3
El nombre de la mujer es Claudine, es amiga de una amiga de una conocida y diseñadora de joyas, algo anómalo en él, pues normalmente solo se acuesta con personas del gremio, están más acostumbradas a los arreglos temporales y los perdonan con más facilidad.
Tiene treinta y tres años, el cabello largo y moreno más claro en las puntas, y las manos muy pequeñas, manos de niña, cargadas de anillos que ella misma ha diseñado, de oro oscuro y piedras preciosas brillantes; cuando se acuestan es lo último que se quita, como si los anillos, y no la ropa interior, fueran los que ocultaran sus partes más íntimas.
Llevan casi dos meses acostándose —no saliendo, pues él no sale con nadie—, lo que es otra anomalía, y él sabe que pronto tendrá que poner fin a esa relación. Desde el primer día él dejó claro que solo buscaba sexo, que estaba enamorado de otra persona. Pero en el apartamento de Claudine no ve indicios de otro hombre, y cuando le manda un mensaje, ella siempre está disponible. Otra señal de alerta: tendrá que cortar.
La besa en la frente y se sienta.
—Tengo que irme.
—No. Quédate. Solo un poco más.
—No puedo.
—Cinco minutos.
—Cinco —accede él, y se tiende de nuevo en la cama. Al cabo de cinco minutos la besa de nuevo en la mejilla—. En serio, tengo que irme.
Ella emite un ruido que es una mezcla de protesta y resignación, y se vuelve.
Él va al cuarto de baño, se ducha y se enjuaga la boca, vuelve a la habitación y la besa de nuevo.
—Te mandaré un mensaje —le dice, horrorizado al advertir que su vocabulario se ha reducido casi enteramente a frases hechas—. Gracias por dejarme venir.
Ya en casa, cruza sin hacer ruido la sala a oscuras y se dirige el dormitorio, donde se desnuda y se mete en la cama, que emite un gruñido. Se vuelve y con los brazos rodea a Jude, que se despierta y se vuelve hacia él.
—Has vuelto —dice, y Willem lo besa para disimular la culpa y la tristeza que siempre siente cuando percibe el alivio y la felicidad en la voz de Jude.
—Claro. —Siempre vuelve a casa, nunca ha dejado de hacerlo—. Siento que sea tan tarde.
Es una noche bochornosa en la que no corre ni una pizca de aire, pero aun así se aprieta contra Jude como si intentara entrar en calor, entrelazando las piernas con las de él. «Mañana cortaré con Claudine», se dice.
Si bien nunca han hablado de ello, sabe que Jude sabe que se acuesta con otras personas. Incluso le dio permiso para hacerlo. Fue después de aquel horrible día Acción de Gracias, en que, tras años de ofuscación, Jude se quedó al descubierto ante él y los jirones de nubes que siempre lo habían mantenido oculto de pronto se desvanecieron. Durante muchos días no supo qué hacer (aparte de reanudar la terapia; había llamado a su psicólogo al día siguiente de que Jude pidiera hora con el doctor Loehmann), cada vez que miraba a Jude acudían a su mente fragmentos de su historia y lo observaba con disimulo, preguntándose cómo había logrado dejar de ser lo que había sido y transformarse en la persona que era si todo en la vida se había conjurado en su contra. El respeto que sentía, sumado a la desesperación y el horror, tenía más que ver con el que se profesa a los ídolos que a los seres humanos, o al menos los que él conocía.
—Sé cómo te sientes, Willem —le dijo Andy en una de sus conversaciones secretas—, pero él no quiere que lo admires, sino que lo veas tal como es. Quiere que le digas que su vida, por inconcebible que parezca, sigue siendo una vida. —Guardó silencio unos momentos antes de añadir—: Sabes qué quiero decir, ¿verdad?
—Sí, Andy, lo sé.
En los primeros días de aturdimiento que siguieron a la revelación, Willem se dio cuenta de que Jude estaba muy callado en su presencia, como si intentara no llamar la atención, como si no quisiera recordarle lo que ahora sabía. Una noche, más o menos una semana después, estaban comiendo en silencio en el apartamento cuando Jude susurró:
—Ya no puedes ni mirarme.
Él levantó la cabeza y vio su rostro pálido y asustado; entonces arrastró la silla hasta colocarse a su lado y se quedó sentado, mirándolo.
—Lo siento —murmuró—. Me da miedo decir alguna estupidez.
—Creo que dentro de lo que cabe he salido bastante normal, ¿no te parece, Willem? —dijo Jude en voz baja.
Willem percibió la tensión y la esperanza en la voz.
—No —dijo él, y Jude hizo una mueca—. Creo que, dentro y fuera de lo que cabe, has salido extraordinario.
Jude sonrió.
Esa noche hablaron de lo que harían.
—Tengo miedo de que te sientas atrapado conmigo —empezó a decir, y al ver lo aliviado que Jude parecía, se maldijo por no haber dejado claro antes que no pensaba marcharse.
Luego hizo acopio de fuerzas para empezar a hablar del aspecto físico de su relación, de lo lejos que podía ir, de lo que Jude no quería hacer.
—Podemos hacer lo que tú quieras, Willem —le dijo Jude.
—Pero a ti no te gusta.
—Pero te lo debo.
—No. No debería ser algo que me debes; además, no me debes nada. —Willem se detuvo un momento antes de añadir—: Si a ti no te excita, a mí tampoco. —Para su vergüenza, todavía quería acostarse con Jude. No lo haría si él no quería, pero eso no significaba que el deseo pudiera cesar de golpe.
—Ya has renunciado a demasiadas cosas para estar conmigo, Willem —insistió Jude después de un silencio.
—¿Como qué?
—La normalidad. La aceptabilidad social. Una vida fácil. Incluso al café. No puedo pedirte que añadas el sexo a la lista.
Hablaron sin parar, y al final Willem logró persuadirlo para que definiera lo que en realidad le gustaba hacer. (No fue mucho).
—Pero ¿qué harás? —le preguntó Jude.
—Oh, no te preocupes —respondió Willem; la verdad es que no lo sabía.
—¿Sabes, Willem? Deberías acostarse con quien quisieras. Solo que —tartamudeó—, sé que es egoísta, pero prefiero no enterarme.
—No es egoísta —le dijo Willem, buscándolo a través de la cama—. Y yo nunca lo haría.
Habían mantenido esa conversación hacía ocho meses, y en ese tiempo las cosas habían mejorado, no en su anterior versión de mejorar, pensó Willem, en la que fingía que todo iba bien y hacía caso omiso de las incómodas pruebas o sospechas que indicaban justo lo contrario, sino realmente mejor. Veía que Jude estaba más relajado, se sentía menos inhibido físicamente y se mostraba más cariñoso; todo eso solo porque él lo había liberado de lo que creía que eran sus deberes, y el resultado era que Jude seguía haciéndose cortes, pero con mucha menos frecuencia. Willem ya no necesitaba que Harold o Andy le confirmaran que Jude estaba mejor; sabía que era cierto. La única dificultad era que todavía lo deseaba físicamente, y a veces tenía que recordarse que no podía ir más lejos, que estaba llegando a los límites de lo que Jude podía tolerar, y se obligaba a detenerse. En esos momentos se enfadaba, no con Jude, ni siquiera consigo mismo —nunca se había sentido culpable de desear tener relaciones sexuales y no lo hacía ahora—, sino con la vida, por cómo había conspirado para hacer que Jude temiera algo que él siempre había relacionado con el placer.
Tenía cuidado al escoger con quién se acostaba: elegía a personas (mujeres en realidad; la mayoría habían sido mujeres) que notaba o sabía, por experiencias anteriores, que solo tenían interés en él por el sexo y que eran discretas. A menudo parecían confundidas, y a él no le extrañaba. «¿No estás con un hombre?», le preguntaban. Y él les decía que sí, pero que tenían una relación abierta. «Entonces ¿no eres gay?», le preguntaban. «No, no en esencia», respondía él. Las mujeres más jóvenes lo aceptaban con más facilidad; habían tenido (o tenían) novios que también se habían acostado con hombres; ellas mismas se habían acostado con mujeres. Normalmente se limitaban a decir: «Oh», y si tenían otras preocupaciones o preguntas, se las callaban. Esas mujeres más jóvenes —actrices, ayudantes de maquillaje y vestuario— tampoco esperaban mantener una relación estable con él; a menudo no querían una relación estable con nadie. A veces las mujeres le preguntaban por Jude —cómo se habían conocido, cómo era—, y él les respondía con nostalgia y lo echaba de menos.
Sin embargo, Willem no permitía que ese aspecto de su vida afectara a la vida doméstica. En una ocasión apareció en una crónica de sociedad —que Kit le mandó— un cotilleo, y aunque no daban nombres, era evidente que se refería a él, y después de debatirse entre si decirle algo a Jude o no, optó por no hacerlo; Jude nunca lo leería, y no había motivos para obligarlo a confrontar la realidad de algo que en teoría ya sabía que ocurría.
Pero JB sí lo leyó (otras personas también debieron de hacerlo, si bien la única que se lo mencionó fue JB) y le preguntó si era cierto. «No sabía que teníais una relación abierta», le dijo, con un tono más intrigado que acusatorio. «Oh, sí —respondió él con naturalidad—. Desde el principio».
Como es natural, le entristecía que su vida sexual y su vida doméstica estuvieran divididas, pero había vivido lo suficiente para saber que en toda relación había algo insatisfactorio y decepcionante, algo que era preciso buscar fuera. Su amigo Roman, por ejemplo, estaba casado con una mujer guapa y fiel, aunque sin muchas luces: no entendía las películas en las que Roman actuaba y para hablar con ella había que adecuar a propósito la velocidad, la complejidad y el contenido de la conversación, y que ella a menudo parecía confusa cuando esta giraba sobre política, economía, literatura, arte, gastronomía, arquitectura o medio ambiente. Willem sabía que Roman era consciente de esa carencia, tanto en Lisa como en su relación. «Ah, bueno —le dijo en una ocasión, sin que él se lo preguntara—, si quiero tener una buena conversación, siempre puedo acudir a mis amigos, ¿no?».
Roman había sido uno de los amigos que se había casado más pronto, y a él le había fascinado y alucinado su elección. Ahora, en cambio, sabía que siempre había que sacrificar algo, la cuestión era qué se estaba dispuesto a sacrificar. Sabía que para ciertas personas —como JB, o como Roman tal vez— el sacrificio que él había hecho sería impensable. También para él lo habría sido en otro tiempo.
Últimamente se acordaba a menudo de una obra de teatro en la que había actuado cuando era estudiante de posgrado. La había escrito una mujer tenaz del departamento de teatro que con los años alcanzaría un gran éxito como guionista de películas de espionaje, pero a quien en su juventud le dio por escribir dramas al estilo de Harold Pinter sobre parejas desdichadas. Si esto fuera una película trataba de un matrimonio infeliz —él era profesor de música clásica, ella libretista— que vivía en Nueva York. Como ambos tenían cuarenta y tantos años (en aquel momento, un terreno gris increíblemente lejano e inimaginablemente lúgubre), no tenían sentido del humor y vivían en un estado de continua añoranza de su juventud, cuando la vida estaba llena de promesas y esperanza, ellos eran románticos, y la vida, un romance. Él interpretaba el papel del marido, y aunque sabía que la obra era malísima (había diálogos como este: «Esto no es Tosca, ¿sabes? ¡Es la vida!»), se acordaba del último monólogo del segundo acto, cuando la mujer anuncia que quiere irse, que no se siente realizada en su matrimonio y está convencida de que le espera alguien mejor.
SETH: ¿No lo entiendes, Amy? Estás en un error. Las relaciones nunca te dan todo lo que quieres. Piensa todas las cosas que buscas en una persona —química sexual, buena conversación, seguridad económica, compatibilidad intelectual, gentileza o lealtad— y escoge tres. Tres, eso es todo. Tal vez cuatro, si tienes suerte. El resto tendrás que buscarlo en otra parte. Solo en las películas uno encuentra a alguien que te da todo lo que necesita. Pero esto no es el cine. En el mundo real hay que identificar tres cualidades con las que quieres vivir el resto de tu vida y buscar las restantes en otras personas. Así es la vida real. ¿No ves que es una trampa? Si lo quieres todo, acabarás con nada.
AMY (llorando): ¿Y qué has escogido tú?
SETH: No lo sé. (Pausa). No lo sé.
Entonces no se creía esas palabras, porque todo parecía posible: tenía veintitrés años, y eran jóvenes, atractivos, listos y glamurosos. Creían que serían amigos durante décadas, toda la vida. Pero, como es natural, para la mayoría de ellos no había sido así. Al hacerse uno mayor se daba cuenta de que las cualidades que valoraba en las personas con las que se acostaba o con las que salía no eran necesariamente las mismas con las que quería vivir o lidiar a diario. Si uno era listo, y si tenía suerte, aprendía la lección y la aceptaba. Decidía qué era más importante y lo buscaba, y aprendía a ser realista. Cada uno había escogido algo distinto: Roman había optado por la belleza, la dulzura, la flexibilidad; Malcolm, pensó, había escogido la confianza, la competencia (Sophie era de una eficiencia que intimidaba) y la compatibilidad estética. ¿Y él? Él había escogido la amistad. La conversación. La bondad. La inteligencia. Cuando tenía treinta y tantos años, observaba las relaciones de algunas personas y se hacía la pregunta que daba (y seguía dando) pie a innumerables conversaciones de sobremesa: ¿qué sucedía allí? Ahora, con casi cuarenta y ocho años, veía esas relaciones como el reflejo de sus deseos más profundos e inconfesables, de sus esperanzas y sus inseguridades, que tomaban forma física en otra persona. Ahora miraba las parejas —en los restaurantes, en la calle, en las fiestas— y se preguntaba: ¿Por qué estáis juntos? ¿Qué creíste esencial para ti? ¿Qué echas de menos en ti que quieres que te lo proporcione otro? Ahora creía que una relación funcionaba si la pareja reconocía lo que cada uno de ellos podía ofrecer al otro y lo valoraba como lo más preciado.
Y, tal vez no por casualidad, había comenzado a desconfiar de la terapia, de sus promesas y de sus premisas. Nunca había cuestionado que la terapia fuese, en el peor de los casos, un tratamiento benigno; cuando era más joven incluso consideraba un lujo ese derecho a hablar sobre su vida de forma ininterrumpida durante cincuenta minutos, una prueba de que se había convertido en alguien cuya vida merecía tan larga escucha y un oyente tan indulgente. Pero en esos momentos tomó conciencia de su impaciencia respecto a lo que empezaba a ver como la siniestra pedantería de la terapia, su pretensión de que la vida era de algún modo reparable, que existía una norma social y que se podía orientar al paciente para adaptarse a ella.
«Parece que te estés conteniendo, Willem», le dijo Idriss, su psiquiatra desde hacía años, y él guardó silencio. La terapia, los terapeutas, prometían una estricta ausencia de juicio sobre el otro (aunque, ¿acaso no era imposible hablar de lo que quisieras sin que te juzgaran?) y, sin embargo, detrás de cada pregunta había un golpe suave pero inexorable que te empujaba hacia la admisión de algún defecto, hacia la solución de un problema que no sabías que existía. A lo largo de los años había tenido amigos que estaban convencidos de haber disfrutado de una niñez feliz y de unos padres en esencia amorosos, hasta que la terapia les abría los ojos al hecho de que no era así. Él no quería que le sucediera eso; no quería que le dijeran que su felicidad no era sino autoengaño.
—¿Y cómo te sientes sobre el hecho de que Jude ya no quiera tener relaciones sexuales? —le preguntó Idriss.
—No lo sé. —Pero lo sabía, y lo dijo—: Me gustaría que quisiera, por su bien. Me da pena que se esté perdiendo una de las experiencias más grandes de la vida. Pero creo que se ha ganado su derecho a no tenerlas.
Sentado frente a él, Idriss guardó silencio. Lo cierto era que no quería que Idriss intentara diagnosticar lo que no funcionaba en su relación. No quería que le dijera cómo repararla. No quería que Jude y él se vieran obligados a hacer algo que ninguno de los dos deseaba solo porque se suponía que tenían que hacerlo. Le daba la impresión de que, a pesar de su singularidad, su relación funcionaba, y no quería que le demostraran lo contrario. A veces se preguntaba si lo que les había hecho creer que en su relación tenía que haber sexo era solo falta de creatividad por parte de Jude y de él, pero en aquel momento les pareció la única forma de expresar la profundidad de sus sentimientos. La palabra «amistad» era tan imprecisa, tan poco descriptiva y satisfactoria —¿cómo iba a utilizar el mismo término para describir lo que significaba Jude para él que para hablar de India o de los Henry Young?—, que habían optado por otra forma de relación más conocida. Sin embargo, no había funcionado. Y ahora estaban inventando su propia modalidad de relación y habían escogido una que no tenía reconocimiento oficial en la historia ni había sido inmortalizada en la poesía o las canciones, pero que parecía más sincera y menos opresiva.
Aun así, no quería confesarle a Jude el creciente escepticismo que sentía hacia la terapia, porque parte de él seguía creyendo que era beneficiosa para las personas que estaban realmente enfermas, y Jude —por fin era capaz de admitirlo— lo estaba. Sabía que Jude detestaba la terapia; después de las primeras sesiones, lo había visto tan callado y retraído que Willem tuvo que recordarse que lo obligaba a ir por su propio bien.
Al final no pudo soportarlo más.
—¿Qué tal te va con el doctor Loehmann? —le preguntó una noche cuando ya llevaba un mes viéndolo.
Jude suspiró.
—Willem, ¿hasta cuándo tendré que ir?
—No lo sé. Nunca lo he pensado.
Jude lo escudriñó.
—Entonces, ¿pensabas que sería para siempre?
—Bueno. —En realidad eso era lo que pensaba—. ¿Tan horrible es? —Esperó un momento antes de añadir—: ¿Es Loehmann? ¿Quieres que busquemos a otro?
—No, no es Loehmann. Es el proceso en sí.
Él también suspiró.
—Mira, sé lo duro que es para ti. Pero dale un año, Jude. Un año. Y pon de tu parte; entonces veremos.
Jude le prometió que lo haría.
En primavera él se fue a un rodaje, y una noche, Jude le dijo por teléfono:
—Willem, voy a ser sincero contigo.
—Adelante —respondió él, agarrando el teléfono con más fuerza.
Estaba en Londres filmando Henry y Edith, en la que interpretaba a Henry James —doce años más joven y con sesenta libras menos de peso, como señaló Kit, pero ¿quién iba a contarlos?— al comienzo de su amistad con Edith Wharton. Era una road movie y se rodaba sobre todo en Francia y en el sur de Inglaterra, y estaban acabando el rodaje.
—No me enorgullece haberlo hecho —oyó que Jude decía—, pero me he saltado las últimas cuatro sesiones con el doctor Loehmann. Mejor dicho, he ido pero no he ido.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que voy, pero… me quedo leyendo en el coche el tiempo que debería durar la sesión, luego regreso a la oficina.
Se hizo un silencio, que rompieron las risas de los dos.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó cuando por fin logró hablar.
—Sobre el narcisismo —admitió Jude, y se volvieron a reír, esta vez tan fuerte que Willem tuvo que sentarse.
—Jude… —empezó a decir por fin, pero este lo interrumpió.
—Lo sé, Willem, lo sé. Volveré. Ha sido una estupidez. Pero no he podido ir las últimas veces, no estoy seguro del motivo.
Cuando Willem colgó, seguía sonriendo, y al oír en su interior la voz de Idriss —«Y bien, Willem, ¿qué piensas del hecho de que Jude no vaya a donde se comprometió a ir?»— hizo un ademán como si apartara las palabras. Las mentiras de Jude. Sus propios autoengaños. Se daba cuenta de que, en uno y otro caso, eran formas de autoprotección que practicaban desde la niñez, hábitos que los habían ayudado a hacer del mundo un lugar más habitable de lo que a veces era. La única diferencia era que ahora Jude intentaba mentir menos, y él trataba de aceptar que ciertas cosas nunca se ajustarían a su idea de cómo debía ser la vida, por intensamente que lo deseara o por mucho que fingiera que lo hacían. De modo que sabía que la terapia tenía una utilidad limitada para Jude. Sabía que Jude seguiría autolesionándose. Sabía que nunca se curaría. La persona a la que amaba estaba enferma, y siempre lo estaría, y su responsabilidad no era que mejorara sino evitar que la enfermedad se agravara. Nunca lograría que Idriss entendiera ese cambio de perspectiva; a veces ni él mismo lo comprendía.
Esa noche invitó a subir al piso a la auxiliar del diseñador de la producción, y mientras estaban en la cama, dio una vez más la versión que había inventado sobre Jude para responder a las preguntas de siempre: quién era él y cómo lo había conocido.
—¡Qué bonito piso! —exclamó Isabel, y él la miró con cierto recelo: al ver el piso, JB había comentado que parecía que hubiera saqueado un gran bazar, e Isabel tenía un gusto excelente, según el director de fotografía.
—En serio —dijo ella al verle la cara—. Es muy bonito.
—Gracias. —El piso era de los dos, de Jude y suyo. Lo habían comprado hacía dos meses, cuando comprendieron que ambos trabajarían cada vez más en Londres. Él se encargó de buscarlo, y escogió la silenciosa y aburrida Marylebone, no por su sobria belleza o su céntrica localización, sino por la gran cantidad de médicos que había en el barrio.
—¡Mira quién hay en el piso de abajo! —exclamó Jude al mirar el directorio de los inquilinos del edificio mientras esperaban al agente inmobiliario que debía enseñárselo—. La consulta de un cirujano ortopédico. —Arqueó las cejas—. Interesante coincidencia, ¿no te parece?
Él sonrió.
—Ya lo creo.
Pero detrás de las bromas había algo de lo que ninguno de los dos había hablado, no solo desde que estaban juntos, sino a lo largo de los muchos años de amistad: en algún momento, no sabían cuándo, Jude empeoraría. Willem no sabía exactamente qué entrañaría eso, si bien como parte de su reciente entrega a la honestidad intentaba que tanto Jude como él estuvieran preparados para un futuro impredecible, en el que cabía la posibilidad de que Jude no pudiera caminar ni sostenerse de pie. Así que, al final, el piso, situado en una cuarta planta de Harley Street, resultó ser la única opción viable: de todos los que había visto, era el que más se parecía a Greene Street: un apartamento de una sola planta con grandes puertas, pasillos anchos, grandes habitaciones cuadradas y cuartos de baño en los que cabía una silla de ruedas (la consulta del cirujano ortopédico en la planta de abajo fue un argumento decisivo para convencerlo de que era lo que necesitaban). Compraron el piso; él llevó las alfombras, lámparas y mantas que había acumulado desde que trabajaba y que guardaba en el sótano de Greene Street, y antes su regreso a Nueva York al acabar el rodaje, uno de los jóvenes exsocios de Malcolm que se había instalado en Londres para trabajar en la sucursal de Bellcast empezaría a reformarlo.
Al mirar los planos de Harley Street se decía que era muy difícil, y a veces muy triste, vivir en la realidad. Se lo recordó la última vez que quedó con el arquitecto, Vikram, y este preguntó por qué no conservaban las ventanas de la cocina que daban al patio de ladrillo, con sus vistas de los tejados de Weymouth Mews.
—¿No deberíamos conservarlas? Son preciosas.
—Ya lo creo, pero si estás sentado no puedes abrirlas.
Willem cayó en la cuenta de que Vikram se había tomado muy en serio lo que él le había señalado en su primera conversación: que partiera de la base de que, con el tiempo, uno de los ocupantes tendría una movilidad muy limitada.
—Te doy mi palabra de que los dos os sentiréis muy a gusto, Willem. —Vikram tenía una voz tan suave y afable que él aún no sabía si la tristeza que sintió en aquel momento era debida a sus palabras o a la amabilidad con que las había pronunciado.
Ya de vuelta en Nueva York, recuerda esta escena. Están a finales de julio y ha convencido a Jude de que se tome el día libre para ir a la casa de campo. En las últimas semanas Jude ha estado cansado y débil, pero de pronto se ha animado. Hace un día precioso, con el cielo de un azul intenso, el aire cálido y seco, los campos que rodean la casa amarillos de milenrama y prímulas, las losas del borde de la piscina frescas bajo los pies, y Jude canta en la cocina mientras prepara limonada para Julia y Harold, que han ido a pasar el día con ellos. En días como este Willem sucumbe a una especie de encantamiento, un estado en el que la vida le parece inmejorable y, paradójicamente, reparable. Jude no empeorará. Y, claro está, puede mejorar. Él será la persona que lo ayude a reponerse. Por supuesto que es posible, es más que probable. En días como ese parece que no haya noches, y sin noches no hay cortes, no hay tristeza, no hay motivos para el desaliento.
«Sueñas con milagros, Willem», le diría Idriss si supiera qué está pensando, y sabe que es cierto. Pero entonces piensa: ¿y qué hay de sus vidas? —la suya, pero también la de Jude—, ¿acaso no son un milagro? A él le habría tocado quedarse en Wyoming y convertirse en ranchero. Y Jude habría acabado ¿dónde? En prisión, en un hospital, muerto, o algo peor. Pero no ha sido así. ¿Acaso no es un milagro que alguien como él, que no tiene nada excepcional, pueda ganar millones fingiendo ser otra persona? ¿Y que vuele de ciudad en ciudad, pueda satisfacer todas sus necesidades y trabaje en un entorno artificial en el que se le trata como si fuera el potentado de un pequeño país corrupto? ¿No es un milagro ser adoptado a los treinta años, encontrar a personas que te quieran tanto que decidan que formes parte de su familia? ¿No es un milagro haber sobrevivido a lo que parecía imposible sobrevivir? ¿No es la amistad en sí misma un milagro, encontrar a alguien que hace que este mundo solitario lo parezca menos? ¿No es un milagro esta casa, esta belleza, esta comodidad, esta vida? Después de todo esto, ¿no es normal esperar un milagro más, confiar en que, contra todo pronóstico y a pesar de lo que dictan la biología, el tiempo y la historia, ellos sean la excepción, que a Jude no le ocurra lo mismo que a los que sufren una lesión como la suya, que sea capaz de superar una dificultad más, después de todo lo que ha superado?
Está sentado junto a la piscina hablando con Harold y Julia y de pronto siente ese vacío en el estómago que a veces le sobreviene cuando Jude y él están bajo un mismo techo: una fuerte añoranza, un extraño e intenso deseo de verlo. Y aunque nunca se lo diría, en eso Jude le recuerda lo que sentía con Hemming: la conciencia que a veces le acaricia con la sutileza del roce de unas alas de que sus seres queridos son más temporales que los demás, que los ha tomado prestados y algún día se los arrebatarán. «No te vayas —le decía a Hemming en sus llamadas telefónicas cuando se moría—. No me dejes, Hemming». Las enfermeras que le sostenían el auricular en la oreja a cientos de millas de distancia tenían instrucciones de decirle exactamente lo contrario, que podía irse, que Willem dejaba que se fuera. Pero él no podía.
Tampoco fue capaz de hacerlo cuando Jude estuvo ingresado en el hospital, tan delirante a causa de los fármacos que su mirada iba de aquí para allá a una velocidad aterradora. «Deja que me vaya, Willem —le suplicó Jude entonces—. Deja que me vaya».
«No puedo —respondió él llorando—. No puedo».
Ahora menea la cabeza para apartar el recuerdo.
—Voy a ver dónde está —les dice a Harold y a Julia, pero oyen abrirse la puerta de cristal, y se vuelven, alzan la vista, ven a Jude llevando una bandeja con copas, y se levantan los tres para ayudarlo. Pero justo antes de que empiecen a subir la colina y de que Jude eche a andar hacia ellos, por un instante se quedan todos donde están, y él piensa en un plató, donde se pueden rehacer las escenas, corregir los errores y volver a filmar los pesares. En ese instante ellos están en un lado del fotograma y Jude en el otro; todos sonríen, y parece que en el mundo no haya más que dulzura.
La última vez en su vida que caminó —que caminó de verdad, que no es lo mismo que bordear la pared para ir de una habitación a otra, arrastrar los pies por los pasillos de Rosen Pritchard o avanzar a paso de tortuga por el vestíbulo hasta el garaje y dejarse caer al volante con un gruñido de alivio— fue en unas vacaciones de Navidad. Tenía cuarenta y seis años, y fueron a Bután; una elección acertada, se diría luego, para su última etapa como caminante (aunque, por supuesto, en ese momento no lo sabía), ya que allí todo el mundo caminaba. Toda la gente a la que trataron durante el viaje, entre ellas Karma, un viejo conocido de la universidad que entonces era ministro de Ingeniería Forestal, no contaban las distancias en millas ni en kilómetros, sino en horas. «Oh, sí, cuando mi padre era niño caminaba cuatro horas para visitar a su tía los fines de semana, más las cuatro horas de regreso, claro», les dijo.
A Willem y él les sorprendió, si bien más adelante también coincidieron en que el campo era tan bonito allí, una sucesión de parábolas arboladas, con un cielo azul claro y translúcido, que el tiempo dedicado a caminar debía de transcurrir más rápida y agradablemente que en cualquier otra parte.
A pesar de que él no estaba en su mejor momento en ese viaje, pudo caminar a su antojo. En los meses anteriores se había sentido débil, pero nada parecía indicar que hubiera algún problema mayor. Solo perdía con más rapidez la energía y estaba todo él dolorido, pero no sentía aquel malestar constante y sordo que a veces lo perseguía hasta que se dormía y lo esperaba por la mañana para saludarlo. La diferencia era, como le dijo a Andy, entre un mes salpicado de lluvias tormentosas y un mes en el que llovía a diario, no mucho pero de forma ininterrumpida, lo que no dejaba de ser un enervante incordio. En octubre tuvo que utilizar la silla de ruedas todos los días, el período más largo en que había dependido de ella. En noviembre, aunque se encontraba lo bastante bien para ir a casa de Harold para el día Acción de Gracias, no se vio con fuerzas de sentarse a la mesa y pasó la tarde en su dormitorio, tendido lo más quieto posible en la cama, donde solo a medias era consciente de las entradas y salidas de Harold, Willem y Julia, de sus disculpas por haberles estropeado la fiesta, y de la conversación susurrada entre ellos y Laurence, Gillian, James y Carey, que llegaba del comedor. Entonces Willem quiso anular el viaje, pero él insistió en que no lo hiciera y se alegró, pues le pareció que había algo reparador en la belleza del paisaje, en la pureza y la quietud de las montañas, y en ver a Willem rodeado de arroyos y árboles, que era donde siempre se le veía más a gusto.
Uno de los argumentos con los que había logrado persuadir a Willem para hacer ese viaje era que su amigo Elijah, que ahora era el gestor de un fondo de inversión de alto riesgo para el que él trabajaba, tenía previsto ir de vacaciones a Nepal con la familia por aquellas fechas, y tomaron los vuelos de ida y de vuelta. A él le preocupaba que a Elijah le diera por mostrarse hablador, pero no fue así, de modo que pudo dormir la mayor parte del trayecto de regreso, pese a tener los pies y la espalda en llamas a causa del dolor.
El día siguiente a su regreso a Greene Street no pudo levantarse de la cama. Era tan fuerte el dolor que todo tu cuerpo parecía un solo y largo nervio raído por ambos extremos; tenía la sensación de que si lo tocara una gota de agua su cuerpo entero sisearía y crepitaría. Casi nunca estaba tan agotado ni tan dolorido que no pudiera incorporarse siquiera, y al ver que Willem —en cuya presencia hacía esfuerzos para que no preocuparlo— se alarmaba, tuvo que suplicarle que no llamara a Andy.
—De acuerdo —respondió Willem de mala gana—, pero si mañana no estás mejor, lo llamaré. —Suspiró—. Maldita sea, Jude. No deberíamos haber ido.
Pero al día siguiente se encontró mejor, al menos pudo levantarse de la cama, aunque no caminar. Durante todo el día tuvo la sensación de que le atravesaban las piernas, los pies y la espalda con pernos de hierro, pero se obligó a sonreír, hablar y a moverse por la casa, aunque cada vez que Willem salía de la habitación o le daba la espalda, se le desencajaba el rostro por el agotamiento.
Así fue a partir de entonces, y los dos se acostumbraron a ello; aunque ahora necesitaba la silla de ruedas a diario, se esforzaba por caminar cuanto podía, aunque solo fuera para ir al cuarto de baño. También procuraba conservar sus energías: al cocinar se aseguraba de que tenía lo necesario en la encimera antes de empezar, para no tener que ir y venir de la nevera; declinaba invitaciones a cenas, fiestas, inauguraciones y funciones para recaudar fondos, con la excusa de que tenía demasiado trabajo, cuando en realidad regresaba a casa y cruzaba en la silla de ruedas el piso, tan grande que parecía un castigo, deteniéndose a descansar cada vez que lo necesitaba, y echaba una cabezada en la cama para reponer la energía necesaria para hablar con Willem cuando regresara.
A finales de enero acudió por fin a la consulta de Andy, que lo escuchó y lo examinó con minuciosidad.
—No te pasa nada —le dijo al terminar—. Solo que te haces mayor.
Y los dos guardaron silencio. ¿Qué podían decir?
—Bueno —dijo él por fin—, tal vez acabaré tan débil que lograré convencer a Willem de que no me quedan energías para ir a ver a Loehmann. —Una noche de ese otoño le había prometido estúpida, ebria e incluso románticamente que seguiría durante otros nueve meses la terapia.
Andy suspiró y sonrió al mismo tiempo.
—Eres peor que un niño malcriado.
Sin embargo, ahora piensa con afecto en ese período, porque en muchos sentidos fue una época maravillosa. En diciembre nominaron a Willem para un premio importante por su papel en La manzana envenenada, y en enero se lo concedieron. Luego lo nominaron para un premio aún más importante y prestigioso, y de nuevo lo consiguió. Él estaba en Londres por motivos de trabajo la noche que Willem lo recogió, pero puso el despertador a las dos de la madrugada para ver la ceremonia por internet; cuando pronunciaron el nombre de Willem gritó fuerte, y vio cómo sonreía radiante, besaba a Julia —a quien había llevado de acompañante— y subía los escalones del escenario, donde dio las gracias a los cineastas, al estudio, a Emil, a Kit, al mismísimo Alan Turing, a Roman, a Cressy, a Richard, a Malcolm, a JB, y «a mis suegros, Julia Altman y Harold Stein, por haber hecho que me sintiera siempre como un hijo, y, de un modo especial, a Jude St. Francis, mi mejor amigo y el amor de mi vida, por todo». Jude tuvo que contenerse para no llorar, y cuando, media hora después, le llamó tuvo que contenerse de nuevo.
—Me siento muy orgulloso de ti, Willem. Sabía que lo ganarías. Lo sabía.
—Eso es lo que dices siempre —oyó que decía riéndose, y él también se rió. Tenía razón, siempre pensaba que Willem merecía ganar todos los premios para los que lo nominaban, y cuando no los ganaba se quedaba sinceramente desconcertado. Dejando de lado el politiqueo y los gustos de cada cual, ¿cómo era posible que los miembros del jurado no vieran lo que era a todas luces una interpretación superior, un actor superior y una persona superior?
En las reuniones de la mañana siguiente —en las que una vez más tuvo que contenerse de llorar, y no paró de sonreír, como si estuviera drogado—, sus colegas lo felicitaron y le preguntaron por qué no había asistido a la ceremonia. «Estos eventos no son para mí», dijo, y era verdad, no lo eran; de todas las ceremonias de concesión de premios, estrenos y fiestas a las que Willem había asistido, él solo lo había acompañado dos o tres veces. El año anterior, una revista literaria había ido a su casa varias veces para entrevistar a Willem, y él desapareció cada una de ellas. Sabía que Willem no se ofendía por eso, pues lo atribuía a su necesidad de intimidad. Y si bien era cierto, esa no era la única razón.
En una ocasión, poco después de que empezaran a ser pareja, la revista Times había publicado una foto de los dos en un reportaje sobre Willem a raíz del estreno de la primera película de una trilogía sobre espionaje. La foto la habían tomado en la inauguración de la quinta y largamente pospuesta exposición de JB, titulada «La rana y el sapo», formada por imágenes de ellos dos, pero muy borrosas y mucho más abstractas que la anterior obra de JB. (No supieron qué pensar del título, aunque JB afirmó que era afectuoso. «¡Pero bueno! ¿No os dice nada Arnold Lobel?», chilló cuando se lo preguntaron. Sin embargo, ni Willem ni él habían leído los libros infantiles de Lobel, y tuvieron que comprarlos para saber a qué se refería). Curiosamente, fue esa exposición, aún más que el artículo de la revista New York sobre la nueva vida de Willem, lo que hizo más evidente su relación a ojos de sus colegas y compañeros, aunque la mayoría de los cuadros estaban basados en fotografías tomadas antes de que fueran pareja.
Por otra parte, como diría JB más tarde, esa exposición marcaría su ascenso. Pese a las ventas, las críticas, las becas y los elogios, sabían que a JB le atormentaba que Richard tuviera una retrospectiva de la primera parte de su carrera en un museo (al igual que Henry Young el Asiático) y él no. Pero «La rana y el sapo» supuso un cambio para JB, del mismo modo que El tribunal del Sicomoro lo fue para Willem, el museo de Doha para Malcolm e incluso —si tenía algo de que presumir— el pleito de Malgrave y Baskett para él. Solo cuando salió del firmamento de sus amigos se dio cuenta de que ese cambio que todos habían esperado y alcanzado era menos común y más valioso de lo que imaginaban. De todos ellos, solo JB estaba convencido de merecerlo y sabía que sin duda alguna le llegaría; Malcolm, Willem y Jude no compartían con él ese convencimiento, y cuando les llegó, se quedaron aturdidos. A pesar de que JB fue el que más tuvo que esperar, cuando este por fin llegó se lo tomó con calma y algo en su interior se apaciguó: se volvió más afable, y su humor quisquilloso y crepitante como la electricidad estática se desmagnetizó sosegado. Jude se alegró por él; se alegró de que disfrutara por fin del reconocimiento que tanto deseaba y que en su opinión debería haber recibido después de «Segundos, minutos, horas, días».
—La cuestión es quién es la rana y quién el sapo —le dijo Willem tras ver por primera vez los cuadros en el estudio de JB, y se leyeron el uno al otro los cuentos de Lobel por la noche, riéndose sin poder contenerse.
Él sonrió, estaban en la cama.
—Está claro que yo soy el sapo.
—No, yo creo que tú eres la rana; tienes los ojos de su mismo color.
Willem habló con tanta seriedad que él sonrió.
—¿Esa es tu prueba? ¿Y qué tienes tú en común con el sapo?
—Creo que tengo una americana igual que la suya —contestó Willem, y se rieron de nuevo.
De hecho, lo sabía, él era el sapo, la foto que apareció en el Times de los dos juntos se lo recordó. No le preocupaba tanto por sí mismo, puesto que intentaba no tomarse muy en serio sus angustias, como por Willem, pues se daba cuenta de la pareja grotesca y desequilibrada que formaban, y se sentía avergonzado por él; le preocupaba que su simple presencia pudiera dañar su carrera, por eso procuraba permanecer lejos de él en público. Siempre había creído que Willem podía hacerle mejor, pero con los años se preguntaba atemorizado: si Willem era capaz de hacerlo mejor a él, ¿no significaba eso que él podía volver peor a Willem? Y del mismo modo que al ir con Willem él resultaba menos desagradable, ¿no podía perjudicar la imagen de Willem el hecho de dejarse ver con él? Sabía que no era lógico, pero aun así lo pensaba, y a veces, cuando se preparaban para salir, se miraba en el espejo del cuarto de baño, y al ver su estúpida y satisfecha expresión, tan absurda y grotesca como un mono vestido con ropa cara, le entraban ganas de pegarle un puñetazo a su reflejo.
La otra razón por la que le preocupaba que lo vieran con Willem era lo vulnerable que eso lo volvía. Desde el primer día en la universidad había temido que en algún momento alguien de su pasado —un cliente, o alguno de los niños del hogar— se pusiera en contacto con él e intentara sacarle algo a cambio de su silencio. «Nadie lo hará, Jude —lo tranquilizó Ana—. Te lo aseguro. Para eso tendrían que confesar cómo te conocieron». No obstante, el miedo nunca lo había abandonado, y con los años se le había presentado un puñado de fantasmas. El primero llegó poco después de que él entrara en Rosen Pritchard —una postal de alguien que afirmaba haberlo conocido en el hogar, alguien con un nombre tan anodino como Rob Wilson, alguien que él no recordaba—, y durante una semana vivió aterrorizado y apenas logró pegar ojo imaginando escenarios tan aterradores como inevitables. ¿Y si el tal Rob Wilson se ponía en contacto con Harold o con alguno de sus colegas del bufete, les revelaba quién era y les hablaba de lo que había hecho? Así que se obligó a no reaccionar haciendo algo que no quería hacer —escribir una carta casi histérica instándolo a renunciar y desistir—, que no haría sino probar su propia existencia y la de su pasado, y no volvió a tener noticias de Rob Wilson.
Sin embargo, al poco tiempo de que aparecieran un par de fotos de Willem y de él en la prensa, recibió dos cartas y un correo electrónico, todos enviados a la oficina. Una de las cartas y el correo electrónico eran de hombres que afirmaban haber estado con él en el hogar, pero tampoco en esta ocasión reconoció los nombres, él no respondió y ellos no volvieron a ponerse en contacto con él. Sin embargo, en el sobre de la segunda carta había una copia de una fotografía en blanco y negro de un niño desnudo sobre una cama, de tan mala calidad que no supo decir si era él o no. Y con esa carta hizo lo que le habían aconsejado muchos años atrás, siendo niño y encontrándose en la cama de un hospital de Filadelfia, si uno de los clientes averiguaba quién era y trataba de ponerse en contacto con él: introducir la carta en un sobre y enviarla al FBI. Ellos siempre sabían dónde encontrarlo, y cada cuatro o cinco años aparecía un agente por su oficina para enseñarle fotos y preguntarle si identificaba a algún hombre; hombres a los que, pese a las décadas transcurridas, seguían desenmascarando como amigos y cómplices del doctor Traylor o del hermano Luke. Esas visitas pocas veces se anunciaban con antelación, y con los años aprendió qué tenía que hacer los días siguientes a fin de neutralizarlas: rodearse de personas, de acontecimientos y de ruido, de pruebas de la vida que ahora habitaba.
En la época en que recibió esa carta y se deshizo de ella, se sintió terriblemente avergonzado y terriblemente solo —eso fue antes de que le hablara a Willem de su niñez, y no le dio a Andy demasiadas pistas para que comprendiera el terror que experimentaba— y contrató a un investigador privado para averiguar todo lo que pudiera sobre aquel individuo. Las pesquisas duraron un mes pero no llegaron a nada concluyente, o a nada que pudiera identificarlo a él de forma concluyente con quien había sido. Solo entonces se permitió relajarse, creer que Ana tenía razón y aceptar que gran parte de su pasado había sido borrado casi por completo, como si nunca hubiera existido. Las personas que conocían la mayor parte de su pasado, que habían sido testigos y causantes del mismo, el hermano Luke, el doctor Traylor, incluso Ana, estaban muertas, y los muertos no hablaban. «Estás fuera de peligro», se recordaba. Y aunque era cierto, eso no significaba que dejara de lado la cautela ni que quisiera que su fotografía apareciese en revistas y periódicos.
Aceptó que así sería siempre su vida con Willem, aunque a veces deseaba que fuera diferente, que pudiera mostrarse menos prudente al referirse a Willem en público del mismo modo que él lo había hecho. En ocasiones se ponía el vídeo del discurso de Willem y estaba tan aturdido como el día en que Harold se refirió a él como su hijo al hablar con alguien. Eso ocurrió en realidad, se decía. No era algo que se hubiera inventado. Y ahora sentía aquel mismo delirio: él era parte de Willem. Él mismo lo había dicho.
En marzo, al final de la temporada de premios, Richard y él organizaron una fiesta para Willem en Greene Street. Acababan de retirar de la quinta planta una gran remesa de puertas y bancos de teca tallada, y Richard colgó en el techo hileras de luces y puso en las paredes tarros de cristal con velas. El gerente del estudio de Richard hizo subir dos de sus grandes mesas de trabajo, y él contrató el servicio de catering y a un camarero. Invitaron a todas las personas que se les ocurrió, los amigos que tenían en común y también los de Willem. Harold y Julia, James y Carey, Laurence y Gillian, Lionel y Sinclair llegaron de Boston; Kit, de Los Ángeles; Carolina, de Yountville; Phaedra y Citizen, de París; los amigos de Willem Cressy y Susannah, de Londres, y Miguel, de Madrid. Él se obligó a estar de pie y a pasearse por la fiesta; muchas personas —directores, actores y guionistas— a las que conocía solo de nombre por las anécdotas que le contaba Willem se le acercaron y le dijeron que habían oído hablar mucho de él, que era un verdadero placer conocerlo por fin y que incluso habían llegado a pensar que no era una persona real, sino una invención de Willem. Y aunque él se echó a reír al oírlo, también pensó que debería haber dejado de lado sus temores y haberse involucrado más en la vida de Willem, y ese pensamiento le entristeció.
Fue una fiesta muy animada, la clase de fiestas a las que iban cuando eran jóvenes, en la que la gente hablaba a gritos por encima de la música, que en esta ocasión estaba a cargo de uno de los ayudantes de Richard, un DJ aficionado. Al cabo de unas horas él estaba agotado y se apoyó en la pared norte para verlos bailar. En medio del alboroto vio a Willem bailando con Julia y sonrió, y luego se fijó en que Harold también los miraba sonriendo desde el otro extremo de la habitación. Entonces sus miradas se cruzaron, Harold levantó la copa y Jude hizo propio mientras Harold se abría paso hacia él.
—Una gran fiesta —le gritó al oído.
—Casi todo lo ha hecho Richard —respondió él también a gritos, pero cuando estaba a punto de añadir algo más, el volumen de la música subió y Harold y él se miraron y se encogieron de hombros riéndose.
Durante un rato se quedaron de pie sonriendo, viendo cómo los que bailaban se convertían en una masa borrosa que subía y bajaba. Jude estaba cansado y dolorido, pero no le importaba: el cansancio era agradable y cálido, y el dolor, conocido y esperado. En esos momentos se recordaba a sí mismo que era capaz de experimentar gozo, y que la vida era dulce. La música se volvió entonces soñadora y lenta, y Harold le gritó que iba a arrancar a Julia de las garras de Willem.
—Ve —le dijo Jude, pero antes de que Harold se alejara, algo lo llevó a extender un brazo y pasárselo alrededor de los hombros.
Era la primera vez desde lo ocurrido con Caleb que tocaba a Harold por iniciativa propia, y percibió su estupefacción, y también su alegría, pero se sintió tan culpable que lo soltó rápidamente y lo empujó hacia la pista de baile.
En una de las esquinas había unos cuantos sacos de arpillera llenos de algodón que Richard había puesto para que la gente se tumbara. Hacia allí se dirigía cuando apareció Willem y le cogió la mano.
—Baila conmigo.
—Ya sabes que no sé —le respondió él sonriendo.
Willem lo miró, evaluándolo.
—Ven conmigo —le dijo, y él lo siguió hacia el extremo este del loft, donde estaba el cuarto de baño.
Al llegar a él lo empujó para que entrara, cerró la puerta detrás de ellos y dejó la copa en el borde del lavabo. Todavía oían la música —una canción que estaba de moda en su época universitaria, lamentable y al mismo tiempo conmovedora por su imperdonable sentimentalismo, su sinceridad y su melosidad—, pero en el cuarto de baño se oía apagada, como proveniente de un valle lejano.
—Rodéame con los brazos, y cuando yo mueva el pie izquierdo hacia tu pie derecho, deslízalo hacia atrás —le dijo Willem, y él lo hizo. Durante un rato se movieron lenta y torpemente, mirándose en silencio—. ¿Lo ves? Estás bailando.
—No se me da bien —murmuró él, avergonzado.
—Lo haces perfecto —dijo Willem, y aunque en ese momento a él le dolían mucho los pies y había empezado a sudar por el esfuerzo de no gritar, siguió moviéndose.
Hacia el final de la canción solo se balanceaban, sin levantar los pies del suelo, y Willem lo sostenía para que no se cayera.
Al salir del cuarto de baño, se elevaron vítores de los corros más cercanos, y él se ruborizó —la última vez que Willem y él habían tenido relaciones sexuales fue casi dieciséis meses atrás—, pero Willem sonrió y levantó el brazo como un luchador que acaba de ganar un combate.
Entonces llegó abril, y su cuarenta y siete cumpleaños; luego mayo, y le salió una llaga en cada pantorrilla. Willem se fue a Estambul para rodar la segunda parte de la trilogía de espionaje. Al hablarle por teléfono de las llagas —intentaba decirle las cosas cuando sucedían, incluso las que no consideraba importantes—, Willem se mostró contrariado. Él, en cambio, no estaba preocupado. ¿Cuántas heridas como esas había tenido a lo largo de los años? Muchísimas. Lo único que había cambiado era lo que tardaban en cicatrizar. Ahora iba a la consulta de Andy dos veces a la semana, los martes al mediodía y los viernes por la tarde, una para que le desbridara la herida y la otra para un tratamiento al vacío que le hacía la enfermera. Andy siempre había creído que tenía la piel demasiado frágil para someterse a ese tratamiento, que consistía en encajar una pieza de espuma esterilizada encima de la herida abierta y mediante un tubo aspirar el tejido muerto y seco como si fuera una esponja, pero en los últimos años él lo había tolerado bien y había dado mejores resultados que solo el desbridamiento.
Con los años, la frecuencia, la gravedad y el tamaño de las llagas habían ido en aumento, así como las molestias que estas le causaban. Habían transcurrido mucho tiempo, décadas, desde la última vez que pudo caminar un buen rato cuando tenía alguna llaga. (El recuerdo de pasear, aunque fuera con dolor, de Chinatown al Upper East Side era tan lejano que no parecía pertenecer a su vida). Cuando era más joven tardaban pocas semanas en cicatrizar, pero ahora necesitaban meses. De todos sus males ese era el que lo dejaba más indiferente, y eso a pesar de que no le gustaba en absoluto al aspecto de las llagas, y, si bien no temía la sangre, la visión del pus, de la podredumbre, el desesperado intento de su cuerpo para sanar matando una parte de sí mismo seguía inquietándolo aun después de tantos años.
Cuando Willem regresó, él no estaba mejor. Ahora tenía cuatro llagas en las pantorrillas, más de las que había tenido nunca a la vez, y aunque todavía intentaba caminar a diario, a veces le resultaba difícil incluso ponerse de pie, entonces analizaba sus esfuerzos, y decidía si intentaba caminar porque creía que podía o si lo hacía para demostrarse a sí mismo que todavía era capaz de andar. Era consciente de que había adelgazado y estaba más débil —ni siquiera podía nadar por las mañanas—, pero tuvo ocasión de confirmarlo al ver la cara que puso Willem a su llegada. «Jude —susurró, arrodillándose a su lado en el sofá—. Ojalá me lo hubieras dicho». Pero curiosamente no había nada que decir: él era así. Y aparte de las piernas, los pies y la espalda, se encontraba bien. Además, se sentía —aunque no le gustaba decirlo hablando de sí mismo, pues le parecía una afirmación demasiado atrevida— mentalmente sano. Solo se hacía cortes una vez a la semana, y silbaba al quitarse los pantalones por la noche y examinar las vendas para asegurarse de que las llagas no exudaban. Todo el mundo se acostumbra a lo que emana del cuerpo, y él no era una excepción. Si tu cuerpo está bien, esperas que funcione de forma continuada a pleno rendimiento. Si no lo está, tus expectativas son otras. O eso al menos era lo que intentaba aceptar.
A finales de julio, poco después de regresar, Willem dejó que pusiera fin a su relación casi silenciosa con el doctor Loehmann, pero solo porque ya no disponía de tiempo. Pasaba cuatro horas a la semana en consultas médicas —dos con Andy, dos con Loehmann—, y ahora necesitaba dos de esas horas para ir dos veces a la semana al hospital. Allí se quitaba los pantalones, se echaba la corbata al hombro y lo deslizaban en el interior de una cámara hiperbárica, un ataúd de cristal, donde se tumbaba y trabajaba mientras esperaba que el oxígeno concentrado que le bombeaban ayudara a acelerar la cicatrización de las llagas. Se sentía culpable de los dieciocho meses de terapia con el doctor Loehmann, en los que había pasado la mayor parte del tiempo protegiendo de manera pueril su niñez, intentando no revelar nada, y malgastando el tiempo del doctor y el suyo. Sin embargo, uno de los pocos temas sobre el que habían hablado era sus piernas, no la procedencia de las heridas sino la logística que entrañaba su cuidado, y en la última sesión el doctor Loehmann le preguntó qué pasaría si no mejoraba.
—Supongo que la amputación —respondió él, intentando adoptar un tono despreocupado, aunque en absoluto se sentía así, y no se trataba de una suposición.
Sabía que algún día tendría que prescindir de sus piernas con la misma certeza que sabía que moriría. Solo esperaba que no fuera muy pronto. «Por favor —suplicaba a veces a sus piernas mientras estaba tumbado en la cámara de cristal—. Por favor, dadme solo unos años más. Otra década. Dejad que acabe intacto los cuarenta, los cincuenta. Os prometo que os cuidaré».
Pero a finales de verano la nueva realidad de la enfermedad y los tratamientos se había impuesto y no se detuvo a pensar en el efecto que tendría en Willem. A comienzos de agosto estaban hablando de qué hacer (¿algo?, ¿nada?) para el cuadragésimo noveno cumpleaños de Willem, y este le dijo que creía que esta vez tenían que celebrarlo sin gran revuelo.
—De acuerdo, ya haremos algo grande el año que viene, para los cincuenta —respondió él. Y añadió—: Si sigo con vida, claro. —Hasta que percibió el silencio de Willem, levantó la vista de los fogones y le vio la cara, no se dio cuenta del error que había cometido—. Lo siento, Willem —se apresuró a decir, apagando el fuego y acercándose a él lenta y dolorosamente—. Lo siento mucho.
—No puedes bromear con eso, Jude —le dijo Willem, rodeándolo con los brazos.
—Lo sé. Perdóname. He sido un estúpido. Por supuesto que estaré aquí el año que viene.
—Y muchos más.
—Y muchos más.
Es septiembre, y todas las semanas se tumba en la camilla de la consulta de Andy, con las llagas expuestas y todavía abiertas como granadas, y por la noche se acuesta al lado de Willem. A veces es consciente de lo inverosímil que es su relación, y a menudo se siente culpable de su resistencia a cumplir con uno de los deberes fundamentales de toda pareja. Si bien de vez en cuando piensa intentarlo de nuevo, en el preciso momento en que se dispone a pronunciar las palabras se interrumpe y deja pasar la ocasión en silencio. Pero, por grande que sea la culpabilidad, no puede superar el alivio o la gratitud de haber logrado retener a Willem a su lado pese a sus ineptitudes, y procura transmitirle de todas las maneras posibles lo agradecido que se siente.
Una noche se despierta sudando profusamente, las sábanas están tan mojadas como si las hubieran arrastrado por un charco; en su aturdimiento, se pone de pie antes de darse cuenta de que ya no puede hacerlo y se cae de bruces. Willem se despierta, va a buscar el termómetro y se queda a su lado mientras se lo sostiene debajo de la lengua.
—Treinta y nueve —le dice, poniéndole la mano en la frente—, pero estás helado. —Lo mira preocupado—. Voy a llamar a Andy.
—No lo llames —le pide él, porque a pesar de la fiebre, los escalofríos y el sudor, no se siente enfermo—. Solo necesito una aspirina.
Willem va a buscar la aspirina, así como una camisa y unos calzoncillos limpios; hace la cama de nuevo y se duermen los dos, Willem abrazándolo.
La noche siguiente vuelve a despertarse con fiebre, escalofríos y sudor.
—Corre algo por la oficina —le dice a Willem esta vez—. Algún virus de cuarenta y ocho horas. Debo de haberlo pillado. —Se toma una aspirina, le hace efecto y se duerme otra vez.
Al día siguiente es viernes y va a la consulta de Andy para que le limpie las heridas, aunque no le menciona la fiebre, que desaparece durante el día. Esa noche Willem sale a cenar con Roman y él se acuesta temprano, después de tomarse una aspirina. Duerme tan profundamente que no oye entrar a Willem, pero al despertarse a la mañana siguiente está sudado como si hubiera permanecido bajo la ducha, y tiene las extremidades entumecidas y temblorosas. A su lado Willem ronca suavemente, y él se sienta despacio en la cama y se pasa las manos por el pelo mojado.
El sábado se encuentra mejor. Él va a trabajar y Willem ha quedado con un director para comer. Antes de dejar la oficina por la noche, Jude le escribe un mensaje de texto para decirle que pregunte a Richard e India si les apetece salir a comer sushi a un pequeño restaurante del Upper East Side al que a veces va con Andy al salir de la consulta. Willem y él prefieren dos japoneses que quedan cerca de Greene Street, pero en ambos hay que bajar escaleras y hace meses que han dejado de ir. Esa noche come sin problemas y se lo pasa bien, y aunque el cansancio le sobreviene en mitad de la comida agradece encontrarse en ese pequeño local bien caldeado, con los farolillos amarillos colgando sobre sus cabezas y, ante ellos, la tabla de madera semejante al tradicional calzado geta en la que sirven el sashimi de caballa, el plato favorito de Willem. En un momento determinado, por agotamiento y por afecto, se apoya en el costado de Willem, pero no se da cuenta hasta que este mueve el brazo para rodearlo.
Ya entrada la noche se despierta en la cama desorientado y ve a Harold sentado a su lado, mirándolo.
—Harold, ¿qué haces aquí?
Pero Harold no habla, solo se precipita hacia él, y él se da cuenta de que intenta quitarle la ropa. «No —dice—. No, Harold. No puede ser». Ese es uno de sus más profundos, desagradables y secretos temores, y ahora se está haciendo realidad. Entonces sus viejos temores se despiertan: Harold es otro cliente y él lo rechazará. Grita, retorciéndose, agitando los brazos y las piernas intentando intimidarlo, aturdir a ese silencioso y resuelto Harold que tiene ante él, mientras pide socorro a gritos al hermano Luke.
De pronto Harold desaparece y es sustituido por Willem, su cara está muy cerca de la suya y le dice algo que él no entiende. Detrás de la cabeza de Willem vuelve a asomar Harold, con su extraña y sombría expresión, y él reanuda el forcejeo. Entonces oye unas palabras, oye a Willem hablando con alguien, y aun en medio de su propio miedo registra también el miedo de Willem.
—¡Willem, quiere hacerme daño! —le grita—. ¡No dejes que me haga daño, Willem! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor!
Luego no hay nada —solo oscuridad—, y al despertarse de nuevo se encuentra en el hospital.
—Willem —llama hacia la habitación, y de inmediato aparece Willem sentado en la cama y cogiéndole la mano, de cuyo dorso sale un tubo de plástico.
—Cuidado con el gotero —le dice Willem.
Durante un rato guardan silencio y Willem le acaricia la frente.
—Intentaba atacarme —confiesa él por fin, tartamudeando—. Nunca pensé que Harold me haría eso.
Ve cómo Willem se pone rígido.
—No, Jude. Harold no estaba aquí. Solo delirabas por la fiebre.
Él se queda aliviado y aterrado al oírlo. Aliviado al saber que no es cierto; aterrado por lo real que parecía, y porque ¿qué dice eso sobre él, sobre lo que piensa y sobre sus temores, para que pueda imaginar algo así de Harold? ¿Cómo puede su mente ser tan cruel para intentar volverlo en contra de alguien en quien se ha esforzado tanto en confiar, alguien que solo ha mostrado amabilidad hacia él? Nota que se le saltan las lágrimas, pero, aun así, tiene que preguntárselo a Willem.
—Él no me haría eso, ¿verdad? —le dice.
—No —responde Willem, y su voz parece tensa—. Nunca, Jude. Harold nunca te haría eso, por nada del mundo.
Al despertarse otra vez se da cuenta de que no sabe qué día es, y cuando Willem le dice que es lunes, le entra el pánico.
—La oficina. Tengo que ir.
—Ni hablar —responde Willem con aspereza—. Ya he llamado, Jude. No vas a ir a ninguna parte hasta que Andy nos diga qué tienes.
Poco después llegan Harold y Julia, y él se obliga a devolver el abrazo de Harold, aunque no puede mirarlo. Por encima de su hombro ve que Willem asiente tranquilizándolo.
Están reunidos los cuatro cuando entra Andy.
—Osteomielitis —anuncia en voz baja—. Infección ósea.
Jude tendrá que permanecer hospitalizado al menos una semana más, les comenta —«¡Una semana!», exclama él, y los cuatro abren la boca a la vez antes de que él tenga ocasión de añadir nada más—, tal vez dos, hasta controlar la fiebre. Le administrarán antibióticos mediante un catéter central, pero el resto del tratamiento, que durará entre diez y once semanas, lo recibirá como paciente externo. Todos los días una enfermera irá a su casa para administrarle la medicación por vía intravenosa, el tratamiento durará una hora y no podrá saltarse una sola dosis.
—Esto es serio. Me importa un comino Rosen Pritchard. Quiero que conserves las piernas, así que hazme caso y sigue mis instrucciones, ¿entendido?
Todos guardan silencio.
—Sí —responde él por fin.
Entra una enfermera y lo prepara para que Andy le coloque el catéter central que insertará en la vena subclavia, justo debajo del lado derecho del esternón.
—Es peliagudo acceder a esa vena, por lo profunda que está —les comenta la enfermera, mientras le baja el cuello de la bata de hospital y le limpia un cuadrado de piel—. Pero tiene suerte de que su médico sea el doctor Contractor. Es muy hábil con las agujas y nunca falla.
Aunque no está preocupado, sabe que Willem sí lo está, de modo que le coge la mano mientras Andy le perfora la piel con la fría aguja y a continuación le inserta el alambre guía.
—No mires. Todo va bien. —Y Willem le mira fijamente la cara, que él intenta mantener serena y compuesta. Al termina, Andy le sujeta al pecho el delgado tubo de plástico con esparadrapo.
Está durmiendo. Pensaba que podría trabajar un poco desde el hospital, pero se siente más agotado y aturdido de lo que esperaba, y después de hablar con los presidentes de los distintos comités y con varios colegas no tiene fuerzas para hacer nada más.
Harold y Julia se van, y a excepción de Richard y de unas pocas personas del trabajo, no dicen a nadie más que está hospitalizado: no permanecerá muchos días ingresado y Willem ha decidido que necesita más descanso que visitas. Sigue febril, aunque no tanto, y no ha sufrido más ataques de delirio. Curiosamente, pese a todo, se siente, si no optimista, al menos sereno. A su alrededor están todos tan taciturnos que se siente resuelto a desafiarlos de algún modo, a desafiar la gravedad de la situación en la que no cesan de decirle que se encuentra.
No recuerda cuándo Willem y él empezaron a referirse al hospital como el hotel Contractor, pero tiene la impresión de que lo han hecho siempre. «Ten cuidado —le decía Willem incluso en los tiempos de Lispenard Street, cuando cortaba un filete que algún subjefe de cocina embelesado del Ortolan le había pasado a Willem a hurtadillas al final del turno—, ese cuchillo está muy afilado y si te arrancas el pulgar tendremos que ir al hotel Contractor». O una vez que lo hospitalizaron a causa de una infección de piel y él envió a Willem, que estaba rodando fuera, un mensaje en el que decía: «En el hotel Contractor. No es nada grave, pero no quería que te enteraras por M. o por JB». Sin embargo, cuando ahora hace esas bromas y se queja del servicio de comidas y brebajes, que dejan mucho que desear, o de la mala calidad de las sábanas del hotel Contractor, Willem no las sigue.
—No tiene ninguna gracia, Jude —le replica un viernes por la noche, mientras esperan que Harold y Julia lleguen con la cena—. Me encantaría que te olvidaras de tus malditos chistes. —Él guarda silencio entonces y se miran—. Me asusté mucho —continúa Willem en voz baja—. Estabas fatal y yo no sabía qué pasaría. Estaba aterrorizado.
—Lo sé, Willem —le dice él con suavidad—. Y te lo agradezco mucho. —Se apresura a continuar antes de que Willem le diga que no tiene nada que agradecer, que solo necesita que se lo tome en serio—. Voy a hacerle caso a Andy, te lo prometo. Te prometo que me lo estoy tomando en serio. Y te prometo que no siento molestias. Me encuentro bien y todo irá bien.
Al cabo de diez días la fiebre ha cesado, así que le dan el alta y lo mandan a casa dos días para que descanse, y el viernes vuelve a la oficina. Siempre se ha resistido a tener chófer, pues le gusta conducir; le gusta la independencia y la soledad que le proporciona, pero el ayudante de Willem le ha contratado un chófer, un hombre menudo y serio llamado Ahmed, y ahora mientras va y viene de la oficina dormita. Ahmed también va a recoger a la enfermera, una mujer llamada Patrizia que casi no habla pero es muy amable, que lo atiende todos los días en Rosen Pritchard. Su despacho tiene las paredes de cristal, de modo que se ve obligado a bajar los estores para tener un poco de intimidad, después se quita la americana, la corbata y la camisa, se tumba en ropa interior en el sofá y se tapa con una manta. Entonces Patricia le limpia el catéter, examina la piel que lo rodea para que no hay signos de infección, a continuación le inserta el gotero, y comprueba que el medicamento cae por el catéter y se le introduce en la vena. Entretanto, él trabaja y ella lee una revista de enfermería o hace labor. Esta es ahora su rutina. Además todos los viernes va a la consulta de Andy, que le desbrida las heridas, lo examina y cuando acaba lo manda al hospital para que le hagan radiografías, a fin de rastrear la infección y asegurarse de que no se extiende.
No pueden irse fuera los fines de semana porque necesita recibir el tratamiento, pero a comienzos de octubre, después de cuatro semanas administrándole antibióticos, Andy le anuncia que ha hablado con Willem, y que, si no le importa Jane y él irán a Garrison para pasar con ellos el fin de semana, y que él mismo le pondrá el gotero.
Es un placer volver a la casa de campo. Él se encuentra lo bastante bien para enseñarle a Andy la propiedad, que este no había visitado en otoño, cuando adquiere un aspecto agreste, melancólico y encantador, y el tejado del cobertizo se cubre de las hojas amarillas caídas de gingko cual láminas de pan de oro.
—¿Os dais cuenta de que hace treinta años que nos conocemos? —les pregunta Andy el sábado por la noche, durante la cena.
—Sí, Andy, toda una vida. —Jude sonríe. De hecho, para celebrar el aniversario tiene un regalo para Andy, aunque todavía no se lo ha dado: un safari para él y su familia, que podrá hacer cuando quiera.
—Treinta años siendo desobedecido —gime Andy, y los demás se ríen—. Treinta años dando consejos inestimables, fruto de años de experiencia y de formación en las mejores instituciones, solo para que un picapleitos corporativo, que ha decidido por la cara que su comprensión de la biología humana es superior a la mía, los desoiga sistemáticamente.
—Lo que tú no sabes —comenta Jane cuando dejan de reírse— es que si no fuera por Jude, nunca me habría casado contigo. —Y volviéndose hacia él y añade—: Cuando lo conocí pensé que Andy era un cretino egocéntrico, arrogante e inmaduro —«¿Cómo?», dice Andy, fingiéndose herido—, y supuse que sería uno de esos típicos cirujanos que no siempre tienen la razón pero siempre están seguros de tenerla, pero luego le oí hablar de ti, de lo mucho que te apreciaba y te respetaba, y pensé que tal vez había algo más en él. Y lo cierto es que no me equivoqué.
—Por supuesto que no te equivocaste —le dice él, cuando las risas amainan y las miradas se concentran en Andy, que está muy cortado y se sirve más vino.
La semana siguiente empiezan los ensayos de la nueva película de Willem, un remake de Personajes desesperados; la mayor parte del rodaje se desarrollará al otro lado del río, en Brooklyn Heights. Cuando Jude cayó enfermo, Willem declinó la oferta, pero el director decidió esperarlo y retrasar el rodaje. Jude, que no entendió esa decisión de Willem, ahora se siente aliviado porque Willem vuelva a trabajar y deje de estar encima de él todo el día con cara de preocupación, preguntándole si está seguro de tener fuerzas para hacer las cosas más básicas, como ir a la compra, preparar la comida o quedarse trabajando hasta tarde.
A comienzos de noviembre vuelve a ingresar en el hospital con fiebre alta, pero al tercer día le dan de alta. Patrizia le saca sangre todas las semanas y Andy le ha dicho que tendrá que tener paciencia, las infecciones óseas tardan mucho en erradicarse y probablemente hasta el final de otra tanda de doce semanas no tendrá la sensación de haberse curado del todo. Por lo demás, la vida continúa, aunque no sin dificultades. Va a trabajar. Acude a las sesiones de cámara hiperbárica. Va a la consulta para el tratamiento al vacío y el desbridado de las heridas. Sufre los efectos secundarios de los antibióticos: diarrea y náuseas. Está perdiendo peso a un ritmo que incluso él se da cuenta que es problemático, de modo que tiene que arreglarse ocho camisas y dos trajes. Andy le receta preparados altos en calorías como los que beben los niños desnutridos, y él se los toma cinco veces al día, con abundante agua después para eliminar el sabor a tiza que le dejan en la lengua. Se da cuenta de que se ha vuelto obediente, pues hace caso de todas las advertencias de Andy y siguen sus consejos al pie de la letra. Procura no pensar en cómo podría acabar este ataque, y en los momentos oscuros recuerda lo que Andy le dijo en uno de sus recientes chequeos: «El corazón, perfecto. Los pulmones, perfectos. La vista, el oído, el colesterol, la próstata, el nivel de glucosa en la sangre, la presión arterial, los lípidos, la función renal, la función hepática, la función tiroidea: todo perfecto. Tu cuerpo está dotado para funcionar a pleno rendimiento, Jude. Deja que lo haga». Él sabe que no todo está tan bien: la circulación, por ejemplo, no es perfecta, los reflejos tampoco y la zona situada más abajo de la ingle está en peligro, pero intenta consolarse con las afirmaciones de Andy y recordarse que podría ser peor, que en esencia sigue siendo una persona sana así como afortunada.
A finales de noviembre Willem termina Personajes desesperados. Celebran el día de Acción de Gracias en la casa de campo de Harold y Julia, y aunque estos han ido un fin de semana sí otro no a la ciudad para verlo, él percibe sus esfuerzos por no hacer ningún comentario sobre su aspecto ni mostrar preocupación por lo poco que come. La semana de Acción de Gracias también marca el final del tratamiento con antibióticos y se somete a otra ronda de rayos X y analíticas antes de que Andy confirme que no necesita tomar más. Se despide de Patrizia esperando que esa sea la última vez que la ve y le hace un regalo para agradecerle sus cuidados.
Las heridas se han encogido, pero no tanto como Andy esperaba, y, siguiendo su recomendación, se quedan en Garrison en Navidad. Prometen a Andy que será una semana tranquila, pues todo el mundo está fuera de la ciudad. La celebrarán con Harold, Julia y nadie más.
—Tus dos objetivos son dormir y comer —le dice Andy, que tiene previsto ir a visitar a Beckett en San Francisco durante vacaciones—. Quiero verte con cinco libras más el primer viernes de enero.
—Cinco libras es mucho.
—Cinco —repite Andy—. Y después deberías recuperar quince más.
El mismo día de Navidad, cuando se cumple un año de la caminata que Willem y él dieron por el lomo de una ladera baja y ondulada en Punakha, que los llevó detrás de los pabellones de caza del rey, una simple estructura de madera que más bien parecía un albergue para peregrinos chaucerianos, le dice a Harold que quiere dar un paseo. Julia y Willem han ido al rancho de un conocido para montar a caballo, y él se siente fuerte por primera vez desde hace mucho tiempo.
—No sé, Jude —le responde Harold con cautela.
—Vamos, Harold. Solo hasta el primer banco.
Malcolm ha colocado tres bancos a lo largo del sendero que cruza el bosque de detrás de la casa: el primero en el primer tercio del camino que rodea el lago, el segundo hacia la mitad y el tercero a los dos tercios.
—Iremos despacio y me llevaré el bastón.
Hacía años que no utilizaba el bastón, desde que era adolescente, pero ahora lo necesita para recorrer cualquier distancia superior a cincuenta yardas. Al final Harold accede, y Jude se apresura a coger la bufanda y el abrigo antes de que cambie de opinión.
Una vez fuera, se desata su euforia. A Jude le encanta la casa: le gusta cómo es, la tranquilidad que se respira en ella, y sobre todo el hecho de que sea de Willem y suya, tan diferente del piso de Lispenard Street como quepa imaginar, pero también de los dos: la han construido juntos y la comparten con placer. La casa está formada por una serie de cubos de cristal dispuestos de un modo que desde ciertos ángulos solo se ven fragmentos de ella y desde otros desaparece por completo. Por la noche, cuando las luces están encendidas, brilla como un farol, de ahí el nombre que Malcolm le puso: Lantern House. La parte trasera da a una amplia explanada de césped y más allá está el lago. Al fondo de la explanada pusieron la piscina, revestida de pizarra para que el agua se mantenga fría y transparente aun en los días más calurosos, y en el cobertizo hicieron la piscina cubierta y una sala de estar; las paredes del cobertizo pueden retirarse, de forma que las peonías y las lilas, que florecen a comienzos de primavera, y a las panojas de glicina, que caen del tejado a principios de verano, se integren en un único ambiente. A la derecha de la casa se extiende un campo, rojo de amapolas en julio; a la izquierda hay otro en el que ellos esparcieron miles de semillas de flores silvestres: cosmos, margaritas, dedaleras y encaje de la Reina Ana. Un fin de semana, poco después de que se instalaran en ella, se dedicaron a abrir paso en los bosques de delante y detrás de la casa, a plantar lirios del valle junto a los montículos de musgo que rodeaban los robles y los olmos, y a esparcir semillas de menta aquí y allí. Sabían que Malcolm no aprobaría sus intentos de ajardinamiento, que tacharía de sentimentaloides y trillados, y aunque reconocían que seguramente tenía razón, no les importaba. En primavera y verano, cuando el aire era fragante, a menudo se acordaban de Lispenard Street, de su agresiva fealdad, y se divertían pensando que entonces ni se les habría pasado siquiera por la cabeza imaginar un lugar como ese, de una belleza tan innegable en su simplicidad que a veces ni parecía real.
Harold y él echan a andar hacia el bosque, donde una tosca pasarela facilita la andadura. Aun así tiene que concentrarse, pues solo la despejan dos veces al año, en primavera y verano.
No están ni a mitad de camino del primer banco cuando comprende que ha cometido un error. Las piernas le han comenzado a palpitar en cuanto han dejado atrás el césped y ahora también los pies le palpitan, de modo que cada paso que da es un suplicio. Aun así, no dice nada, se limita a aferrar el bastón con más fuerza y a seguir adelante apretando la mandíbula. Cuando llegan al banco, una roca de piedra caliza gris oscura, está mareado; se quedan mucho rato allí sentados, hablando y mirando al lago, que ha adquirido un color plateado.
—Está refrescando —dice Harold al final, y es cierto. Notan el frío de la piedra a través de los pantalones—. Deberíamos volver.
—De acuerdo. —Jude traga saliva. Al ponerse de pie siente una punzada de dolor que le sube desde los pies y jadea, pero Harold no se da cuenta.
Solo han dado treinta pasos hacia el bosque cuando se detiene.
—Necesito… Necesito… —Pero no puede terminar la frase.
—Jude —dice Harold, que está preocupado. Se pasa el brazo izquierdo de Jude alrededor del cuello y le coge la mano—. Apóyate todo lo que puedas en mí —le dice rodeándole la cintura con el otro brazo—. ¿Preparado?
Él asiente. Consigue dar veinte pasos más con gran lentitud, pues da traspiés con el mantillo del suelo, y se detiene.
—No puedo, Harold —dice. Ya casi no puede hablar por la intensidad del dolor. Desde que estuvo en el hospital de Filadelfia no le han dolido tanto las piernas, la espalda y los pies. De pronto suelta a Harold y cae al suelo.
—Por Dios, Jude —dice Harold, que se inclina sobre él y lo ayuda a recostarse apoyado en un árbol. Jude piensa en lo estúpido y egoísta que es: Harold tiene setenta y dos años, no debería pedirle a un hombre de su edad que lo ayude, por muy buena salud que tenga.
No puede abrir los ojos porque el mundo da vueltas a su alrededor, aun así oye que Harold saca el móvil para llamar a Willem y cómo maldice porque no hay cobertura.
—Jude —le oye decir con un hilo de voz—. Voy a ir a por la silla de ruedas. Enseguida vuelvo.
Él asiente con dificultad y nota cómo Harold le abrocha el abrigo, le mete las manos en los bolsillos y le rodea las piernas con lo que debe de ser su propio abrigo.
—Enseguida vuelvo —repite.
Él lo oye alejarse corriendo, y oye también el crujir de las ramas y las hojas que se parten y aplastan bajo sus pies. Vuelve la cabeza hacia un lado y todo se mueve a su alrededor, vomita. Luego se siente un poco mejor y vuelve a apoyar la cabeza en el árbol. Recuerda la huida del hogar, entonces confió en que los árboles lo protegieran, y ahora también lo espera. Saca la mano del bolsillo, busca a tientas el bastón y lo aprieta con todas sus fuerzas. Brillantes gotas de luz le estallan como confeti detrás de los párpados y se apagan convirtiéndose en manchas de aceite. Se concentra en la respiración y en las piernas, que imagina como largas esquirlas de madera tosca en las que han clavado un sinfín de largos tornillos metálicos, del grosor de un pulgar. Ve cómo se los sacan haciéndolos girar despacio y después los tiran al suelo de cemento con un estruendo resonante. Vuelve a vomitar. Tiene mucho frío. Empieza a sentir espasmos.
Entonces oye que alguien corre hacia él y reconoce a Willem por el olor, su dulce aroma a sándalo. Willem lo agarra y cuando lo levanta del suelo todo vuelve a mecerse; cree que va a vomitar de nuevo pero no lo hace, rodea el cuello de Willem con el brazo derecho, apoya la cara manchada de vómito en su hombro y se deja llevar. Oye a Willem jadear y se siente agradecido cuando advierte que lo están sentando en la silla de ruedas. Con la frente apoyada en las rodillas, lo sacan del bosque y lo empujan colina arriba hacia la casa. Una vez dentro, lo levantan de la silla y lo acuestan: al quitarle los zapatos él grita de dolor y le piden perdón, le limpian la cara, le ponen una botella de agua caliente en las manos y le envuelven las piernas con mantas. Desde la cama oye a Willem gritar enfadado: «¡Por qué le has seguido la cuerda, joder! ¡Sabes que no puede hacerlo!», y la respuesta de Harold, con tono arrepentido y apenado: «Lo sé, Willem. Lo siento mucho. Ha sido una estupidez, pero él tenía tantas ganas…». Intenta hablar para defender a Harold, para decirle a Willem que él tiene toda la culpa, que le ha insistido para que lo acompañara, pero no puede.
—Abre la boca —le dice Willem, y nota cómo le pone en la lengua una pastilla, amarga como la hiel, y luego le inclina un vaso de agua delante de los labios—. Traga. —Él obedece y poco después el mundo deja de existir.
Al despertarse, se vuelve y ve a Willem acostado en la cama, mirándolo.
—Lo siento mucho —le susurra, pero Willem no dice nada. Él alarga una mano y le acaricia el pelo—. Willem, no ha sido culpa de Harold. Yo se lo pedí.
Willem resopla.
—Eso ya lo sé, pero no debería haberte hecho caso.
Guardan silencio durante mucho rato. Él piensa en lo que necesita decir, lo que siempre ha pensado pero nunca ha sido capaz de expresar con palabras.
—Sé que lo que voy a decirte te parecerá ilógico —le dice a Willem, que le sostiene la mirada—. Pero aun después de todo lo que me ha pasado, no me veo como un inválido. Quiero decir… sé que lo soy. Sé que lo soy. Lo he sido durante la mayor parte de mi vida. Así es como me has conocido tú, c… necesitado de ayuda. Pero yo me recuerdo caminando cuanto quería, corriendo.
»Las personas que se vuelven inválidas tienen la sensación de que les roban algo. Pero supongo que yo siempre he creído que… si reconozco que lo soy, habré admitido mi derrota ante el doctor Traylor y habré dejado que él moldee mi vida. De modo que finjo que no lo soy; finjo que soy como era antes de conocerlo. Ya sé que no es lógico ni práctico. Y lo siento porque… sé que es egoísta por mi parte. Sé que este fingir tiene consecuencias para ti, de modo que voy a dejar de hacerlo. —Toma aire, y abre y cierra los ojos—. Soy un minusválido. Estoy discapacitado. —Y aunque parezca una estupidez (tiene cuarenta y siete años: ha tardado treinta y dos años en reconocerlo ante sí mismo), está al borde de las lágrimas.
—Oh, Jude —dice Willem, y lo atrae hacia sí—. Sé lo mucho que lo sientes. Sé lo duro que esto es para ti. Entiendo que nunca hayas querido admitirlo, de verdad. Solo me preocupo por ti. A veces tengo la impresión de que me importa más a mí que sigas vivo que a ti.
Él se estremece al oírlo.
—No, Willem —dice—. Quiero decir que… tal vez en algún momento ha sido así. Pero ya no.
—Entonces demuéstramelo —le pide Willem, tras un silencio.
—Lo haré.
Enero, febrero. Está más ocupado que nunca. Willem está ensayando una obra de teatro. Marzo: le salen dos úlceras nuevas, las dos en la pierna derecha. Ahora el dolor es intensísimo, ya no deja la silla de ruedas más que para ducharse, ir al cuarto de baño, vestirse y desnudarse. Ha pasado un año o más desde el último respiro que le dio el dolor de pies, y, sin embargo, lo primero que hace cada mañana al despertarse es apoyarlos en el suelo y sentir esperanzas por un instante: tal vez hoy se encuentre mejor, quizá el dolor haya menguado. Pero no, pasa un día tras otro y no sucede, y aun así no pierde la esperanza. Abril: su cumpleaños. Arranca la temporada de teatro. Mayo: Vuelven los sudores nocturnos, la fiebre, los temblores, los escalofríos, el delirio. Regresa al hotel Contractor. De nuevo el catéter, esta vez en el lado izquierdo del pecho. Pero hay un cambio: ahora la bacteria es diferente y esta vez necesitará el gotero con antibiótico cada ocho horas. Vuelve a necesitar a Patrizia, ahora dos veces al día: a las seis de la mañana en Greene Street y a las dos de la tarde en Rosen Pritchard; y por las noches lo atiende una enfermera nocturna, Yasmin. Es la primera ocasión en que ve solo una vez la obra de Willem; los días están tan segmentados, tan dominados por el tratamiento, que es simplemente incapaz de encontrar tiempo para volver a verla. Por primera vez en todo ese año nota que se sume en la desesperación, que se rinde. Tiene que recordarse que debe demostrarle a Willem que quiere seguir viviendo cuando lo único que quiere en realidad es parar. No porque esté deprimido, sino porque está agotado. Al finalizar una visita, Andy lo mira con una expresión extraña y le pregunta si ha caído en la cuenta de que ha pasado un mes desde la última vez que se hizo cortes. Andy tiene razón. Ha estado demasiado cansado para pensar siquiera en los cortes.
—Me alegro, aunque lamento que esa sea la razón por la que has dejado de hacerlo, Jude —le dice Andy.
—Yo también.
Los dos guardan silencio, llevados por la nostalgia de los días en que los cortes eran su problema más serio.
Llega junio, julio. Siguen sin cicatrizar las llagas de las piernas: las antiguas, desde hace más de un año, y las más recientes, desde marzo. Apenas han disminuido de tamaño. Y justo después del fin de semana del 4 de Julio, cuando se acaba la temporada de teatro para Willem, Andy le dice que quiere hablar con ellos. Y como sabe lo que Andy les va a decir, miente y le comenta que Willem está ocupado, que no tiene tiempo, como si posponiendo la conversación pudiera aplazar también el futuro. Pero un sábado vuelve de la oficina a media tarde y los encuentra a los dos en el piso esperándolo.
Como sospechaba, Andy recomienda encarecidamente la amputación. Habla con un tono muy suave, pero, por lo ensayadas que están las palabras y por el tono tan formal con que las pronuncia, él nota que está nervioso.
—Siempre hemos sabido que llegaría este día —empieza diciendo—, pero eso no lo hace más fácil. Jude, solo tú sabes el dolor y las molestias que eres capaz de tolerar. Eso no puedo decírtelo yo. Solo puedo decirte que has soportado mucho más de lo que la mayoría de las personas soportaría. Puedo afirmar que has sido extraordinariamente valiente… No pongas esa cara, lo has sido y lo eres… Pero aunque creas que puedes seguir adelante, hay ciertas cosas que conviene tener en cuenta: los tratamientos no están dando resultado, las heridas no cicatrizan y el hecho de que hayas tenido dos infecciones óseas en menos de un año es alarmante. Me preocupa que desarrolles una alergia a los antibióticos, eso sería realmente jodido. Y aunque este no sea el caso, no estás tolerando los fármacos tan bien como me gustaría: has perdido demasiado peso y cada vez que te veo estás un poco más débil.
»El tejido de la parte superior de las piernas parece lo bastante sano para estar casi seguro de que podré salvar las dos rodillas y no te han salido llagas en los muslos ni creo que te salgan ahora. Jude, te prometo que tu calidad de vida mejorará enseguida si amputamos y dejarás de sentir dolor en los pies Las prótesis de ahora son infinitamente mejores que las de hace diez años, y, con franqueza, seguro que caminarás mejor y de forma más natural con ellas que ahora. No es una operación complicada, durará unas cuatro horas y la haré yo. La convalecencia en el hospital es breve, en menos de una semana estarás preparado para que te coloquen una prótesis temporal.
Andy se detiene, pone las manos en las rodillas y los mira a los dos. Durante mucho rato ninguno de los tres habla, hasta que Willem empieza a hacer preguntas, preguntas inteligentes, preguntas que debería hacer él: ¿cuánto tarda en recuperarse el paciente una vez le dan el alta del hospital? ¿Qué clase de recuperación tendrá que hacer? ¿Qué riesgos entraña la cirugía? Él escucha a medias las respuestas, que ya conoce más o menos, pues se las ha planteado desde la primera vez que Andy lo insinuó, diecisiete años atrás.
Al final los interrumpe.
—¿Y si digo que no? —Y ve la consternación dibujada en la cara de los dos.
—Si dices que no, seguiremos trampeando con lo que hemos estado haciendo hasta ahora con la esperanza de que al final funcione. Pero, Jude, siempre es mejor amputar cuando tú lo decides que cuando te ves obligado a hacerlo. —Guarda silencio un momento—. Si tienes una infección en la sangre, si desarrollas una sepsis, tendremos que amputar, y no puedo garantizar que entonces puedas conservar las rodillas. Tampoco puedo garantizar que no pierdas alguna otra extremidad, como un dedo, una mano…, o que la infección se extienda más allá de la parte inferior de las piernas.
—Pero ahora tampoco puedes garantizarme que puedas conservar las rodillas —replica él, enfurruñado—. Ni puedes garantizarme que no contraiga una sepsis en el futuro.
—No —admite Andy—. Pero, como he dicho, creo que ahora hay muchas posibilidades de que así sea. Y creo que si extirpamos esa parte de tu cuerpo que está tan seriamente dañada, contribuiremos a evitar futuras enfermedades.
Vuelven a permanecer callados.
—Parece que tenga que tomar una decisión que no es una decisión —murmura él.
Andy suspira.
—Como he dicho, Jude, es una decisión. Tu decisión. No tienes que tomarla mañana o esta semana siquiera. Pero quiero que pienses en ello con detenimiento.
Al cabo de un rato Andy se marcha.
—¿Tenemos que hablar de esto ahora? —pregunta él, cuando por fin logra mirar a Willem, y este hace un gesto de negación.
El cielo está adquiriendo un tono rosado y el crepúsculo será largo y hermoso, pero él no quiere belleza. Le entran ganas de nadar, aunque no ha vuelto a hacerlo desde que tuvo la primera infección ósea. Desde entonces no ha hecho nada, no ha ido a ninguna parte, ha tenido que pasar sus clientes de Londres a un colega porque el gotero lo ha retenido en Nueva York. Además, le ha desaparecido todo rastro de músculo: no es más que carne flácida sobre hueso y se mueve como un anciano.
—Voy a acostarme —le dice a Willem, y le entran ganas de llorar cuando él le dice en voz baja:
—Yasmin estará aquí dentro de un par de horas.
—Está bien —dice mirando al suelo—. Entonces solo echaré una cabezada. Me despertaré en cuanto venga.
Cuando Yasmin se va, se hace cortes por primera vez en mucho tiempo; observa cómo la sangre corre por el mármol y desaparece por el desagüe. Sabe lo irracional que debe parecer su deseo de conservar las piernas, unas piernas que le han causado tantos problemas, que le ha costado tantas horas, tanto dinero y tanto dolor mantener. Pero aun así, son suyas. Son sus piernas. Son parte de él. ¿Cómo va a amputarse una parte de sí mismo por voluntad propia? Sabe que ya se ha cortado una gran parte de sí mismo a lo largo de los años: carne, piel, cicatrices. Pero esto es distinto. Si sacrifica las piernas, habrá admitido que el doctor Traylor ha ganado; se habrá rendido ante él, ante aquella noche en el campo con el coche.
También es distinto porque sabe que una vez que las pierda ya no podrá fingir. Ya no podrá fingir que algún día caminará de nuevo, que algún día estará mejor. Ya no podrá fingir que no es un inválido. Empezará una vez más el espectáculo de fenómenos de feria. Volverá a ser definido, ante todo, por aquello que le falta.
Está cansado. No quiere aprender a caminar de nuevo. No quiere matarse a subir de peso cuando sabe que lo perderá, todas las libras que se ha esforzado por recuperar desde la primera infección ósea y que ha vuelto a perder con la segunda. No quiere volver al hospital, no quiere despertar desorientado y confuso, no quiere que lo visiten los terrores nocturnos, no quiere tener que explicar a sus colegas que vuelve a estar enfermo, no quiere estar meses y meses sintiéndose débil, luchando para recuperar el equilibrio. No quiere que Willem lo vea sin piernas, no quiere volver a ponerlo a prueba, darle un horror más que superar. Quiere ser normal, lo único que ha querido siempre es ser normal, y, sin embargo, cada año se aleja más de la normalidad. Sabe que es una falacia pensar que la mente y el cuerpo son dos entidades separadas que compiten entre sí, pero no puede evitarlo. No quiere que su cuerpo gane una sola batalla más, que tome la decisión por él, que lo haga sentir tan impotente. No quiere depender de Willem, tener que pedirle que lo levante y lo acueste porque tiene los brazos flojos e inservibles, que lo ayude a ir al cuarto de baño y dejar que vea los restos de sus piernas convertidos en muñones redondeados. Siempre dio por sentado que antes de llegar a eso recibiría alguna advertencia, que su cuerpo lo avisaría antes de empeorar seriamente. Sabe que ese pasado año y medio ha sido el aviso —un largo, lento y continuado aviso imposible de pasar por alto—, pero, en su arrogancia y su estúpido optimismo, ha optado por no verlo. Ha optado por creer que se recuperaría una vez más, porque eso es lo que siempre ha hecho. Se ha otorgado a sí mismo el privilegio de dar por sentado que sus posibilidades son ilimitadas.
Tres noches después vuelve a despertarse con fiebre, y va al hospital de nuevo y le dan el alta enseguida. Esa fiebre se la ha causado una infección alrededor del catéter y se lo han retirado. Le han insertado uno nuevo en la yugular, donde se le ve un bulto que ni el cuello de la camisa puede camuflar del todo.
La primera noche que pasa en casa, abre los ojos en mitad de la noche y ve que Willem no está a su lado, se sienta como puede en la silla de ruedas y sale de la habitación.
Willem está sentado a la mesa del comedor, con la luz encendida, de espaldas a la estantería y con la mirada perdida. Tiene el codo apoyado en la mesa, encima de la cual hay un vaso de agua, y la barbilla apoyada en la mano. Lo mira y sabe lo agotado y lo viejo que se siente, con su brillante pelo encanecido. Hace tanto tiempo que lo conoce, ha mirado tantas veces su cara que no es capaz de verla con nuevos ojos: la conoce mejor que la suya. Conoce todas sus expresiones. Sabe lo que significa cada una de sus sonrisas; cuando lo ve en una entrevista en televisión, se da cuenta de cuando sonríe porque realmente le hace gracia lo que le dicen y de cuando solo quiere ser educado. Sabe en qué muelas tiene empastes y qué dientes le obligó Kit a arreglarse al ser evidente que se convertiría en una estrella, que no actuaría solo en obras de teatro y películas de bajo presupuesto sino que llegaría muy alto. Pero ahora lo mira, le mira la cara, atractiva a pesar del cansancio, y percibe que también Willem tiene la sensación de que su vida, la vida que comparte con él, se ha convertido en una carga, un rosario de enfermedades, visitas al hospital y miedo, y sabe lo que hará, lo que tiene que hacer.
—Willem —dice, y observa cómo este sale de golpe de su trance y lo mira.
—¿Pasa algo, Jude? ¿Te encuentras mal? ¿Por qué te has levantado?
—Voy a hacerlo —dice, pensando que son como dos actores en un escenario separados por una gran distancia, y se acerca a él con la silla de ruedas—. Voy a hacerlo —repite; Willem asiente, juntan la frente y los dos se echan a llorar—. Lo siento.
Willem menea la cabeza, frotándole la frente con la suya.
—Soy yo el que lo siente, Jude. Lo siento muchísimo.
—Lo sé —dice él, y es cierto.
Al día siguiente llama a Andy, que se queda aliviado pero también mudo, como señal de respeto. Después todo sucede muy deprisa. Escogen una fecha; la primera que Andy propone es el cumpleaños de Willem, y aunque han acordado que celebrarán sus cincuenta años cuando esté mejor, no quiere que lo operen ese día. Lo harán a finales de agosto, la semana anterior al día del Trabajo, una semana antes de cuando iban a Truro. En la siguiente reunión del comité directivo hace un breve discurso en el que cuenta que la operación a la que se va a someter es voluntaria, solo estará fuera de la oficina una semana, diez días como mucho, y que pronto estará de vuelta y bien. Luego lo anuncia en su departamento; en otras circunstancias no lo haría, les dice, pero no quiere que sus clientes se preocupen, no quiere que crean que es algo más serio de lo que en realidad es, no quiere ser objeto de rumores y habladurías (aunque sabe que lo será). Habla tan poco de sí mismo en la oficina que cuando lo hace ve cómo sus colegas se yerguen y se echan hacia delante en la silla, casi puede ver cómo levantan un poco las orejas. Ha conocido a las esposas, maridos, novias y novios de sus colegas, pero a ellos nunca les ha presentado a Willem. Nunca ha invitado a Willem a ninguna de las salidas que organiza la compañía, ni a las fiestas de Navidad ni a los pícnics de verano. «No lo soportarías, créeme», le dice, aunque sabe que no es cierto; Willem se lo pasa bien en cualquier parte, y este se encoge de hombros y le dice: «Me encantaría ir». Pero él nunca le ha dejado. Siempre se ha dicho a sí mismo que lo protege de una serie de actos que para él son sinceramente tediosos, pero nunca se ha planteado si a Willem le duele su negativa a incluirlo, ni si es sincero su deseo de formar parte de su vida más allá de Greene Street y de los amigos comunes. Al caer en la cuenta de eso se ruboriza.
—¿Alguna pregunta? —dice sin esperar ninguna, y ve que uno de los socios más jóvenes, un hombre cruel pero aterradoramente eficiente llamado Gabe Freston, ha levantado la mano—. ¿Freston?
—Solo quería decir que lo siento mucho. —Y alrededor de él se levanta un murmullo.
Le entran ganas de quitar hierro al asunto y decir: «Esta es la primera vez que te oigo ser tan sincero desde que te dije cuál sería tu bonificación el año pasado, Freston», pero no lo hace, simplemente respira hondo.
—Gracias, Gabe. Gracias a todos. Ahora volved al trabajo. —Y la reunión se dispersa.
Lo operarán el lunes, y aunque ese viernes se queda en la oficina hasta tarde, el sábado no va. Dedica la tarde a preparar la bolsa para el hospital, y por la noche Willem y él cenan en el pequeño restaurante de sushi donde celebraron su primera Última Cena. Sus últimas sesiones con Patrizia y Yasmin fueron el martes; Andy llama temprano el sábado para decirles que le han llegado las radiografías, y que si bien la infección no se ha reducido, tampoco se ha extendido. «Como es lógico, eso ya no será un problema a partir del lunes», añade, y él traga saliva, como hizo cuando Andy le dijo hace un par de días: «Ya no te dolerán los pies a partir del próximo lunes». Recuerda entonces que ese no es el problema que están erradicando, sino la fuente del problema. No es lo mismo, pero, sea como fuere, supone que tiene que estar agradecido por ello.
Come por última vez el domingo a las siete de la tarde; la operación es a las ocho del día siguiente, y no podrá comer, ni beber ni tomar medicación en toda la noche.
Una hora después baja con Willem en el ascensor a la planta baja para dar su último paseo con sus piernas. Le ha hecho prometer a Willem que darán este paseo: enfilarán por Greene y recorrerán una manzana hacia el sur hasta Grand, luego otra manzana hacia el oeste hasta Wooster, subirán cuatro manzanas por Wooster hasta Houston, y de nuevo hacia el este hasta Greene y hacia el sur hasta su piso, pero antes de empezar no está seguro de poder terminarlo. El cielo ha adquirido el color de los moretones y de pronto recuerda el día que Caleb lo arrojó a la calle desnudo.
Levanta la pierna izquierda y empieza a andar. Recorren la silenciosa calle y al girar a la derecha en Grand, coge la mano de Willem. Nunca lo hace en público, pero ahora se la agarra a él con fuerza, luego tuercen de nuevo a la derecha y enfilan por Wooster.
Ha deseado muchísimo recorrer este circuito, pero, contra toda lógica, su incapacidad para conseguirlo ahora —en Spring, todavía dos manzanas al sur de Houston, Willem lo mira, y sin preguntar siquiera, él empieza a andar hacia Greene Street— lo reconforta: sabe que está tomando la decisión adecuada. Ha tenido que enfrentarse a lo inevitable y ha tomado la única decisión que podía tomar, no solo por Willem sino también por él. El paseo acaba siendo insoportable y cuando vuelve al piso tiene la cara cubierta de lágrimas.
A la mañana siguiente Harold y Julia se reúnen con ellos en el hospital, lívidos y asustados, aunque intentan mostrarse estoicos. Él los abraza y los besa, y les asegura que todo irá bien, que no hay nada de que preocuparse. Se lo llevan para prepararlo. Desde la lesión en las piernas el vello le ha crecido desigual alrededor y entre la cicatrices, pero ahora se lo afeitan por encima y por debajo de las rótulas. Andy entra, le sostiene la cara entre las manos y le da un beso en la frente. Coge un rotulador y hace una serie de rayas como signos del código morse en forma de arcos invertidos unas pocas pulgadas por debajo de la parte inferior de las dos rodillas, y le dice que enseguida vuelve y que hará pasar a Willem.
Willem entra, se sienta en el borde de la cama, y se cogen las manos en silencio. Él está a punto de decir algo, de hacer una broma estúpida, cuando Willem se echa a llorar y se inclina hacia delante gimiendo y sollozando.
—Willem —le dice él, desesperado—. Willem, no llores. Todo saldrá bien, de verdad. No llores. Willem, no llores. —Se yergue en la cama y lo rodea con los brazos—. Oh, Willem —suspira, casi con lágrimas en los ojos—. Te prometo que no me pasará nada.
No consigue tranquilizarlo, nota que Willem intenta decirle algo y le frota la espalda, pidiéndole que lo repita.
—No te vayas —lo oye decir—. No me dejes.
—No lo haré, te lo prometo. Te lo prometo, Willem. Es una operación sencilla. Sabes que tengo que salir de esta para que Andy pueda seguir soltándome sermones.
Entonces entra Andy.
—¿Listos? —pregunta, y entonces ve y oye a Willem, y se acerca a ellos y los abraza—. Willem, te prometo que cuidaré de él como si fuera mi propio hijo. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que no dejaré que le pase nada.
—Lo sé —oye a Willem balbucear por fin—. Lo sé, lo sé.
Al final Willem se calma, se disculpa y se seca los ojos.
—Perdonad —dice.
Pero Jude hace un gesto de negación y tira de la mano de Willem hasta que este acerca su cara a la de él y le da un beso de despedida.
—No hay nada que perdonar.
A la puerta del quirófano Andy baja la cara y vuelve a besarlo, esta vez en la mejilla.
—No podré tocarte a partir de ahora —dice—. Seré estéril.
Los dos sonríen de pronto y Andy menea la cabeza.
—¿No eres un poco mayorcito para este humor pueril? —pregunta.
—¿Y tú qué? Ya tienes casi sesenta.
—Eso nunca.
Ya en el quirófano él mira el brillante disco de luz blanca que hay encima de él.
—Hola, Jude —le dice una voz detrás de él, y ve que es el anestesista, un amigo de Andy llamado Ignatius Mba a quien conoció en una cena en casa de Andy y Jane.
—Hola, Ignatius.
—Cuenta hacia atrás a partir de diez —dice Ignatius, y él empieza a contar, pero después de siete, es incapaz de continuar; lo último que siente es un cosquilleo en los dedos del pie derecho.
Tres meses después. De nuevo es el día de Acción de Gracias y lo celebran en Greene Street. Willem y Richard han preparado la comida mientras él dormía. La convalecencia ha sido más dura y complicada de lo esperado, ha contraído un par de infecciones y por un tiempo ha estado alimentándose mediante una sonda. Pero Andy tenía razón: ha conservado las dos rodillas. En el hospital se despertaba y les decía a Harold, a Julia y a Willem que sentía como si tuviera un elefante sentado en los pies, balanceándose hacia delante y hacia atrás sobre sus cuartos traseros hasta que los huesos quedaban reducidos a una galleta desmenuzada, a algo más fino que la ceniza. Ellos no le dijeron que se lo imaginaba, sino que le habían aumentado la dosis de analgésico del gotero y enseguida se encontraría mejor. Ahora esos dolores son menos frecuentes, aunque no han desaparecido del todo y aún se siente muy cansado y débil. Richard ha colocado en la cabecera de la mesa un sillón orejero de terciopelo granate y con ruedas que India utiliza a veces cuando pinta retratos, para que pueda apoyar la cabeza y descansar.
A la cena asisten Richard e India, Harold y Julia, Malcolm y Sophie, JB y su madre, y Andy y Jane, pero no sus hijos, que están en casa del hermano de Andy en San Francisco. Él empieza brindando y dando las gracias a todos por todo lo que le han dado y todo lo que han hecho por él, pero al llegar a la persona a la que más cosas tiene que agradecer —Willem, que está sentado a su derecha—, se da cuenta de que no puede continuar, entonces levanta la vista, ve que todos están a punto de llorar y se calla.
Disfruta de la cena y le divierte ver que no paran de servirle raciones de platos diferentes, aunque apenas las ha tocado, hasta que se siente soñoliento, se recuesta en la silla y cierra los ojos sonriendo arrullado por las voces de siempre, que llenan la atmósfera.
Willem ve que se está quedando dormido y se pone de pie.
—Ya es hora de que nuestra diva se retire. —Le da la vuelta a la silla y la empuja hacia el dormitorio, mientras él reúne las pocas fuerzas que le quedan para corresponder a las risas y los adioses asomándose por detrás de la oreja del sillón sonriente, con los dedos suspendidos en el aire en un ademán teatral.
—Quedaos —dice mientras Willem se lo lleva—. Por favor, quedaos y dad un poco de conversación decente a Willem. Os quiero —añade, y ellos le responden lo mismo al unísono, pero por encima del coro él logra distinguir la voz de cada uno de ellos.
En la puerta del dormitorio, Willem lo coge en brazos —se ha adelgazado mucho; sin las prótesis es tan ligero que hasta Julia puede con él— y lo lleva a la cama, lo ayuda a desnudarse, a quitarse las prótesis provisionales y lo tapa. Le sirve un vaso de agua y le da las pastillas: un antibiótico y un puñado de vitaminas. Willem lo mira mientras él se las traga, y luego se queda un rato sentado a su lado, sintiendo su proximidad sin tocarlo.
—Prométeme que te quedarás con ellos hasta que se acabe la fiesta —le dice. Willem se encoge de hombros.
—Puede que me quede aquí contigo. Parece que no me necesitan para pasárselo bien. —En ese momento llega un estallido de carcajadas del comedor, y ellos se miran y sonríen.
—No, prométemelo. —Al final le arranca la promesa y entonces él añade, sin poder evitar cerrar los ojos—: Gracias, Willem. Ha sido un gran día.
—Sí, ¿verdad? —Oye que Willem le dice y luego ya no nada más porque se queda dormido.
Esa noche lo despiertan sus sueños. Es uno de los efectos secundarios del antibiótico que está tomando, y esta vez son peores que nunca. Noche tras noche sueña que está en una habitación de motel o bien en casa del doctor Traylor. Sueña que todavía tiene quince años, que los últimos treinta y tres años no han sucedido siquiera. Sueña con clientes concretos, con situaciones específicas, con cosas que ni siquiera sabía que recordaba. Sueña que él mismo se convierte en el hermano Luke. Sueña, una y otra vez, que Harold es el doctor Traylor, y al despertarse se siente avergonzado por atribuir su execrable conducta a Harold, aunque sea en el subconsciente, y al mismo tiempo temeroso de que el sueño pueda ser realidad, y tiene que recordarse las palabras de Willem. «Nunca, Jude. Él nunca te haría eso, por nada del mundo».
A veces los sueños son tan vívidos, tan reales, que necesita casi una hora para volver al presente, para convencerse de que lo que vive cuando está consciente es la vida real. Pero a veces al despertarse está tan lejos de sí mismo que ni siquiera recuerda quién es.
—¿Dónde estoy? —pregunta desesperado—. ¿Quién soy? ¿Quién soy?
Y entonces oye el conjuro susurrado de Willem, tan cerca de su oído como si la voz se originara en su mente:
—Eres Jude St. Francis. Eres mi más viejo y querido amigo. Eres el hijo de Harold Stein y de Julia Altman. Eres el amigo de Malcolm Irving, de Jean-Baptiste Marion, de Richard Goldfarb, de Andy Contractor, de Lucien Voigt, de Citizen van Straaten, de Rhodes Arrowsmith, de Elijah Kozma, de Phaedra de los Santos y de los Henry Young.
»Eres de Nueva York. Vives en el SoHo. Haces voluntariado en una organización dedicada a las artes y en un comedor público.
»Practicas la natación. Eres un repostero excelente. Sabes cocinar. Eres un gran lector. Tienes una magnífica voz. Eres coleccionista de arte. Me escribes unos mensajes preciosos cuando estoy fuera. Eres paciente. Eres generoso. De todas las personas que conozco, eres la que mejor sabe escuchar.
»Eres abogado. Eres el presidente del departamento de litigios de Rosen Pritchard and Klein. Te encanta tu trabajo; trabajas mucho.
»Eres matemático. Eres lógico. Has intentado enseñarme matemáticas una y otra vez.
»Te trataron muy mal, pero saliste de aquello. Siempre has sido tú mismo.
Willem continúa salmodiando para que vuelva en sí, y a plena luz del día, a veces días más tarde él recuerda fragmentos de lo que le ha dicho Willem y se aferra a ellos con fuerza, tanto a lo que ha dicho como a lo que ha callado. Pero por las noches está demasiado aterrado y demasiado perdido para reconocerlo, y el pánico lo consume.
—¿Y quién eres tú? —pregunta al hombre que lo abraza, que le está describiendo a un desconocido, alguien que al parecer tiene muchas cosas, que parece ser una persona encantadora y envidiable—. ¿Quién eres tú?
El hombre también tiene una respuesta a esa pregunta.
—Yo soy Willem Ragnarsson. Y no dejaré que te vayas.
—Me voy —le dice a Jude, pero no se mueve. Sobre ellos zumba una libélula brillante como un escarabajo—. Me voy —repite, aunque sigue sin moverse; solo la tercera vez que lo dice logra levantarse de la tumbona, inhalar el aire caliente y deslizar los pies en los mocasines.
—Limas —le dice Jude, alzando la vista y protegiéndose los ojos del sol.
—De acuerdo —dice él, y se agacha a su lado, le quita las gafas de sol, lo besa en los párpados y luego se las vuelve a poner.
Como siempre ha sostenido JB, el verano es la estación de Jude: la piel se le oscurece y el pelo se le aclara tanto que casi son del mismo color, y los ojos adquieren un tono gris poco natural. Willem tiene que contenerse y no tocarlo demasiado.
—Vuelvo dentro de un rato —dice.
Sube pesadamente la colina hasta la casa bostezando, deja en el fregadero el vaso de té con hielo medio derretido, y recorre el sendero de guijarros hasta llegar al coche. Es uno de esos días de verano en que el aire es tórrido y seco, no corre un soplo de brisa y el sol es tan intenso que no se ve bien el paisaje pero se oye, se huele y se saborea: el zumbido semejante de las abejas y las langostas, el débil aroma de los girasoles, el extraño sabor mineral que deja el calor en la lengua. El bochorno es enervante pero no opresivo, y los deja a los dos soñolientos e indefensos, en un estado letárgico. Cuando hace tanto calor se pasan horas tumbados junto a la piscina, sin comer, solo bebiendo —jarras de té de menta con hielo para desayunar, litros de limonada para comer, botellas de vino blanco para cenar— y dejan todas las ventanas y las puertas abiertas de par en par, y los ventiladores de los techos encendidos, para atrapar la fragancia de los prados y los árboles en el interior de la casa cuando las cierren por la noche.
Es el sábado anterior al día del Trabajo, y en otras circunstancias estarían en Truro, pero ese verano Harold y Julia en las afueras de Aix-en-Provence han alquilado una casa, y ellos dos están pasando las vacaciones en Garrison. Está previsto que Harold y Julia lleguen, tal vez con Laurence y Gillian, al día siguiente, pero ahora Willem se dirige a la estación de ferrocarril para recoger a Malcolm, a Sophie, a JB y a Fredrik, su intermitente pareja. Han visto muy poco a sus amigos en los últimos meses, ya que JB ha pasado seis meses en Italia con una beca, y Malcolm y Sophie han estado ocupados con la construcción de un nuevo museo de cerámica en Shanghai. La última vez que se vieron todos fue en París en el mes de abril, cuando él estaba filmando una película allí, Jude voló desde Londres, donde estaba trabajando, JB desde Roma, y Malcolm y Sophie pasaron allí un par de días antes de regresar a Nueva York.
Casi todos los veranos piensa: «Este es el mejor verano», pero sabe que este es de verdad el mejor. Y no solo el mejor verano, sino también la mejor primavera, el mejor invierno, el mejor otoño. A medida que envejece, tiende a ver su vida en retrospectiva, evalúa cada estación como si se tratara de una cosecha de vino y divide los años en eras históricas: los años de la ambición, los años de la inseguridad, los años gloriosos, los años de las falsas ilusiones, los años de la esperanza.
Jude sonrió cuando se lo contó. «¿Y en qué era estamos ahora?», le preguntó, a lo que Willem, devolviéndole la sonrisa respondió: «No lo sé. Aún no he dado con el nombre».
Pero los dos están de acuerdo en que al menos han salido de los años horribles. Dos años atrás pasó ese mismo fin de semana —el fin de semana del día del Trabajo— en el hospital del Upper East Side, mirando por la ventana con un odio tan intenso que le entraban náuseas solo de ver a los camilleros, las enfermeras y los médicos con sus batas verde jade congregados a la puerta del edificio, comiendo, fumando y hablando por el móvil como si no pasara nada, como si la gente que estaba dentro no se encontrara en distintas fases de la agonía, entre ellas Jude, que en esos momentos estaba en un coma médicamente inducido, con la piel hormigueante por la fiebre y sin haber abierto los ojos en cuatro días atrás, desde el día siguiente de salir de la operación.
—Se pondrá bien, Willem —no paraba de balbucear Harold, que en general siempre estaba aún más preocupado que él—. Se pondrá bien. Lo ha dicho Andy. —Y continuó repitiendo como un loro todas las palabras del médico, hasta que él por fin lo interrumpió.
—Por Dios, Harold, dame un puto respiro. ¿Te crees todo lo que dice Andy? ¿Te parece que está mejorando? ¿Te parece que se está poniendo bien? —Entonces vio cómo la cara de Harold cambiaba, vio su expresión de suplicante y frenética desesperación, la cara de un anciano esperanzado, y sintió tal punzada de remordimientos que se acercó a él y lo abrazó—. Lo siento —le dijo al Harold que ya había perdido un hijo e intentaba tranquilizarse diciéndose que no perdería otro—. Perdóname. Me estoy portando como un imbécil.
—No eres ningún imbécil, Willem. Pero no puedes decirme que no se pondrá bien. No puedes.
—Lo sé. Por supuesto que se pondrá bien —dijo él, hablando como Harold, Harold haciéndose eco de Harold hablando con Harold—. Por supuesto que sí.
Sin embargo, en su interior notaba cómo lo reconcomía el miedo: por supuesto que no existían los «por supuesto». Los «por supuesto» se habían desvanecido hacía dieciocho meses. Los «por supuesto» los habían abandonado para siempre.
Él siempre ha sido optimista, y, sin embargo, en esos meses perdió el optimismo. Había cancelado todos sus proyectos para el resto del año, pero a medida que el otoño se alargaba interminablemente lamentó haberlo hecho, deseó tener algo que lo distrajera. Jude salió del hospital a finales de septiembre, pero estaba tan débil y frágil que daba miedo tocarlo, incluso mirarlo, verle los pómulos tan marcados que proyectaban una sombra permanente sobre la boca, observarle el pulso en el hueco de la garganta, como si en su interior hubiera algo que intentaba salir de allí a patadas. Jude trataba de tranquilizarlo haciendo bromas y eso solo aumentaba su terror. En las pocas ocasiones que salía del piso —«Tienes que salir o te volverás loco», le dijo Richard con rotundidad—, se veía tentado de apagar el móvil, porque cada vez que sonaba y veía que era Richard (o Malcolm, Harold, Julia, JB, Andy, los Henry Young, Rhodes, Elijah, India, Sophie, Lucien, o quien se sentaba con Jude durante la hora que él vagaba distraído por las calles o hacía ejercicio abajo, o cuando intentó quedarse quieto durante un masaje o aguantar toda una comida con Roman o Miguel), se decía: «Ya está. Se está muriendo. Ha muerto»; esperaba un segundo o dos antes de contestar y escuchar que solo lo llamaban para informarlo de su estado, de si había comido o no, de si dormía o tenía náuseas. Al final tuvo que decirles: «No me llaméis a menos que sea algo serio. No me importa si tenéis alguna pregunta que hacer y os resulta más fácil llamar. Escribidme un mensaje. Cuando llamáis siempre me imagino lo peor». Por primera vez en su vida comprendió qué significaba tener el corazón en la boca, aunque no era solo el corazón sino todos los órganos lo que le intentaba salir por la boca.
La gente siempre hablaba de la curación como si se tratara de un proceso predecible y progresivo, una firme línea diagonal en una gráfica que se extendía del extremo inferior izquierdo al superior derecho. Pero la curación de Hemming —que no había terminado siendo tal— no fue así, y la de Jude tampoco; la de este último era más bien una cordillera con picos y zanjas, y a mediados de octubre, después de que volviera al trabajo (todavía aterradoramente delgado y aterradoramente débil), despertó una noche con una fiebre tan alta que empezó a tener convulsiones, y él vio claro que había llegado la hora, que era el final. Entonces se dio cuenta de que, a pesar de su miedo, no se había preparado, nunca había pensado en lo que eso significaba en realidad, y aunque no era dado a negociar, esta vez negoció con alguien o algo en lo que ni siquiera sabía si creía. Prometió tener más paciencia, más agradecimiento, menos maldiciones, menos vanidad, menos sexo, menos autoindulgencia, menos quejas, menos ensimismamiento, menos egoísmo, menos temores. Cuando Jude salió de esa con vida, Willem se sintió tan aliviado y extenuado que se vino abajo; Andy le prescribió un ansiolítico y lo mandó a Garrison el fin de semana con JB, mientras Richard y él se quedaban al cuidado de Jude. Siempre había creído que, a diferencia de Jude, él sabía aceptar la ayuda cuando se la ofrecían, pero había perdido esa habilidad en el momento más crucial, así que se alegró y agradeció que sus amigos hicieran el esfuerzo de recordárselo.
Para el día Acción de Gracias la situación se había vuelto, si no buena, al menos no tan mala. Pero solo al cabo de un tiempo pudieron reconocerlo como un punto de inflexión, como el período en que por primera vez hubo días, luego semanas y por último un mes entero en que nada empeoró, recuperaron la habilidad de despertar sin miedo y con un propósito, y por fin se vieron con ánimos para hablar, aunque con cautela, del futuro, y no preocuparse solo por llegar con éxito al final del día. Entonces hablaron de lo que había que hacer y Andy empezó a elaborar unos calendarios con objetivos para un mes, dos meses, seis meses, que recogían las libras que Jude debía engordar, cuándo creía que estaría preparado para que le colocaran las prótesis permanentes, cuándo daría los primeros pasos y cuándo preveía verlo andando de nuevo. Una vez más retomaron la corriente de la vida; una vez más, aprendieron a seguir el calendario. Hacia febrero Willem volvía a leer guiones. En abril, poco antes de cumplir cuarenta y nueve cumpleaños, Jude volvía a caminar —despacio y con poca elegancia, pero caminaba— y de nuevo tenía el aspecto de una persona normal. Para el cumpleaños de Willem, en agosto, casi un año después de la operación, caminaba mejor —con más agilidad y más confianza— que con sus auténticas piernas, tal como había pronosticado Andy, y tenía un aspecto excelente: volvía a ser él mismo.
—Aún no has tenido tu fiestón de los cincuenta —le recordó Jude durante la cena de su cincuenta y un cumpleaños, que había preparado íntegramente él, de pie ante los fogones durante horas sin dar muestras evidentes de cansancio.
—Esto es todo lo que quiero —respondió Willem sonriendo, y hablaba en serio. Era estúpido comparar su experiencia de esos dos años atroces y agotadores con la de Jude, y sin embargo se sentía transformado. Era como si su desesperación hubiera dado origen a una sensación de invencibilidad; sentía que le habían extirpado todo lo superfluo y blando que tenía, y lo habían dejado como un núcleo de acero indestructible y al mismo tiempo maleable, capaz de soportarlo todo.
Pasaron el cumpleaños en Garrison los dos solos, y esa noche, después de cenar, fueron al lago; luego él se desnudó y saltó del embarcadero al agua, que olía como una gran piscina de té.
—Métete —le dijo a Jude, y como este titubeaba, añadió—: Como es mi cumpleaños, te lo ordeno.
Jude se desnudó despacio, se quitó las prótesis y, tomando impulso con las manos, se tiró al agua, donde Willem lo cogió. A medida que recuperaba la salud, Jude se sentía cada vez más acomplejado por su cuerpo, y Willem sabía, por lo retraído que se mostraba a veces, o el cuidado con que se ocultaba al ponerse o quitarse las prótesis, que hacía un gran esfuerzo por aceptar su físico. Cuando estaba más débil, había dejado que él lo desvistiera, pero ahora que se notaba más fuerte, Willem solo lo veía fugazmente, como por accidente, cuando se desvestía. Sin embargo, en la timidez de Jude veía un signo de salud, porque al menos era una prueba de su mejoría, una prueba de que era capaz de entrar y salir solo de la ducha, de acostarse y levantarse de la cama por sí solo, algo que tuvo que aprender a hacer de nuevo y que no siempre había podido hacer.
Flotaron por el lago cogidos en silencio, y cuando él salió, Jude lo siguió y se subió al embarcadero apoyándose en los brazos; se quedaron allí sentados tomando el suave aire del verano, los dos desnudos, mirando los extremos en forma de cono de las piernas de Jude. Era la primera vez que él veía a Jude desnudo en meses y no sabía qué decir. Al final lo rodeó con el brazo y lo atrajo hacia sí, y eso (le pareció) fue lo más acertado.
Pese a todo, todavía se asustaba de vez en cuando. En septiembre, unas semanas antes de irse para rodar la primera película tras más de un año, Jude volvió a despertarse con fiebre; esta vez no le pidió que no llamara a Andy, ni él le pidió permiso para hacerlo. Fueron directamente a la consulta, y Andy le mandó radiografías, análisis de sangre y otras pruebas. Esperaron impacientes, hasta que el radiólogo los llamó y les dijo que no había nada de que preocuparse.
—Rinofaringitis —les dijo Andy, sonriendo—. Un resfriado común.
Qué deprisa, que inquietantemente deprisa se había vuelto a despertar en los tres el miedo, el temor a un virus que permanecía latente pero que nunca podrían erradicar. Alegría, abandono; tenían que aprender una vez más a pasar por esos estados. Sin embargo, el miedo viviría para siempre en el interior de los tres como una enfermedad compartida, una brillante hebra entretejida en su ADN.
Y se fue a España para filmar la película. Desde que lo conocía, Jude había querido hacer algún día el Camino de Santiago, la ruta de peregrinación medieval que acababa en Galicia.
—Empezaremos en el paso de Aspe, en los Pirineos —le dijo (eso era antes de que ninguno de los dos hubiera estado en Francia) y caminaremos hacia el oeste. ¡Tardaremos semanas! Por las noches dormiremos en albergues para peregrinos y viviremos a base de pan moreno con semillas de alcaravea, yogur y pepino.
—No sé —respondió él, aunque entonces no pensó tanto en las limitaciones de Jude (era demasiado joven, los dos lo eran, para creer de verdad que Jude tuviera limitaciones) como en sí mismo—. Parece agotador, Jude.
—Pues te llevaré a cuestas —dijo Jude enseguida, y Willem sonrió—. O alquilaremos un burro para que te lleve. Aunque se trata de ir andando y no montado.
Al hacerse cada vez más evidente con los años que ese sueño siempre seguiría siendo un sueño, sus fantasías sobre el Camino de Santiago se volvieron más minuciosas.
—El argumento es el siguiente —decía Jude—. Por el camino coinciden cuatro desconocidos: una monja taoísta china que intenta aceptar su sexualidad, un presidiario británico recién liberado que compone poesía, un antiguo traficante de armas de Kazajistán que llora la muerte de su esposa, y un universitario norteamericano atractivo y sensible aunque perturbado que ha dejado sus estudios (ese eres tú, Willem), y traban una amistad para toda la vida. La rodarás en tiempo real, de modo que durará lo que dure la caminata. Y tendrás que caminar sin parar.
Llegado a este punto, él siempre se reía.
—¿Y cómo acaba?
—La monja taoísta se enamora de un exoficial del ejército israelí que conoce por el camino, y los dos regresan a Tel Aviv para abrir un bar de lesbianas llamado Radclyffe. El expresidiario y el traficante de armas acaban juntos. Y tu personaje conoce por el camino a una sueca virginal aunque en secreto un poco guarrilla, abren un albergue de lujo en los Pirineos y cada año los cuatro se reúnen allí.
—¿Cómo se titula la película? —preguntó entonces él, sonriendo.
—Santiago Blues —respondió Jude después de pensarlo un rato, y Willem se echó a reír de nuevo.
Desde entonces de vez en cuando volvían a Santiago Blues, aunque el reparto iba cambiando para adaptarlo a él a medida que se hacía mayor, pero el argumento y la localización no cambiaban.
—¿Qué tal el guión? —le preguntaba Jude cuando le llegaba algo nuevo, y él suspiraba y respondía:
—No tan bueno como Santiago Blues, pero no está mal.
Poco después del día de Acción de Gracias que fue un punto de inflexión, Kit, que sabía por Willem el interés que tenían los dos por el Camino de Santiago, le envió un guión con una nota en la que solo se leía: «¡Santiago Blues!». Y si bien no era exactamente lo mismo —por fortuna era mucho mejor, convinieron Jude y él—, estaba ambientado, en el camino: una parte se rodaría en tiempo real, empezaba en los Pirineos, en Saint-Jean-Pied-de-Port y acababa en Santiago de Compostela. Las estrellas sobre Santiago, que así se llamaba la película, contaba la historia de dos hombres, los dos llamados Paul, que serían interpretados por el mismo actor: el primero era un monje francés del siglo XVI que hacía la ruta desde Wittenberg en vísperas de la Reforma protestante; el segundo era un pastor protestante contemporáneo de una pequeña ciudad estadounidense que empezaba a cuestionarse su propia fe. Aparte de algunos personajes menores que entraban y salían de la vida de los dos Paul, el único que tenía un papel era él.
Le dio a Jude el guión para que lo leyera.
—Genial. Ojalá pudiera ir contigo, Willem —dijo con tristeza cuando lo terminó.
—A mí también me habría encantado que me acompañaras, te voy a echar tanto de menos.
Lamentaba que Jude no tuviera sueños más factibles, sueños que pudiera alcanzar y que él pudiera ayudarle a realizar. Pero lo cierto es que los sueños de Jude siempre giraban en torno a la movilidad: quería recorrer distancias imposibles o cruzar terrenos imposibles. Y aunque volvía a caminar, y el dolor era menos intenso que desde hacía años, ambos sabían que él nunca viviría sin dolor: lo imposible seguiría siendo imposible.
Cenó con el director español, Emanuel, que ya era muy aclamado pese a su juventud y que, no obstante la complejidad y la melancolía del guión, era optimista y alegre; no paraba de repetir que estaba estupefacto de que Willem quisiera protagonizar su película y que era un sueño trabajar con él. A su vez, Willem le habló de Santiago Blues (Emanuel se rió cuando le contó el argumento. «¡No es tan malo!», exclamó). También le contó que Jude siempre había deseado hacer el camino y lo honrado que se sentía de poder hacerlo él ahora.
—¡Ah! Tengo entendido que ese es el hombre por el que echaste a perder tu carrera, ¿no? —exclamó Emanuel en broma.
Él le devolvió la sonrisa.
—Sí. Así es.
Los días de rodaje de Las estrellas sobre Santiago eran muy largos y, como Jude le había asegurado, las caminatas no se acababan nunca (era un lento convoy de caravanas, no de burros). La cobertura de móvil fallaba en algunos tramos, de modo que le escribía a Jude mensajes, lo que en cierto modo parecía más adecuado, más propio de un peregrinaje, y por la mañana le enviaba fotos del desayuno (pan moreno con semillas de alcaravea, yogur y pepino). Gran parte del camino atravesaba ciudades concurridas, pero en algunos trechos los desviaban hacia el campo. Todos los días cogía unas cuantas piedras blancas y las guardaba en un tarro para llevárselas a casa; por la noche, se sentaba en la habitación de hotel con los pies envueltos en toallas calientes.
El rodaje finalizó dos semanas antes de Navidad; él voló a Londres para asistir a unas reuniones, y luego se reunió con Jude en Madrid, donde alquilaron un coche y se dirigieron a Andalucía. Se detuvieron en una pequeña ciudad encaramada en lo alto de un acantilado que se elevaba sobre el mar para reunirse con Henry Young el Asiático, a quien vieron subir con dificultad la cuesta. «Menos mal que me dais una excusa para salir de esa puta casa», les dijo. Llevaba un mes en una colonia de artistas situada al pie de la colina, en un valle lleno de naranjos, pero, cosa rara en él, detestaba a los demás huéspedes, y mientras comían rodajas de naranja flotando en su propio jugo salpicado de canela, clavo y almendras picadas, se rieron de las anécdotas que Henry les contaba sobre sus colegas. Después de despedirse de él y de quedar en que se verían en Nueva York en menos de un mes, pasearon por la ciudad medieval, cuya estructura era un cubo de sal blanco reluciente, donde gatos atigrados dormitaban y agitaban la punta de la cola al paso de los carros.
La siguiente noche, en las afueras de Granada, Jude le anunció que tenía una sorpresa para él y le invitó a subirse al coche que los esperaba a la puerta del restaurante. Jude llevaba un sobre marrón que no había perdido de vista durante toda la cena.
—¿Adónde vamos? —preguntó—. ¿Y este sobre? ¿Qué llevas en él?
—Ya lo verás —respondió Jude escuetamente.
Estuvieron callejeando hasta que el coche se detuvo ante el arco de entrada de la Alhambra, donde Jude entregó al guardia una carta, este la leyó, asintió y les franqueó la entrada. Ya en el interior, el coche se detuvo, ellos se bajaron de él y se quedaron de pie en el patio silencioso.
—Toda tuya —dijo Jude con timidez señalando los edificios y los jardines—. Durante las próximas tres horas, al menos. —Y al ver que Willem se había quedado sin habla, añadió en voz baja—: ¿Te acuerdas?
Él asintió de forma casi imperceptible.
—Por supuesto que me acuerdo —respondió, también en voz baja.
Así era como se tenía que acabar su ruta por el Camino de Santiago, con un trayecto en tren al sur para visitar la Alhambra. Y aunque ahora sabía que jamás harían la caminata juntos, él no había ido a la Alhambra, no se había tomado un día libre al final de un rodaje para visitarla, como si esperara hacerlo algún día con Jude.
—Uno de mis clientes —dijo Jude antes de que él dijera nada—. Defiendes a alguien y resulta que su padrino es el ministro de Cultura español, y este te permite hacer una generosa donación para el mantenimiento de la Alhambra a cambio del privilegio de visitarla solo. —Sonrió—. Te dije que debíamos hacer algo para celebrar tu cincuenta cumpleaños, aunque ya haya pasado un año y medio. No llores, por favor —añadió poniéndole una mano en el brazo.
—No pienso hacerlo. Puedo hacer más cosas en la vida aparte de llorar, ¿sabes? —Aunque ya no estaba seguro de que fuera cierto.
Abrió el sobre que Jude le había dado y sacó un paquete de su interior, deshizo la cinta, rasgó el papel y apareció un libro manuscrito organizado por capítulos —«La alcazaba», «El palacio de los Leones», «Los jardines»; «El Generalife»—, en cada uno de los cuales había notas escritas por Malcolm, que había hecho la tesis sobre la Alhambra y la visitaba todos los años desde que tenía nueve. Entre un capítulo y otro había un dibujo de uno de los detalles del complejo —un jazmín repleto de pequeñas flores blancas, una fachada de piedra salpicada de azulejos azules—, todos dedicados a él y firmados por uno de sus amigos: Richard, JB, India, Henry Young el Asiático, Ali. Ahora sí que se echó a llorar, sonreía y lloraba a la vez, hasta que Jude le dijo que era mejor que se pusieran en marcha, ya que no podían pasar todo el rato llorando en la entrada; entonces él lo agarró y lo besó sin importarle los silenciosos guardias vestidos de negro que había detrás de ellos.
—Gracias, Jude. Gracias, gracias, gracias.
Echaron a andar en medio de la noche silenciosa guiados por la linterna de Jude. Entraron en los palacios, cuya estructura parecía tallada en mantequilla blanca y blanda, y en los salones de techos abovedados tan altos que los pájaros describían silenciosos arcos a través de ellos y cuyas ventanas simétricas estaban perfectamente ubicadas para que el espacio se llenara de la luz de la luna. Mientras recorrían el recinto se detenían para consultar las notas de Malcolm y examinar detalles que, de no ser por el libro, les habrían pasado por alto. Así supieron, por ejemplo, que se encontraban en la habitación donde hacía más de mil años un sultán había dictado la correspondencia. Observaron las ilustraciones y las compararon con lo que veían con sus ojos. Delante de cada dibujo había una nota en la que sus amigos contaban cuándo habían visto por primera vez la Alhambra y por qué habían escogido dibujar ese detalle. Volvieron a tener la sensación que solían tener de jóvenes de que todas las personas que conocían tenían mundo y ellos no, y aunque ahora sabían que no era cierto, sintieron la misma admiración por la vida de sus amigos, por todo lo que habían hecho y experimentado, por cómo sabían disfrutar de ella y por el gran talento que tenían para plasmarla en sus obras. En los jardines del Generalife, se adentraron en un laberinto de cipreses, y él besó a Jude con más pasión de la que se había permitido en mucho tiempo, aunque se oían las pisadas de uno de los guardias por el camino de piedra.
De vuelta en el hotel continuaron besándose, y él se descubrió pensando que en la versión de la película que vivirían esa noche hacían el amor; estaba a punto de decirlo en voz alta pero se detuvo. Aun así, fue como si hubiera expresado su deseo, porque durante un rato se quedaron callados, mirándose el uno al otro, hasta que, en voz muy baja, Jude dijo:
—Willem, podemos hacerlo si quieres.
—¿Tú quieres? —le preguntó él por fin.
—Claro —respondió Jude, pero por el modo en que bajó la cabeza y la voz ligeramente entrecortada con que lo dijo él se dio cuenta de que mentía.
Por un instante pensó en fingir, en creer que Jude decía la verdad. Pero no pudo.
—No —dijo, y se apartó de él—. Creo que ya ha sido suficiente por esta noche.
Jude exhaló a su lado, y justo antes de quedarse dormido lo oyó susurrar:
—Lo siento, Willem. —Él intentó decirle que lo entendía, pero estaba tan dormido que no pudo.
Este fue el único motivo de tristeza por un tiempo, y su origen era diferente para uno y otro. En Jude, la tristeza procedía de la sensación de fracaso, de la certeza —que él nunca logró disipar— de no estar cumpliendo con sus deberes. En cambio, la de Willem era debida al propio Jude: a veces se preguntaba cómo habría sido la vida de Jude si le hubieran dejado descubrir el sexo en lugar de haberle obligado a practicarlo; pero, lejos de ayudarlo, ese pensamiento le causaba demasiada consternación, de modo que intentaba no pensar en ello. No obstante, esa idea estaba siempre presente en su amistad, en su vida, como una veta turquesa abriéndose paso en una piedra.
Mientras tanto la normalidad y la rutina dominaban sus vidas, más que el sexo o a la pasión. Esa noche, por ejemplo, de pronto cayeron en la cuenta de que Jude había caminado —lento pero seguro— casi tres horas seguidas. Y de vuelta en Nueva York valoraban las cosas que podían volver a hacer porque Jude tenía la energía necesaria para hacerlas: podía permanecer despierto hasta el final de una obra de teatro, una ópera o una cena, o era capaz de subir las escaleras hasta la puerta principal de la casa de Malcolm en Cobble Hill, y de bajar la acera empinada para llegar al edificio de JB en Vinegar Hill. Estaba también la alegría de oír el despertador de Jude a las cinco y media, de ver cómo se preparaba para su sesión matinal de natación, y el alivio de encontrar una caja en la encimera de la cocina llena de suministros médicos —paquetes extra de catéteres, gasas esterilizadas y bebidas proteínicas con un alto contenido en calorías que Andy le había dicho a Jude que podía dejar de tomar— que tenían previsto devolver a Andy para que lo donara al hospital. A ratos recordaba que dos años atrás, por esas fechas, al regresar del teatro solía encontrar a Jude dormido en la cama, tan frágil que a veces le daba la sensación de que el catéter que tenía debajo de la camisa era en realidad una arteria, y que, de forma continuada e irreversible, quedaría reducido a un amasijo de nervios, vasos y huesos. A veces pensaba en aquellos momentos y experimentaba una especie de desorientación. ¿Eran ellos los que habían pasado por todo aquello? ¿Dónde se habían ido? ¿Reaparecerían? ¿Eran ahora otras personas? Entonces se imaginaba que aquellas personas no se habían ido realmente sino que estaban dentro de ellos, esperando aflorar de nuevo, reclamar sus cuerpos y sus mentes; eran identidades en remisión, pero siempre estarían con ellos.
La enfermedad los había visitado tantas veces en los últimos tiempos que todavía daban las gracias por cada día que transcurría sin incidentes, aunque cada vez se acostumbraban más a ello. El día en que Willem vio que Jude se levantaba del sofá, donde estaban viendo una película, porque tenía un ataque y quería estar solo, se inquietó, y tuvo que hacer un esfuerzo para recordarse que eso también era Jude, que su cuerpo lo traicionaba de vez en cuando y siempre lo haría. La operación no había cambiado eso; solo había cambiado la forma en que Willem reaccionaba ante ello. Y cuando se dio cuenta de que Jude volvía a hacerse cortes —no con tanta frecuencia, pero sí con regularidad—, tuvo que recordarse, una vez más, que eso también era Jude, y que la operación tampoco lo había cambiado.
—Tal vez deberíamos llamar este período «Los años felices» —le dijo a Jude una mañana.
Era febrero, nevaba y estaban tumbados en la cama, donde solían quedarse hasta tarde los domingos por la mañana.
—No sé —dijo Jude, y aunque no le veía la cara, Willem supo que sonreía—. ¿No crees que es tentar un poco al diablo? Lo denominamos así y se me caerán los dos brazos. Además, ese nombre es un plagio.
Y era cierto, así se titulaba el próximo proyecto de Willem. Serían seis meses de ensayo, que empezarían en una semana, seguidos de once semanas de rodaje. El título original era El bailarín y el escenario, pero Kit acababa de informarle de que los productores lo habían cambiado por Los años felices.
A él no le gustaba este título.
—Es tan cínico —le dijo a Jude, después de quejarse a Kit y al director—. No es nada apropiado, aparte de irónico.
Eso fue hacía unas noches. Él estaba tumbado en el sofá después de su agotadora clase de baile diaria y Jude le masajeaba los pies. Iba a interpretar a Rudolf Nuréiev en los últimos años de su vida, desde la época en que lo nombraron director del Ballet de la Ópera de París, en 1983, pasando por el diagnóstico de sida, hasta que notó los primeros síntomas de la enfermedad, un año antes de morir.
—Sé qué quieres decir —replicó Jude cuando él dejó de despotricar—, pero tal vez fueron realmente años felices para él. Era libre; tenía un trabajo que le gustaba, promocionaba a jóvenes bailarines, había dado un nuevo rumbo a toda una compañía y estaba preparando una de sus coreografías más importantes. Él y el bailarín danés…
—Erik Bruhn.
—Exacto. Él y Bruhn seguían juntos, o al menos lo estuvieron un tiempo más. Tenía lo que probablemente jamás había soñado: dinero, fama, libertad de creación, amor, amistad, y todavía era lo bastante joven para disfrutar de ello. —Hundió los nudillos en las plantas de los pies de Willem, que hizo una mueca—. A mí me parece una vida feliz.
Los dos se quedaron callados un rato.
—Pero estaba enfermo —dijo Willem al fin.
—Entonces no —le recordó Jude—. Al menos no de forma manifiesta.
—No, tal vez no. Pero se estaba muriendo.
Jude le sonrió.
—Oh, morir —dijo restándole importancia—. Todos moriremos algún día. Él solo supo que la muerte le llegaría antes de lo previsto. Pero eso no significa que no fueran unos años felices para él o que no tuviera una vida feliz.
Entonces él miró a Jude, y sintió lo que sentía cuando pensaba en él y en lo que había sido su vida, podría llamarlo tristeza, pero no era una tristeza lastimera sino una tristeza masiva, que abarcaba a todos los pobres que luchaban por salir adelante, a millones de personas que no conocía, una tristeza que se mezclaba con asombro y estremecimiento al reconocer el esfuerzo que realizaban los seres humanos del mundo entero por vivir, aunque sus días fueran difíciles y las circunstancias penosas. La vida es tan triste, pensaba en esos momentos. Es tan triste, y sin embargo todos vivimos. Todos nos aferramos a ella; todos buscamos algo que nos dé consuelo.
No dijo nada. Solo se incorporó para tomar la cara de Jude entre las manos y lo besó, luego se volvió a recostar sobre los cojines.
—¿Cómo te volviste tan listo? —le preguntó, y Jude sonrió.
—¿Demasiado fuerte? —le preguntó a su vez, masajeándole todavía el pie.
—No lo suficiente.
En otra ocasión volvió a Jude hacia él en la cama.
—Creo que tendremos que quedarnos con los años felices —le dijo—. Aun a riesgo de que se te caigan los brazos.
Jude se rió.
La semana siguiente se fue a París. Fue uno de los rodajes más difíciles de su vida; para las secuencias más complicadas tenía un doble, un bailarín de verdad, pero él interpretaba algunas escenas de baile y debía levantar en el aire a bailarinas de verdad; le maravillaba constatar lo densos y filamentosos que eran sus músculos, pero había días tan agotadores que por la noche solo le quedaban fuerzas para meterse en la bañera. En los últimos años le atraían inconscientemente papeles cada vez más para los que se requería destreza física y se quedaba atónito, y complacido a la vez, al ver cómo su cuerpo respondía. Ahora, cuando se daba impulso con los brazos para saltar, notaba cómo cada músculo cobraba vida y le permitía hacer lo que le pedía. Sabía que no era el único que sentía tal gratitud: cuando iban a Cambridge, Harold y él jugaban al tenis todos los días, y aunque nunca habían hablado de eso, sabía lo complacidos que los dos se sentían con sus cuerpos y lo que el acto de dar raquetazos por la pista había significado para ellos.
Jude fue a verlo a París a finales de abril, y aunque Willem le había prometido que no haría nada sofisticado para su quincuagésimo cumpleaños, le organizó una cena sorpresa a la que, además de JB, Malcolm y Sophie, fueron Richard, Elijah, Rhodes, Andy, Henry Young el Negro, Harold y Julia, junto con Phaedra y Citizen, que lo habían ayudado a organizarlo. Al día siguiente Jude fue a verlo al plató, algo que pocas veces hacía. En la escena que tenían previsto rodar esa mañana, Nuréiev, a quien en una escena anterior que aún no habían rodado le han diagnosticado el sida, intentaba corregir un cabriolé a un joven bailarín, y después de darle una y otra vez instrucciones, hacía él una demostración, pero al saltar haciendo tijeras con las piernas se caía, y se producía un silencio a su alrededor. La escena acababa con un primer plano de Nuréiev, un momento en que Willem tenía que transmitir su repentina comprensión de que iba a morir y, acto seguido, su decisión de dejarla de lado.
Filmaron una toma tras otra de esa escena, y después de cada una de ellas Willem tenía que descansar para recuperar el aliento, mientras los técnicos de peluquería y de maquillaje mariposeaban a su alrededor secándole el sudor de la cara y el cuello; en cuanto estaba preparado volvía al punto de salida. Cuando el director por fin quedó satisfecho, él jadeaba pero se sentía también satisfecho.
—Perdona la pesadez del rodaje —se disculpó, acercándose por fin a Jude.
—No, Willem. Ha sido asombroso. Estabas muy guapo y lo hacías muy bien. —Lo miró titubeante por un momento y añadió—: Casi no podía creer que fueras tú.
Él tomó la mano de Jude y se la apretó, la máxima manifestación de afecto que era capaz de tolerar en público. No obstante, él no sabía cómo se sentía Jude al presenciar tales alardes físicos. La primavera anterior, en una de sus rupturas con Fredrik, JB salió con el principal bailarín de una compañía de danza contemporánea muy conocida, y todos fueron a verlo bailar. Durante un solo de Josiah, él miró de reojo a Jude y vio que estaba echado ligeramente hacia delante, con la barbilla apoyada en la mano, observando con tanta atención que cuando le puso una mano en la espalda, se sobresaltó. «Perdona», le susurró.
Por la noche, en la cama, Jude estuvo muy callado, y él se preguntó en qué pensaba. ¿Estaba consternado? ¿Nostálgico? ¿Triste? Pero le pareció poco amable pedirle que expresara en voz alta lo que tal vez no era capaz de decirse a sí mismo.
Era mediados de junio cuando regresó a Nueva York, y cuando se acostaron Jude lo miró con atención.
—Se te ha puesto cuerpo de bailarín —le dijo.
Al día siguiente él se contempló en el espejo y se dio cuenta de que Jude tenía razón.
Un atardecer de esa misma semana comieron en la azotea, que entre Richard, India y ellos habían reformado por fin, y donde Richard y Jude habían plantado gramíneas y árboles frutales; él les hizo una demostración de los pasos que había aprendido y notó cómo su timidez daba paso al vértigo al cruzar la terraza haciendo jetés mientras sus amigos aplaudían y el sol teñía el cielo de rojo crepuscular.
—Otro talento escondido —le dijo Richard después sonriendo.
—Lo sé —le dijo Jude sonriendo a su vez—. Willem es una caja sorpresas, aun después de todos estos años.
Pero había descubierto que todos lo eran. Cuando eran jóvenes, solo tenían secretos que ofrecer: las confesiones eran la moneda de cambio, y las revelaciones, una forma de intimidad. El ocultamiento de datos personales a los amigos se veía de entrada como algo enigmático y acto seguido como un acto de tacañería, lo que era un obstáculo para una verdadera amistad.
—Hay algo que no me estás diciendo, Willem —lo acusaba JB de vez en cuando—: ¿Te guardas secretos? ¿No confías en mí? Creía que éramos amigos íntimos.
—Y lo somos, JB —decía él—. No te estoy ocultando nada.
Y no lo hacía; no había nada que ocultar. Solo Jude tenía secretos, verdaderos secretos, y aunque en el pasado a Willem le había contrariado su aparente resistencia a revelarlos, nunca había tenido la impresión de no estar unido a él, ni lo había visto como un obstáculo para quererlo. Aun así, le había resultado difícil aceptar que nunca poseería del todo a Jude, que querría a alguien que siempre sería desconocido para él.
Y sin embargo seguía descubriendo a Jude, aun después de treinta y cuatro años, y seguía fascinado por lo que veía. Ese julio lo invitó por primera vez a la barbacoa anual que organizaba Rosen Pritchard en verano.
—No tienes por qué ir, Willem —había añadido de inmediato, después de pedírselo—. En serio, será muy aburrido.
—Lo dudo, pero de todos modos pienso ir.
El pícnic tenía lugar en los jardines de una antigua mansión sobre el Hudson, una versión más refinada de aquella en la que habían rodado El tío Vania, y estaba invitado el bufete al completo: los socios, los futuros socios, los empleados y sus familiares. Al cruzar la explanada de espeso trébol para ir hacia donde estaba reunida la gente, él se sintió repentina e insólitamente cohibido, hasta el punto de que, cuando Jude fue reclamado por el presidente de la compañía, que dijo que tenía unos asuntos urgentes que comentar, tuvo que contener el impulso de alargar la mano para retenerlo, mientras Jude le sonreía con aire de disculpa al alejarse, levantando la mano para indicar que solo serían cinco minutos.
Él agradeció la repentina aparición de Sanjay, uno de los pocos colegas de Jude que conocía; el año anterior había sido nombrado copresidente de su departamento para que Jude pudiera centrarse en atraer nuevos clientes, mientras él se ocupaba de la administración y la gestión. Se quedaron en lo alto de la colina mirando la multitud, y Sanjay le señaló a varios socios y nuevos colaboradores que Jude y él detestaban. (Algunos de ellos se volvieron y lo sorprendieron señalándolos, entonces Sanjay los saludó alegremente con la mano mientras murmuraba cosas siniestras acerca de su incompetencia y su falta de recursos). De pronto él se dio cuenta de que la gente lo miraba y enseguida desviaba la mirada, y una mujer que había subido la colina viró de manera grosera al verlo allí de pie.
—Veo que soy un gran acontecimiento —dijo bromeando a Sanjay.
—No les intimidas tú, Willem, sino Jude. —Sonrió—. Bueno, tú también.
Por fin recuperó a Jude y los dos estuvieron charlando un rato con el presidente («Soy un gran admirador suyo») y con Sanjay, y Jude le presentó a varias de las personas sobre las que él había oído hablar. Uno de los pasantes le pidió permiso para hacerse una foto con él, y otros lo imitaron enseguida. En un momento dado, volvieron a arrebatarle a Jude y se encontró escuchando a Isaac, uno de los socios del departamento de impuestos, que empezó a describirle las secuencias peligrosas de la segunda película de espionaje. En algún momento del monólogo, miró hacia el otro extremo de la explanada y atrajo la mirada de Jude, que se disculpó calladamente. Él meneó la cabeza y sonrió, pero luego se tiró de la oreja izquierda —la vieja señal— y Jude apareció al momento.
—Perdona, Isaac —le dijo con firmeza—. Te robo a Willem un momento. —Y se lo llevó de allí—. Lo siento mucho, Willem —le susurró mientras se alejaban—, pero la ineptitud social es escandalosa hoy en día. ¿Te sientes como un panda en el zoo? Ya te advertí de que sería horrible. Diez minutos más y nos marchamos, te lo prometo.
—No te preocupes. Me lo estoy pasando bien.
Siempre le parecía revelador ver a Jude en esa otra vida, rodeado de las personas con las que pasaba más horas al día que con él. Poco antes había observado cómo Jude se acercaba a un grupo de jóvenes socios que soltaban grandes risotadas por algo que veían en uno de sus móviles. Pero al ver a Jude avanzar hacia ellos, se dieron un codazo y guardaron un silencio educado, y lo saludaron con una efusión tan evidente que Willem se encogió, y solo cuando Jude pasó por su lado ellos volvieron a apiñarse alrededor del móvil, pero esta vez sin armar tanto escándalo.
Cuando se llevaron a Jude por tercera vez, Willem ya se sentía lo bastante seguro para presentarse al pequeño corro que daba vueltas alrededor de él lanzándole sonrisas. Conoció a una mujer asiática llamada Clarissa sobre la que recordaba haber oído hablar a Jude con aprobación.
—He oído hablar muy bien de usted —le dijo, y en la cara de Clarissa apreció una sonrisa de alivio.
—¿Jude le ha hablado de mí? —le preguntó.
Conoció a un socio cuyo nombre no memorizó que le comentó que Mercurio Negro 3081 había sido la primera película para menores acompañados que había visto, y eso le hizo sentirse mayor. Conoció a otro socio del departamento de Jude que había ido a dos clases de Harold en la facultad de derecho y que se preguntaba cómo era en realidad. Conoció a los hijos de las secretarias de Jude, al hijo de Sanjay, y a muchas personas más, de algunas de las cuales había oído mencionar el nombre.
Hacía un día radiante y caluroso, no corría una pizca de viento, y aunque estuvieron bebiendo toda la tarde —limonada, agua, prosecco, té helado—, ninguno de los dos había probado bocado, de modo que se detuvieron en una granja y compraron mazorcas de maíz para asarlas a la parrilla con calabacines y tomates de su huerto cuando llegaran a casa.
—Hoy he averiguado muchas cosas de ti —le dijo a Jude mientras cenaban bajo el cielo azul oscuro—. He averiguado que la mayoría de tus colegas te tienen pavor y creen que si me hacen la pelota podré interceder en su favor. También he averiguado que soy más viejo de lo que creía. Y he comprobado que tienes razón, trabajas con una pandilla de ineptos sociales.
Jude se rió.
—¿Lo ves? Ya te lo dije.
—Lo he pasado muy bien. ¡En serio! Quiero repetir. Aunque la próxima vez deberíamos invitar a JB y romper los esquemas de Rosen Pritchard. —Jude se volvió a reír.
Han transcurrido casi dos meses, y desde entonces él ha pasado la mayor parte del tiempo en Lantern House. Como regalo adelantado de su quincuagésimo segundo cumpleaños le pidió a Jude que se tomara todos los sábados libres el resto del verano y él había accedido, así que todos los viernes va en coche a la casa de campo y todos los lunes por la mañana vuelve en coche a la ciudad. Como Jude tiene el coche durante la semana, él ha alquilado un descapotable —en parte como un juego, aunque en secreto disfruta conduciéndolo— de un color inquietante al que Jude se refirió como «rojo ramera». Entre semana lee, nada, cocina y duerme; le espera un otoño muy ajetreado, pero por lo repuesto y sereno que se siente sabe que estará preparado.
En la tienda de comestibles llena una bolsa de papel con limas, y otra con limones, compra agua con gas de repuesto y conduce hasta la estación de tren, donde espera, con la cabeza apoyada en el asiento y los ojos cerrados, a que Malcolm lo llame para erguirse.
—JB al final no ha venido —dice Malcolm con tono irritado mientras Willem los saluda, a él y a Sophie, con un beso—. Fredrik y él han debido de romper esta mañana. Aunque tal vez no, porque dijo que a lo mejor venía mañana. No he logrado averiguar qué le pasaba.
—Lo llamaré desde casa —dice—. Hola, Soph. ¿Ya habéis comido? Podemos ponernos a cocinar en cuanto regresemos.
No han comido, de modo que telefonea a Jude para que ponga a hervir agua para la pasta.
—Tengo las limas —le dice—. Y JB no vendrá hasta mañana; problemas con Fredrik que Mal no ha conseguido desentrañar. ¿Quieres llamarlo y averiguar qué pasa?
Deja la bolsa de viaje de sus amigos en el asiento trasero, y Malcolm se sube, mirando al maletero.
—Un color interesante.
—Gracias —dice Willem—. Se llama «rojo ramera».
—¿En serio?
La persistente credulidad de Malcolm le hace sonreír.
—Sí, va en serio. ¿Listos?
Mientras conduce hablan de lo mucho que hace que no se ven, de lo que se alegran de haber vuelto, de las desastrosas clases de conducir a las que Malcolm va, de lo perfecto que es el tiempo, de lo bien que huele el aire a heno. «El mejor verano», vuelve a pensar él.
De la estación de tren a la casa hay treinta minutos en coche, un poco menos si corre, pero hoy no corre, el trayecto es precioso. Cuando cruza la última gran intersección, no ve el camión que se acerca, avanzando a toda velocidad a contraluz, y al sentir la fuerte colisión que aplasta el asiento del pasajero donde va sentada Sophie, él es arrojado al aire.
—¡No! —grita, o cree gritar, y ve fugazmente el rostro de Jude; solo el rostro, con una expresión aún por definir, arrancado de su cuerpo y suspendido bajo un cielo negro. El estrépito de metal doblándose, de vidrio reventando en mil pedazos y de sus inútiles gritos le llenan los oídos y la cabeza.
Pero sus últimos pensamientos no son para Jude sino para Hemming. Ve la casa en la que vivió de niño y, sentado en una silla de ruedas en el centro del césped, justo antes de que el terreno empiece a descender hacia los establos, a Hemming contemplándolo con una mirada fija y penetrante, la mirada que nunca pudo permitirse cuando vivía.
Está al final del camino de entrada, donde el sendero sin pavimentar une con el asfalto, y al verlo le invade la añoranza.
—¡Hemming! —grita, y, absurdamente, añade—: ¡Espérame! —Y echa a correr hacia su hermano, tan deprisa que al cabo de un rato ya no siente siquiera sus pies golpeando el suelo.