3
En realidad no ha empezado de forma consciente, pero cuando comprende lo que está haciendo, no hace nada para detenerlo. Es mediados de noviembre, está a punto de salir de la piscina después de su baño matinal, se levanta apoyándose en las barras metálicas que Richard ha hecho instalar alrededor de la piscina para ayudarse a sentarse y a levantarse de la silla de ruedas, y el mundo desaparece.
Cuando vuelve en sí solo han transcurrido diez minutos. Eran las seis cuarenta y cinco de la mañana y se estaba levantando; un momento después son las seis cincuenta y cinco, y está tendido en el suelo de caucho negro, con los brazos alargados hacia la silla, y en el suelo hay una mancha húmeda. Se sienta soltando un gemido y espera a que la habitación se enderece para intentarlo de nuevo, y esta vez consigue levantarse.
La segunda vez ocurre unos días después. Acaba de volver de la oficina y es tarde. Cada vez es más fuerte la sensación de que Rosen Pritchard le infunde toda la energía, y en cuanto abandona su despacho también lo abandonan sus fuerzas: en el mismo momento en que Ahmed cierra la portezuela trasera del coche se queda dormido y no se despierta hasta que lo deja en Greene Street. Pero al entrar esa noche en el oscuro y silencioso piso, experimenta una sensación de desamparo tan fuerte que se detiene un instante y parpadea confuso antes de acercarse al sofá del salón y tumbarse. Solo quiere descansar unos minutos, hasta que pueda levantarse de nuevo, pero cuando abre los ojos ya es de día y una luz grisácea baña el salón.
La tercera vez es un lunes por la mañana. Se despierta antes de que suene el despertador, y aunque está tumbado en la cama siente que todo da vueltas a su alrededor y en su interior, como una botella medio llena flotando en un océano de nubes. En las últimas semanas no ha necesitado tomar ninguna pastilla los domingos; el sábado vuelve a casa después de cenar con JB y se acuesta, y no se despierta cuando Richard va a buscarlo al día siguiente. Si Richard no va —como ese domingo, porque ha ido con India a ver a los padres de esta a Nuevo México— duerme todo el día y toda la noche. No sueña y nada lo despierta.
Sabe cuál es el problema, por supuesto: no come lo necesario. Lleva meses sin comer suficiente. Algunos días solo una pieza de fruta, una rebanada de pan, y otros, no prueba bocado. No es que haya decidido dejar de comer, simplemente no puede, no tiene hambre y no come.
Pero ese lunes lo hace. Se levanta y baja al sótano. Nada muy mal y muy despacio. Luego sube de nuevo y se prepara el desayuno. Se sienta a comer mirando el apartamento, tiene los periódicos doblados a su lado en la mesa. Abre la boca, introduce en ella un tenedor con comida, mastica, traga. Los movimientos son mecánicos, pero de pronto piensa en lo grotesco de ese gesto: llevarse algo a la boca, moverlo alrededor de la lengua y tragar una cuajada con saliva, y se detiene. Aun así, se hace una promesa: comeré aunque no quiera, porque estoy vivo y es lo que debo hacer. Sin embargo, se olvida de hacerlo una y otra vez.
Dos días después pasa algo raro. Ha vuelto a casa, tan agotado que se siente soluble, como si se evaporara en el aire, tan insustancial que ya no está hecho de carne y huesos sino de vapor y niebla, y de pronto ve a Willem de pie delante de él. Abre la boca para hablar, pero parpadea, Willem desaparece y él se queda tambaleándose, con los brazos extendidos ante sí.
—Willem —susurra en el piso vacío—. Willem. —Cierra los ojos, como si de ese modo pudiera invocarlo, pero no vuelve a aparecer.
Al día siguiente, sin embargo, lo hace. Él vuelve a estar en casa. Una vez más es de noche y no ha comido nada en todo el día. Está acostado en la cama, envuelto en la oscuridad de la habitación. Y de repente allí está Willem, titilando como un holograma de bordes difuminados, y aunque no lo está mirando mira para otro lado, hacia la puerta, de un modo tan penetrante que quiere seguir su mirada para ver lo que ve, pero sabe que no debe parpadear, no debe volver la cabeza, si lo hace, Willem lo dejará; le basta con verlo, sentir que en cierto modo todavía existe, que su desaparición tal vez no sea un estado permanente. Pero al final parpadea y Willem se desvanece.
Esta vez no se siente muy contrariado, ya sabe que si no come, si logra aguantar en ayunas hasta un momento antes del derrumbe, tendrá alucinaciones y quizá vea a Willem. Esa noche se duerme contento —es la primera vez que está contento en casi quince meses—, porque ahora sabe cómo hacer que regrese Willem; ahora sabe que tiene la habilidad de invocarlo.
Anula la cita con Andy para quedarse en casa y experimentar. Es el tercer viernes consecutivo que no va a la consulta. Desde la última noche en el restaurante, los dos se han mostrado educados y Andy no ha vuelto a mencionar a Linus ni a ningún otro médico, aunque le dijo que volvería a tocar el tema dentro de seis meses.
—No es que quiera librarme de ti, Jude —le dijo—. Perdóname si es así como te has sentido. Solo estoy preocupado. Quiero encontrar a un médico de tu agrado, con quien te sientas cómodo.
—Lo sé, Andy —respondió él—. Y te lo agradezco, en serio. Me he portado fatal, y lo has pagado tú.
Pero ahora sabe que tiene que andarse con tiento, ha conocido la cólera y sabe que tiene que controlarla. La siente, esperando salir de su boca como un enjambre de moscas punzantes y negras. ¿Dónde se ha escondido hasta ahora esa cólera?, se pregunta. ¿Qué puede hacer para que desaparezca? Últimamente sus sueños son violentos, sueña cosas horribles que les suceden a personas que odia pero también a las personas que quiere: alguien mete al hermano Luke en un saco lleno de ratas hambrientas que chillan; la cabeza de JB se estrella contra una pared y su cerebro se esparce salpicándolo todo de un lodo gris. Él es un testigo indiferente y atento, y después de presenciar tanta destrucción da media vuelta y se va. Cuando se despierta le sangra la nariz, como cuando era niño y contenía las rabietas; tiene las manos temblorosas y el rostro contraído.
Ese viernes Willem no acude a su llamada, pero la noche siguiente, cuando está a punto de salir de la oficina para reunirse con JB, vuelve la cabeza hacia la derecha y allí lo ve, sentado a su lado en el coche. Esta vez le parece más sólido, con el contorno más definido, se queda mirándolo hasta que parpadea, y entonces Willem se disuelve.
Después de esos ataques se siente agotado y el mundo palidece a su alrededor, es como si toda su potencia y su energía se hubieran extinguido tras crear a Willem. Da instrucciones a Ahmed para que lo lleve a casa y escribe un mensaje a JB diciéndole que se encuentra mal y que no puede acudir a la cita. Cada vez más a menudo anula planes, de malas maneras y por lo general demasiado tarde, una hora antes de una reserva difícil de conseguir en un restaurante, minutos después de la hora de encuentro acordada en una galería o segundos antes de que se levante el telón en un escenario. Richard, JB, Andy, Harold y Julia son los únicos que todavía se ponen en contacto con él de forma regular, semana tras semana. No recuerda la última vez que tuvo noticias de Citizen, de Rhodes, de los Henry Young, de Elijah o de Phaedra; semanas, por lo menos. Y aunque sabe que debería importarle, no le importa. Su esperanza, su energía, ya no son recursos renovables; sus reservas son limitadas, y él quiere emplearlas en encontrar a Willem, aunque la búsqueda no sea fácil, aunque tenga muchas posibilidades de fracasar.
Piensa en el monasterio y en el hermano Pavel, que disfrutaba hablándole de una monja del siglo XIX llamada Hildegarda. Hildegarda tenía visiones, cerraba los ojos y aparecían ante ella objetos luminosos; sus días estaban bañados de luz. Pero al hermano Pavel no le interesaba tanto Hildegarda como Jutta, su maestra, que había renunciado al mundo material para vivir como una asceta en una pequeña celda, muerta para las preocupaciones de los vivos, viva pero no viva. «Eso es lo que te ocurrirá a ti si no obedeces», le decía Pavel, y él se quedaba aterrado. En los jardines del monasterio había un pequeño cobertizo para herramientas, oscuro y frío, repleto de objetos de hierro de aspecto maligno, acabados en forma de púa, lanza o guadaña, y cuando el hermano le hablaba de Jutta, él se imaginaba que lo obligaban a meterse en el cobertizo, le daban de comer lo justo para sobrevivir y seguía viviendo durante mucho tiempo, casi olvidado por todos, casi muerto pero no del todo. Pero hasta Jutta había tenido a Hildegarda para hacerle compañía. Él no tendría a nadie. Cuánto se había asustado al oírlo; qué seguro estaba de que algún día le ocurriría eso.
Tumbado ahora en la cama, oye murmurar el viejo lied. «He abandonado el mundo —canta en voz baja— en el que tanto tiempo malgasté».
Aunque sabe que es una estupidez, no es capaz de comer. El acto en sí le repele. Le gustaría estar por encima de la necesidad y la carencia. Tiene una visión de su vida como un pedazo de jabón usado y gastado en forma de esbelta cabeza de flecha con la punta roma, que cada día se desintegra un poco más. No puede romper la promesa que le hizo a Harold; no lo hará. Pero si deja de comer, si deja de intentarlo, el final será el mismo.
Por lo general sabe lo melodramático, narcisista y poco realista que es su comportamiento, y al menos una vez al día se reprende por ello. El hecho es que se descubre cada vez menos capaz de evocar a Willem sin apoyarse en algo. No recuerda el sonido de su voz sin escuchar antes uno de los mensajes grabados. Ya no recuerda el olor de Willem sin oler antes una de sus camisas. Por eso teme que esté llorando no tanto por la muerte de Willem como por su propia vida, por su pequeñez, su insignificancia.
Nunca le ha importado su legado, o nunca ha creído que le importara. Y es una suerte, porque él no dejará nada tras de sí: ni edificios, ni cuadros, ni películas ni esculturas. Ni libros. Ni papeles. Ni personas: cónyuge, hijos, probablemente ni padres, y, si sigue comportándose de ese modo, ni amigos. Ni siquiera una nueva ley. No ha creado nada. No ha hecho nada aparte de dinero: el dinero que ha ganado; el dinero que le han dado por haberle arrebatado a Willem. Su piso volverá a Richard. Las demás propiedades las cederá o las venderá, y lo recaudado lo donará a organizaciones benéficas. Sus obras de arte irán a museos, sus libros a bibliotecas, sus muebles a quien los quiera. Será como si él nunca hubiera existido. Por deprimente que sea, tiene la impresión de que el único lugar donde fue valioso son las habitaciones de motel, allí al menos era único e importante para alguien, aunque lo que tenía para ofrecer le era arrebatado, no lo daba por iniciativa propia. Pero entonces al menos era real para otra persona y lo que veían en él se correspondía con lo que era en realidad. Allí no engañaba a nadie.
Nunca logró creer sinceramente que él fuera una persona valiente, llena de recursos y admirable, como le decía Willem. Cuando se lo decía, él se sentía avergonzado y engañado a la vez: ¿quién era esa persona que Willem describía? Ni siquiera su confesión había cambiado la percepción que tenía Willem de él; de hecho, a partir de ese momento lo respetó todavía más, y aunque él se había permitido que eso lo consolara, nunca lo comprendió. Aun así era en cierto modo gratificante que alguien lo considerara valioso, que alguien pensara que su vida tenía sentido.
La primavera anterior a la muerte de Willem organizaron una cena a la que asistieron Richard y Henry Young el Asiático, además de los cuatro amigos, y Malcolm, inmerso en una de sus crisis periódicas por haber tomado, junto con Sophie, la decisión de no tener hijos preguntó:
—Sin hijos, me pregunto qué sentido tiene todo. ¿A vosotros no os preocupa?
—Perdona, Mal —respondió Richard, sirviéndole lo que quedaba de vino mientras Willem descorchaba otra botella—, pero me parece insultante. ¿Estás diciéndonos que nuestras vidas tienen menos sentido porque no tenemos hijos?
—No —dijo Malcolm. Luego pensó y añadió—: Bueno, tal vez.
—Yo sé que mi vida tiene sentido —dijo Willem de pronto, y Richard le sonrió.
—Por supuesto que tu vida tiene sentido —le dijo JB—. Haces cosas que a la gente le gusta ver, a diferencia de Malcolm, Richard, Henry y yo, aquí presentes.
—La gente quiere ver nuestra obra —replicó Henry Young el Asiático herido.
—Me refiero a la gente en general, no solo Nueva York, Londres, Tokio y Berlín.
—Ah, ¿y a quién le importa esa gente?
—No —dijo Willem cuando todos dejaron de reírse—. Sé que mi vida tiene sentido porque… —Y aquí vaciló y guardó silencio un momento antes de continuar— porque soy un buen amigo. Quiero a mis amigos y me preocupo por ellos, y creo que los hago felices.
Se hizo un silencio. Durante unos segundos Willem y él se miraron desde extremos opuestos de la mesa, y los demás, y todo lo que les rodeaba, desapareció: eran dos personas sentadas en dos sillas y a su alrededor no había nada.
—Por Willem —dijo él por fin, alzando la copa.
—¡Por Willem! —repitieron todos haciendo lo propio, y Willem les sonrió.
Después, cuando todos se habían ido y estaban en la cama, él le dijo a Willem que tenía razón en lo que había dicho.
—Me alegro de que sepas que tu vida tiene sentido. Me alegro de no tener que ser yo quien te convenza de ello. Me alegro de que sepas lo maravilloso que eres.
—Pero tu vida tiene tanto sentido como la mía —le dijo Willem—. Tú también eres maravilloso. ¿No lo sabes, Jude?
Él murmuró algo, y Willem tal vez pensó que le daba la razón, pero cuando este se durmió, él se quedó despierto. Siempre había creído que era casi un lujo, un privilegio, el solo hecho de plantearse si la vida tenía sentido o no. Él no creía que la suya lo tuviera, pero no le había importado mucho.
Aunque no le ha preocupado si su vida valía la pena o no, sí se ha preguntado siempre por qué él, por qué otras muchas personas, seguían viviendo: millones, miles de millones de personas, vivían en una miseria que él no alcanzaba a comprender, en medio de privaciones y enfermedades de una severidad obscena, y sin embargo seguían erre que erre. ¿Acaso la determinación de seguir viviendo no tenía nada que ver con la voluntad individual sino más bien con un imperativo biológico? ¿Había algo en la mente, una constelación de neuronas tan endurecidas y marcadas como un tendón, que impedía a los seres humanos hacer lo que la lógica a menudo indicaba? Pero ese instinto no era infalible, él lo había derrotado una vez. ¿Y qué había pasado con ese instinto después? ¿Se había debilitado o se había vuelto más resistente? ¿Le pertenecía siquiera su vida para decidir si seguía viviendo o no?
Desde su ingreso en el hospital sabía que era imposible convencer a alguien para que viviera por su propio bien y a menudo pensaba que sería mucho más efectivo inculcar a la gente la necesidad de vivir por los demás; en su caso, ese era siempre el argumento más persuasivo. Se debía a Harold. Se debía a Willem. Y si ellos querían que siguiera vivo, lo haría. En aquel período, mientras luchaba día tras día por seguir adelante, sus motivaciones no eran tan claras, pero ahora se daba cuenta de que lo había hecho por ellos, y se sentía orgulloso de esa extraña generosidad. No comprendía por qué querían que permaneciera vivo, solo sabía que ese era su deseo, y los había complacido. Al final había aprendido a redescubrir la satisfacción, la alegría incluso. Pero no había empezado así.
Y de nuevo la vida se vuelve cada vez más difícil, cada día más costoso que el anterior. En su día a día se yergue un árbol negro y moribundo, con una sola rama que sobresale hacia la derecha, la extremidad ortopédica de un espantapájaros, y de esta rama cuelga. Llovizna continuamente, y el agua la vuelve resbaladiza. Aun así se aferra a ella, cansado como está, porque a sus pies hay un hoyo tan profundo que no se le ve el fondo. Le aterra soltarse y caer en él, pero al final sabe que lo hará, sabe que no le quedará otra posibilidad, está demasiado cansado. Cada semana afloja la sujeción, solo un poco.
Con culpabilidad y remordimientos, pero también con una sensación de inevitabilidad, burla la promesa que le hizo a Harold. La burla cuando le dice a Harold que no podrá ir el día de Acción de Gracias porque lo han mandado a Yakarta por cuestiones de trabajo. La burla cuando empieza a dejarse crecer la barba para ocultar su cara demacrada. La burla cuando le dice a Sanjay que está bien, que solo ha tenido gripe intestinal. La burla cuando dice a su secretaria que no necesita que le traiga nada de comer porque ha picado algo de camino. La burla cuando anula las citas de los meses siguientes con Richard, JB y Andy diciéndoles que tiene demasiado trabajo. La burla cada vez que deja que la voz le susurre: «Ya falta menos. Ya falta menos». No se engaña tanto a sí mismo para creer que podrá matarse de hambre, pero sí cree que llegará un día, más cercano ahora que nunca, en que estará tan débil que tropezará y caerá y se partirá la cabeza al chocar contra el suelo de cemento del vestíbulo de Greene Street, y contraerá un virus y no tendrá los recursos para combatirlo.
Al menos algo de lo que dice es cierto: tiene mucho trabajo. Dentro de un mes tiene un recurso de apelación y es un alivio poder pasar tanto tiempo en Rosen Pritchard, donde nunca le ha ocurrido nada malo, donde incluso Willem sabe que no debe molestarlo con una de sus impredecibles apariciones. Una noche, al pasar por delante de su despacho, Sanjay murmura: «Mierda, mi mujer me va a matar», él levanta la vista y ve que la noche ha dado paso al día, y el Hudson está adquiriendo un tono naranja difuminado. Lo ve pero no siente nada. Allí su vida está en suspenso; allí podría ser cualquiera, estar en cualquier parte. Puede quedarse hasta la hora que quiera. Nadie lo está esperando, nadie se sentirá contrariado si no llama, nadie se enfadará si no va a casa.
El viernes anterior al juicio está trabajando en su despacho y una de sus secretarias asoma la cabeza para decirle que tiene una visita, un tal doctor Contractor, y que si quiere que lo haga subir. Él reflexiona, no sabe qué hacer; Andy ha estado llamándolo pero él no le ha devuelto las llamadas, y sabe que no se irá tan fácilmente.
—Sí. Llévalo a la sala de conferencias.
Él se dirige a la sala, que no tiene ventanas y es la más íntima, y cuando Andy entra ve su mandíbula prieta; se estrechan la mano como desconocidos, pero cuando la secretaria, sale Andy se levanta y se acerca a él.
—Levántate —le ordena.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Me duelen las piernas —responde él.
Pero no es cierto. No puede levantarse porque la prótesis ya no le encaja. «Lo bueno de estas prótesis es que son muy sensibles y ligeras —le dijo el ortopedista cuando le tomó las medidas—. Lo malo es que las cuencas no permiten mucha flexibilidad. Si pierdes o ganas más de un diez por ciento de peso, es decir, unas catorce o quince libras arriba o abajo, tendrás que esforzarte por volver a tu peso actual o hacerte unas nuevas». Las últimas tres semanas ha ido en silla de ruedas; sigue llevando las piernas para tener algo con que llenar los pantalones, pero ya no le sirven para caminar y está demasiado cansado para ir al ortopedista, para tener la conversación que sabe que no podrá eludir, para inventar explicaciones.
—Creo que mientes —dice Andy—. Creo que has adelgazado demasiado y las prótesis te bailan, ¿no es cierto? —Pero él no responde—. ¿Cuántas libras has perdido, Jude? La última vez que te vi ya habías perdido doce. ¿Cuántas van ahora? ¿Veinte? ¿Más? —Se hace otro silencio—. ¿Qué demonios estás haciendo? —añade bajando aún más la voz—. ¿Qué te estás haciendo, Jude? Tienes un aspecto lamentable. Estás fatal. Pareces enfermo. —Se interrumpe—. Di algo. Di algo, maldita sea, Jude.
Él sabe qué pasará: Andy le grita. Él grita a su vez. Llegan a una tregua que en última instancia no cambia nada, que solo es una farsa: él se somete a algo que no es una solución pero Andy se siente mejor. Luego sucederá algo peor y la farsa quedará al descubierto y él tendrá que someterse a un tratamiento que no quiere. Harold lo llamará. Lo sermonearán una y otra vez y él mentirá una y otra vez. El mismo ciclo que se repite, una rotación tan predecible como los hombres del motel que entraban, colocaban la sábana, se acostaban con él y se marchaban. Y luego el siguiente, y el siguiente. Y el día siguiente lo mismo. Su vida es la repetición de una serie de pautas deprimentes: sexo, cortes, visitas a Andy, ingresos en el hospital. Esta vez no, piensa. Ahora es cuando hace algo distinto; ahora se escapa.
—Tienes razón, Andy —le dice, con la voz más serena e inexpresiva de que es capaz, la voz que utiliza en la sala de tribunal—. He adelgazado, y te debo disculpas por no haber ido a verte. No lo he hecho porque sabía que te enfadarías, pero he tenido una gripe intestinal grave que no había forma de cortar. Ahora por fin ha terminado y he empezado a comer, te lo prometo. Sé que tengo mala cara. Pero te prometo que estoy en ello. —Es cierto, ha estado comiendo más en las dos últimas semanas, tiene que aguantar hasta el final del juicio. No quiere desmayarse en el juzgado.
¿Qué puede decir Andy a eso? Todavía se muestra receloso, pero no puede hacer nada.
—Si no vienes a verme, la semana que viene volveré —le dice, y la secretaria lo acompaña a la salida.
—De acuerdo —responde él, todavía en tono afable—. Iré dentro de dos martes, el juicio ya habrá terminado.
Cuando Andy se va, se siente por un momento vencedor, como el héroe de un cuento de hadas que acaba de aplastar a un peligroso enemigo. Pero Andy no es su enemigo y su comportamiento ha sido ridículo, de modo que a la sensación de triunfo le sigue la desesperación. Cada vez más tiene la impresión de que su vida es algo que le ha sucedido, sin que él pusiera de su parte. Nunca ha sido capaz de imaginar lo que podía ser la vida; ni siquiera cuando era niño y soñaba con otros lugares, otras vidas, era capaz de visualizar cómo serían esos otros lugares y esas otras vidas; se había creído todo lo que le habían inculcado sobre quién era y en qué se convertiría. Pero sus amigos, Ana, Lucien, Harold y Julia, ellos sí habían imaginado una vida para él. Ellos lo habían visto de un modo distinto y le habían permitido creer en posibilidades que él jamás habría concebido. Su vida era como el axioma de la igualdad, pero la veía como otro acertijo, un acertijo sin nombre, Jude = x, y habían llenado la x con valores que ni el hermano Luke, ni los tutores del hogar para niños ni el doctor Traylor le habían enseñado ni lo habían animado a descubrir. Desearía creer como ellos en las pruebas; desearía que le hubieran enseñado a llegar a ellas. Cree que si supiera cómo ellos han resuelto la fórmula, sabría para qué seguir vivo. Solo necesita una respuesta. Solo necesita dejarse convencer una sola vez. La prueba no tiene por qué ser elegante, basta con que tenga sentido.
Llega el juicio. Le va bien. Al llegar a casa ese viernes, entra con la silla de ruedas en la habitación y se mete en la cama. Se pasa todo el fin de semana sumergido en un sueño extraño e inquietante, no es tanto un sueño como un deslizarse ingrávido entre los reinos de la memoria y la fantasía, entre el estado de inconsciencia y el de vigilia, entre la ansiedad y la impotencia. Ese no es el mundo de los sueños, piensa, sino otro lugar, y aunque a ratos es consciente de estar despierto —ve la lámpara en el techo, las sábanas a su alrededor, el sofá con el estampado de hojas de helecho frente a él—, es incapaz de distinguir si las cosas suceden en su imaginación o en la realidad. Se ve a sí mismo llevándose una cuchilla al brazo y deslizándola por la carne, pero lo que brota del corte son rollos de alambre, relleno y crin de caballo, y comprende que ha sufrido una mutación, que ya no es humano siquiera, entonces siente alivio: ya no tendrá que romper la promesa que le hizo a Harold; ha sido hechizado; su culpabilidad se ha desvanecido junto con su condición de humano.
Ve una y otra vez al hermano Luke y al doctor Traylor. Al estar más débil, al alejarse de sí mismo, los ve con mayor frecuencia, pero si Willem y Malcolm se han ido borrando poco a poco, el hermano Luke y el doctor Traylor no. Siente su pasado como un cáncer que debería haberse tratado hacía mucho pero que optó por ignorar. Y ahora el hermano Luke y el doctor Traylor se han vuelto demasiado grandes y abrumadores para extirpárselos. En sus apariciones permanecen mudos; se quedan de pie delante de él o se sientan uno junto al otro en el sofá de su habitación y lo miran fijamente, y esto es peor que si hablaran, porque sabe que están decidiendo qué hacer con él, y sabe que lo que decidan será peor de lo que cabe imaginar, peor de lo que le ha sucedido nunca. En un momento determinado ve que susurran algo y sabe que están hablando de él. «Basta —les grita—, basta, basta», pero ellos no hacen caso, y él intenta levantarse para echarlos, pero no puede. «Willem —se oye a sí mismo gritar—, protégeme, ayúdame; haz que se vayan, haz que me dejen». Willem no acude en su auxilio, y él se da cuenta de que está solo y se asusta, se esconde debajo del edredón, se queda lo más quieto posible, seguro de que el tiempo ha vuelto atrás y que tendrá que revivir su vida desde el principio. «Con el tiempo mejorará —se promete—. Recuerda, después de los años malos siempre vienen años buenos». Pero no puede hacerlo de nuevo; no se ve capaz de vivir una vez más aquellos quince años, aquellos quince años tan largos que han determinado todo lo que ha sido y lo que ha hecho.
El lunes por la mañana, cuando se despierta, sabe que ha cruzado un umbral. Sabe que falta poco, que está yendo de un mundo a otro. Pierde dos veces el conocimiento al intentar sentarse en la silla de ruedas. Se desmaya al ir al cuarto de baño. Y aun así sigue ileso, continúa vivo. Se viste con el traje y las camisas que se hizo arreglar el mes pasado y que ya le están grandes, se desliza las prótesis en los muñones, y baja al vestíbulo para reunirse con Ahmed.
En la oficina todo sigue igual. Ha llegado el año nuevo y todo el mundo ha vuelto de las vacaciones. En la reunión del comité directivo tiene que clavarse un dedo en el muslo para mantenerse alerta. Nota que agarra con menos fuerza la rama.
Sanjay se marcha temprano esa noche y él también se va. Hoy es el día en que Harold y Julia se mudan, y ha prometido ir a verlos. Hace más de un mes que no se ven, y aunque ya no es capaz de evaluar su aspecto, se ha vestido con doble capa de ropa —una camiseta interior, una camisa, un jersey, una chaqueta de punto, la americana y el abrigo— para hacer un poco más de bulto. Al llegar, el portero le hace pasar con un ademán, y él sube intentando no parpadear, ya que con el parpadeo empeora el mareo. Se detiene delante de la puerta y oculta la cabeza entre las manos hasta que se siente lo bastante fuerte para hacer girar el pomo y deslizarse en su interior.
Están todos: Harold y Julia, por supuesto, pero también Andy, JB, Richard e India, los Henry Young, Rhodes, Elijah, Sanjay y los Irvine, sentados en distintos muebles como si posaran para una sesión fotográfica. Por un instante teme echarse a reír, pero enseguida se pregunta: ¿Lo estoy soñando? ¿Estoy despierto? Recuerda la visión que tuvo de sí mismo como un colchón hundido y piensa: ¿Sigo siendo real? ¿Estoy todavía consciente?
—¡Por Dios! —exclama cuando por fin recupera el habla—. ¿Qué demonios es esto?
—Exactamente lo que crees —oye decir a Andy.
«No pienso quedarme», intenta decir, pero no puede. No puede moverse. No puede levantar la mirada y se observa las manos —la izquierda con cicatrices, la derecha normal— mientras Andy habla. Llevan semanas vigilándolo: Sanjay ha llevado la cuenta de los días que lo han visto comer en la oficina, Richard ha estado entrando en su piso para ver si hay comida en la nevera.
—Los profesionales medimos la pérdida de peso en grados —oye decir a Andy—. Una pérdida de entre el uno y el diez por ciento del peso corporal equivale al grado uno. Una pérdida de entre el diez y el veinte por ciento, al grado dos. El protocolo establece que con el grado dos hay que conectar al paciente a una sonda de alimentación. Ya lo sabes, Jude, porque te ha ocurrido antes. Y mirándote puedo decir que estás en el grado dos…, como mínimo.
Al final levanta la cabeza y ve que Harold lo mira fijamente: está llorando en silencio.
—Harold —le dice, aunque Andy sigue hablando—. Libérame. Libérame de la promesa que te hice. No me hagas volver a pasar por esto. No me hagas continuar.
Pero nadie lo libera; ni Harold ni nadie. Lo agarran y lo llevan al hospital, y una vez allí empieza a forcejear. Mi última lucha, piensa, y forcejea con más fuerza que nunca, como cuando era niño y estaba en el monasterio convirtiéndose en el monstruo que siempre le dijeron que era: da alaridos, escupe a la cara de Harold y de Andy, se arranca el tubo de la mano, se retuerce en la cama e intenta arañar los brazos de Richard, hasta que entra una enfermera maldiciendo, le clava una aguja y lo seda.
Se despierta con las muñecas atadas a la cama, sin las prótesis y sin la ropa que llevaba, con un algodón presionándole la clavícula debajo del cual sabe que le han insertado un catéter. Lo mismo una vez más, piensa. Lo mismo, lo mismo, lo mismo.
Pero esta vez es distinto. Esta vez no le dan opciones. Esta vez lo conectan a una sonda de alimentación que le perfora el abdomen y le llega al estómago. Esta vez le obligan a volver a ver al doctor Loehmann. Esta vez lo vigilarán durante las comidas: Richard supervisará el desayuno. Sanjay se asegurará de que come y de que cena si se queda hasta tarde en el despacho. Harold lo supervisará los fines de semana. No se le permitirá ir al cuarto de baño hasta una hora después de cada comida. Irá a la consulta de Andy todos los viernes. Quedará con JB todos los sábados. Verá a Richard todos los domingos. Quedará con Harold siempre que este se lo proponga. Si lo pillan saltándose una comida o una sesión, o deshaciéndose de la comida, lo hospitalizarán, y esa hospitalización no será de semanas sino de meses. Engordará un mínimo de treinta libras, y solo se le permitirá parar cuando se mantenga seis meses con ese peso.
Así empieza su nueva vida, una vida que está más allá de la humillación, de la aflicción y de la esperanza. Una vida en la que las caras exhaustas de sus exhaustos amigos lo vigilan mientras come tortillas, sándwiches, ensaladas. En la que se sientan frente a él y lo observan mientras enrolla pasta en el tenedor, hunde la cuchara en el plato de polenta o arranca carne de los huesos. En la que miran su plato o su bol, y asienten —sí, puede irse— o bien hacen un gesto de negación: «No, Jude, tienes que comer más». En la oficina toma decisiones y la gente las sigue, pero a la una de la tarde le llega el almuerzo, y durante la siguiente media hora —aunque no lo sabe nadie más en el bufete— sus decisiones no significan nada, porque Sanjay tiene poder absoluto y él debe obedecer todo lo que dice. Con un solo mensaje a Andy, Sanjay, puede mandarlo al hospital, donde volverán a atarlo y lo alimentarán a la fuerza. Todos pueden hacerlo. A nadie parece importarle que él no quiera.
Fue un ultimátum lo que lo mandó al doctor Loehmann la primera vez y es un ultimátum lo que lo lleva de vuelta a él ahora. Él siempre fue cordial con el doctor Loehmann, cordial y distante, pero ahora se muestra hostil y grosero.
—No quiero venir —replica, cuando el médico le dice que se alegra de volver a verlo y le pregunta de qué quiere hablar—. Y no mienta. Ni usted se alegra de verme ni yo me alegro de estar aquí. Es una pérdida de tiempo… para usted y para mí. Estoy aquí bajo coacción.
—No estamos aquí para debatir por qué estás aquí, Jude, ni si quieres venir o no —le dice el doctor Loehmann—. ¿De qué te gustaría que habláramos?
—De nada —espeta, y se queda en silencio.
Va a la consulta del doctor Loehmann los lunes y los jueves. Los lunes por la noche vuelve al despacho después de la cita, pero los jueves está obligado a ir a casa de Harold y Julia cuando acaba, y con ellos también se muestra terriblemente grosero, desagradable y rencoroso. Se asombra de su propio comportamiento, ni siquiera de niño se portó nunca de ese modo, cualquiera habría reaccionado dándole una paliza, pero no Harold y Julia. Ellos nunca le reprenden, nunca lo castigan.
—Esto está asqueroso —dice esta noche, apartando el guiso de pollo que Harold ha preparado—. No pienso comérmelo.
—Te traeré otra cosa —se ofrece Julia enseguida, levantándose—. ¿Qué quieres, Jude? ¿Te apetece un sándwich? ¿Huevos?
—Cualquier cosa, esto sabe a comida para perro.
Está hablando con Harold, mirándolo fijamente, desafiándolo con la mirada. Se nota el pulso en la garganta al recrearse en lo que ocurrirá. Ya está viendo cómo Harold se levanta de un salto de la silla y le pega un puñetazo en la cara. Ve el rostro de Harold descompuesto por el llanto. Ve a Harold ordenándole que salga de su casa. «Largo de aquí, Jude —dirá—. Sal de nuestras vidas y no vuelvas nunca más». «Está bien —dirá él entonces—. Ya me voy. De todas formas no te necesito, Harold. No os necesito a ninguno de los dos». Qué alivio comprobar que Harold nunca lo ha querido realmente, que la adopción fue un capricho, una locura cuya gracia se apagó hace mucho.
Pero Harold no hace ninguna de esas cosas, solo lo mira.
—Jude —dice por fin, en voz muy baja.
—Jude, Jude —se burla él, graznando su propio nombre como un arrendajo—. Jude, Jude. —Está tan enfadado, tan furioso: no hay palabras para describir lo que siente. El odio le zumba por las venas. Harold quiere que viva y ahora está viendo cumplido su deseo. Por fin lo está viendo tal como es.
«¿Sabes el daño que podría hacerte? —Le entran ganas de decirle—. ¿Sabes que podría decir cosas que nunca olvidarías, por las que nunca me perdonarías? ¿Sabes que tengo ese poder? ¿Sabes que desde que te conozco te he mentido todos los días? ¿Sabes lo que soy en realidad? ¿Sabes con cuántos hombres he estado, lo que he dejado que me hagan, las cosas que me han metido, cuánto he gemido?». Su vida, lo único que le pertenece, está en manos de otros: de Harold, que quiere mantenerlo vivo, de los demonios que le escarban el cuerpo, se le cuelgan de las costillas y le perforan los pulmones con las garras. Del hermano Luke, del doctor Traylor.
Nota que le empieza a sangrar la nariz y se aparta de la mesa con brusquedad.
—Me voy —les dice cuando Julia entra en la habitación con un sándwich.
Ve que le ha quitado la corteza y lo ha cortado en triángulos como le harían a un niño y por un instante flaquea, está a punto de berrear, pero luego recapacita y mira de nuevo a Harold, furioso.
—No vas a ninguna parte —le dice Harold, no enfadado pero sí decidido. Se levanta de la silla y lo señala—. De aquí no te mueves hasta que te comas esto.
—No pienso hacerlo —anuncia él—. Me trae sin cuidado si llamas a Andy. Voy a matarme, Harold. Voy a matarme, hagas lo que hagas, y no podrás detenerme.
—Jude —oye a Julia susurrar—. Jude, por favor.
Harold coge el plato de las manos de Julia mientras se acerca a él, y él piensa: «Se acabó». Levanta la barbilla y espera a que Harold se lo tire por la cara, pero lo deja delante de él.
—Come —le dice con voz tensa—. Cómetelo ahora mismo.
Él piensa en el día que tuvo su primer ataque en casa de Harold y Julia. Julia se había ido a la tienda y Harold estaba en el piso de arriba, imprimiendo la receta de un soufflé que había anunciado que quería hacer. Él estaba tumbado en la despensa, intentando no dar patadas a causa de dolor, cuando oyó que Harold bajaba ruidosamente las escaleras y entraba en la cocina. «¡Jude!», llamó al ver que no estaba allí, y por mucho que él se esforzó en estarse quieto, al final debió de hacer algún ruido, porque Harold abrió la puerta y lo encontró. Ya hacía seis años que lo conocía, pero siempre se mostraba cauteloso en su presencia, temiendo y al mismo tiempo esperando el día en que se mostraría ante él tal como era. «Lo siento», intentó decirle, pero solo fue capaz de gruñir.
«Jude, ¿me oyes?», le preguntó Harold, asustado. Él asintió y Harold entró en la despensa abriéndose paso entre los rollos de papel de cocina y el detergente para lavaplatos, se sentó en el suelo y le recostó la cabeza en su regazo con delicadeza; por un instante pensó que había llegado el momento que siempre pensó que llegaría: Harold le bajaría los pantalones y él haría lo que siempre había hecho, pero solo le acarició la cabeza, y al cabo de un rato, mientras él se retorcía y gruñía, con el cuerpo tenso de dolor y una sensación de ardor en las articulaciones, se dio cuenta de que Harold le estaba cantando una canción que nunca había oído, y, sin embargo, supo que era una nana. Él se sacudió, le castañetearon los dientes y siseó, abriendo y cerrando la mano izquierda mientras con la derecha aferraba el cuello de una botella de aceite de oliva, y durante todo ese tiempo Harold siguió cantando. Allí tumbado, sintiéndose tan desesperadamente humillado, comprendió que ese ataque lo uniría aún más a Harold, o lo alejaría del todo. Y como no sabía qué ocurriría, se descubrió esperando —como nunca lo había hecho y nunca lo volvería a hacer— que ese momento no se acabara nunca, que la canción de Harold nunca terminara, para no tener que averiguar lo que vendría después.
Ahora es mucho mayor, Harold también es mucho mayor, al igual que Julia: son tres personas mayores, pero ellos le están dando un sándwich como si fuera un niño y una orden —«Come»— que también le darían a un niño. Somos tan viejos que volvemos a ser jóvenes, piensa, y coge el plato y lo arroja contra la pared. El sándwich era de queso fundido; uno de los triángulos golpea la pared y se desliza por ella rezumando queso blanco en forma grumos como de pegamento.
«Ahora —piensa casi mareado, mientras Harold se acerca a él una vez más—. Ahora, ahora, ahora, ahora». Y Harold levanta la mano, y él espera que lo golpee con tanta fuerza que esa noche termine y se despierte en su cama y durante un rato olvide ese momento, olvide lo que ha hecho.
En cambio, Harold lo rodea con los brazos, y él intenta apartarlo, pero Julia también lo está sujetando, y se ve atrapado entre los dos.
—Dejadme en paz —vocifera, pero su energía se evapora y se siente débil y hambriento—. Dejadme en paz —dice de nuevo, pero sus palabras son flojas e inútiles, tan inútiles como sus brazos y sus piernas, y enseguida deja de intentarlo.
—Jude, mi pobre Jude —susurra Harold—. Cariño.
Y al oír esa palabra él se echa a llorar, porque nadie lo ha llamado nunca «cariño», no desde el hermano Luke. Willem lo intentaba a veces —«cariño», lo llamaba, o «mi amor»— y él lo detenía; esas expresiones de afecto son palabras degradantes, depravadas, para él.
—Cariño —dice de nuevo Harold, y él quiere que pare y no pare nunca—. Hijo mío.
Y él llora, llora por todo lo que ha sido, por lo que podría haber sido, por todas las viejas heridas, por las viejas dichas, llora por la vergüenza y la alegría de acabar siendo un niño, con todos los caprichos, las necesidades y las inseguridades de un niño, por el privilegio de portarse tan mal y ser perdonado, por el lujo de recibir ternura, de recibir afecto, de que le sirvan una comida y le obliguen a comérsela, por ser capaz, ¡por fin!, de creer en las palabras de consuelo de un padre, de creer que es especial para alguien, pese a todos sus errores y su odio, por culpa de todos sus errores y su odio.
Todo acaba con Julia volviendo a la cocina para preparar otro sándwich y él comiéndoselo, realmente hambriento por primera vez en meses, luego duerme en la habitación de invitados, y Harold y Julia le dan un beso de buenas noches. Él se pregunta si el tiempo no volverá atrás: en esta ocasión tendrá a Harold y a Julia como padres desde el principio, y no sabe qué será él, solo que será mejor, más sano, más amable, que no tendrá que luchar tanto con su propia vida. Se ve a sí mismo a los quince años entrando en la casa de Cambridge y gritando «¡Mamá! ¡Papá!», palabras que nunca ha pronunciado, y aunque no sabe qué puede haber emocionado tanto a su yo en el sueño, comprende que es feliz. Tal vez va vestido con el equipo de fútbol, con las piernas y los brazos desnudos, o lo acompaña un amigo o una novia. Aún no se ha acostado nunca con nadie y está abierto a todas las posibilidades. De vez en cuando se preguntará cómo será de mayor, pero no se le ocurrirá imaginarse sin que nadie lo quiera, sin relaciones sexuales o sin correr por un campo de hierba blanda como la moqueta. ¿Qué hará con todas las horas que ha pasado cortándose, ocultando los cortes después y conteniendo los recuerdos? Será una persona mejor, lo sabe. Será más afectuoso.
Tal vez no es demasiado tarde, piensa. Tal vez puede fingir una vez más, y en este último intento las cosas cambiarán para él y se convertirá en la persona que podría haber sido. Tiene cincuenta y un años, es mayor, pero quizá está a tiempo todavía. Tal vez aún pueda arreglarlo.
Sigue dándole vueltas a todo esto cuando va a la consulta del doctor Loehmann, con quien se disculpa por su espantoso comportamiento de las últimas semanas.
Y por primera vez, intenta hablar de verdad con el doctor Loehmann. Intenta responder a sus preguntas, y hacerlo con sinceridad. Intenta contarle lo que nunca le ha contado. Pero es muy difícil, no solo porque le resulta casi imposible pronunciar las palabras, sino porque no puede hacerlo sin pensar en Willem, que lo había visto como no lo había hecho nadie después de Ana, que había logrado mirar más allá de lo que era y verlo en su totalidad. De pronto se siente alterado y sin aliento, hace girar con brusquedad la silla de ruedas —todavía le faltan seis o siete libras para poder volver a utilizar las prótesis para caminar—, se disculpa y sale de la consulta del doctor Loehmann, recorre a toda velocidad el pasillo para ir al cuarto de baño, donde se encierra, trata de respirar despacio y se frota el pecho con la palma para apaciguar el corazón. Y allí, en el cuarto de baño frío y silencioso, juega consigo mismo a «Qué habría pasado si…». Qué habría pasado si no hubiera seguido al hermano Luke, si no se hubiera dejado atrapar por el doctor Traylor, si no hubiera dejado pasar a Caleb, si hubiera hecho más caso a Ana.
Sigue jugando, y las recriminaciones marcan el ritmo dentro de su cabeza, pero también piensa qué habría pasado si no hubiera conocido a Willem, ni a Harold, ni a Julia, a Andy, a Malcolm, a JB, a Richard, a Lucien ni a tantas otras personas, a Rhodes, a Citizen, a Phaedra y a Elija, a los Henry Young, a Sanjay. Las peores posibilidades involucran a otras personas. Las mejores también.
Cuando logra calmarse sale del cuarto de baño. Sabe que podría irse. El ascensor está allí, podría mandar a Ahmed por el abrigo. Pero no lo hace. Va en la dirección opuesta y regresa a la consulta; el doctor Loehmann sigue sentado en su butaca, esperándolo.
—Jude —dice—. Has vuelto.
Él toma aire.
—Sí. He decidido quedarme.