2
Al menos un sábado al mes se toma medio día libre y va al Upper East Side. Cuando deja Greene Street, las boutiques y las tiendas del barrio aún no han abierto; al regresar, ya han cerrado. Esos días se imagina el SoHo que Harold conoció de niño; un lugar cerrado y sin gente, un lugar desprovisto de vida.
Su primera parada es el edificio de Park con la Setenta y ocho, donde sube en ascensor a la sexta planta. La criada le hace pasar y él la sigue hasta el estudio del fondo, amplio y soleado, donde espera Lucien; no lo espera a él necesariamente, simplemente espera.
Siempre hay un desayuno tardío preparado para él: finas lonchas de salmón ahumado y pequeñas crepes hechas con trigo sarraceno o un bizcocho con glaseado blanco y crema de limón. Normalmente no come nada, aunque a veces, cuando se siente especialmente impotente, acepta la porción de bizcocho que le ofrece la criada y sostiene el plato en el regazo durante toda la visita. Lo que sí hace es beber una taza de té tras otra, que siempre le sirven como a él le gusta. Lucien tampoco come ni bebe.
Se acerca a Lucien y le coge la mano.
—Hola, Lucien.
Estaba en Londres cuando Meredith, la mujer de Lucien, le telefoneó: era la semana de la retrospectiva de Bergesson en el MoMA, y él se había organizado para estar fuera de la ciudad esos días. Lucien había sufrido un derrame cerebral, le dijo Meredith; viviría, pero los médicos aún no sabían lo graves que serían los daños.
Lucien estuvo dos semanas ingresado en el hospital, y cuando le dieron el alta ya era evidente que su discapacidad era severa. Aún no han pasado cinco meses y continúa siéndolo: las facciones del lado izquierdo de la cara parece que se han derretido, y no puede utilizar ni el brazo ni la pierna izquierdos. Habla bastante bien, pero ha perdido la memoria: los últimos veinte años han desaparecido por completo de su mente. A principios de julio se cayó y se golpeó en la cabeza, y estuvo en coma; ahora su inestabilidad no le permite caminar, y se han trasladado al piso de la ciudad para estar más cerca del hospital y de sus hijas.
Aunque no puede saberlo con seguridad, cree que a Lucien le gustan, o al menos no le importan sus visitas. Lucien no tiene ni idea de quién es él, solo percibe que aparece en su vida y luego desaparece, así que cada vez tiene que presentarse.
—¿Quién eres? —le pregunta.
—Jude.
—Refréscame la memoria —le dice Lucien con tono afable, como si hubieran coincidido en una fiesta—, ¿de qué te conozco?
—Fuiste mi mentor.
—Ah. —Y se hace un silencio.
Las primeras semanas intentó que Lucien recordara su vida: le habló de Rosen Pritchard, de gente que ambos conocían, de casos que habían llevado juntos. Pero luego se dio cuenta de que la expresión que él, movido por su estúpido optimismo, había tomado por meditabunda era miedo en realidad. Así que ya no le habla del pasado, o al menos de nada relacionado con su pasado común. Deja que Lucien lleve el peso de la conversación, y aunque a veces no sabe a qué se refiere, sonríe y finge saberlo.
—¿Quién eres?
—Jude.
—Dime, ¿de qué te conozco?
—Fuiste mi mentor.
—¡Ah, en Groton!
—Sí —dice él, devolviéndole la sonrisa—. En Groton.
Aunque a veces Lucien lo mira raro.
—¿Tu mentor? ¡Soy demasiado joven para ser tu mentor!
Otras veces no le pregunta nada, solo empieza una conversación cualquiera y él espera a tener suficientes pistas para determinar el papel que le ha designado —uno de los exnovios de sus hijas, un compañero de clase de la universidad, un amigo del club de campo— antes de responder como es debido.
En esas visitas averigua más acerca de los primeros años de Lucien de lo que él le reveló nunca. Aunque Lucien ya no es Lucien, al menos no el que él conocía. Ese Lucien es anodino e inconcreto; es liso y sin aristas, como un huevo. Ni siquiera su voz es la misma, aquel curioso trino ronco con que Lucien pronunciaba las frases, cada una, una afirmación, y la pausa que solía dejar entre ellas porque se había acostumbrado a que la gente se riera; su forma tan particular de estructurar los párrafos, empezándolos y acabándolos con una broma que en realidad no era sino un insulto camuflado bajo una capa de seda. Incluso cuando trabajaban juntos él sabía que el Lucien que veía en la oficina no era el mismo que el del club de campo, pero nunca había visto a ese otro Lucien. Hasta ahora. Este Lucien habla del tiempo, de golf, de navegación y de impuestos, pero las leyes tributarias a las que se refiere son de hace veinte años. Nunca le pregunta nada sobre él; quién es, a qué se dedica, por qué a veces va en silla de ruedas. Lucien habla y él sonríe y asiente, con la taza de té enfriándose entre las manos. Cuando las manos de Lucien tiemblan, las toma entre las suyas, pues sabe que eso le ayuda; Willem solía hacerlo, y respiraba con él, y siempre se calmaba. Cuando Lucien babea, le seca la barbilla con un extremo de la servilleta. Sin embargo, a diferencia de él, Lucien no se avergüenza de sus temblores ni de sus babeos, y es un alivio que no lo haga. Él tampoco se avergüenza de Lucien, sino de su incapacidad por hacer más para ayudarlo.
—Le encanta verte, Jude —le dice siempre Meredith, aunque él no está seguro de que sea cierto.
A veces cree que sigue yendo más por Meredith que por Lucien, y comprende que así es como debe ser; no se visita a los seres perdidos, sino a los que buscan a los seres perdidos. Lucien no es consciente de eso, pero él recuerda que así era cuando estaba enfermo, tanto la primera vez como la segunda, y Willem lo cuidaba. Lo agradecido que se sentía al despertarse y encontrar a alguien distinto de Willem sentado a su lado. «Roman está con él», le decía Richard o Malcolm, o «JB y él han salido a comer algo», y él se relajaba. En las semanas que siguieron a la amputación, cuando lo único que quería era tirar la toalla, los únicos momentos que le proporcionaban felicidad eran aquellos en los que imaginaba a Willem recibiendo consuelo. De modo que se sienta un rato con Meredith después de estar con Lucien, y hablan; ella tampoco le pregunta nada acerca de su vida y a él ya le viene bien. Ella se siente sola; él también. La pareja tiene dos hijas, una vive en Nueva York pero tiene que ingresar a menudo en un centro de rehabilitación; la otra vive en Filadelfia con su marido y sus tres hijos, y es abogada, como su padre.
Él conoció a las dos hijas, que tienen casi diez años menos que él, aunque Lucien es de la edad de Harold. Cuando visitó a Lucien en el hospital, la mayor, la que vive en Nueva York, lo miró con tanto odio que él casi retrocedió, y luego le dijo a su hermana: «Mira quién está aquí. La mascota de papá. Vaya sorpresa». «Gracias, Portia —le siseó la más joven. Y, volviéndose hacia él, añadió—: Gracias por venir, Jude. Siento mucho lo de Willem».
—Gracias por venir, Jude —le dice Meredith ahora, despidiéndolo con un beso—. ¿Te veré pronto?
Siempre se lo pregunta, como si pudiera decirle que no.
—Sí. Te escribiré un correo electrónico antes.
—Hazlo —responde ella, y le dice adiós con la mano mientras él se aleja por el pasillo hacia el ascensor.
Tiene la sensación de que no reciben más visitas, ¿cómo es posible?, se pregunta y ruega para que no sea así. Meredith y Lucien siempre han tenido muchos amigos, daban continuamente cenas y no era extraño que Lucien se cambiara la corbata antes de salir de la oficina. «Una gala benéfica», decía por toda explicación, poniendo los ojos en blanco. «Una fiesta». «Una boda». «Una cena».
Después de estas visitas él siempre está agotado, pero aun así camina siete manzanas al sur y un cuarto de manzana al este para ir a casa de los Irvine. Durante meses los ha evitado, pero cuando se cumplió el primer aniversario, hacía un mes, lo habían invitado a cenar a su casa, con Richard y JB, y comprendió que tenía que ir más a menudo.
Era el fin de semana después del día del Trabajo. Las anteriores cuatro semanas, en las que se habían sucedido el cincuenta y tres cumpleaños de Willem y el aniversario de su muerte, habían sido terribles, y sabiendo que lo serían, intentó hacer planes para no estar en Nueva York. El bufete tenía que mandar a alguien a Pekín, y aunque a él le convenía quedarse —el caso en el que estaba trabajando lo necesitaba más que el negocio en Pekín—, se ofreció a hacer el viaje. Pensó que allí estaría a salvo: el aturdimiento del jet lag a veces no se distinguía mucho del aturdimiento del duelo, además había otras cosas que lo incomodaban —entre ellas el calor, que era sofocante y le provocaba un estado de confusión—, de modo que pensó que estaría distraído. Pero una noche, cuando estaba a punto de finalizar el viaje, mientras lo llevaban de vuelta al hotel tras una larga jornada de reuniones, estaba mirando por la ventanilla del coche y vio una gigantesca valla publicitaria con el rostro de Willem. Era un anuncio de cerveza que Willem había hecho un par de años antes y que solo se había visto en el este asiático. En lo alto de la valla había operarios colgados de poleas pintando el anuncio y borrando la cara de Willem. De pronto se le cortó la respiración y a punto estuvo de pedirle al chófer que detuviera el coche, aunque no lo habría podido complacer, pues estaban en plena curva, y se quedó muy quieto, sintiendo cómo el corazón le estallaba y deseando llegar al hotel. Una vez allí le dio las gracias al chófer, bajó el coche, cruzó el vestíbulo, subió en el ascensor, recorrió el pasillo y entró en la habitación, donde sin pensar se arrojó contra la fría pared de mármol de la ducha, una y otra vez, con la boca abierta y los ojos cerrados, hasta que todo el cuerpo le dolió tanto que tuvo la sensación de que cada una de las vértebras se había desplazado de su lugar.
Esa noche se hizo cortes a un ritmo frenético e incontrolable; cuando temblaba demasiado para continuar esperaba, limpiaba el suelo, bebía un poco de zumo para recobrar las fuerzas y empezaba de nuevo. Después de tres tandas se acurrucó en la esquina de la ducha y lloró, cubriéndose la cabeza con los brazos que chorreaban sangre y le dejaron el pelo pegajoso; durmió allí toda la noche, envuelto en una toalla. Lo había hecho algunas veces cuando era niño y entonces tenía la sensación de que estallaba, se desprendía de sí mismo como una estrella moribunda, y sentía la imperiosa necesidad de meterse en el lugar más pequeño que encontrara para que sus huesos se mantuvieran unidos. Salía con cuidado de debajo del hermano Luke y se hacía un ovillo debajo de la cama, sobre la mugrienta moqueta de motel cubierta de abrojos y de chinchetas, pringosa de condones usados y de extrañas manchas húmedas, o se dormía en la bañera o dentro del armario, bien acurrucado. «Mi pobre gusano —le decía el hermano Luke cuando lo encontraba—. ¿Por qué lo haces, Jude?». Se mostraba amable y preocupado, pero Jude nunca había podido explicárselo.
Logró llegar al final del viaje y acabar el año. La noche de la muerte de Willem soñó con jarrones de cristal que reventaban, con el cuerpo de Willem arrojado por el aire y con su cara haciéndose añicos contra el árbol. Despertó echándolo tanto de menos que le dio la impresión de que se quedaba ciego. Un día después de regresar vio la primera valla publicitaria de Los años felices, que había vuelto al título original: El bailarín y el escenario. Algunas de esas vallas exhibían un primer plano de Willem, con el pelo largo como el de Nuréiev, una camiseta escotada, y el cuello largo y poderoso. En otras había imágenes monumentales de un pie —el pie de Willem— enfundado en una zapatilla y colocado en punta, fotografiado desde tan cerca que se veían las venas y el vello, los delgados músculos en tensión y los gruesos tendones abultados. «Estreno en Acción de Gracias», se leía en el cartel. Horrorizado, entró de nuevo en el edificio. Quería que no se lo recordaran más y al mismo tiempo le aterraba que lo hicieran. En las últimas semanas tenía la sensación de que Willem se estaba alejando de él aun cuando el dolor se negaba a remitir.
La semana siguiente fue a casa de los Irvine. Se reunió con JB y con Richard en el apartamento de este, y le dio las llaves de su coche para que condujera. Hicieron todo el trayecto callados, incluso JB; él estaba muy nervioso, tenía la sensación de que los Irvine se habían enfadado con él y que su enfado estaba justificado.
Durante la cena sirvieron los platos preferidos de Malcolm; él se fijó en que el señor Irvine lo miraba mientras comían y se preguntó si pensaba lo mismo que él: «¿Por qué Malcolm? ¿Por qué no él?».
El señor Irvine propuso que cada uno evocara un recuerdo de Malcolm, y él escuchó lo que decían los demás: la señora Irvine contó la visita que habían hecho al Panteón cuando Malcolm tenía seis años. A la salida se dieron cuenta de que no estaba con ellos, entonces regresaron corriendo y lo encontraron sentado en el suelo, contemplando el óculo; Flora contó que, cuando hacía segundo, Malcolm cogió la casa de muñecas que ella guardaba en la buhardilla, sacó las muñecas y la llenó de sillas, mesas, sofás y otros muebles que había hecho con barro; JB contó que una vez en Acción de Gracias los cuatro volvieron al Hood un día antes que los demás; estaban encantados de tener el dormitorio solo para ellos y Malcolm encendió la chimenea de la sala común para asar salchichas. Cuando le tocó el turno a él, contó que, cuando vivían en Lispenard Street, Malcolm les construyó una estantería y el reducido salón quedó dividido de tal modo que, si se sentaban en el sofá y estiraban las piernas, los pies quedaban dentro de los estantes. Él había insistido en que pusieran la estantería y Willem estuvo de acuerdo, de manera que Malcolm se presentó un sábado con la madera más barata del mercado, restos de un almacén, Willem y él la subieron a la azotea, y montaron la estantería allí, para que los vecinos no se quejaran de los golpes.
Después de bajarla e instalarla, Malcolm se dio cuenta de que había tomado mal las medidas y a los estantes les sobraban tres pulgadas de ancho, de modo que sobresalían por el pasillo; ni a Willem ni a él les importaba, pero Malcolm insistió en arreglarlo.
—Déjalo, Mal —le dijeron—. Ya está bien así.
—No está bien —replicó Malcolm malhumorado—. No está bien.
Por fin lograron convencerlo y Malcolm se marchó. Entre Willem y él pintaron la estantería de un rojo vivo y la llenaron de libros. El sábado siguiente, muy temprano, Malcolm se presentó de nuevo en el piso con expresión resuelta. «No consigo quitármelo de la cabeza», les dijo. Así que dejó la bolsa en el suelo, sacó una sierra y empezó a desmontar los estantes, Willem y él protestaron, pero enseguida se dieron cuenta de que lo haría de todos modos, entonces subieron de nuevo la estantería a la azotea. Esta vez quedó perfecta.
—Siempre me acuerdo de ese incidente porque habla de lo en serio que se tomaba Malcolm su trabajo, y lo mucho que se esforzaba por hacerlo perfecto y por respetar los materiales, ya fuera mármol o madera contrachapada. Pero también creo que dice mucho de cómo respetaba el espacio, cualquier espacio, aunque se tratara de un piso horrible, irremediable y sin posibilidades de Chinatown. Incluso ese lugar merecía respeto para Mal.
»Y dice mucho también de cómo respetaba a sus amigos, y cómo deseaba que todos viviéramos en el lugar que había imaginado para nosotros, hermoso y lleno de vida, como lo eran sus casas imaginarias.
Se interrumpió. Lo que quería decir en realidad —aunque no creía que pudiera— era lo que había oído decir a Malcolm sin querer mientras él estaba en el cuarto de baño cogiendo los pinceles y las pinturas de debajo del lavabo. Willem se quejaba de tener que cargar de nuevo la estantería para colocarla en su sitio, y Malcolm le susurró: «Si la hubiera dejado como estaba, él podría haber tropezado y caído, Willem. ¿Es eso lo que quieres?». «No. Por supuesto que no. Tienes razón, Mal», respondió Willem tras un silencio avergonzado. Malcolm fue el primero en reconocer su condición de discapacitado; sabía que lo era incluso antes que él, y, sin embargo, nunca le hizo sentir acomplejado. Solo procuraba que la vida fuera más fácil.
—Jude, ¿puedes quedarte un poco más? Le pediré a Monroe que te lleve a casa en coche —le dijo el señor Irvine cuando se iban, poniéndole una mano en el hombro.
Él asintió y le pidió a Richard que llevara el coche de vuelta a Greene Street. El señor Irvine y él permanecieron un rato en la sala de estar —la madre de Malcolm se había quedado en el comedor con Flora, su marido y los niños— hablando de su salud y de la salud del señor Irvine, de Harold, del trabajo, y de pronto el señor Irvine se echó a llorar. Entonces él se sentó más cerca al padre de Malcolm y le puso una mano titubeante en la espalda, sintiéndose incómodo y cohibido, y consciente de cómo se escabullían los años bajo su piel.
El señor Irvine siempre había sido una figura intimidante. Su estatura, su serenidad, sus facciones grandes y severas, recordaban las fotografías de Edward Curtis. Todos los amigos lo llamaban el Jefe. «¿Qué dirá el Jefe, Mal?», le preguntó JB cuando Malcolm anunció su intención de dejar Ratstar, y todos le aconsejaron que se lo pensara dos veces. O (JB de nuevo): «Mal, ¿podrías preguntarle al Jefe si me prestaría el piso de París el mes que viene?».
El señor Irvine ya no era el Jefe; había cumplido ochenta y nueve años, y, aunque mantenía la mente clara y la postura erguida, sus ojos oscuros habían adquirido ese gris indefinido que solo exhiben los más jóvenes y los más ancianos: el color del mar del que provenimos, el color del mar al que regresamos.
—Lo quería —dijo el señor Irvine—. Lo sabes, ¿verdad, Jude? Sabes cómo lo quería.
—Sí, lo sé —dijo.
Él siempre se lo había dicho a Malcolm: «Sabes que tu padre te quiere, Mal. Por supuesto que te quiere. Los padres quieren a sus hijos». Y una vez que Malcolm estaba muy enfadado, replicó: «Como si tú supieras algo de eso, Jude», y se hizo un silencio; entonces Malcolm, horrorizado, se disculpó. «Lo siento, Jude. Lo siento mucho». Y él no tuvo nada que decir, porque Malcolm tenía razón: él no sabía nada de eso. Lo que sabía, lo sabía por los libros, y los libros mentían, lo embellecían todo. Era lo peor que le había dicho Malcolm nunca, y aunque él jamás volvió a mencionárselo a Malcolm, este se lo comentó una vez, poco después de la adopción.
—Nunca olvidaré lo que te dije.
—Olvídalo, Mal —respondió él, aunque sabía exactamente a qué se refería—. Estabas enfadado y hace mucho, de aquello.
—Pero estuvo muy mal por mi parte.
Ahora, sentado junto al señor Irvine, piensa: «Ojalá pudiera disfrutar Malcolm de este momento. Ese momento le correspondería a Malcolm vivirlo, no a mí».
De modo que ahora pasa por casa de los Irvine después de ir a ver a Lucien, y las visitas no son muy diferentes. Los dos se deslizan en el pasado, los dos son ancianos que le hablan de recuerdos que él no comparte y de cosas que no le son familiares. Aunque esas visitas le deprimen, cree que es su deber hacerlas, pues los dos le dedicaron tiempo cuando él lo necesitaba y no sabía pedirlo. A los veinticinco años, siendo nuevo en la ciudad, vivió durante un tiempo en casa de los Irvine, y el señor Irvine le hablaba del mercado y de sus leyes, y le daba consejos, no sobre cómo pensar sino sobre cómo ser, cómo ser un bicho raro en un mundo donde apenas se toleraba a los bichos raros. «La gente te mirará y pensará ciertas cosas de ti solo por tu forma de andar —le dijo una vez, y él bajó la cabeza—. No, no bajes la cabeza, Jude. No hay nada de que avergonzarse. Eres brillante y tu brillantez se verá recompensada. Pero si actúas como si no fueras como los demás, como si te disculparas por ser como eres, la gente te tratará como si no fueras como ellos. Créeme». Él respiró hondo. «Muéstrate tan frío como te dé la gana —dijo el señor Irvine—. No intentes gustar a la gente. Nunca intentes presentarte de una forma más agradable solo para que tus colegas se sientan mejor». Si Harold le había enseñado a pensar como un abogado, el señor Irvine le había enseñado a comportarse como tal, y Lucien había reconocido ambas cualidades y las había apreciado por igual.
Esa tarde la visita es breve porque el señor Irvine está cansado y al salir se encuentra con Flora —Flora la Fabulosa, de quien Malcolm se sentía tan orgulloso y celoso— y se quedan hablando unos minutos. Están a principios de octubre y todavía hace calor, las mañanas son como de verano aunque las tardes empiezan a ser invernales, y mientras recorre Park Avenue, donde ha aparcado el coche recuerda que hacía veinte años o más solía pasar allí los sábados, luego volvía andando a casa y por el camino se paraba en una panadería famosa y cara de Madison Avenue, que le encantaba, donde compraba una hogaza de pan de avellanas —una sola hogaza agotaba el presupuesto que destinaba a una comida entonces— que Willem y él se comían con mantequilla y sal. La panadería sigue allí, y ahora abandona Park Avenue para comprar una hogaza de pan; da la impresión que es lo único que no ha subido de precio, al menos no en su memoria. No recuerda la última vez que estuvo de día en ese barrio —sus citas con Andy son por la noche— antes de empezar a visitar a Lucien y a los Irvine, y se entretiene mirando a los niños que pasan corriendo por las anchas y limpias aceras, a sus atractivas madres que pasean tan tranquilas detrás de ellos y los tilos cuyas hojas adquieren un tono amarillo pálido. Pasa por la calle Setenta y cinco, donde en otro tiempo le daba clases a Felix, Felix, que ahora, aunque parezca increíble, tiene treinta y tres años, y ya no es el cantante de una banda punk sino, aún más increíble, gestor de un fondo de inversión de alto riesgo, como su padre.
Ya en casa corta el pan y trocea el queso, luego se lleva el plato a la mesa y se queda mirándolo. Está haciendo un gran esfuerzo por comer bien, por retomar los usos y las costumbres de los vivos. Pero comer se ha vuelto difícil para él. Ha perdido el apetito y todo le sabe a engrudo o al puré de patata en polvo que le servían en el hogar. No obstante, lo intenta. Comer es más fácil cuando tiene que comportarse porque está con alguien, de modo que los viernes cena con Andy y los sábados con JB. También ha empezado a presentarse los sábados por la mañana en casa de Richard; entre los dos preparan una de las recetas vegetarianas de las de Richard y luego comen con India.
También ha empezado a leer de nuevo el periódico. Aparta el pan con queso y lo abre con cautela, como si pudiera morder, por la sección de cultura y arte. Hace dos sábados abrió la primera página tan tranquilo y se topó con un artículo sobre la película que Willem había empezado a rodar el septiembre anterior. El artículo hablaba del cambio en el reparto, del gran apoyo que había recibido de la crítica, y decía que ahora el protagonista se llamaba Willem. Cerró el periódico, se tumbó en la cama y se puso una almohada sobre la cabeza hasta que reunió las fuerzas necesarias para levantarse. Sabe que durante los dos próximos años tropezará con artículos, vallas publicitarias, carteles y anuncios de las películas que Willem tenía previsto rodar en los pasados doce meses. Pero ese día no hay nada en el periódico aparte de un anuncio a toda plana de El bailarín y el escenario, y se queda mirando mucho rato el rostro casi de tamaño natural de Willem tapándole los ojos con una mano. Si fuera una película, piensa, la cara empezaría a hablarle. Si fuera una película, levantaría la vista y vería a Willem delante de él.
A veces piensa: «Ahora lo llevo mejor. Estoy progresando». A veces se despierta rebosante de fortaleza y vigor. «Hoy será el día —piensa—. Hoy me sentiré mejor por primera vez. Hoy no echaré tanto de menos a Willem». Y entonces sucede algo, algo tan simple como que abre el armario y ve el estante de camisas de Willem que este nunca volverá a llevar, y su aspiración, su optimismo se disuelven y vuelve a sumirse en la desesperación. A veces piensa: «Puedo hacerlo». Pero ahora tiene cada vez más claro que no puede, de modo que se ha prometido buscar cada día un motivo para seguir adelante. Algunos de esos motivos son pequeñas cosas: sabores, sinfonías, cuadros, edificios, óperas y libros que le gustan, lugares que quiere ver de nuevo o por primera vez. Otras veces son obligaciones; porque es su deber, porque puede hacerlo, porque Willem habría querido que lo hiciera. Y otras son razones de peso: por Richard, por JB, por Julia y, sobre todo, por Harold.
Poco menos de un año después de su intento de suicidio, Harold y él dieron un paseo. Era el día del Trabajo y estaban en Truro. Recuerda que ese fin de semana tenía problemas para andar y avanzaba con cuidado por las dunas y Harold se contenía e intentaba no ayudarlo.
Al final se sentaron a descansar y contemplaron el océano mientras charlaban de un caso en el que él estaba trabajando, de la inminente jubilación de Laurence, del nuevo libro de Harold.
—Jude —le dijo Harold de pronto—, tienes que prometerme que no volverás a hacerlo. —Y la severidad de su tono, que casi nunca era severo, hizo que lo mirara.
—Harold…
—Procuro no hacerte preguntas porque no quiero que creas que me debes nada. —Jude se volvió y lo miró, su expresión también era severa—. Pero eso te lo pido. Tienes que prometérmelo.
Él titubeó.
—Te lo prometo —dijo por fin, y Harold asintió.
—Gracias.
No habían vuelto a aludir a esa conversación, y aunque él sabía que no era muy lógico, no quería romper su promesa. A veces le parecía que esa promesa —ese contrato verbal— era lo único que lo frenaba de intentarlo de nuevo, si bien sabía que si volvía a hacerlo ya no sería un intento, esta vez lo haría de verdad. Sabía cómo lo haría y sabía que funcionaría. Desde que Willem había muerto pensaba en ello casi a diario. Sabía el plan que seguiría y cómo lo dispondría todo para que lo encontraran. Dos meses antes tuvo una semana muy mala y reescribió el testamento: ahora es el documento de alguien que ha muerto con disculpas que pedir y cuyos legados son intentos de pedir perdón. Aunque no tiene intención de darle validez —se recuerda—, tampoco lo ha cambiado.
Confía en contraer una infección, algo rápido y fatal, algo que lo mate y lo deje libre de culpa. Pero no llega. Desde que le amputaron las piernas no se le ha abierto ninguna herida. Sigue con dolor, pero no ha aumentado, más bien ha disminuido. Está curado, dentro de lo que cabe.
Así que no hay motivos reales para ir a la consulta de Andy una vez a la semana, pero lo hace de todos modos porque sabe que a Andy le preocupa que se suicide. A él también le preocupa, por eso sale todos los viernes. La mayoría de las veces solo para cenar, excepto los segundos viernes de cada mes, cuando pasa por la consulta de Andy para que este lo visite. Todo sigue igual; la desaparición de sus pies y sus pantorrillas es la única prueba de que las cosas han cambiado. En otros aspectos ha vuelto a ser la persona que era hace décadas. Vuelve a mostrarse cohibido. Le asusta que lo toquen. Tres años antes de que Willem muriera logró pedirle que le aplicara crema en las cicatrices. Willem lo hizo y durante un tiempo se sintió diferente, como una serpiente con una nueva piel. Pero ahora no tiene quien se la ponga, y las cicatrices vuelven a estar tirantes y abultadas, y le envuelven la espalda en una maraña de ataduras elásticas. Una vuelta a lo de siempre: en los años que convivieron Jude consiguió convencerse a sí mismo de que era otra persona, una persona más feliz, más libre y más valiente. Sin embargo, ahora que Willem ya no está, él vuelve a ser el que era veinte, treinta, cuarenta años atrás.
De nuevo es viernes. Vuelve a la consulta de Andy. La báscula: Andy suspira. Las preguntas: sus respuestas, una sucesión de síes y noes. Sí, se encuentra bien. No, no ha sentido más dolor que de costumbre. No, no hay señales de heridas abiertas. Sí, un ataque cada diez o quince días. Sí, duerme bien. Sí, ha visto a gente. Sí, come. Sí, tres comidas al día. Sí, todos los días. No, no sabe por qué sigue adelgazando. No, no quiere volver a ver al doctor Loehmann. La inspección de los brazos: Andy les da la vuelta buscando nuevos cortes, no encuentra ninguno. La semana siguiente a su regreso de Pekín, después de perder el control, Andy se los vio y jadeó; él bajó la vista también y recordó lo mal que lo pasaba a veces, lo demencial de su conducta. Pero Andy no hizo ningún comentario, se limitó a limpiar las heridas y cuando terminó le sostuvo las manos en las suyas y dijo: «Un año». «Un año», repitió él. Y los dos guardaron silencio.
Después del chequeo van a un pequeño restaurante italiano de la esquina. Andy siempre está atento y si considera que lo que ha pedido no es suficiente, pide un plato extra para él y no se levantan hasta que se lo acaba. Pero hoy Jude nota que Andy está preocupado. Mientras esperan a que les sirvan, Andy bebe deprisa y habla de fútbol, cosa que nunca hace porque sabe que a él no le interesa. Andy hablaba a veces de deporte con Willem, los dos sentados a la mesa de comedor comiendo pistachos, y él los oía hablar de un equipo u otro mientras preparaba el postre.
—Perdona, estoy divagando —dice Andy al final. Llegan los entrantes y comen en silencio hasta que Andy toma aire y anuncia—: Jude, voy a dejar la consulta.
Él está cortando la berenjena, y al oírlo se detiene y deja el tenedor.
—No enseguida —se apresura a añadir Andy—, dentro de tres años. De momento, voy a empezar a trabajar con un socio para que la transición sea lo menos traumática para el personal, pero sobre todo para los pacientes. Poco a poco mi nuevo colaborador irá aumentando el número de pacientes a su cargo. —Se interrumpe unos segundos—. Creo que te gustará. No lo creo, lo sé. Yo seguiré siendo tu médico hasta el día que me vaya y te avisaré con mucha antelación antes de irme; aun así, quiero presentártelo para estar seguro de que hay cierta química entre vosotros. —Le sonríe, pero él no es capaz de devolverle la sonrisa—. Si no la hay, tendré tiempo de sobras para buscar a otro médico. Sé de dos colegas que podrían tratarte, y yo no me iré hasta que te hayas adaptado por completo.
Él sigue sin poder hablar, no puede levantar la cabeza siquiera para mirarlo.
—Jude —oye decir a Andy en voz baja, con tono suplicante—. Me gustaría quedarme para siempre solo por ti. Eres la única razón por la que desearía hacerlo. Pero estoy cansado, tengo casi sesenta y dos años, y me he prometido a mí mismo que me retiraría antes de cumplir los sesenta y cinco. Yo…
Él lo interrumpe.
—Andy, por supuesto que puedes jubilarte cuando quieras, no me debes ninguna explicación. Me alegro por ti, de verdad. Solo que… te echaré de menos. Has sido tan bueno conmigo. —Se calla un momento—. Dependo tanto de ti —admite por fin.
—Jude —empieza a decir Andy, pero se interrumpe—. Jude, siempre seré tu amigo. Siempre estaré aquí para ayudarte, como médico o como lo que sea. Pero necesitas contar con un profesional que envejezca contigo. Mi sustituto tiene cuarenta y seis, te podrá tratar siempre, si quieres.
—Siempre que me muera en los próximos diecinueve años —se oye decir a sí mismo. Se hace otro silencio—. Discúlpame, Andy —dice, horrorizado de lo mal que se siente y de la mezquindad con que se está comportando. Al fin y al cabo, siempre ha sabido que Andy acabaría jubilándose en algún momento. Ahora se da cuenta de que nunca pensó que viviría para verlo—. Perdona. No me hagas caso.
—Jude, siempre estaré aquí para ti, de una u otra manera —susurra Andy—. Te lo prometí hace mucho tiempo y lo mantengo. Mira, sé que no será fácil —continúa tras un silencio—. Sé que nuestra relación es irrepetible. No es arrogancia, pero dudo que alguien llegue a comprenderla del todo. No obstante haremos todo lo posible para que sea así. ¿Y quién podría no quererte? —Sonríe de nuevo, pero una vez más él no puede devolverle la sonrisa—. Quiero que conozcas a ese hombre. Se llama Linus, es un buen médico y sobre todo una buena persona. No le daré mucha información, solo quiero que lo conozcas, ¿de acuerdo?
De modo que el viernes siguiente en la consulta de Andy hay otro hombre, bajo y atractivo, y con una sonrisa que recuerda la de Willem. Andy los presenta y ellos se estrechan la mano.
—He oído hablar mucho de ti, Jude —le dice Linus—. Es un placer conocerte por fin.
—Lo mismo digo. Enhorabuena.
Andy los deja hablar; se sienten un poco violentos y comentan en broma que ese encuentro parece una cita a ciegas. Linus solo está al corriente de las amputaciones, hablan de ellas brevemente y de la osteomielitis que las precedió.
—Estos tratamientos pueden ser matadores —observa Linus, pero no le da el pésame por la pérdida de sus piernas, lo que él agradece.
Linus ha trabajado en una consulta médica compartida que alguna vez le ha mencionado Andy, parece admirarlo sinceramente y estar orgulloso de trabajar con él.
Linus no tiene nada de malo. Él puede ver por las preguntas que le hace y por el respeto con que se las hace que es un buen médico y probablemente una buena persona. Pero también sabe que no será capaz de desnudarse delante de él. No se imagina manteniendo con nadie más las conversaciones que tiene con Andy. No se imagina dejando que nadie más tenga acceso a su cuerpo y a sus miedos. Cuando piensa que alguien ve su cuerpo, gime; él mismo solo se ha mirado una vez en el espejo desde que le amputaron las piernas. Observa la cara de Linus, su sonrisa tiene un parecido perturbador con la de Willem, y aunque solo es cinco años mayor que él, se siente siglos más viejo, una criatura rota y disecada, algo a la que cualquiera echaría un vistazo y volvería a cubrir enseguida con una lona. «Llévatelo —diría—. Es chatarra».
Piensa en las conversaciones que tendrá que mantener, en las explicaciones que necesitará dar sobre la espalda, los brazos, las piernas, las enfermedades venéreas. Está harto de sus miedos, de sus inquietudes, pero por muy cansado que esté de ellos no puede evitar sentirlos. Se imagina a Linus revisando despacio su historial médico, leyendo las notas que ha tomado Andy a lo largo de los años: listas de sus cortes, de sus llagas, de los medicamentos que ha tomado, de los rebrotes de las infecciones. Notas sobre su intento de suicidio, sobre las súplicas para que vea al doctor Loehmann. Sabe que Andy lo ha registrado todo, le consta que es meticuloso.
«Tienes que contárselo a alguien», le decía Ana, y con los años decidió interpretar esa frase en sentido literal. Algún día, pensó, encontraría la manera de decírselo a alguien. Y lo había encontrado, se lo había contado a una persona en quien había confiado. Pero esa persona había muerto y él ya no tenía fuerza suficiente para contar de nuevo su vida. ¿Acaso no contaba todo el mundo su vida a una sola persona? ¿Cuántas veces esperaban que él volviera a hacerlo? Sabe que nunca será capaz de acudir a otro médico. Irá a ver a Andy mientras él se lo permita. Y luego quién sabe; ya decidirá sobre la marcha. De momento aún es dueño de su intimidad, de su vida, y nadie más necesita saber nada.
Esa noche no quiere cenar con Andy, pero lo hace, y antes de irse de la consulta se despide de Linus. Caminan hasta el restaurante de sushi en silencio, se sientan en silencio, piden y esperan en silencio.
—¿Qué te ha parecido? —le pregunta Andy por fin.
—Se parece a Willem.
—¿En serio? —responde Andy sorprendido.
—Un poco. En la sonrisa.
—Bueno, quizá tengas razón. —Otro silencio—. Pero ¿qué te ha parecido? Sé que a veces cuesta saberlo después de un solo encuentro, pero ¿crees que podrías entenderte bien con él?
—No lo creo, Andy —responde Jude por fin, y nota la decepción de Andy.
—¿En serio, Jude? ¿Qué es lo que no te ha gustado?
Pero él no responde y al final Andy suspira.
—Lo siento. Esperaba que te sintieras lo bastante cómodo con él para que al menos te lo pensaras. ¿Lo harás? ¿Le darás otra oportunidad? También hay otra persona que me gustaría que conocieras, se llama Stephan Wu. No es ortopedista, pero mejor así; es con diferencia el mejor interno con el que he trabajado. Y también hay un médico…
—Por Dios, Andy. Basta —lo interrumpe él, y percibe la irritación en su voz; una irritación que no sabía que sentía. Levanta la vista y ve la expresión acongojada de Andy—. ¿Tan impaciente estás por deshacerte de mí? ¿No puedes darme un respiro? ¿No puedes dejar que lo asimile? ¿No entiendes lo duro que es para mí? —Sabe lo egoísta, poco razonable y egocéntrico que es, pero se levanta, y al hacerlo se golpea con la mesa—. Déjame en paz. Si no puedo seguir contando contigo, déjame tranquilo.
—Jude —dice Andy, pero él ya ha salido.
Llega la camarera con la comida, Andy saca la cartera y maldice. Ahmed no trabaja los viernes porque Jude va conduciendo a la consulta de Andy, pero ahora, en lugar de volver al coche, que está aparcado delante, Jude para un taxi, se sube rápidamente a él y se aleja antes de que Andy pueda alcanzarlo.
Esa noche apaga todos los teléfonos, se toma una pastilla y se mete en la cama. Se despierta al día siguiente, escribe a JB y a Richard diciendo que no se encuentra bien y que no podrá cenar con ellos, después se toma otra pastilla y duerme hasta el lunes. Lunes, martes, miércoles, jueves. Ha ignorado todas las llamadas, mensajes y correos electrónicos de Andy; aunque ya no está enfadado, solo avergonzado, no puede soportar disculparse una vez más, no puede soportar su propia mezquindad, su propia debilidad.
A Andy le gustan los dulces, y el jueves por la tarde le pide a una de sus secretarias que encargue una absurda cantidad de bombones en la pastelería preferida de Andy.
—¿Alguna nota? —le pregunta la secretaria, y él niega con la cabeza.
—No, solo mi nombre.
Ella asiente y se dispone a salir del despacho, pero él la llama de nuevo, arranca una hoja del bloc que tiene encima de su escritorio y garabatea: «Andy, estoy muy avergonzado. Por favor, perdóname. Jude». Y se lo entrega.
La noche siguiente no acude a la consulta de Andy; se va a casa para prepararle la cena a Harold, que está en la ciudad en una de sus visitas sorpresa. La primavera anterior fue el último semestre que Harold trabajó, pero él no cayó en la cuenta hasta septiembre. Willem y él siempre habían hablado de organizarle una fiesta cuando por fin se jubilara, como cuando se jubiló Julia. Sin embargo, se le pasó y no hizo nada, y cuando al cabo de un tiempo se acordó tampoco hizo nada.
Está cansado. No quiere ver a Harold. Pero prepara la cena de todos modos, una cena que sabe que no comerá. Le sirve a Harold un plato y luego se sienta.
—¿No tienes hambre? —le pregunta Harold.
Él niega con la cabeza.
—No, hoy he comido a las cinco. Picaré algo más tarde.
Observa cómo Harold come y ve lo mayor que está, la piel de sus manos blanda y satinada como la de un bebé. Es consciente de que él tiene seis años más de los que tenía Harold cuando se conocieron. Sin embargo, durante todo este tiempo su visión de Harold ha permanecido obstinadamente fija, como si siempre hubiera tenido cuarenta y cinco años; lo único que ha cambiado es su percepción de lo viejo que se es a los cuarenta y cinco años. Es vergonzoso admitirlo ante sí mismo, pero hasta hace muy poco no ha empezado a considerar la posibilidad, incluso la probabilidad, de que él viva más que Harold. Ha vivido más de lo que cabía imaginar; ¿no es probable que viva todavía más?
Recuerda una conversación que tuvieron cuando cumplió treinta y cinco años.
—Estoy en la mediana edad —dijo él, y Harold se rió.
—Todavía eres muy joven, Jude. Solo estás en la mediana edad si tienes previsto morir a los setenta. Y será mejor que no lo hagas, porque no tendré humor para asistir a tu funeral.
—Tendrás noventa y cinco años. ¿De verdad piensas vivir tanto?
—Ya lo creo, y atendido por una serie de jóvenes enfermeras pechugonas, así que no estaré de humor para asistir a un interminable funeral.
Él sonrió por fin.
—¿Y quién va a pagar a esa flota de jóvenes enfermeras pechugonas?
—Tú, por supuesto —respondió Harold—. Tú y el botín que has amasado con las grandes farmacéuticas.
Pero ahora le preocupa que eso no sea así. «No me dejes, Harold —piensa, pero es una súplica apagada que no espera ser atendida, una plegaria repetida una y otra vez más que una verdadera esperanza—. No me dejes».
—Estás muy callado —le dice Harold, y Jude vuelve a concentrarse.
—Lo siento, Harold. Estoy un poco distraído.
—Ya lo veo. Estaba diciendo que Julia y yo estamos pensando en pasar más tiempo en la ciudad.
Él parpadea.
—¿Quieres decir que os vais a mudar aquí?
—Bueno, conservaremos la casa de Cambridge, pero sí. Estoy pensando en dar un seminario en Columbia el próximo otoño y nos gustaría vivir más tiempo aquí. —Lo mira—. También nos apetece estar un poco más cerca de ti.
Jude no está seguro de qué pensar.
—¿Y qué haréis aquí? —La noticia levanta sus suspicacias, pues a Harold y a Julia les encanta Cambridge y nunca se habían planteado irse de allí—. ¿Y qué harán Laurence y Gillian sin vosotros?
—Laurence y Gillian vienen constantemente a Nueva York, como todo el mundo. —Harold vuelve a escudriñarlo—. No parece que te alegre mucho la noticia, Jude.
—Lo siento —dice él, bajando la vista—. Solo es que no quiero que os mudéis aquí por… mí. —Se hace un silencio, y al final añade—: No quiero parecer presuntuoso, pero si es por mí, no debéis hacerlo, Harold. Estoy bien. Lo estoy llevando bien.
—¿Sí, Jude? —le pregunta Harold en voz muy baja, y él se levanta con brusquedad y va al cuarto de baño que hay cerca de la cocina, se sienta en el retrete y oculta la cara entre las manos. Oye que Harold está al otro lado de la puerta, pero no dice nada, y Harold tampoco. Cuando al cabo de unos minutos logra recuperar la compostura, abre la puerta y los dos se miran.
—Tengo cincuenta y un años —le dice a Harold.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que puedo cuidar de mí mismo. Significa que no necesito que nadie me ayude.
Harold suspira.
—Jude, la necesidad de ayuda no tiene fecha de caducidad. No es que llegas a cierta edad y dejas de necesitar a los demás. —Vuelven a permanecer callados—. Estás muy delgado —continúa, y como él no dice nada, añade—: ¿Qué dice Andy?
—No puedo continuar esta conversación —contesta él por fin, con voz ronca—. No puedo, Harold. Y tú tampoco. Tengo la impresión de que todo lo que hago te decepciona. Y lo siento, siento decepcionarte. Pero me estoy esforzando. Estoy haciendo todo lo que puedo. Lo siento si no es suficiente.
Harold intenta decir algo, pero él alza la voz.
—Esto es lo que soy, Harold. Siento ser un problema para ti. Siento destrozar tu jubilación. Siento no estar mejor. Siento no haber superado lo de Willem. Siento tener un empleo que no merece tu respeto. Siento ser un cero a la izquierda. —Ya no sabe lo que dice; ya no sabe lo que siente; solo quiere hacerse cortes y desaparecer, acostarse y no volver a levantarse de la cama, acurrucarse en un rincón. Se odia a sí mismo, se compadece, se odia por autocompadecerse—. Creo que deberías irte. De verdad, deberías irte.
—Jude.
—Por favor, vete. Estoy cansado y necesito estar solo. Por favor, déjame. —Le da la espalda, se levanta y espera hasta que oye cómo Harold se aleja.
En cuanto Harold se va, sube a la azotea en el ascensor. Hay un antepecho de piedra que bordea el perímetro del edificio a la altura del pecho; se recuesta contra él aspirando el aire frío y apoya las palmas de las manos planas en el borde del muro para que dejen de temblar. Piensa en Willem: Willem y él solían subir a la azotea por la noche y se quedaban callados mirando los apartamentos de sus vecinos. Desde el extremo sur veían la azotea del viejo edificio de Lispenard Street y a veces fingían que veían no solo el piso sino que se veían a ellos, tal como eran cuando vivían en su interior, en una escena de la vida cotidiana.
«Debe de haber un pliegue en el continuo espacio tiempo —decía Willem con su voz de héroe de acción—. Porque estás aquí a mi lado y sin embargo… te veo dando vueltas dentro de aquel cuchitril. ¡Dios mío, St. Francis! ¿Te das cuenta?». Entonces él se reía, pero al recordarlo ahora no se ríe. Últimamente lo único que le satisface es pensar en Willem, y sin embargo esos pensamientos son su mayor fuente de dolor. Le gustaría olvidar por completo, como ha hecho Lucien, que Willem existió, olvidar su vida con él.
Allí, en la azotea, piensa en lo que ha hecho. Se ha comportado de un modo irracional. Se ha enfadado con Harold, que una vez más solo se ha ofrecido a ayudarlo, a quien está agradecido, con quien se siente en deuda y a quien quiere. Se pregunta por qué actúa así, pero no tiene respuesta.
«Haz que mejore —suplica—. Haz que mejore o que llegue el final». Tiene la sensación de estar en una habitación de cemento frío en la que hay varias salidas, y él va cerrando todas las puertas, una por una, hasta que queda encerrado en ella, después de haber eliminado todas las posibilidades de escapar.
Antes de acostarse le escribe a Harold una nota disculpándose por su comportamiento. Trabaja todo el sábado; duerme todo el domingo. Y empieza una nueva semana. El martes recibe un mensaje de Todd. Los primeros pleitos se están zanjando por cifras astronómicas, pero hasta Todd sabe que es mejor no celebrarlo. Sus mensajes de móvil o de correo electrónico son sucintos y sobrios: el nombre de la compañía que está dispuesta a negociar, la cantidad propuesta, un breve «enhorabuena».
El miércoles tenía previsto pasar por la asociación que asesora a artistas, con la que sigue colaborando como voluntario, pero al final queda con JB en el Whitney, donde están montando su retrospectiva. Esa exposición es otro recuerdo de su pasado fantasmal: la han estado planificando durante casi dos años, y cuando JB les habló de ella, los tres le organizaron una pequeña fiesta en Greene Street.
«Bueno, JB, ya sabes qué significa eso, ¿no? —le preguntó Willem señalando Willem y la chica, y Willem y Jude, Lispenard Street, II, los dos cuadros de la primera exposición de JB, que estaban colgados uno junto al otro en la sala de estar—. En cuanto se inaugure la exposición, estas piezas irán directas a Christie’s». Todos se rieron, y JB el que más, orgulloso, encantado y aliviado.
Además de obra que aún no se ha expuesto, en Whitney estarán esas dos piezas, junto con Willem, Londres, 8 de octubre, 9:08 de la mañana, de «Segundos, minutos, horas, días», que compró él, y Jude, Nueva York, 14 de octubre, 7:02, que Willem adquirió, así como las obras que tenían de «Todas las personas que he conocido», «Guía del narcisista al autoodio» y «La rana y el sapo», y los dibujos, los cuadros y bocetos que JB les regaló con los años y que ellos guardaron, algunos de la época de la universidad.
En la galería con la que normalmente trabaja JB habrá una exposición simultánea de sus nuevos cuadros, y tres fines de semana antes de la inauguración él fue al estudio de su amigo en Greenspoint para verlos. La serie, que se llama «Las bodas de oro», consta de dieciséis cuadros, la mayoría de tamaño más reducido que su obra anterior, y es una crónica de la vida en común de los padres de JB antes de que él naciera y en un futuro imaginario. La madre de JB todavía vive, y también sus tías, pero su padre murió a los treinta y seis años. Al contemplar esas escenas de fantasía doméstica —su padre a los sesenta años quitándole el corazón a una manzana mientras su madre prepara un sándwich; su padre con setenta años sentado en el sofá leyendo el periódico y en segundo plano las piernas de su madre bajando las escaleras—, Jude no pudo dejar de pensar en lo que fue su vida y lo que podría haber sido. Eran precisamente esas escenas las que echaba más de menos de su vida con Willem, los olvidables momentos en los que no parecía pasar nada pero cuya ausencia era imposible llenar.
Intercaladas con los retratos había naturalezas muertas de los objetos que acompañaron a los padres de JB: dos almohadas sobre una cama, las dos con un ligero hueco, como si hubieran pasado una cuchara por un bol de crema muy espesa; dos tazas de café, una de ellas con el borde ligeramente manchado de pintalabios rosa; un marco sencillo con una fotografía de un JB adolescente con su padre, la única aparición del artista en toda la serie. Al verlos le maravilló una vez más lo perfecta que era la comprensión de JB de lo que significaba una vida compartida, de la propia vida de Jude, de cómo todo lo que había en su casa —los pantalones de chándal de Willem que todavía colgaban del borde del canasto de la ropa sucia; el cepillo de dientes de Willem que aún esperaba en el vaso del lavabo del cuarto de baño; el reloj de pulsera de Willem, con la esfera hecha añicos a causa del accidente, que seguía en su mesilla de noche— se había convertido en tótem, en una serie de runas que solo él podía desentrañar. La mesilla junto a la cama de Willem de Lantern House se había convertido sin querer en una especie de altar a él: ahí seguía el tazón a medio beber, las gafas de montura negra que en los últimos tiempos acostumbraba a llevar, el libro que estaba leyendo, abierto boca abajo en la posición en que él lo dejó.
—Oh, JB —suspiró, y aunque quería decir algo más, no pudo.
JB le dio las gracias. Ahora no hablaba tanto, y él no sabía si su amigo había cambiado o solo se mostraba así cuando estaba con él.
Llama a las puertas del museo y uno de los ayudantes del estudio, que está esperándolo, le franquea el paso y le dice que JB está supervisando la instalación en el último piso, pero le aconseja que empiece por la sexta planta y que vaya subiendo hasta reunirse con él. Jude obedece.
Las salas de esa planta están dedicadas al despertar artístico y a las primeras obras de JB: hay una serie de dibujos de su niñez, entre ellos un examen de matemáticas sobre el que JB dibujó pequeños retratos a lápiz, seguramente de sus compañeros de clase: niños de ocho y nueve años inclinados sobre el escritorio, comiendo bastones de caramelo y dando de comer a los pájaros. Algunos de los problemas están sin resolver, y en la parte superior de la página hay un «Insuficiente» escrito en brillante tinta roja, junto con una nota:
Estimada señora Marion, ya ve cuál es el problema. Por favor, venga a verme.
Afectuosamente,
JAIME GREENBERG
PD. Su hijo tiene un gran talento.
Sonríe al verlo; es la primera vez que lo hace en mucho tiempo. En el interior de un cubo de metacrilato dispuesto sobre un pedestal en mitad de la sala hay unos cuantos objetos bajo el rótulo de «Lo cotidiano», entre ellos el cepillo cubierto de pelo que JB nunca le devolvió; él sonríe de nuevo al recordar los fines de semana que dedicaban a recorrer las peluquerías en busca de pelo.
Sigue recorriendo despacio el resto de las salas de la planta, ocupadas por imágenes de «Los cuatro», y observando las fotos de Malcolm, de Willem y suyas: ellos dos en su dormitorio de Lispenard Street, sentados en las camas individuales, mirando directamente a la cámara, Willem con una leve sonrisa; ellos dos sentados a la mesa de juego, él trabajando en un informe y Willem leyendo un libro; ellos dos en una fiesta; ellos dos en otra fiesta; él con Phaedra; Willem con Richard; Malcolm con su hermana; Malcolm con sus padres; Jude con un cigarrillo y Jude después de enfermar. También hay bocetos de esas mismas imágenes a pluma, bocetos de todos ellos, y las fotografías que inspiraron los cuadros. Allí está la que JB utilizó para pintar Jude con un cigarrillo: la expresión de su cara, los hombros hundidos; un desconocido para él mismo y a la vez inmediatamente reconocible.
En las escaleras que comunican las plantas hay muchas obras de relleno: dibujos y cuadros pequeños, estudios y experimentos que JB hizo entre una serie y otra: el retrato que le hizo JB para regalárselo a Harold y Julia con motivo de la adopción; los dibujos que le hizo en Truro, en Cambridge, los que les hizo a Harold y a Julia. Allí están los cuatro; allí, las tías, la madre y la abuela de JB; allí, el Jefe y la señora Irvine; allí, Flora; allí, Richard, Ali, los Henry Young y Phaedra.
En la planta siguiente están dispuestos los cuadros de las series «Todas las personas que he conocido. Todas las personas que he querido. Todas las personas que he odiado. Todas las personas con las que he follado»; «Segundos, minutos, horas, días». A su alrededor pululan operarios, haciendo los últimos ajustes con las manos enguantadas de blanco, retrocediendo y mirando fijamente las paredes. Al levantar la vista en el siguiente tramo de escaleras ve dibujos de él: su cara, de pie, en la silla de ruedas, con Willem, solo. Son las obras que JB hizo cuando no se dirigían la palabra. También hay dibujos de otras personas, pero sobre todo de él: de Jackson y de él. Una y otra vez, Jackson y él, como si de un tablero de ajedrez se tratara. Los dibujos de él son nostálgicos, están difuminados, hechos a lápiz, pluma y tinta o acuarela. Los de Jackson son acrílicos de trazos gruesos, más sueltos y furiosos. Hay un dibujo muy pequeño de él del tamaño de una postal y al examinarlo más de cerca ve que hay algo escrito y borrado. «Querido Jude —descifra—, por favor», y nada más. Se vuelve con la respiración agitada y ve una acuarela de la camelia que JB le envió cuando estuvo en el hospital tras su intento de suicidio.
En la siguiente planta se expone «Guía del narcisista al autoodio». Esa ha sido la exposición que ha tenido menos éxito comercial, y entiende por qué: el aspecto de esos cuadros, la ira y el autoodio que desprenden de forma persistente, eran sobrecogedores y al mismo tiempo muy incómodos. El negro, se llama un cuadro; El bufón; El vago; El negro hollywoodense. En todos ellos aparece JB bailando, aullando o riendo, con la piel oscura y brillante, los ojos hinchados y amarillentos, las encías horribles y enormes, rosas como carne de pez recién pescado, y, en segundo plano Jackson y sus amigos a medio dibujar en tonos marrones y grises goyescos, cacareando, aplaudiendo, señalándole y riéndose de él. El último cuadro de esa serie se llama Hasta los monos se deprimen, y en él está JB con un fez rojo, una chaqueta con charreteras encogida y sin pantalones, saltando a la pata coja en un almacén vacío. Se entretiene en esa planta, mira fijamente los cuadros y no puede ni tragar la saliva. Luego se dirige despacio a las escaleras para subir el último tramo.
En la planta superior hay más gente y se queda un rato a un lado observando a JB, que está hablando con los comisarios y con su galerista, riéndose y gesticulando. En las salas cuelgan cuadros de «La rana y el sapo», y al recorrerlas recuerda cómo se sintió al verlos por primera vez en el estudio de JB, cuando Willem y él empezaban a estar juntos, cuando le parecía que le estaban creciendo nuevos órganos —un segundo corazón, un segundo cerebro— para dar cabida a sus sentimientos, al milagro de su vida.
Está absorto en uno de los cuadros cuando JB lo ve y se le acerca. Él le da un fuerte abrazo y lo felicita.
—Estoy orgulloso de ti.
—Gracias, Jude —dice JB, sonriendo—. Yo también lo estoy, maldita sea. —Luego deja de sonreír y añade—: Ojalá estuvieran aquí.
Él asiente con la cabeza.
—Sí.
Se quedan un momento en silencio.
—Ven conmigo —le dice entonces JB. Le coge la mano y, pasando por delante del galerista y delante de un cajón del que están sacando dibujos enmarcados, lo lleva al fondo de la sala, donde los operarios están retirando con cuidado el envoltorio de burbujas de un cuadro. Se colocan los dos delante de él, y al caer el plástico, aparece un cuadro de Willem.
No es muy grande, solo mide cuatro pies por tres, y es apaisado. Sin duda se trata del cuadro más intensamente fotorrealista que JB ha pintado en años; los colores son fuertes y densos, y las pinceladas que componen el pelo, delicadas como una pluma. Es un retrato de Willem tal como era poco antes de morir, tal vez después del rodaje de El bailarín y el escenario, ya que llevaba el pelo largo y más moreno de como lo tenía en realidad. Sí, después del rodaje, piensa, porque va con el jersey de color verde negruzco como las hojas de las magnolias que le compró él en París cuando fue a verlo.
Retrocede un paso sin dejar de mirarlo. El torso de Willem está vuelto hacia el espectador, pero el rostro mira hacia la derecha, de modo que está casi de perfil, y se inclina sonriendo hacia algo o alguien. Sabe que JB lo ha captado mirando algo que le gusta y que en ese instante era feliz. La cara y el cuello de Willem dominan el lienzo, y aunque el fondo aparece apenas sugerido, sabe que está sentado a la mesa de su casa; lo sabe por la luz y las sombras que se proyectan sobre su cara. Tiene la sensación de que si pronuncia su nombre, el rostro se volverá hacia él y responderá; si alarga la mano y acaricia el lienzo, notará el pelo, las pestañas.
Pero no lo hace, y cuando por fin levanta la vista, ve a JB sonriéndole con tristeza.
—Acaban de poner la cartela con el título —le dice JB, y él se acerca despacio a la pared y la lee: Willem escuchando a Jude contar una historia, Greene Street, y se queda sin respiración.
De pronto se siente mareado.
—Necesito sentarme —dice por fin. JB dobla la esquina con él y lo lleva al otro lado, donde hay un pequeño pasillo sin salida.
Jude se sienta en uno de los cajones que han dejado allí, con las manos apoyadas en los muslos y la cabeza baja.
—Lo siento, JB —logra decir—. Perdóname.
—Es para ti —dice JB en voz baja—. Cuando se acabe la exposición, será tuyo, Jude.
—Gracias, JB.
Se obliga a erguirse, pero todo se mueve en su interior. «Necesito comer algo», piensa. ¿Cuándo ha comido por última vez? El desayuno, piensa, pero eso fue ayer. Se apoya en la caja para recuperar el equilibrio y detener el balanceo que siente en la cabeza, en la columna vertebral; tiene cada vez más a menudo esa sensación de ir a la deriva, en un estado cercano al éxtasis. «Llévame a alguna parte —dice una voz dentro de él, pero no sabe a quién se lo dice, ni adónde quiere ir—. Llévame, llévame». Está pensando en eso, con los brazos cruzados, y de pronto JB lo sujeta por los hombros y lo besa en la boca.
Él lo aparta bruscamente.
—¿Qué coño haces?
JB retrocede con torpeza, frotándose la boca con el dorso de la boca.
—Perdóname, Jude. No significa nada. Es que parecías tan… triste.
—¿Y por eso te comportas así? —le espeta, y cuando JB se acerca a él, añade—: No te atrevas a tocarme, JB.
Al fondo oye las voces de los operarios, del galerista y de los comisarios de la exposición. Da otro paso, esta vez hacia la pared. Voy a desmayarse, piensa. Pero no se desmaya.
—Jude —le dice JB, y entonces cambia de expresión—. ¿Jude?
Pero él ya se está alejando de él.
—Apártate de mí. No me toques. Déjame en paz.
—Jude, no tienes buen aspecto —le dice JB en un hilo de voz, siguiéndolo—. Deja que te ayude. —Pero él sigue andando, intentando alejarse de JB—. Lo siento, Jude. Lo siento.
Es consciente de que hay gente moviéndose de un lado al otro que ni siquiera se da cuenta de que él se va ni y de que JB está a su lado; es como si ellos no existieran.
Hay veinte pasos hasta los ascensores, calcula; dieciocho pasos; dieciséis, quince, catorce. Debajo de él, el suelo se ha convertido en una peonza que gira bamboleante sobre su eje. Diez, nueve, ocho.
—Deja que te ayude, Jude —le dice JB, que no puede parar de hablar—. ¿Por qué ya no quieres hablar conmigo?
Ha llegado al ascensor; golpea el botón con la palma de la mano; se apoya en la pared, rezando para que pueda mantenerse erguido.
—Vete —sisea—. Déjame en paz.
Llega el ascensor, se abren las puertas. Él se acerca a ellas. Ahora camina de otro modo: la pierna izquierda sigue llevando la iniciativa y se levanta a una altura excesiva, eso no ha cambiado, eso es consecuencia de la lesión, pero ya no arrastra la pierna derecha, y como el pie protésico está tan bien articulado —mucho más que sus propios pies—, es capaz de sentir el balanceo del pie al abandonar el suelo, y el complicado y hermoso golpe al posarse de nuevo en él, tramo a tramo. Pero cuando está cansado, cuando se siente desesperado, se sorprende caminando como en el pasado, apoyando el pie plano como una losa en el suelo y arrastrando la pierna derecha, y al subir al ascensor olvida que sus piernas son de acero y fibra de vidrio, que pueden moverse con más agilidad, y tropieza y cae.
—¡Jude! —Oye gritar a JB.
Está tan débil que por un instante todo se vuelve negro y vacío. Al recuperar la vista, ve que todos han oído a JB gritar y se le están acercando. También ve la cara de JB, pero está demasiado cansado para interpretar su expresión. Willem escuchando a Jude contar una historia, piensa, y ante él aparece el cuadro: la cara de Willem, su sonrisa, pero no está mirándolo a él, mira para otro lado. ¿Y si el Willem del cuadro estuviera buscándolo?, piensa. De pronto siente la urgencia de colocarse a la derecha del cuadro, de sentarse en una silla en lo que sería la línea de visión de Willem, de no dejarlo nunca solo. Allí está Willem, eterno prisionero de una conversación de un solo interlocutor. Y allí está él, vivo y también prisionero. Piensa en Willem solo en el cuadro, esperando noche tras noche en el museo vacío a que él le cuente una historia.
«Perdóname, Willem —le dice mentalmente. Perdóname, pero tengo que dejarte. Perdóname, pero tengo que irme».
—Jude —dice JB.
Las puertas del ascensor empiezan a cerrarse. JB alarga el brazo, pero él lo ignora, se levanta del suelo y se apoya en la esquina del ascensor. La gente está cada vez más cerca. Todos se mueven mucho más deprisa que él.
—No te acerques a mí —le dice a JB, pero sin acritud—. Déjame en paz. Por favor, déjame en paz.
—Lo siento, Jude —repite JB. Va a decir algo más, pero las puertas se cierran y Jude se queda por fin solo.