11
Eran las seis y diez de la tarde cuando el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda comenzaron a subir hacia la parte alta de la ciudad. Les habían dicho que la calle que buscaban estaba más allá de la cárcel; era la última antes de llegar al cerro Picarón. Una vez arriba se dieron cuenta de que era una calle común y corriente, con casas de madera, la mayoría, y otras de concreto sin enlucir. Algunas, las mejor construidas, tenían enrejados y estrechos antejardines, sin jardín. A esa hora de la tarde, solo a un cuarto de la calle le daba el sol.
La pareja de investigadores comenzó a preguntar por la Ojitos Lindos. No sabían su nombre, pero tenían claro que en el ambiente prostibulario era más importante el apodo que el nombre propio. Las vecinas de la calle los miraban con desconfianza.
En el antejardín con rejas de fierro oxidado de una casa de madera, un hombre de unos sesenta y cinco años (calculó la hermana Tegualda), de jersey a rayas y un pañuelo al estilo gitano en la cabeza, fumaba sentado en una silla de mimbre. Por la ventana abierta salía un chorro de música, que por lo antiguo de la canción seguro era de la misma emisora que se oía en la plaza. La programación continuaba siendo del recuerdo. El Tira y la hermana se acercaron a preguntarle, a través de las rejas, si conocía a una mujer a la que llamaban Ojitos Lindos.
El hombre se quedó viéndolos un rato sin contestar. Para la hermana su mirada tenía un dejo de concupiscencia; para el Tira, algo de catatonia.
—Si andan averiguando sobre la muerte del Negro Simón, están perdiendo el tiempo —dijo por fin el hombre.
El Tira pensó que su voz sonaba como la de una lora vieja.
—No, caballero, buscamos a la señora Ojitos Lindos —dijo la hermana Tegualda.
—Por eso mismo, cariño mío —dijo el hombre mirándola despectivamente—. Yo les digo altiro que la Ojitos Lindos no tuvo nada que ver con la muerte del Negro. El cabrón murió en su ley.
El Tira y la hermana se miraron sorprendidos. Lo dejaron hablar. El tono de su voz era cada vez más alto.
—Por si no lo saben, el Negro Simón fue el cafiche más famoso de Taltal. En sus tiempos mozos era capaz de dormir hasta con cuatro mujeres juntas. Yo fui testigo de eso. No había puta que se le resistiera; se las ganaba de achaque, o sea, era un campeoncito de la zalamería. Después, en la cama, les daba hasta que las pobres no recordaban ni su nombre.
Aquí el individuo se cruzó de piernas, adoptó una posición exageradamente afeminada y agregó con sarcasmo:
—Además, para que lo vayan sabiendo, los carabineros y los detectives ya vinieron a preguntar todo lo que había que preguntar sobre su muerte, o su «deceso», como decían ellos.
—¿Y sabe usted dónde podemos encontrar a la Ojitos Lindos? —preguntó el Tira Gutiérrez.
El hombre entrecerró los ojos en un gesto de desagrado, luego se arregló el pañuelo de la cabeza y guardó silencio.
Desde las casas más cercanas algunas mujeres se habían asomado a la puerta, otras observaban por las ventanas, la mayoría ancianas de pelo teñido y vestidas con colores fuertes. A la hermana Tegualda, además del hecho inusual de que la misma música —en aquel momento se oía a Leonardo Fabio cantando O quizás simplemente te regale una rosa— emergiera de todas las casas, algo más le llamaba la atención en esa calle, algo echaba de menos en ella, pero no sabía qué.
—Solo queremos conversar un rato con ella —insistió el Tira Gutiérrez.
—Venimos desde Antofagasta —recalcó la hermana Tegualda.
El hombre se descruzó de piernas, tiró la colilla al suelo, la pisó y, queriendo parecer rudo, escupió por el colmillo.
—Ya les dije, el Negro Simón murió en lo suyo, cariños míos, estiró la pata mientras la Ojitos Lindos lo regaloneaba con una mamada de las que solo ella sabe dar. Claro, el pobre ya tenía setenta y ocho años. Y bien gastados. Cualquier hombre quisiera morir así, ¿no?
La hermana Tegualda, ruborizada, preguntó con su vocecita de ángel:
—¿Y usted sabe dónde vive la señora?
El viejo se removió en la silla, se desperezó con indolencia y se incorporó. Se quedó mirándolos con las manos en jarra. Andaba con medias de lana y condoritos, y de pie no sobrepasaba el metro sesenta.
—Y a propósito, ¿me pueden decir qué mierda son ustedes? Porque ahora me doy cuenta de que no son policías.
Aquí el hombre, mirando fijo hacia el volumen que la tostada con mantequilla formaba en el bolsillo de la chaqueta del Tira, dijo, despectivo:
—Más bien parecen agentes de la CNI.
—Somos investigadores privados —dijo la hermana Tegualda. El Tira Gutiérrez siempre dejaba que ella respondiera a esa pregunta; en su boca la palabra «investigadores» sonaba menos alarmante.
El tipo los observó unos segundos.
—¿Y? —dijo.
—Queremos conversar con ella de algo personal —se explayó el Tira.
—Nada grave —subrayó la hermana.
El hombre dudó un instante. Luego, arrastrando los condoritos, que le quedaban grandes, se adelantó hasta las rejas, le puso llave, escupió por el colmillo y dijo despacito:
—Váyanse al carajo.
Y se dio media vuelta y entró a la casa.
Cerró con un portazo.
—Temperamental el caballero —dijo la hermana.
—No conozco a ningún maricón que no lo sea —respondió el Tira.
La hermana Tegualda lo miró interrogativa:
—¿Y cómo sabe usted, oiga, que el caballero es homosexual?
El Tira Gutiérrez sonrió irónico. Le quiso decir que, además de su actitud afeminada, tenía la pancita clásica de los homosexuales viejos, pero se lo guardó. Ella no lo entendería.
—Habrá que preguntar en otro lado —dijo la hermana Tegualda. Cambió su moña de hombro y se acercó a una de las vecinas asomada a una ventana en la casa de enfrente.
No tuvo necesidad de preguntar nada.
—La Ojitos Lindos es la vecina de Mané —dijo la mujer. Llevaba un pañuelo floreado en la cabeza y una cicatriz le cruzaba una mejilla.
—¿Y quién es Mané? —preguntó la hermana.
—La persona con la que hablaban —dijo. Y, apuntando con la boca, agregó—: Es la parte verde de la casa.
Ahí el Tira y la hermana se dieron cuenta de que la casa aludida era una sola dividida en dos. La parte del hombre que los había malatendido era azul, la otra estaba pintada de un verde desvaído.
—Gracias —dijo la hermana—, usted es muy amable.
—Pero ahora no está —continuó la vecina—. Anda en el cementerio. Todos los martes por la tarde se va a ver a sus amigas muertas, les lleva flores y les limpia los nichos.
—¿Y como a qué hora vuelve? —insistió la hermana.
—A veces no vuelve hasta el anochecer —aquí la anciana dio un suspiro y puso los ojos en blanco—. Tan buena que la han de ver a la Ojitos. Se desvive por sus amigas, vivas y muertas.
Y al volver un poco la cabeza para cerrar una de las hojas de la ventana, el costurón de la cicatriz en la mejilla le brilló lívido. Tenía forma de rayo.
Antes de cerrar la otra hoja, la anciana agregó:
—Es mejor que vengan a verla mañana, ¿saben?, pues cada vez que llega del cementerio está sin ánimo de hablar con nadie.
—¿A qué hora cree usted, señora, que sea más conveniente? —preguntó el Tira.
La mujer, a la que además le faltaban varios dientes superiores, les aconsejó que vinieran temprano.
—Por la mañana ella amanece más reconciliada con el mundo —dijo. Y desapareció tras la ventana de vidrios trizados.