Lunes, Santa María Magdalena
Las paredes manchaban. El marinero negro, de pantalón azul impúdicamente ajustado hasta media pierna, acampanado sobre los pies desnudos, cubierto el torso con una camisa a rayas amarillas y moradas, sonreía tocando el acordeón, sentado bajo las palmeras. Enfrente, la negra de caderas atinajadas, con los pechos descubiertos y un faldellín vegetal en torno a la cintura, culebreaba el ritmo. Con saliva o con vino, dedos anónimos habían retocado el trópico al temple en un sentido obsceno.
Sobre la puerta de la habitación había un reloj de péndulo y gran caja. Sus agujas marcaban las seis. Estaba parado. Al fondo, el balcón abierto permitía oír gritos y carcajadas de mujeres y hombres en la calle.
Del techo colgaba una lámpara con copas para las bombillas, de color de malva. Su luz era turbia, penumbrosa, blanda. Bajo la lámpara, una desnuda y económica mesa de comedor. En torno de ésta, sillas de diferente factura. Sillas de colmado pintadas de verde, de gruesas patas y asiento de paja, con flores de calcomanía en los respaldos; sillas del juego de la mesa, tapizadas en rojo; sillas plegables de aguaducho de verbena.
Los gritos y las carcajadas se escuchaban ya dentro de la casa.
Entró en la habitación un hombre y de un salto se sentó en la mesa. Cuando la algazara se canalizó en el pasillo, hizo ruidosamente palmas y canturreó. Desembocó la jarana. Tres mujeres y cuatro hombres. Tras éstos, calmosamente, serenamente, aburridamente, una mujer madura que se apoyó en el quicio de la puerta e hizo una mueca de disgusto por el ruido. Dio una orden con voz bronca.
—Maruja, cierra el balcón, que no son horas.
Una de ellas, rubia reteñida, gordezuela, se acercó al balcón taconeando en corto y cerró. El que había hecho palmas y canturreado se dirigió a la que había dado la orden.
—Se dice buenas noches, marquesa.
La mujer se encogió de hombros y preguntó ásperamente:
—Bueno, ¿qué vais a tomar? A las tres se echa la llave, ya lo sabéis.
Hundió las manos en el gran bolsillo de su delantal y esperó. Se hizo un silencio interrogante. Los hombres no se decidían a pedir. Maruja barbilleó a uno de ellos.
—Manolo, chati —dijo—, ponnos a beber de lo bueno —añadió mimosamente—: Estírate, que hoy hay que armarla. Anda, monín…
Manolo lo consultó con sus compañeros.
—¿Qué bebemos? ¿Una de La Guita?… Es que son doce chulés.
De pronto se animó.
—Tráete una botella aunque tenga que vender el sillón de la barbería y tirarme a la carretera a dar sustos al mundo.
Maruja celebró el desplante.
—Eres lo más hombre que hay de aquí a Portugal.
La mujer madura no se movió de la puerta. El barbero extendió las manos con las palmas abiertas, haciendo un ademán de extrañeza. Preguntó, ladeando la cabeza, sin mirar a Maruja:
—¿A qué espera ésta?
Maruja le susurró, frunciendo los labios:
—Ya sabes cómo es la Carola. Es que el otro día se quedó una botella sin pagar y… ¿Tú me entiendes? Vamos, que quiere el parné por adelantado.
Manolo se indignó momentáneamente. La Carola seguía con las manos en el bolsillo del delantal, apacible, irreductible, mirándolos con aire distraído. Maruja ofició de intermediaria.
—Anda, no seas tonto. A ti ¿qué más te da? Dame los billetes, que se los doy yo.
Manolo sacó un billete de cien pesetas. Maruja se lo arrebató de las manos y se lo pasó a la Carola, que en el acto le devolvió cuarenta pesetas, sacándolas, sin contar, del bolsillo del delantal. Maruja entregó la vuelta al barbero reservándose un duro.
—Éste para mí, ¿eh? —dijo haciendo un mohín.
Maruja se metió el billete por el escote. Manolo contestó entre malhumorado y satisfecho de su propia generosidad y rumbo:
—Que es un servicio completo, que tú me buscas la ruina…
Maruja se reía. Una de las compañeras decía al que estaba sentado en la mesa:
—Sebastián, cántate algo por Marchena.
La Carola, antes de desaparecer por el pasillo, advirtió:
—A las tres se echa la llave: ya lo sabéis. No quiero líos con la policía.
A las doce en punto, había dicho Sebastián Vázquez: «A las doce en punto te estás en el Columba como un clavo. Ya sabes que no me gusta esperar. Después no te quejes». Cuando Sebastián le hablaba, se desazonaba Lupe. Abría mucho los ojos y asentía con la cabeza. Se estaba arreglando. En la mesilla, pegada al espejo, tenía un cabás de colegiala con una fotografía de un artista de cine pegada a la tapa. En el cabás guardaba el lápiz de los labios, el tarro del maquillaje, el frasco del esmalte de las uñas… Estaba pensando que Sebastián la había citado a las doce en punto, que si llegaba tarde podía haber bronca o podía haberse marchado, que Sebastián se lo decía muchas veces, era como era y no había que darle vueltas, y hasta puede que ella nada le importara.
Lupe se miraba al espejo una y otra vez. Estiró los labios y mostró los dientes. Entró una compañera comiéndose un bocadillo de sardinas. Le chorreaba un poco el aceite por las comisuras de los labios. Hablaba silbando las eses, con el dejo de la profesión.
—¿Te espera tu novio, Lupe? ¡Menudo gachó el Sebas! Te tiene sorbidita, chiquilla. Ya me quisiera echar yo a un tipo así a la cara; las iba a pasar el tío de a quilo. ¡Con lo que yo soy! A los hombres hay que saber darles su faena.
Lupe no le contestó. La miraba fijamente en el espejo. La compañera continuaba:
—Si cuando yo digo… En fin, allá tú, cada una sabe sus cosas, ¿no?
Mordió el bocadillo y salió cantando con la boca llena, haciendo un guiño canalla con los ojos: Gitano, tano, tano de mi vida…
Lupe quedó un momento en suspenso. Luego miró la hora en su reloj de pulsera y sintió un arrebato de prisa. Se atusó el pelo y se levantó.
Sebastián estaba bebiendo en el mostrador del bar Columba. Estaba bebiendo con el novillero Antonio Jiménez. El muchacho encargado de la cafetera atendía a la conversación mientras trabajaba.
—Mañana —dijo Sebastián— tienes que arrimar el ombligo; irá mucha gente de Talavera a verte. No hagas el papelón, porque entonces ya te puedes despedir para los restos.
Antonio Jiménez escuchaba a Sebastián sintiendo como un reblandecimiento gustoso con sus palabras.
—Ya lo sé, Sebas. En mañana está todo mi porvenir. Ya lo sé, hombre, que me tengo que arrimar, pero déjame tomar esta copa tranquilo: no me lo recuerdes.
Sebastián insistía:
—¿Somos amigos o no somos amigos? ¿Cómo no te lo voy a recordar? Tú ya sabes que si hay alguien que te quiera aquí, ése soy yo. Yo soy un amigo verdad. Y un amigo tiene que decirte las cosas claras.
La conversación venía arrastrada de toda la tarde. Sebastián y el novillero habían estado bebiendo juntos. Sebastián se crecía en los consejos, que el novillero aceptaba gustosamente, consciente del acrecentamiento de su importancia, a medida de aquella preocupación de palabra del amigo. Sebastián repetía una y otra vez el consejo.
—Que ya está dicho, que mañana te tienes que arrimar.
Hacía una pausa y se dirigía al muchacho de la cafetera.
—Ponnos otras, chico; las penúltimas.
El novillero marcaba el dengue.
—Que mañana me la juego, Sebas.
—La penúltima, hombre. Ahora te vas para casa y a la piltra. Una copa más, ¿qué más da?
El novillero hacía gala de erudición.
—Que José el día de la cornada aquí olía a manzanilla, que uno no puede beber, que la vista…
Sebastián le convencía.
—La última, Antonio. ¿Tú crees que un amigo como yo va a querer algo malo para ti? Ahora mismo te vas para casa y, si no quieres, te echo de aquí yo. Te lo juro por mis muertos, Antonio; ¿cómo te voy a querer a ti mal?
Sebastián abrazó al novillero. El muchacho de la cafetera llamó a su jefe.
—Dos más de manzanilla.
Sebastián repetía con pesadez de charlatán templado por el vino, echándose hacia atrás:
—Que yo lo que quiero, Antonio, es que sepas que aquí tienes un amigo. Uno de los buenos, con el que puedes contar para lo que quieras.
Sebastián hizo un desplante, abriendo la chaqueta y palmeándose el bolsillo trasero del pantalón, abultado por algo pesado.
—Ésta —siguió— está para lo que quieras y tiene a un hombre…
El novillero arrugó la frente.
—Que te pueden ver, Sebas; no la pringuemos.
El tono de la voz de Sebastián se hizo más bajo.
—De verdad, para lo que quieras. Por un amigo me juego yo el estaribé y la vida.
El novillero había apurado la copa.
—Sebas, voy a dejarte, tengo que descansar.
—¿No quieres otra copa?
—No, hoy ya está bien.
—No te quiero forzar. Como te parezca. Y lo dicho.
Volvió a abrazar al novillero. Éste se despidió de todos.
—Buenas noches, don Ricardo —dijo al dueño del bar—. Buenas noches, señores.
Los clientes y el dueño le despidieron unánimemente.
—Que tengas suerte mañana, Antonio.
Uno de los clientes preguntó en voz queda al muchacho que le estaba sirviendo el café, haciendo un movimiento con la cabeza:
—¿Quién es?
El muchacho, asombrado, le contestó:
—Pero ¿no le conoce usted? Es Antonio Jiménez, el torero. Mañana torea. Es cosa buena. Hoy no hay en España un novillero como él.
El cliente movió la cabeza y se quedó mirando hacia la puerta. Entraban unos zangones. Se acercaron al mostrador.
—Don Ricardo, dos blancos.
El dueño del bar les respondió:
—Blanco no puedo serviros. Son las doce. Tiene que ser manzanilla, montilla o…
—Bueno, lo que sea —le interrumpió uno de ellos—. Pónganos algo de beber.
Don Ricardo, calmosamente, colocó dos copas en el mostrador delante de los jóvenes. Fumaba su cigarrillo cerrando un ojo mientras el humo se le extendía por medio rostro haciéndolo borroso, enmascarándolo y como enfermándolo.
—¿Qué —preguntó—, vais a ver a la Marlén? Andaos con cuidado…
Don Ricardo sabía la noche y la gente de la noche. Alcahueteaba con despego; para eso era don Ricardo. Controlaba a conciencia; para eso era un negociante.
Lupe entró en el bar y se acercó rápidamente a Sebastián.
—Buenas noches. No llego tarde, ¿verdad, cariño?
Sebastián no le respondió. Lupe se palmeó el pelo.
—¿Estás enfadado? ¿Te ocurre algo?
El muchacho de detrás del mostrador le preguntó:
—¿Qué va a tomar, señorita?
—Uno con leche —respondió distraída— y una copa de anís.
Después tabaleó con las uñas sobre el mostrador, dando un son quebradillo que producía dentera.
—¡Cómo eres, Sebas! Hoy no te puedes quejar. He venido pronto y eso que no creas que a la Carola le ha hecho ninguna gracia.
Dudó y preguntó de nuevo:
—¿Te ocurre algo? ¿Estás enfermo?
Había en su voz vacilación y temor.
—¿Quieres dejarlo ya? —dijo Sebastián desabridamente—. No seas pesada. No me ocurre nada. ¿Qué quieres, que haya cogido el tifus? Bueno, pues tengo el tifus.
Lupe calló. Se entristeció. Era lo de todas las noches. Tímidamente preguntó, después de un rato de silencio:
—Sebas, ¿te parece que nos sentemos?
Se sentaron en una de las mesitas pegadas a la pared con el tablero pintado de un rojo color de sangre de toro. Sebastián volvió a pedir una copa de manzanilla. Lupe rogó:
—No bebas mucho, Sebas.
Manolo el barbero, Jacinto Larios, Buenaventura el Langó y Benito Suárez estaban bebidos. Bajaban por la calle cantando y haciendo palmas. El Langó arrastraba su cojera entre jipío y jipío, haciendo frecuentes altos. Llevaba el cante por los rincones negros del corazón y luego lo vomitaba a golpes, con los ojos llorosos y los labios húmedos. Alternaban.
Don Ricardo tenía a medias echadas las trampas de su establecimiento. En el bar había muchas mujeres, un humo denso de cigarrillos, un penetrante olor de perfumes baratos, mezclados. De vez en cuando se oía el grito del chico de la cafetera.
—Apurarse, que vamos a cerrar.
Luego, en voz baja, le decía a un cliente:
—Ya no se sirve más, caballero. Lo tenemos prohibido.
Daba dos palmadas y repetía:
—Que cerramos.
Se encogía de hombros ante las palabras punzantes de alguna de las mujeres.
Manolo el barbero tropezó al entrar en el bar. El Langó daba su último jipío antes de entrar, mientras Jacinto Larios le pasaba el brazo por el hombro y se agachaba con él en la arcada postrera. Pasaron al fin.
Manolo el barbero estaba hablando con Sebastián.
—¿Mañana vas a ver a Antonio?
—Te diré.
—Cuenta conmigo.
—Siéntate a tomar lo que quieras. Lupe, muévete a la otra silla.
—Es que mira; vengo con el Langó, Benito y Larios.
—Que se sienten también.
El Langó, Benito y Larios estaban de pie junto a ellos.
Se saludaron.
—Haciendo costumbre, ¿eh, Sebas?
—A ver… Vosotros gastando moyate como los buenos, ¿no?
—Clarito —dijo el Langó.
Se estableció un ínterin de cortesías mutuas.
—Que tu Lupe está cada día, entiéndeme… Que está vamos, como…
—El trato que doy —dijo Sebas.
La conversación crecía de reticencias, de sobrentendidos.
—Chavó —alzó la voz Manolo—, ponnos de beber.
El muchacho del mostrador le explicó:
—Manolo, que no se puede, que hemos cerrado.
Don Ricardo le hizo un guiño al muchacho, susurrándole:
—Anda, ponles lo que quieran.
Don Ricardo sabía la noche y la gente de la noche. Añadió:
—Que los invita la casa.
El muchacho se acercó a la mesa.
—Dice don Ricardo que qué es lo que van a tomar, que los invita él.
Manolo se volvió hacia el mostrador.
—Gracias, Ricardo.
El dueño hizo un gesto de no darle importancia a la invitación. Fueron servidos. A los pocos minutos se acercó sonriente.
—Tú, Manolo, ya sabes lo que son estas cosas. Estamos muy perseguidos. Lo siento. Ya sabéis que si fuera por mí hasta que os bebierais el establecimiento, pero…
Había un gran clima de cordialidad. Manolo el barbero le respondió:
—Tú ya sabes que nosotros no venimos a buscarte el lío. De modo que, cuando tú digas, nos largamos.
—Es que ya es hora, tú me comprendes, ¿no?
Manolo se levantó.
—Nada, hombre, para eso estamos. Ahora nos vamos a casa la Carola y asunto concluido.
Se levantaron los cuatro. Manolo invitó a Sebas:
—Sebas, vente, hoy la vamos a armar. Lo que se beba corre de mi flor.
Sebastián sonreía. Lupe le tocó la pierna, bajo la mesa. Sebas se engalló.
—Vamos cuando queráis. Y tú, Lupe, si no quieres venirte, ya sabes; por mí te puedes quedar hasta mañana aquí. No te…
Lupe se disculpaba.
—Si no es eso, Sebas; yo voy donde y cuando tú quieras.
—Lo dicho.
Sebastián ya no le hacía caso.
Se despidieron del dueño del bar. Dos mujeres del mostrador se les unieron. Eran amigas antiguas. Una de ellas dijo:
—Si vais para casa, vamos con vosotros.
—Venga —respondió Manolo.
Buenaventura el Langó, al salir a la calle, comenzó a cantar. El cante se arrancaba de los violentos dominios del sexo y rebotaba en sus ojos de alucinado.
—Vete cantando ya —exigió Manolo— por el cante de Rojo de Salamanca, que se te escucha.
—Ésta va por el cante Rojo —respondió el Langó.
Caminaron calle arriba, hacia casa de la Carola.
Manolo el barbero había hecho sacar la tercera botella de manzanilla. Sebastián canturreaba en bajinis a Buenaventura. Terminó.
—¿Qué te ha parecido? Bien cantao tiene su cosa. ¿A que sí?
Buenaventura mostraba su magisterio.
—No es cante verdad, Sebas; tú ya sabes que eso no es cante verdad. El cante cante es lo que te voy a frasear yo ahora en la garganta del Calderas. Esto y nada más. Un cante para el que se necesita tener paladar.
Repitió:
—Hay que tener un paladar para esto. Cosa fina. Si yo tuviera un dinero le iba a llevar al Calderas a Madrid, a su ambiente. Porque el Calderas es saber y necesita un ambiente. Aquí se pierde como yo me he perdido, que ayudado hubiera sido algo, como se ha perdido Jumilla el viejo, como se han perdido casi todos.
Lupe tenía los brazos cruzados sobre el regazo. Maruja se le había acercado un par de veces.
—¿Te aburres, preciosa? Amiga, la vida…
Lupe no había contestado la primera vez. La segunda oyó la pregunta Sebastián.
—Déjala que se aburra —dijo—; cada día que pasa está más gilí.
Lupe le miró fijamente, pero Sebastián atendía a las explicaciones del Langó.
Bajó los ojos y estuvo contemplando las baldosas del suelo y sus extraños dibujos. Lupe estaba sola. En torno crecía el barullo y, como un espeluzno por algo sorprendente, sobre el barullo, cortando las palabras, pasó la voz fría, dura, aguadañada de la Carola.
—Que son las tres y hay que ahuecar, o…
—¿Ves cómo eres, Carola? —dijo Sebastián.
—¿Ves cómo no se puede venir a tu casa?
La Carola volvió la cabeza a un lado.
—A veces, Sebastián, pareces un chiquillo. Tú te crees que si yo pudiese iba a cerrar ahora… ¡Qué cosas!
Manolo el barbero estaba sintiendo los efectos del vino y parpadeaba de sueño. Apuró la copa de un trago y dejó perecear las palabras en los labios.
—Va a haber que irse al piltrosamen, que estamos cortaos.
Lupe estaba de pie junto a Sebastián. Le susurró:
—¿Tú también te vas, Sebas?
Sebastián se revolvió.
—¿Y para qué quieres que me quede? ¿Es que piensas hacerme el número? Mira, mañana será otro día, pero hoy voy a beberme unas copas en casa del Tripa con éstos. Mañana me tienes en el Columba como todos los días.
Lupe lo miró angustiadamente.
—Sebas, si tú quisieras…
—Ya te he dicho; mañana a las doce en el Columba.
—Sebas, mañana… Quédate, Sebas. Quédate, por favor. Quédate, por lo que más quieras.
Sebastián hizo un ademán de indiferencia. Luego dijo:
—Manolo, cuando tú quieras nos vamos a casa del Tripa. Allí el que invita soy yo.
Manolo se acercó a la Carola.
—Carolita, nena, cualquier día vengo aquí y te robo.
Se balanceó ante el manotazo de la Carola, sobre la que casi se había derrumbado en el intento de hacerle una caricia de broma.
—No seas pata, Manolo —dijo la Carola—. No seas pata y lárgate con viento fresco, que lo que tú necesitas es dormirla.
Lupe salió corriendo de la habitación. Maruja le dijo a Sebastián:
—Tú también, hombre, tienes unas cosas… Si no la haces sufrir, no pareces contento. ¡A mí me podías hacer tú eso!
—A ti no te iba a hacer nada, preciosa, que tengo mis gustos —cambió el tono y preguntó—: Bueno, ¿nos vamos?
Manolo el barbero y Sebastián salieron al mismo tiempo empujándose. Manolo dio unos traspiés. Sebastián se encaró con él:
—Vamos, Manolo; que no se diga.
El Tripa estaba dentro de la ley: había prohibido en su establecimiento la blasfemia, expulsaba a los bronquistas. Era su moral de tabernero de la madrugada. «En mi casa no hay tío que miente malamente a Dios ni que me arme un espanto a la solana del vino», decía. Y en casa del Tripa no se mentaba malamente a Dios ni se permitían las peleas. Él defendía su negocio de tres de la mañana en adelante. Las ordenanzas municipales no contaban. El dilema no dejaba lugar a dudas cuando se lo planteaba a su mujer: «Mira, Ceci: o garbanzos o piedras; elige». Abrir eran los garbanzos, y abría todas las noches el portal de la casa para que entrasen por allí a la taberna los rezagados del vino, los camioneros extremeños camino de Madrid, los que comenzaban la jornada de trabajo al clarear el día…
Manolo el barbero y Benito Suárez se habían ido a dormir. A la taberna del Tripa llegaron Sebastián, Jacinto Larios y el Langó. Hacía calor. El Tripa fumaba apaciblemente, con los codos apoyados en el mostrador, en mangas de camisa. Saludó.
—¡Cuánto bueno! Hacía ya mucho tiempo, Sebastián, que no te veía por esta casa. Y a vosotros tampoco. ¿Has padecido veda, Jacinto? Me dijeron que te habían pillado en un afán…
—Cosas que dicen —contestó Jacinto Larios— para jorobarle a uno por si uno lo estaba ya poco. No me pillaron; he estado fuera.
—Bueno, hombre, tú ya sabes que yo no acostumbro a meterme al hilo, que cada uno viva como pueda —disculpó.
—Eso está bien —confirmó Sebastián—. Que cada uno viva como pueda y los guardias con todos.
Se echaron a reír. Sobre el mostrador había cuatro vasos. El Tripa indicó confidencialmente:
—Tengo un vinete como para bendecirlo. Veréis lo que es bueno. Tiene grados y un aquel que rebota en el paladar antes de entrar y te deja la boca perfumada.
—Pues llena de eso —dijo Sebastián y luego, encogiéndose de hombros y sonriendo—: Ya está echada la noche a lo alto, ya no hay remedio. De aquí vamos a salir para la feria y, a la tarde, a ver al Jiménez.
El Tripa estaba entretenido en la labor de escanciar vino. Fue el primero que cogió el vaso.
—Esto es vino y no lo que os venden por ahí.
Apuró el vaso de un trago. Sopló.
—Esto le saca a uno del cuerpo todo lo malo que tenga. Me estaría bebiendo vino de éste toda la vida, pero no puede ser —cambió el tono—. Es caro.
Se perdieron en una conversación sobre el vino.
—¿A cuánto te ponen la arroba?… ¿En la carretera te ahorras tres duritos?… ¿Lo pasas de burro?… Entonces tú te ganas unos cuantos chulís… Vaya con el tío…
Sebastián preguntó:
—Oye, ¿tú sabes de algún camión que tire para la feria cuando amanezca y que nos quiera llevar a los tres?
El Langó intervino:
—Conmigo no contéis, que tengo que trabajar.
—Tú… —se inclinaba en el dejo chulo Sebastián—. ¿Tú trabajar? ¡Venga ya! Tú… Pero ¡lo que hay que oír!
El Langó se escurrió de palabra.
—No achagues, Sebas. Hay que trabajar, no todos tenemos tu suerte. No todos podemos vivir con la jeró. Yo tengo que estar en la botería a las ocho, porque si no se acaba la vida fina y me ves quieto en las esquinas reuniendo la peseta para comer.
—Como si no supiéramos —respondió Sebastián— que a la mujer del patrón eres tú quien le levantas la zarandela y por eso te aguantan, porque dar el callo —hizo un ademán— ni eso. Anda, vente para la feria, que no estará tan necesitada.
—Ya te he dicho, Sebas, que no puedo. ¡Qué más quisiera yo! Además, ver al Antonio, que es mi torero, es algo que me gustaría.
El Tripa cortó.
—Podéis ir en el camión de los Hernáez. Se le dice al conductor y os lleva. Por el camino, si no tiene prisa, le invitáis a un copazo y tan campante.
—¿Lleva ganado? —preguntó Sebastián.
—No, lleva vino —respondió el Tripa.
—¿Y sobre qué hora sale?
—Sobre las seis.
Sebastián consultó su reloj de muñeca con cadena plateada y un torero pintado en el cristal de la esfera.
—Son las cuatro y diez; nos queda tiempo todavía.
El Tripa velaba por el negocio.
—¿Pongo otros u os pasáis al peñascaró?
—Ponnos vino hasta que nos dé el refilo del día.
—Yo me voy a ir a sornar —advirtió el Langó.
—¡Tú qué te vas a ir! Tú te quedas. ¿Habías dicho algo?
Sebastián tenía el vino agrio.
—Sebastián —solemnizó el Langó—, a veces pienso que es mejor no tratarte, que lo mejor que uno puede hacer es no meterse en chusmeta contigo porque en seguida sacas el gallo y te olvidas de la amistad y sólo quieres hacer…
Larios bebía con tranquilidad. Dijo:
—No seáis chavales los dos. Tú, Buenaventura, si quieres te largas y tú, Sebas, pues te quedas bebiendo conmigo, que te acompaño a la feria y se acabó.
El Tripa puso el punto a la discusión.
—Eso está bien dicho.
Sebastián volvió la espalda al Langó. Pidió:
—Dos chatos, Tripa.
Larios le atajó:
—Buenaventura también bebe.
—Que beba por su cuenta.
El Langó mudó el gesto.
—Sebas, que no está bien lo que tú haces.
—Olvídame.
—Que te ha de pesar.
—¿A mí? Bueno…
Larios le hizo una indicación al Tripa para que sirviera al Langó. Éste se opuso.
—No, Jacinto, yo no bebo, no quiero beber. Me voy. Buenas noches. Que os divirtáis.
El Langó, al salir, arrastraba su cojera más tristemente que nunca. En la taberna se hizo silencio. Larios reconvino a Sebastián.
—Tú también tienes cosas…
Sebastián se creció en la ausencia del Langó.
—Es que el hijo de su madre está acobardado por esa tía. Prefiere eso a los amigos. Es un cabra, no tienes más que ojearlo, y además en cuanto le levantas la voz se queda blanco y empieza a hacerte el sermón.
—No tienes razón, Sebas —dijo Larios.
Sebastián pidió al Tripa.
—Cambia el tercio a aguardiente, que la noche se va lavando.
El Tripa escogió una botella del anaquel de los aguardientes.
—De alquitara —dijo.
En los cristales del montante de la puerta de la taberna, el amanecer tenía color de aguardiente aguado.
—Que no quiero nada.
—Hombre, una copa nunca viene mal.
—Conduciendo no me gusta beber.
La carretera en la mañana tenía un brillo alimonado. Cruzaban el parabrisas los pelillos de cardo, las blancas mariposas de julio, los abejorros de vuelo titilante. Los campos segados, con la barba áurica del pajón, se extendían a los dos lados de la carretera. A la derecha, en la lejanía, azuleaban los bajos de la sierra, doradas las cimas del sol. El primer soplo cálido del viento solano revolucionaba el tamo de las cunetas, se colaba por las ventanillas abiertas de la cabina del camión y se llevaba la ceniza de los cigarrillos, alborotando levemente el coloquio del conductor y los viajeros.
—Vais buenos —dijo el conductor—. Yo que vosotros me tiraba al pie de un olivo a echar un sueño, así os despejaríais.
—Tengo yo correa para estar siete días bebiendo —respondió Sebastián—. Siete días o setenta si hace falta.
El conductor miraba a la carretera distraídamente o de reojo al paisaje. Llevaba el cigarrillo pendiente de los labios. Hablaba por la comisura derecha, perezosamente.
—Todo se paga. Yo, cuando tenía vuestra edad, también bebía lo mío; ya no. No lleva a nada. Entonces me estaba bebiendo hasta caerme de culo. Al casarme corté por lo sano; dije: esto se ha acabao, y se acabó. Ahora algún chato cae, pero fuera de las horas de trabajo, si me encuentro con algún amiguete, porque hay que alternar.
Larios cabeceaba de sueño, con los ojos cerrados. Alcanzaron a una pareja de la Guardia Civil, que caminaba por los bordes de la carretera.
—Ésos van para la feria —afirmó el conductor—. Son los del puesto del pueblo que hemos pasado. El cabo ese tiene el amargo en el cuerpo. A los conductores siempre nos anda buscando las vueltas.
Sebastián empujaba a Larios.
—Anda, Jacinto, que no se diga.
Larios entreabría los ojos turbios y se disculpaba.
—Es que hemos cargao mucho vino, Sebas.
—Lo que pasa es que dejas la cabeza bailona y así te da el modorro. No es para tanto. No digas que es mucho, porque aún no hemos empezado de verdad.
Larios no tenía deseo de contestar. Sebastián le volvió a empujar.
—Despierta, hombre; despierta, que vamos llegando.
Larios apoyaba el brazo en la ventanilla y sacaba un poco la cabeza. Con voz pastosa se aconsejó:
—Con el airillo se me quitará el cerrojazo.
Se acercaban al pueblo. El camión moderó la marcha. Entraron por un camino desviado de la carretera. Pararon antes de llegar a la plaza. El conductor saludó a un campesino.
—¿Hay ganado en la plaza?
—No; se lo han llevado todo para la feria.
Dio las gracias. El camión continuó su marcha. Una vieja, desde el portal de su casa, con la mano frente a los ojos evitando el resol, sonrió al paso del camión. Por entre los dientes desvencijados se le escaparon las palabras.
—Está muy estrecho el paso, no podrá pasar.
El conductor sonrió.
—Ya me conozco yo esto. Bien me lo conozco.
El camión maniobraba para situarse junto a una taberna. De una barbería salía un campesino pasándose las manos por las mejillas, brillantes del reciente afeitado. Una mujer vertía el agua sucia de un cubo en la sombra fría que daba la torre de la iglesia. Los niños jugaban al sol. Paró el camión. Bajó primero el conductor. Larios tardó en abrir la portezuela. Por fin, balanceante, se plantó en el suelo, bajo los soportales. Sebastián se dirigió al conductor insistiendo:
—¿Una copa?
—Otro día será.
—Como usted quiera, y gracias por traernos.
—No hay de qué darlas.
El conductor hablaba ya con el tabernero. Larios preguntó a Sebastián, soplando las palabras.
—¿Para dónde tiramos?
—¿Para dónde va a ser? Para el teso de la feria.
El solano traía un olor agrio de bestias por el camino del teso. Las mulas se agrupaban en una móvil mancha morada en torno a la cual había como un blancor aporcelanado de camisas. Los cerdos ponían su color ocre tostado sobre el terrazo. El poco ganado lanar espumeaba suciamente en lo pardo, al extremo del ferial.
Sebastián y Larios caminaban con lentitud. Entornaba los párpados Sebastián y miraba al suelo Larios. Éste tropezaba en las piedras, se tambaleaba fallando el pie en los relejes profundos del camino. Sebastián se agachó a recoger una herradura. Dijo, después de contarle los agujeros a los clavos:
—No es de suerte.
Y la tiró al sobaquillo hacia el burujón de un zarzal, blanqueado de polvo.
Se cruzaron con alguien que regresaba del teso. Lo miraron al soslayo.
—Buenos días —dijeron.
—Buenos nos los dé Dios.
La cortesía del campesino alegraba.
En el teso se conversaban los tratos. Había tres tenderetes de bebidas, donde remansaban el regateo, con las copas en las manos, los tratantes. Sebastián y Larios se pararon frente a un tratante viejo, calzado de botitos de tacón alto para dar nervio a la bestia, al venderla, mientras cogida del ramal le apretaba el bocado. Estaba vendiendo. Sebastián escuchaba.
—… mire qué animal. Su, su, ja, ja, mula —chascaba la lengua, taconeaba con el pie derecho y la mula se estiraba—. Ja, ja…
Luego le acariciaba, le palmeaba el cuello.
—… está bien, bonita, to, to —añadía—. La otra, igual; si usted quiere las probamos.
Sebastián y Larios se acercaron a uno de los tenderetes de bebidas. Sobre los caballetes, una tabla oficiaba de mostrador. Encima de la tabla, un trozo de hule, cuadriculado en azul y blanco, en el que escurrían vasos y copas, daba un aire familiar y limpio a la cantina.
—Dos de aguardiente.
El cantinero tenía ganas de conversación.
—¿Qué, a ver lo que se hace?
—No, turismo —respondió Sebastián.
El cantinero sirvió el aguardiente en silencio. Luego dio consejos a un campesino que empinaba el codo, bebiendo a porrón, largamente.
—No debes comprar. Ahora no necesitas animales, hombre. Para agosto vuelven a bajar.
Terminó los traguillos el aconsejado.
—Lo que yo necesitaba es un tractor, eso es lo que necesitaba. Me iba a ir bien a mí con un tractor. ¡Hósperas! Me arreglaba…, pero se necesita panoja para eso y mano en Madrid. Con un tractor, entre mis hijos y yo despachábamos la labor solitos.
El campesino ofreció de su petaca al cantinero.
—No gasto.
Pagó Sebastián. Dejaron el tenderete. El cantinero comentó:
—Estos dos calés van soplaos.
El campesino los miró y movió la cabeza. Volvió a lo suyo.
—Con un tractor, zas, zas, zas, liquidas todo rápido. Luego lo pones al alquiler y le vas sacando lo que te costó. Si pudiera, ni dudarlo.
—Tú tienes cuartos, hombre.
—Sí, sí, miseria es lo que tengo, nada más que miseria y compañía. ¡Iba a estar yo en la tierra renco de trabajar si tuviera dinero!
Sebastián y Larios se pararon a hablar con un conocido de Talavera.
—¿Qué hacéis por aquí?
—¿Que qué hacemos? —respondió Sebastián—. Lo que tú, dar una vuelta y esperar a la tarde. ¿Has visto ya el ganado de la corrida?
—Todavía no lo han traído. Viene luego, para el mediodía. Dicen que son grandes, que no van a poder con ellos.
—Antonio puede con todo. ¿Le viste en Maqueda? Mira si eran grandes, como para picadores y en corrida de cascabeles.
—Ya me dijeron.
Larios se tambaleaba.
—¿Qué le pasa a éste? —preguntó el conocido.
—El vino —contestó Sebastián, y sacudió fuertemente a su compañero—. Vamos, Jacinto, un hombre por cuatro copas no coge esa soñarrera, un hombre…
Larios levantó la cabeza, su mirada emergió desde los pozos del vino, estiró el cuerpo. Habló con la lengua torpe.
—¿Qué dices? ¿Me vas a tumbar tú? Ahora mismo nos bebemos un garrafón para que veas que a mí lo que me sobra…
Sebastián concilió el arranque y la sed.
—Ahora nos bebemos unas copas, Jacinto, y como nuevos, recién nacidos…
El conocido se despidió apresuradamente.
—Anda, vente a tomar una copeja —invitó Sebastián.
—No, hoy no ando bien. Que os divirtáis.
Larios comenzó a canturrear. Empujó a un campesino.
—Se tiene cuidado, hombre.
—Se tiene…
Sebastián tenía una chulería más templada.
—¿Decía usted?
—Que no hay que empujar, que hay sitio para todos.
—¡Ah, bueno, es que creía haberle entendido otra cosa!
El campesino no tenía ganas de bronca.
—Sigan ustedes su camino, que yo no me meto con nadie.
Se acercaron dos mozos.
—¿Le ha pasado algo? —inquirió uno de ellos—. ¿Le han dicho algo?
—No, nada.
Sebastián y Larios canturreaban y gritaban escandalosamente. El campesino profetizó:
—Éstos van a tener un mal encuentro con la pareja en cuanto aparezca por aquí; llevan mucho vino.
El tenderete del Maño estaba colocado cerca de la trata de mulas. El Maño sabía su negocio de cantinero feriante y no se descuidaba. Junto a las mulas estaba la buena venta. Los muleteros se cuidaban. Tomaban bocadillos de pan y sardinas en aceite, o jamón, o queso. El pan lo partía el Maño en grandes rebanadas, finas o gruesas según de qué fuera el bocadillo. Si de sardinas, gruesas para que empapasen bien el aceite; si de jamón o queso, delgadas para que el cliente no se quejase del poco gusto que le sacaba al jamón o al queso, perdidos entre tanta miga.
El Maño conocía a Sebastián. Al llegarse, les preguntó:
—¿Qué, de juerga y luego a los toros?
Sebastián explicó:
—A ver al Antonio, que hoy tiene que armarla.
—Pues no carguéis mucho vino, porque si no, no le veis. Os va a pillar la corrida echados a una sombra. Yo, desde luego, esta tarde estoy pegado al bardal. No me pierdo los toros por nada. Creo que son hermosos de verdad. Bueno, ¿y qué os pongo? ¿Una miaja de queso y pan, para que vayáis empapando el vino? Todavía es pronto y hay que andarse con tiento.
—Dos copas de aguardiente.
—¿Todavía aguardiente?
—¿No dices tú que es pronto? Pues pronto es hora de aguardiente.
—Bueno, bueno, lo que digáis.
Larios llevaba mal vino. Dijo:
—A ti, Maño, te han debido de echar de algún seminario, ¿verdad?
El Maño se rió.
—A mí no me han echado más que de la barriga de mi madre, que no quise salir de lo bien que se estaba.
Insistió Larios:
—Pues lo que parece es que has salido de alguna fábrica de curas —se dirigió a Sebastián—: Te puchaba el chalao con el sermón.
El Maño cambió el gesto.
—Sin ofender, que nadie os ha faltado.
Sebastián bebió de golpe su copa. Después escupió:
—Esto es un matarratas asqueroso.
—Eso que estás bebiendo —dijo el Maño— es el mejor aguardiente que se vende en Toledo. ¿Dónde has bebido tú un aguardiente como ése, muchacho? ¿A que no te dan en Talavera por cinco perronas un aguardiente tan fino y con tantos grados como éste? Lo que pasa es que no sabéis. En cuanto os tomáis unas copas, le perdéis el paladar y ya os da igual. Protestáis por protestar.
Sebastián guardó silencio. Al cabo dijo:
—Ponnos otras.
Sirvió el Maño las copas. Sebastián volvió a beber de golpe. Larios le imitó. La mirada de Larios descendía lentamente hacia las honduras de la absoluta embriaguez.
—Ponnos otras —repitió Sebastián.
—¡Que la vais a coger!
—Pues la cogemos. Ponnos otras.
El Maño volvió a llenar las copas. Advirtió:
—Cuidado que esto pega mucho.
—¡Me vas a decir tú!
Bebieron. Se acercó un feriante.
—Dame una gaseosa, Maño.
Sebastián se encaró con el que había pedido la gaseosa.
—¿Y por qué en vez de beber gaseosa no traga usted saliva?
El campesino tuvo un arranque.
—Y a ti ¿qué te importa, sinvergüenza?
Larios le empujó. Un gitano tratante se fue hacia Sebastián y le advirtió:
—Tened cuidado, que el cabo está dando vueltas por aquí; no seáis gilís.
Sebastián respondió:
—¿Y qué que esté el cabo? ¿Es que nos va a comer?
Bebemos porque nos da la gana y a mí no me quita de beber ningún hijo de madre.
Hizo una pausa.
—Ponnos otras, Maño.
—Pero ¿todavía queréis otras? Anda ya, muchachos, que os vais a poner buenos. Esta tarde os la pasáis durmiendo la tajada.
El Maño se agachó tras el tenderete a enjuagar unos vasos. El Maño tenía la cabeza grande, el cuello musculoso, arrugado y ennegrecido como la corteza de un árbol viejo. Entre el cinturón ancho de becerra y la trabilla del chaleco le sobresalía un rebujo de camisa. Larios cogió su copa; la dejó.
—Ya no bebo más, Sebas; estoy girao.
Sebastián sonrió, tomó la copa de su compañero y la vertió sobre el cuello del Maño. El Maño se incorporó asombrado. Se pasó las manos por el cuello. No lo creía. Sebastián dijo:
—Ponnos otras.
Larios se había inclinado sobre la mesa. Las manos del Maño hicieron presa en él. Las manos del Maño eran como una tuerca en torno del cuello del gitano. Sebastián había partido la copa contra la mesa. Le clavó con ella en la cara. El Maño se quiso defender, interponiendo el cuerpo de Larios. El tenderete se vino al suelo. En el barullo de gritos y palabrotas, flotaba la voz del Maño:
—Lame, hijo de p…, lame, que te voy a matar…
Sebastián salió corriendo, abriéndose paso en el grupo que se había formado. Le cogieron de la chaqueta, pero se desasió.
Cuando llegaron los guardias, Larios estaba medio ahogado y el Maño sangraba mucho por la cortada de la cara. Uno de los campesinos del grupo le explicó al cabo lo que había ocurrido.
—Primero se metieron conmigo porque había pedido una gaseosa, luego le vertieron una copa al Maño en el cuello; el que se ha escapado le clavó en la cara…
El compañero del cabo había logrado, ayudado por la gente, que el Maño soltase a Larios. Recomendó el cabo:
—Maño, cálmate, que se les dará lo suyo.
—Tenga usted cuidado, que el otro va armado, le he visto yo el hierro en la cintura.
Larios estaba sentado en el suelo, blanco de miedo, sin moverse. El Maño le dio un patadón.
—¡Arriba, que te voy a majar, cobarde!
El cabo dio órdenes a los del grupo:
—Me lo guardan, bien guardado, hasta que venga la otra pareja. No me lo toquen; que nadie se me tome la justicia por su cuenta. Esto es cosa nuestra. Se va a acordar para toda la vida.
Se dirigió a Larios:
—Y tú, mamarracho, te estás quieto, porque si no te fusilo, ¿me entiendes? Te pongo la barriga como un cedazo, te hago tantos agujeros que no sirvas ni para posada de gusanos. ¿Eh?
Larios contestó como un susurro:
—Sí, señor cabo.
El cabo insistió:
—¿Eh? Desgraciado, ¿es que no sabes contestar cuando se te pregunta?
Larios hizo un esfuerzo.
—Sí, señor cabo.
Luego el cabo se preocupó de la herida del Maño, que se estaba secando la sangre con una servilleta. Con el pulgar y el índice de la mano derecha separó un poco el breve garabato.
—Quieto, Maño. Esto no es nada.
—Más pudiera haber sido, estos hijos de…
—Que te vea el médico en el pueblo. Te necesito para la declaración.
Se volvió hacia Larios.
—¿Para dónde se ha ido tu compañero, di?
—No lo sé, señor cabo.
—¡Que no lo sabes! No me hagas perder la paciencia, o te arreo aquí mismo una que te haga saberlo en seguida.
—Que no lo sé, señor cabo; el señor Maño me tenía cogido y no le he visto. Yo no hice nada, yo no quería beber más.
Larios sollozaba.
—¿Lleva arma —preguntó el cabo— tu compañero?
—No lo sé.
Intervino el Maño:
—Yo se la he visto. Tenga cuidado, porque lleva arma.
El cabo preguntó a todos:
—¿Lo ha visto alguien correr hacia algún sitio determinado?
El campesino que había dado la primera explicación dijo:
—Me parece que tiró para arriba, hacia el sendero del Vía Crucis.
—Muy bien.
Hizo una pausa.
—En seguida estará aquí la otra pareja.
Insistió:
—Me lo guardan ustedes, pero no le toquen un pelo si no quieren verse también en el ajo.
Luego ordenó a su compañero:
—Vamos ya.
Los guardias caminaron hacia el pueblo. El Maño estaba ya calmado y daba explicaciones a los circunstantes.
—Me agaché a refrescar unos vasos; el muy chulo me tiró la copa por el cuello. ¿Que si los conozco? Pues no hace tiempo… Claro. Son de Talavera. Éste es un pardillo, pero el otro tiene más conchas que un galápago; el otro va a acabar muy mal.
Alguien le preguntaba por la herida.
—No, no es nada, lo que pasa es que en la cara, ya se sabe, son muy aparatosas. Ahora, que el tío me tiró con toda su alma a quitarme de en medio. Ya lo cogeré yo por mi cuenta y ese día lo juro que se le acaba la chulería.
Larios estaba vomitando, despatarrado, cogido de los brazos en cruz por dos hombres. Uno de ellos, brutalmente, le preguntó:
—¿Has terminado ya?
Larios alzó la cabeza y le miró tristemente. Le sobrevino una arcada. El Maño, apretando la servilleta sobre la herida, ordenaba con la mano libre la mesa. Decía:
—Os ponéis a beber sin saber cuándo hay que parar y… Las cosas. Por más que ya os lo advertí. Ahora, que tu amigo las paga, ¡vaya que si las paga!
El grupo se iba deshaciendo. Los tratos de los muleteros continuaban. Se acercaba alguno no enterado.
—¿Qué ha pasado?
El Maño quitaba importancia a la cosa antes de servir lo que le pedían, después contaba por menudo.
—Chulerías de gitanos que no saben con quién se gastan los cuartos. Me ha clavado una copa —levantaba la servilleta—, pero se la ha buscado buena. Estamos esperando a los guardias para que se hagan cargo de éste. Tras el otro han salido el cabo y el acompañante.
Larios tenía los bajos del pantalón salpicados de la vomitona. Pidió un vaso de agua.
—Señor Maño, ¿me da usted un vaso de agua, por favor?
—Ahora mucho señor y mucho cuento. No hay agua.
A Larios le caía una baba amarillenta por la comisura de los labios. Se empezó a quejar.
—Señor Maño, ya ha visto usted que yo no he hecho nada, ya ha visto usted que yo no quería beber más. ¡Ay, madre! Usted lo ha visto, señor Maño.
Larios iba creciendo en su desvalimiento, iba ridiculizándose.
El Maño definió:
—Los gallos se acaban pronto; los gallos se acaban con tomate.
Alguien avisó:
—Ya viene la otra pareja.
Sebastián corrió hacia el sendero del Vía Crucis buscando el campo del otro lado del pueblo. No estaba asustado. Corría con el deseo de encontrar un lugar resguardado, un refugio, donde reposar unos momentos para ordenar en el pensamiento lo que le estaba sucediendo. No, no tenía miedo. Solamente quería poner orden en su cabeza. Encontrar justificaciones a lo que había hecho, explicarse los sucesos y alzar una moral. Deseaba dejar atrás el pueblo y luego saber lo que tenía que hacer. Se sofocaba: el calor, la embriaguez, la pelea. Pensó que las piernas le respondían. Iba alegrándose de no tropezar. Miraba unas veces al suelo y otras al paisaje. Saltaba elásticamente las grandes piedras del centro del sendero, pulimentadas a veces con la huella blanca del tropiezo del casco de una caballería, con el roce del aro metálico de la rueda de un carro. Las piedras eran ya grandes huellas de un animal gigante y antiguo en huida.
Le apretaba el pecho. Lo sentía como si se lo hubiesen achicado, como si le hubiesen cosido tetilla con tetilla y necesitase reventar el cosido haciendo un esfuerzo, para que aquel dobladillo de carne se le hinchase con el corazón, que ya no le cabía. Pasó un momento. Volvió la vista atrás, receloso. Escupió una saliva blanca y aceitosa. Le costó escupir. Le dolía la garganta. Al parar, le temblaron las piernas. Subió a un ribazo y oteó hacia el pueblo. Nadie había salido tras él.
La carrera era ya gimnástica. Lejano veía, con los ojos turbios, la mancha de un olivar. Quería alcanzar el olivar. Allí esperaría. Allí descansaría. Allí era donde iba a pensar. Necesitaba un lugar para pensar, para recapitular. Al día siguiente de una borrachera siempre encontraba, en el ácido poso del vago recuerdo, la inquietud. Entonces buscaba en los alrededores de Talavera un sitio, donde se sentaba, donde hilaba los chispazos conscientes de la embriaguez anterior. Creaba hasta frases, que luego nunca llegaba a decir, para Lupe, para los amigos, para los taberneros. Eran frases con cierto perfil humilde y cortés. «Te ruego, os ruego, le ruego que disculpe, que disculpéis, que disculpe; el vino es mal acompañante». «Te pido, os pido, le pido, que olvides, que olvidéis, que olvide; el vino es el peor consejero del hombre».
No era hora de viento. El solano, a medida que el día iba creciendo, ensanchándose de calor, disminuía, hasta hacerse solamente como una alentada del fondo de los campos. Al atardecer crecía de nuevo y perdía el polvillo por los zarzales, hacía que se pegasen las moscas ojeras a los párpados y las culeras a los años de las mulas; levantaba la hierba espigonera, seca y quebradiza, dándole gallardía abrileña; a los lagartos y a las culebras les hacía sacar las lengüecillas como sedientos, mientras los alacranes corrían más rápidos de piedra a piedra, con las colas enhiestas, y las arañas tejían refuerzos en sus telas, pesadas de polvo. No era hora de viento.
En el silencio sonaban sus pasos con un sonido gigante de gotazas de lluvia. La carrera le dio ganas de orinar. Orinó sobre el polvo. La orina daba un sonido oscuro y blando, como el de sus pasos, como el de las gotas primeras de las tormentas. Siguió corriendo.
Antes de llegar al olivar, se mareó. Tuvo que sentarse y dejó, entreabriendo la boca, que se deslizase un agua de saliva salada. El estómago le ardía. Se arrepentía de haber bebido tanto aguardiente. Agachó la cabeza hasta juntarla con las rodillas. No hubiera debido beber tanto aguardiente; tampoco haber pasado la noche en vela, tampoco… De lo único que no se arrepentía era de la bronca con el Maño. Lo tenía bien merecido por… No sabía por qué. Se estaba bien con la cabeza en las rodillas. Veía deslizarse la saliva al suelo en un hilo que ahora se hacía más grueso. Casi estaba distraído y ausente. Alzó la cabeza con esfuerzo y miró hacia el pueblo. Creyó ver pegados a las últimas casas dos puntos que avanzaban. De pronto sintió miedo. Los guardias salían a buscarlo. Necesitaba correr, llegar al olivar, pasar el olivar, perderse por el campo hacia la sierra. Se levantó. Le dolían las piernas, le dolía la cintura. Corrió torpemente, tropezando en las piedras del camino, metiendo el pie en los relejes, balanceándose.
Quiso atajar y se metió por un campo segado. Las cañas del trigo le herían los tobillos. Le ganaba la náusea. Mientras corría, espurreó la saliva que le llenaba la boca. Le sobrevino una arcada, pero no paró. Vomitaba y seguía corriendo. El olivar lejano le daba vueltas. Se le hacía inaccesible. No podría llegar. Se detuvo un momento cegado, para orientarse. El olivar estaba enfrente, plateando a la luz solar, casi como un lagunajo. Creía que estaba corriendo paralelo a él. Volvió a correr. Los tobillos los llevaba en carne viva, pero no los sentía. Salió de nuevo al sendero.
Se tiró en el suelo jadeando boca abajo. Delante de sus ojos pasó una araña cáncana. Vio su cuerpo grueso, sus patas cortas. Una nube de sueño le hizo imaginarse como una araña enorme a punto de ser aplastada por un boto, así como estaba despatarrado, braciabierto, boca abajo en el suelo. Ser una araña pequeña para encontrar refugio, para no tener que correr hasta el olivar. Ser… Pero ya estaba de rodillas, aún con las manos en el suelo. Ya se incorporaba. Ya era de nuevo él, en pie, con miedo y sin aquella fantasía de sueño. Pisó la araña y apartó el pie; no quedaba más que un ensombrecimiento de humedad en la tierra.
El sendero fileteaba un colladejo, que bruscamente ascendía, para bajar después a la linde de un viñedo pobre, casi labruscario, del que levantó el vuelo una urraca. Por la linde corrió Sebastián, hasta que el viñedo quedó atrás y hubo otra vez campo segado y barbecheras hasta el olivar que se le hacía como una mancha de azogue huidiza, engañosa, inalcanzable. Se detuvo. Volvió la mirada para calcular la carrera. El colladejo le cubría la base de partida. Pensó que las carreras eran cada vez más cortas, que apenas tenía fuerzas para correr más de seiscientos pasos sin pararse a tomar aliento.
Ya no corría seguido. Caminaba unas veces lentamente, otras de prisa. De vez en cuando hacía una carrera de diez metros. Pero el olivar estaba ya cercano. La idea de que el olivar era el refugio le sostenía. Sólo importaba llegar hasta el olivar. Ya en él la inteligencia se libraría del aplastante y confuso peso de los sucesos, el cuerpo podría descansar en un desmadejamiento total. No movería ningún músculo, no pediría urgentemente a ningún miembro que le sirviese. Estaba seguro de que se desintegraría el cuerpo por un lado y la inteligencia por otro. El cuerpo roto y feliz sobre el suelo mientras la inteligencia buscaba la solución.
Los primeros olivos garreaban la tierra y sus troncos eran como patas descarnadas, tendinosas, de aves de presa. Sebastián corrió entre ellos hasta el cauce seco de una torrentera, que a trozos se atrincheraba y tenía una vegetación de adelfos verdeando sobre la tierra blanca. Tras un adelfo se tendió. Le incomodaba el arma y la sacó de entre el pantalón y la camisa, dejándola junto a él.
Si los guardias llegaban al olivar, pensó que no tendría más remedio que entregarse. Aunque lograra escapar lo cogerían. Los guardias no cejaban en las persecuciones. Lo mejor con ellos era entregarse cuanto antes, no enfadarlos, ser humilde. Lo había oído a un sargento de Talavera: «El que llega con humildad, lleva ventaja, es un buen pasaporte. Ahora, el que se pone chulo, con ése hay que ponerse el pantalón a cuadros». Con los guardias nadie se ponía chulo de verdad, pero los guardias llamaban ponerse chulo a no tratarlos reverentemente, como si fueran poco menos que emisarios divinos. Pensó frases: «Señor cabo, no tengo disculpa, se me fue la mano porque creí que iba a matar a mi compañero. Como había bebido, me temblaba la mano y se me derramó la copa, pero yo solamente quería gastarle una broma». No, aquello no tenía pies ni cabeza. Era absurdo. Su mirada tropezó con la pistola.
Tropezó con la pistola su mirada y el miedo le invadió. Si le cogían con el arma, empeoraría su situación. Decidió que lo mejor era enterrar la pistola, aquella pistola que había llegado por una casualidad a sus manos. Fue en la taberna de Infantes el Ciego, donde el vino se sirve en tazas vertiéndolo de una cafetera, porque Infantes es gallego y aprendió el oficio de tabernero en Vitoria. Allí fue. Estaba hablando con Manolo el barbero, se acercó un amigo de Madrid, que andaba al trato de telas. ¡Qué mala ocurrencia! El madrileño quería vender la pistola, la daba barata. Manolo dijo: «¿Y para qué quiero yo una pistola si no me voy a tirar a la calle, si lo que yo tengo que hacer lo puedo hacer con las herramientas del oficio?». Lo recordaba bien. Él había dicho después que Manolo terminó: «Enséñela, compañero». Y el madrileño le había enseñado la pistola. Entonces Manolo le aconsejó: «¿Para qué vas a querer tú una pistola si no es para disgustos? Anda, deja eso ya». Solamente la compró porque Manolo había intervenido. Regateó con el de Madrid. Acabó dándole veinticinco duros. «Te doy veinticinco duros —dijo— y te quito un peso de encima. Es un buen negocio el que haces». Luego se la echó al bolsillo.
A Lupe le daba miedo el arma. Le insistía: «Déjala en casa, ¿para qué necesitas tú ese chisme?». Él hombreaba: «Para lo que necesito otras cosas: por si un día me da el airón y me meto por los huertos a ganarme la vida en lo fácil». La verdad era que le gustaba asustar a Lupe y que a veces, cuando estaban solos, la sacaba para pasarle el pañuelo, como había visto en el cine, y la dejaba de centinela en la mesilla de noche. Además, daba seguridad andar con ella por la calle. Únicamente le tenía miedo cuando había bebido. Si un día llegaba la bronca y en la bronca el repente igual le daba por tirar de ella y se buscaba una ruina para toda la vida.
Apartó la pistola. Tenía la boca seca. Arrancó una hoja del adelfo y la masticó. Luego escupió saliva verde. Los guardias podían no haberle visto y continuar tras él, campo adelante. Entonces tendría que bajar a la carretera, lejos del pueblo, parar un camión e irse hacia Talavera. Allí tendría ocasión de solucionar el asunto más fácilmente. Podía llegarse donde el sargento y hablarle confidencial y humildemente: «Usted sabe, don Felicísimo, que yo no me meto nunca con nadie, que yo aquí soy formal, que no ando en malos pasos, pero he tenido un tropiezo, ¿sabe usted?, un mal tropiezo, y he venido a presentarme. En una bronca con el Maño, que usted lo conoce bien, le he pegado con un vaso en la cara porque tenía a mi amigo Larios cogido de la garganta y yo pensé que si seguía apretando le iba a dar mulé». El sargento pondría la cara seria y empezaría así: «Tú, sinvergüenza, vas por lo malo. Hay que hacer una declaración en orden. ¿Por qué no te has presentado a la pareja que estuviese de servicio? Tú, sinvergüenza, estás hecho un chulo y a mí los chulos cuando me cansan, cuando se me hacen antipáticos…». Estiró la pierna derecha, luego de haber hecho un ligero surco en la tierra con el pie. Estaba cómodo, sentía el cuerpo a gusto. Cogió la pistola y maniobró con ella distraídamente. Pensaba en dejarla junto a las raíces del adelfo o escondida en el tronco de un olivo.
Los tobillos le escocían. Tenía los calcetines rotos. Calcetines de seda artificial con listas de colores. Los zapatos despellejados. Zapatos de horma española, empuntados, rojizos. Le pinchaba una espina de cardillo. Pasó la mano apretada por una hierba calvaza y se quedó con las simientes, que fue dejando caer lentamente. El olivar estaba en silencio. Lejano se oía un chotacabras. En Talavera los amigos estarían esperando las doce para irse a tomar un vaso antes de comer. En el pueblo, Larios… ¿Qué habría sido de Larios? Si las cosas habían ido bien, seguro que estaba durmiendo la borrachera tumbado bajo un árbol. A la tarde toreaba Antonio. Pero ¿qué le importaba a él que torease Antonio? Antonio todavía no se habría levantado. Llegaría a la corrida en un taxi. Tal vez en el de Pacorrito, que como le gustaban los toros le haría una rebaja. Antonio saldría de Talavera vestido de torero. Antonio no tenía miedo, por ahora. Ya se vería cuando los toros serios lo empitonasen de verdad una o dos veces. Entonces se le acabaría la cuerda como a tantos otros. Luego quedaban, para ir tirando, las furcias y dirigir alguna capea o salir de peón con algún otro joven que quisiera ir para figura. Podría ir viviendo.
Sebastián pensó en su familia. En casa no estaba más que Anuncia. Anuncia, la hermana, con sus tres chavales. Anuncia que se había vuelto como de piedra después del tercer hijo, que trabajaba en lo que podía, que comía mal, con la que apenas hablaba cuando la veía, que era muy de tarde en tarde. Madre se ha ido para Alcalá donde los tíos, que tienen dinero; se largó con los hermanos pequeños: Juan y Micaela. Micaela va a cumplir doce años en septiembre, pero ya apunta una mujer.
Siguió revistando la familia. En Alcalá están los hermanos de madre, viven bien. Los que viven bien no se preocupan de los demás, no tienen por qué preocuparse de los demás. Nunca me han caído los de Alcalá. Se golpeó con la palma abierta la pierna izquierda descubierta, con la pernera del pantalón alta, donde un insecto le cosquilleaba enredado en las vellosidades.
De pronto se sintió inseguro y se levantó. Caminó unos pasos y se sentó tras otro adelfo. Le pareció más tupido. Recordó que de niño le gustaba hacer cuevas en los setos, en los matorrales. Desde una de las cuevas que había hecho vio una pareja… Era la primera vez. Se sonrió.
Le dolía la cabeza. Le parecía que el cráneo era de una materia blanda, inconsistente, mientras que la frente se le hacía de plomo. Podía marcarla apretando fuerte con las uñas. Podía moldearla clavando los dedos de las manos en el centro y tirando de las sienes con las palmas. Si hubiese tenido cerca agua, hubiera mojado el pañuelo…
Oyó ruido. Un ruido metálico que le hizo volverse y pegar el cuerpo a la tierra atisbando por entre las hojas. Inconscientemente atrajo hacia sí la pistola. Se levantó y corrió por el cauce. Se ocultó. Miró temeroso.
—Date, sal pronto, que, si no, va a ser peor.
Oyó correr y él también corrió. Le perseguía la voz.
—Date, date.
Sebastián pegó la boca a la tierra conteniendo la respiración.
—Date, date.
Alzó los ojos y vio a un guardia, todavía lejos, que se acercaba. Llevaba el fusil cogido con las dos manos apuntando a la tierra. Tuvo miedo, un miedo aniquilador. Apuntaba al guardia con la pistola y sentía miedo. Si hubiese tenido tiempo, acaso hubiera tirado la pistola, pero ya era tarde. Apuntaba al guardia con la pistola y le seguía en todos sus movimientos de cazador.
—Date, hombre, date.
Apretó el dedo maquinalmente. Tiró. Vio tambalearse al guardia y oyó el disparo de su fusil. Echó a correr.
Cruzó el olivar y entró en una tierra roja y polvorienta, luego en un retamar. Sintió disparos y apresuró la carrera. Había visto caer al guardia. Las retamas le golpeaban en las manos, en las piernas, como queriendo prenderlo. Había visto cómo el guardia disparaba contra el suelo. Le dolía el bajo vientre como si fuera a reventar. A un caballo se le derritieron los untos del cuerpo después de haber corrido mucho. El guardia podía estar muerto y si estaba muerto… Cuando a uno lo fusilan se mea antes de morir. Ahora iba a tener tras él a todos los civiles de España. Tendría que correr por toda España, perseguido, hasta que se cayera desmayado y lo cogerían echando el madejón de los intestinos por la boca.
La sierra brillaba, no sabía si cercana o lejana. En la sierra es difícil coger a un hombre. Rodó por el suelo. Le dolía desesperadamente el pie derecho. Miró atrás. El olivar, la tierra roja, el retamar habían desaparecido. Comenzaba la tierra montana ondulándose hasta las estribaciones de la sierra. Sebastián corría paralelamente a ella.
En un charcón de abrevadero se mojó la cabeza e hizo unos buches de agua. Guardó la pistola en un bolsillo de la chaqueta y continuó andando. Quiso orientarse. Caminando hacia la sierra podía salir sobre Pelahustán. Caminando hacia levante sobre la carretera de Cebreros en Escalona o en Almorox, donde tenía un tren para Madrid. Pero estaba lejos, tendría que andar mucho, tendrían que pasar algunas horas y para entonces ya estarían avisados los puestos de la Guardia Civil. Además, que no sabía para qué iba a hacer aquel último esfuerzo si acabarían cogiéndole.
Le habían disparado. Lo andaban buscando. Quince años atrás había visto disparar sobre hombres, huir a hombres, buscar a hombres. Los que disparaban reían al principio, luego se cansaban de reír. Disparaban tranquila y seriamente. Estaban las noches salpicadas del ruido de los disparos. Oía conversaciones en las mañanas: «Ayer se nos escapó un tordo, no sé cómo fue, pero se escapó. Ya darán cuenta de él». Y más tarde muchos soldados y más tiros. Todo se le aparecía confuso. A él le habían disparado y no tenía miedo de los disparos, ni de que se repitiesen. Tenía miedo de que lo cogieran y comenzasen a preguntarle: «¿Tú, por qué lo hiciste, tú, por qué no te entregaste? Te fusilaremos, pero primero irás a la cárcel». Temía el rito de la justicia. Si lo hubiesen tumbado en el campo, si le hubiesen dado en las piernas y el guardia se hubiese acercado apuntándole con el fusil, se hubiera quedado tranquilo. Tal vez podía haber dicho: «Tire ya, señor guardia». O le habría insultado: «Eres un tal…».
Por los destierros del pie de la sierra los animalillos del campo se movilizaban a su paso. Apretaba el sol. Se desvió para alcanzar un chozo de bálago. Necesitaba reposar a la sombra. Se quitó la chaqueta y la dobló. Se tendió en el suelo apoyando la cabeza en la chaqueta. Veía el campo perdiéndose en la lontananza y manchas distantes que identificaba como pueblos. Tras el chozo, la sierra. La entrada se abría a los vientos cálidos del llano. Penetraba violento y agrio un rayo de sol.
Calculó la hora cuando se levantó. Las tres o las cuatro. Estaba sudando. La boca seca y hambre. Intentó hacer saliva y se apretó el cinturón. Con la chaqueta al brazo caminó.
El fondo del llano estaba anubarrado. Percibió el soplo del solano, el primer soplo de la tarde leve, enlabiado, cargado de los humildes aromas de la tierra. Le pareció que olía a las eras en la trilla; a las vacías iglesias de los pueblos, a las mesas donde anidaba la paz de los mesones de la vera de la carretera.
En un segado apretaba su modorra un rebaño de ovejas. Llamó:
—¡Eh, pastor!
Ladró un perro. Y se levantó algo como un trozo de tierra. No lo había visto. Estaba echado al borde de un ribazo, con un sombrero pardo tendido sobre la cara. Sebastián retardó el paso. Creía dar sensación de serenidad andando despacio.
—Buenas tardes.
—Buenas las tenga.
El pastor era un hombre de tierra, excepto en sus ojos verdes. Era una parte del segado ocre y rubio.
—Calor.
—Calor.
—¿Hay camino hacia Escalona?
—Lo hay, pero queda a trasmano de por donde va. Queda allá abajo. Puede salir a un surquillo si tira más para arriba; le dejará en la carretera y luego no tiene más que bajar.
El pastor se calló. Tuvo como un agobio por haber hablado demasiado.
—¿Cuánto se tardará en salir a la carretera?
—No sé, yo nunca he hecho ese camino por ahí.
—¿Tendría usted agua?
—Joy, agua. No, no tengo.
Sebastián se dio cuenta de que mentía.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes lleve.
Sebastián siguió su camino. Cuando volvió la vista atrás, no pudo distinguir, más que con un gran esfuerzo, al pastor tumbado en el ribazo.
Caminó hacia la sierra y entró de nuevo en el montano. Encontró el surquillo y lo fue siguiendo. Le ardían los tobillos. Tenía recalentadas las plantas de los pies. Cada vez que se paraba le descansaban, pero al comenzar de nuevo a andar le hacían daño. El cansancio le apartaba del miedo. Lo que importaba era alcanzar la carretera.
Pensó en Lupe. Contaba los pasos y pensaba en Lupe. Dejó de contar los pasos y solamente pensó en Lupe. Se acabaría de levantar. Siempre se levantaba tarde y le tenían que dejar el primer plato calentándose en la cocina. Las compañeras se levantaban sobre las cuatro, pero Lupe se quedaba todavía hora u hora y media más en la cama. Lupe mandaría a una de las criadas a que le comprase fruta. Plátanos. Para estar fuerte hay que comer plátanos. Un plátano tiene tanto alimento como un huevo.
Arreglarse una mujer lleva dos horas. A veces había salido con ella a las ocho, de tapeo. Tapas y vino. A las diez y media se iban al cine. Esto en el invierno. En el verano, hasta las doce de la noche no la solía ver. Lupe tenía que trabajar. Él andaba en negocios. Con Manolo el barbero había tenido negocios a medias. Los negocios de estraperlo daban su dinero. Ellos habían sido intermediarios. Casi ningún riesgo, y un dinero ganado con facilidad.
El surquillo le llevó otra vez a las tierras de labor, últimas tierras de labor perdidas entre el yerbazo y las retamas del monte. Las nubes del fondo del llano habían crecido. Una tormenta en el campo abierto acabaría de molerlo. ¿Cómo estaría Antonio? ¿Y el guardia? No quería pensar en el guardia. El guardia era un mal sueño, una pesadilla del cansancio. Él no había hecho más que pegarle con una copa rota al Maño, él no tenía otra culpa. Cogió una pajilla y la mordisqueó.
El sol descendía al poniente. Se ablandaba la luz en la sierra y las vaguadas y los peñascos altos parecían crecer. El sol descendía y él tendría que alcanzar la carretera antes de que oscureciese. Caminar en la oscuridad sería como entregarse. Lo mismo podía dar en la carretera que volver hacia donde había partido.
El solano traía un dulce y pegajoso olor de tormenta. El solano aumenta el celo en las vacas toriondas. El solano quema la mies en los mediados de junio. El solano llega hasta las tormenteras de la sierra y allí anida haciendo nubes que luego ruedan hacia el llano, en contratormenta, con los vientres hinchados de granizo. El solano hace que peleen los machos cabríos y desgracia el ganado por las barrancadas. El solano, a los enfermos de pecho, les quita el apetito y les acaricia el sexo, los acerca a la muerte. El solano corta la leche de los ordeños, pudre los frutos, infecta las heridas, da tristura al pastor, malos pensamientos al cura. El solano es como huelgo de diablo fino.
El solano traía el dulce, pegajoso e inquietante olor de la tormenta.
Respiraba Sebastián profundamente. Trasudaba. El surquillo le perdió en un valle pequeño de tierra cultivada, que orilló. Llegó hasta el final y ascendió por la ladera hasta el montículo. Volaban torcaces hacia la sierra. Desde la altura, difusamente vio un pueblo y la raya metálica de la carretera que se perdía hacia el sur. En la hondura griseaba el nublado como una enorme piel de topo. Corría al noroeste. El sol calentaba las espaldas de Sebastián y Sebastián, con los ojos fijos en los olivares, espejeantes, lentejados de brillos, caminaba de prisa.
Sentía en los pies las piedras del camino. Le parecía que los huesos se los raían cuando pasaba los pies sobre ellas. De pronto, en el vacío de su pensamiento, surgía el miedo de su misma acción. Se huía por miedo, y, sin embargo, se tenía miedo a la huida. La misma palabra le daba temor: huir. Huir era una palabra con ruido de pisadas, con ruido de corazón sobresaltado, con un piar de pájaro al que aguarda la muerte inmediata.
En la huida se tenía miedo a la soledad. En la huida se acababa por descansar, cuando se era apresado, de uno mismo, del cansancio que daba uno mismo. Llegaba un momento en que se deseaba ser cogido para terminar de una vez. La huida era llevar aquel azuzante sol en las espaldas corriendo hacia la oscuridad.
Pensaba en cosas en las que nunca había pensado. Coordinaba el miedo del presente con los miedos pasados o con los golpes de temor del pasado. Había tenido miedo en Madrid en el cuartel, cuando entró. Había tenido miedo anteriormente cuando la guerra, cuando niño. Pero aquellos miedos eran distintos. Con la costumbre desaparecía el miedo. La colectividad se distribuía el miedo, que era como una ración, y tocaban a menos. Pero ahora solamente era él, con su cansancio, con sus desfallecimientos, sin poder hacer partícipe a nadie de su miedo.
Tal vez Lupe, tal vez la madre. Y nadie más. Lupe y la madre estaban demasiado lejos, dentro de sus propios asuntos, sin saber que él había disparado en un olivar y un guardia se había derrumbado; sin saber que él corría por el campo buscando la carretera y la compañía de los hombres, unos pocos minutos. Unos pocos minutos de sosiego, de encontrarse de nuevo, si podía, con el Sebastián que había dejado de ser hacía unas horas. Pero tal vez Lupe, tal vez la madre…
Sebastián no vio el crepúsculo. La oscuridad le fue ganando desde levante. Avanzaba él y avanzaba la oscuridad. Antes de llegar a la carretera encontró una noria. Tenía sed. Apoyó las manos en el arco de yugo y recorrió el lendel. Subió al brocal y se refrescó la cara y la cabeza con el agua de los cangilones. Bebió. Después se peinó y se puso la chaqueta.
En los árboles de la carretera, dorados en las ramas altas del crepúsculo a punto de extinguirse, rebullía la pajarada. Pocos minutos más y el silencio del campo solamente sería cortado por el chirrido de los murciélagos y el cantar profundo, como subterráneo, de los sapos. Caminó un trecho por el asfalto caliente. Le dolían más los pies que andando por los senderos. Vio luces lejanas y creyó orientarse. Cruzó la carretera y se perdió en el oscuro de los campos de la vera.
El viento extendía un campaneo amortiguado, lento, de los lejuelos del llano. Sebastián caminaba dolido de hambre. Pan, queso y un trago de vino rascón fresco, sentado a la mesa amarillenta de una taberna de pueblo. Y sin pensar en el guardia caído, volviendo tarde a Talavera en un camión o quedándose a dormir en las montoneras de las afueras del pueblo. Dormir sin miedo, despertando con la amanecida, con el calorcillo ascendente de los primeros rayos de sol. Dormir con el buen sueño del camino.
Había ido hacía unos años a las capeas y había comido pan y queso, y bebido vino áspero. Después marchaba con los compañeros a las eras y se dormían, tras haber hablado de mujeres, de toros, de broncas. Bien cercano estaba todo aquello. Y los tropiezos con la Guardia Civil. «Vosotros ¿qué hacéis ahí?». Y ellos, puestos de pie, explicando: «Señor cabo, hemos venido a la feria a torear, a sacar unos duros, a hacernos». «Está bien, no desmandarse, no hacer nada malo, que os la buscáis». Pero eran amenazas que no tenían sentido porque entonces no se pensaba en otra cosa que en la capea, en quedar mejor que ninguno y poder oír a los mozos: «Ése es de Talavera, lo llevo visto en dos capeas, se apura en valor». Primero hambre, luego capeas y hambre, después tabernas y negocios y mujeres. Todo iba pasando. Y el recuerdo de los años malos de soldado. Todo había pasado.
Encontró un camino y lo siguió. Estaba todo oscuro. Únicamente las estrellas, con sus luces verdiazuladas, y a la izquierda las luces anaranjadas del pueblo. El camino se volvía hacia las luces del pueblo. Tras sus pasos oyó ruido. Volvió la cabeza y vio una sombra apelotonada que se acercaba, destacando de la noche. Sebastián echó a correr camino adelante, luego entró por un olivar. En la noche el miedo le envolvía, le agrandaba los ojos avizores de animalillo perseguido, le empujaba como una mano que al mismo tiempo lo fuera a coger. Perdió la orientación. Iba sin dirección fija, azuzado por el miedo. Antes de salir del olivar tiró la pistola. Tirar el arma le tranquilizó un poco, pero el miedo volvía como una ola que lo invadía todo, después se retiraba unos instantes para volver de nuevo. Sebastián, por los caminos de la noche, iba apretando su miedo de huido con la mano derecha sobre el corazón.
Sebastián tropezó con una alambrada espinosa. La saltó. Sintió que pisaba arena. Sombras de encinas se unían ante él. Sebastián, desfalleciente, se apoyó en un tronco y luego se tendió junto a él.
Volvió a recapitular los sucesos. En cuanto amaneciese vería de alcanzar el ferrocarril hacia Madrid. En Madrid les sería difícil encontrarle; en Madrid tenía algunos amigos que podrían avisar a Lupe. Pensó en Lupe. Ella le había dicho: «Quédate, Sebastián, quédate por lo que más quieras». No había remedio. Lupe estaría pensando en él. Seguramente ya estaba enterada. Seguramente estaba llorando por él, o acaso no. Si en Talavera sabían lo sucedido, su hermana Anuncia habría hecho algún comentario: «Bueno, tenía que acabar así».
Sebastián estuvo mucho tiempo alertado a los ruidos del campo, se fue fijando en las estrellas lejanas, el sueño le fue ganando. Durmió pegado a la encina, buscando refugio en la encina, mientras la orden de su detención saltaba de puesto a puesto de la Guardia Civil de la vera de la carretera general hasta la entrada de Extremadura.
Antes del amanecer, las gentes de la huebra salieron al campo por el camino que Sebastián había dejado.