2
En una ocasión me preguntaste cuándo supe que él estaba destinado a formar parte de mi vida y yo te respondí que desde siempre. Pero no era verdad, incluso mientras lo decía fui consciente de ello. Lo dije porque era bonito, como si lo dijera un personaje de un libro o de una película, y porque los dos estábamos destrozados e indefensos; me pareció que tal vez haría que nos sintiéramos mejor ante la situación a la que nos enfrentábamos, que quizá podríamos haber prevenido pero no lo hicimos. Fue en el hospital, diría que la primera vez que lo ingresaron. Sé que te acuerdas, pues habías llegado esa mañana de Colombo; después de cruzar ciudades, países y husos horarios como quien juega al tejo, permaneciste en tierra un día entero antes de volver a marchar.
No sé muy bien por dónde empezar.
Quizá con unas palabras bonitas aunque también ciertas. Enseguida me caíste bien. Tendrías unos veinticuatro años cuando nos conocimos, lo que indica que yo tenía cuarenta y siete (¡Dios mío!). Vi en ti a un muchacho fuera de lo común; más tarde él me hablaría de tu bondad, pero no era necesario, yo ya sabía que eras bueno. Fue el primer verano que vinisteis todos a casa y resultó un fin de semana extraño, tanto para mí como para él; para mí porque en vosotros cuatro vi quién y cómo podría haber sido Jacob, y para él porque solo me conocía como profesor, y de pronto me veía con pantalones cortos y delantal, sacando las almejas de la parrilla mientras discutía con vosotros sobre un tema y otro. Solo cuando por fin dejé de ver la cara de Jacob en vosotros, fui capaz de disfrutar del fin de semana, en gran medida por lo mucho que disfrutabais. No visteis nada extraño; dabais por sentado que caíais bien a la gente, no por arrogancia sino porque era lo normal y no teníais motivos para pensar que vuestra educación y afabilidad pudieran dejar de ser correspondidas, mientras fuerais educados y afables.
Él tenía todos los motivos para no pensar de ese modo, desde luego, pero yo no lo descubriría hasta más adelante. En aquellos días lo observé durante las comidas, advertí cómo se recostaba en la silla durante las discusiones particularmente acaloradas, como si estuviera fuera del cuadrilátero y os analizara a todos; la naturalidad con que me desafiabais sin miedo a provocarme, la despreocupación con que os inclinabais sobre la mesa para serviros más patatas, más calabacines o más bistec; el aplomo con que pedíais y recibíais lo que queríais.
El recuerdo más vívido que tengo de ese fin de semana es intrascendente. Estábamos paseando Julia, él, tú y yo por el pequeño sendero bordeado de hayas que conducía al mirador. Entonces era un paso estrecho, ¿te acuerdas? Solo años después se volvió tupido de árboles. Yo caminaba con él, y Julia y tú ibais detrás. Hablabais no sé de qué…, ¿de insectos?, ¿de flores silvestres? Siempre encontrabais algo de que hablar, a los dos os entusiasmaba estar al aire libre y os gustaban los animales; me encantaba que tuvierais estas aficiones, aunque no lo entendía. De pronto tú le tocaste el hombro, te colocaste delante de él y te arrodillaste para atarle el cordón del zapato que se le había desanudado, cuando terminaste esperaste hasta ponerte a la altura de Julia. Fue un gesto muy fluido y discreto: un paso hacia delante, la flexión de una rodilla, una retirada hasta colocarte al lado de Julia. Para ti no significó nada, no te paraste a pensar, ni siquiera interrumpiste la conversación. Siempre estabas pendiente de él (todos lo hacíais), lo cuidabais de múltiples formas, a lo largo de esos pocos días me di cuenta de ello, aunque dudo que tú recuerdes ese hecho en particular.
Sin embargo, mientras lo hacías me miraste, y la expresión de tu rostro…, todavía no puedo describirla, solo sé que en ese momento sentí que dentro de mí se desmoronaba algo, una torre de arena húmeda demasiado alta: por él, por ti, pero también por mí. Supe que su rostro era un reflejo del mío. La imposibilidad de encontrar a alguien que hiciera algo así con tanta naturalidad, con tanta elegancia. Cuando lo miré, comprendí por primera vez desde la muerte de Jacob a qué se refería la gente cuando decía que algo le había desgarrado, le había partido el corazón. Siempre me había parecido una expresión sensiblera, pero en ese momento comprendí que, aun siéndolo, también era verdad.
Supongo que fue entonces cuando lo supe.
Nunca pensé que sería padre, y no porque no tuviera unos padres buenos. De hecho, eran maravillosos; mi madre murió de cáncer de mama cuando yo era pequeño, y los cinco años siguientes solo estábamos mi padre y yo. Él era médico, un médico de cabecera a quien le gustaba creer que envejecería con sus pacientes.
Vivíamos en el West End, en la calle Ochenta y dos, y su consulta estaba en el mismo edificio, en la planta baja. Yo pasaba a verlo al volver del colegio. Todos sus pacientes me conocían, y yo me sentía orgulloso de ser el hijo del doctor y de saludarlos a todos; me gustaba ver cómo los bebés que él había traído al mundo se convertían en niños que me miraban con respeto porque sus padres le decían que yo era el hijo del doctor Stein e iba a un buen colegio, uno de los mejores de la ciudad, y que si estudiaban lo suficiente ellos también podrían ir. Mi padre me llamaba «cariño» y al verme aparecer en la consulta después del colegio, siempre me rodeaba la nuca con la palma de la mano, incluso cuando lo superé en estatura, y me daba un beso en la sien. «Cariño, ¿qué tal la escuela?», me preguntaba.
Tenía yo ocho años cuando mi padre se casó con Adele, su gestora. No hubo un momento en mi niñez que no fuera consciente de la presencia de Adele; ella me llevaba a comprar ropa cuando me hacía falta, venía a comer a casa el día de Acción de Gracias, envolvía mis regalos de cumpleaños. No es que hiciera de madre; para mí Adele era una madre.
Ella era mayor, mayor que mi padre; era una de esas mujeres que agradan a los hombres y consiguen que se sientan a gusto con ellas, pero con las que nunca se casarían, que es un modo de decir que no era agraciada. Pero ¿quién busca belleza en una madre? Una vez le pregunté a Adele si quería tener hijos y ella me respondió que yo era su niño y que no se imaginaba uno mejor. Eso habla por sí solo de mi padre y de Adele, de lo que yo sentía hacia ellos y de cómo me trataban. Yo no cuestioné su afirmación hasta que, a los treinta años, la que entonces era mi mujer y yo hablamos de si debíamos tener otro hijo, un hijo que reemplazara a Jacob.
Adele era hija única, al igual que yo y que mi padre; una familia de hijos únicos. Pero los padres de Adele seguían vivos —los de mi padre no— y los fines de semana íbamos a Brooklyn, a lo que hoy es Park Slope, a verlos. Aunque vivían en Estados Unidos desde hacía casi cinco décadas todavía hablaban muy poco inglés; el padre lo hacía con timidez, y la madre, de forma estrafalaria. Eran tan robustos como Adele e igual de amables. Adele hablaba con ellos en ruso, y su padre, a quien yo llamaba abuelo, abría uno de sus gruesos puños y me enseñaba lo que había dentro: un silbato de madera o una tira de chicle rosa brillante. Cuando me hice mayor y estudiaba en la facultad de historia, él continuaba haciéndome regalos aunque entonces ya no tenía la tienda y había de comprarlos en alguna parte. Pero ¿dónde? Siempre me imaginaba que debía de existir una tienda secreta llena de juguetes pasados de moda, fielmente regentada por ancianos y ancianas inmigrantes, en la que vendían peonzas de madera pintada, soldaditos de plomo y juegos de tabas con la pelota de goma pegajosa de mugre aun antes de sacarla del envoltorio de plástico.
Yo tenía la teoría, infundada, de que los hombres que habían sido testigos del segundo matrimonio de su padre a una edad lo bastante adulta (y, por lo tanto, lo bastante mayores para emitir un juicio) se casaban con su madrastra, no con su madre. Sin embargo, no me casé con alguien como Adele. Mi primera esposa era una mujer fría y reservada. A diferencia de las otras chicas que conocía, que siempre estaban intentando enmascarar su inteligencia, pero también a sus deseos, su rabia, sus temores, su compostura, Liesl nunca lo hacía. Al salir de un café de MacDougal Street en nuestra tercera cita, un hombre salió tambaleándose de un portal oscuro y vomitó sobre ella. El jersey que llevaba acabó cubierto de una sustancia grumosa rosa brillante y un gran corpúsculo se adhirió al pequeño anillo de diamantes que llevaba en la mano derecha, como si a la piedra le hubiera salido un tumor. La gente que había a nuestro alrededor gritó, pero Liesl solo cerró los ojos. Cualquier otra mujer se habría quejado o habría chillado (yo mismo lo habría hecho), pero ella solo se estremeció, como si su cuerpo acusara el asco al mismo tiempo que se distanciaba de él, y cuando abrió los ojos, se había recobrado. Se quitó el jersey y lo tiró a la papelera más cercana. «Vámonos de aquí», me dijo. Yo había permanecido en estado de shock durante toda la escena, pero en ese momento la deseé y la seguí a donde quiso llevarme, que resultó ser su piso, un cuchitril en Sullivan Street. Durante todo el trayecto mantuvo la mano derecha ligeramente levantada, con el grumo de vómito adherido al anillo.
Ni a mi padre ni a Adele les cayó bien Liesl, aunque nunca me lo confesaron; se mostraron educados y respetuosos con mis deseos. A cambio, yo nunca les pedí su opinión, de modo que no tuvieron que mentir. No creo que fuera por su condición de judía, pues ni mi padre ni Adele eran muy religiosos, sino más bien porque creían que ella me intimidaba demasiado, aunque tal vez esa es la conclusión a la que he llegado más tarde. Quizá fuera porque lo que yo consideraba competencia, ellos lo veían como frigidez o frialdad. Sabe Dios que no debieron de ser los primeros en pensarlo. Siempre se comportaron como es debido con ella, y Liesl con ellos, pero creo que mi padre y Adele habrían preferido una nuera que bromeara un poco con ellos, a la que pudieran contar anécdotas embarazosas sobre mi niñez, que quedara con Adele para comer y jugara con mi padre al ajedrez. Alguien como tú, de hecho. Pero Liesl no era así y nunca lo sería, y en cuanto lo comprendieron también ellos guardaron distancias, no como expresión de su desagrado, sino como una especie de autodisciplina, un recordatorio de que había límites, los límites que ella ponía, y tenían respetarlos. Cuando yo estaba con Liesl experimentaba una extraña relajación, como si frente a tanta competencia ni siquiera la desgracia se atreviera a desafiarnos.
Nos conocimos en Nueva York, donde yo estudiaba derecho y ella medicina. Después de licenciarnos, me ofrecieron empleo como pasante en Boston, y ella (que tenía un año más que yo) empezó las prácticas. Se estaba formando para ser oncóloga. Yo la admiraba, pues no hay nada más tranquilizador que una mujer que quiere curar, maternalmente inclinada sobre un paciente con su bata blanca. Sin embargo, Liesl no buscaba admiración: le interesaba la oncología porque era una de las especialidades más difíciles, y la más cerebral. Tanto ella como sus colegas oncólogos en prácticas menospreciaban a los radiólogos (demasiado mercenarios), a los cardiólogos (demasiado engreídos y satisfechos), a los pediatras (demasiado sentimentales) y sobre todo a los cirujanos (increíblemente arrogantes) y a los dermatólogos (de los que no merecía la pena hablar, aunque trabajaban a menudo con ellos). Les gustaban los anestesistas (raros y meticulosos, propensos a alguna adicción) y los patólogos (aún más cerebrales que ellos), eso era todo. A veces invitaba a algunos de sus colegas a casa y durante la sobremesa discutían sobre casos y estudios hasta que las parejas —abogados, historiadores, escritores y científicos de otras ramas—, cansados de ser ninguneados, nos escabullíamos a la sala de estar para hablar de los temas triviales y más frívolos que ocupaban nuestros días.
Éramos adultos y llevábamos una existencia bastante feliz. No había quejas, ni por su parte ni por la mía, por no pasar suficiente tiempo juntos. Nos quedamos en Boston para que ella hiciera las prácticas como residente, y cuando las acabó, ella volvió a Nueva York para especializarse y yo permanecí allí. Por aquel entonces yo trabajaba en un bufete y era profesor adjunto de la facultad de derecho. Nos veíamos los fines de semana, uno en Boston otro en Nueva York. Tras finalizar la especialidad regresó a Boston y nos casamos; compramos una casa, no la que tengo ahora sino una más pequeña, en las afueras de Cambridge.
Los padres de Liesl, curiosamente, eran mucho más emotivos que ella y en los poco frecuentes viajes que hicimos a Santa Bárbara para visitarlos, ella los observaba con expresión ausente, como avergonzada o, al menos, perpleja, ante su relativa efusividad, mientras su padre bromeaba y su madre dejaba delante de mí platos de pepinos troceados y tomates con pimienta, todo de su huerto. Ni mi padre y Adele ni los padres de Liesl nos preguntaron jamás si tendríamos hijos; creo que pensaban que mientras no nos lo preguntaran habría alguna posibilidad de que tuviéramos. Lo cierto era que yo no sentía esa necesidad; nunca me había imaginado en el papel de padre y no veía por qué había que tenerlos o dejarlos de tener, lo que me parecía suficiente motivo para abstenerme. Engendrar un hijo, pensaba yo, era algo que había que desear con fervor, incluso anhelarse. No era empresa para individuos ambivalentes o poco apasionados. Liesl estaba de acuerdo conmigo, o eso creíamos.
Pero una tarde —yo tenía treinta y un años, y ella treinta y dos; todavía éramos jóvenes— la encontré en la cocina esperándome al llegar a casa. Me sorprendió, pues su jornada siempre era más larga que la mía y no solía verla hasta las ocho o las nueve de la noche.
—Tengo que hablar contigo —me dijo con solemnidad. De pronto me asusté.
Al ver mi expresión, ella sonrió; Liesl no era una persona insensible, y no quisiera dar la impresión de que carecía de amabilidad, porque poseía ambas cualidades.
—No es nada malo, Harold. —Se rió un poco y añadió—: O eso creo.
Me senté. Ella tomó aire.
—Estoy embarazada. No sé cómo ha ocurrido. Debí de olvidarme de tomar un par de píldoras y no le di más vueltas. Estoy de casi ocho semanas. Me lo han confirmado hoy en la consulta de Sally. —Sally había sido su compañera de piso en nuestra época universitaria, y era su mejor amiga y su ginecóloga. Liesl hablaba muy deprisa y de forma entrecortada, con frases muy pensadas. Luego guardó silencio unos momentos—. Como con la píldora no hay reglas, no me he enterado hasta ahora. —Al ver que yo me callaba, añadió—: Di algo.
Al principio yo no podía hablar.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté por fin.
Ella se encogió de hombros.
—Bien.
—Estupendo —respondí como un estúpido.
—Harold —dijo ella sentándose delante de mí—, ¿qué quieres que haga?
—Tú no quieres tenerlo.
Ella no me contradijo.
—Quiero saber lo que quieres tú.
—¿Y si te digo que quiero tenerlo?
Liesl estaba preparada.
—Entonces me lo plantearía muy seriamente.
Yo tampoco esperaba esa respuesta.
—Leez, deberíamos hacer lo que tú quieras. —Una respuesta no del todo magnánima, sino más bien cobarde. En ese caso como en otros muchos, yo estaba encantado de dejar que ella decidiera.
Liesl suspiró.
—No tenemos que decidirlo esta noche. Hay tiempo. —Cuatro semanas, no hacía falta que lo dijera.
Ya en la cama pensé. Pensé en todo lo que los hombres piensan cuando una mujer les comunica que está embarazada: ¿a quién se parecería el bebé? ¿Me gustaría? ¿Lo querría? Y luego, más agobiante: la paternidad, con todas sus responsabilidades, satisfacciones, aburrimiento y posibilidades de fracaso.
Al día siguiente no hablamos del tema, y al siguiente de nuevo lo eludimos. El viernes de aquella misma semana, ella comentó soñolienta, cuando nos acostábamos:
—Mañana tenemos que hablar de eso.
—Sí —respondí.
Pero no lo hicimos, y al día siguiente tampoco, y transcurrió la novena semana, la décima, la undécima, la duodécima, y luego fue demasiado tarde para que fuera ético o fácil, y creo que ambos nos sentimos aliviados. La decisión había sido de los dos —o mejor dicho, nuestra indecisión tomó la decisión por nosotros— e íbamos a tener un hijo. Era la primera vez en nuestro matrimonio que nos mostrábamos tan indecisos.
Nos imaginamos que sería una niña y la llamaríamos Adele, por mi madre, o Sarah, por Sally. Cuando supimos que era un niño, dejamos que Adele escogiera el primer nombre (estaba tan feliz que se echó a llorar; fue una de las pocas veces que la vi hacerlo) y que Sally eligiera el segundo: Jacob More. («¿Por qué More?», le preguntamos a Sally, y ella nos respondió que por Thomas More).
Yo nunca he sido, y sé que tú tampoco, de esas personas que creen que el amor que se siente por un hijo es superior, más significativo, trascendente y grandioso que cualquier otro. No lo sentí antes de que naciera Jacob y no lo sentí después. Pero es cierto que es un amor singular, porque no se fundamenta en la atracción física, el placer o el intelecto, sino en el miedo. Nunca has experimentado miedo hasta que tienes un hijo, y tal vez eso es lo que nos induce a creer que es grandioso, porque el miedo lo es. El primer pensamiento que acude a la mente todos los días no es «Lo quiero» sino «¿Cómo se encuentra?». De la noche a la mañana el mundo se reorganiza en una carrera de terrores. Lo llevaba en brazos y esperaba a que cambiara el semáforo para cruzar la calle, y pensaba en lo absurdo que era que mi hijo, que cualquier criatura, confiara en sobrevivir. Su supervivencia parecía tan improbable como la de una de esas pequeñas mariposas blancas de finales de primavera que a veces veía revolotear, a pocos milímetros de estamparse contra un parabrisas.
Y deja que te cuente un par de cosas que aprendí. Lo primero es que da igual los años que tenga, o cuándo o cómo se ha convertido en tu hijo. Una vez decides considerarlo hijo tuyo algo cambia, y todo lo que has disfrutado de él, todo lo que has sentido por él, se ve precedido por el miedo. No es algo biológico sino más bien extrabiológico, no procede tanto de la determinación de asegurar la supervivencia del código genético como del deseo de sentirse uno mismo inviolable ante los desafíos del universo, de triunfar por encima de lo que busca destruir lo que es tuyo.
Lo segundo que aprendí es que cuando tu hijo muere, sientes todo lo que esperabas sentir; han sido sentimientos tan bien documentados por tantas personas que no me molestaré siquiera en enumerarlos aquí. Solo decir que todo lo que se ha escrito sobre el duelo viene a ser lo mismo, y eso por una razón: porque no hay ninguna desviación real del guión. A veces sientes unas cosas más que otras, o las sientes en otro orden o durante un tiempo más largo o más corto. Pero los sentimientos siempre son los mismos.
Sin embargo, hay algo que todos se callan; cuando se trata de tu hijo, una parte de ti, muy pequeña pero no por ello desestimable, también siente alivio. Porque por fin ha llegado el momento que estabas esperando, que has estado temiendo y para el que llevas preparándote desde el día en que fuiste padre.
Ha llegado, te dices. Ya está aquí.
Y después ya no temes nada.
Años atrás, tras la publicación de mi tercer libro, un periodista me preguntó si podía decir enseguida si un alumno tenía talante de abogado, y la respuesta es que a veces sí, aunque a menudo me equivoco; el alumno que en la primera mitad del semestre parece brillante deja de serlo a medida que avanza el año, y el alumno en el que nunca reparaste surge como una lumbrera al que te fascina oír razonar.
Los alumnos inteligentes por naturaleza suelen ser los que mayor dificultad tienen el primer año; la facultad de derecho, sobre todo en el primer curso, no es un lugar donde la creatividad, el pensamiento abstracto y la imaginación se vean premiados. Basándome en lo que he oído y no en mi experiencia, a menudo creo que es un poco como en una escuela de bellas artes.
Julia tenía un amigo llamado Dennys que de niño había demostrado tener mucho talento como pintor. Eran amigos de la infancia, y en una ocasión me enseñó algunos de sus dibujos a los diez o doce años, pequeños bocetos de pájaros picoteando el suelo, de su cara redonda e inexpresiva, de su padre o del veterinario del barrio acariciando un terrier que lo miraba y hacía una mueca. El padre de Dennys no le veía sentido a que asistiera a clases de dibujo, de modo que el niño no recibió una formación pictórica. Sin embargo, al hacerse mayores, Julia fue a la universidad y Dennys se inscribió en una escuela de bellas artes. Durante la primera semana permitieron que los estudiantes dibujaran lo que quisieran y siempre eran los bocetos de Dennys los que el profesor colgaba en la pared para elogiarlos y criticarlos. Pero luego les enseñaron a dibujar, lo que en esencia era copiar. La segunda semana solo dibujaron elipses. Elipses amplias, gruesas y delgadas. La tercera semana dibujaron círculos: círculos de tres dimensiones y luego de dos. Después una flor. Un jarrón. Una mano. Una cabeza. Un cuerpo. Y cada semana Dennys dibujaba peor. Antes de que terminara el trimestre sus dibujos dejaron de estar colgados en la pared. Se había vuelto demasiado cohibido para dibujar. Ahora cuando veía un perro sacudiendo con su largo pelaje el suelo, no veía un perro sino un círculo sobre una caja, y si intentaba dibujarlo, le preocupaba más la proporción que plasmar su naturaleza perruna.
Decidió hablar con el profesor. «Estamos aquí para descomponeros, Dennys —le dijo—. Solo los que tienen un verdadero talento serán capaces de recomponerse».
—Supongo que yo no era uno de ellos —decía Dennys, que al final se hizo abogado y se fue a vivir a Londres con su pareja.
—Pobre Dennys —decía Julia.
—Oh, no importa —respondía Dennys suspirando.
Pero eso no convenció a nadie. También la facultad de derecho descomponía la mente. A los novelistas, los poetas y los artistas no siempre les va bien en la facultad de derecho (a no ser que sean malos novelistas, malos poetas y malos artistas), aunque a los matemáticos, los lógicos y los científicos tampoco les va necesariamente bien. Los primeros fallan porque tienen una lógica propia; los segundos, porque la lógica es todo lo que tienen.
Sin embargo, él fue desde el principio un buen estudiante —un gran estudiante—, pero a menudo camuflaba su talento. Con solo escuchar sus respuestas en clase, yo sabía que tenía todo lo que hay que tener para ser un abogado extraordinario; no por casualidad se considera que la abogacía es un oficio, y como todo oficio requiere en primer lugar una gran memoria, y él la tenía. También requiere, como muchos oficios, la capacidad para ver el problema que uno tiene ante sí y después el tipo de problemas que puede traer consigo. Del mismo modo que para un contratista una casa no es una mera estructura sino una maraña de tuberías que el hielo obstruye en invierno, de tejas de madera que se hinchan por la humedad en verano, de canalones que se convierten en surtidores en primavera y de cemento que se resquebraja con el frío de principios de otoño, también para un abogado una casa es algo más. Una casa es una caja fuerte llena de contratos, embargos, futuros pleitos y posibles infracciones; representa ataques en potencia contra la propiedad, los bienes, la persona o la privacidad.
Claro que no puedes pensar continuamente en eso, pues te volverías loco. Por eso, para la mayoría de los abogados, una casa acaba siendo una casa, algo que hay que amueblar, arreglar y pintar, y de nuevo vaciar. No obstante, hay un período en que los buenos estudiantes de derecho descubren que su percepción de algún modo ha cambiado y caen en la cuenta de que la ley es ineludible, y que no hay nada, ningún aspecto de la vida diaria, que escape de sus largos y codiciosos dedos. Una calle se convierte en un horrible desastre, una profusión de violaciones y potenciales pleitos civiles. Un matrimonio se parece a un divorcio. El mundo se convierte durante un tiempo en algo insoportable.
Él tenía esta habilidad. Tomaba un caso y veía el desenlace; no es cosa fácil, pues hay que ser capaz de barajar mentalmente todas las opciones, todas las posibles consecuencias, y a continuación seleccionar las que merecen una especial atención y las que conviene desestimar. Pero lo que él además hacía —y no podía dejar de hacer— era preguntarse por las implicaciones de los asuntos en el orden moral. Y eso en la facultad de derecho no ayuda. Yo tenía colegas que no permitían que sus alumnos pronunciaran las palabras «correcto» e «incorrecto». «Lo correcto no viene al caso», solía gritar uno de mis profesores. «¿Qué es la ley? ¿Qué dice la ley?». (Los profesores de derecho disfrutamos haciendo teatro, todos lo hacemos). Otro guardaba silencio cuando se mencionaban estas palabras, pero se acercaba al transgresor y le entregaba un pequeño papel del puñado que guardaba en el bolsillo interior de la americana, en el que se leía: «Drayman 241». Drayman 241 era la oficina del departamento de filosofía.
He aquí un caso hipotético. Un equipo de fútbol tiene que jugar un partido fuera de casa, pero una de las furgonetas en la que debe trasladarse se estropea, de modo que le piden a la madre de uno de los jugadores que les preste la suya. Ella accede enseguida, pero no quiere conducir, así que le pide al asesor del equipo que conduzca. En mitad de trayecto la furgoneta se sale de la carretera, vuelca y todos los que viajan en ella mueren.
No hay caso criminal. La carretera estaba resbaladiza y el conductor no iba bebido. Ha sido un accidente, pero los padres y las madres de los jugadores muertos demandan a la propietaria de la furgoneta. Sostienen que la furgoneta era suya y, lo más importante, fue ella quien eligió al conductor. Él solo la representaba a ella y por lo tanto sobre ella cae la responsabilidad. ¿Qué ocurre entonces? ¿Deberían ganar el pleito los demandantes?
A los alumnos no les gusta este caso. No lo llevo a menudo en clase porque creo que su carácter extremo lo vuelve más llamativo que instructivo. No obstante, cuando lo planteo, siempre hay en el aula una voz que exclama: «¡Pero eso no es justo!». Y por irritante que sea esa palabra, «justo», es esencial que los alumnos nunca olviden este concepto. «Justo» nunca es una respuesta, les digo. Pero siempre es algo que hay que tener en cuenta.
Sin embargo, él nunca alegaba que algo no era justo. La justicia no parecía despertar su interés, lo cual me parecía fascinante, ya que a la gente en general, pero sobre todo a los jóvenes, les interesa mucho lo que es justo. La justicia es un concepto que se enseña a los niños dichosos: es el principio rector en las guarderías, las colonias de verano, los parques de juegos y los campos de fútbol. Cuando fue lo bastante mayor para ir al colegio y aprender a pensar y a hablar, Jacob sabía qué era la justicia: algo que había que valorar y tener en cuenta. La justicia es para las personas felices, para todos los que han sido lo bastante afortunados para llevar una vida más definida por las certezas que por las ambigüedades.
Sin embargo, lo correcto y lo incorrecto son para…, bueno, quizá no sirvan para las personas felices sino para las marcadas y las asustadas.
¿O esto es lo que pienso ahora?
—¿Y bien? ¿Ganaron el pleito los demandantes? —preguntaba yo.
Aquel año, el primero de la carrera para él, tratamos ese caso en clase.
—Sí —respondió él, y explicó la razón: sabía de manera instintiva por qué habían ganado.
En el acto se alzó en el fondo del aula la vocecilla:
—¡Pero no es justo!
Y antes de que yo pudiera empezar mi primera lección del trimestre —lo «justo» nunca es una respuesta, etcétera, etcétera—, él replicó en voz baja:
—Pero es lo correcto.
Nunca tuve ocasión de preguntarle a qué se refería con eso. La clase terminó, todos se levantaron enseguida y se dirigieron atropelladamente hacia la puerta, como si se hubiera declarado un incendio en el aula. Recuerdo que me dije que se lo preguntaría en la clase siguiente, pero se me olvidó. Y se me volvió a olvidar una y otra vez. Con los años recordaría en ocasiones esa conversación y cada vez me propondría preguntarle lo que había querido decir con eso. Pero nunca lo hice, no sé por qué.
Ese se convirtió en su patrón: conocía la ley y tenía intuición para interpretarla. Pero justo cuando yo quería que dejara de hablar, introducía un argumento moral y mencionaba la ética. No hagas eso, por favor, pensaba yo. La ley es simple. No requiere tantos matices como crees. La ética y la moral tienen un lugar en la ley, pero no en la jurisprudencia. Si bien la moral nos ayuda a hacer las leyes, no nos sirve para aplicarlas.
Me preocupaba que esa tendencia le pusiera las cosas más difíciles, que complicara el talento natural que tenía para pensar, aunque detesto decir esto de mi profesión. «¡Basta!», quería decirle. Pero nunca lo hice, porque con el tiempo comprendí que disfrutaba oyéndole pensar en voz alta.
Al final, mi preocupación resultó ser inútil y nada impidió que se convirtiera en un gran abogado. Pero a medida que pasaba el tiempo, a menudo me entristecía, por él y por mí. Lamentaba no haberlo apremiado a dejar la facultad de derecho y abrazar el equivalente de Drayman 214, porque las aptitudes que yo incentivaba en clase no eran las que él necesitaba. Ojalá lo hubiese empujado en una dirección en la que su mente hubiera podido manifestarse en toda su sutilidad, en la que él no hubiera tenido que conformarse con una manera aburrida de pensar. Tenía la impresión de que había tomado a alguien que sabía dibujar un perro y lo había convertido en alguien que solo sabía dibujar formas.
Soy culpable de muchas cosas en lo que se refiere a él. Pero a veces de lo que más me culpabilizo, de manera ilógica, es de esto. Abrí la puerta de la furgoneta y lo invité a subir. Y aunque no me salí de la carretera, lo llevé a un lugar lúgubre, frío y sin colores, y lo dejé allí solo, mientras que en el lugar donde lo había recogido el paisaje era un derroche de color, el cielo resplandecía con fuegos artificiales y él estaba allí, boquiabierto de asombro.