Miércoles, Santa Cristina
La ventana da a un patio. La luz del patio tiene una turbiedad, una densidad, una acritud de zumo de limón. Sebastián, en el amanecer, se despierta, la boca seca, saborete de bilis, los brazos flojos y dolidos. Bajo el reloj de pulsera, unos pocos billetes doblados, apretados contra la muñeca. Entorna los párpados intentando dormirse. Siente las piernas débiles y nerviosas.
La cama es de hierro, con flores pintadas a los pies y en la cabecera; el colchón, duro, de borra apelmazada; el jergón, armado de ballestillas anchas; las sábanas, gastadas del uso; el cabezal, con un algo de pringue, que el cutis del rostro precisa.
Sebastián gira el cuerpo. Abre los ojos. Baldosas rojas y un trozo de alfombra, borroso el dibujo, oscura de suciedad la urdimbre. Enfrente, en el rincón oscuro de la alcoba, un camastro. En éste, un durmiente.
Sebastián oye la respiración acompasada de su compañero de habitación. Cuando llegó a la posada, se lo advirtieron.
—No queda más que una cama vacía en una habitación de dos.
Firmó en un impreso, luego que rellenó las casillas de filiación. Se inventó un nombre. Abonó nueve pesetas y dejó una de propina.
La luz del patio se va aclarando. Son las siete de la mañana. Sebastián tiene sueño. Sin embargo, no puede dormir. En el patio se oye el chancleteo de alguien. Luego una voz que requiere la presencia de una mujer. Un estridente ruido de cubos. Una conversación apagada.
Sebastián se incorpora. Encoge las piernas. Está terriblemente cansado. En los pies de la cama falta un boliche, el otro está inclinado, suelto, con manchas oscuras en el latón apagado. Cuando vuelve la cabeza se encuentra con la mirada del compañero de cuarto. Es un viejo. El pelo gris se le arremolina en la cabeza. Sonríe y muestra unos dientes quebrados. Saluda.
—Muy buenos días, compañero.
—Buenos días.
—¿Tiene usted hora?
—Las siete y diez.
—Todavía queda por dormir un buen rato.
Sebastián apoya el cabezal en los hierros de la cabecera. El viejo le pregunta:
—¿Por casualidad lleva usted tabaco? Es que anoche se me olvidó…
Sebastián se inclina hacia la silla donde ha colocado, doblados sobre el asiento, los pantalones.
—Tome usted.
El viejo coge el cigarrillo, lo examina, lo ablanda rodándolo entre los dedos.
—Fuma usted tabaco caro —comenta.
Hay un silencio. El viejo dobla un brazo sobre su cabezal, expele el humo del cigarrillo con delectación.
—Todavía no le he dicho mi nombre.
Sebastián guarda silencio. En el patio hay un creciente rumor de conversación. Se escucha un siseo prolongado. El rumor se va apagando.
—Me llamo José Cabeda. Profesión, mis labores.
El viejo se ríe con una penetrante risa en i.
—No vaya usted a pensar mal…
Sebastián se apoya en los codos cómodamente, con el zancajo del pie derecho da golpes en el colchón para hundirlo en los medios y poder poner las piernas a su gusto.
—Mis labores son labores muy particulares. Labores finas. Hago sombreros de papel, cometas, farolillos japoneses, trenzados para fiestas y verbenas. Me lo compran todo en la casa Álvarez. Los Álvarez hacen el gran negocio conmigo. Lo que yo les pongo a cuatro, ellos lo venden a diez. Antes de esto tuve un negocio de pasadores de medallas para el ejército. He recorrido todo España. Me conozco todos los cuarteles de España. Era un buen negocio. Lo que pasa es que ya es uno viejo y no está para andar trotando por ahí. ¿No le parece?
Sebastián encendió un cigarrillo. Preguntó:
—Habrá usted visto mucho…
—¿Yo? ¿Que si he visto? Treinta y dos años dando vueltas por el país y por Marruecos, figúrese. Yo les he vendido pasadores a todos los mandamases. Dígame usted un nombre conocido, de coronel para arriba, y a ése le he vendido yo un pasador.
Fumaron en silencio. El viejo dijo:
—Las cosas que yo podría contar… Mi vida es una novela, se lo digo yo. Yo he ganado mucho dinero; pero, amigo, ya sabe usted… Si le digo que yo he sacado, seguramente antes de que usted naciera, mis buenos veinte duros diarios, entre ventas y propinas, ¿qué diría usted?
Sebastián miró el reloj. Eran las siete y media. El viejo dijo:
—Ahora hay que dormir un rato. Todavía es pronto. Yo me levanto a las diez. ¿Y usted?
—Me da igual.
—Pues yo le avisaré si se duerme. Podemos ir a desayunar a un sitio que yo conozco, barato y bueno.
Hizo una pausa.
—¿Usted se llama?…
Sebastián respondió por su nombre.
—Sebastián Vázquez.
El viejo se inclinó, tendió la mano a través del espacio entre las dos camas. Sebastián le imitó. Se estrecharon las manos.
—Mucho gusto, señor Vázquez.
—Tanto gusto, señor Cabeda.
—Buenas noches, hasta las diez.
Correctamente, cada uno giró el cuerpo en sentido contrario al del otro. El viejo hacia la pared. Sebastián hacia la ventana que daba al patio, que ya se doraba de sol.
Sebastián se despertó. El viejo ya estaba vestido. Sonreía.
—He estado silbando —dijo— para no despertarle bruscamente. Los malos despertares dañan el corazón. Apresúrese, que ya es hora de desayunarse. En la puerta de al lado está el lavabo. No debe de estar ocupado.
Sebastián saltó de la cama y se puso los pantalones.
—¿Tiene usted jabón? —preguntó el viejo—. Tenga usted jabón. No habrá toalla. Se puede usted secar con la sobrecama.
Sebastián se calzó. El viejo se sentó en el camastro.
—Esa cama donde usted ha dormido es endemoniada. Dura como una tabla. Ésta tiene el colchón de corcho. Es mejor.
—El manso de esta cama es bravo —dijo Sebastián.
El viejo pidió:
—Antes de irse a asear, ¿me podría dar usted un cigarrillo?
Sebastián le tendió el paquete.
Cuando salieron a la calle, el viejo llevaba una maletita de madera.
—Mi industria —dijo—. De cualquier cosa se puede hacer un oficio y sacar para comer. Yo con papeles de colores y goma, lo tengo resuelto. Trabajo en los mejores sitios. Con frío en las tabernas; con el buen tiempo en cualquier lugar donde haya sombra y no demasiados chiquillos.
En la calle de Toledo, la media mañana sonora, vivaz, luminosa. El arco de agua de las mangas de riego; el insectil caminar de la gente, como en un sendero de hormigas, con los mismos reconocimientos antenales, con las mismas dudas y paradas; el cacharreante pasar de los tranvías; el apagado mugido de los cláxones de los automóviles; gritos, voces rataplanes de garganta de los vendedores de la calle.
—Esta calle es muy hermosa —dijo el viejo—. A esta calle nos vinimos a vivir mi señora y yo cuando nos casamos. ¡Qué tiempos, compañero!
—¿Se le murió la mujer?
—¡Claro!
—No le entiendo.
—Se murió de pena de estar sola. Nos queríamos mucho. Yo no la podía llevar conmigo.
El viejo tenía ademanes teatrales. Hizo un silencio para significar su pena. Movilizó las manos en un temblor falso. Dijo:
—Anduve algún tiempo de mula coja, hasta que me repuse de la pérdida. ¡Una pérdida tan grande!…
Sebastián le miró interrogante. El viejo arrugó la nariz.
—Usted no sabe —dramatizó— lo que es perder la fiel compañera de la vida. Usted no lo sabe…
El viejo cerró un instante los ojillos, apretó los labios, movió la cabeza nerviosamente, inventó un sollozo.
—Nadie lo puede saber excepto el que lo ha pasado.
Estaban frente a un bar de puerta estrecha, abierta, por la que salía un tufo de gas.
—Aquí vamos a desayunarnos —dijo el viejo—. Pase usted.
—No, pase usted, señor Cabeda.
—Insisto, pase usted. ¡Paso a la juventud!
—Pase usted.
El viejo inclinó la cabeza cortésmente.
—Bueno, pasaré yo. Siempre cedo. Es mi costumbre ceder. Es mi filosofía. Me gusta pasar el último, pero pasaré el primero. Los últimos, compañero, serán los primeros.
El viejo pidió dos desayunos. Mientras los servían, dio en meteorólogo.
—Con los calores el aire se carga de electricidad. Usted no lo nota. Claro, usted es muy joven. Yo noto la electricidad en los huesos. Los siento cargados de fluido. Los que ya tenemos muchos años sabemos que esto es lo peor del verano, porque lo mismo se forman tormentas en las alturas que en los huesos de uno. No somos nadie, compañero, y una tormenta de ésas lo lleva a uno a la Sacramental y ¡a Dios misericordia!
Les sirvieron dos tazas de manzanilla y dos copas de aguardiente.
—En el verano —dijo el viejo— lo mejor para el desayuno es la manzanilla seguida de un copetín. Le arregla a uno el estómago y le descarga la electricidad.
Sebastián callaba. El viejo le miró fijamente.
—Lo que usted necesitaba era haber dormido más. Siete días que vive uno y no saberlos dormir… Claro que ésta es la maldición divina. Siempre he tenido para mí que el Paraíso no fue otra cosa que una larga y buena siesta. A Adán lo despertó la mujer y perdió la ciencia de dormir. Es algo que no se le ha ocurrido a nadie. ¿A que a usted no se le había ocurrido?
—No, no se me había ocurrido.
—Pues esto se lo dice un hombre dinámico como yo, un hombre que no tiene un pelo de perezoso.
Sebastián terminó su copa de aguardiente. Hizo un gesto al del bar. El viejo dijo:
—¡Quite usted allá! A desayunar le invita un servidor de usted.
Sebastián se encontraba cómodo en compañía del viejo. La voz del viejo le tranquilizaba. No sabía por qué, pero no tenía miedo junto a él. Parecía que el viejo fuese la clave de la existencia, y su voz era el rumor de la vida sosegada, de la vida en calma.
—Si usted no tiene otra cosa que hacer, le brindo mi compañía hasta la hora de comer. Podemos ir donde haya un jardín. Me verá usted trabajar. Trabajo fácil, sí, pero delicado. Encontraremos algún amigo. ¿Qué le parece la Cuesta de la Vega?
Sebastián movió afirmativamente la cabeza.
—Pues allá nos vamos.
Caminaron lentamente. Sebastián se ofreció a llevarle la maleta de madera.
—No, no. Apenas pesa. Son papeles, como le he dicho, y dos frascos de goma. La ropa me la guardan en la posada. Allí tengo una maleta grande con mis cosas.
En la Plaza Mayor formaban un tiovivo los tranvías. En la Plaza Mayor, junto a la estatua, eclipse de sol. En la Plaza Mayor, el sueño de decoración del señor Cabeda, tomando como centro la hermosa nariz del rey a caballo: cientos de cadenetas y faroles japoneses en los balcones.
—Sería todo un año de trabajo, pero sería la verbena mejor adornada del mundo.
Sebastián sonrió contento.
—¿Por qué no lo propone?
—No me harían caso.
El viejo compró un periódico. Sebastián naufragó en la realidad. Ya no escuchaba al viejo.
—… enterarse de lo que ocurre por el mundo…
Sebastián sentía que le arrebataban aquel rincón, aquel limbo de sosiego, de la amistad con el viejo. Volvía a ser un perseguido.
—Lo leeremos cuando nos sentemos.
Sebastián seguía emparejado al viejo. Caminaba a su compás. El viejo se paró en una tienda de condecoraciones y efectos militares.
—¿Ve usted esos pasadores? Pues mucho más artísticos los he hecho yo. Entonces nadie se dedicaba a la industria de los pasadores. Pasadores para héroes, pasadores para gente de oficinas, pasadores para criminales. En África había de todo. ¡Quién sabe! Yo he conocido soldados condecorados de los batallones disciplinarios. Seguramente merecieron la condecoración y acaso también el ser fusilados.
Sebastián hubiera dejado al viejo, pero se sentía cobijado por él.
—En las guerras se hacen demasiadas barbaridades para que haya medallas. Pero resulta que el hombre es así. Tiene que haber premios para todo. Premios y castigos, ¿no le parece, señor Vázquez?
Sebastián estaba descubriendo en la voz del viejo unos ligeros matices de burla. Pero el viejo no se burlaba. Sebastián le preguntó de pronto:
—¿Usted sabe quién soy yo?
El viejo dudó un momento.
—Creo que sí. Sebastián Vázquez, según me ha dicho usted.
Sebastián tenía el presentimiento de que el periódico daba su nombre.
—¿Quiere usted enterarse bien de quién soy yo? Mire el periódico.
—No es necesario, hombre. Si es algo desagradable, algo que usted haya hecho que no haya sido honrado, no es necesario. No tengo ningún interés en enterarme de quién es usted.
Sebastián calló. La voz del viejo volvió a ser alegre.
—El cuerpo, compañero, necesita de vez en cuando que se le recete algo. Lo mismo ocurre con el espíritu. Yo para el espíritu me suelo recetar una medicina llamada presente. La medicina del minuto. Claro es que a veces caigo enfermo de pasado o de porvenir. Me gusta recordar el pasado, sí, pero en los sucesos. Procuro no tener nostalgia, compañero. Y del porvenir… Del porvenir, nada. ¡Qué sé yo si me voy a morir en el camastro de una posada, en el hospital o en la calle! Cuando sea, entonces…
Creó un silencio.
—¿Usted se llamaba en la posada, quiero decir para los de la posada?…
—Me inventé un nombre.
—¿Cuál?
—Antonio Jiménez.
—Bueno.
El viejo tendió la mano.
—Pues tengo mucho gusto en conocerle, señor Jiménez.
Sebastián apretó la mano del viejo. Éste miró cuidadosamente el periódico, arrugó la frente, volvió el labio inferior.
—Siempre ponen las mismas cosas.
Al llegar a la escalinata del viaducto lo tiró.
—Ahora, en cuanto nos sentemos, verá usted cómo trabajo. Seguramente me podrá echar una mano. Cuando llegue un amigo mío nos iremos a beber unos vasos. ¿Le parece?
Sebastián miró la lontananza brillante, por encima de las últimas ramas de los árboles.
—Como usted quiera.
Los dos bajaron por la cuesta en busca de un banco a la sombra para hacer cadenetas para las verbenas, para los festivales, para la alegría. La tierra estaba húmeda, recién regada. Olía bien. El viejo respiró profundamente. Dijo a Sebastián, con la cara iluminada de una infantil picardía:
—Deme usted un cigarrillo. Siempre se me olvida comprar tabaco.
Habían alternado los papeles verdes, los amarillos y los rojos. El viejo había sacado del bolsillo del chaleco una tijera y los estaba cortando. Extendió luego la larga oruga de colores. Puso ojos de artista.
—Queda bien, ¿verdad?
—Queda muy bien.
—Tengo que hacer siete diarias para sacarme el jornal.
—No le lleva a usted mucho tiempo.
—Eso parece, pero sí lleva tiempo. Cuando más trabajo es por la tarde. La tarde me cunde mucho. Luego, en la habitación, si no tengo compañero ni sueño, también hago algo. Pero no crea, nunca hago más de lo que necesito. Si hago más de la cuenta, al día siguiente trabajo un poco menos y compenso. El trabajo es otra maldición de Dios, pero hay que hacerlo para poder comer.
Sebastián preguntó:
—¿Y dónde aprendió usted a hacer estas cosas?
El viejo enarcó las cejas, se quedó un momento pensando.
—En el hospicio. Allí lo aprendí y acaso allí enseñé a alguno a hacer estas cosas.
Sebastián miró al suelo. El sol, a tres pasos del banco, había secado ya la tierra. El viejo continuó:
—Yo soy hospiciano. Del hospicio pasé al cuartel como educando de banda. Luego me dediqué a hacer pasadores. Me lo enseñó un soldado viejo en el calabozo. Aprendí a hacer estuches de papel endurecido con goma laca. Aprendí a forrar estuches y portafotografías con hilos de colores. Aprendí a hacer carpetillas para el papel de fumar, y objetos de regalo con dibujo moro. Todo con papel, hilos y madera. Éste ha sido mi oficio.
El viejo guardó en la maleta los recortes del papel.
—Una de las cosas que me hubiera gustado tener —dijo— es una tienda de pájaros. Nunca reuní dinero suficiente para ponerla. Todo lo que he ganado me lo he gastado. No he sido hombre de orden.
Movió la cabeza el viejo a un lado y a otro. Chascó la lengua.
—Para tener dinero hay que tener orden, hay que pensar en el porvenir. Yo he nacido pobre y moriré pobre. La pobreza es una enfermedad que uno padece; también la riqueza, compañero. Lo que pasa es que una es peor que la otra. Lo natural es no tener nada. Eso es lo natural, como todos los bichos del mundo. Hay que trabajar para comer hoy, no mañana. Hoy es lo importante. Lo que sobra hay que dejarlo pudrirse y no preocuparse.
La oruga de colores que sostenía el viejo entre las manos fue aplastada. La metió en la maleta. Sebastián sacó los dos últimos cigarrillos del paquete y le ofreció uno al viejo. El paquete, arrugado, lo echó bajo el banco.
—Ahora vendrá el amigo que le digo —afirmó el viejo—. Es algo más joven que yo, un tipo muy curioso. Ya lo verá. Un revolucionario.
Estuvieron fumando en silencio. El viejo anunció a Sebastián:
—Ahí viene.
Un hombre alto, delgado, cargado de hombros, se acercaba por el paseo.
—Es puntual. Ahora debe de ser la una y media.
Sebastián miró el reloj.
—Las dos menos veinticinco.
—Puntual —dijo triunfalmente el viejo—. Charlaremos un rato y luego nos vamos a beber unos vasetes.
El hombre alto llegó junto a ellos. Saludó:
—Buenos días, Cabeda, y la compañía.
—Buenos días, Hernández, ¿qué tal va eso?
—Muy bien, ¿y usted?
—Muy bien, gracias. Le voy a presentar a un amigo. El señor Jiménez.
Sebastián se levantó y dio la mano a Hernández, un poco abrumado por tanta fórmula cortés. Hernández se sentó en el banco, junto al viejo.
—¿Qué, mucho trabajo?
—¡Vaya!
Hubo un silencio. El viejo dijo:
—Le estaba yo hablando de usted a este amigo.
Hernández hizo un gesto de asentimiento. Dijo:
—¡Ajá!
—Le estaba hablando de que usted ha sido un revolucionario. Un hombre activo y práctico.
—No exagere, Cabeda —su voz sonaba humilde—. Va a creerse este señor que yo he sido el Cid Campeador —se dirigió a Sebastián—. No. Uno ha hecho lo que tenía que hacer y ha llevado una conducta honrada toda su vida. Nada de amaños. Nada de hoy para ti, mañana para mí. Me costó la expulsión del partido. Menos mal que tuvieron la idea de expulsarme, porque si no me hubiera ido yo y los hubiese dejado en ridículo. Uno ha trabajado, eso es lo que ha hecho, por la clase obrera.
Sebastián sentía los ojos de aquel hombre clavados en el rostro. Unos ojos grandes, azules, suaves y, sin embargo, duros.
—A mí, la lucha. La lucha ha sido mi manía toda la vida. Cuantas más dificultades, mejor. ¿Había que ir a la cárcel? Pues se iba sin hacer de ello una epopeya. Antes que nada, antes que la familia, los hijos, la vida, la lucha. El hombre que no lucha es un muerto en vida. A mí… ¿Cómo se llama usted, y perdone?
El viejo terció:
—Antonio Jiménez.
Hernández continuó:
—A mí como le digo, Jiménez, la lucha. Claro, esto es una cuestión de temperamento. Aquí, por ejemplo, nuestro amigo Cabeda nunca ha sido luchador. Él es otra cosa. Él es un filósofo. Todo le parece bien, o todo le parece mal. No se sabe. Por eso somos buenos amigos, porque es un filósofo y yo un luchador. Él no me lleva jamás la contraria. Si no, ya hubiéramos reñido y, sin embargo, somos amigos de antiguo.
Hernández tenía una voz monótona, sin inflexiones. Hablaba rápido y sin fatiga. El viejo elogió a su amigo:
—Usted, señor Jiménez, es muy joven y no habrá oído hablar de él, pero si tuviera mi edad sabría lo que hizo. Traía en jaque a todos los patronos de la construcción. Los traía locos. Él solo organizó una vez una huelga…
Hernández movía la cabeza asintiendo, satisfecho. Interrumpió al viejo:
—He hecho eso y mucho más. He levantado una provincia en unas elecciones.
Hernández tenía un gesto regocijado.
—Quisiera que usted lo hubiera visto. Hubo de todo. Y allí me tenía usted hablando y hablando y hablando. Hasta que me quedé sin voz. Diciendo lo que tenían que hacer. Lo que había que hacer. Ni la Guardia Civil ni nadie podía contra mí. Claro, acabé en la cárcel. Y allí llegó un señorón explotador y me dijo: «Oiga, Hernández, le doy a usted tanto». Y no crea que me ofreció poco: el dinero no hace al caso. Bien, pues me dijo: «Oiga, Hernández, tanto y la libertad bajo la promesa de que no vuelve usted por aquí más». Yo le respondí: «Guárdese su cochino dinero; a mí no se me compra. Guárdese su despreciable libertad. Hernández se queda en la cárcel. Hernández no admite un céntimo de un explotador. Hernández es fiel a sus principios, y se lo digo a usted, que sé que defiende lo suyo».
El viejo se entusiasmaba oyendo hablar a su amigo. Le dijo a Sebastián:
—¿No le decía yo a usted? Un auténtico luchador. Un revolucionario.
Luego se dirigió a Hernández, interrumpido en su disertación:
—¿Y él qué le dijo?
—¿Que qué me dijo? ¡Qué me iba a decir! Agachó la cabeza. «Usted es una pena que esté al lado de ellos. Hombres como usted es lo que necesitamos nosotros. Usted, Hernández, es un hombre». Eso fue lo que me dijo aquel tipo.
En los ojos de Hernández había un fulgor de orgullo. Afirmó:
—Eso es lo que he sido toda mi vida: un hombre. Lo mismo en la desgracia que en el triunfo. Si yo hubiese nacido en otro país, quién sabe a lo que hubiera llegado. Claro que a mí no me tiran los honores, pero hubiera llegado a algo muy gordo y hubiera hecho justicia. Sí, justicia.
A Sebastián todo el discurso de Hernández se le aglomeraba como una parla de loco, salmodiada y grave, en los oídos.
Hernández se levantó del banco.
—¿Le parece a usted que vayamos a refrescar?
—¿Le parece a usted? —preguntó el viejo a Sebastián.
Sebastián dijo:
—Lo que digan ustedes.
Hernández caminaba dos pasos delante de ellos, conduciéndolos, capitaneándolos.
—Junto al viaducto hay una taberna donde se puede tomar un vaso y charlar un rato sin interrupciones.
El viejo afirmó encantado, sonriente:
—Sí, es una buena taberna. Quiero que la conozca nuestro amigo. Es una taberna —se dirigió a Sebastián— de un antiguo compañero de lucha de Hernández.
—Los compañeros deben ayudarse —dijo seriamente Hernández—. Los compañeros deben estar unidos hasta la muerte.
El viejo, mientras caminaba, hacía en voz baja elogios de Hernández, que éste fingía no oír.
—Es un hombre cabal. Hasta que lo echaron del partido, porque usted ya sabe que en todo hay zancadillas y malos quereres, era el brazo derecho de la acción del partido. Luego se acabó. Puso una frutería, que ahora lleva un hijo suyo. Fue para él un golpe de muerte su expulsión, pero supo salir adelante y no desfallecer.
Sebastián miraba sus cargadas espaldas. El viejo continuó:
—Y no crea usted. Ha sido un perseguido. Los mismos de su partido lo persiguieron luego, porque le temían. Ya nos lo contará. Le temían, porque sabían que Hernández no cedería nunca.
La taberna del compañero de Hernández estaba en la calle de Segovia, a cien pasos del viaducto. En ella entraron. Hernández saludó y preguntó al chico de detrás del mostrador por el dueño.
—Ahora sale.
—Dile que está su amigo Hernández.
A poco salió el dueño. Un hombre gordo, sonriente, con los carrillos colorados. Se secaba las manos en el mandilón a rayas verdes y negras.
—Hombre, Hernández. ¿Cómo por aquí?
—A visitarte, viejo vendido —dijo Hernández riéndose.
—¡Ay, si tú supieras!… —reparó en el viejo—. ¿Qué tal, señor Cabeda? Hacía tiempo que no se dejaba usted ver el pelo —cambió la voz—: No son los tiempos de negocio, Hernández. No marchan bien las cosas. Nos asan a impuestos. Se llevan lo que ganamos, lo poco que ganamos. Mal van las cosas.
Hernández se sentó en una banqueta. Las rodillas le punteaban bajo los pantalones. Reposaba las manos, largas, huesudas, arbustivas, sobre los muslos. Estiraba el cuello y lo encogía, formando una golilla de pellejo como las tortugas. Sonreía.
—Recuerdo —dijo solemnemente— que una vez fuimos a revolver un poco las conciencias en Getafe. ¿Te acuerdas tú, López?
—¿No me voy a acordar? —respondió el tabernero.
—Fue en invierno. Pasamos mucho frío hasta que comenzó la función. No me dejaron hablar. Tuvimos que salir por pies. Yo creo que llegamos hasta Madrid corriendo. Desde luego no he sudado más en toda mi vida. A éste —señaló al tabernero—, le arrimaron un palo detrás de las orejas como a los conejos. Por poco acaban con él.
El tabernero hinchó la barriga. Dio noticias, hizo historia:
—A ti por poco te quiebran de una pedrada, aparte de los palos que te dieron, que estuviste rebragado más de un mes.
—Es verdad —dijo, pensativo, Hernández—. Es verdad, para todos hubo.
El viejo se dirigió a Sebastián:
—La juventud de hoy no es como la de antes. Ahora parece más serena. En mis tiempos la juventud era muy loca.
Hernández le atajó:
—Es que la raza degenera. La raza va a peor. Mi padre solía decir que mi abuelo, a los cincuenta y tantos años, tenía más pulso que un hombre de treinta. Los alimentos…
—Hoy se come menos —dijo el tabernero—. Se come menos y se bebe más. El vino sin comida come grasa. Hoy la gente es más flaca.
Hernández aclaró:
—¿Qué tiene que ver la flacura con la fuerza? Yo he sido siempre flaco, pero mi esqueleto —puso las manos sobre el pecho— es de hierro. Lo que importa es el esqueleto. Lo dicen así los médicos. Hoy los esqueletos, por eso que digo de los alimentos, son más débiles.
El viejo dio su juicio:
—Hernández tiene razón.
El tabernero se encogió.
—Yo no digo que no la tenga.
Bebieron los cuatro de una botella con tapón de cañita. El tabernero sacó su petaca y ofreció. Sebastián no aceptó. El viejo aceptó. Hernández no aceptó. El viejo lió su cigarrillo cuidadosamente.
—No debería fumar tanto antes de comer.
—No debería fumar nunca —dijo Hernández—. Yo no he fumado nunca. Si fuésemos a contar al cabo de la vida el tiempo que se pierde fumando, sumarían años. La mano de obra con el vicio del tabaco rinde una décima parte menos. Deberían hacer una ley prohibiendo fumar.
En el umbral, sol y sombra. En el escaparate, una raquítica luz tamizada que dobla sobre las botellas arrancándoles gemáticos reflejos. En la taberna, una penumbra casi líquida que calma los ojos. El espejo grande de detrás del mostrador azulea los rostros.
Sebastián ha pasado la botella al viejo. Dice:
—Me marcho. Los voy a dejar a ustedes.
—¿Cómo eso? Espérese, compañero, y nos vamos juntos a comer. A la tarde ya será otra cosa, porque el trabajo tiene sus exigencias y usted tendrá, además, que hacer algo.
Hernández teme perder público.
—Hay que esperarse, hombre; con este calor no se puede dar un paso.
Sebastián accede. El viejo anima la reunión.
—Que nos cuente Hernández cuando fue torero, que de todo tiene que haber en la viña del Señor.
Hernández no desea hablar de sus fracasos como torero. El viejo insiste. Por fin, Hernández comienza:
—La verdad es que no es un episodio muy glorioso para mí este de mis intentos de hacerme torero profesional. He dicho torero profesional, porque yo fui torero aficionado, y como aficionado no estaba mal.
Hizo significativamente memoria.
—Tendría a lo sumo veintidós años. A los veintidós años se hacen muchas locuras, la personalidad no está formada, uno no sabe bien todavía lo que quiere ser. A mí me dio lo de torero. En mi barrio habían salido dos y eran como héroes. A mí lo de ser héroe me ha tirado siempre. Bueno, pues me fui a las capeas de los alrededores de Madrid…
Sebastián ya se sabía la historia. Iba pensando. Ahora dirá que los toros de antes no eran como los de ahora, que entonces costaba mucho triunfar, que no pagaban nada en los pueblos, que todo lo que se podía llevar uno era una buena cena en la cocina del alcalde o una tunda de palos de los mozos, según quedase uno bien o mal. Etcétera, etcétera.
—Los toros de antes no eran como los de ahora. Aquéllos eran toros. Los de ahora me comprometía yo a mis sesenta y tres años a torearlos.
La desfachatez de Hernández lo hacía antipático a Sebastián. Procuró no escuchar. Bebió de la botella.
—Torear en los pueblos lo hacían cientos de muchachos. Ahora, salir de aquellas capeas, ganar dinero, ser famosos, lo eran pocos. Pocos llegan en cualquier profesión. En esta de torero, menos que pocos.
Sebastián miraba al viejo. El viejo miraba a Hernández. Hernández miraba al suelo. En el suelo, una mosca gorda rondaba una mancha de vino. El tabernero era pura ensoñación, con los codos apoyados en el mostrador. Su ayudante atendía con un fueguillo vocacional por los ojos.
—En un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, nos echaron una marrajada de gigantes. Mi compañero, el bueno de Fermín Lucena, que venía conmigo, me dice: «Hernández, que yo no me acerco, que yo dejo de ser torero y me dedico para siempre a lo mío». Yo soy bastante tranquilo. Le dije: «Mira, Fermín, si no te acercas a darle un capotazo aunque sea, los mozos de este pueblo nos brean. Yo voy a hacer lo que sé». Y con las mismas, me acerco al toro. Paso a paso, echándole arte al trance. De pronto se me viene para mí como una carga de la Guardia Civil. Pasa. Pasa otra vez. Oigo gritos. Pasa una tercera vez. Vuelve a pasar. Me voy asegurando. Le grito a Fermín: «Ahora tú, con calma». Los mozos estaban entusiasmados. Toreamos los tres bichos. Los mozos gritaban: «Que no se acerque nadie, que los dejen solos a esos dos». Nos habíamos hecho con la masa. Pero cuando ya iban a retirar el tercero, de pronto me da a mí un repente. Y voy con el capote. Lo llamo, se arranca despacio y… me largó un hachazo… Menos mal que me dio casi con la cepa del cuerno. Me mandó contra las talanqueras. Lo pasé muy mal. El médico me dijo que me había roto una costilla. Pero ni costilla ni nada; yo tengo el esqueleto muy duro. Estuve, eso sí, cinco días en la cama, bizmado. Y se acabó.
Sebastián estaba aburrido. El fastidio de la charla de Hernández hacía que le naciera la preocupación de sus asuntos. Temía perder la compañía del viejo porque temía el desasosiego y la angustia de su situación. Junto al viejo pensaba mejor, no se le llenaba el pensamiento de temores, no se hundía en los temores. Pensaba en imposibles soluciones. Creaba remedios. Sentía que dosificaba la vida y que se daba cuenta de su transcurso. No olvidaba la vida. Esto era lo principal. La dejaba irse sabiendo que se iba. Tenía la conciencia de su situación, pero la veía desarrollarse fuera de él.
—Señores, ustedes disculparán, tengo que irme.
El viejo le miró a la cara.
—Bueno, si usted se va, yo me iré también. Quisiera antes de la tarde decirle alguna cosa que le interesa.
Hernández se levantó de la banqueta.
—Cabeda, yo me quedaré todavía un rato. Para mí es pronto. En casa comen tarde.
—Bueno, pues hasta mañana.
El viejo dio la mano a Hernández y al tabernero. Sebastián le imitó. Hernández dio al público unas frases de despedida.
—La fortaleza está en el corazón del hombre más que en sus músculos. La fortaleza depende de lo sano que esté el corazón.
El viejo caminaba por el litoral de sombra que Sebastián le había cedido. Sebastián iba al sol.
—A usted no le ha gustado mi amigo, ¿verdad? —dijo—. Es un tipo muy curioso; muy buena persona. Hace muchos favores, ¿sabe? Ya se ve que no le ha gustado. Ustedes son opuestos. También las circunstancias en que lo ha conocido… Eso es lo que los aleja más.
Subían por la calle de Segovia. Los machones del viaducto fortificaban los terraplenes de la vaguada. El arco del viaducto canalizaba las altas vistas del principio de la calle. La sombra del viaducto invitaba a la parada.
—¿Usted tiene familia? —preguntó el viejo.
—Sí.
—¿Aquí en Madrid?
—No.
—Usted vive en…
—No, estoy de paso.
—¿Dónde va?
—No lo sé.
—¿Barcelona? No, no vaya. No le conviene ir a Barcelona.
Sebastián le miraba asombrado. Luego dijo:
—¿Por qué lo sabe usted?
—Perdone. En realidad, yo no sé nada. Puede ir usted a Barcelona, o a cualquier otro sitio, pero tenga cuidado: se pueden repetir los hechos.
Sebastián miró hacia lo alto del viaducto.
—El azar interviene en casi todas las cosas —dijo el viejo—. La mala suerte suele ser compañera del hombre; fiel compañera. Luego lo deja a uno. Llega la buena suerte, que no existe, que es solamente la ausencia de la mala. Bueno. Soy bastante confuso. Tenga usted cuidado.
—Usted sabe lo que he hecho yo. Usted sabe…
—No me lo diga. Lo sabe todo el mundo. Venía en los periódicos de anoche. Un gitano llamado… Bueno, usted no se llama como el de los periódicos. Usted es Antonio Jiménez.
Sebastián hizo un gesto de duda y de recelo.
—No tema, compañero; el último sitio que se me ocurriría visitar voluntariamente es una comisaría. Yo, en espíritu, estoy fuera de la ley. Yo estoy contra la sociedad. Solamente quería…
Sebastián preguntó:
—Señor Cabeda, quisiera que usted me dijera… Compré el periódico, pero no lo vi.
—No vendría en el que compró.
—No sé… ¿Murió el guardia?
—El cabo Francisco Santos. Murió.
El viejo dio unas palmadas en la espalda a Sebastián. Dijo:
—Él ya está muerto. Nada se puede arreglar. Él ya está muerto…
Sebastián tenía la cara pálida.
—No lo piense —dijo el viejo.
Sebastián pensó que había matado a un hombre. A un hombre con su nombre y apellido, con su familia seguramente. Francisco Santos. Miró al suelo.
—Señor Cabeda…
—Cálmese, hombre. Lo que importa es que usted, ahora…
—Lo mejor, señor Cabeda, es que nos separemos.
—Es verdad que nos tenemos que separar, compañero, pero yo quería ofrecerle antes. Usted perdonará. No lo diría de no ser por las circunstancias. ¿Tiene usted dinero? Yo no le puedo ofrecer mucho, pero mi dinero está a su disposición.
Sebastián palpó en el bolsillo su escaso dinero. Tal vez diecisiete o dieciocho pesetas.
—No, no necesito dinero.
El viejo miró a lo alto del viaducto.
—Le extrañarán todas estas cosas que yo le digo. Necesita usted una explicación. Necesita saber por qué soy yo así. Necesita usted saber que yo no he aprendido mi oficio en el hospital ni en los calabozos del cuartel. Podía haberlo aprendido así, pero no fue en ninguno de esos lugares. En el hospicio y en el cuartel aprendí otras cosas. Mi oficio lo he aprendido en la cárcel. Veinte años de cárcel. Cuando salí, ni mujer ni amigos ni nadie. Vacío. No servía para nada. Sabía dar lustre a las tapas de los libros. Sabía hacer cadenetas y todas las cosas que le he dicho. Tenía en el bolsillo ciento veinte pesetas. No las he gastado. Es mi reserva. Ciento veinte pesetas en el bolsillo del chaleco, junto al corazón. En veinte años, ciento veinte pesetas. En cuarenta, doscientas cuarenta. En un siglo, seiscientas pesetas. Buen jornal, ¿no le parece? Un buen jornal y una gran tranquilidad —el viejo hizo un gesto cómico—. Hernández cree que soy un trasto viejo, pero Hernández no sabe nada. Yo he tenido un proceso memorable en el año trece. Dos compañeros… Bueno, es mejor no recordarlo. Hay especies que se extinguen. Suelen ser las fuertes. Lo mejor para pervivir es ser débil. Las moscas no desaparecerán. Las moscas son moscas desde el principio del mundo. Seguirán siendo moscas hasta que desaparezca el mundo. En cambio, los dinosaurios son piezas de museos. Yo pertenezco a las piezas de museo. Yo y todos los de mi especie.
De pronto, dijo bruscamente:
—Esas ciento veinte pesetas están a su disposición. Esas ciento veinte pesetas yo no las necesito para nada. Nadie me exigirá dinero para enterrarme. Son suyas —el viejo tenía en la mano los billetes. Se echó a reír—. Ciento veinte pesetas de entonces eran algún dinero; hoy no es nada. Me hubiera gustado tenerlas en los mismos billetes que me dieron, pero ahora no serían más que papeles viejos y no podría ayudar a un compañero. Éstas son de eso que se llama curso legal. Téngalas.
Sebastián le miraba a los ojos. El viejo frunció los labios.
—Después de lo que he dicho, me ofendería si no las aceptase.
Sebastián alargó la mano tímidamente.
—Muchas gracias, señor Cabeda.
—José Montaner Cabeda, de Barcelona.
Sebastián guardó el dinero. El viejo le tendió la mano.
—Hemos de separarnos. He tenido mucho gusto, compañero. Suerte.
—El gusto, señor Cabeda…
Interrumpió el viejo.
—Hágame usted un favor. Llámeme compañero. Será volver a lo que sólo es recuerdo.
—Suerte, compañero.
El viejo salió de la sombra del viaducto andando calle de Segovia arriba. Sebastián subió por la escalinata hacia la calle Mayor.
Chufla de los mirones. El agua bate la luz y la deshace en colores de vidriera. Las botas de goma y los coturnos de los empleados municipales chapotean al corro del árbol de agua de la cañería reventada. Juegan los últimos niños de la mañana con palitos, en el reguero acantilado por la acera. El Palacio Real tiene la palidez tradicional de los infantes que enternecen el suspiro de las viejas pulidas —cintajo al cuello, tras el visillo terciado, el ojo alerta, bisbos de rosario, patriotismo colonial—. Los reyes de los jardines tienen musculatura de caballos de guerra. Bajo los reyes de los jardines, en los bancos, los sólitos, amargos ancianos de la gleba, dejan pasar el tiempo.
Sebastián zanquea hacia la Plaza de España. Las sombras están a media asta. Son las dos y media. Las dos y media, y sereno el cielo. Las dos y media, y un tranvía moroso, con un repique de monaguillo, apagándose en la fronda de la arboleda. Las dos y media, y los cimientos del rascacielos que sostienen un cielo de siesta. Las dos y media, y el abrecoches con la digestión a medio hacer —el fresco tomate, la sardina embalsamada, el vino con limón y el pan añorando la chicha— bailando en el estómago. Son las dos y media en todos los relojes de Madrid. Son las dos y media, y Madrid es un pantano en luz solar.
El churre de las gambas a la plancha le corre los dedos a la muchacha. El que la acompaña le hace la mano con una servilleta mientras le habla por bajo. Sebastián ha entrado a preguntar.
—¿Sabe usted algún sitio para comer, cerca de aquí?
El del bar lo examina.
—Ahí en la calle de la Puebla tiene usted un sitio que está bien.
En la calle del Pez, sombra y bochorno. En la calle de la Puebla, bochorno y sombra. El restaurante barato muestra la carta en el escaparate. Sebastián entra. Olor de cocina. La clientela aguza el diente, escarba el diente, marca el diente en la fruta, pega el diente al hueso, entretiene el diente por el pan, mientras los mozos vienen y van, van y vienen, los pulgares bañándose en los platos o poniendo la huella en el librito de notas.
—… usted, uno de lentejas; usted, cincuenta de vuelta. Usted, media botella; usted, nueve pesetas en total y…, muchas gracias, caballero. Siga usted bien… Muchas gracias, muchas gracias… No, señor, está hecho con aceite de oliva…
Sebastián se ha sentado junto a la puerta. Contempla el largo comedor. Caras, cabezas y espaldas. Palabras. Silencios. Periódicos. Protestas. Urgencias. Demoras. El jugueteo amoroso de una pareja. El buche de agua de un vejestorio gorrino. La voz de los aledaños del fogón: «Se ha acabado la ternera. Evaristo, táchala». Y el calor, sobre todo calor. Los oficinistas jóvenes comen en mangas de camisa. Los oficinistas viejos no se sueltan ni la corbata. Una señora, con un vestido pasado de moda, se refresca el rostro abanicándose con la carta del establecimiento.
Sebastián combatía con el entrecot aforrado, atento al tajo, el rizado mechón caído sobre la frente. Levantó los ojos. Desde el fondo del restaurante se acercaba el escándalo de los parguelas. Trenzaban el melindre, se recomponían ausentes de la expectación. Brama de los empleados jóvenes. Acaso de los viejos. La señora que se daba aire, dejó de dárselo, sorprendida.
—… no me debes traer a restoranes tan populacheros…
Al pasar junto a Sebastián, el de la queja posó una mirada incendiaria de descubrimiento. Sebastián volvió a su entrecot. Los empleados jóvenes festejaban el loriteo, el falso enfado; la delicadeza del chiste, el golpe de chaqueta y la salida de mangas de los invertidos. Hacían la chirimía con la voz.
—… Pepi, nerviosa, loca; no me traigas a restoranes que no estén de moda; me pongo muy mala. Hay tanto hombrón…
Se reían a carcajadas. Los empleados viejos, austeros, tristes, desautorizaban con sus miradas a los jóvenes en mangas de camisa. La broma se repetía, se hacía pesada. Todos ensayaban nuevas gracias a cuenta de los invertidos.
—… marinero, marinero, sube, marinero, marinerito… Si me repudias, me fugo con un cabito a la Chimbamba…
Uno dijo, soltándose el cinturón:
—¡Ay, chica, cuánto me aprieta el corsé!
Los empleados jóvenes gozaban con las obscenidades. Decían obscenidades brutales en voz baja y lo celebraban con grandes risas.
Sebastián salió a la calle.
Recordaba al viejo. Aquel viejo seguramente había sido algo muy grande. El viejo había estado veinte años en la cárcel. El viejo le había dado ciento veinte pesetas y le había dicho: «No vayas a Barcelona». No, no iría a Barcelona. Pero en Madrid no se podía quedar. Acabarían atrapándole. A la madre hacía siete meses que no la veía. La madre estaba en Alcalá con los tíos. Iría a Alcalá; después ya vería. Iría a Alcalá y besaría a su madre. «Madre, adiós… Ya volveré». No le diría lo que había hecho. El guardia muerto. No quería pensar en aquello. El guardia muerto. Una muerte se paga con otra. Correría delante de los fusiles de los guardias. Ya no le gritarían: «Date, date». Dispararían. Uno, dos. No podría seguir adelante. Y seguramente, ya caído, le volverían a tirar. Es mejor acabar de una vez. Uno, dos. Y acabar.
Sebastián andaba de prisa. Notaba la camisa, sudada, pegándosele a la carne. Sentía la desesperación del momento. Ahora estaba solo. Ahora le hubiera gustado encontrar al viejo. Que le hablase de la cárcel y de la muerte. De aquellos compañeros… Que le dijese que no había que tener miedo a nada ni a nadie. Que morir resultaba tan sencillo como vivir. Que la cárcel…
Necesitaba compañía. Bajaba por la calle de San Marcos. Vio un bar abierto y entró. Necesitaba ver a la gente con reposo, oírla contar sus cosas o charlar, pero verla y oírla cercana. No como en la calle, donde todo se teñía de indiferencia, donde no había posibilidad de la más leve y calmante intimidad.
La golfería de la calle entretenía el ocio jugando a las damas, fantaseando sobre negocios de reventa, dando humo y hablando de mujeres y de los luchadores de Libre Americana. Ni le miraron al entrar. Sebastián sabía ya dónde estaba. Sabía que todos aquellos eran iguales suyos. Los oía hablar.
—Acabo de dejar el «gimnasio»…
—¿A qué hora te acostaste ayer?
—A las cinco. Llevé a una punta de ganado inglés donde la Chon. Treinta duros. ¡Qué boqué los tíos! Se comieron cuatro fuentes de jamón. Bornaban botellas como si fueran de pañí. Armaron una… Todos jumas perdidos…
—Yo te aseguro a ti que si Sepúlveda no hace eso cuando pise el ring, se le acaba el cartel. Un luchador tiene que hacer el teatro. Ése se encara con el público y otro le da al árbitro y otro sale con bata de golfa. El teatro es lo principal en la lucha…
Sebastián estaba servido por el dueño. Al dueño le gustaba tantear a la clientela. Vivía de la chusma y estaba al lado de la policía. La policía, de vez en cuando, se presentaba y se llevaba a todos al «colegio». En el «colegio» barajaban las fichas. Fichaban a uno nuevo. Les repasaban las cuentas. Si estaban bien, los soltaban. Nadie se callaba. Todos eran bufaires. Todos eran muy respetuosos con la policía. Todos se saltaban la ley a la torera. Vivían de la reventa, de las mujeres, del soplo y hasta del aire… Los que sabían la verdad eran los policías y el dueño del bar. Cada uno tenía su apodo: Paco el Viajero, carterista de ferias; el Marquesito, que sólo bebía alcohol rebajado con pipermín y seltz; el Legionario, rufián; el Chaquetas, elegante a su modo…
El dueño trabó conversación con Sebastián, por el método del tiempo.
—Calor, ¿eh?
—¡Fuff!
—Hoy le ganamos a Córdoba, que está dando las máximas.
—Es que no se puede andar por la calle.
—¿Quiere un trozo de hielo en el vaso de seltz?
—Bueno.
Alguien echó una moneda en la gramola, y el molinillo de los discos comenzó a girar runruneando. Sonó la copla. A los primeros compases levantó la cabeza uno de los jugadores de damas.
—Mira que a ti te dan venas, Viajero; llevas poniendo eso tres semanas. ¿No puedes dejarlo ya?
El llamado Viajero se sonrió.
—¿Es que no te gusta, macho?
—Anda ya, lilón; que estás lilón.
Paco el Viajero acompañaba la copla haciendo palmas. Mudaba el gesto de cantaor, rizando el rizo en el movimiento de cabeza.
—Eduardo, paga su men.
El dueño tomaba nota. Había perdido a las damas el Marquesito. Éste protestaba.
—Este Viajero le quita a uno los tornillos con la coña de la gramola.
El Viajero insistía:
—Pero ¿no te gusta, macho?
—No me pongas negro.
—Yo creí que te gustaba, macho.
—Menos cachondeo.
—De verdad, Marqués. Lo que te ocurre es que eres un nervioso. Hazte un cóctel para calmarte.
El dueño intervino:
—No es hora. Déjalo ya, Viajero. Si se pone a beber a las tres y media, a las ocho hay que echarlo.
El Marquesito se paseaba con las manos en los bolsillos del pantalón. La pescadora abierta, dejando ver el vello del pecho. Los zapatos de dos colores, recién limpiados. El Marquesito era muy pincho.
—Te juego, Viajero, unas copas a las damas.
—Na…
—Te las juego al chino.
—Na…
—Te las juego a cara y cruz.
—Que no, macho; cuando quiera beber, ya pediré por mi cuenta.
El Marquesito se volvió de espaldas al mostrador. Sebastián calculaba los efectos del Marquesito. Se dirigiría al que le había ganado la partida de damas.
—Te lo juego a ti, ¿hace?
—Hace.
—A cara y cruz.
—Va.
Sebastián asistía entretenido al espectáculo. Sabía que podían estar todo el día, todo el año, toda la vida, aburridos, jugando a cara y cruz, al chino, a las damas. Sabía que se jugaba la vida verdadera, que ya no tenían remedio y unas veces unos y otras otros, desaparecerían por temporadas y volverían al bar con el pelo cortado al rape. Antes de que llegaran a los cuarenta años, tendrían un montón de condenas pequeñas. Acabarían cansados. Buscarían oficio. Volverían a las mismas suertes de la existencia, pero sin juventud, muy cansados, muy aburridos, muy hartos. Porque la suerte de aquella gentecilla de la briba no era más que la juventud, perderían la suerte con la juventud. En esto, pensó Sebastián, los gitanos les llevamos ventaja. El tiempo no cuenta para nosotros. Tenemos más facilidad para salirnos del garfio; tenemos la familia, los amigos…
El Marquesito había perdido.
—Eduardo, ponnos unas copas. Estoy reventándome el ubrique.
Hizo un silencio.
—Ponnos a todos, menos al Viajero, que sólo juega cuando quiere beber.
Eduardo se acercó a Sebastián.
—Una copa de parte del señor.
—Se agradece.
El Viajero dejó la banqueta y fue a la gramola. Puso la misma copla. El Marquesito guiñó el ojo a Eduardo.
—Te gusta mucho, ¿eh, Viajero?
—Sí, macho.
Los dos guitones tenían calma y sabían hacerse el juego.
—Yo que tú me compraba el disco y me lo trajelaba.
—Me pasaría el día cantándotelo, macho.
—Era para ver si se te quedaba en el intestino y te daba un colicazo que te llevara al cortijo de los callados.
—¿Tan mal me quieres, macho?
—¡Vamos, que ya está bien!
—Hombre, si está ahí es para que lo ponga el que quiera, ¿no?
—Pero no tan seguido. No tienes derecho de amolar a todos con tu copla.
Se dirigió a Sebastián:
—¿No le parece a usted?
—Hombre, no sé —dijo Sebastián.
El Marquesito explicó:
—Es que se pasa los días con la copla esa y le vuelve loco…
—Que eres un nervioso —dijo el Viajero—, que te tienes que poner en tratamiento, que esa sífilis te está comiendo los nervios.
El Viajero era cerril, provocativo, terne.
—Si lo pongo otra vez, te da un patatús como a las viejas, Marqués.
—Bueno, déjalo ya. No jorobes.
El Marquesito tenía interés en hablar con Sebastián.
—Ponle otra copa al amigo, Eduardo.
—Éstas son mías —dijo Sebastián.
—Le invito yo. Ponle una copa, Eduardo. No le cobres, que invito yo. Y al Viajero, si no pone el disco, dale lo que quiera beber…
El Viajero dijo que no quería beber y sacó una moneda, que dejó sobre el mostrador, significando que iba a poner el disco. El Marquesito trataba ya de tú a Sebastián.
—A ti no se te ha visto nunca por estos barrios.
—Alguna vez he venido —mintió Sebastián—. Alguna vez ya tarde.
—Pues nunca te había visto por aquí. Yo conozco a todos los que vienen, vamos, a los que no vienen de visita.
—Ya.
—Aquí todos somos amigos…
Habló el Viajero:
—Macho, ¿me tomo una copa a tu cuenta?
El Marquesito respondió secamente:
—No. Pon la copla.
—A tu gusto, macho —dijo el Viajero.
Eduardo recomendó:
—Viajero, no des la lata. Voy a quitar ese disco para que no des la lata.
—¡Si le gusta al Marqués! —dijo el Viajero.
El Marquesito entrevistaba a Sebastián:
—¿Vives en Vallecas?
—No, en la Cava Baja.
—¿Cantas?
—No, un poquito la sonanta, para ir viviendo.
—Te hago un trato. Esta noche te busco una punta de ingleses.
—No, estoy comprometido.
—Bueno, podemos quedar un día.
—Eso sí, me dices un día y trabajamos.
—Te llevas a un cantaor. No hace falta que sea bueno. Aquí les cantamos todos cuando sale.
—Ya.
—Ése ayer se llevó treinta duros. Ése es muy golfo.
Sebastián invitó a unas copas.
—Ya serán las cinco —dijo—. Tengo parado el reloj.
—Las cinco y media —aclaró el dueño.
—Gracias. Tome usted una copa.
—No bebo.
El Marquesito precisó:
—Es un chalao. Tiene un bar y no bebe. Si yo tuviera un bar, me iba a beber hasta las sillas.
—Tú sí —dijo el dueño—, pero yo no. Yo tengo familia y un negocio. Tú eres solo y puedes hacer lo que quieras.
—¡Vamos, Eduardo, me vas a decir tú! Pues sí que te importa a ti la familia. Vamos, lo que pasa es que —apretó el puño— eres así. Tú, por no gastar, no bebes ni agua.
—Bueno, me vas a enseñar tú cómo hay que llevar un negocio —dijo, ofendido, el dueño.
El calor de la tarde hace nacer un silencio crudo a lo largo de la calle. El calor de la tarde es un sofoco de tormenta en el bar de Eduardo mientras el Viajero juega a las damas y el Marquesito y Sebastián conversan. Eduardo hace gasto de granadina con agua y se relame. El verano se reparte en los escaques y en las fichas del juego de damas: sol y sombra, blanco y negro. La gramola está callada. Los espectadores de la partida de damas están callados. Los jugadores también. Eduardo le da al grifo del agua para aprovechar un resto de jarabe de granadina y el grifo refresca, sisea, calma. El teléfono suena como un canto de cigarra.
—Marqués, te llaman.
—¿Quién?
—La Olga.
—Que no estoy, que he salido, que llame a las nueve.
Eduardo apoya el codo contra la pared. El Marquesito escucha.
—… sí, sí, sí. Sí, preciosa. No vuelve hasta las nueve… No. Negocios. Vaya. ¿Cuándo nos vemos? ¿No me quieres ver?…
Los labios, móviles y mudos, del Marquesito, el aspaviento de las manos, el fruncimiento de las cejas farseaban en el antiguo mimo. Al terminar Eduardo de hablar, dijo el Marquesito:
—No me la revuelvas, Eduardo, que es mucha mujer para ti.
—¿Eso?
—Sí, hombre, eso. ¿O es que tu mujer es la Rita Jaibor?
—Es mejor que eso.
—De nel.
Sebastián se ha quedado pensando con la copa en la mano. Que no estoy, que he salido, que vaya a las doce al Columba. A las doce en punto, en el Columba. Se imaginaba la voz de Lupe como una queja: «Bueno, que ya iré; le dice usted que a las doce en punto estoy en el Columba».
El Marquesito se estaba animando.
—Te invito a un cóctel. Aquí nos fabricamos unos cócteles de bandera.
—Hoy no hay cócteles —dijo Eduardo—. El otro día, con tus cócteles, ya viste cómo acabasteis todos. No quiero que la arméis. Hoy no hay cócteles.
—Pero, Eduardo, que ya somos mayores de edad.
—Que no hay cócteles.
—Pues ponnos otras copas.
—Eso bueno.
Sebastián rechazó la copa y pidió un café.
—Es que tengo que beber mucho todavía. Esta noche me espera una buena.
—Yo no fuerzo —aclaró el Marquesito—. Yo, el que quiera seguirme que me siga. Si no quieres una copa, peor para ti.
El Marquesito se ponía farruco con la bebida.
—Yo a todos estos los tumbo bebiendo. Uno por uno y en cuadrilla. Me da igual.
Sebastián preguntó:
—¿Cuál es el primer tren que llega hasta Alcalá de Henares?
El Marquesito se encogió de hombros.
—Yo no viajo nunca. Viajero, ¿cuál es el primer tren que pasa por Alcalá, de los que salen por la tarde?
—Un correo. No sé a qué hora saldrá ahora. Que llame a la estación, a Información. Hace mucho tiempo que no voy por esa línea.
Sebastián dio las gracias. Explicó:
—Es que una amiga se marcha esta tarde a Alcalá. Me ha dicho que en el primer tren, y quiero ir a la estación.
—Llama por teléfono, como dice el Viajero.
Sebastián iba a obedecer, pero se brindó Eduardo a llamar. Volvió del teléfono.
—No tienes prisa. A las… —dio la hora de salida.
El Marquesito propuso jugarse unas copas a los chinos. Sebastián aceptó.
—Va a ser la última.
—La penúltima. No creo que pienses morirte esta tarde.
Sebastián no respondió. Sebastián tenía el pensamiento ido hacia un olivar y un hombre llamado Francisco Santos, que se desplomaba sin vida. Sebastián tenía el pensamiento en rojo; el pensamiento de los huidos. En la estación, en la calle, en aquel mismo bar, de pronto le podían decir: «Tú, Sebastián Vázquez, acompáñanos». Y entonces aquélla podía ser la última copa de la libertad.
El infantil juego del chino le hizo concentrarse en su aburrida, estúpida, monótona limitación.
—Tres.
Dijo números. Perdió. Oyó la voz del Marquesito, triunfante:
—En esto no me mete a mí mano nadie. En esto soy una figura.
Eduardo sirvió las copas. Paco el Viajero había terminado su partida. Anunció:
—Me voy a ver qué se vende para la noche. El otro sábado falló el Campo del Gas. Me quedé lo menos con diez delanteras.
—Te costó los cuartos.
—¿A mí? Bueno. Pero ¿qué te crees tú? A mí costarme el papel, dinero. No, macho. Gané menos. Pero yo nunca pierdo.
Paco el Viajero salió del bar.
—En seguida vuelvo.
El Marquesito aclaró:
—Dice que no le ha costado. Si será chalao… El otro día perdió lo menos treinta duros.
—Pues si hoy tiene mucho papel —dijo Eduardo—, vuelve a perder, porque hoy no es cartel. Yo, por ver a todos esos mantas, por ver esas peleas de calle, no doy una peseta. Antes de la guerra, cuando el cach, había un luchador que le llamaban La Pantera Americana, que era cosa buena. Por ver a aquel tío se movilizaba todo Madrid. Mira, los cogía así…
Eduardo hacía llaves de lucha al aire.
—… les echaba la zarpa. Al que le echaba la zarpa al cuello… —a Eduardo le surgía su niñez campesina en la comparación—… Tenía unas manos como trillos —terminaba—. Aquéllos eran luchadores y no los de ahora.
El Marquesito preguntaba:
—¿Tú has visto luchar a García Ochoa? ¿Tú lo has visto, di?
Eduardo aclaró:
—Yo no voy a la lucha. Para ver tongos…
—¡Pues, entonces! Yo te digo a ti que García Ochoa es tan bueno como cualquiera de los de antes de la guerra.
Eduardo no discutía.
—Si yo no digo que no lo sea. Puede que haya uno que sea bueno. Pero los demás, por lo que yo os oigo, por lo que decís, deben de ser una pandilla de vagos.
—Y tongos —insistía el Marquesito— los ha habido siempre. Me vas a decir tú que antes de la guerra no había tongos en el cach.
Al Marquesito le gustaba la lucha, era un entendido en la materia. Tenía las contradicciones, los apasionamientos, los odios del público de los espectáculos violentos. Preguntó a Sebastián:
—¿Tú vas a la lucha?
—Yo no. A mí no me saques de los toros. Fuera de eso, no entiendo.
—Eso es más serio cuando es serio —concedió el Marquesito.
Sebastián entró en la conversación.
—Ponerse delante de un burel con arrobas y dos velas de buten tiene su cosa.
—¡Vaya si la tiene!
Eduardo mostró su disconformidad.
—Como eso. Los toros… No hay toreros que se la jueguen de verdad.
Sebastián saltó:
—¿Que no? Bueno, ¿para qué discutir?
El Marquesito apoyaba a Sebastián.
—Es que a ti, Eduardo, todo lo de ahora te parece mal. Si la lucha, la lucha. Si los toros, los toros. Si el fútbol, el fútbol. Y luego no entiendes nada de nada.
—Tú entiendes… —dijo Eduardo—. Tú eres el que lo sabes todo.
Eduardo se inclinó sobre el mostrador:
—Yo —afirmó— he visto más toros que tú, más lucha que tú, más fútbol que tú. ¿Lo entiendes? Enterados, que sois unos enterados. Cuando tú hayas visto la mitad de lo que yo he visto, me hablas de tú en estos asuntos.
El Marquesito lo echaba a broma.
—Usía debía darnos clases a todos.
La gramola volvió a funcionar. Rumoreaba la calle. Pasaba el tiempo entre copa y copa. Sebastián alternaba con el Marquesito, bebiendo a su compás.
—Que me voy, que ya es tarde.
—Otras.
—Que no, que no voy a llegar a la estación.
—Te acompaño.
Sebastián preguntó a Eduardo cuánto le debía.
—Poco. La mitad de lo que habéis bebido. Tres duros. A dos pesetas la copa y una que me has invitado.
El Marquesito dijo:
—Pero, Eduardo, si no te has tomado la copa, ¿cómo se la vas a cobrar?
—Por eso le cobro una peseta, porque no me la he tomado. Tomé la granadina y le cobro una peseta. Le tenía que cobrar dos, pero le cobro una.
El Marquesito le insultó entre sonriente y airado, Sebastián había gastado su último dinero. Había comido del dinero del viejo y tenía en reserva el resto del dinero del viejo.
—Me marcho —anunció.
—Te acompaño hasta la Plaza del Rey, a ver lo que hace el Viajero —dijo el Marquesito—. Quiero ver cómo se queda con todo el papel ese tipejo.
En la Plaza del Rey estaba el Viajero con los tunelas de su cuerda. Sebastián y el Marquesito caminaban cansadamente.
—Viajero —gritó el Marquesito—, no me cuentes tu vida, que estás perdiendo dinero.
El Viajero le hizo un gesto. Se acercó.
—Está el Mangas dándonos la tarde. Ha dicho que no se vende ni una sola entrada de reventa.
—Úntale.
—Se hace el sueco.
—Le habrás ofrecido poco.
—Está como de piedra. No hay forma de entrarle.
—Pues estáis listos. ¿Y tus muchachos?
—Si no se da bien, cero. Ni idea tienen.
Habla con la taquillera.
—Con el Mangas ahí, ¡qué cosas!…
El Marquesito sonreía.
—Hoy pierdes los duros que ganaste el otro día, ¿eh?
—Hoy no pierdo nada, ¿qué más quisieras? Para reírte. Me costará un poco, pero no me quedo ni con una entrada.
—Yo y el amigo nos vamos a pasear un rato. Que se te dé bien, genio de las finanzas.
El Viajero llamó a uno de los tunantones al tanto por ciento.
—Manolín, vete a la calle de la Victoria y llévale esto al Ratón. Dile que es de mi parte.
El Viajero le extendió un montón de entradas.
—Le dices que se arregle como pueda, pero que no me deje colgado.
Sebastián y el Marquesito llegaron a Cibeles.
—Voy a coger un tranvía hasta Legazpi. Puedes bajarte en Atocha.
—No, voy paseando —contestó Sebastián.
—Entonces, hasta mañana. No te olvides.
Sebastián caminaba por la acera del Banco de España. Tenía todavía tiempo. En el cielo del atardecer, nubes y vencejos navegando en el suave soplo del viento pardo. Viento del llano que entraba en Madrid por Atocha, que revolvía las cloacas y daba el tufo de los sumideros de la calle.
Sebastián, en el pretil del Paseo de Atocha, miraba la lejanía. Verde, al poniente, de laguna en calma. Hora de trenes. Abajo, las locomotoras, moviéndose sin ruido. Un penacho de humo. Y un silbido corto que parecía extenderse.
Sebastián bajó a la estación y sacó billete para el tren que le llevaría a Alcalá.
En el pasillo del vagón de tercera, maletas de madera de soldados, cestas de trajinantes, barullo y turbación de mujeres que buscan asiento y discuten. Sebastián sale a la plataforma. Un hombre joven con blusa negra fuma el farias del tratante serio. Habla:
—Esto a Alcalá tardará un año. Han variado la hora de los autobuses y lo he perdido. Viajar así es una perrería.
—Está cerca.
—Claro que peor es ir a Zaragoza en esta matraca.
Campos de oscuridad. Las luces del tren retuercen fantasmas en los bordes de la vía. En la noche se siente la fuerza de la máquina mejor que por el día. Una vieja sale a la plataforma. Pregunta:
—¿Me dice usted el retrete?
—Está en la otra punta del vagón. También lo hay en el vagón que va detrás del nuestro, pero no pase la pasarela; se puede caer.
La vieja, a la que la marcha del tren le ha relajado la vejiga, corre que si se mea o no por el pasillo del tren.
—¿Dejan ustedes pasar?
La vieja va apurada. Se ha olvidado de cerrar la puerta y Sebastián y el hombre con blusa de tratante se ríen y la miran.
Los soldados ponen dificultades al paso de la vieja. Hacen la fiesta. A uno le golpea con el débil puño en la espalda.
—Deja pasar, sinvergüenza, deja pasar.
El soldado se le encara de bromas.
—Sin pegar, abuela, que hay mucho tiempo, que ya no se le escapa el tren.
La vieja los insulta y sigue adelante hasta que desaparece en la plataforma del vagón. Los soldados ríen y cantan. Cantan las canciones de la veteranía cuartelera, que a veces tienen un dejo pícaro y casi siempre una tristeza mal expresada, rústica y grave. Imitan las voces de los sargentos: ¡A formar! ¡Cubrirse, ar! ¡Esa fila, que voy a tener que empezar a repartir jarabe! Sólo los vivales y los brutos hacen pornografía con el son de la Irene: Muévete despacito, purum-pum-pum…
Sebastián y el hombre de la blusa hablan de la feria.
—Mañana, Santiago, el ganado bajará. Ya están hechas todas las labores. Mañana para el que tenga un buen sitio para el ganado, es de hacer dinero.
—Yo tengo unos parientes en Alcalá que se dedican al trato.
—¿Cómo se llaman?
—Les llaman los Carava. Mi padre también se dedicaba al trato.
—¿Los Carava? Sí, hombre. Gitanos. Ésos tienen una buena cuadra de mulas. Vamos, tenían, no sé cómo andarán ahora.
Antes de llegar a Alcalá, ya hay sueño por los vagones. Los soldados se cansaron de cantar, de contar, de reír. Los soldados solamente cantan cuando salen o cuando llegan. Sebastián y el tratante están en el pasillo. A Sebastián todavía le llora un ojo, en el que se le ha metido una carbonilla.
—Ya vamos llegando.
—Falta poco. Esto en el autobús se hace en un dos por tres. Así se hace más largo que ir a América.
La vieja se abre paso entre la gente del pasillo, con un niño pequeño de la mano.
—¡Paso, paso! Dejen ustedes pasar que el niño quiere ir al retrete.
Un soldado le dice:
—Que lo haga por la ventana. Da usted más guerra, abuela, que…
La vieja le empuja con el codo al soldado.
—¿Es que no tiene derecho a ir al retrete?
—¡Claro que tiene derecho! Yo también tengo derecho a ir sentado, pero no tengo asiento y me aguanto.
—Dígaselo usted al revisor.
—Como si se lo digo a mi tía.
—¡Paso, paso! Dejen ustedes pasar.
Sebastián piensa en su madre. La madre, que no sabe que él está llegando a Alcalá. Que él, un perseguido, viene solamente a besarla, a refugiarse un poco en ella y quién sabe si a partir de nuevo. Sebastián decide no ir a la casa de sus tíos esta noche. Irá mañana.
Al final de una calle de tapias altas está la posada de Marciano Solís. Allí pasará la noche.
La gente que habla en el tren se desconoce, se recela, ya en el andén. Sebastián y el tratante se han despedido fríamente. Sebastián se encamina a la posada de Solís, en la que nunca ha estado, de la que ha oído hablar mucho. Cruza Alcalá. La posada da al campo bravo de los alrededores, donde crece el espino y muere el trigo, donde el cardo borriqueño y el espantón de las mulas hacen crepitar el campo al viento, donde la avena loca loquea a lo largo de los senderos y el campesino en la arada ve rebrillar trozos de loza en la vuelta de la tierra rejacada. Mala tierra. Mala tierra a las puertas del ganado, en la posada de Marciano Solís.
En la cocina, las mujeres de la posada hacen el tercio de la noche con los chismes del día.
—¡Casarse con un hombre tan feo! ¡Meterse a la cama con un horror! Hace falta mucha gana.
—Tendrá cosas que no sabemos.
—Tendrá lo que todos tienen, hija. No va a ser un fenómeno.
La criada y el ama separan las lentejas de la comida del día siguiente.
—Es que la Aurora —dice la criada— tenía muchas ganas de casarse.
—No lo va a resistir.
—Ya le engañará con alguno.
—Cada vez que vaya a Madrid. Aquí no, por el qué dirán, pero en Madrid, en Madrid…
La dueña pone los ojos, overos, en blanco. Se le mueve la barriga con la risa.
—En Madrid nadie se entera de lo que pasa. Lo que tiene vivir en una ciudad tan grande.
Sebastián asoma la cabeza a la cocina.
—Señora, ¿se puede?
La dueña aparta el plato de las lentejas.
—Pase.
—Buenas noches.
—Buenas las tenga usted.
—Quisiera saber si podía quedarme a dormir. El señor Solís me ha dicho que se lo preguntase a usted.
La dueña miró de arriba abajo a Sebastián. Preguntó:
—¿Viene usted para muchos días?
—Vengo, por lo pronto, a la feria. Según me vaya.
—Solamente hay salón.
—Bueno.
—Ya sabe usted. En el salón duermen cinco o seis. No hay cama. Duermen en un colchón sobre el suelo.
—Con tal de pasar la noche…
—Ahora, le advierto a usted que con el calor que hace es preferible el salón a dormir en cama.
—Bien. ¿Y de cenar?
—Se le pueden a usted hacer un par de huevos. Aquí todo el mundo cena temprano. Todo el personal ha cenado.
—Pues hágame el par de huevos.
Sebastián sale a la taberna, donde Marciano Solís, con ojos turbios de sueño y de vino, charla y sirve a los clientes.
Los tratantes, después de cenar, beben anís. Los tratantes, después de cenar, se han ido a un café a tomarse un exprés muy caliente y han vuelto a la posada de Marciano Solís a consumir licor. Hablan de sus asuntos.
—Sánchez compró en junio pasado unas mulas de mina en León, que eran una maravilla. Todavía las tiene. No se da salida al ganado. Yo te puedo decir que tengo en Torrelaguna cuatro yuntas paradas. Nadie las compra.
Todos hacen el feo del negocio. Todos saben el tejemaneje. Mañana procurarán comprar lo mejor que puedan, pero hay que asustar al contrario. La misma técnica para todos y todos acaban asustados. Van a dormir con la idea de que el negocio de la trata cada vez está peor y que es perder dinero comprar en la feria de Santiago.
Sebastián se dirige al dueño:
—Señor Solís, me quedo; póngame un vaso de vino con limón.
Solís mueve la cabeza afirmativamente. Charla con un amigo que está pegado al mostrador.
—Unas merinas que le compré a Ponciano me salieron con fiebres. Menos mal que les di el ojo a tiempo y las vendí. Si no, me cuesta unos miles.
—Hay que tener cuidado. Por Salamanca dicen que está subiendo. ¡Quién lo va a saber! Aquí nadie dice la verdad. Cada uno va a lo suyo.
—¡Claro!
Sebastián pide un trozo de hielo. Solís mueve la cabeza negativamente y continúa la charla.
—Veremos si para la feria grande del 24 de agosto las cosas se ponen mejor. Lo dudo, pero ¡qué sé yo!
—Para el 24 las cosas estarán como ahora, si no peor.
Sebastián bebe apresuradamente su vaso y pasa a la cocina, de donde le han llamado.
—Mire, si a usted no le importa, cena aquí, porque en el salón ya hemos tendido los colchones y habrá alguien durmiendo.
—Bueno.
Sebastián se sienta a la mesa de la cocina. Mesa blanca grande, donde las moscas se apelotonan en las manchas de grasa y de vino. La criada pasa un trapo. Las moscas se espantan. La criada va a dejar el trapo en el fregadero. Las moscas vuelven a las manchas.
Sebastián cena.
Sebastián, cuando termina, sale a la taberna.
—Una copa de anís, Solís.
Solís afirma con la cabeza.
—¿Uno se acuesta en el primer colchón que encuentra?
Solís grita:
—María, ¿dónde le habéis puesto a dormir a éste?
Sale la criada.
—En el salón.
—¿Que dónde se tiene que acostar?
—En el colchón pegado a la puerta.
Sebastián se toma la copa de golpe.
—¿Hasta qué hora tiene usted esto abierto?
—Hasta las dos y media.
—Entonces voy a darme una vuelta.
Sebastián sale a la calle. Camina hacia el campo bravo. Sebastián se sienta en el suelo y mira el cielo. En el cielo no hay ya una sola nube. Sebastián oye revolverse las bestias en la cuadra. Corre una estrella fugaz. Ladra, lejano, un perro. Lejana también, suena una radio. Sebastián respira profundamente. Piensa en su madre. Arranca una espinilla de un cardo. Juega con ella. Sebastián se tiende a contemplar las estrellas de la noche de Santiago y a pensar, sobre la tierra brava. Mala tierra. Yerba mala y mala tierra a las puertas del ganado, en la posada de Marciano Solís.