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Una de las primeras películas que Willem protagonizó se titulaba La vida después de la muerte, era una nueva interpretación de la historia de Orfeo y Eurídice narrada desde dos puntos de vista que se alternaban y rodada por dos directores distintos muy reconocidos. Willem hacía el papel de Orfeo, un joven músico de Estocolmo cuya novia acababa de morir, y que fantaseaba con la ilusión de que al tocar ciertas melodías ella aparecía a su lado. Una actriz italiana llamada Fausta interpretaba a Eurídice, la difunta novia de Orfeo.

La broma de la película era que mientras O. miraba al vacío y lloraba la muerte de su amor desde la tierra, E. se lo estaba pasando en grande en el infierno, donde por fin podía dejar de portarse bien: dejaba de cuidar a su madre quejica y a su padre atormentado, dejaba de oír los lloriqueos de los clientes indigentes a los que intentaba ayudar como abogada pero que nunca le daban las gracias, dejaba de tolerar el incesante parloteo de sus amigas egocéntricas, dejaba de esforzarse por animar a su novio encantador pero soso. Estaba en el averno, donde la comida era abundante, los árboles siempre estaban cargados de fruta y podía hacer comentarios maliciosos sobre los demás sin consecuencias; además, atraía la atención del mismo Hades, interpretado por un corpulento y musculoso actor italiano llamado Rafael.

La vida después de la muerte dividió a los críticos. A algunos les encantó, les fascinó sobre todo por la actitud radicalmente diferente de dos culturas distintas ante la vida (la historia de O. estaba a cargo de un famoso director sueco y era de una sobriedad extrema, reflejada incluso en los sombríos tonos grises y azules de la cinta; la de E. era de un director italiano conocido por su exuberancia estética) al tiempo que mostraba tintes de parodia, les gustaron los cambios de tono y elogiaron la forma tierna y original de ofrecer consuelo a los vivos que mostraba.

Pero otros críticos la detestaron, les chirrió tanto el tono como la fotografía, reprobaron la ambivalente nota satírica, aborrecieron el número musical en el que participa E. en el infierno mientras en la tierra el pobre O. toca sus frías y malas composiciones.

Pese al apasionado debate que desencadenó la película (que casi nadie vio en Estados Unidos, pero sobre la que todo el mundo tenía una opinión), hubo unanimidad acerca de una cuestión: los dos protagonistas, Willem Ragnarsson y Fausta San Filippo, eran extraordinarios, y les esperaba una gran carrera.

Con los años La vida después de la muerte fue objeto de revisión, análisis y estudio, y cuando Willem tenía unos cuarenta y cinco años se convirtió en su película favorita, emblema del cine colaborativo, irreverente, audaz y pícaro que muy pocos cineastas parecían interesados en seguir haciendo. Willem había interpretado una serie tan variada de películas y obras de teatro que a Jude siempre le interesaba saber cuáles eran las preferidas de la gente, y luego informaba a Willem de sus descubrimientos: los socios y los empleados masculinos más jóvenes de Rosen Pritchard preferían las películas de espionaje, por ejemplo. A las mujeres les gustaba Duetos. Los empleados temporales —la mayoría de ellos también actores— se quedaban con La manzana envenenada. A JB le gustaba Los invencibles; a Richard, Las estrellas sobre Santiago; a Harold y a Julia, Los detectives de la laguna y El tío Vania. Y a los estudiantes de cine —que eran los que menos se cortaban en acercarse a Willem en los restaurantes o por la calle—, a todos invariablemente, La vida después de la muerte. «Es la mejor obra de Donizetti», decían con confianza, o «Debe de ser asombroso trabajar para Bergesson, el director sueco». Willem siempre se mostraba educado. «Estoy de acuerdo —decía—. Fue asombroso». Y el estudiante sonreía.

Ese año se cumplen veinte años del estreno de La vida después de la muerte, y un día de febrero Jude sale y ve que han pegado el rostro de Willem de cuando la rodó, a los treinta y tres años, en las vallas publicitarias y en las marquesinas de las paradas de autobús, y que hay retratos múltiples al estilo Warhol de él a lo largo de largas extensiones de andamios. Es sábado, y aunque se proponía dar un paseo, da media vuelta y sube de nuevo al piso, donde se tumba en la cama y cierra los ojos hasta que se duerme. El lunes va en el asiento trasero del coche por la Sexta Avenida cuando ve el primer póster pegado en un escaparate vacío; entonces cierra los ojos y no vuelve a abrirlos hasta que el coche se detiene y oye a Ahmed anunciar que ya han llegado a la oficina.

Esa misma semana recibe una invitación del MoMA: La vida después de la muerte será la primera película que se proyecte en un festival, de una semana de duración, que se celebrará en junio para rendir homenaje a Simon Bergesson, y después del pase habrá un debate en el que participarán los dos directores junto con Fausta San Filippo. En la nota dice que esperan que él también asista, aunque saben que ya se lo han propuesto en ocasiones anteriores, y que participe en el debate hablando de la experiencia de Willem durante el rodaje. Al leerlo se queda sorprendido, ¿lo han invitado otras veces? Supone que debe de ser cierto, pero no lo recuerda. Recuerda muy poco de los últimos seis meses. Se fija en las fechas del festival: del 3 al 11 de junio. Hará planes para estar fuera de la ciudad; tiene que estar lejos para estas fechas. Willem actuó en otras dos películas de Bergesson, se llevaban bien, pero aun así no quiere participar. Tampoco quiere ver más carteles con la cara de Willem ni volver a leer su nombre en el periódico. No quiere ver a Bergesson.

Esa noche, antes de acostarse, va al lado del vestidor de Willem, que todavía no ha vaciado. Allí siguen sus camisas en las perchas, los jerséis en los estantes, los zapatos alineados debajo. Coge la camisa que busca, la de cuadros granates y amarillos que Willem solía llevar por casa en primavera, y se la pasa por la cabeza, pero en lugar de meter los brazos por las mangas, se las ata por delante, lo que la convierte en una especie de camisa de fuerza a la vez que le permite fingir —si se concentra— que son los brazos de Willem estrechándolo. Se mete en la cama. Ese ritual lo avergüenza y lo incomoda, solo lo hace cuando realmente lo necesita, como esa noche.

Se queda despierto en la cama. De vez en cuando mete la nariz por el cuello y huele lo que queda de Willem en la camisa, aunque el olor poco a poco se debilita. Esta es la cuarta camisa de Willem que ha utilizado y trata de conservar el olor cuanto puede. Las tres camisas que se puso casi todas las noches durante meses ya no huelen a Willem, huelen a él. Y a veces se consuela pensando que su propio olor es algo que Willem le dio, pero el consuelo no le dura mucho.

Aun antes de que fueran pareja, Willem siempre le llevaba algo del lugar donde había estado trabajando, y cuando regresó después de rodar la Odisea le regaló dos frascos de colonia que había encargado en el taller de un famoso perfumero florentino. «Sé que te parecerá extraño. Pero alguien —él sonrió para sí entonces, sabiendo que se refería a alguna chica— me habló de él y me pareció interesante». Willem le explicó cómo había tenido que describirlo al perfumero —los colores, los sabores, las partes del mundo que le gustaban—, y este había creado esa fragancia para él.

Él la olió: era verde y tenía un ligero regusto a pimienta, con un acabado crudo y punzante.

—Vetiver —dijo Willem—. Pruébalo.

Él se echó un poco en la mano, porque entonces no quería que Willem le viera el dorso de las muñecas, y este lo olfateó.

—Me gusta. Hueles muy bien.

De pronto los dos se sintieron cohibidos.

—Gracias, Willem. Me encanta.

Willem también le había pedido al perfumero que creara una fragancia para él. La suya tenía una base de madera de sándalo y a partir de entonces él siempre relacionó esa madera con él; cuando la olía, sobre todo estando de viaje en India, Japón o Tailandia por motivos de trabajo, pensaba en Willem y se sentía menos solo. No habían dejado de ser clientes del perfumero, y una de las primeras cosas que había hecho un par de meses atrás, cuando tuvo la presencia de ánimo para pensar en ello, fue pedir una gran cantidad de la colonia que el hombre había elaborado para Willem. Se sintió tan aliviado y tan febril cuando llegó por fin el paquete que le temblaron las manos al rasgar el envoltorio y abrirlo. Willem se le estaba escabullendo y él necesitaba retenerlo. Roció la fragancia con cuidado en la camisa de Willem, pero el efecto fue decepcionante: no era solo la colonia lo que hacía que la ropa de Willem oliera a Willem; era él su propia esencia. Esa noche se acostó con una camisa impregnada del olor a madera de sándalo, pero este era tan intenso que se impuso sobre todos los demás olores y destruyó por completo lo que quedaba de Willem. Esa noche lloró por primera vez en mucho tiempo, y al día siguiente dobló la camisa y la guardó dentro de una caja en la esquina del armario para que no contaminara el resto de la ropa de Willem.

La colonia y el ritual de la camisa son dos piezas del frágil y tambaleante andamio que ha aprendido a erigir para poder seguir adelante, para continuar viviendo. Si bien a veces tiene la sensación de que más que vivir se limita a existir, que se deja arrastrar por los días en lugar de moverse él. Pero no se mortifica por ello, pues el mero hecho de vivir le resulta bastante duro.

Ha tardado meses en averiguar qué era lo que mejor funcionaba. Durante un tiempo se dedicó a devorar las películas de Willem, buscaba las secuencias en las que él intervenía, las veía una y otra vez hasta que se quedaba dormido en el sofá. Pero ver a Willem actuando lo alejaba de él, en lugar de acercarlo, y al final descubrió que era mejor detenerse en una imagen, en el rostro de Willem congelado mirándolo, y quedarse contemplándola hasta que se le irritaban los ojos. Al cabo de un mes se dio cuenta de que debía tener más cuidado al seleccionar las películas para que no perdieran su potencia. Entonces se impuso un orden, empezando por la primera película que hizo Willem, La doncella sin manos, que vio de forma obsesiva todas las noches, con pausas y arranques, congelando determinadas imágenes. Los fines de semana se pasaba horas delante de la pantalla, desde que el cielo nocturno daba paso al alba hasta mucho después de que se hubiera vuelto negro de nuevo. Pero luego comprendió que era peligroso ver las películas por orden cronológico, pues poco a poco iría acercándose a la muerte de Willem. De modo que ahora escoge al azar la película del mes, y parece que eso funciona mejor.

Sin embargo, lo que más lo reconforta es fingir que Willem está de rodaje, un rodaje muy largo y agotador, pero al final acabará regresando. Es una ilusión difícil de mantener, porque cuando trabajaba fuera hablaban y se escribían correos electrónicos o mensajes de texto (o las tres cosas) a diario. Agradece haber conservado tantos correos electrónicos de Willem, ya que durante un tiempo fue capaz de leerlos por la noche y fingir que acababa de recibirlos, y, aunque quería atracarse con ellos, tuvo cuidado de leer solo uno al día. Pero enseguida se dio cuenta de que eso no lo consolaría mucho tiempo; tenía que distribuírselos mejor, de modo que ahora lee uno, solo uno, a la semana. Puede releer, si quiere, mensajes que ha leído en semanas anteriores, pero no los que no ha leído aún. Esa es otra de sus reglas.

Aun así, eso no resolvía el gran problema del silencio de Willem. ¿Qué circunstancias impedirían que se comunicara con él durante un rodaje?, se preguntaba mientras nadaba por las mañanas o cuando se quedaba de pie junto a los fogones por las noches esperando el silbido del hervidor de agua. Al final ha logrado dar con la solución. Willem está filmando una película financiada por un magnate ruso un poco loco, sobre una tripulación de cosmonautas soviéticos durante la guerra fría y se encuentra en el espacio, dando vueltas día y noche a millas y millas de distancia, sin posibilidades de ponerse en contacto con él y deseoso de volver a casa. También esa película imaginaria, y la desesperación que trasluce, lo avergüenza, pero le parece lo bastante plausible y se lo cree durante un largo período, a veces incluso días seguidos. Agradece entonces que la logística y las realidades del trabajo de Willem fueran a menudo apenas creíbles: la misma inverosimilitud de la industria lo ayuda a creer ahora que lo necesita.

«¿Cómo se titula la película?», se imaginaba a Willem preguntándole con una sonrisa.

«Querido camarada», le respondía él, porque así era como se trataban a veces en los correos electrónicos: «Querido camarada», «Querido Jude Haroldóvich», «Querido Willem Ragnaravóvich». Esta costumbre había empezado cuando Willem rodó la primera parte de su trilogía de espionaje, ambientada en el Moscú de la década de 1960. Querido camarada tarda un año en acabarse, aunque sabe que eso debería cambiarlo: ya es marzo y en su imaginación Willem vuelve a casa en noviembre. Sabe que no estará preparado para poner fin a esa parodia, que tendrá que imaginar retrasos y repeticiones de tomas, y luego inventar una segunda parte para que Willem esté lejos aún más tiempo.

Para hacer más creíble la fantasía, le escribe un correo electrónico todas las noches contándole lo que ha pasado durante el día, como solía hacer. Los mensajes acaban así: «Espero que el rodaje vaya bien. Te echo de menos. Jude».

En noviembre salió por fin de su estupor y la realidad de la ausencia definitiva de Willem se impuso. Entonces comprendió que estaba en una situación difícil. Recuerda muy poco de los meses anteriores; recuerda muy poco de lo que pasó aquel día. Terminó de hacer la ensalada de pasta, troceó las hojas de albahaca encima del bol y miró el reloj preguntándose qué estaban haciendo, pero no se preocupó, a Willem le gustaba tomar caminos vecinales y a Malcolm sacar fotos, de modo que se habrían desviado del camino y habrían perdido la noción del tiempo.

Llamó a JB y escuchó sus quejas sobre Fredrik, cortó melón para el postre; después, como empezaba a ser tarde, llamó a Willem al móvil, pero nadie contestó. Entonces se enfadó. ¿Dónde se habían metido?

Se hizo todavía más tarde. Se paseó por la casa. Llamó a Malcolm, a Sophie; nada. Volvió a llamar a Willem. Llamó a JB. ¿Lo habían llamado? ¿Sabía algo de ellos? Pero JB no sabía nada.

—No te preocupes, Jude —le dijo—. Se habrán parado a tomar un helado, o tal vez hayan huido juntos los tres.

—Ja —dijo él, pero sabía que había pasado algo—. Está bien. Te llamo luego, JB.

Justo cuando colgó llamaron a la puerta y él se quedó quieto un instante, aterrado, pues nadie tocaba nunca el timbre. Era difícil encontrar la casa, había que buscarla, y luego recorrer un buen trecho a pie desde la carretera principal si la puerta de la verja no estaba abierta, y él no la había abierto por el interfono. «Dios mío, no. Oh, no. No». Volvieron a llamar, él se dirigió a la puerta y al abrirla no registró la expresión de los policías, sino el gesto de quitarse la gorra. Entonces lo supo.

Después perdió el sentido. Solo a ratos recuperaba la conciencia, y las caras que veía —la de Harold, la de JB, la de Richard, la de Andy, la de Julia— eran las que recordaba haber visto tras su intento de suicidio: las mismas personas, las mismas lágrimas. Lloraban entonces y lloraban ahora, y a ratos él se desconcertaba; pensaba que la última década —los años con Willem, la amputación de sus piernas— quizá no era más que un sueño, tal vez seguía en el departamento de psiquiatría. Recuerda que le contaron cosas esos días, pero no recuerda quién, no recuerda ninguna conversación. Supo que él había identificado el cuerpo de Willem y que no le habían dejado verle la cara —había salido despedido del coche y había dado de cabeza contra un olmo situado a treinta pies de la carretera; tenía el rostro destrozado, todos los huesos rotos—, lo había identificado por la mancha de nacimiento de la pantorrilla izquierda y por el lunar en el hombro derecho. Supo que el cuerpo de Sophie había quedado aplastado —«destruido» era la palabra que recordaba haber oído decir a alguien—, y que Malcolm había sido declarado «muerto cerebral» y lo habían mantenido con vida con un respirador artificial durante cuatro días hasta que sus padres donaron sus órganos. Supo que todos llevaban el cinturón de seguridad; que el coche de alquiler —ese puto coche de alquiler— tenía el dispositivo de airbag defectuoso, y que el conductor del camión, un camión de una compañía de cerveza, iba borracho y se había saltado el semáforo en rojo.

La mayor parte del tiempo estuvo medicado. Lo estuvo en el funeral de Sophie, que no recordaba en absoluto, ni un detalle, y en el de Malcolm. De este recordaba al señor Irving cogiéndolo, zarandeándolo y abrazándolo con tanta fuerza que lo ahogaba, abrazándolo y sollozando, hasta que alguien, seguramente Harold, le dijo algo y lo soltó.

Supo que se había celebrado una especie de funeral por Willem, algo discreto, y que lo habían incinerado, pero no recuerda nada. No sabe quién lo organizó. No sabe siquiera si asistió, y le da demasiado miedo preguntarlo. Recuerda que Harold le dijo en algún momento que no importaba que no pronunciara unas palabras, que podrían celebrar otro acto en memoria de William más tarde, cuando estuviera preparado. Recuerda que asintió y pensó: «Nunca estaré preparado».

En un determinado momento volvió al trabajo: a finales de septiembre, cree. Entonces ya sabía lo que había ocurrido. Lo sabía, pero intentaba no pensar en ello. No leía los periódicos, no veía las noticias. Dos semanas después de la muerte de Willem, Harold y él estaban caminando por la calle y pasaron por delante de un quiosco: ante ellos apareció la cara de Willem entre dos fechas, la de su nacimiento y la de su muerte. Se quedó parado mirando la portada de la revista hasta que Harold le cogió del brazo.

—Vamos, Jude —le dijo con suavidad—. No lo mires más. Ven conmigo. —Y él lo siguió obediente.

Antes de regresar a la oficina dio instrucciones a Sanjay.

—No quiero que nadie me dé el pésame. No quiero que nadie lo mencione. No quiero que nadie vuelva a pronunciar su nombre.

—Está bien, Jude —respondió Sanjay en voz baja, asustado—. Lo entiendo.

Y obedecieron. Nadie le expresó sus condolencias y nadie pronunció el nombre de Willem. Ahora lamenta que no lo hicieran. Él no es capaz ya de pronunciarlo, pero desea que alguien lo haga. A veces por la calle oye algo que parece su nombre —«¡William!», dice una madre llamando a su hijo—, y él se vuelve ansioso.

En los primeros meses estuvo ocupado en asuntos prácticos que llenaron sus días de rabia pero les dieron un sentido. Demandó al fabricante del coche, al fabricante de los cinturones de seguridad, al fabricante del airbag, a la compañía de alquiler de coches. Demandó al camionero y a la empresa para la que trabajaba. Se enteró por su abogado de que el camionero tenía un hijo con una enfermedad crónica: un pleito arruinaría a su familia, le dijo, pero a él no le importó. En otro momento le habría importado; ya no. Se sentía cruel y despiadado. «Que lo destroce —pensó—. Que se arruine. Que sienta lo que siento yo. Que pierda todo lo que le importa». Estaba resuelto a sacar hasta el último dólar de todos ellos, de las compañías y de las personas que trabajaban para ellas. Quería dejarlos indefensos. Quería dejarlos vacíos. Quería que vivieran en la miseria, que se sintieran perdidos.

Fue demandando a cada uno de ellos por todo lo que Willem habría ganado si hubiera vivido hasta el final de una vida normal; era una cifra extraordinaria, astronómica, y no podía mirarla sin desesperarse, no por la cifra en sí sino por los años que representaba.

Saldarían cuentas con él, le aseguró su abogado, un experto en agravios con fama de agresivo y corrupto llamado Todd con quien había colaborado para la revista jurídica, y los acuerdos serían generosos.

A él le traía sin cuidado si eran generosos o no. Solo le importaba hacerlos sufrir.

—Acaba con ellos —le ordenó a Todd con un tono cargado de odio.

Todd pareció sorprenderse.

—Lo haré, Jude. No te preocupes.

Él no necesitaba el dinero. Tenía el suyo. Y salvo una cantidad para su ayudante y para su ahijado, y las sumas que quería destinar a varias organizaciones benéficas —aquellas con las que ya colaboraba, más una nueva, una fundación que apoyaba a niños explotados—, Willem se lo había dejado todo a él. Era como el negativo fotográfico de su propio testamento. Poco antes, con motivo del setenta y cinco cumpleaños de Harold y de Julia, Willem y él habían fundado dos becas universitarias: una en la facultad de derecho bajo el nombre de Harold, y otra en la facultad de medicina bajo el de Julia. Las habían financiado juntos, y Willem había dejado suficiente dinero en un fondo en fideicomiso para seguir haciéndolo. Él desembolsó el resto de las donaciones: firmó los cheques para las organizaciones benéficas, las fundaciones, los museos y los organismos que Willem había designado como beneficiarios. Entregó a los amigos —Harold y Julia, Richard, JB, Roman, Cressy, Susannah, Miguel, Kit, Emil, Andy, pero no a Malcolm, ya no— lo que Willem les había dejado: libros, fotos, recuerdos de funciones teatrales y películas, obras de arte. En el testamento de Willem no hubo sorpresas, aunque a ratos deseaba que las hubiera habido: cuánto habría agradecido descubrir la existencia de un hijo secreto con su misma sonrisa, cuánto le habría asustado y al mismo emocionado encontrar una carta secreta con alguna confesión largo tiempo reprimida. Cuánto habría agradecido que le hubiera dado una excusa para odiarlo, para guardarle rencor por un misterio que le llevara años resolver. Pero no hubo nada. La vida de Willem había llegado a su fin, y su muerte había sido tan limpia como lo había sido su vida.

Creía que lo estaba llevando bien, o bastante bien, cuando le telefoneó Harold para preguntarle qué quería hacer para el día de Acción de Gracias y por un momento él no supo de qué le hablaba, qué significaba «día de Acción de Gracias».

—No lo sé —respondió.

—Falta menos de una semana —le dijo Harold con la voz apagada que todo el mundo utilizaba ahora con él—. ¿Quieres venir aquí o que vayamos nosotros, o prefieres ir a alguna parte?

—No creo que pueda ir a ninguna parte. Tengo mucho trabajo.

Pero Harold insistió.

—Donde sea, Jude. Con quien quieras o solos. Pero queremos verte.

—No os lo pasaréis bien conmigo —replicó Jude al fin.

—Lo que es seguro es que no lo pasaremos bien sin ti. Por favor Jude. Donde sea.

Decidieron ir a Londres y se instalaron en el piso que tenían allí. Se alegró de salir del país, donde habrían pasado escenas familiares en televisión, y sus colegas se habrían quejado alegremente de los hijos, las esposas, los maridos y los suegros. En Londres no era fiesta. Salieron a pasear, y Harold preparó extravagantes y desastrosas comidas que él se comió sin hambre, durmió mucho y luego regresaron a casa.

Un domingo de diciembre se despertó y de pronto lo supo: Willem se había ido. Se había ido para siempre. No volvería. Nunca volvería a verlo. Nunca volvería a oír su voz, nunca volvería a oler su fragancia, nunca volvería a sentir sus brazos envolviéndolo. Nunca volvería a desahogarse con él contándole sus recuerdos ni sollozaría avergonzado mientras lo hacía. Nunca volvería a despertar de uno de sus sueños, ciego de miedo, y notaría su mano en la cara y oiría su voz diciéndole: «Estás a salvo, Jude. Estás a salvo. Se acabó, se acabó, se acabó». Entonces lloró, lloró de verdad, lloró por primera vez desde el accidente. Lloró por Willem, lloró por el miedo que debió de sentir, por lo que debió de sufrir, por su corta vida truncada. Pero sobre todo lloró por él. ¿Cómo podría vivir sin Willem? Toda su vida, la vida que contaba, la vida después del hermano Luke, después del doctor Traylor, después del monasterio y de las habitaciones de motel y del hogar para niños y de los camiones, había tenido a Willem a su lado. Desde que tenía dieciséis años y lo conoció en la habitación del Hood no había pasado un solo día en el que no se hubiera comunicado con él. Incluso cuando se peleaban, hablaban. «Jude, las cosas mejorarán —le dijo Harold—. Te lo juro, aunque ahora te parezca imposible». Todos le decían lo mismo: Richard, JB y Andy; la gente que le mandaba tarjetas. Kit. Emil. Todos le decían que con el tiempo las cosas irían mejor. Pero aunque no lo expresaba en voz alta, para sus adentros pensaba: «No lo harán». Harold había tenido a Jacob cinco años y él había tenido a Willem treinta y cuatro años, no había comparación. Willem había sido la primera persona que lo había querido, la primera que no lo había visto como un objeto que utilizar o compadecer sino como un amigo, y la segunda que siempre, siempre, había sido amable con él. Si no hubiera sido por Willem, no habría podido acercarse a nadie: no habría sido capaz de confiar en Harold si no hubiera confiado antes en él. Se veía incapaz de concebir la vida sin Willem, hasta tal punto había definido lo que era y lo que podía ser su vida.

Al día siguiente hace lo que nunca había hecho: llama a Sanjay y le dice que no irá a trabajar los dos días siguientes. Se queda en la cama, llora y grita hasta quedarse completamente afónico. Y después de esos dos días encuentra otra solución: se queda trabajando hasta tan tarde que ve salir el sol desde la oficina, lo hace todos los días de la semana, incluso los sábados. Los domingos, en cambio, duerme sin parar, pues cuando se despierta, se toma una pastilla y no solo se vuelve a dormir, sino que cualquier atisbo de desvelo desaparece. Cuando se despierta lleva veinticuatro horas sin comer, a veces más, y está tembloroso y con la mente en blanco. Baja a la piscina y luego va a trabajar. Si tiene suerte habrá pasado el domingo soñando con Willem, al menos un rato. Ha comprado una almohada gruesa y larga, la envuelve con una camisa de Willem y la abraza mientras duerme, aunque normalmente era Willem quien lo abrazaba a él. Detesta hacerlo, pero no puede evitarlo.

Es de algún modo consciente de que sus amigos lo observan, están preocupados por él. En un momento dado salió a relucir que uno de los motivos por los que recuerda tan poco los días que siguieron al accidente es porque estuvo ingresado en el hospital bajo vigilancia por intento de suicidio. Ahora pasa los días dando tumbos sin rumbo y se pregunta por qué no se mata: bien mirado, este es el momento de hacerlo, todos lo comprenderían. Sin embargo no lo hace.

Al menos nadie le dice que debe pasar página. Él no quiere pasar página y seguir adelante, quiere permanecer ahí para siempre. Tampoco nadie lo acusa de negar la realidad. La negación lo sostiene, y le aterra el día en que sus vanas ilusiones pierdan el poder persuasivo. Por primera vez en décadas no se autolesiona. Si no se hace cortes permanece aturdido, y necesita estarlo; necesita que el mundo se mantenga a cierta distancia. Por fin ha logrado lo que Willem siempre esperó; solo ha sido necesario que se lo arrebataran.

En enero soñó que Willem y él estaban en la casa de campo preparando la cena y hablando, como habían hecho cientos de veces. En el sueño oía su propia voz, pero no alcanzaba a oír la de Willem; si bien lo veía mover la boca, no oía qué decía. Al despertarse, se sentó en la silla de ruedas y tan deprisa como pudo se dirigió a su estudio, donde revisó los correos electrónicos hasta encontrar unos pocos mensajes de voz de Willem que se había olvidado de borrar. Eran breves y poco reveladores, pero los escuchó una y otra vez vencido por el dolor; su propia trivialidad —«Hola, Jude. Me voy al mercado de los granjeros a comprar esas rampas. ¿Quieres algo más? Dime algo»— los convertía en algo valioso, la prueba de su vida juntos.

No siente la culpabilidad del superviviente sino más bien la incomprensión: siempre, siempre había dado por sentado que moriría antes que Willem. Todos lo sabían. Willem, Andy, Harold, JB, Malcolm, Julia, Richard: moriría antes que todos ellos. La única incógnita era cómo moriría, si por su propia mano o por una infección. Pero a nadie se le había pasado por la cabeza que Willem pudiera morir antes. No habían hecho planes para afrontarlo porque nunca habían contemplado ese imprevisto. De haber sabido que cabía esa posibilidad, de haber sido menos absurda, habría guardado más pruebas. Habría grabado la voz de Willem hablando con él y habría guardado las grabaciones. Habría hecho más fotos. Habría intentado destilar la misma química corporal de Willem. Lo habría llevado, recién levantado, al perfumero de Florencia y le habría dicho: «Aquí lo tiene. Quiero que embotelle este olor». Jane le contó en una ocasión que de niña le aterraba tanto que su padre muriera que en secreto había hecho copias digitales de los informes orales de su padre (él también era médico) y las había guardado en un USB. Y cuando su padre finalmente murió, se sentó en una habitación para escucharlas: su padre dando indicaciones con su voz serena y paciente. Cuánto envidiaba a Jane; cuánto lamentaba no haber tenido esa misma ocurrencia.

Al menos él tenía las películas de Willem, así como sus correos electrónicos y las cartas que le había escrito a lo largo de los años y que nunca había tirado. Al menos tenía su ropa y sus objetos personales, que también había guardado. Al menos tenía los cuadros que JB le pintó, y tenía fotografías, cientos. Decidió que se permitiría ver solo diez cada semana, y que las miraría sin parar durante horas. Dependía de él si quería ver una al día o las diez en una sola sesión. Aterrado por si el ordenador se estropeaba y perdía las imágenes, hizo múltiples copias y guardó los discos en distintos lugares: en su caja fuerte de Greene Street, en la caja fuerte de Lantern House, en su escritorio de Rosen Pritchard, en la caja de seguridad del banco.

Nunca había visto a Willem como un catalogador exhaustivo de su propia vida —él tampoco lo era—, pero un domingo de comienzos de marzo se saltó sus horas de sueño drogado y se fue a Garrison. Aunque desde septiembre solo había estado un par de veces en la casa, los jardineros seguían yendo, y alrededor del camino de entrada los bulbos empezaban a abrirse. En la encimera de la cocina había un jarrón con ramas de ciruelo florecido y se detuvo a mirarlo. ¿Había enviado un mensaje a la encargada de cuidar la casa para avisarla de que iba? Debía de haberlo hecho. Pero por un momento se imagina que alguien coloca ramos de flores en la encimera al comienzo de cada semana, y que al final de la semana, una semana más sin que nadie los haya visto, los tira.

Va a su despacho, donde instalaron un archivador extra para que Willem también guardara sus carpetas y papeles. Se sienta en el suelo mientras se quita el abrigo y respira hondo antes de abrir el primer cajón. Hay carpetas, cada una marcada con el título de una obra de teatro o de una película, y dentro de cada una de ellas está la versión del guión adaptado para el rodaje con notas de Willem en los márgenes. A veces también están las órdenes de rodaje de los días en que un actor que él sabe que Willem admiraba especialmente iba a actuar con él; recuerda que cuando Willem rodaba El tribunal del Sicomoro, le envió emocionado una foto del orden de rodaje de un día con su nombre mecanografiado justo debajo del de Clark Butterfield. «¿Te imaginas?», decía el mensaje.

«Desde luego, que me lo imagino», respondió él.

Hojea las carpetas, saca algunas al azar y revisa con cuidado el contenido. En los cuatro primeros cajones hay lo mismo: películas, obras de teatro, otros proyectos.

En el quinto cajón encuentra una carpeta llamada «Wyoming», y en ella hay sobre todo fotos, la mayoría de las cuales ya las ha visto: fotos de Hemming, de Willem y Hemming, de sus padres, de los hermanos que Willem no conoció: Britte y Aksel. Hay un sobre aparte con una docena de fotos de Willem solo: en el colegio, con el uniforme de boy scout, con el equipo de fútbol. Mira esas fotos con los puños cerrados y luego las devuelve al sobre.

En esa carpeta hay unas algunas cosas más: un comentario de texto sobre El mago de Oz escrito con la esmerada caligrafía de Willem en tercero de primaria, que le hace sonreír, y una tarjeta de cumpleaños con dibujos hechos a mano dirigida a Hemming, que le da ganas de llorar; la notificación de la muerte de su madre y la de la muerte de su padre; una copia del testamento; unas pocas cartas de él para sus padres, de sus padres para él, todas en sueco; las aparta para pedir que se las traduzcan.

Sabe que Willem nunca ha llevado un diario, pero cuando hojea la carpeta de «Boston» piensa que podría encontrar algo en ella. Sin embargo, no hay nada. Solo encuentra más fotos que ya había visto: de Willem, espectacularmente guapo; de Malcolm, con un aire sospechoso y algo asilvestrado con el greñudo pelo a lo afro que intentó llevar sin éxito durante la época universitaria; de JB, casi con el mismo aspecto que ahora, risueño y con mofletes; de él, asustado, sofocado y muy delgado, con su espantosa ropa de talla enorme, el pelo horriblemente largo, y los hierros aprisionándole las piernas en un negro y espumoso abrazo. Se detiene en una foto de los dos sentados en el sofá de su habitación del Hood, Willem apoyado en él, mirándolo sonriente y diciendo algo, y él riéndose con una mano en la boca, un gesto que aprendió a hacer cuando los tutores del hogar le dijeron que tenía una sonrisa fea. Parecen dos criaturas diferentes, no solo dos personas diferentes, la guarda enseguida y luego la rompe por la mitad.

Le cuesta respirar, pero continúa. En la carpeta de «Boston» y en la de «New Haven» hay reseñas de los periódicos universitarios sobre las obras de teatro en las que Willem actuó; también un artículo sobre el performance que hizo JB inspirándose en Lee Lozano. Le conmueve especialmente encontrar un examen de cálculo en el que Willem sacó un notable, un examen que le ayudó a preparar durante meses.

Cuando introduce de nuevo la mano en el cajón, en lugar de una carpeta colgante saca una gran carpeta en forma de acordeón de las que utilizan en el bufete. Ve su nombre escrito en ella y la abre despacio.

Ahí está todo: las cartas que él escribió a Willem, los correos electrónicos importantes impresos y las tarjetas de cumpleaños. Hay fotografías de él, algunas de las cuales no ha visto nunca. Está el número de Artforum en el que aparece Jude con un cigarrillo en la portada. Una tarjeta que le escribió Harold poco después de la adopción, dándole las gracias por haber ido y por el regalo. Hay un artículo sobre un premio que ganó él en la facultad de derecho, que está seguro de que no le envió a Willem pero alguien debió hacerlo. No era necesario que él registrara su vida, sin él saberlo: Willem lo estuvo haciendo desde el principio.

Pero ¿por qué se interesó Willem tanto por él? ¿Por qué quiso pasar tanto tiempo con él? Nunca llegará a comprenderlo.

«A veces tengo la impresión de que me importa más a mí que sigas vivo que a ti mismo», recuerda que le dijo una vez, y toma una larga bocanada de aire que le estremece.

Continúa ese análisis pormenorizado de su vida y en el sexto cajón, encuentra otra carpeta de acordeón, en la que se lee «Jude II», y detrás de ella, «Jude III» y «Jude IV», pero no puede seguir mirando. Vuelve a colocar las carpetas en su sitio con cuidado, cierra los cajones y cierra el archivador con llave. Guarda las cartas de Willem y de sus padres en un sobre que mete en otro sobre para protegerlas. Luego coge las ramas de cerezo y envuelve los extremos cortados en una bolsa de plástico, vacía el jarrón en el fregadero, cierra la casa y vuelve en coche a la ciudad con las ramas en el asiento del copiloto. Antes de subir a su piso, entra con su llave en el estudio de Richard, llena de agua una lata de café, coloca dentro las ramas y las deja en su mesa de trabajo para que se las encuentre al día siguiente.

Es viernes por la noche, o mejor dicho, la madrugada del último sábado de marzo y está en su despacho. Se aparta del ordenador, mira por la ventana, desde donde se ve el Hudson, y contempla el cielo blanquecino, el río sucio y gris, y bandadas de pájaros revoloteando encima de él. Luego se pone de nuevo a trabajar. Es consciente de cómo ha cambiado en esos últimos meses, del miedo que le da la gente. Nunca ha sido una presencia risueña en el bufete, pero ahora lo es menos que nunca, se ha vuelto más cruel y se muestra más frío. Sanjay y él solían comer juntos y quejarse de sus colegas, pero han dejado de hacerlo. Lleva casos al bufete y trabaja más de lo necesario, pero siente que nadie disfruta de su compañía. Él necesita a Rosen Pritchard, se sentiría perdido sin su trabajo. Sin embargo, trabajar ya no le proporciona placer. Intenta decirse a sí mismo que no le importa. El trabajo no es una fuente de placer, no para la mayoría de la gente. No obstante, en otro tiempo lo fue para él y ahora ha dejado de serlo.

Dos años antes, cuando todavía estaba convaleciente de la operación y se sentía muy cansado, tan cansado que Willem tenía que levantarlo y acostarlo, Willem y él se quedaron hablando en la cama una mañana. Fuera debía de hacer frío, porque recuerda que se sentía calentito y seguro entre las sábanas, y se oyó a sí mismo decir:

—Ojalá pudiera quedarme aquí tumbado para siempre.

—Quédate entonces —le dijo Willem. Era una de sus conversaciones recurrentes: sonaba el despertador y él se levantaba. «No te vayas», le decía siempre Willem. «¿Por qué tienes que levantarte? ¿Por qué vas siempre con tantas prisas?».

—No puedo, Willem. Tengo que irme —respondió él sonriendo.

—¿Por qué no dejas de trabajar?

Él se rió.

—No puedo dejar mi trabajo.

—¿Por qué no? Aparte de la falta de estímulo intelectual que supondría y de la perspectiva de tenerme a mí como única compañía, dame una buena razón.

Él sonrió de nuevo.

—Entonces no hay una buena razón, porque creo que me encantaría tenerte a ti como única compañía. Pero ¿en qué ocuparía mi tiempo como hombre mantenido?

—Cocinar. Leer. Tocar el piano. Hacer voluntariado. Viajar conmigo. Oír cómo me quejo de los actores que no aguanto. Darte masajes faciales. Cantar para mí. Alimentar mi ego con un torrente continuo de elogios.

Él se rió, y Willem se rió con él. Pero ahora piensa: «¿Por qué no lo dejé? ¿Por qué permití que Willem se fuera lejos de mí tantos meses, durante tantos años, cuando yo podría haber viajado con él? ¿Por qué pasé más horas en Rosen Pritchard que con Willem?». Pero tomó una decisión y Rosen Pritchard es todo lo que tiene ahora.

Luego piensa: «¿Por qué no le di a Willem lo que debería haberle dado? ¿Por qué lo obligué a buscar sexo en otra parte? ¿Por qué no fui más valiente? ¿Por qué no cumplí con mi deber? ¿Por qué se quedó conmigo de todos modos?».

Vuelve a Greene Street para ducharse y dormir unas horas; volverá a la oficina por la tarde. Mientras conduce, baja la mirada para no ver las vallas publicitarias de La vida después de la muerte y revisa los mensajes: Andy, Richard, Harold, Henry Young el Negro.

El último es de JB, que lo llama o le manda un mensaje de texto al menos dos veces a la semana. No sabe por qué, pero no soporta ver a JB. De hecho, lo odia; lo odia como no ha odiado a nadie en mucho tiempo. Es consciente de que se trata de algo irracional, de que JB no tiene la culpa de nada, de nada en absoluto. El odio no tiene razón de ser. JB ni siquiera estaba en el coche aquel día, no tiene responsabilidad alguna, ni en la más distorsionada lógica. Sin embargo, la primera vez que lo vio tras haber recuperado la conciencia oyó una voz en su interior que decía, clara y serenamente: «Deberías haber sido tú, JB». No pronunció estas palabras, pero debió de expresarlo con el rostro, porque JB se acercaba a él para abrazarlo y se detuvo en seco. Solo ha visto a JB dos veces desde entonces, las dos con Richard, y en ambas ocasiones ha tenido que contenerse de decir algo malvado e imperdonable. Y sin embargo JB lo llama y siempre le deja mensajes de texto, siempre el mismo mensaje: «Hola, Jude, soy yo. Solo quería saber cómo estabas. Me acuerdo mucho de ti. Me gustaría verte. En fin. Te quiero. Adiós». Y también él le responde siempre el mismo mensaje: «Hola, JB, gracias por tu mensaje. Siento que no nos hayamos podido ver, he tenido mucho trabajo. Hablamos pronto. Un abrazo, J.». Pese a esa respuesta, no tiene intención de hablar con él, tal vez no vuelva a hacerlo nunca más. Hay algo que no funciona en el mundo, piensa, un mundo en el que, de los cuatro —JB, Willem, Malcolm y él—, los dos mejores, los dos más amables y más considerados, han muerto, y los dos ejemplares más inestables han sobrevivido. Al menos JB tiene talento, merece vivir. Pero no se le ocurre ningún motivo para que él siga haciéndolo.

«Somos los únicos que quedamos, Jude —le dijo JB en una ocasión—. Al menos nos tenemos el uno al otro». Y en otra de esas afirmaciones que acudían enseguida a su mente, pero que no llegaba a pronunciar, pensó: «Te habría cambiado por él». Habría cambiado a cualquiera de ellos por Willem. A JB, al instante. A Richard y a Andy —¡que se desvivían por él!—, sin pensárselo. Incluso a Julia. A Harold. Habría cambiado a cualquiera de ellos, a todos, con tal de recuperar a Willem. Piensa en Hades, con su brillante musculatura italiana, y en E. extasiada en el infierno. «Tengo una propuesta que hacerte —le dice a Hades—. Cinco almas a cambio de una. ¿Cómo puedes negarte?».

Un domingo de abril está dormido cuando lo despiertan unos golpes fuertes e insistentes, él se vuelve atontado en la cama y se tapa la cabeza con la almohada, con los ojos todavía cerrados, hasta que al final los golpes cesan. De pronto nota que alguien le toca el brazo con suavidad, entonces grita y se da la vuelta, y ve a Richard sentado a su lado.

—Lo siento, Jude. ¿Has estado durmiendo todo el día?

Traga saliva, se incorpora a medias. Los domingos deja las persianas bajadas y las cortinas corridas; no sabe si es de día o de noche.

—Sí. Estoy cansado.

—Bueno, siento irrumpir tu descanso —le dice Richard después de un silencio—. Pero no contestabas al móvil y quería invitarte a cenar conmigo.

—Oh, Richard, no sé —dice él, intentando discurrir una excusa.

Richard tiene razón: en su encierro dominical, apaga el móvil y desconecta el teléfono para que nada interrumpa su sueño, su intento de encontrarse con Willem en sueños.

—No me encuentro muy bien. No seré una buena compañía.

—No te pido que me entretengas, Jude —le dice Richard, sonriendo ligeramente—. Vamos, tienes que comer algo. Estaremos solos tú y yo. India está de fin de semana en el campo con una amiga.

Permanecen los dos callados mucho rato. Él recorre la habitación, la cama revuelta con la mirada. Huele a cerrado, a madera de sándalo y al calor condensado del radiador.

—Vamos, Jude —le insiste Richard en voz baja—. Ven a cenar conmigo.

—Está bien —responde él por fin—. Está bien.

Richard se levanta.

—Te espero abajo dentro de media hora.

Jude se ducha y baja con una botella de tempranillo que a Richard le gusta. Intenta meterse en la cocina, pero Richard lo echa, de modo que se sienta a la larga mesa de comedor, en la que caben veinticuatro personas, y acaricia a Mustache, el gato de Richard, que se ha subido de un salto a su regazo. Recuerda la primera vez que vio ese apartamento, con las arañas de luces colgantes y las enormes esculturas de cera de abeja; con los años se ha domesticado un poco, pero sigue siendo un lugar muy propio de Richard, con sus colores blanco roto y amarillo cera, aunque ahora de las paredes también cuelgan cuadros de India, abstractos brillantes y violentos desnudos femeninos, y el suelo está alfombrado. Hacía meses que no entraba en ese apartamento al que antes iba al menos una vez a la semana. Continúa viendo a Richard, por supuesto, pero solo de pasada, ya que intenta evitarlo, y cuando él lo llama para salir a cenar o le pide que pase por su casa, él siempre responde que está demasiado ocupado o demasiado cansado.

—No me acordaba de si te gusta mi famoso salteado de seitán, así que al final me he decantado por las vieiras —le dice Richard, poniéndole un plato delante.

—Me gusta mucho tu famoso salteado —dice, aunque no recuerda lo que es, ni si le gusta o no—. Gracias, Richard.

Richard sirve las dos copas de vino y alza la suya.

—Feliz cumpleaños, Jude —declara Richard con solemnidad, y entonces cae en la cuenta: es su cumpleaños.

Harold ha estado llamándolo y escribiéndole correos electrónicos toda la semana con una frecuencia insólita incluso para él, y salvo respuestas convencionales, no ha hablado con él. Sabe que estará preocupado. También ha recibido más mensajes de la cuenta de Andy y de alguna persona más; ahora sabe por qué y se echa a llorar por la amabilidad de todos, a la que él tan mal corresponde, por su soledad y porque eso demuestra que la vida, pese a todos sus esfuerzos por abandonarla, continúa. Tiene cincuenta y un años, y Willem lleva ocho meses muerto.

Richard no dice nada, solo se sienta a su lado en el banco y lo abraza.

—Sé que no te sirve —le dice por fin—, pero yo también te quiero, Jude.

Él mueve la cabeza, incapaz de hablar. En los últimos años ha pasado de darle vergüenza llorar a llorar constantemente a solas primero, a llorar delante de Willem después, y ahora, en una última pérdida de dignidad, a llorar delante de cualquiera, en cualquier momento y por cualquier cosa.

Se apoya en el pecho de Richard y solloza sobre su camisa. Richard es otra persona cuya amistad incondicional y sin límites, y cuya compasión, siempre lo han dejado perplejo. Sabe que los sentimientos de Richard hacia él se entremezclan con sus sentimientos hacia Willem, y lo comprende; le hizo a Willem una promesa y se toma en serio sus obligaciones. Pero, aparte de su estatura, su volumen, hay algo en la seriedad de Richard, en su formalidad, que le invita a pensar en él como en una especie de árbol dios, un roble con forma de ser humano, sólido, antiguo e indestructible. No son muy habladores, pero Richard se ha convertido en su amigo de la vida adulta, no solo un amigo sino en cierto modo un padre, aunque solo tiene cuatro años más que él. O un hermano, tal vez, cuya fidelidad y honradez son inquebrantables.

Al final logra dejar de llorar y se disculpa, después va a lavarse la cara en el cuarto de baño y comen despacio, beben el vino y hablan del trabajo. A la hora de los postres, el amigo regresa de la cocina con un pequeño pastel en el que ha clavado seis velas.

—Cinco más una —comenta Richard.

Él se obliga a sonreír, luego sopla las velas y Richard parte el pastel en dos. Lleva higos y parece más un scone que un pastel. Lo comen en silencio.

Se levanta para ayudar a Richard a lavar los platos, pero este insiste en que suba y él se siente aliviado porque está agotado; es el mayor esfuerzo por estar con otra gente que ha hecho desde el día de Acción de Gracias. Richard lo acompaña a la puerta y le da algo, un paquete envuelto en papel marrón, luego lo abraza.

—Él no querría verte infeliz, Jude —le dice, y él asiente contra su mejilla—. No soportaría verte así.

—Lo sé.

—Y hazme un favor —le dice Richard, abrazándolo aún—. Llama a JB, ¿quieres? Sé que es difícil para ti, pero… él también quería a Willem. No como tú, lo sé, pero lo quería. Y a Malcolm. Lo echa de menos.

—Lo sé —repite él, y se le saltan de nuevo las lágrimas—. Lo sé.

—Vuelve el próximo domingo —le dice Richard, dándole un beso—. O cualquier otro día. Te echo de menos.

—Lo haré. Richard…, gracias.

—Feliz cumpleaños, Jude.

Él coge el ascensor para subir. Se ha hecho tarde. De nuevo en el piso va a su estudio y se sienta en el sofá. Ahí sigue la caja que le mandó Flora hace semanas y que aún no ha abierto; en el interior está lo que Malcolm le ha dejado, y lo que le ha dejado a Willem, que ahora también es suyo. Para lo único que le ha servido la muerte de Willem es para borrar el shock y el horror de la de Malcolm, y aun así todavía no ha sido capaz de abrir la caja.

Lo hará ahora, pero antes desenvuelve el regalo de Richard: un pequeño busto de Willem tallado en madera y montado sobre un pesado cubo de hierro negro. Al verlo jadea como si le hubieran dado un golpe. Richard siempre decía que se le daba fatal la escultura figurativa; él sabía que no era cierto y esa pieza lo demuestra. Desliza los dedos por los ojos ciegos de Willem, por la cresta de pelo, luego se lo lleva a la nariz, huele a madera de sándalo. En la base se lee la inscripción: «Para J. en su 51 cumpleaños. Con cariño, R».

Se echa a llorar de nuevo y al rato se calma. Deja el busto encima del cojín que tiene al lado y abre la caja. Al principio solo ve tiras de papel de periódico y busca a tientas en el interior hasta que da con algo sólido y lo saca. Es la maqueta de Lantern House, de unos dos pies cuadrados, con paredes de madera de boj, que en otro tiempo estuvo en las oficinas de Bellcast, junto a las maquetas de otros proyectos de la compañía. Él la deja en su regazo y después se la acerca a la cara para mirar por sus finas ventanas de plexiglás, y le levanta el tejado y camina con los dedos por las habitaciones.

Hay más cosas en la caja. Lo siguiente que saca es un grueso sobre con fotos de los cuatro y otras de Willem y de él, de la época de estudiantes, de Nueva York, de Truro, de Cambridge, de Garrison, de India, de Francia, de Islandia, de Etiopía, de experiencias que vivieron y lugares que visitaron.

La caja no es muy grande, pero sigue sacando cosas de ella: dos libros de dibujos de casas japonesas de un ilustrador francés, un pequeño cuadro abstracto de un joven artista británico al que siempre ha admirado, un dibujo más grande del rostro de un hombre hecho por un famoso pintor estadounidense que a Willem siempre le gustó, dos de los primeros cuadernos de bocetos de Malcolm, llenos, página tras página, de sus estructuras imaginarias. Y, para acabar, saca un objeto envuelto en papel de periódico, que retira despacio.

Entre sus manos está el piso de Lispenard Street donde Willem y él vivieron, con sus extrañas proporciones y el segundo dormitorio improvisado, el estrecho pasillo y la minúscula cocina. Sabe que es una de las primeras obras de Malcolm porque las ventanas son de papel glassine, y no de papel vitela o plexiglás, y las paredes son de cartón, no de madera. En el interior, Malcolm puso los muebles, hechos con papel rígido cortado y doblado: el aparatoso futón individual con la base de bloques de hormigón ligero, el sofá de muelles rotos que encontraron en la calle, el sillón con ruedas que chirriaba, regalo de las tías de JB. Solo faltan dos figuras de papel: Willem y él.

Deja Lispenard Street en el suelo, junto a sus pies, y se queda inmóvil durante mucho rato, con los ojos cerrados, dejando que su mente retroceda y divague: no idealiza aquellos años, ya no, pero entonces no sabía qué esperar de la vida, no tenía ni idea de que podía ser mejor de lo que era en aquel momento.

—¿Y si no nos hubiéramos ido nunca de allí? —le preguntaba Willem de vez en cuando—. ¿Y si yo no hubiera tenido éxito? ¿Y si tú no hubieras dejado la Fiscalía? ¿Y si yo siguiera trabajando en el Ortolan? ¿Cómo sería ahora nuestra vida?

—¿Hasta dónde quieres llegar, Willem? —le preguntaba él sonriendo—. ¿Seguiríamos juntos?

—Por supuesto que sí. Eso no habría cambiado.

—Bueno, entonces lo primero que habríamos hecho sería tirar abajo aquella pared para recuperar la sala de estar. Y lo segundo, comprar una cama decente.

Willem se reía.

—Y habríamos demandado al casero para que nos pusiera de una vez por todas un ascensor en condiciones.

—Sí, eso habría sido lo siguiente.

Espera a que se le acompase la respiración. Luego enciende el móvil y mira las llamadas perdidas: Andy, JB, Richard, Harold y Julia, Henry Young el Negro, Rhodes, Citizen, Andy de nuevo, Richard de nuevo, Lucien, Henry Young el Asiático, Phaedra, Elijah, Harold de nuevo, Julia de nuevo, Harold, Richard, JB, JB, JB.

Llama a JB. Es tarde, pero sabe que suele trasnochar.

Cuando JB contesta, percibe sorpresa en su voz.

—Hola. Soy yo. ¿Puedes hablar?