19

En el paseo Prat, frente al Café del Centro, el Chico de las Conchas había instalado su estéreo y su caja de zapatos para los óvolos, y en medio del tráfago bailaba sus cumbias y merengues llevando el ritmo sincrónicamente con el golpeteo de sus dos conchas de ostiones, instrumentos que lo habían hecho famoso hasta conseguir que lo llevaran a varios programas de televisión.

Sentados en la terraza, desde donde alcanzaban a ver las piruetas del popular personaje, el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda conversaban de su visita a la cárcel y de lo que les había confesado el Choro Nylon. Él con su té y su triángulo de tostadas con mantequilla; ella con su cortado y su trozo de torta de chocolate.

El Tira, con la boca llena de pan, decía que aunque fuera un contrasentido, lo único que lamentaba era que el caso se hubiera resuelto tan pronto. Aún no les llegaba ningún caso nuevo y si no aparecía uno rápido, y de buenos dividendos, se iban a quedar cazando moscas.

—Le ruego que ore a su Señor, hermana, para que no nos falte el pan nuestro de cada día.

—¿El crimen nuestro de cada día? —parafraseó la hermana.

—Exacto —dijo el Tira Gutiérrez. Y le preguntó si ella sabía que cuando Sherlock Holmes no tenía un caso que resolver, el caramelo de un crimen que echarse a la boca, se entregaba a las drogas duras. O, para tortura de su asistente, le daba obsesivamente por tocar el violín. Que según parece tocaba muy mal.

—Supongo que usted no me torturará entregándose a cantar canciones de Cuco Sánchez —dijo la hermana—. Por favor se lo pido.

—No se preocupe, hermana, yo por lo menos sé que lo hago mal.

—Pero sabe qué, oiga...

Los ojos amarillos de la hermana, recién sonriendo por la broma, parecieron enfurruñarse de súbito. El Tira le preguntó si ocurría algo. Ella cambió su moña de lugar, se quedó un rato pensativa y dijo que algo le venía molestando hacía rato. La verdad era que a ella le parecía que el caso aún no estaba resuelto. Por lo menos no en un cien por ciento, pues aparte de que la señora Ojitos Lindos no les contó de las visitas que las mujeres hacían a la cárcel a través del túnel, a su parecer algo más no encajaba en las dos versiones.

—Aquí hay un eslabón perdido —dijo.

—Bueno, pero se terminó —el Tira Gutiérrez le dio una mordida a su tostada—. Ya sabemos que el teniente está muerto y sabemos dónde está su cuerpo. Mañana nos reunimos con la dama de pelo azul y cobramos. Ella sabrá si hace o no la denuncia para que exhumen el cadáver.

—Justamente eso es lo que me inquieta, oiga.

—¿Qué cosa?

—Mirar a los ojos a la señora esa sin poder decirle realmente toda la verdad.

—Pero si ya la sabemos —dijo el Tira.

—Sabemos que está muerto y sabemos dónde está el cuerpo, ¿pero sabemos a ciencia cierta quién lo mató? Para ser honesta, caballero, a mí me queda una duda tremenda.

—¿Cuál es su duda, hermana?

—Eso de que cada una de las mujeres le haya dado una puñalada suena como a película mala. Me parece difícil de creer.

—¿Usted piensa que el Choro Nylon nos está mintiendo?

—No quiero creerlo —dijo la hermana y se levantó para ir al baño.

El Tira Gutiérrez se fijó en que la mayoría de los hombres de las mesas cercanas la siguieron con ojos de lobo hasta que desapareció al fondo del local. En verdad el cuerpo de la hermana quitaba el resuello, a pesar de como se vestía.

Solo en la mesa, el Tira pidió a la mesera que le preparara una tostada con mantequilla para llevar. Después se echó hacia atrás en la silla y, entre el gentío del paseo, divisó a su ex mujer. Iba acompañada de su nueva pareja. La siguió con la mirada hasta verla entrar a una tienda, y se sorprendió de no sentir nada, ni rabia, ni celos, ni ardor alguno. La vio como a una extraña. Y es que parecía otra: vestía y se peinaba distinto, caminaba de otro modo; su actitud era diferente; quería parecer una femme fatale y llegaba apenas a ser una caricatura. En verdad, algo sí había sentido al verla: pena.

Al volver la hermana del baño lo encontró raro, y se lo dijo.

—Vi un fantasma —se disculpó él.

Ella lo miró y movió la cabeza.

—¿Usted no cree en fantasmas, hermana?

—No.

—¿Y por lo tanto no les tiene miedo?

—No.

—Entonces cree.

La hermana dudó un instante.

—Ante todo creo en Dios Padre —terminó por decir.

El Tira Gutiérrez se tomó de un envión el resto de té que le quedaba. Le trajeron la nueva tostada, se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta (además de simular una pistola durante el día, por la noche era su cena, se la servía con un tecito antes de acostarse) y volvió al tema que los ocupaba. Dijo como al descuido:

—¿Y si en realidad fueron ellas las que le mintieron al Choro Nylon?

—¿Quiénes, las prostitutas? ¿Y por qué habrían de mentirle? —se sorprendió la hermana.

—No sé. No se me ocurre. Tal vez para encubrir a alguien.

La hermana Tegualda se quedó pensando. Con su dedito meñique tieso sorbía su café cortado con la mirada perdida en un punto del aire. De pronto, los nísperos de sus ojos parecieron iluminarse.

—Ya sé —dijo mientras tomaba su cartera y se ponía de pie.

Con un signo de interrogación esculpido en el ceño, el Tira se quedó mirándola.

—¿Para dónde va, hermana?

—A recorrer mi camino hacia Damasco. Espero tener también una revelación como Saulo.

—¡Aleluya! —exclamó el Tira.

A cuatro pasos de la mesa, la hermana giró la cabeza:

—Voy y vuelvo, caballero.

Su asistente se demoró exactamente cuarenta y cuatro minutos en volver. Mientras tanto el Tira, para pasar el rato, se compró Te Clinic; lo compró casi por inercia. Hacía rato, desde la muerte de su musa —el dictador Pinochet—, que el periódico había dejado de ser lo que era. Lo mejor que este número traía en sus páginas era el artículo semanal de Claudio Bertoni, el poeta adolescente de setenta años.

Al regresar la hermana Tegualda, el Tira Gutiérrez pidió la cuenta. Luego se dirigieron a la oficina.

—¿Y tuvo su revelación, hermana? —preguntó ya en el hall del edificio Segundo Gómez, mientras esperaban el ascensor junto a un grupo de personas. Ella asintió. Le contó que había ido a ver a la señora Otilia, la vecina que vio a la Ojitos Lindos en el funeral de la madame del burdel.

—Fui a preguntarle una sola cosa —dijo—. Más bien a que me la aclarara.

—¿Y?

—Y me la aclaró. De modo que antes de reunirnos con la señora Magallánica tenemos que volver a Taltal. Si es posible mañana mismo.

—¿Y para qué?, si se puede saber.

—Para conversar de nuevo con la señora Ojitos Lindos y exigirle que ahora sí nos diga la verdad. Ella sabe perfectamente quién mató al teniente.

Dentro del ascensor, casi pegado a él por la cantidad de gente, la hermana lo miró a los ojos y dijo que ella también creía saber quién era el asesino.

—Es más, hasta creo saber dónde hallarlo.

Ya en la oficina, tras contarle lo que había averiguado con la matrona de la papada de abadesa, le explicó su teoría del crimen.

El Tira Gutiérrez se dijo que esta mujer cada día lo asombraba más.