda, en un bajo. Ahora no sé; como ése cambia el domicilio cada día, puede que se haya marchado donde esos que venden saldos. De todas formas —se volvió a Sebastián—, si usted lo quiere encontrar seguro, lo tiene dentro de un rato en el bar de aquí abajo, uno que le llaman el Asturiano.
Sebastián dio las gracias. El barbero comenzó a arreglarle el pelo. Preguntó:
—¿La patilla cuadrada y como las lleva?
—Sí.
—Es que se lo pregunto porque a algunos les gusta en pico.
—No; así.
Silencio. El barbero deseaba conversar.
—De modo que usted es amigo del Chistera. Aquí mi compadre lo conoce mucho. Se han ido por ahí muchas veces de fiesta. Se sabe gastar el dinero. Es un tío fino con las mujeres. Un día —hizo una pausa—… El Chistera tiene su gracia. ¿A que no sabe lo que se le ocurrió?…
Sebastián no prestaba atención al barbero. Oyó su risa. Sebastián pensaba en los amigos de Talavera, en la barbería de Manolo, casi igual a aquella en que estaba. Fotografías y recortes por las paredes. Un sillón nuevo y uno viejo. Conversaciones sobre mujeres, o fútbol, o toros, o borracheras y broncas.
Mientras le afeitaban, Sebastián miraba al techo. El joven de la voz aguda se había marchado ya. Él había hablado de muchas mujeres, como aquel joven. Había presumido ante Manolo, ante todos los amigos. Luego fue Lupe. Y con ella llevaba más tiempo que con ninguna. Se acordaba de los consejos en la barbería.
—Anda, Sebas, no te compliques la vida. Déjala, que te va a ser mejor.
Se había apartado de los amigos desde que andaba con Lupe o, por lo menos, no salía tanto con ellos.
—Anda, Sebas, que las queridas se acaban pagando y el que no tiene dinero las tiene que pasar por la iglesia.
Y sus respuestas:
—Manolo, que a ti te da la vena de locura y no sabes lo que dices. Yo a Lupe la dejo en cuanto me dé la gana, pero por ahora no me da la gana. Ya no faltaba más que eso, que yo picase con ella.
—Mira, Sebas, que los he conocido como tú y luego se han encogido de hombros, y andando; a tirar del carro.
—Bueno y ¿qué más da casarse con una que con otra? Mientras no te falte, ¿qué más da? ¿Me vas a decir tú que las mujeres son honradas o no son honradas desde que nacen? Cambian cuando menos lo esperas y entonces ya ha podido ser honrada toda la vida, que a ti no te quita de fichar por una ganadería ni el Obispo.
—Bueno, Sebas, tú sabrás lo que te traes entre manos.
El barbero le echó agua de colonia en el rostro. Cuando Sebastián terminó de enjugarse, le preguntó:
—¿Al pelo agua?
—Sí, agua.
El barbero cogió el frasco azul y roció la cabeza de Sebastián en tanto que con la mano izquierda le frotaba el cabello. Antes de dejarlo en el estante, le quitó el tapón y bebió un traguito.
—Este calor lo seca a uno.
Cuando peinó a Sebastián le dio el precio del servicio. Sebastián pagó. Antes de despedirse, preguntó:
—Así que aquí abajo me darán razón…
—Seguro que usted lo encuentra. Si no, cualquiera que esté allí le puede decir dónde encontrarlo.
—Muchas gracias.
Los barberos contestaron al unísono.
—Seguir bien.
El colgante de la barbería se abrió como una vegetación de altas canas para volverse a cerrar chasqueando. El bar del Asturiano estaba a cien pasos mal contados, y en la calle el sol dividía la calzada al alimón, de breva y limón. Sebastián se palmeó el pelo, húmedo. Pasó delante de un portal en el que jugaban un niño y un perro; se detuvo un instante a verlos. Organizaba su cabeza para el interrogatorio del amigo. No podría decirle de entrada que había disparado contra un guardia, que posiblemente lo había matado, que venía huido y casi sin dinero. Esperaría hasta que la confianza, que el tiempo había difuminado, renaciese. Entonces sí le diría: «Paco, me ha pasado esto», sencillamente, sin exagerar el suceso. El que él estuviera fuera del asunto haría que le diese un buen consejo. Tal vez él dijera: «Hay que enterarse cómo están las cosas. Conviene que te largues para el Norte o para el Sur. Vete a Barcelona, donde está tal, y que él te tape. En Barcelona no te van a buscar. Habrán creído que te has quedado por la tierra o que te has venido a Madrid».
El bar del Asturiano hacía esquina. Las puertas tenían colgadas cortinas blancas con unas aes bordadas en rojo. Las puertas se abrían a las dos calles. Cuando entró Sebastián el bar estaba vacío. Solamente una mesa estaba ocupada por jugadores de garrafina y en el mostrador dos hombres bebían lentamente unas copas. Sebastián preguntó al muchacho de detrás del mostrador por el dueño. Uno de los hombres de la partida ladeó la cabeza.
—¿Qué se le ofrece, amigo?
—Venía preguntando por Francisco Vázquez. Me han dicho que aquí me darían razón de él.
El dueño se revolvió en la silla. Inquirió:
—¿Por Francisco Vázquez, que le dicen el Chistera?
—No sé, puede.
—Si es ése no tardará mucho en aparecer por este distrito. Siéntese, amigo.
El dueño entró en los cálculos de la garrafina. Sebastián se fue al mostrador y pidió un vaso de vino.
—Oye, chico —dijo—, ¿suele venir todos los días por aquí?
El chico de detrás del mostrador era parco en palabras y tenía un fruncimiento de labios despreciativo.
—Ya le ha dicho el jefe que viene sobre esta hora.
Y dejó sobre el mostrador un platillo con una aceituna y una anchoa.
—¿Tú sabes dónde vive?
El chico levantó la voz y se dirigió al dueño:
—Oiga, jefe, que dónde vive el Chistera.
—Me parece que ese elemento para ahora en casa de Inés la de las telas, pero no se apure, amigo, que el Chistera tiene la oficina en esta casa.
—Gracias —dijo Sebastián al dueño—. Y tú, chico, sírveme otro.
—¿Con seltz? —preguntó el chico.
—No, solo.
—Le preguntaba si con seltz porque ahora con el calor los clientes lo piden así.
Sebastián estaba airado.
—¿Y a mí qué que lo pidan? ¿O es que no puedo beberlo como me dé la gana?
El dueño intervino desde la partida de garrafina.
—No le haga usted caso; es que este chico, amigo, tiene un enrosque de listeza, ¿me entiende usted?
Sebastián cogió el vaso y se acercó a la partida. El dueño, amablemente, le invitó:
—Siéntese usted, amigo, que el Chistera estará ilustrándose por ahí abajo. Quiero decirle que estará bebiendo. Bebiendo es un catedrático.
—Ya.
El dueño seguía jugando mientras charlaba.
—¿Qué, algún negocio, eh, amigo?
—No, saludarle.
—Amigos viejos, ¿no?
—Sí, amigos viejos.
—De la guerra acaso.
—No, nos conocimos de cuando él y yo andábamos por las ferias.
—¿Usted ha sido tratante?
—Algo se ha hecho.
—Eso dejó mucho dinero al terminarse… ¡Vaya! He metido la pata, cada vez lo hago peor —elevó la voz—: Ponme un vaso grande de vino sin seltz y a los señores lo que pidan.
Luego, confidencialmente, explicó a Sebastián:
—Yo me bebo todos los días veinticinco cañas de ésas. Marcho como un reloj.
Uno de los jugadores de garrafina, con aspecto de vago, bufoneó:
—Jugando no, pero bebiendo, aquí es un maestro.
El dueño se sintió halagado.
—Tú tampoco lo haces mal.
Cambió el tono.
—Usted ha dicho, amigo, que se llama…
A Sebastián le corrió un escalofrío por las piernas. Dudó.
—Sebastián.
—No será Sebastián a secas. Todo el mundo tiene su nombre y sus dos apellidos, excepto aquellos que no lo tienen.
El dueño soltó una carcajada.
—Sebastián, y me apellido, como Francisco, Vázquez.
—Bueno, amigo, bueno.
Sebastián estaba inquieto.
—Si usted me dijera dónde podría encontrar ahora a Francisco…
—Pero ¿qué prisa tiene usted?
—Prisa no, pero querría resolver…
—¡Ah, vamos, amigo, entonces no solamente es para saludar al Chistera! Vamos, que se traerán sus negociejos.
Sebastián mudó el gesto.
—No se enfade, amigo, que no le voy a preguntar nada. Aquí no se pregunta nada a nadie, ¿no es verdad?
El hombre con aspecto de vago movió la cabeza afirmativamente. El dueño gritó:
—Chico, sal a la calle, lárgate hasta casa del animal ese y si está el Chistera le dices que aquí le está esperando un antiguo conocido.
El chico salió de detrás del mostrador, dando claras muestras de que no le agradaba el encargo.
—Jefe, ¿y si no está?
—Si no está, nada. ¿O es que quieres traerte algún cliente cogido con una cuerda?
Salió del bar el chico. Guardaron silencio los circunstantes. Uno de los del mostrador preguntó:
—Y ahora ¿quién nos sirve?
—Ahora os esperáis hasta que venga el chico —respondió el dueño—. No os estaréis ahogando de sed.
El del mostrador hizo un comentario.
—Es que tienes unas cosas… Mandar al chico a buscar al Chistera…
—Bueno, pues sírvete tú, pero con medida; alarga la mano donde las frascas.
Al poco tiempo apareció el chico.
—Jefe, que ahora viene.
El dueño del bar transmitió la noticia a Sebastián, aunque ya la había oído.
—Que ahora viene, amigo. Estará bebiendo con algún compañero y… —se dirigió al chico del mostrador—. ¿Qué estaba haciendo el Chistera?
El muchacho puso gesto agrio.
—¿Qué quiere usted que esté haciendo el Chistera?
El dueño se enfadó.
—Te pregunto que qué está haciendo el Chistera. Tú no tienes por qué hacerme a mí preguntas. ¿O es que en mi propia casa te me vas a subir a las barbas? ¿Qué estaba haciendo el Chistera? Di.
El muchacho contestó con evidente enfado, canturreando la respuesta como un niño en la escuela.
—El Chistera está bebiendo con unos amigos.
El dueño sonrió y le dijo a Sebastián:
—El Chistera está bebiendo con unos amigos, ¿qué le parece?
Sebastián estaba inquieto. Aquellas conversaciones grotescas le habían alterado. No le agradaba el bar, ni el chico, ni el dueño, ni los clientes. No sabía si se estaban burlando, si estaban bromeando, si aquello era serio. Le dolía todo el cuerpo. Estaba desasosegado. Le tiraban los nervios. Hubiera querido levantarse, coger al dueño del bar por la chaqueta y abofetearlo entre insultos. Procuró calmarse. Dijo:
—Mire usted, todavía no sé si ese Chistera del que hablan tanto es el amigo que yo busco. Todo será que lo hagan venir hasta aquí y no sea el que yo digo.
—No se apure, amigo; de todas formas tenía que venir. ¿Qué más da un poco antes que un poco después? Suele comer aquí.
—En ese caso…
—Bueno, amigo, le voy a decir cómo es el Chistera para que usted esté tranquilo. Viene a tener su altura. Pongamos su altura aunque puede que sea un poco más alto, y su edad. ¿Qué edad tiene usted? Treinta años o treinta y uno. Pues su edad. Es moreno, pero no es gitano. Usted sí es gitano, ¿verdad? Bueno, no se enfade. Yo tuve una novia gitana antes de la guerra. Murió.
Hizo una pausa grave.
—Chico, tráete unos vasos.
—Jefe, ¿el suyo grande?
—¿Es que yo he bebido alguna vez en vaso pequeño?
Sebastián estaba turbado. Deseaba que llegara cuanto antes el Chistera para saber si era su amigo Francisco Vázquez, y deseaba abandonar el bar.
Se abrió la cortina.
—Aquí está el Chistera —anunció el dueño del bar—. Aquí tiene usted a su amigo.
Francisco Vázquez entró con paso resuelto. Al principio no reconoció a Sebastián. Saludó a la altura del mostrador.
—Buenos días, caballeros.
El dueño del bar le dijo:
—Aquí tienes a un amigo que te quiere ver.
Sebastián se levantó de la silla. Francisco Vázquez sonrió. Echó la cabeza para atrás y extendió los brazos.
—¡Tú por aquí, Sebas! ¿Qué viento te ha traído?
—¿Cómo te va, Paco?
Se estrecharon las manos. Luego Francisco lo presentó a todos.
—Éste es uno de los grandes amigos que uno tiene. Aquí, Simón, el dueño de este establecimiento —Simón tendió la mano, se puso en pie y dijo: «Tanto gusto»—. Aquí, Prego, que le lleva las cuentas…
Todos tendieron las manos y dijeron: «Tanto gusto» o «mucho gusto». Se hizo un silencio. Francisco habló, palmeándole la espalda a Sebastián.
—Bueno, hombre, bueno, ¿quién lo iba a decir? Hoy hay que armar una buena. Buena, pero tranquila. ¿Y cómo te has venido de Talavera? ¿Y sigues con la Lupe?
Explicó a los demás:
—Sebastián es el hombre de la suerte; siempre se lleva a unas gachís de bandera.
Sebastián bajó los ojos. Estaba molesto por las innecesarias explicaciones de su amigo, que seguía haciendo su apología.
—Déjalo ya, Paco —le interrumpió.
Francisco dio fin a su amplia sonrisa.
—Vamos a celebrarlo.
Se dirigió al chico del mostrador:
—Tú, piojoso; sácanos de beber a todos.
El muchacho se molestó. Habló de corrida, enrojeciendo de ira.
—Sin insultar, que yo no me he metido con usted. Que se cree usted que porque yo esté sirviendo tras un mostrador usted tiene derecho a decirme lo que quiera. Que yo tengo derecho a callarme. Usted podrá tener dinero, pero yo no estoy aquí para que usted…
—Cállate ya —interrumpió a gritos Simón—. Cállate ya, que charlas como una mujer. El señor no te ha llamado piojoso con mala intención. El señor te ha llamado piojoso como te podía haber dicho cualquier otra cosa, pero sin deseo de ofender. ¿Lo entiendes?
El chico tenía la boca apretada. Barbotó:
—Para pedir de beber no es necesario insultar.
—¡Que te calles he dicho!
Sebastián miraba al muchacho con pena. Francisco no se preocupaba de él. Sebastián intentó una explicación.
—Tú, Francisco, sigues igual, ¿eh? Siempre de broma.
—Yo siempre igual —dijo satisfecho—. Yo con el alma a la espalda, sin preocuparme más que del día que estoy viviendo.
Bebió un traguito de su vaso.
—¿Qué has echado aquí, hereje? Esto no es de beber. Esto es para darse en el pelo.
Simón largó un capote al negocio.
—Deja al chico, Chistera; ese vino es un vino bueno. Te has estropeado, en casa de ese animal de ahí abajo, el paladar.
Francisco se doblegó ante la explicación.
—Ése vende un vino que es vinagre con agua de aceitunas.
—La culpa la tenéis los que entráis ahí.
Francisco preguntó a Sebastián de pronto:
—¿Has comido ya?
—No.
—Pues vamos a comer. Yo ya sabes que me gusta comer de frío. Éste tiene un escabeche que es gloria. De modo que si a ti no te importa…
Había llegado la hora de comer y los amigos de Francisco se fueron despidiendo. De nuevo: «Tanto gusto», y «mucho gusto», y «a ver si se le ve a usted por aquí con frecuencia». Se marcharon todos menos uno, al que Simón dijo:
—Anda, vete ya para casa, que tu mujer te estará esperando. No la hagas venir hasta aquí.
Sebastián y Francisco se sentaron a la mesa donde el dueño y sus clientes habían estado jugando a la garrafina. Simón se acercó un momento y dijo:
—Yo también voy a comer.
Ordenó al muchacho:
—En cuanto les sirvas, te vienes a la cocina, que hay que comer.
Sebastián y Francisco se quedaron solos.
—Bueno, Sebastián, dime: ¿qué es lo que te ha traído por aquí?
—Ya te lo contaré más tarde.
—¿Algo grave?
—Sí, muy grave.
—Bueno. ¿La gripa anda mezclada en esto?
—Sí.
—¿Y qué piensas hacer?
—No lo sé. Ya te contaré después.
Francisco estaba inquieto.
—¿La cosa tiene arreglo?
—No lo sé.
—¿Ha habido soplo?
—No es lo que tú te figuras. Dime: ¿qué has hecho esta temporada?
—Hablar. He hablado mucho. Sí, no te asustes. Me he dedicado a vender cortes de trajes, plumas, relojes de África. Lo que salía. He vendido de todo, pero todo muy claro. Nada de andar con mercancía que cueste disgustos.
—¡Vaya! ¿Y te ha ido bien?
—Hombre, nunca va bien en estas cosas. Se saca para vivir, que no es poco. ¿Y tú?
Sebastián entristeció la mirada.
—Nada. Lo dejé todo. Algún negocio se ha hecho, pero nada. Ya te digo, lo dejé todo.
—¿Entonces?
—Esto es otra cosa.
—Cuando quedes libre de lo que traes entre manos, te asocias conmigo. Tú sabes mucho y nos iría bien. ¿Te hace? Podíamos vender lo que nos diera la gana. Ampliar el negocio y establecernos por nuestra cuenta —bajó la voz—: Con el socio que tengo ahora no estoy conforme. Ya hablaríamos.
Sebastián meditó un momento. Luego dijo:
—¿Sabes que cuando llevaba un rato esperándote creí que en este bar estaban todos locos? Ha habido un momento que he estado por romperle la cabeza a Simón.
—Claro, la novedad. Bebe mucho y no hay quien le entienda. Aquí todos le llamamos el jefe. Le gusta, tiene esa chaladura. Él fue quien me puso a mí lo de Chistera. Dice que parezco un caballero. Ya te pondrá a ti otra cosa. Ya verás.
Terminaron de comer. Francisco se levantó.
—Anda, vámonos.
Estaban de pie. Francisco gritó:
—Hasta luego, jefe. A la caída de la tarde vendremos por aquí.
Desde el fondo de la casa, transformada la voz, llegó hasta ellos la despedida. El bar quedó vacío hasta que entró una mujer. Llamó pegando con una moneda de duro en el mostrador de estaño.
—¿Quién atiende esto?
—Coñac —pidió la mujer poniendo una botella en el mostrador.
Apareció el chico.
El chico gritó desde la puerta que comunicaba con el interior:
—¿Hay coñac a granel, jefe?
Simón respondió.
—No hay coñac.
La mujer cogió la botella.
—No hay coñac —repitió el chico.
La mujer salió. El muchacho cogió un vaso grande y lo llenó de vino. Gritó:
—¿Con seltz, jefe?
Se oyó una especie de gruñido sordo que se fue agigantando. El muchacho sonrió.
Francisco y Sebastián caminaban lentamente por la sombra. Francisco silbaba y daba golpecitos con el dorso de la mano derecha en las paredes. Llevaba un paso cadenciado de vago paseante y marchoso. Dejaba de silbar y ladeaba la cabeza.
—Un cafelito en un sitio que vas a ver…
—Tú dirás.
Volvía a silbar. Se interrumpía.
—¿Te acuerdas de la tarde que pasamos en Colmenar con tu tío?
—En junio ha hecho dos años.
Dijo alegremente:
—Nos hacemos viejos, Sebas.
Un chiquillo salió corriendo de un portal, se le atravesó. Francisco unió los pies como toreando y encogió la barriga.
—Pero, chico…
Los grandes edificios de Madrid se recortaban en el cielo azul. El verde oscuro del Campo del Moro se extendía hasta la desolación ocre de las Vistillas. En la lontananza, Vallecas se confundía con el color fulgurante del campo. Espejeaba el Manzanares orlado de verde. La Sacramental de San Isidro alanceaba el cielo de cipreses oscuros.
—Estamos en seguida. Te voy a presentar a mi socio y su mujer. Claro es que la que maneja el tinglado es la hembra.
Salieron a una calle con tranvía. Caminaron emparejados por la ancha sombra.
—Te voy a presentar a un chaval que canta como no has oído cantar en tu vida.
Sebastián no contestó. Francisco continuó:
—Tú no te acordarás ya de Leocadio el frutero… Pues hijo de ése. Leocadio está ausente, según su mujer por motivos comerciales. Lleva más de un año ausente. Dicen que lo han visto por Barcelona. ¡Quién sabe! Igual ha saltado el charco. Para mí que se dio la airosa con alguna mercancía con faldas.
El café tenía un nombre anodino: El Paseo. Entraron.
—Ahí están.
Junto a un ventanal estaban sentados un hombre y una mujer. El hombre llevaba gafas de cristales gruesos y bajaba mucho la cabeza mientras revolvía el café con leche en vasito que tenía delante. La mujer iba vestida de oscuro y tomaba un café en taza, cogiendo ésta delicadamente por la diminuta asa.
—Buenas tardes. Os voy a presentar a mi amigo Sebastián.
Sebastián saludó. La mujer le miró de arriba abajo. Luego se dirigió a Francisco.
—¿Qué tal se ha dado hoy?
—¡Vaya!
—Éste —indicó al hombre que estaba con ella— ha perdido diez duros en una operación. Después de llevar treinta años en esto, todavía se la dan.
En el mostrador del café estaba un guardia municipal. Francisco llamó al camarero.
—Dos cafelitos de la casa. Al guardia que no le cobren, que invitamos de esta mesa.
El camarero cumplió el encargo. Desde el mostrador, el guardia los buscó con la mirada; les hizo un ademán de gracias.
Francisco explicó a Sebastián:
—En esto hay que estar a bien con todos. Están los tiempos muy achuchaetes.
Entró en conversación con la mujer.
—Bueno, Inés, tú dirás lo que se hace.
Sebastián dejó de escuchar. No tenía ninguna curiosidad por los negocios de su amigo. Pensó que necesitaba dinero y que posiblemente Francisco no lo iba a tener. Se levantó para ir al retrete. Al volver, antes de sentarse, llamó a Francisco, mientras disimulaba retardando la compra de un paquete de tabaco al cerillero. Francisco se acercó.
—¿Qué?
Sebastián titubeaba.
—Mira, Francisco, antes no me he atrevido, pero he pensado que tal vez no tenías dinero… Es que necesito cuarenta duros, que te los giro mañana o pasado, porque me tengo que ir de Madrid, ¿sabes?
—Hombre, cuarenta duros, así de golpe…
—¿No te los dejarían los capitalistas esos? Es que de verdad los necesito. Ya te digo que te los envío mañana o pasado a tus señas, o al bar del Asturiano.
—No, si no es por eso. Es que cuarenta duros…, yo no los tengo. No sé si éstos me los iban a dejar. Habrá que inventarles algún negocio raro.
Se fueron acercando hacia la mesa. Sebastián insistió:
—Les puedo dejar el reloj. No es que valga mucho, pero…
—Déjalo de mi cuenta.
Se sentaron. Sebastián perdió su mirada por el ventanal. En el solar rebrillaban los cristalillos, los trozos de loza, las hojalatas. Manchas amarillas de yerba seca. Un perro que estaba a la husma. Más allá, bajo la sombra de un mísero arbolillo, estaba tendido un ganapán. Pensó en sus dificultades y en que aquel individuo —un amén de la miseria— no tendría otras que las de buscar algún dinero, poco, para comer cualquier cosa y beberse unos vasos de vino. Aquel individuo no estaba perseguido ni tendría miedo ni sentiría aquel como amedrentamiento muscular que le poseía el cuerpo.
La voz de Francisco se hacía confidencial. Sebastián sacó el paquete de cigarrillos y ofreció. Él fumaba rara vez, pero había calculado el gesto. El tabaco rubio en los negocios tiene su importancia.
—Es que aquí mi amigo ha visto un buen negocio. Vamos a la mitad con él… Doscientas pesetas… Sí, hasta pasado mañana… Responsable yo…
Francisco guardó el dinero.
Francisco y Sebastián salieron a la calle.
—No ha sido difícil —dijo Francisco—. Éstos, en cuanto ven que pueden ganarse un duro sin mucho riesgo, no aprietan el puño.
—Ya te digo que te lo giro mañana o pasado.
Bajaban hacia el Manzanares. El calor de la tarde se pegaba a las espaldas. Caminaron de prisa, buscando el amparo de los árboles. Llegaron a un aguaducho de la entrada del puente. Bordearon el río. Algunos chiquillos jugaban entre el légamo y el agua estancada.
—Oye, Sebastián, a ti te ocurre algo grave.
—Sí, Francisco.
—¿Y no se lo vas a decir a un amigo de verdad?
—Te lo pensaba decir cuando me fuera a marchar. No te quiero buscar complicaciones. No sé lo que va a pasar.
Con la confesión a punto de brotar, Sebastián sentía el temor de lo hecho. Las palabras extendían el miedo. «Las palabras —pensó— agigantan los sucesos. Es mejor no decir nada, no hablar para no sentirse inseguro, para no escucharse como acusador». Después de que le dijera a Francisco lo que había sucedido, ya no le quedaría otro remedio que dejarle. No podría estar con un perseguido, con alguien que podía ser detenido en cualquier momento.
Andaban a la sombra de los árboles, hundiendo los pies en la arena y en el polvo. Se sentaron en el pretil del río.
—En una feria de un pueblo pegado a Talavera, ayer…
Sacó el paquete de cigarrillos con dificultad.
—Francisco, no sé lo que ocurrió. Estábamos bebidos. Me acompañaba Larios, no sé si tú lo conoces…
Francisco hizo un movimiento afirmativo de cabeza.
—… Tuvimos una bronca en el tenderete del Maño. Se nos echaron los guardias. Yo llevaba una pistola pequeña. No sé. En el campo me acorralaron en un olivar. Disparé y vi caer a un guardia. Corrí durante todo el día. Esta mañana cogí el tren de vía estrecha que llega hasta Madrid…
Francisco miraba el suelo, mientras alisaba con un pie la arena.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—No lo sé.
—Hay que enterarse bien de lo que ha pasado. Esta noche lo darán los periódicos si no lo han dado ya.
Guardaron silencio. Sebastián preguntó:
—¿Tú qué crees que se puede hacer?
—Aquí en Madrid te buscarán. Has hecho mal en venirte. Se enterarán en seguida de lo que has hecho, de por dónde has andado.
—Ya.
—Y a mí me preguntarán.
—¿A ti por qué?
—De todo se enteran. Me preguntarán, te lo digo yo.
Francisco se calló. Miró el río. Luego volvió la cabeza hacia el puente.
—Mal viento te ha traído, Sebas. Ahora vamos a estar todos en el ajo. Cuando me lo pregunten tendré que decir que he estado contigo, tendré que decir que te di cuarenta duros, y creerán que yo te he intentado tapar.
Sebastián se levantó.
—Siento esto, Paco. No he debido decírtelo. No quiero que me des el dinero. Bueno, las cosas sucederán como tengan que suceder.
Sebastián le tendió la mano. Continuó hablando:
—No creas que te guardo nada. Éste es un asunto demasiado serio para que yo… Bueno, tú vives tranquilo y no tienes por qué complicarte la vida. Si te van a buscar, lo cuentas todo. No te calles nada. Bueno, y adiós.
Francisco se había puesto de pie.
—Sebastián, tienes que comprender que… Aquí tienes el dinero que yo tengo. Los cuarenta duros se los devolveré a mi socio para que él me sirva de tapadera.
Sebastián sonrió. Rechazó el dinero.
—Bueno, Paco, bébete unas copas en casa de ese loco de Simón a mi salud e invítale con ese parné.
Sebastián volvió la espalda a Francisco y echó a andar por la ribera del Manzanares. Francisco se quedó un momento mirándole. Luego guardó su dinero y se encaminó hacia el puente.
Sebastián se percató de que necesitaba estar solo. Temía la soledad y la necesitaba. Las horas que llevaba en Madrid las sentía como un vacío. En el tren había querido escaparse de sus pensamientos, pero ahora quería refugiarse en sus pensamientos. Simón, el chico, Francisco, la pareja de socios capitalistas… Todo eso era vacío. En el tren, deteniendo los ojos en el paisaje, intentando escabullirse en los colores, en las formas, en los ritmos de la tierra; atento el oído a las conversaciones del viaje; sorprendiendo el gesto, en el que afloraba lo íntimo, del compañero de viaje. Todo aquello había sido cobardía. Estaba solo y necesitaba aquel refugio de soledad.
Caminaba hacia el puente de la Reina Victoria por la orilla derecha del Manzanares. Llevaba las manos metidas en los bolsillos, apretando con la derecha los pocos billetes que le quedaban. Pensó que iba a hacer algo imprevisto, porque necesitaba reposar el pensamiento. Deseaba sacar fuerza ordenando aquella mezcla de sensaciones, de arrepentimientos, de cariños jamás confesados, de miedo vivido con una intensidad de animal acosado, de ira enloquecedora contra él mismo. Un profundo pozo lleno de chispas, de rescoldos deslumbrantes en la oscuridad, de algo también animal y blando como el cuerpo de una babosa, se revolvía dentro de él, se confundía dándole aquellas imágenes. Imágenes de sueño o de loco, y una angustia de llanto contenido, que le azotaba por dentro el pecho.
Sebastián echó a correr. Corrió doscientos metros o más, hasta que sintió el ahogo de la carrera. Estaba apoyado en la baranda del puente, jadeante. Se recuperó. Volvió sus pasos atrás y se sentó a una de las mesas del merendero de bajo el puente. El agua estancada rebrillaba, impidiendo ver el poco fondo. La imagen le servía para el pensamiento.
No era un hombre dentro de la vida normal. Él se había movido toda la vida por miedo. La pereza y el miedo estaban en casi todos los actos de su vida. Un oficinista, un comerciante, un campesino tenían otros móviles. Él no; él había sacado lo poco que había vivido del miedo y de la pereza. Miedo a su padre, a sus tíos, a los guardias, al hambre, a la enfermedad. Miedo en su padre, en sus tíos, en la madre que tenía los ojos ya no sabía si humildes o si miedosos. La pereza para vivir, una desgana que le hacía acogerse a lo primero que le salía, plegarse al instante. Su gran incapacidad para entender la vida descartando aquellos motores.
Recordaba el hambre, el frío y la primera ocasión en que éstos no le poseyeron. Lo demás había sido dejarse llevar de las oportunidades. Una oportunidad: la facilidad que en la familia se daba a la marcha y al regreso, porque había que buscarse la vida de cualquier modo. No, no estaba dentro de las normas de los demás. Si el guardia había muerto, el miedo llegaría hasta los hermanos pequeños, hasta el corazón de la madre. Pero nunca le supondrían un asesino: simplemente era uno de la familia que había defendido su vida y ahora llegaba el miedo de todos a encontrarse, a girar, a revolver todo lo peor de cada uno. A un crimen se le llama desgracia, porque no es más que un accidente en la vida animal. Un criminal es un hombre arruinado por el miedo, porque no hay otra ruina más terrible, y él sabía que si algo tenía como deseo funcional era vivir. Nunca recordaba haber vivido alegremente ni tristemente. Había simplemente vivido. Exactamente como un animal cualquiera. Únicamente con una razón animal. Lupe sí lo había entendido, porque Lupe era como él. Realmente no era ni triste ni alegre. Como él. Como él. Como él. Tan sola y tan ciega para las cosas de los demás como él. Su madre tenía todavía aquellas asas de carne que eran los hermanos menores. Hasta que se encontrase sola y volviera a ser como él, como todos ellos.
Bebió de la botella que le habían servido. Bebió larga y pausadamente. Miró al agua, que ya había perdido sus brillos y que dejaba ver el fondo, cercano y lodoso. Sebastián se sabía sin remedio. Huiría hasta que lo cazasen. Huiría como los animales hasta que una bala acabara con él o lo acorralaran para cogerlo vivo. Y lloraría, sabía que lloraría, que se desesperaría sin ninguna vergüenza pidiendo la libertad. Así lo hubieran hecho también el padre o cualquiera de los tíos. Aquello no era más que la legítima defensa de la animalidad.
Cuando Sebastián terminó la botella, se fue hacia el puente. Estuvo mirando el río enrojecido del crepúsculo, que de nuevo no dejaba ver su cercano fondo. Luego sonrió sin saber por qué y escupió al agua.
El Palacio Real tenía un tinte cárdeno de postrera luminosidad. Una bruma grisácea se extendía por encima del Campo del Moro. El pajarín desnidado tardíamente buscaba, alborotando, cobijo en los árboles con inquilinos fijos. Salió trapeando el murciélago a pasar su sombra de hoja por los faroles de gas, verdes de luz. Sebastián había cruzado el puente y caminaba hacia la estación. Lupe no sólo era una costumbre. No era como aquellas mujeres que tuvo unas veces por jactancia, otras por juego, otras… Pensaba que se había estado engañando. Con Lupe se podía haber ido a vivir fuera, tal vez venir a Madrid. Lupe siempre hubiera sido lo mismo. Lo sabía. Siempre hubiera sido fiel. A él le era fiel. Lo demás estaba en la desgracia, en la vida. Pero en Madrid, si él se hubiera entendido con Francisco para hacer algún negocio, ellos habrían vivido. Sin embargo, nada había sido así. La desgana, su irresolución, su mentira, le impidieron ver claro. Lupe habría sido llamada al cuartel de la Guardia Civil. Seguramente la tendrían detenida. Más tarde la echarían del pueblo. Para entonces quién sabe lo que le podía haber ocurrido a él.
En la entrada de la estación vendían periódicos en un puesto. Sebastián compró uno. Fue junto a un farol y pasó lentamente las hojas leyendo dificultosamente las noticias. Leía mal. En el ejército le habían enseñado a leer, pero después no lo había necesitado. Hacía años que no cogía un periódico entre las manos. Recordaba a su padre riéndose de los papeles, divirtiéndose con la gente a la que le daba por leer. «A ése le da por la ilustración». Y saber leer era algo entre cómico y de hombre de poco vigor en una pieza. Saber leer entre su gente, porque el padre respetaba y temía al estudiado. «Guárdate de los que saben, que sólo saben para hacer daño».
En el periódico no venía la noticia, o no la encontró. Sebastián se guardó el diario en un bolsillo de la chaqueta. En algún sitio lo miraría con calma. Luego decidió encaminarse hacia la estación de Atocha, cerca de la que había un bar donde se solía reunir gente conocida de otro tiempo. Esperó, tras de preguntar, un tranvía que lo llevase y en él hizo el viaje por los perfiles de la vaguada del río.
Luz de neón, luz de ojeras. Paredes de un chapucero color verde desentonado a trozos. Mostrador de mármoles partidos y amarillenta barra que ha perdido el niquelado. Neoclásica fuente de la cerveza. En la alta rinconada, sobre una peana, el torpedo del seltz y del progreso, que se ha quedado antiguo como una imaginación mecánica del siglo pasado. El billarín de los zánganos. Las diez bolitas de la sandunga y la caña gratis haciendo cinco mil; haciendo siete mil, resignación del dueño y bocadete de jamón; haciendo diez mil, trampa y comprobación. Por las mesas del fondo, cafés cortados de las diez de la noche. Por las mesas del fondo, el pleito agresivo de las chicas de la vida. Por las mesas del fondo, la aburrida, terca, bisbiseante charla del andoba de visita. Por las mesas del fondo, la deuda al cerillero de un manojito de «bisontes». Por las mesas del fondo, el recuerdo de un niño comiendo el pan de los Hermanos del Ave María. Por las mesas del fondo, la turbia alegría, la inconsciencia de diecinueve años, que no es edad legal, y un manoteo, colorado de servir de chica para todo en casa de sueldo demasiado bien administrado. Por las mesas del fondo, la perdición de los horteras.
Sebastián sostiene la copa de coñac. Ahueca el brazo. Tuerce el pie como los toreros en la espera. Desploma los hombros. Está apartado unos centímetros de la barra del mostrador. ¡Ele!, en el gesto de la boca. Sebastián ha olvidado todo. No es buen actor. En él es una sabiduría fisiológica. Bebe lentamente y el nuevo, violento movimiento, en la aparente desgana, muestra algo felino y escurridizo. Luego se vuelve al mostrador. Habla con el mozo. Forma parte de la maniobra o del rito.
—¿Usted sabe si viene por aquí…?
—No lo conozco.
—Póngame otra copa.
En las mesas del fondo hay una mirada tendida a Sebastián. Una mujer se levanta. Enhebra los pasos. Camina grave. Las cejas altas. Larga la mirada y los labios apretados, como si pasase entre dos filas de molestos, de burdos piropeadores. Sebastián la siente llegar, pero no vuelve la cabeza. Está junto a él. Se dirige al mozo del mostrador:
—Manolo…
Taconea con inquietud. Insiste.
—Venga, Manolo.
Sebastián la mira de soslayo y lentamente se va dando la vuelta.
—Manolo, cámbiame este billete, que el cerillero no tiene. Anda, date prisa.
Sebastián le pregunta:
—¿Estás cansada, para quererte sentar tan pronto?
Ella tiene sus últimas defensas en la palabra, en el desplante, pero no se defiende.
—Manolo, date prisa, hijo.
—Ya va, Pepita, serenidad —contesta, castizales, el mozo.
Sebastián tiene la labia melosa, suave, fácil al halago.
—Con una planta así, Pepita, es para estarse de pie hasta el fin del mundo.
La mujer entra en conversación con Sebastián. Acaban yéndose a las mesas del fondo, donde simplicidad, canallería, desgracia, cobardía, alegría y tristeza se enroscan, se confunden, dando un nuevo punto de vista a la vida.
En los amagos del belén está el salero. En los dichos barrocos, platicando, está enredador y camelante el diablo pequeñajo, perilla chivona, colita de ratón, barriga de tambor, que zurce los pecados de la carne. Sebastián sabe demasiado. Pepita sabe demasiado. Acaban dejando el juego, empatado de golferías, triste de ingenios viejos, plateresco de las imágenes de la germanía.
Pepita moviliza su rubia cabellera, mientras echa el humo del cigarrillo a las lácteas alturas de la luz de neón.
—… me vine de Valladolid.
Sebastián escucha, la mirada por las vetas negras del mármol.
—Con la flor en el ojal dispuesta a todo.
Sebastián administra unas gotas de coñac, con el dedo, por las negras vetas.
—La vida…
Sebastián tabalea la uña del índice en el límite del plano.
—La mala suerte…
Sebastián acaricia un recuerdo de Lupe, lejana, en un bar de Talavera.
—A mí no me ha perdido nadie, ¿comprendes? Lo decidí yo.
Sebastián mueve la cabeza, pensando que hay una hora de caer, una hora negra.
—Voy tirando, como las demás.
Pepita forja en su mente un tremendo novelón. Pone música de fondo. Canturrea.
El camino de la vida ya te enseñará, ya te enseñará…
Sebastián resume:
—Todos somos iguales, Pepita; lo que importa es ir viviendo.
—¿Me invitas a una copa? Bueno, si no, te invito yo.
Sebastián aprieta los ojos.
—Déjate de beber, mujer.
—Quiero invitarte yo.
Sebastián encoge los hombros.
El camarero de cuerpo de caballejo que ha entrado al turno de las diez y media vaga con su bandeja recogiendo servicios.
—No le llames, Pepita; vámonos a dar una vuelta por la calle.
Pepita abre su bolso. Saca una barra de carmín, un espejito y una medalla con la Virgen. Se retoca. Enseña la medalla a Sebastián. Tiene un buen recuerdo, una chamba en su vida, y un picor de nostalgia por los ojos. También una amalgama de piedad y de superstición.
—Es la Virgen del Camino, ¿sabes? La llevo porque me la dio un amigo, porque me guarda. No me pasará nada mientras la tenga.
Sebastián piensa que hay gente al borde del camino que vive tranquila, que no necesita protección alguna, que ve pasar a los caminantes sin que les importe o preocupe. En cambio, los del camino, los que van por la vida y no se están quietos, ni les dejan estarse quietos, ésos tienen que tener toda clase de protecciones. Pepita no es más que un encuentro del camino, como Lupe, como todos los amigos, como toda la familia. Alguna vez se encuentra uno con un hoyo y cae. Es la hora. Unos se levantan, otros se quedan.
Antón Martín es lugar de mala parada.
—Te invito a la copa en este bar.
—Como tú quieras.
Entran en un bar.
—Lo llamamos nosotras el bar de la soledad, porque nunca hay gente.
Al término del mostrador está la cafetera exprés, vieja, y el rincón de las cucarachas marrones que zapatean por entre los vasos de café, cada uno con su cucharilla, cada uno con su paquetito de azúcar.
—Te has quedado triste, hombre.
—Estaba pensando.
—Pues no hay que pensar. Si una fuera a pensar, se amargaría la existencia. Para cuatro días que va uno a vivir…
Sebastián piensa que así es toda la gente del camino. Gente que mide la vida por cuatro últimos días siempre, que es necesario gozar.
—Cuando a uno le ocurren algunas cosas —dice Sebastián—, no tiene más remedio que pensar.
—No hay nada tan importante que le haga a uno pensar para amargarse.
Pepita lo siente así, porque para ella pensar es hacer un acto de constricción, darle vueltas a los errores cometidos, sacar fuerzas para una reforma que nunca llegará.
Pepita alza la copa.
—Vamos a brindar.
—¿Por quién?
—Por nosotros, porque no se nos cambie la suerte del todo y acabemos donde no se…
Sebastián bebe lentamente.
—Pepita —dice—, te voy a contar algo que te va a extrañar, algo muy raro que me está sucediendo contigo. Seguramente no me lo vas a creer. No me creas, pero es verdad.
Pepita se sonríe. No ocurre muchas veces, pero suele haber chalupas que le echan por gusto cuento a las cosas.
—Anda, cuenta.
Sebastián guarda silencio. Como en un diorama, jugando ahora la luz de tras el lienzo, es Lupe la que ocupa el dintorno de la figura de la mujer que le acompaña.
—Anda, cuenta.
La vida al salto. Recuerda el miedo de Lupe. El miedo al coto, blanco y gris, donde se muere solo. Miedo de la soledad. Miedo de borrar la vida de uno tan fácilmente que no se percaten los que vivieron con uno que la vida no se vive sola. Resistencia a aceptar que uno se muere solo, a pesar de la vida. Miedo a adelantar la muerte habiendo vivido con alguien, con un alguien que ya no es ni meta de recuerdo. Porque si el recuerdo no se comparte, ya estás muriendo.
—Estaba recordando, Pepita, cosas que no son de hoy.
—Cuenta, hombre.
—No tienen gracia.
Sebastián sonrió.
—Te da romántica —dijo Pepita—, te da romántica como a mí.
Sebastián marcaba un volapié con la copa en la mano. El volapié del cante, el volapié de la compostura flamenca, chillado y grave.
—No, Pepita, es que se me escapa el santo.
La mujer se rió. Propuso:
—¿Otras?
—No tengo el cuerpo…
—Otras, que hoy me siento lanzada.
Pidió coñac.
—Mira, cuando yo estaba en Valladolid a veces me entraba una como tristeza por el cuerpo, como si me arrugase, como si me entrara un deseo de morirme…
—Te emborrachabas.
—Sí. Me emborrachaba sola o con quien fuese. Me emborrachaba hasta que no podía más.
Pepita contaba la historia tal como era. Luego la confundía por un extraño sentido de autodefensa.
—No vayas a creerte nada malo. Yo era decente.
Sebastián bebió de golpe.
—Vámonos a la calle.
—Espera.
—Vámonos.
Al salir a la calle Pepita le dijo a Sebastián:
—En Valladolid yo conocía a un muchacho empleado en la estación. Fuimos novios. Yo le quería mucho, ¿sabes?
Pepita se rió a carcajadas.
—Yo le quería mucho —repitió.
Sebastián la llevaba del brazo. Preguntó cansadamente:
—¿Te dejó? ¿Murió?
—No.
Sebastián perdía la mirada en la masa verdinegra de la Plaza de Tirso de Molina. El calor de la noche de verano hacía que estuviera concurrida y alegre. Llegaba de ella un olor pegajoso, vegetal y lacio. Había una procesión de luciérnagas de taxis. Se adivinaban cuerpos cansados, sueño e insomnio.
—Me casé con él.
Sebastián la miró a la cara.
—¿Tú estás casada?
—Cosas, amigo.
Sebastián hizo una pausa. Preguntó:
—Bueno. ¿Y qué?
La mujer se rió.
—Ahora vamos a beber vino, ¿te parece?
Por la escenografía urbana de la calle de la Esgrima encontraron la taberna de Eugenio Cachero. El mostrador apenas como una mesa de cocina. Las paredes pintadas de blanco, con una cenefa azul vacilante de línea, cercana a la alta techumbre. Busconas en familia. Forzados del vino y el mico cortejando. Eugenio, serio con la fila arañada, sirviendo vasos. El pudor de la gente de orden expresado al pasar en miradas inquisidoras. Por las profundidades, tertulia con cante barato. Un siseo de vez en cuando, de Eugenio que teme la advertencia del sereno, de los guardias.
—Vino, dos.
Pepita siente el retozo del vino por el cuerpo. Sebastián se desasosiega.
—Es mucho beber. Habrá que dejarlo.
Sebastián calcula su escasa fortuna.
—Vino, dos.
Pepita comienza una copla de radio, de gramola de bar. Eugenio advierte:
—Señorita, que no se puede cantar.
Cree su deber dar una explicación a Sebastián.
—En seguida caen por aquí y como le andan buscando las vueltas a uno, pues son diez duros. Menudo negocio hago yo.
Pepita canturrea al oído de Sebastián. Termina. Reflexiona una filosófica consecuencia.
—… y que es verdad.
Pepita bebe de golpe su vaso.
—Vino, dos.
Sebastián cansa el ojo por la sonrisa insistente de las busconas.
—Pepita, ésta es la última. Yo no bebo más.
El sereno vaga por la calle, taconeando el chuzo. El sereno lleva el cigarrillo rechupado pendiente del labio, el vientre abultado del cincho llavero, la blusa gris, abierta, los zapatos deslucidos y reventones de los padeceres de los pies. Suda y se tercia la gorra, que le molesta.
—Señorita, que van a dar las doce, que no es hora de armar escándalo.
Pepita se apoya en Sebastián.
—¿Qué dice el gallego?
Sebastián la amansa.
—No me armes un espanto. Sigue para adelante.
—¿Dónde me llevas?
—A tu casa.
—No.
—¿Dónde quieres ir?
—Al café.
Pepita se suelta de Sebastián y establece la embriaguez por su cuenta, desafiante.
—… tán clavadas dos cruces…
El sereno se acerca decidido.
—Como siga armándola, va a comisaría.
Pepita teme al sereno. Da explicaciones.
—¿Es que no se puede cantar bajo?
—¡Hala, andando! Ni bajo ni alto. Si canta, la llevo a comisaría.
Sebastián disculpa.
—Perdone usted, sereno; es que ha bebido un poco de más.
—Ya lo veo. Si en esta calle —insiste ordenancista y cazurro— les oigo cantar, van los dos a la comisaría.
En otra ocasión Sebastián se hubiera sentido flamenco. Coge del brazo a Pepita.
—Anda, cállate ya. Vamos.
—¿Es que no se puede cantar? ¿Es que uno no puede cantar cuando le da la gana?
—Anda. Vamos.
El sereno ha vuelto a su mutismo dispuesto a intervenir en cualquier momento. Ordena:
—Circulen.
Pepita se deja llevar mientras farfulla insultos. Ya en la calle de Atocha se estira, compone la figura.
—¡El tío gallego! Ya lo conozco yo al gachó ese. Te juro que me las paga un día. Voy a comisaría, pero le saco los ojos.
—Cálmate, Pepi.
Cuando llegan al café, Sebastián pide, apoyado en la barra, dos cafés, mientras Pepita se desmadeja sentada en una silla cercana al juego de las diez bolitas.
Toman los cafés.
—Esto te sentará bien. Te espabilas en seguida.
Sebastián desea marcharse. Titubea.
—Yo, Pepita, te voy a dejar. Mañana…
—Mañana igual que hoy. Vete cuando quieras, hombre. Ya te había visto venir desde hace un rato.
Sebastián paga en el mostrador.
—Bueno, Pepita, si tú te quedas…
—Déjame en paz.
—Mañana…
—Anda, vete a ver si tropiezas por ahí a una Venus —cela airada.
Sebastián se encoge de hombros. Sale a la calle. Camina hacia la estación. Vuelve sobre sus pasos. Piensa en todo lo que ha ocurrido desde que entró en el café. Piensa que necesita ir a algún sitio a descansar.
Antón Martín. Plaza de Tirso de Molina. Plaza de la Cebada.
El mercado de la Plaza de la Cebada tiene algo de circo, algo de garaje, algo de tinglado portuario, con su fantasma criminal dentro. Sebastián se acerca a un sereno.
—¿Hay por aquí una pensión para dormir?
El sereno le indica la Cava Baja.
Sebastián entra en una de las posadas de la calle. Son las doce y media de la noche y el vecindario se retira a sus casas. Del campo llega un viento tibio, que en la Plaza de la Cebada agiganta un hedor frutal, cárnico, pesado.